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¿TE ACUERDAS DE MI?
Prólogo
La más horrible de
todas las noches horribles de este asco de vida que
ha sido siempre mi
vida.
En una escala del uno
al diez estaríamos hablando de menos seis. Y no
es que suela moverme
en cifras muy altas.
La lluvia me salpica
el cuello mientras desplazo mi peso de un pie
(lleno de ampollas)
al otro (ídem). Me cubro la cabeza con la chaqueta
tejana, en plan
paraguas improvisado, pero resulta que no es impermeable
precisamente. Lo
único que quiero es encontrar un taxi, llegar a casa,
quitarme de una vez
estas malditas botas y darme un buen baño caliente. Pero
llevamos esperando
aquí diez minutos y ni rastro de un taxi.
Mis pies son una
verdadera tortura. No volveré a comprarme zapatos de
Fashion Ocasiones en
mi vida. Estas botas las compré la semana pasada
rebajadas (charol
negro sin tacón, yo nunca llevo tacones). Eran medio
número más pequeñas,
pero la chica me dijo que cederían y que, con ellas
puestas, se me veían
las piernas muy largas. Yo le creí. La verdad es que a
boba no me gana
nadie.
Estamos todas en la
esquina de una calle del sudoeste de Londres que no
había pisado en mi
vida, con la música de la disco retumbando sordamente
bajo nuestros pies.
La hermana de Carolyn es promotora y nos consiguió
entradas con
descuento; por eso nos hemos arrastrado hasta aquí. Sólo que
ahora tenemos que
volver a casa y parece que soy la única que se molesta en
buscar un taxi.
Fi se ha apoderado
del único portal que hay cerca y está metiéndole la
lengua hasta la
garganta al tipo con el que se enrolló en el bar. Es mono, a
pesar del extraño
bigotito que lleva. Y más bajo que Fi, aunque muchos
chicos lo son: no en
balde mide uno ochenta. Fi tiene el pelo largo y oscuro,
una boca enorme y una
risa descomunal. Cuando le da por reírse, consigue
paralizar a la
oficina entera.
A un metro, Carolyn y
Debs se guarecen bajo un periódico y aúllan It's
Raining
Men como si
aún estuvieran en el karaoke.
—¡Lexi! —me grita
Debs, alargando el brazo para que me una a ellas—.
¡Llueven hombres!
Su largo pelo rubio
tiene un aire medio andrajoso con la lluvia, pero aún
se le ve una
expresión animada. Sus dos aficiones favoritas son el karaoke y
el diseño de joyas;
de hecho, llevo puestos unos pendientes que me hizo para
mi cumpleaños: unas L
diminutas de plata con aljófares colgando.
—¡Y un cuerno llueven
hombres! —replico de mal humor—. ¡Aquí sólo
cae agua!
Normalmente también
me gusta el karaoke. Pero esta noche no tengo
ganas de cantar. Me
siento dolida y me gustaría acurrucarme y aislarme de
todo el mundo. Si al
menos Chungo Dave se hubiese presentado como
prometió... Después
de todos esos mensajitos de «T kiero Lexi», después de
jurar que estaría
aquí a las diez... Me he pasado todo el rato sentada, mirando
la puerta, incluso
cuando las demás chicas me decían que me olvidase de él.
Ahora me siento como
una gilipollas redomada.
Chungo Dave trabaja
en televentas de coches y ha sido mi novio desde
que nos conocimos el
verano pasado, en la barbacoa de unos amigos de
Carolyn. No lo llamo
Chungo Dave para insultarle: es un apodo, nada más.
Nadie recuerda cómo
se lo pusieron y él se niega a contarlo. Es más: se
esfuerza en que lo
llamen de otra manera. Hace un tiempo empezó a llamarse
«Butch» a sí mismo,
porque él cree que se parece a Bruce Willis en Pulp
Fiction.
Está pelado
al cero, es verdad, pero el parecido termina ahí.
En todo caso, la cosa
no cuajó. Para sus colegas del curro él es Chungo
Dave, del mismo modo
que yo soy Dientotes. Me llaman así desde los once
años. Y a veces
Escarola. Es cierto que tengo el pelo muy rizado, y los
dientes más bien
torcidos, pero siempre digo que le dan carácter a mi
aspecto.
(Una trola, en
realidad: es Fi la que dice que me dan carácter. Por mi
parte, estoy pensando
en arreglármelos en cuanto tenga dinero y consiga
mentalizarme de
llevar hierros en la boca... o sea, nunca, seguramente.)
De pronto aparece un
taxi y extiendo el brazo en el acto, pero un grupo
más adelante se me
anticipa. Fantástico. Meto las manos en los bolsillos con
desolación y
escudriño la calle mojada, buscando otra luz amarilla.
No es sólo el plantón
de Chungo, sino también el tema de las
bonificaciones. Hoy
era el último día del año financiero en el trabajo. Todos
han recibido un
resguardo con la cantidad que les corresponde y se han
puesto a dar saltos
de alegría, porque resulta que las ventas de la empresa en
el período 2003-2004
han sido mucho mejores de las esperadas. Era como si
las Navidades
hubieran llegado con diez meses de antelación. Todos se han
pasado la tarde
cotorreando sobre cómo van a gastarse el dinero. Carolyn ha
empezado a hacer
planes para irse de vacaciones a Nueva York con su novio
Matt. Debs ya tiene
hora para hacerse unos reflejos en Nicky Clarke —se
moría de ganas de ir
a esa peluquería—. Fi ha llamado a Harvey Nichols
para reservar un
bolso nuevo muy guay que se llama «Paddington» o algo así.
Y luego venía yo. Con
cero patatero. No porque no haya trabajado duro,
no porque no haya
cumplido mis objetivos, sino porque para conseguir una
bonificación tienes
que llevar trabajando en la empresa un año, y yo no lo he
cumplido por una
semana. ¡Una semana! Menuda injusticia. De una tacañería
impresionante. Si
pudiera decirles lo que pienso...
Ya. Como si Simon
Johnson fuera a pedirle su opinión a una adjunta
júnior del director
comercial, departamento de Suelos y Alfombras. Y ésa es
otra: tengo el puesto
con el nombre más feo de la historia. Resulta incluso
embarazoso. A duras
penas cabe entero en mi tarjeta. He llegado a la
conclusión de que
cuanto más largo es el nombre del cargo, más cutre es el
trabajo. Se creen que
van a deslumbrarte con el título y que no vas a ver que
te han mandado al
último rincón para que te ocupes de las cuentas piojosas
con las que nadie
quiere apechugar.
Un coche cruza
salpicando un charco junto a la acera y retrocedo de un
salto, pero demasiado
tarde: un chorro de agua me da directamente en la
cara. Me llega la voz
de Fi desde el portal. Está calentando el tema,
murmurándole cosas al
oído a ese chico tan mono. Pesco varias palabras y,
pese a mi galopante
mal humor, tengo que apretar los labios para no echarme
a reír. Una noche,
hace unos meses, nos quedamos a dormir las cuatro juntas
y acabamos
confesándonos nuestras frases verdes secretas. Fi dijo que
siempre usaba la
misma y que le funcionaba a las mil maravillas: «Creo que
se me están
derritiendo las bragas.»
Pero bueno, ¿hay
algún tipo que se trague una cosa así?
Pues eso parece,
teniendo en cuenta el historial de Fi.
Debs confesó que la
única palabra que se atreve a usar durante el sexo
sin troncharse de
risa es «caliente». Con lo cual lo único que dice es: «Estoy
caliente», «¡Qué
caliente estás!», «Menudo calentón». Aunque, a decir
verdad, si eres tan
despampanante como ella, tampoco necesitas un gran
repertorio.
Carolyn lleva con
Matt un millón de años y nos dijo que nunca habla en
la cama, salvo para
decir: «Aggg» o «Más arriba» o incluso (una vez, cuando
él estaba a punto de
eyacular) «Joder, me he dejado las tenacillas puestas».
No sé si lo decía en
serio, porque tiene un sentido del humor bastante raro,
igual que Matt. Los
dos son unos cerebrines excéntricos, pero lo llevan muy
bien. Cuando estamos
todos juntos, se insultan de tal manera que cuesta saber
si lo hacen en serio,
pero no creo que lo sepan ni ellos.
Luego me tocó el
turno y confesé la verdad, o sea, que suelo decirle
piropos al chico. Por
ejemplo, a Chungo Dave siempre le digo: «Qué
hombros más bonitos»
o «Tienes unos ojos preciosos». No reconocí que lo
digo con la secreta
esperanza de que alguno me responda que yo también soy
preciosa. Ni que eso
no ha ocurrido hasta ahora.
En fin. Qué se le va
a hacer.
—Eh, Lexi. —Levanto
la vista y veo que Fi se ha desenganchado del
chico mono. Se me acerca,
se cubre con mi chaqueta tejana y saca su barra de
labios.
—Hola —digo
parpadeando; me gotea el agua por las pestañas—.
¿Dónde se ha metido
tu Romeo?
—Ha ido a decirle a
la chica que lo acompañaba que se marcha.
—¡Fi!
—¿Qué? —Me mira sin
remordimiento—. No son pareja. O no mucho.
—Se repasa los labios
con una barra de rojo carmesí—. Voy a comprarme un
cargamento de
maquillaje —dice mirando el pintalabios gastado—. Todo de
Christian Dior.
¡Ahora puedo permitírmelo!
—¡Claro! —le digo,
intentando sonar entusiasta.
Al punto levanta la
vista, dándose cuenta de la metedura de pata.
—Ay, mierda. Perdona,
Lexi. —Me rodea los hombros con un brazo y
me da un achuchón—.
Tendrían que haberte dado una bonificación. No hay
derecho.
—No pasa nada.
—Procuro sonreír—. El año que viene.
—¿Estás bien? —Me
observa con atención—. ¿Quieres que vayamos a
tomar una copa?
—No, lo que necesito
es meterme en la cama. He de levantarme pronto
mañana.
Se le ilumina el
rostro al recordar y se muerde un labio.
—Jo. También se me
había olvidado eso. Con las bonificaciones y tal...
Lexi, lo siento.
Estás pasando un momento de mierda.
—¡No pasa nada! —digo
rápidamente—. Eh... procuro no tomármelo a
la tremenda.
A nadie le gustan las
lloricas. Así que me las arreglo para esbozar una
sonrisa que demuestre
que estoy de coña aunque sea una dentona, aunque me
hayan plantado y
dejado sin bonificación y aunque mi padre acabe de
morirse.
Fi se queda en
silencio un momento; sus ojos verdes resplandecen con
los faros de los
coches.
—Las cosas te van a
ir mejor —dice.
—¿Tú crees?
—Ajá. —Asiente con
energía—. Tú sólo tienes que creerlo. Venga. —
Me da otro achuchón—.
¿Qué eres: una mujer o una morsa?
Fi usa esta expresión
desde que tenemos quince años, y cada vez
consigue arrancarme
una sonrisa.
—¿Y sabes qué?
—añade—. Yo creo que tu padre habría querido que te
presentaras en su
funeral con resaca.
Fi había visto un par
de veces a mi padre. Y seguramente tiene razón.
—Oye, Lexi...
Su voz se vuelve más
suave de repente y me preparo por si acaso. Ya
estoy bastante de los
nervios y si encima me dice algo bonito de mi padre,
soy capaz de echarme
a llorar. Tampoco es que yo lo conociera demasiado
bien, pero, en fin,
padre no hay más que uno...
—¿No tendrás un
condón de sobra?
Vale. O sea que no
tenía que preocuparme por un repentino acceso de
compasión.
—Sólo por si acaso
—añade con una mueca traviesa—. Seguramente
sólo vamos a charlar
de política internacional o algo así.
—Ya, seguro. —Hurgo
en mi bolso verde Accessorize (un regalo de
cumpleaños) hasta
encontrar el monedero a juego y saco un Durex, que le
entrego con disimulo.
—Gracias, cariño. —Me
da un beso en la mejilla—. Oye, ¿quieres
venir a casa mañana
por la noche, cuando haya terminado todo? Prepararé
espaguetis a la
carbonara.
—Sí. —Sonrío
agradecida—. Fantástico. Te llamaré.
Ya me estoy muriendo
de ganas. Un plato delicioso de pasta, una copa
de vino... y poder
contarle el funeral con todo detalle. Fi es capaz de volver
divertidas las cosas
más lúgubres y ya sé que acabaremos tronchándonos.
—¡Eh, ahí hay un
taxi! ¡Taaaaxi! —Me abalanzo hacia el bordillo
mientras el vehículo
se detiene y llamo por señas a Debs y Carolyn, que
ahora están
canturreando a gritos Dancing Queen. Carolyn tiene las gafas
llenas de gotas de
lluvia y le lleva a Debs unas cinco notas de ventaja.
Me inclino junto a la
ventanilla del taxista, con el pelo chorreándome
por la cara.
—¡Hola! ¿Podría
llevarnos primero a Balham y luego...?
—Lo siento. Nada de
karaoke —responde el hombre, cortante, echando
una mirada hosca a
Debs y Carolyn.
Lo miro
desconcertada.
—¿Qué significa eso?
—Que no voy a subir a
esas de ahí para que me den dolor de cabeza con
sus malditas
canciones.
Debe de estar de
coña. No puedes quitarte de encima a la gente sólo por
cantar.
—Pero...
—Es mi taxi y son mis
normas. Ni borrachos, ni drogas ni karaoke. —Y
antes de que pueda
replicarle, se aleja calle abajo.
—¡No puede prohibir
el karaoke! —le grito indignada—. ¡Es...
discriminatorio! ¡Es
ilegal! ¡Es...!
Balbuceo hasta
quedarme sin voz. Echo un vistazo alrededor. Fi ha
vuelto a desaparecer
en brazos de mister Monín. Debs y Carolyn siguen
cantando Dancing Queen: un numerito tan atroz que ni siquiera puedo
culpar
del todo al taxista.
El tráfico continúa deslizándose a nuestro lado y
salpicándonos a base
de bien; la lluvia tamborilea sobre mi chaqueta y me
empapa el pelo; las
ideas me dan vueltas en la cabeza como un par de
calcetines en la
secadora.
Nunca vamos a
encontrar un taxi. Vamos a quedarnos aquí clavadas toda
la noche. Esos
cócteles de banana eran fatales, tendría que haberme plantado
en el cuarto. Mañana
es el funeral de mi padre. Nunca he estado en un
funeral. ¿Qué pasa si
me pongo a llorar y se me queda todo el mundo
mirando? Chungo Dave
debe de estar en la cama con otra chica en este
mismo instante,
diciéndole que es preciosa mientras ella gime: «¡Buten!
¡Butch!»
Tengo los pies llenos
de ampollas y, además, congelados...
—¡Taxi! —grito
instintivamente, casi antes de divisar a lo lejos la luz
amarilla. Se acerca
con el intermitente parpadeando—. ¡No gires! —Me
pongo a hacerle
señales frenéticas—. ¡Aquí! ¡Aquí!
Tengo que pillar ese
taxi. Tengo que pillarlo. Con la chaqueta sobre la
cabeza, echo a correr
por la acera, patinando un poco y chillando hasta
quedarme ronca.
—¡Taxi! ¡¡Taxi!!
En la esquina hay un
montón de gente. Los esquivo y subo los escalones
de un edificio
oficial. Llego a un descansillo y, antes de bajar por el otro
lado, me inclino
sobre la balaustrada y llamo desde ahí arriba.
—¡¡Taxi!!
¡¡Taaaaaaxü!
¡Sí! ¡Está frenando,
gracias a Dios! Por fin. Voy a llegar a casa, me daré
un baño y olvidaré
este día nefasto.
—¡Aquí! —grito—. ¡Ya
voy! ¡Un seg...!
Para mi
consternación, en la acera veo a un tipo trajeado que se dirige
hacia el taxi.
—¡Es nuestro! —rujo
mientras bajo las escaleras corriendo—. ¡Es
nuestro! ¡Lo he visto
yo! ¡Ni te atrevas! ¡Arg! ¡Arggggg!
Incluso mientras mi
pie resbala en el escalón mojado, no acabo de
entender lo que
sucede. Al empezar a caer, mi cerebro se acelera. He
patinado con mis
malditas botas de suela reluciente. Estoy rodando por los
peldaños como una
cría de tres años. Manoteo desesperadamente hacia la
balaustrada de
piedra, rasguñándome, dándome golpes en la mano y
perdiendo mi bolso Accessorize
por el camino... Intento agarrarme, pero ya
no puedo frenar...
Ay, mierda.
El suelo viene
directamente hacia mí, no puedo evitarlo. Y esto va a
hacerme muuuucho
daño...
Capítulo 1
¿Cuánto tiempo llevo
despierta? ¿Ya es de día?
Me siento fatal. ¿Qué
pasó anoche? La cabeza me duele un montón. Está
bien, no volveré a
beber. Nunca más.
Estoy tan mareada que
no puedo ni pensar, no digamos ya...
Uf. ¿Cuánto llevo
despierta?
Tengo la cabeza a
punto de estallar y noto una especie de niebla. Me
muero de sed. Ésta es
la resaca más monstruosa de mi vida. No volveré a
beber nunca más.
¿Eso es una voz?
No, tengo que
dormir...
¿Cuánto llevo
despierta? ¿Cinco minutos? ¿Media hora? No es fácil
saberlo.
¿Qué día es hoy, por
cierto?
Permanezco tendida e
inmóvil. Siento un martilleo rítmico en la cabeza,
una especie de
taladradora gigantesca. Tengo la garganta seca, me duele
todo. Noto como si mi
piel fuese papel de lija.
¿Dónde estuve anoche?
¿Qué pasa con mi cerebro? Es como si hubiese
descendido una niebla
que lo cubre todo.
No volveré a beber.
Debo de haber sufrido una intoxicación etílica o
algo así. Me esfuerzo
en recordar la noche anterior, pero lo único que me
viene a la cabeza son
tonterías. Recuerdos, imágenes del pasado que surgen
al azar, una especie
de iPod embarullado.
Unos girasoles
balanceándose sobre un cielo azul...
Amy recién nacida,
con el aspecto de una salchichita rosada, encima de
una manta...
Una bandeja de
patatas fritas en una mesa de madera, el calor del sol en
la nuca, mi padre
sentado enfrente con un sombrero Panamá, fumándose un
puro y diciéndome:
«Cómetelas, cariño»...
Aquella carrera de
sacos en el colegio... Ay, Dios, ese recuerdo otra
vez, no. Intento
cerrarle el paso, pero es demasiado tarde, ya se ha colado...
Tengo siete años y
voy ganando con una ventaja kilométrica, pero me resulta
tan incómodo estar
ahí delante yo sola que me detengo y espero a mis amigas.
Ellas me dan alcance
y entonces, en medio de la melé, tropiezo y llego la
última. Todavía siento
la humillación, oigo las carcajadas, noto el polvo en
la garganta y el
sabor a banana...
Espera. Obligo a mi
cerebro a estarse quieto un instante.
Bananas.
Entre la niebla, otro
recuerdo brilla tenuemente. Hago un esfuerzo
desesperado por
recuperarlo, por darle alcance... Sí. Ya lo tengo. Cócteles
de banana.
Estábamos en una
disco tomando unos cócteles. Es lo único que
recuerdo. Esos
malditos cócteles de banana. ¿Qué demonios les habrán
puesto?
Ni siquiera puedo
abrir los párpados. Los noto pesados, cerrados a cal
y canto, como aquella
vez que usé unas pestañas postizas con un pegamento
medio chungo y, al
día siguiente, cuando entré dando tumbos en el baño, vi
que tenía un ojo
totalmente pegado y una cosa negra encima que parecía una
araña muerta. Muy
atractiva, Lexi.
Con cautela, deslizo
una mano hacia mi pecho y oigo un crujido de
sábanas. No suenan
como las de casa. Hay un extraño aroma a limón en el
aire y llevo puesta
una camiseta de algodón que no reconozco. ¿Dónde estoy?
No me echaría un
ligue, ¿no?
Uau. ¿Le fui infiel a
Chungo Dave? ¿Llevaré la camiseta talla extra de
algún chico cachondo?
¿La habré tomado prestada para dormir después de
una noche de sexo
apasionado? ¿Por eso me siento magullada y dolorida?
No, no he sido infiel
en mi vida. Me habré quedado en casa de alguna de
las chicas. Tal vez
si me levanto y me doy una buena ducha... Abro los ojos
con gran esfuerzo y
me incorporo unos centímetros. Mierda. ¿Qué
demonios...?
Estoy en una
habitación sumida en la penumbra, sobre una cama
metálica. Hay un
panel con botones a mi derecha. Un ramo de flores en la
mesilla de noche.
Tragando saliva mentalmente (en la boca no me queda),
veo que en el brazo
izquierdo tengo un gotero conectado a una bolsa de
suero.
Esto es increíble.
Estoy en un hospital.
¿Qué pasa aquí? ¿Qué
ha pasado?
Trato de que mi
cerebro recuerde, pero no es más que un gran globo
vacío. Necesito una
taza de café bien cargado. Me propongo escudriñar la
habitación para
vislumbrar alguna pista, pero mis ojos no están para
pesquisas. No quieren
información; sólo colirio y tres aspirinas. Débilmente,
vuelvo a desplomarme
sobre la almohada, cierro los ojos y aguardo un poco.
Vamos. Tengo que
recordar qué pasó. No es posible que estuviera tan
borracha, ¿no?
Me aferró a mi único
retazo de memoria como si fuera una isla en medio
del océano. Cócteles
de banana... cócteles de banana... Haz un esfuerzo...
piensa...
Las Destiny's Child.
¡Sí! Ahora me vienen algunos recuerdos. Poco a
poco, a trozos.
Nachos con queso. Esos horribles taburetes de la barra con
todo el vinilo roto.
Habíamos salido con
las chicas de la oficina. Esa disco tan cutre con el
techo de neón rosa
en... Donde sea. Yo estaba sola con mi cóctel,
completamente
deprimida.
¿Por qué me sentía
tan fatal? ¿Qué había pasado?
Las bonificaciones.
Claro. Una fría decepción muy conocida me oprime
el estómago. Y Chungo
Dave no se presentó. Doble palo. Aunque eso no
explica que esté en
un hospital. Aprieto los párpados, contraigo los músculos
de la cara para
tratar de concentrarme. Me recuerdo bailando frenéticamente
una canción de Kylie
Minogue y cantando We
Are Family en la zona de
karaoke, las cuatro
juntas, cogidas del brazo. Me acuerdo vagamente de
haber salido dando
tumbos en busca de un taxi.
Pero más allá de
eso... nada. Vacío total.
Es extraño. Le
mandaré un mensaje a Fi y le preguntaré qué pasó.
Alargo la mano hacia
la mesilla y entonces caigo en que no hay teléfono. Ni
en la silla ni en la
cómoda.
¿Y mi móvil? ¿Dónde
están mis cosas?
Ay, Dios, ¿me
atracaron? Tiene que ser eso. Algún adolescente
encapuchado me dio en
la cabeza, me fui al suelo y llamaron a una
ambulancia...
Me asalta una idea
más horrenda todavía: ¿qué ropa interior llevaba?
No logro evitar un
gemido. Eso sí podría ser fatal. Quizá llevaba las
andrajosas bragas
verdes y el sujetador que sólo me pongo cuando la cesta
de la ropa sucia está
llena. O ese tanga limón descolorido, con los bordes
deshilachados y la
tira de Snoopy.
No podía ser nada muy
elegante, desde luego. No te vas a poner algo así
para estar con Chungo
Dave. Sería un desperdicio. Haciendo muecas de
dolor, giro la cabeza
a uno y otro lado, pero no veo ropa. Los médicos deben
de haberlas quemado
en el Incinerador Especial de Lencería Andrajosa.
Y sigo sin tener ni
idea de qué estoy haciendo aquí. Me noto la garganta
seca, me muero por un
vaso de naranjada fresca. Y ahora que lo pienso,
¿dónde están los
médicos y las enfermeras? ¿Acaso me estoy muriendo?
—¿Hola? —llamo
débilmente. Mi voz suena como un rallador
arrastrado por un
suelo de madera. Aguardo un momento, pero todo continúa
en silencio. Nadie
puede oírme a través de esa puerta tan gruesa.
Entonces se me ocurre
apretar un botón del panel. Elijo el que tiene la
silueta de una
persona y al cabo de unos instantes se abre la puerta. ¡Ha
funcionado! Aparece
una enfermera de pelo gris y uniforme azul oscuro. Me
sonríe.
—¡Hola, Lexi! ¿Te
encuentras bien?
—Umm, sí, gracias.
Tengo sed. Y me duele la cabeza.
—Ahora te traeré un
calmante. —Me da un vaso de agua y me ayuda a
incorporarme—. Bébete
esto.
—Gracias —le digo
después de tragarme el agua—. Entonces...
supongo que esto es
un hospital, ¿no? ¿O quizá es una especie de spa de alta
tecnología?
La enfermera se echa
a reír.
—Lo lamento, pero es
un hospital. ¿No recuerdas cómo llegaste aquí?
—No —contesto
meneando la cabeza—. Estoy un poco confusa.
—Es que te diste un
buen golpe en la cabeza. ¿Te acuerdas de algún
detalle del
accidente?
Accidente...
accidente... Y de pronto me viene todo de golpe, como en
una ráfaga. Claro. La
carrera detrás del taxi, el suelo mojado, el resbalón con
mis malditas botas de
ocasión...
Vaya. Debo de haberme
dado un buen porrazo en la cabeza.
—Sí. Creo que sí
—digo—. Más o menos. Y... ¿qué hora es?
—Las ocho de la
noche.
¿Las ocho? Uau. ¿He
estado inconsciente un día entero?
—Yo soy Maureen. —Me
quita el vaso de las manos—. Te han
trasladado a esta
habitación hace unas horas. Hemos mantenido ya varias
conversaciones,
¿sabes?
—¿Ah, sí? —me
sorprendo—. ¿Y qué dije?
—Te costaba hablar,
pero no parabas de preguntar si una cosa era...
¿«estropajosa»?-Frunce
el entrecejo—. O «andrajosa» quizá.
Fantástico. No sólo
llevo una ropa interior andrajosa: además lo voy
comentando con desconocidos.
—¿Andrajosa? —Finjo
sorpresa—. No tengo ni idea.
—Bueno, ahora pareces
coordinar perfectamente. —Maureen me ahueca
la almohada—.
¿Quieres que te traiga algo más?
—Me encantaría un
zumo de naranja. Y no veo por aquí mi teléfono y mi
bolso.
—Todas tus
pertenencias deben de estar a buen recaudo. Voy a
comprobarlo. —La
enfermera sale y me quedo contemplando la habitación
silenciosa, todavía
medio aturdida. Sólo he conseguido montar una esquinita
del rompecabezas. Aún
no sé en qué hospital estoy, ni cómo llegué aquí, ni si
habrán avisado a mi
familia. Y además, hay una sensación que no me
abandona...
Recuerdo que tenía
muchas ganas de volver a casa. Sí, exacto. No
paraba de decir que
debía llegar a casa, porque tenía que levantarme
temprano al día
siguiente. Porque...
Oh, no. ¡Joder!
El funeral de papá.
Era a las once. Lo cual significa...
¿Que me lo he
perdido? Instintivamente trato de levantarme, pero
empieza a darme
vueltas la cabeza. Al final, me dejo caer otra vez a
regañadientes. Si me
lo he perdido, qué se le va a hacer. Ya no tiene
remedio.
No es que yo
conociera demasiado a mi padre; él nunca pasó mucho
tiempo conmigo. Era
más bien como un tío, esa clase de tío pícaro y gracioso
que te trae caramelos
en Navidad y huele a cigarrillos y alcohol.
Tampoco fue una
sorpresa tan tremenda su muerte. Le iban a hacer un
gran bypass en el corazón y todo el mundo sabía que había
un riesgo del
cincuenta por ciento.
Aun así, debería haber ido al funeral con mamá y Amy.
Al fin y al cabo, Amy
sólo tiene doce años y es una niña muy tímida. Tengo
una visión repentina
de ella, sentada al lado de mamá en el crematorio,
aferrada a su
harapiento león de peluche azul y con un aspecto muy serio bajo
ese flequillo de pony
escocés. Todavía no está preparada para ver el féretro
de papá, o por lo
menos no sin que su hermana mayor la coja de la mano.
Mientras permanezco
tendida, imaginándome los esfuerzos de mi
hermana para
comportarse con valentía, como una persona mayor, noto una
lágrima en la
mejilla. Hoy era el funeral de mi padre. Y yo aquí, en un
hospital, con dolor
de cabeza y una pierna rota. O algo parecido.
Y encima, mi novio me
dio plantón anoche. De pronto soy consciente de
que estoy sola. ¿No
tendrían que estar aquí mis amigas y mi familia, todos
muy preocupados
alrededor de la cama, tomándome de la mano?
Bueno. Supongo que
mamá habrá ido al funeral con Amy. Y a Chungo
Dave que le den. Pero
Fi y las demás... ¿dónde se han metido? Cuando pienso
que todas fuimos a
visitar a Debs cuando le extirparon un uñero...
Prácticamente
acampamos en el suelo de su habitación y le llevamos café de
Starbucks y revistas.
Y luego, cuando ya estaba curada, le pagamos una
sesión de pedicura.
¡Todo por una uña!
Yo, en cambio, he
estado inconsciente. Con un gotero y todo. Pero,
como es evidente, a
nadie le importa.
Fantástico.
Asquerosamente fantástico.
Otro grueso lagrimón
se me desliza mejilla abajo, justo cuando se abre
la puerta y entra
Maureen. Trae una bandeja y una bolsa de plástico. «Lexi
Smart», pone en un
lado.
—¡Ay, querida!
—exclama al ver que me enjugo las lágrimas—. ¿Te
duele? —Me tiende una
pastilla y un vasito—. Esto te irá bien.
—Muchas gracias. —Me
trago la píldora—. Pero no es por eso. Es mi
vida. —Abro las
manos, impotente—. Es un desastre completo. De principio
a fin.
—¡Nada de eso! —dice
Maureen en plan tranquilizador—. Las cosas a
veces pueden tener
mal aspecto...
—Créame. Lo malo no
es su aspecto.
—Estoy segura...
—Mi supuesta carrera
profesional no va a ninguna parte. Mi novio me
dejó plantada anoche.
Y no tengo un penique. En casa hay un escape en el
fregadero y una
asquerosa agua marrón se filtra en la planta baja —añado,
recordándolo con un
escalofrío—. Los vecinos acabarán poniéndome una
demanda. Y mi padre
acaba de morir.
Se hace un silencio.
Maureen parece patidifusa.
—Bueno, todo eso
suena... umm, un poco complicado —dice por fin—.
Pero ya verás como
las cosas mejoran pronto.
—¡Eso me decía mi
amiga Fi! —Me viene el recuerdo repentino de sus
ojos brillantes en
medio de la lluvia—. Y mire, ¡he terminado en un hospital!
—Me señalo a mí
misma, desalentada—. ¿Cómo quiere que mejore?
—Pues... no sé,
querida. —Sus ojos se mueven inquietos, como
buscando ayuda.
—Cada vez que pienso
que todo es un asco, ¡aún se pone más
asqueroso! —Me sueno
la nariz y suspiro—. ¿No sería fantástico que por una
vez, aunque sólo
fuera por una vez, se arreglara todo por arte de magia?
—La esperanza es lo
último que se pierde, ¿no? —Me sonríe compasiva
y extiende la mano
para recoger el vasito.
Se lo doy y, al
hacerlo, reparo de golpe en mis uñas. ¡Vaya! ¿Qué
demonios...?
Mis uñas siempre han
sido un muñón mordisqueado que trato de
esconder. Éstas, en
cambio, son increíbles... Impecables, pintadas de rosa
claro. Y muy largas.
Parpadeo, incrédula, mientras intento comprender qué ha
ocurrido. ¿Fuimos a
una sesión de manicura de madrugada y lo he olvidado?
¿Me puse unas uñas
postizas? Deben de tener una técnica revolucionaria
porque no veo junturas
ni nada.
—Por cierto, tu bolso
está aquí dentro —añade Maureen, dejando la
bolsa en la cama—.
Voy a buscarte ese zumo de naranja.
—Gracias. —Menos mal,
porque creía que me lo habían birlado.
Ya es algo haberlo
recuperado. Con un poco de suerte, todavía tendré
batería y podré
mandar unos mensajitos... Maureen se dirige hacia la puerta y
yo meto la mano en la
bolsa de plástico. Saco un elegante bolso Louis Vuitton
con asas de piel de
becerro, todo reluciente y con un aspecto carísimo.
Vaya, suspiro
decepcionada. Éste no es mi bolso. Me han confundido
con otra. Como si yo
pudiese tener un bolso Louis Vuitton...
—Perdone, pero este
bolso no es mío —le digo a la enfermera. Pero la
puerta ya se ha
cerrado.
Observo tristemente
el Louis Vuitton y me pregunto de quién será. De
alguna chica rica del
fondo del pasillo... Lo deposito en el suelo, me
desplomo sobre la
almohada y cierro los ojos.
Capítulo 2
Cuando despierto, veo
unas franjas de luz matinal bajo las cortinas
corridas. Hay un vaso
de zumo de naranja en la mesita y Maureen trajina en
una esquina de la
habitación. El gotero ha desaparecido de mi brazo y yo me
siento mucho más
normal.
—Hola, Maureen —la
saludo con voz rasposa—. ¿Qué hora es?
Ella se vuelve,
alzando las cejas.
—¿Te acuerdas de mí?
—Claro —respondo
sorprendida—. Nos conocimos anoche. Estuvimos
hablando.
—¡Magnífico! Eso
demuestra que has superado la amnesia
postraumática. No te
alarmes —añade con una sonrisa—. Es una fase normal
de confusión después
de una contusión en el cráneo.
Instintivamente, me
llevo la mano a la cabeza y noto un vendaje. Uau.
Debí de darme un buen
porrazo en las escaleras.
—Estás mejorando
mucho. —Me da unas palmaditas—. Voy a traerte un
zumo de naranja
fresco.
Llaman a la puerta,
que se abre para dar paso a una mujer alta y delgada
de unos cincuenta
años. Tiene ojos azules, pómulos altos y un pelo ondulado
rubio ceniciento,
algo desaliñado. Viste un chaleco acolchado rojo sobre un
vestido estampado y
un collar de ámbar, y trae una bolsa de papel en la
mano.
Es mamá. Vamos, estoy
segura al noventa y nueve por ciento. No
entiendo a qué viene
la duda.
—¡Cómo tienen aquí la
calefacción! —exclama con su vocecita de niña.
Vale: es ella sin
duda alguna.
—¡Casi estoy mareada!
—Se abanica—. Y he tenido un día tan
estresante... —Echa
un vistazo hacia la cama, como si se le ocurriera de
repente, y le dice a
Maureen—: ¿Cómo está?
La enfermera sonríe.
—Mucho mejor. Mucho
menos confusa que ayer.
—¡Gracias a Dios!
—Mamá baja un poquito la voz—. Ayer era como
hablar con una
loca... o con una persona retrasada.
—Lexi no está loca
—responde Maureen sin inmutarse— y comprende
todo lo que usted
dice.
Pero la verdad es que
apenas estoy escuchando. No puedo dejar de
mirar a mamá. ¿Qué le
pasa? Parece diferente. Más delgada. Y un poco...
más vieja. Cuando se
me acerca y la luz de la ventana le da en la cara, aún
tiene peor aspecto.
¿Estará enferma?
No. Yo lo sabría.
Pero, la verdad, es como si hubiese envejecido de la
noche a la mañana.
Decido que le compraré Crème de la Mer estas
Navidades.
—Aquí estás, cariño
—dice subiendo la voz—. Soy yo. Tu-ma-dre. —
Me alcanza la bolsa
de papel, que contiene un bote de champú, y me da un
beso.
En cuanto inhalo ese
aroma suyo a perro y rosa de té, parecerá ridículo,
ya lo sé, pero noto
que las lágrimas acuden a mis ojos. No me había dado
cuenta de lo
abandonada que me sentía.
—Hola, mamá. —Voy a
abrazarla, pero sólo encuentro aire: ella se ha
dado media vuelta y
está consultando su minúsculo reloj de oro.
—Me temo que no puedo
quedarme más que un minuto —me dice con
tensión contenida,
como si el mundo fuese a saltar por los aires en caso de
que se entretuviera
más de la cuenta—. Voy a consultar a un especialista
sobre Roly.
- ¿Roly?
—De la última carnada
de Smoky, cariño. —Me lanza una mirada de
reproche—. Te
acordarás del pequeño Roly, ¿verdad?
No sé cómo puede
pretender que recuerde el nombre de todos sus
perros. Tiene veinte
al menos, todos whippet, y cada vez que voy a casa creo
que hay otro nuevo.
Nosotros siempre fuimos una familia sin mascotas, hasta
el verano de mis
diecisiete años. Mientras yo estaba en Gales de vacaciones,
mamá tuvo un antojo y
compró un cachorro whippet. Y de un día para otro se
le desató esa manía.
A mí me gustan los
perros. Bueno, más o menos, salvo cuando te saltan
seis encima al abrir
la puerta. En casa, desde hace años, si intentas
acomodarte en un sofá
o una silla, resulta que hay un perro sentado. Y los
regalos más gordos
del árbol de Navidad son para los perros.
Mamá ha sacado una
botellita de Flores de Bach de su bolso, se echa
tres gotas en la
lengua e inspira profundamente.
—El tráfico estaba
horrible de camino para aquí —comenta—. La gente
en Londres se ha
vuelto muy agresiva. He tenido un altercado muy
desagradable con el
conductor de una furgoneta.
—¿Qué ha ocurrido?
—pregunto, sabiendo de antemano que se negará a
contármelo.
—Mejor no hablar de
eso, cariño. —Hace una mueca de dolor, como si
le hubieran pedido
que recordara sus días en un campo de concentración—.
Olvidémoslo.
Hay muchas cosas que
mamá encuentra demasiado dolorosas para
hablar de ellas. Por
ejemplo, el asunto de mis sandalias nuevas, que
aparecieron
destrozadas las pasadas Navidades; o las continuas quejas del
ayuntamiento por las
cagadas de perro en nuestra calle. O cualquier otra
cagada, en general,
en la vida misma.
—Tengo una postal
para ti —dice mientras hurga en su bolso—. ¿Dónde
se habrá metido? De
Andrew y Sylvia.
La miro perpleja.
—¿Quiénes?
—Nuestros vecinos,
hija. Andrew y Sylvia —dice, como si fuera obvio.
Los vecinos se llaman
Philip y Maggie, que yo sepa.
—Mamá...
—Te mandan muchos
besos —añade—. Y Andrew quiere pedirte
consejo sobre esquí.
¿Esquí? ¡Pero si yo
no sé esquiar!
—Pero mamá... —Me
llevo una mano a la cabeza sin acordarme de la
herida y hago una
mueca de dolor—. ¿De qué estás hablando?
—¡Aquí lo tenemos!
—Maureen ha regresado con el zumo de naranja—.
El doctor Harman
viene ahora mismo.
—Debo irme, cariño
—dice mamá, poniéndose de pie—. He dejado el
coche en una zona
azul que cuesta un ojo de la cara. Y encima, la tarifa por
circular por el
centro. ¡Ocho libras he tenido que pagar!
Eso tampoco es así.
La tarifa contra atascos no cuesta ocho libras, sino
cinco. Estoy segurísima,
aunque yo no conduzca.
Siento una opresión
en el estómago. Dios mío. Ha empezado a sufrir
demencia precoz.
Tiene que ser eso. Se ha puesto senil a los cincuenta y
cuatro años. Tendré
que hablar con algún médico.
—Volveré luego con
Amy y Eric —dice, ya en la puerta.
¿Eric? Les pone unos
nombres muy raros a sus perros.
—Estupendo. —Sonrío
para animarla—. Me hace mucha ilusión.
Mientras me bebo a
sorbitos el zumo de naranja me siento consternada.
Todo el mundo cree
que su madre está algo loca. Pero mamá presenta
síntomas de una
locura muy grave. ¿Y si tiene que ingresar en un manicomio?
¿Qué voy a hacer con
toda su jauría?
Mis pensamientos se
ven interrumpidos cuando llaman a la puerta y
entra un médico
joven, de pelo oscuro, seguido por otras tres personas con
uniforme sanitario.
—¿Qué tal, Lexi? —me
dice con brío afable—. Soy el doctor Harman,
uno de los neurólogos
residentes del hospital. Y éstos son Nicole, enfermera
especializada, y
Diana y Garth, nuestros dos médicos en prácticas. Bueno,
¿cómo te sientes?
—¡Perfecta! Salvo que
noto algo raro en la mano izquierda. Como si me
hubiera dormido
encima y no me funcionara del todo...
Al alzar la mano para
mostrársela, no puedo dejar de admirar otra vez
mi increíble
manicura. Tengo que preguntarle a Fi dónde estuvimos anoche.
—Está bien —asiente
el médico—. Le echaremos un vistazo; quizá
necesites un poco de
fisioterapia. Pero antes voy a hacerte unas preguntas.
Ten un poquito de
paciencia aunque te parezcan obvias. —Me lanza una
sonrisa profesional y
tengo la sensación de que este rollo ya lo ha soltado
antes mil veces—.
¿Puedes decirme cómo te llamas?
—Me llamo Lexi Smart
—respondo en el acto. Él asiente y hace una
cruz en su carpeta.
—¿Cuándo naciste?
—En mil novecientos
setenta y nueve.
—Muy bien. —Otra
anotación—. Lexi, cuando te estrellaste con el
coche, te golpeaste
la cabeza con el parabrisas. Hubo una ligera inflamación
en el cerebro, pero
parece que has tenido suerte. Aun así, he de hacerte
algunas pruebas
—añade sosteniendo su bolígrafo—. Haz el favor de mirar
el extremo superior
de este bolígrafo mientras lo hago oscilar...
Los médicos nunca te
dejan meter baza, ¿no es así?
—¡Perdone! —le digo
moviendo la mano para que me vea—. Me
parece que me ha
confundido con otra. Yo no me estrellé con un coche.
Él frunce el
entrecejo y pasa dos páginas atrás en su carpeta.
—Aquí dice que la
paciente sufrió un accidente de tráfico, ¿no? —Mira
alrededor, buscando
una confirmación.
¿Por qué les pregunta
a las enfermeras? La que se ha pegado el porrazo
soy yo.
—Bueno, lo habrán
anotado mal —insisto—. Salí de copas con mis
amigas, corrí detrás
de un taxi y me caí. Eso es lo que ocurrió. Lo recuerdo
perfectamente.
El doctor Harman y
Maureen se miran perplejos.
—Fue sin duda un
accidente de tráfico —murmura Maureen—. Dos
vehículos, lateral.
Yo estaba en Urgencias y la vi cuando ingresaba. También
vi al otro conductor.
Me parece que él sufrió una fractura menor.
—No puedo haber
tenido un accidente de tráfico —digo, armándome de
paciencia—. Para
empezar, no tengo coche. ¡Ni siquiera sé conducir!
Tengo intención de
aprender algún día. Hasta ahora, viviendo en
Londres, no lo he
necesitado, y las clases son carísimas. Y tampoco puedo
comprarme un coche
ahora mismo.
—¿No tienes un...?
—El doctor pasa una página y parpadea—. ¿Un
Mercedes
descapotable?
—¿Un Mercedes?
—Suelto una carcajada—. ¿Habla en serio?
—Pero aquí pone...
—Mire —digo,
interrumpiéndolo con buenas maneras—, voy a decirle
lo que cobra un
comercial de veinticinco años en Alfombras Deller, ¿de
acuerdo? Y usted me
dice si con eso puedo permitirme un Mercedes
descapotable.
Harman abre la boca,
pero la médica en prácticas requiere su atención y
garabatea algo en mi
expediente. Él parece extrañado y mira a la mujer, que
arquea las cejas, me
echa un vistazo y le señala otra vez el papel. Parecen
dos estudiantes de
mimo bastante mediocres.
El doctor se acerca
un poco más a mí y me mira gravemente. Se me
empieza a revolver el
estómago. He visto Urgencias y sé lo que significa esa
expresión. «Lexi, te
hemos hecho un escáner y hemos descubierto algo que no
nos esperábamos.
Puede que no sea nada...» Ya, claro. Pero resulta que
siempre es algo,
¿verdad? Si no, ¿para qué ibas a salir en el programa?
—¿Es muy grave?
—pregunto de un modo casi agresivo, procurando
suprimir un repentino
temblor de voz—. Díganmelo sin rodeos, ¿vale?
Mi mente repasa todas
las posibilidades febrilmente. Cáncer. Un fallo
en el corazón. Una
pierna que ha de ser amputada. O quizá ya la he perdido y
ellos no quieren
decírmelo. Disimuladamente, tanteo bajo las sábanas.
—Lexi, voy a hacerte
otra pregunta. —La voz del doctor suena más
amable—. ¿Puedes
decirme en qué año estamos?
—¿En qué año?
—No te alarmes —me
tranquiliza—. Tú sólo dime en qué año crees que
estamos. Es una
pregunta de rutina.
Examino sus caras,
una a una. Sé que me han tendido una trampa, pero
no acabo de
comprender en qué consiste.
—Pues en dos mil
cuatro —digo por fin.
Todos se quedan
inmóviles, como si nadie se atreviese a respirar.
—Ya. —El doctor
Harman se sienta en la cama—. Lexi, hoy es seis de
mayo de dos mil
siete.
Está muy serio. Los
otros también. Durante un instante parece abrirse en
mi mente una grieta
terrorífica. Pero enseguida, con una ráfaga de alivio, lo
comprendo todo: ¡me
están tomando el pelo!
—Ja, ja. —Pongo los
ojos en blanco—. Muy gracioso. ¿Quién está
detrás de todo esto?
¿Fi? ¿Carolyn?
—No conozco a esas
personas —responde el médico sin desviar la
mirada—. Y no estoy
bromeando.
—Habla en serio, Lexi
—interviene la médica—. Estamos en dos mil
siete.
—Pero... eso es el
futuro —digo estúpidamente—. ¿Me está diciendo
que han inventado la
máquina del tiempo? —Suelto una risa forzada. Nadie
me sigue.
—Lexi, ya sé que es
un shock para ti —tercia Maureen, poniéndome una
mano en el hombro—.
Pero es verdad. Estamos en mayo de dos mil siete.
Seguramente las dos
mitades de mi cerebro se han desconectado o algo
por el estilo. Oigo
lo que me dicen, pero todo es absurdo. Ayer estábamos en
2004. ¿Cómo podemos
habernos saltado tres años?
—Escuchen, no puede
ser dos mil siete —digo por fin, tratando de no
delatar mis nervios—.
Estamos en dos mil cuatro, no soy idiota...
—No te alteres —me
interrumpe Harman, lanzando una mirada de
advertencia a los
demás—. Vayamos poco a poco. Cuéntanos lo último que
recuerdas, por favor.
—Muy bien... —Me
restriego la cara con las manos—. Lo último que
recuerdo es que ayer
salí del trabajo con unas amigas. Viernes por la noche.
Nos fuimos de
copas... Luego intentamos parar un taxi en medio de la lluvia,
resbalé en unos
escalones y me caí. Y desperté en este hospital. Y era
viernes veinte de
febrero. —Me tiembla la voz—. Recuerdo la fecha con
exactitud ¡porque era
la víspera del funeral de mi padre! ¡Y me lo he
perdido, postrada en
esta cama!
—Lexi, todo eso
sucedió hace más de tres años —me dice Maureen en
voz baja.
Parece tan
convencida... Todos lo parecen. Empieza a entrarme pánico
mientras vuelvo a
repasar sus caras. Es 2004, estoy segura. Tiene todo el aire
de ser 2004.
—¿Qué más recuerdas?
—pregunta el doctor—. Antes de esa noche.
—No sé —respondo a la
defensiva—. La oficina... la mudanza a mi
apartamento... todo.
—¿Notas cierta niebla
en la memoria?
—Un poco —reconozco,
mientras se abre la puerta. La médica ha salido
hace un momento y
vuelve ahora con el Daily Mail. Se acerca a la cama y
consulta al doctor
con la mirada.
—¿Le parece?
—Sí —dice él—. Buena
idea.
—Mira, Lexi. —Me
señala la fecha en la portada—. Éste es el
periódico de hoy.
Siento un tremendo
sobresalto al leer: «6 de mayo de 2007.» Pero
bueno, no son más que
palabras impresas, no demuestran nada. Recorro la
portada con la vista
y me detengo en una fotografía de Tony Blair.
—¡Cómo ha envejecido,
por Dios! —exclamo. Como mamá, se me
ocurre, y un súbito
escalofrío me recorre la columna.
Aunque eso tampoco
demuestra nada. Quizá la luz no le favorecía
cuando le hicieron
esa foto.
Con manos
temblorosas, paso la página. Se ha hecho un silencio
completo; todos me
miran abrumados por la emoción. Recorro con la vista
los titulares: «Sube
la tasa de interés», «Visita de la reina a EE.UU.»... Hasta
que me llama la
atención el anuncio de una librería: «Todo a mitad de precio
en literatura fantástica, incluido Harry Potter y el misterio del
príncipe.»
Vale. Ahora sí me
hormiguea la piel. He leído todos los volúmenes de
Harry Potter: los
cinco. Y no recuerdo ningún príncipe.
—¿Y esto? —Con falsa
indiferencia, señalo el anuncio—. ¿Qué es
Harry Potter y el
misterio del príncipe?
—De momento es el
último de la serie —dice la médica—. Hace mucho
que se publicó.
Se me escapa un
grito.
—¿Un sexto Harry
Potter?
—¡Pronto saldrá el
séptimo! —interviene con entusiasmo el otro médico
en prácticas—. Y adivina
lo que pasa al final de la sexta entrega...
—¡Chist! —dice la
enfermera rubia, Nicole—. ¡No se lo cuentes!
Siguen discutiendo,
pero ya no los escucho. Contemplo el anuncio del
periódico hasta que
la verdad cobra forma ante mis ojos. Por eso nada
parecía tener
sentido. No era mamá la que estaba confusa. Soy yo.
—O sea, que he estado
aquí en coma... —trago saliva— ¿durante tres
años?
No me lo puedo creer.
He sido la Chica en Coma. Todo el mundo ha
estado esperando que
despertara durante tres años enteros. El mundo ha
continuado sin mí.
Seguramente mi familia y mis amigos han grabado vídeos
caseros, han pasado
noches en vela, cantando canciones y demás...
Pero Harman niega con
la cabeza.
—No, Lexi. Hace sólo
cinco días que fuiste ingresada.
¿Cómo?
Basta. Ya no aguanto
más. Llegué al hospital hace cinco días, en 2004, y
ahora, por arte de
magia, estamos en 2007... ¿Qué es esto, el maldito reino de
Narnia?
—¡No lo entiendo!
—exclamo, apartando el periódico de un manotazo
—. ¿Estoy alucinando?
¿Me he vuelto loca?
—¡No! —dice Harman
con tono enérgico—. Lexi, me parece que sufres
lo que llamamos una
amnesia retrógrada. Es un estado que suele producirse
tras sufrir una
herida en la cabeza, pero en tu caso se está prolongando...
Él continúa hablando,
pero sus palabras no acaban de llegarme al
cerebro. Mientras los
observo, me entra una sospecha repentina. Parecen una
pandilla de
farsantes. ¿Serán médicos de verdad? ¿Y esto es un hospital?
—¿Es que me han
robado un riñón? —Mi voz surge como una especie
de gruñido aterrado—.
¿Qué me han hecho? No pueden retenerme aquí. Voy a
llamar a la
policía... —Intento levantarme.
—Lexi —dice Nicole,
sujetándome por los hombros—, nadie quiere
hacerte daño. El
doctor Harman dice la verdad. Has perdido la memoria y
estás confusa.
—Es normal que te
entre pánico o creas que hay una especie de
conspiración. Pero te
estamos diciendo la verdad. —Harman me sostiene la
mirada—. Has olvidado
un trozo de tu vida. Lo has olvidado. Nada más.
Me entran ganas de
llorar. No sé si me mienten o si todo esto es una
broma monumental; ni
si debo confiar en ellos o tratar de huir. Tengo un
torbellino en la
cabeza...
Y de pronto me quedo
helada. Mientras forcejeaba para levantarme se
me ha subido la manga
de la bata y acabo de verme una pequeña cicatriz en
forma de V junto al
codo. Una cicatriz que no había visto hasta ahora. Que no
reconozco.
No es nueva. Parece
de hace muchos meses.
—¿Te encuentras bien?
—pregunta Harman.
No puedo responder.
Tengo los ojos clavados en la cicatriz.
—¿Te encuentras bien?
—repite.
Mi corazón late
desbocado. Desplazo la mirada hasta mis manos. Estas
uñas no son postizas.
Las acrílicas nunca son tan buenas. Son mis uñas
auténticas. Y no es
posible que me hayan crecido tanto en cinco días.
Tengo la sensación de
haberme alejado de la playa nadando y de
hallarme en medio de
un océano insondable.
Me aclaro la
garganta.
—¿Me está diciendo...
que he perdido tres años de mi memoria?
—Bueno, no es fácil
precisarlo. Pero eso parece por el momento —
contesta Harman,
asintiendo.
—¿Puedo echar otro
vistazo al periódico?
Lo cojo con manos
temblorosas y voy pasando páginas. En todas
aparece la misma
fecha: «6 de mayo de 2007», «6 de mayo de 2007»...
Estamos en 2007 de
verdad. Lo cual quiere decir que yo... Oh, Dios. Tengo
veintiocho.
¡Soy vieja!
Capítulo 3
Me han traído una
taza de té bien cargado. Un remedio infalible contra
la amnesia, claro.
No, espera. No seas
tan sarcástica. Les agradezco esa taza. Al menos es
algo a lo que
agarrarse. Algo real.
Mientras el doctor
Harman habla de pruebas neurológicas y tomografías
computarizadas, yo me
las arreglo para mantener la compostura. Voy
asintiendo con mucha
calma, como diciendo: «Sí, hombre, no hay problema.
Estoy muy tranquila.»
Pero por dentro no es así. Todo lo contrario: estoy
muerta de miedo. La
verdad me golpea una y otra vez en las entrañas, hasta
que acabo mareada.
Cuando por fin suena
su busca y tiene que irse, siento un inmenso alivio.
Ya no aguantaba una
palabra más, aunque no entendiera lo que me estaba
diciendo. Doy un
sorbo de té y me desplomo sobre la almohada. (Vale, retiro
todo lo dicho sobre
el té. Es lo mejor que he probado en mucho tiempo.)
Maureen ha terminado
su turno y la enfermera rubia, Nicole, se ha
quedado en la
habitación y está escribiendo en mi historial.
—¿Cómo te encuentras?
—Rara, rara, rara
—respondo, tratando de sonreír.
—No me sorprende.
—Sonríe comprensiva—. Tómatelo con calma. Tu
cerebro está
intentando reiniciarse por su cuenta.
La observo mientras
consulta su reloj y anota la hora.
—Cuando la gente
sufre amnesia —me aventuro a preguntar—, ¿acaba
recobrando la
memoria?
—Es lo habitual —dice
con un gesto tranquilizador.
Cierro los ojos y me
empeño en que mi mente retroceda. Con la
esperanza de que
pesque algo, de que se le enganche alguna cosa, aunque sea
por casualidad.
Pero no hay nada,
sólo oscuridad: la nada más absoluta.
—Háblame del dos mil
siete —digo, abriendo los ojos—. ¿Quién es
ahora primer
ministro? ¿Y el presidente de Estados Unidos?
—Pues Tony Blair
—responde Nicole—. Y el presidente Bush.
—Ah, igual. —Miro
alrededor—. Y... ¿ya han resuelto el calentamiento
global? ¿O curado el
sida?
Nicole se encoge de
hombros.
—Aún no.
Uno tendería a creer
que habrían ocurrido más cosas en tres años. Que
el mundo habría
cambiado. El 2007 me está dejando poco impresionada, la
verdad.
—¿Te apetece una
revista mientras te preparo el desayuno? —pregunta
Nicole. —Sale de la
habitación y regresa enseguida con un ejemplar de
Hello!
En cuanto echo un
vistazo a los titulares, me llevo un sobresalto.
—«Jennifer Aniston y
su nuevo novio»... —leo con voz vacilante—.
¿Qué nuevo novio?
¿Para qué quiere otro?
—Ah, sí. —Nicole
sigue mi mirada con indiferencia—. ¿No sabes que
rompió con Brad Pitt?
—¿Que Jennifer y Brad
rompieron? —La miro horrorizada—. ¡No
hablas en serio! ¡No
puede ser!
—Él se largó con
Angelina Jolie. Ahora tienen una hija.
—¡No! —aúllo—. ¡Pero
si Jen y Brad eran la pareja perfecta! Los dos
tan guapos. Con esa
preciosa fotografía de la boda y todo...
—Pues se han
divorciado. —Nicole se encoge de hombros, como si no
tuviese demasiada
importancia.
No logro asimilarlo.
¡Jennifer y Brad, divorciados! El mundo ha
cambiado
radicalmente.
—La gente ya se ha
hecho a la idea. —Me da unas palmaditas para
calmarme—. Voy a
buscar el desayuno. ¿Inglés, continental o cestilla de
frutas? ¿O los tres?
—Umm... continental.
Muchas gracias. —Abro la revista y vuelvo a
dejarla—. Un
momento... ¿Cestilla de frutas? ¿Os ha tocado la lotería en la
Seguridad Social?
—Esto no es la
Seguridad Social —sonríe—. Estás en el ala privada
del hospital.
¿Privada? Pero si yo
no puedo permitírmelo...
—Te pondré un poco
más de té. —Toma la tetera de porcelana y
empieza a servirme.
—¡Basta! —exclamo
aterrorizada. No quiero ni una gota más. Seguro
que cuesta quince
pavos cada taza.
—¿Qué ocurre?
—pregunta sorprendida.
—No puedo permitirme
todo esto —digo avergonzada—. Perdona, pero
no entiendo qué estoy
haciendo en esta habitación de lujo. Deberían haberme
llevado a un hospital
público. Estoy dispuesta a trasladarme...
—Todo esto lo cubre
tu seguro privado. No te preocupes.
—Ah. De acuerdo.
¿Tengo un seguro
privado? Bueno, claro. Ahora, con veintiocho, he
sentado la cabeza.
¡Veintiocho!
La impresión se me
concentra en la boca del estómago, como si acabara
de enterarme. Soy una
persona distinta. Ya no soy yo.
O sea, claro que soy
yo. Pero una Lexi de veintiocho años, y a saber
quién demonios es
ésa. Examino mi mano, buscando alguna pista. Una
persona que puede
pagarse un seguro privado y hacerse una manicura tan
espectacular...
Un momento.
Lentamente, vuelvo la cabeza y me concentro en el
reluciente bolso
Louis Vuitton.
No. No es posible.
Ese bolso de diseño de trillones de libras, más
propio de una actriz,
no será...
—¿Nicole? —Trago
saliva y procuro sonar despreocupada—. ¿Tú
crees...? O sea, este
bolso... ¿es mío?
—Debería. Déjame
ver...
Busca dentro del
bolso, saca una billetera Louis Vuitton a juego y la
abre.
—Sí, es tuyo. —Le da
la vuelta a la billetera y me enseña una American
Express platino con
mi nombre impreso.
Mi cerebro sufre un
cortocircuito al contemplar las letras en relieve.
Esa tarjeta es mía. Y
el bolso.
—Pero este bolso debe
costar, qué sé yo... mil libras —digo con voz
ahogada.
—Ya. —Nicole suelta
una risita—. Bueno, relájate. Es tuyo.
Acaricio
sigilosamente el asa, casi sin atreverme a tocarla. No puedo
creer que me
pertenezca. ¿De dónde lo habré sacado? ¿Es que estoy ganando
dinero a espuertas?
—¿O sea, que sufrí un
accidente de coche? —Levanto la vista, de
repente ansiosa por
saberlo todo sobre mí: todo a la vez—. ¿Conducía yo?
¿Un Mercedes?
—Eso parece. —Percibe
mi incredulidad—. ¿No tenías un Mercedes en
dos mil cuatro?
—¿Estás de broma? ¡Yo
ni siquiera sé conducir!
¿Cuándo aprendí? Por el
amor de Dios, ¿cuándo empecé a poder
permitirme bolsos de
diseño y Mercedes descapotables?
—Mira en el bolso. A
lo mejor su contenido te refresca la memoria.
—Buena idea.
Siento un aleteo en
el estómago mientras lo abro. Del interior emana
olor a cuero mezclado
con un perfume desconocido. Meto la mano y lo
primero que saco es
una polvera Estée Lauder chapada en oro. Me apresuro a
abrirla para echarme
un vistazo.
—Te hiciste algunos
cortes en la cara-me advierte Nicole—. No te
alarmes, se te
acabarán curando.
Cuando me miro a los
ojos en el espejito siento un alivio repentino.
Todavía soy yo,
aunque tenga un gran rasguño en el párpado. Muevo el
espejo para mirarme
mejor y me estremezco al ver el vendaje de la cabeza.
Lo inclino hacia
abajo: ahí están mis labios, muy llenos y rosados, cosa rara,
como si me hubiera
pasado la noche de besuqueo y...
¡Dios!
Ésos no son mis
dientes. Tan blancos. Tan deslumbrantes. Es la boca de
una extraña.
—¿Pasa algo? —Nicole
me arranca de mi confusión—. ¿Lexi?
—Necesito un espejo,
por favor —acierto a pedir—. Quiero verme
bien. ¿Tienes uno
grande?
—Hay uno en el baño.
—Se acerca a la cama—. Y no sería mala idea
que empezaras a
moverte. Yo te ayudo...
Me levanto con
esfuerzo de la cama metálica. Las piernas me tiemblan,
pero logro llegar
hasta el baño tambaleándome.
—Escucha —me advierte
Nicole antes de cerrar la puerta—, tienes
cortes y varios
morados, así que tu aspecto quizá te cause cierta impresión.
¿Estás lista?
—Sí. No importa.
Déjame ver. —Respiro hondo y me armo de valor.
Nicole cierra la
puerta y de pronto me veo en el espejo de cuerpo entero
que hay detrás.
¿Ésta... soy yo?
Me he quedado sin
habla. Tengo las piernas como flanes. Me agarro del
toallero mientras
intento dominarme.
—Ya sé que las
heridas tienen mal aspecto. —Nicole me sostiene por
detrás—. Pero créeme,
son superficiales.
Yo ni siquiera miro
los cortes. Ni el vendaje, ni la grapa de la frente. Es
lo que hay debajo lo
que me tiene patidifusa.
—Yo... —Gesticulo
ante mi reflejo—. Yo no soy así...
Cierro los ojos y
visualizo mi antiguo yo, para asegurarme de que no me
he vuelto loca. Pelo
pardusco y rizado, ojos azules, un tipito más relleno de
lo que quisiera.
Guapita de cara, aunque nada del otro mundo. Lápiz de ojos
negro, pintalabios
rosa intenso del súper. En fin, la pinta habitual de Lexi
Smart.
Entonces vuelvo a
abrir los ojos. Me devuelve la mirada una chica muy
distinta. Una parte
del pelo la tengo hecha una pena a causa del accidente,
pero el resto es de
un castaño desconocido, todo liso y lustroso, sin un solo
rizo. Llevo
impecablemente pintadas de rosa las uñas de los pies. Y tengo las
piernas bronceadas,
con un leve matiz dorado, y mucho más delgadas que
antes. Más
musculosas.
—¿Qué ves diferente?
—Nicole observa mi reflejo con curiosidad. Ella
no ve la diferencia.
—¡To-do! —balbuceo—.
Tengo un aire... flamante.
—¿Flamante? —repite
riendo.
—Mi pelo, mis
piernas, ¡mis dientes...! —No puedo quitar los ojos de
esos dientes
nacarados. Tienen que haberme costado un ojo de la cara.
—Son bonitos
—asiente.
—No, no. —Sacudo la
cabeza—. No lo entiendes. Yo tengo los dientes
más espantosos del
mundo. Me llaman Dientotes.
—Vaya. —Arquea una
ceja, divertida.
—He perdido montones
de kilos... y tengo la cara distinta, no sé cómo
narices... —Examino
mis rasgos, tratando de averiguarlo. Cejas más finas y
arregladas, labios
más llenos... Los miro de cerca con una repentina
sospecha. ¿Me habré
hecho algo? ¿Me he convertido en una aficionada a los
«retoques»?
Me aparto bruscamente
del espejo; la cabeza me da vueltas.
—Calma —dice Nicole a
mis espaldas—. Has sufrido un gran shock.
Deberías ir paso a
paso.
Sin hacerle caso,
agarro el bolso Louis Vuitton y empiezo a sacar las
cosas y examinarlas
una a una, como si fuesen a revelarme un mensaje. Por el
amor de Dios, ¡mira
qué cosas! Un llavero Tiffany, unas gafas de sol Prada,
un pintalabios
Lancóme (no del super).
Y aquí tenemos una
agendita Smythson verde claro. Dudo un segundo,
me mentalizo y la abro.
Con un sobresalto, me tropiezo con mi letra: «Lexi
Smart, 2007»,
garabateado en la primera página. Tengo que haber sido yo la
que escribió esas
palabras y esbozó el dibujito de un pájaro en una esquina.
Pero no recuerdo
haberlo hecho.
Sintiéndome como si
me espiara a mí misma, empiezo a hojear las
páginas. Hay
anotaciones en todas: «Almuerzo, 12.30. Copas. Cita Gill.
Material gráfico.»
Todo con iniciales y abreviaturas. De aquí no puedo sacar
gran cosa. Llego al
final y se me escurre un montoncito de tarjetas. Recojo
una y... me quedo
petrificada.
Es una tarjeta de la
empresa, Alfombras Deller, aunque con un nuevo
logo, más modernillo.
Y el nombre que aparece impreso en gris marengo es:
Lexi Smart.
Directora de Suelos y
Alfombras.
Me siento flotar.
—¿Lexi? —se preocupa
Nicole—. Estás muy pálida.
—Mira esto. —Le
enseño la tarjeta, procurando controlarme—. Es mi
tarjeta, pone
«Directora». Lo cual quiere decir... jefa del departamento
entero. ¿Cómo es
posible? —Mi voz suena más chillona de lo que quisiera
—. Sólo llevo un año
en la empresa. ¡Ni siquiera me han dado la
bonificación!
Con manos
temblorosas, vuelvo a introducir la tarjeta entre las páginas
de la agenda y sigo
hurgando en el bolso. Tengo que encontrar el teléfono. He
de llamar a mis amigas,
a mi familia, a alguien que entienda qué demonios...
Lo tengo.
Es un nuevo modelo
extraplano que no reconozco, pero aun así sencillo
de manejar. No hay
mensajes de voz, aunque sí uno de texto, todavía sin leer:
Llego tarde, te llamo
en cuanto pueda.
E
¿Quién es E? Me
devano los sesos, pero no se me ocurre un solo
conocido cuyo nombre
empiece por E. ¿Alguien nuevo del trabajo? Voy a los
mensajes guardados.
El primero también es de E: «Creo que no. E»
¿Será mi mejor amiga?
Luego revisaré todos
los mensajes. Ahora he de hablar con alguien
capaz de explicarme
qué ha pasado conmigo en los últimos tres años... Llamo
a Fi con la tecla de
marcación rápida y aguardo tamborileando con mis uñas
de película.
«Hola, has llamado a
Fiona Roper; por favor, deja tu mensaje.»
—Hola, Fi-digo en
cuanto suénala señal—. ¡Soy yo, Lexi! Escucha, ya
sé que te sonará
extraño, pero he tenido un accidente. Estoy en el hospital,
necesito hablar
contigo. Es importante. ¿Puedes llamarme? Ciao.
Mientras cierro el
teléfono, Nicole me reprende.
—No se pueden usar
esos chismes aquí —dice—. Puedes utilizar un
teléfono fijo. Te
buscaré uno.
—Vale. Gracias.
Me dispongo a repasar
los mensajes antiguos cuando llaman a la puerta
y entra otra enfermera
con un par de bolsas.
—Aquí tienes tu
ropa... —Deja una de las bolsas en la cama.
Saco unos tejanos
oscuros y los examino. ¿Qué es esto? Demasiado
altos de cintura y
demasiado estrechos, casi como unas medias. Y además,
¿cómo te vas a poner
unas botas por debajo de estos pantalones?
—¡Son de Seven For
All Mankind! —exclama Nicole, alzando las cejas
—. Preciosos.
¿Seven qué?
—Me encantaría tener
unos iguales. —Acaricia la pernera con
admiración—. Valen
unas doscientas libras, ¿no?
¿Doscientas? ¿Por
unos tejanos? Esta tía alucina.
—Y aquí están tus
joyas —añade la otra enfermera, mostrándome una
bolsa de plástico
transparente—. Hubo que quitártelas para el escáner.
Todavía estupefacta,
cojo la bolsa. Nunca he sido muy dada a llevar
joyas (salvo que se
incluyan en esa categoría los pendientes de Topshop y el
reloj Swatch). Como
una cría frente al calcetín de los regalos en Navidades,
meto la mano y saco
un enredo de piezas doradas. Hay una pulsera de oro
trabajado de aspecto
carísimo, un collar a juego y un reloj.
—Jo. ¡Qué pasada!
Paso los dedos con
precaución por la pulsera; luego vuelvo a meter la
mano en la bolsa y
saco unos pendientes chandelier. Entre sus hebras de oro
hay un anillo
enredado. Después de maniobrar un rato, consigo
desengancharlo.
Respiramos hondo. Las
tres.
—¡Dios del cielo!
—murmura alguien.
Se trata de un anillo
con un enorme diamante solitario. El tipo de anillo
que ves en el
escaparate de una joyería sobre un fondo de terciopelo azul
marino y sin etiqueta
(no vale la pena ni preguntar). Cuando consigo apartar
de él la mirada, veo
a las dos enfermeras tan fascinadas como yo.
—¡Espera! —exclama
Nicole de repente—. Hay otra cosa. Pon la mano.
—Inclina la bolsa y
da unos golpecitos. Tras un instante me cae en la palma
una alianza de oro.
Noto un zumbido en
los oídos.
—¡Debes de estar
casada! —dice Nicole alegremente.
No puede ser. Yo lo
sabría, ¿no? Lo sentiría en mi interior, en el fondo
de mi ser. Con
amnesia o sin amnesia. Le doy vueltas al anillo con torpeza,
sintiendo calor y
frío al mismo tiempo.
—Claro que sí
—asiente la otra enfermera—. Estás casada. ¿No lo
recuerdas, querida?
Meneo la cabeza en
silencio.
—¿No recuerdas tu
boda? —Nicole parece consternada—. ¿Nada de tu
marido tampoco?
—No. —Levanto la
vista, muerta de miedo—. No me habré casado con
Chungo Dave, ¿no?
—¡Y yo qué sé!
—Nicole suelta una risita, aunque se lleva una mano a
la boca—. Perdona.
Has puesto cara de pánico. ¿Tú sabes cómo se llama el
marido? —le pregunta
a la otra enfermera, que niega con la cabeza.
—No; lo siento. Estoy
trabajando en la otra sala. Pero sé que hay un
marido.
—Mira, tiene una
inscripción —dice Nicole, quitándome el anillo—.
«A.S. y E.G., tres de
junio de dos mil cinco.» Se acerca el segundo
aniversario. —Me lo
devuelve—. ¿Eres tú?
Respiro agitada. Es
cierto. Está grabado en oro macizo.
—Yo soy A.S. —le
digo—. A de Alexia. Pero no tengo ni idea de quién
es E.G.
El «E» del teléfono,
comprendo de sopetón. Ese mensaje era de él. De
mi marido.
—Creo que necesito un
poco de agua fresca...
Me voy al baño,
tambaleante, y me echo agua por la cara. Apoyada en el
lavamanos, observo mi
rostro magullado, mi reflejo extraño y conocido a la
vez. Creo que se me
va a colgar el disco duro. ¿Me están gastando una broma
monumental? ¿Sufro
alucinaciones?
Tengo veintiocho
años, unos dientes perfectos, un bolso Louis Vuitton,
una tarjeta de
«Directora»... y un marido.
¿Cómo demonios ha
ocurrido?
Capítulo 4
Edward. Ethan. Errol.
Ha pasado una hora y
continúo en estado de shock. No paro de mirar
con incredulidad el
anillo de boda que reposa a mi lado, sobre la cajonera.
Yo, Lexi Smart, tengo
un marido. No me siento lo bastante vieja para tener
marido, qué caramba.
Eliott. Eamonn.
Egbert.
Por Dios bendito, que
no sea Egbert.
He registrado a fondo
el Louis Vuitton. He repasado la agenda, página
por página. He mirado
todos los números grabados en el móvil. Pero aún no
he descubierto a
quién corresponde esa E. Cualquiera diría que habría de
acordarme al menos
del nombre de mi marido. Que lo tendría grabado a
fuego en mi mente.
Cuando se abre la
puerta me pongo en guardia, creyendo que es él. Pero
es mamá otra vez, que
llega muy sofocada.
—Estos guardias de
aparcamiento no tienen corazón. Sólo he pasado
veinte minutos en el
veterinario...
—Mamá, tengo amnesia.
—La interrumpo—. He perdido la memoria.
Un trozo entero de mi
vida. Estoy alucinada.
—Sí. La enfermera me
lo ha dicho.
Nuestras miradas se
cruzan sólo un instante, porque ella la aparta
enseguida. Mirar a
los ojos no es su fuerte, nunca lo ha sido. Lo cual me
fastidiaba mucho
cuando era más joven; ahora ya lo veo como una de las
características de
mamá. Como esa manera suya de no recordar los nombres
de los programas de
la tele, aunque le hayas explicado quinientas veces que
no es La pandilla de los Simpsons.
Ahora se sienta y se
quita el chaleco.
—Sé muy bien cómo te
sientes —empieza—. Mi memoria cada día está
peor. El otro día...
—¡Mamá! —Respiro
hondo, procuro no perder la calma—. No tienes ni
idea de cómo me
siento. Esto no es como olvidar dónde te has dejado las
gafas. ¡He perdido
tres años de mi vida! No sé nada de mí en dos mil siete.
No tengo el mismo
aspecto, mis cosas son distintas y, encima, me he
encontrado estos
anillos. Necesito saber una cosa... —Me tiembla la voz de
pavor—. ¿Es cierto
que estoy casada?
—¡Pues claro! —Parece
escandalizarla que se me ocurra preguntarlo—.
Eric viene enseguida.
Te lo he dicho antes.
—¿Eric... es mi
marido? Pensaba que era un perro.
—¿Un perro? —Arquea
las cejas—. ¡Por el amor de Dios, cariño!
¡Menudo golpe te
diste!
Le doy vueltas al
nombre, a ver qué pasa. «Mi marido Eric. Mi querido
esposo Eric.» No me
dice nada. Ni frío ni caliente. «Te quiero, Eric.» «Con
este anillo te
desposo y con mi cuerpo te adoro, Eric.»
Espero a ver si se
produce alguna reacción en mi cuerpo. Debería
reaccionar ¿no? Mis
células amorosas tendrían que despertar todas a una.
Pero me siento
totalmente en blanco.
—Tenía una reunión muy
importante esta mañana —prosigue mamá—.
Pero ha estado aquí
contigo día y noche.
—Ya. —Trato de
asimilarlo—. ¿Cómo... cómo es?
—Delicioso —dice
mamá, como si hablase de un bizcocho.
—¿Y es...? —Me
detengo. No quiero preguntar si es atractivo. Sería
muy superficial de mi
parte. ¿Y si esquiva la pregunta y me dice que tiene un
excelente sentido del
humor?
¿Y si es un obeso?
Ay, Dios. ¿Y si
llegué a conocer todas las bellezas de su interior por
Internet? Sólo que
ahora se me han olvidado y tendré que simular que no me
importa su aspecto.
Nos quedamos calladas
y me descubro echándole una ojeada al vestido
Laura Ashley de mamá,
que debe de datar de 1975. Los volantes se ponen y
pasan de moda cada
cierto tiempo, pero ella no parece enterarse. Todavía
lleva la misma ropa
que cuando conoció a papá. El mismo pelo largo y
encrespado, el mismo
pintalabios antediluviano. Como si creyera que aún es
una veinteañera.
No es que yo le hable
de estas cosas. Nosotras no mantenemos charlas
íntimas madre-hija.
Una vez, cuando rompí con mi primer novio, intenté
hacerle unas
confidencias. Tremendo error. Ella no me compadeció ni me
abrazó. Ni siquiera
me escuchó. Se puso roja y a la defensiva, toda cortante,
como si tratara de
herirla a propósito hablándole de relaciones. Tuve la
sensación de estar
cruzando un campo de minas; pisando zonas muy sensibles
de su vida que ni
siquiera sabía que existieran.
Así que la dejé por
imposible y llamé a Fi.
—Lexi, ¿me hiciste el
pedido de las fundas del sofá? —pregunta de
repente—. Por la
página de Internet —añade, al ver mi perplejidad—.
Pensabas hacerlo la
semana pasada.
¿Habrá oído algo de
todo lo que he pensado?
—No lo sé,
mamá-respondo lentamente—. No recuerdo nada de los
últimos tres años.
—Perdona, cariño. —Se
da una palmada en la frente—. ¡Qué estúpida
soy!
—No sé qué andaba
haciendo la semana pasada, ni el año pasado... ni
tampoco quién es mi
marido. —Abro las palmas de las manos—. Para serte
sincera, es
espeluznante.
—Claro. Desde luego
—dice con aire ausente—. La cuestión, cariño, es
que no recuerdo el
nombre de la página web. Si llegas a recordarla...
—Te avisaré, ¿vale?
Si recupero la memoria, lo primero que haré será
llamarte y decírtelo.
¡Por Dios!
—No hace falta que me
levantes la voz, Lexi.
Así que mamá tiene
aún la exclusiva para sacarme de quicio. Se supone
que ya no debería
irritarme, ¿no? Sin pensarlo, empiezo a mordisquearme la
uña del pulgar. Me
detengo enseguida. La Lexi de veintiocho ya no se
destroza las uñas.
—¿Y a qué se dedica?
—Vuelvo al asunto de mi supuesto marido.
Todavía no puedo
creer que sea una persona real.
—¿Quién? ¿Eric?
—¡Pues claro!
—Vende propiedades
—dice como si yo tuviera que saberlo—. Y es
bastante bueno, por
cierto.
Me he casado con un
agente inmobiliario. Pero ¿cómo? ¿Por qué?
—¿Vivimos en mi piso?
tu piso. ¡Ahora
tienes tu hogar conyugal!
—¿Que lo vendí? ¡Pero
si me lo acabo de comprar!
Me encanta mi piso.
Está en Balham y es minúsculo, pero muy acogedor.
Tiene los marcos de
las ventanas pintados de azul (los pinté yo misma), un
mullido sofá de
terciopelo, montones de cojines coloridos por todas partes y
bombillitas de
fantasía alrededor del espejo. Fi y Carolyn me ayudaron a
mudarme hace dos
meses y entre las tres pintamos el baño de color plateado
y luego, de paso, nos
pintamos también los tejanos con el mismo spray.
Pues ahora resulta
que todo eso ha desaparecido. Vivo en mi hogar
conyugal. Con mi
marido conyugal.
Por rnillonésima vez,
examino la alianza y el anillo con su diamante. Le
echo un vistazo a la
mano de mi madre. Todavía lleva el anillo de papá, pese
a su manera de
tratarla a lo largo de años...
Papá. El funeral de
papá.
Una garra me estruja
el estómago.
—Mamá —digo con
cautela—. Siento haberme perdido el funeral de
papá. ¿Fue...? Ya me
entiendes, ¿todo bien?
—No te lo perdiste,
cariño. —Me habla como si me hubiera vuelto loca
—. Tú también estabas
allí.
—Ah. —La miro,
desconcertada—. Ya, claro. Lo que pasa es que no me
acuerdo.
De pronto siento que
ya no puedo más y doy un suspiro antes de
arrellanarme sobre
las almohadas. No me acuerdo de mi propia boda ni del
funeral de mi padre.
Dos de los acontecimientos más importantes de mi vida,
y es como si me los
hubiese perdido.
—¿Cómo fue?
—pregunto.
—Todo salió bien,
como suelen salir las cosas...
Se la ve inquieta,
como siempre que sale papá a colación.
—¿Había mucha gente?
Ahora se le dibuja
una mueca de dolor en la cara.
—No hablemos de eso,
cariño. Fue hace años. —Se pone de pie, como
para librarse de mis
preguntas—. ¿Has almorzado? No he tenido tiempo de
tomar nada, sólo un
poquito de huevo con una tostada. Voy a ver si consigo
algo para las dos. Y
haz el favor de comer bien, Lexi —añade—. Déjate ya
de esa obsesión con
los carbohidratos. Una patatita no mata a nadie.
¿Nada de
carbohidratos? ¿Así es como he conseguido este tipito?
Deslizo la mirada por
estas piernas asombrosas, sin un gramo de grasa. No
parecen saber qué es
una patata.
—He cambiado
bastante, ¿no? —No puedo dejar de decirlo, aunque sea
con timidez—. El
pelo... los dientes...
—Sí, supongo que
estás distinta. —Me echa una ojeada—. Pero ha sido
tan gradual que casi
no me he dado cuenta.
¡Por favor! ¿Cómo no
vas a darte cuenta de que tu hija ha dejado de ser
una dentona
zarrapastrosa con varios kilos de más para convertirse en una
chica esbelta,
bronceada y estilosa?
—No tardaré —dice
recogiendo su bolso bordado—. Amy debe de
estar al caer.
—¿Amy está aquí? —Se
me levanta el ánimo al pensar en mi hermanita
pequeña, con su
chaleco rosa de lana, sus vaqueros con flores bordadas y
esas zapatillas tan
monas que se encienden cuando se pone a bailar.
—Ha ido a comprar
unas chocolatinas abajo —dice mientras abre la
puerta—. Le encanta
el Kit Kat de menta.
Mamá se va y me quedo
mirando la puerta cerrada. ¿Han inventado un
Kit Kat de menta?
Este 2007 es otro
mundo, la verdad.
Amy no es mi media
hermana ni mi hermanastra, como mucha gente
cree. Es mi hermana
de todas todas, al cien por cien. Pero la gente se
confunde porque: 1)
nos llevamos doce años; y 2), mi madre y mi padre
rompieron antes de
que ella naciera.
Bueno, «romper» quizá
sea demasiado fuerte. No sé qué ocurrió
exactamente. Lo único
que sé es que mientras crecía no le vi mucho el pelo a
mi padre. El motivo
oficial era que la sede de su empresa estaba en el
extranjero. El motivo
real, que era un oportunista y un tarambana. Yo tenía
ocho años cuando oí
que una de mis tías lo describía así en una fiesta de
Navidades. Cuando me
vieron cambiaron de tema, de manera que yo creí que
«tarambana» era una
palabrota muy fuerte. Se me ha quedado grabada.
«Tarambana.»
La primera vez que se
fue de casa yo tenía siete años. Mamá me explicó
que se había ido de
viaje a América. Cuando Melissa me contó en el colegio
que lo había visto en
el supermercado en compañía de una mujer con tejanos
rojos, yo le dije que
era una mentirosa asquerosa.
Papá volvió a casa
unas semanas más tarde con aspecto cansado. Del
cambio de horario,
dijo. Cuando me puse a preguntarle una y otra vez qué me
había traído de
recuerdo, él sacó un paquete de chicles Wrigley. Yo fardaba
mucho de mis chicles
americanos en el colegio y se los enseñaba a todo el
mundo, hasta que
Melissa me señaló el sello del super. Nunca le dije a papá
que sabía la verdad.
Ni a mamá. De alguna manera, siempre supe que no se
había ido a América.
Un par de años
después desapareció de nuevo, esta vez varios meses.
Luego abrió en España
un negocio inmobiliario que acabó quebrando.
Entonces se metió en
una red tipo pirámide bastante chunga e intentó
involucrar a nuestras
amistades. En algún punto de todo este historial se
volvió alcohólico.
Luego se fue a vivir un tiempo con una española... Pero
mamá siempre volvía a
abrirle la puerta. Y finalmente, hará unos tres años,
se trasladó de modo
definitivo a Portugal, al parecer para huir del fisco.
Mamá tuvo también
varios «amigos» a lo largo de los años, pero ella y
papá nunca se
divorciaron; nunca se dejaron del todo. Y evidentemente, en
una de sus joviales
visitas navideñas (en plan: «Las copas corren de mi
cuenta»), sin duda
debieron...
Bueno, prefiero no
imaginármelo. El caso es que acabó apareciendo
Amy. La cría más
adorable del mundo: siempre con la música puesta para
jugar con su alfombra
de baile y empeñada en hacerme trenzas un millón de
veces...
La habitación se ha
quedado muy tranquila. Me sirvo un vaso de agua y
lo bebo despacio.
Tengo una especie de nebulosa en la cabeza, como si fuera
el escenario de un
campo de batalla tras el bombardeo. Me siento como una
forense que va
recogiendo hebras microscópicas para reconstruir el cuadro
completo.
Se oye un golpe
ligero en la puerta y levanto la vista.
—¿Sí? ¡Adelante!
—Hola, Lexi.
Se asoma una chica de
unos dieciséis años, alta y delgaducha. Lleva
unos vaqueros caídos,
con la barriga al aire, y un piercing en el ombligo;
tiene el pelo en
punta con mechas azules y como seis capas de rímel.
No tengo ni idea de
quién es.
Ella hace una mueca
nada más verme.
—Todavía tienes la
cara hecha polvo.
—Ah —murmuro,
desconcertada.
Me observa entornando
los ojos.
—Lexi... soy yo. Me
reconoces, ¿no?
—¡Claro! —Pongo cara
de disculpa—. Mira, lo siento, pero he sufrido
un accidente y tengo
ciertos problemillas de memoria. Quiero decir, seguro
que nos hemos
visto...
—¿Lexi? —Incrédula,
casi dolida—. ¡Soy yo! ¡Amy!
Estoy sin habla.
Peor: turulata. Ésta no puede ser mi hermana.
Pero resulta que sí.
Amy se ha convertido en una adolescente altísima de
estilo descarado. Casi
una adulta, vaya. Mientras deambula por la habitación
toqueteándolo todo,
sigo hipnotizada por su estatura, por la seguridad que
rezuma.
—¿Hay algo de comer?
Me muero de hambre. —Tiene la voz dulce y
algo ronca de
siempre, pero mejor modulada. Más enrollada, más
espabilada.
—Mamá ha ido a
buscarme algo para almorzar. Podemos compartirlo,
si quieres.
—Genial. —Se sienta
en una silla y pone las piernas (larguísimas)
sobre uno de los
brazos, lo que me permite apreciar sus botines de ante gris
con tacones
afiladísimos: una pasada—. Así que no te acuerdas de nada. Qué
guay.
—No tiene nada de
guay. Es horrible. Me acuerdo de todo hasta el día
antes del funeral de
papá... Luego no hay más que niebla. Tampoco recuerdo
mis primeros días en
el hospital. Es como si me hubiese despertado anoche
por primera vez.
—Flipante. ¿O sea,
que no recuerdas mis otras visitas?
—No. Sólo me acuerdo
de cuando tenías doce años. Con tu cola de
caballo y tus
aparatos dentales. Y con aquellos pasadores tan monos que te
ponías en el pelo.
—Aggg, no me lo
recuerdes. —Hace el gesto de vomitar—. Entonces...
a ver si lo entiendo
bien. Los últimos tres años los tienes en blanco total.
—Como un gran agujero
negro. E incluso antes de eso lo tengo todo
medio borroso. Según
parece, estoy casada. —Suelto una risita nerviosa—.
No tenía ni idea. ¿Tú
fuiste dama de honor o algo así?
—Sí —dice distraída—.
Fue guay. Oye, Lexi, no me gusta sacar el tema
justamente cuando te
sientes fatal y demás, pero...
Se retuerce un
mechón, con aire incómodo.
—¿Qué? Dime.
—Es sólo que me debes
setenta pavos. —Se encoge de hombros, como
disculpándose—. Me
los pediste la semana pasada cuando se te estropeó la
tarjeta y me dijiste
que me los devolverías. Supongo que no te acordarás...
—Ah —digo, boquiabierta—.
Claro, sírvete tú misma. —Le señalo el
bolso Louis Vuitton—.
Aunque no sé si habrá dinero ahí.
—Seguro que sí —dice
ella, abriendo la cremallera rápidamente con
una sonrisita—.
Gracias.
Se mete los billetes
en el bolsillo y vuelve a poner las piernas encima
del brazo de la
silla. Juguetea con su colección de pulseras. Levanta la vista
de sopetón.
—Un momento. ¿Supongo
que sabes...?
—¿Qué?
Me mira incrédula.
—Nadie te lo ha
contado, ¿no?
—¿El qué?
—Joder. Imagino que
quieren informarte poco a poco. Pero vaya... —
Menea la cabeza y se
mordisquea las uñas—. A mí me parece que deberías
saberlo cuanto antes.
—¿Saber qué? —Siento
un espasmo de alarma—. ¿Qué, Amy? ¡Dímelo
ya, caramba!
Durante un momento
parece debatirse. Finalmente se pone de pie.
—Espera. —Sale de la
habitación. La puerta vuelve a abrirse enseguida
y aparece con un bebé
de rasgos asiáticos en brazos. Aparenta un año más o
menos. Lleva unos
pantaloncitos con peto y un vaso de zumo en la mano, y me
dirige una sonrisa
radiante.
—Es Lennon —dice con
expresión dulce—. Tu hijito.
Los miro petrificada,
muerta de terror. ¿Qué está diciendo?
—Supongo que no lo
recuerdas. —Amy le acaricia el pelo con cariño
—. Lo adoptaste en
Vietnam hace seis meses. Toda una aventura, por cierto.
Tuviste que sacarlo
de contrabando en tu mochila. ¡Por poco te meten en el
trullo!
¿Que adopté un bebé?
Estoy helada. No
puedo ser mamá. No estoy preparada. No sé nada de
bebés.
—¡Dile hola a tu niño!
—Me lo acerca a la cama, taconeando con sus
botines—. Te llama
mó-má. ¿Mó-má?
—Hola, Lennon-digo
con voz ahogada—. Soy mó-má. —Trato de
adoptar un tono
maternal—. ¡Ven con mó-má!
Levanto la vista y
veo que a Amy le tiemblan los labios y se le escapa
una carcajada.
—¿Qué pasa? —La miro
con suspicacia—. ¿De verdad es mío o me
estás tomando el
pelo?
—Lo he visto antes en
el pasillo —farfulla entre risas—. Y no he
podido resistirlo.
¡Tendrías que ver la cara que has puesto!
Fuera se oyen gritos
y llantos amortiguados.
—¿No me digas que son
los padres? Mocosa descarada... ¡Devuélvelo
ahora mismo!
Me desplomo sobre la
almohada con un alivio inenarrable y el corazón
a cien. Menos mal,
joder. No tengo ningún hijo.
No consigo
sobreponerme. Amy era dulce e inocente. Solía mirar
Barbie
Bella Durmiente una y otra vez con el dedo metido en la boca.
¿Qué
demonios le ha
pasado?
—Por poco me da un
ataque —la reprendo cuando vuelve con una lata
de Coca-Cola light. Tan fresca, la niña—. Si hubiese muerto,
habría sido por
tu culpa.
—Necesitas
espabilarte un poco —replica tan campante—. Podrían
colarte como si nada
cualquier cosa. —Saca una barra de chicle y empieza a
desenvolverla. Luego
se echa hacia delante—. Oye, Lexi —dice en voz baja
—, ¿de verdad tienes
amnesia o estás fingiendo? No se lo diré a nadie.
—¿Para qué iba a
fingir?
—Quizá querías
librarte de alguna cosa. Como de una cita en el
dentista.
—¡Sí, seguro! ¡Esto
es auténtico, nena!
—Vale. Lo que tú digas.
—Se encoge de hombros y me ofrece un chicle.
—No, gracias. —Me
rodeo las rodillas con los brazos, con un temor
repentino. Amy tiene
razón. La gente podría aprovecharse de mí. Tengo
muchas cosas que
aprender y ni siquiera sé por dónde empezar.
Comencemos por lo más
obvio.
—Bueno... —Intento
sonar despreocupada—. ¿Cómo es mi marido?
¿Qué... pinta tiene?
—Uau. —Amy pone los
ojos como platos—. ¡Claro! ¡No tienes ni idea
de cómo es!
—Mamá dice que es
delicioso. —Hago lo posible para disimular mis
temores.
—Es encantador
—asiente, muy seria—. Tiene un gran sentido del
humor. Y lo van a
operar de la joroba.
—Bravo. Buen intento,
Amy. —Pongo los ojos en blanco.
—¡Lexi! ¡Él se
sentiría muy dolido si te oyera! —Parece consternada—.
Estamos en dos mil siete,
ya no discriminamos a nadie por su aspecto. Y Eric
es un tipo dulce y
encantador. No tiene la culpa de que se le dañase la
espalda de niño. Y ha
conseguido tantas cosas... Es un caso impresionante
Me arde la cara de
vergüenza. Quizá sea cierto. No debería mostrar
estos prejuicios.
Además, sea cual sea su aspecto, seguro que tuve mis
motivos para
elegirlo, ¿no?
—Pero... ¿puede
andar?-pregunto, nerviosa.
—Caminó por primera
vez el día de la boda —dice con una mirada
evocadora—. Se
levantó de la silla de ruedas para pronunciar sus votos. A
todo el mundo se le
caían las lágrimas. El cura apenas podía hablar...
Se le escapa la risa
otra vez, a la muy...
—¡Mocosa descarada!
—exclamo—. No tiene ninguna puñetera joroba,
¿verdad?
—Perdona. —Le ha
entrado la risa tonta—. Es un juego superdivertido.
—¡No es ningún juego!
—Me tiro del pelo sin acordarme de mis heridas
y hago una mueca de
dolor—. Es mi vida. No sé quién es mi marido, ni cómo
lo conocí, ni nada.
—Vale, vale. —Ahora
parece ablandarse—. Lo que ocurrió fue que te
pusiste a hablar con
un viejo vagabundo en la calle. Y resultó que se llamaba
Eric...
—¡Basta! ¡Cierra el
pico de una vez! Si no me lo cuentas, me lo contará
mamá.
—¡Está bien, no te
pongas así! —Levanta las manos—. ¿Quieres
saberlo de verdad?
—¡Sí!
—Vale. Lo conociste
en un programa de la tele.
—Venga ya, vuelve a
intentarlo —le digo alzando los ojos al techo.
—¡De verdad! Ahora no
te tomo el pelo. Fuiste a ese reality que se
llama Ambición, donde la gente quiere triunfar en los
negocios. Él era uno de
los jurados y tú una
concursante. No llegaste muy lejos en el programa, pero
conociste a Eric y
los dos tuvisteis buena onda desde el principio.
Se hace un silencio.
Estoy esperando su carcajada y el final de esta
historia tan
graciosa, pero ella se limita a echarle un trago a su lata de Coca-
Cola.
—¿Participé en un reality? —pregunto,
todavía escéptica.
—Fue una pasada.
Todos mis amigos lo miraron. Y votamos todos por
ti. ¡Tendrías que haber
ganado!
La observo con
atención, pero su expresión es del todo seria. ¿Me dice
la verdad? ¿Salí en
la tele?
—¿Por qué demonios
fui a un programa como ése?
—¿Para ser la jefa
tal vez? —Amy se encoge de hombros—. No sé.
Para progresar. Ahí
fue cuando te arreglaste los dientes y el pelo. Para salir
guapa en la tele.
—Pero yo no soy
ambiciosa. O no tan ambiciosa...
—¿Me tomas el pelo?
—Abre los ojos de par en par—. ¡Eres la tía más
ambiciosa del mundo!
En cuanto tu jefe dimitió, fuiste por su puesto. Todos
los peces gordos de
tu empresa te vieron en la tele y fliparon contigo. Por eso
te dieron el cargo.
Mi mente me trae el
recuerdo de las tarjetas que hay en mi agenda.
«Lexi Smart,
Directora.»
—Eres la directora
más joven que han tenido. Fue guay cuando te
nombraron —añade—.
Salimos todos a celebrarlo y nos invitaste a champán.
—Estira el chicle que
tiene en la boca hasta convertirlo en un hilo—. ¿No
recuerdas nada?
—Nada de nada.
Se abre la puerta y
aparece mamá con una bandeja que contiene un plato
tapado, una mousse de chocolate y un vaso de agua.
—Aquí tienes —dice—.
Te he traído lasaña. ¿Y sabes qué? ¡Eric ya
está aquí!
—¿Aquí? —Palidezco,
aterrorizada—. ¿Quieres decir... aquí, en el
hospital?
Mamá asiente.
—Ahora mismo sube. Le
he pedido que te diera unos minutos para
prepararte.
¿Cómo que unos
minutos? Me hacen falta muchos, todo esto va
demasiado deprisa.
Aún no estoy preparada para afrontar mis veintiocho
años. No digamos ya
para conocer a mi marido.
—Mamá, creo que no
puedo —le digo muerta de pánico—. No me
siento capaz todavía.
Quizá mañana, cuando esté un poco más centrada.
—¡Lexi, cariño!
—protesta mamá—. No puedes cerrarle la puerta en las
narices a tu marido.
¡Ha venido desde su oficina corriendo para verte!
—¡Pero no lo conozco!
No sabré qué decir o hacer...
—¡Cariño, es tu
marido! —Me da unas palmaditas para calmarme—.
No te preocupes.
—Quizá se te dispare
la memoria al verlo —dice Amy, que se ha
quedado con la mousse y le está quitando la tapa—. Quizá lo mirarás
y dirás:
«¡Eric, amor mío!
¡Ahora lo recuerdo todo!»
—Cierra el pico —le
espeto—. Y esa mousse es mía.
—Tú no tomas
carbohidratos. ¿También lo has olvidado? —Y me pasa
la cucharilla, en
plan tentador, por delante de las narices.
—Ésta sí que es buena
—le digo, poniendo los ojos en blanco—. Yo
jamás dejaría el
chocolate.
—Tú ya no comes
chocolate. Nunca. ¿Verdad, mamá? ¡Ni siquiera te
comiste el pastel de
boda por las calorías!
Ha de ser una
tomadura de pelo. Yo no habría dejado el chocolate ni en
un millón de años.
Estoy a punto de decirle que se vaya al infierno y
arrebatarle la mousse cuando se oye un golpecito en la puerta y una
voz
masculina
amortiguada.
—¿Se puede?
—Dios mío. —Las miro
a las dos, enloquecida—. ¡Dios mío! ¿Es él?
¿Tan pronto?
—¡Un momentito, Eric!
—grita mamá a través de la puerta. Y me
susurra—: ¡Arréglate
un poco, cielo! ¡Cualquiera diría que te han arrastrado
por un zarzal!
—No la agobies, mamá.
La sacaron a rastras de un montón de chatarra,
¿recuerdas?
—Te peinaré un
poco... —Se me acerca con un peine de bolsillo y
empieza a darme
tirones.
—¡Aggg! —chillo—. ¡Se
me va a agravar la amnesia!
—Ya está. —Me da un
último tirón y me limpia la cara con la esquina
de un pañuelo—.
¿Lista?
—¿Abro la puerta?
—pregunta Amy.
—¡No! Espera... un
segundo.
Se me revuelve el
estómago de pavor. No puedo enfrentarme a un
extraño que se supone
es mi marido. Es algo demasiado raro, caramba.
—Mamá, por favor —le
ruego—. Todavía es demasiado pronto. Dile
que venga luego.
Mañana. Incluso podríamos aplazarlo unas semanas.
—¡No seas tonta,
cariño! —dice riendo—. Es tu marido. Ha estado
preocupadísimo, y
ahora lo tenemos ahí esperando. ¡Ya está bien, pobre
chico!
Mientras ella se
dirige hacia la puerta, yo me aferró a las sábanas con
fuerza.
—¿Y si lo odio? ¿Y si
no hay química entre nosotros? —Ahora ya
disparo a la
desesperada—. Quiero decir, ¿acaso espera que vuelva y viva
con él?
—Tú improvisa sobre
la marcha —dice mamá vagamente—. En serio,
Lexi. No debes
preocuparte. Es un chico estupendo.
—Si no mencionas su
peluquín. O su pasado nazi.
—¡Amy! —Mamá chasquea
la lengua y abre la puerta—. Perdona que te
haya hecho esperar,
Eric. Pasa.
Hay una pausa
insoportable. Luego se abre la puerta del todo y, tras un
enorme ramo de
flores, entra en la habitación el hombre más impresionante
que he visto en mi
vida.
Capítulo 5
Me he quedado sin
habla. Sólo puedo mirarlo fijamente mientras en mi
interior se agranda
una burbuja de incredulidad. Es tan brutalmente atractivo
que casi resulta
doloroso mirarlo. Como un modelo de Armani. Pelo corto,
castaño y rizado;
ojos azules, hombros anchos, un traje muy caro. Mandíbula
cuadrada,
impecablemente rasurada.
¿Cómo conseguí a este
tipo? ¿Cómo, por Dios?
—Hola —dice con una
voz grave y modulada de actor.
—¡Hola! —consigo
decir, casi sin aliento.
Pero mira qué tórax
tan musculoso... Debe de hacer ejercicio todos los
días. Y mira qué
zapatos más relucientes, y ese reloj de diseño...
Vuelvo a fijarme en
su pelo. Nunca pensé que me casaría con un hombre
de pelo rizado.
Curioso. No es que tenga nada en contra del pelo rizado. En
su caso tiene un
aspecto fantástico.
—Cariño. —Se acerca a
la cama entre un rumor de flores carísimas—.
Pareces mucho mejor
que ayer. Y esta habitación es mejor que la otra.
¿Cómo te encuentras?
—Bien. Eh... muchas
gracias.
Cojo el ramo de sus
manos. Es el ramo más increíble, ultramoderno y
sofisticado que he
visto, todo en matices de blanco y marrón. ¿Dónde
demonios se
conseguirán rosas marrón?
—O sea... que tú eres
Eric —añado para estar del todo segura.
Puedo percibir cómo
la conmoción se propaga por todo su rostro, pero
aun así consigue
sonreír.
—Sí. Eso es. Yo soy
Eric. ¿Aún no me reconoces?
—No mucho. En
realidad, nada.
—Te lo he dicho —le
apunta mamá en voz baja—. Lo siento tanto,
Eric... Pero estoy
segura de que, si se esfuerza de verdad, pronto lo recordará
todo.
—¿Qué se supone que
significa eso? —le suelto con una mirada
ofendida.
—Bueno, querida —se
defiende mamá—. He leído que estas cosas
dependen siempre de
la fuerza de voluntad. La mente sobre la materia.
—Estoy procurando
recordar, ¿vale? —le digo indignada—. ¿O piensas
que me gusta estar
así?
—Vayamos poco a poco
—interviene Eric, sin prestarle atención a
mamá, y se sienta en
la cama—. Procuraré provocar algún recuerdo. ¿Me
permites? —dice
señalando mi mano.
—Eh... sí, vale. —La
coge suavemente. Tiene una mano bonita, cálida,
firme. Pero es la
mano de un extraño.
—Lexi, soy yo —dice
con voz grave y resonante—. Eric. Tu marido.
Llevamos casi dos
años casados.
Qué fascinante
resulta. De cerca es todavía más atractivo. Tiene la piel
suave y bronceada, y
unos dientes perfectos, deslumbrantes...
«Dios de los cielos. He
mantenido relaciones sexuales con este
hombre.» La idea me
pasa por la cabeza como un relámpago.
Me ha visto desnuda.
Me ha quitado la ropa interior. A saber qué cosas
hemos hecho juntos. Y
ni siquiera lo reconozco. O sea... doy por supuesto
que me ha quitado la
ropa interior y demás. No voy a preguntarlo con mi
madre delante.
Me gustaría saber qué
tal es en la cama. Disimuladamente, recorro su
cuerpo con la vista.
Bueno, me casé con él, ¿no? Tiene que ser bastante
bueno...
—¿Estás pensando en
algo? —Eric se ha fijado en mi mirada—. Cariño,
si quieres preguntar
alguna cosa, hazlo.
—¡No, nada! —Me
ruborizo—. Perdona. Continúa.
—Nos conocimos hace
casi tres años en una recepción de Pyramid TV
los productores de Ambición, el reality en que participamos los dos. Nos
sentimos atraídos en
el acto. Nos casamos en junio y fuimos de luna de miel a
París. Nos alojamos
en una suite del hotel George V. Fue maravilloso.
Estuvimos en
Montmartre, visitamos el Louvre, tomamos café au lait cada
mañana... —Se
interrumpe—. ¿No te suena de nada todo esto?
—La verdad es que no
—respondo en tono culpable—. Lo siento.
Quizá mamá tenga
razón. Debería esforzarme un poco. Venga. París. La
Mona Lisa... Piensa,
caramba. Intento empujar mi mente hacia el pasado.
Trato de combinar su
rostro con alguna imagen de París para provocar algún
recuerdo...
—¿Subimos a la torre
Eiffel? —pregunto por fin.
—¡Por supuesto! —Su
expresión se ilumina—. ¿Empiezas a recordar?
Nos quedamos allí
disfrutando de la brisa, sacándonos fotos...
—No —lo interrumpo—.
Lo he deducido, nada más. París, la torre
Eiffel... En fin, ya
me entiendes, lo clásico.
—Ah. —Asiente
decepcionado, y nos quedamos en silencio.
Para mi alivio,
alguien llama a la puerta.
—¡Adelante! —digo, y
entra Nicole con una tablilla.
—Tengo que echar un
vistazo a esa presión —empieza, pero se detiene
al ver a Eric con mi
mano entre las suyas—. Ay, perdón. No pretendía
interrumpir.
—¡No te preocupes!
—digo—. Es Nicole, una de las enfermeras que me
atienden —le explico
a Eric. Y a ella—: Mi madre, mi hermana... y mi
marido. Se llama —la
miro a los ojos— Eric.
—¡Eric! —Sus ojos se
iluminan—. Encantada de conocerte.
—Un placer —dice él
inclinando la cabeza—. Le estoy eternamente
agradecido por cuidar
de mi esposa.
«Esposa.» El estómago
me da un vuelco. Soy su esposa. Todo esto
suena muy adulto,
¿no? Seguro que hasta tenemos una hipoteca. Y una alarma
antirrobo.
—El placer es mío
—repone Nicole con una sonrisa profesional—.
Lexi es muy buena
paciente.
Me pone el manguito
en el brazo y se vuelve hacía mí.
—Voy a tomarte la
tensión...
«¡Es despampanante!»,
me dice con los labios y alza disimuladamente el
pulgar. A mí se me
escapa una sonrisa.
Cierto, es
despampanante. En mi vida había salido con alguien que
jugara en esta
división. No hablemos ya de casarse. Ni de zamparme
croissants
en una suite
del George V.
—Me gustaría hacer
una donación a este hospital —anuncia Eric. Su
voz grave de galán
inunda la habitación—. Si están haciendo alguna
cuestación o tienen
un fondo...
—¡Sería fenomenal!
—exclama Nicole—. Ahora mismo estamos
recaudando dinero
para un nuevo escáner.
—Quizá podría hacer
la maratón por esa causa. Cada año corro la
maratón por una causa
distinta.
Estoy a punto de
explotar de orgullo. Ninguno de mis novios ha corrido
jamás una maratón.
Chungo Dave apenas lograba arrastrarse del sofá a la
tele.
—Bueno —dice Nicole,
alzando las cejas mientras deja que se desinfle
el manguito—. Ha sido
un placer, Eric. Lexi, esto está perfecto. —Hace una
anotación en mi
expediente—. ¿Ése es tu almuerzo?-añade, señalando la
bandeja intacta.
—Ay, sí. Se me ha
olvidado.
—Tienes que comer. Y
voy a tener que pedirles a ustedes que no se
queden demasiado. —Se
vuelve hacia mamá y Amy—. Comprendo que
quieran pasar todo el
tiempo posible con ella, pero su estado aún es
delicado. Y debe
tomárselo con calma.
—Haré lo que sea
necesario —dice Eric apretándome la mano—.
Quiero que mi esposa
se recupere plenamente.
Mamá y Amy empiezan a
recoger sus cosas, pero él no se mueve.
—Me gustaría hablar
un momento a solas contigo —me dice—. Si no te
importa, Lexi.
—Ah. —Me sobresalto—.
Eh... perfecto.
Mamá y Amy se acercan
para darme un abrazo (sobre la marcha mamá
hace otro intento de
alisarme el pelo). Luego se cierra la puerta y nos
quedamos a solas en
medio de un extraño silencio.
—Bueno —dice él por
fin.
—Qué situación más
rara. —Suelto una risita, que se desvanece
enseguida.
Eric me mira
preocupado.
—¿Han dicho los
médicos si recobrarás la memoria?
—Ellos creen que sí.
Pero no saben cuándo.
Se incorpora y camina
hasta la ventana.
—Así que se trata de
esperar —prosigue—. ¿No habrá nada que yo
pueda hacer para
acelerar el proceso?
—No lo sé —digo con
impotencia—. Quizá podrías contarme algo más
sobre nosotros.
—Claro. Buena idea.
—Se vuelve hacia mí; su cuerpo se recorta contra
la ventana—. ¿Qué
quieres saber? Pregúntame lo que quieras. Cualquier
cosa.
—Bueno... ¿Dónde
vivimos?
—En Kensington. En un
apartamento tipo loft.
-Pronuncia cada palabra
como si fueran todas mayúsculas—.
Son mi especialidad. Las viviendas
estilo loft. -Lo dice con
delectación y hace un gesto con las manos, como
poniendo ladrillos.
Uau. ¡Kensington!
Paseo la vista por la habitación, buscando alguna otra
pregunta, pero todo
me parece arbitrario y superficial, como las tonterías que
dices en una
entrevista cuando quieres ganar tiempo.
—¿Qué cosas
compartimos? —pregunto finalmente.
—La buena comida, el
cine... La semana pasada fuimos a ver un ballet.
Y luego cenamos en
Ivy.
—¿En Ivy? —Sofoco un
gritito.
¿Por qué narices no
recuerdo nada de todo eso? Cierro los ojos, aprieto
los párpados, intento
arrancar mi cerebro como si fuera una moto. Pero no
hay manera.
Vuelvo a abrir los
ojos, algo mareada, y veo que Eric se ha fijado en los
anillos que hay sobre
la cajonera.
—Es el anillo de
boda, ¿no? —Levanta la vista, perplejo—. ¿Por qué lo
has dejado ahí?
—Me lo sacaron para
hacerme el escáner.
—¿Me permites?
Cuando recoge el
anillo y toma mi mano izquierda, siento una punzada
de alarma.
—Yo...
Instintivamente, sin
pensarlo siquiera, aparto la mano de un tirón y Eric
retrocede
sobresaltado.
—Perdona-digo tras
una pausa incómoda—. Lo siento de verdad. Es
que... eres un
extraño.
—Claro. —Eric se
vuelve, todavía con el anillo en la mano—. Mira que
soy idiota.
Ay, Dios. Parece
herido. No debería haberlo llamado «un extraño», sino
«un amigo que aún he
de conocer».
—Lo siento mucho,
Eric. —Me muerdo el labio—. Yo quiero conocerte
y... quererte y tal.
Seguro que eres una persona maravillosa. Si no, no me
hubiera casado
contigo. Y tienes un aspecto estupendo —añado para
animarlo—. No me
esperaba a nadie tan atractivo. Ni de lejos, vamos. Mi
último novio no te
llegaba a la suela del zapato.
Levanto la vista y
veo que está mirándome fijamente.
—¡Qué extraño! —dice
al fin—. No eres la misma. Los médicos ya me
lo habían advertido,
pero no me imaginaba que fuera tan acusado. —Por un
momento parece
abrumado; luego se yergue otra vez—. Bueno, te
ayudaremos a ponerte
bien. Ya lo verás. —Con delicadeza, deja el anillo
sobre la cajonera, se
sienta en la cama y me coge la mano—. Y para que lo
sepas, Lexi... te
quiero.
—¿De veras? —Se me
escapa una sonrisa encantada—. Quiero decir...
genial. ¡Muchas
gracias!
Ninguno de mis novios
me había dicho «te quiero» de esa manera, o sea,
como es debido, a la
luz del día, como una persona adulta, y no durante una
borrachera o cuando
estás en plena faena. Ahora yo tengo que corresponder.
Pero ¿qué digo?
«Yo también te
quiero.»
No.
«Probablemente yo
también te quiero.»
No.
—Eric, estoy segura
de que yo también te quiero, en el fondo de mi ser
—digo por fin,
apretándole la mano—. Y lo recordaré. Quizá no será hoy ni
mañana. Pero...
siempre nos quedará París. —Hago una pausa—. O por lo
menos, siempre te
quedará a ti. Y a mí podrás contármelo.
Parece un poco
perplejo.
—Tómate tu almuerzo y
descansa. —Me da unas palmaditas en el
hombro—. Voy a
dejarte para que descanses.
—Quizá me despierte
mañana y lo recuerde todo —le digo en plan
optimista, mientras
él se incorpora.
—Esperemos que sí.
—Me observa unos instantes—. Pero aunque no
sea así, cariño,
también lo arreglaremos. ¿Trato hecho?
—Trato hecho.
—Hasta luego.
Sale en silencio de
la habitación y permanezco inmóvil unos instantes.
Empiezo a notar otra
vez ese martilleo en la cabeza, me siento algo aturdida.
Ha sido demasiado, en
conjunto. Amy lleva el pelo azul, Brad Pitt ha tenido
un hijo natural con
Angelina Jolie y yo tengo un marido que está de muerte y
que acaba de decirme
que me quiere. Tengo la sensación de que voy a
dormirme, de que me
despertaré otra vez en 2004, en casa de Carolyn, con
una resaca de
campeonato, y descubriré que todo era un sueño.
Capítulo 6
Pero no era un sueño.
Me despierto a la mañana siguiente y seguimos en
2007. Tengo aún una
dentadura perfecta y el pelo castaño claro. Y también un
gran agujero negro en
la memoria. Estoy comiéndome la tercera tostada y
dándole sorbos a mi
taza de té cuando se abre la puerta y aparece Nicole,
empujando un carrito
cargado de flores. Me quedo fascinada ante semejante
despliegue. Debe de
haber veinte ramos distintos, entre buqués de flores,
macetas de orquídeas
y rosas de primerísima clase.
—¿Es mío alguno de
éstos?
Ella me mira con
sorpresa.
—Todos. Se habían
quedado en la otra habitación.
—¿Todos? —farfullo,
casi escupiendo el té.
—Eres una chica muy
popular. ¡Se nos han agotado los jarrones! —dice,
entregándome un
montoncito de tarjetas.
—Uau.
Cojo la primera y la
leo:
Lexi, querida.
Cuídate mucho y ponte bien. Nos vemos muy pronto. Con
todo mi cariño.
Rosalie.
¿Rosalie? Yo no
conozco a ninguna Rosalie.
Dejo a un lado la
tarjeta y miro la siguiente:
Con nuestros mejores
deseos. Recupérate pronto.
Tim y Suki.
A éstos tampoco los
conozco.
Lexi, esperamos que
te pongas bien, ¡y que pronto vuelvas a tus
trescientas
flexiones!
De tus amigas del
gimnasio.
¿Trescientas? Vaya
chiste. Aunque eso explicaría las piernas tan
musculosas que tengo.
Miro la cuarta
tarjeta; ésta, por fin, es de gente conocida:
Recupérate pronto,
Lexi. Con nuestros mejores deseos.
Fi, Debs, Carolyn y
todo el personal de Suelos y Alfombras.
Mientras leo estos
nombres conocidos, noto una cálida sensación de
bienestar. Será una
tontería, pero casi empezaba a pensar que mis amigas se
habían olvidado de
mí.
—¡Oye, tienes un
marido despampanante! —me dice Nicole,
interrumpiendo mis
pensamientos.
—¿Tú crees? —Me hago
la indiferente—. Sí, es bastante atractivo,
imagino...
—¡Es increíble!
¿Sabes?, ayer se pasó por la sala para darnos otra vez
las gracias. Muy poca
gente lo hace.
—Yo no he salido en
mi vida con un tipo como Eric —le confieso,
abandonando mi falsa
indiferencia—. La verdad, aún no me creo que sea mi
marido. O sea, yo...
¿y él?
Se oye un golpecito
en la puerta.
—¡Adelante! —dice
Nicole.
Mamá y Amy entran muy
acaloradas, arrastrando seis bolsas llenas de
álbumes de fotos y
cartas.
—¡Buenos días!
—Nicole les sonríe, sosteniendo la puerta—. Les
alegrará saber que
Lexi se encuentra mucho mejor.
—¡No me diga que ya
lo ha recordado todo! —dice mamá,
descompuesta—. Ahora
que hemos cargado con las fotos todo el camino...
¿Sabe lo pesados que
son estos álbumes? Y encima no encontrábamos
aparcamiento...
—Todavía sufre una
grave pérdida de memoria —dice Nicole.
—¡Gracias a Dios!
—Mamá advierte la expresión de Nicole—. Bueno,
quiero decir... Lexi,
querida, te hemos traído algunas fotografías. Quizá te
refresquen la memoria.
Miro las bolsas con
repentina excitación. Esas fotos contienen la parte
perdida de mi
historia. Me mostrarán cómo dejé de ser la Dientotes para
convertirme... en
Dios sabe qué.
—¡Venga, disparad!
—Dejo a un lado las tarjetas y me siento en la
cama—. ¡Quiero verme!
Estoy aprendiendo
muchas cosas durante esta estancia en el hospital.
Una de ellas es ésta:
si tienes un familiar con amnesia y quieres estimular su
memoria, enséñale una
foto antigua; no importa cuál, ¡pero enséñale alguna!
Han pasado diez minutos
y aún no he visto una solo foto porque mamá y Amy
continúan discutiendo
por cuál empezar.
—Lo que no debemos
hacer es abrumarla —repite mamá una y otra vez,
mientras las dos
hurgan en las bolsas—. Ésta, por ejemplo... —Elige una foto
con un marco de
cartón.
—Ni hablar. —Amy se
la quita de las manos—. Tengo un grano en la
barbilla. Y se me ve
gorda.
—Pero si es un
granito de nada, Amy. Apenas se ve.
—Vaya si se ve. Y
esta otra aún es más repulsiva —dice, mientras
rompe las dos en
pedazos.
O sea, que aquí
estoy, deseando enterarme de mi vida perdida mientras
mi hermana se dedica
a destruir las pruebas.
—¡No te miraré las
espinillas! —le prometo—. ¡Déjame ver una foto!
¡La que sea!
—Muy bien. —Mamá se
acerca a la cama con una fotografía sin marco
—. Te la enseñaré
desde aquí, Lexi. Mira la imagen con atención, a ver si te
despierta algún
recuerdo. ¿Lista?
Y le da la vuelta.
Es un perro vestido
de Santa Claus.
—Mamá —trato de
controlarme—. ¿Cómo se te ocurre enseñarme un
perro?
—Cariño, ¡es Tosca!-dice, herida—.
Ha cambiado mucho desde dos mil
cuatro. Y éste es Raphael con Amy, la semana pasada. Los dos
monísimos...
—Estoy espantosa.
—Amy le quita la foto y la rompe con saña antes de
que yo pueda echarle
un vistazo.
—¡Deja ya de
romperlas! —chillo—. Mamá, ¿has traído fotos de otra
cosa que no sean
perros? ¿De personas, quizá?
—Oye, Lexi, ¿te
acuerdas de esto? —Amy me acerca un collar muy
especial con una rosa
de jade. Yo lo miro con los ojos entornados, me
concentro para
arrancarle algún recuerdo.
—No —le digo por
fin—. No me dice nada.
—Guay. ¿Puedo
quedármelo?
—¡Amy! —exclama mamá.
Ella sigue pasando una foto tras otra con
aire insatisfecho—.
Quizá debiéramos esperar a que venga Eric con el DVD
de la boda. Si eso no
sirve para refrescarte la memoria, ya me dirás qué otra
cosa va a servir.
El DVD de la boda.
De mi boda.
Cada vez que lo
pienso el estómago me da un brinco, como si
reaccionara por
anticipado. Tengo un DVD de la boda. ¡De mi boda! Es una
idea extrañísima,
casi extraterrestre. No me imagino siquiera de novia.
¿Habré ido con uno de
esos vestidos abullonados, con velo y cola y un
espantoso tocado
floral? No me atrevo a preguntarlo.
—Él... parece
simpático —digo—. Eric, quiero decir. Mi marido.
—Es fantástico —dice
mamá con tono ausente, todavía repasando fotos
de perros—. Da un
montón de dinero para obras de caridad, ¿lo sabías? O lo
hace la empresa, no
sé. Pero es su propia empresa, así que viene a ser lo
mismo.
—¿Su propia empresa?
¿No habíamos quedado en que era agente
inmobiliario?
—Es una empresa que
vende propiedades, cariño. Proyectos enormes de
estilo loft. El año pasado vendieron una parte de la
empresa, pero él retiene
la participación
mayoritaria.
—Ganó diez millones
—dice Amy, que sigue en cuclillas junto a las
bolsas de fotos.
—¿Cómo?
—Está podrido de
dinero, a ver si te enteras. Venga, no me digas que no
lo habías adivinado.
—¡Amy! —dice mamá—.
No seas ordinaria.
Creo que estoy
mareada. ¿Diez millones?
Llaman a la puerta.
—¿Lexi? ¿Puedo pasar?
Ay, Dios. Es él. Me
echo un vistazo rápido y me rocío con un frasquito
de Chanel que he
encontrado en el bolso.
—¡Pasa, Eric! —grita
mamá.
Se abre la puerta...
y ahí está, sosteniendo a pulso dos grandes bolsas,
otro ramo de flores y
una cestilla de frutas. Lleva camisa a rayas y pantalones
color canela, un
suéter amarillo de cachemir y mocasines.
—Hola, cariño. —Lo
deja todo en el suelo, se acerca a la cama y me
besa delicadamente en
la mejilla—. ¿Cómo estás?
—Mucho mejor, gracias
—le digo con una sonrisa.
—Aunque todavía no
sabe quién eres —le aclara Amy—. Por ahora
sólo eres un tipo con
un suéter amarillo.
Él no parece turbarse
lo más mínimo. Quizá ya está acostumbrado a las
salidas de tono de mi
hermana.
—Bueno, de eso vamos
a ocuparnos hoy. —Alza la bolsa con aire
animoso—. He traído
fotos, DVD, recuerdos... Vamos a reintroducirte en tu
vida. Barbara, ¿por
qué no vas poniendo el DVD de la boda? —le dice a
mamá, dándole un
disco—. Y como aperitivo, Lexi... nuestro álbum.
Deposita sobre la
cama un álbum de piel de becerro que debe de costar
una fortuna y noto un
pellizco de incredulidad al ver las letras estampadas en
relieve:
ALEXIA Y ERIC
3 DE JUNIO DE 2005
Lo abro y noto en el
estómago una sensación igual que si cayera en el
vacío. Me estoy
viendo vestida de novia en una fotografía en blanco y negro.
Voy con un largo
vestido blanco de tubo, el pelo recogido en un moño
impecable y un ramito
minimalista de lirios. Nada abullonado a la vista.
Sin decir una
palabra, paso a la página siguiente. Ahí está Eric, a mi
lado, vestido de
etiqueta. En la siguiente levantamos sendas copas de
champán y sonreímos.
Tenemos un aspecto de lujo. Como la gente de las
revistas.
Es mi boda. Mi boda
de verdad, mi auténtica boda. Si querías pruebas,
aquí están.
De repente, me llega
un rumor de charla y de risas desde la tele.
Levanto la vista y
sufro otro shock. En la pantalla, Eric y yo posamos con
nuestros trajes de
boda. Estamos junto a un pastel monumental, sosteniendo
entre los dos un
cuchillo y sonriendo a alguien que no aparece en pantalla.
No puedo quitarme los
ojos de encima a mí misma.
—Decidimos no grabar
la ceremonia —me explica Eric—. Esto es del
banquete.
—Ya. —Me sale una voz
algo ronca.
Yo nunca he sido
demasiado ñoña con las bodas. Pero al mirar cómo
cortamos el pastel,
cómo sonreímos a las cámaras y volvemos a posar para
alguien que no ha
podido captar el instante... empiezo a sentir un peligroso
cosquilleo en la
nariz. Es el día de mi boda, supuestamente el más feliz de mi
vida, y yo no
recuerdo nada.
La cámara gira poco a
poco y capta el rostro de un montón de gente que
no conozco.
Identifico a mamá, con un vestido azul marino, y a Amy, con un
modelito morado de
tirantes. El lugar es un espacio ultramoderno con
paredes de vidrio,
sillas de diseño y arreglos florales por todas partes, y la
gente sale a tomar el
aire a una gran terraza con sus copas de champán en la
mano.
—¿Qué sitio es ése?
—Cielo... —Eric
suelta una risita—. Es nuestra casa.
—¿Nuestra casa? ¡Pero
si es gigantesca!
—Es el ático. —Asiente—.
Muy espacioso.
—¿Espacioso, dices?
Parece un campo de fútbol. Mi piso de Balham
cabría entero en una
de esas alfombras... ¿Y ésa quién es? —digo señalando
a una chica muy mona
con un vestido rosa de tirantes, que me habla al oído.
—Es Rosalie, tu mejor
amiga.
¿Mi mejor amiga? No
he visto a esa mujer en mi vida. Delgaducha y
bronceada, con unos
enormes ojos azules, lleva una pulsera grandiosa en la
muñeca y unas gafas
de sol alzadas sobre su pelo rubio de aire californiano.
Me envió unas flores,
ahora que lo recuerdo. «Para mi queridísima
amiga. Con cariño.
Rosalie.»
—¿También trabaja en
Alfombras Deller?
—¡Qué va! —dice Eric
sonriendo. Ni que le hubiese contado un chiste
—. Mira, este trozo
es muy divertido —añade, señalando la pantalla.
La cámara nos sigue a
los dos mientras cruzamos la terraza; me oigo
riendo y diciéndole:
«Eric, ¿qué estás tramando?» Todo el mundo levanta la
vista, no sé por
qué... Y entonces la cámara enfoca hacia arriba. Hay un
mensaje escrito en el
cielo: «Lexi, te querré siempre.» En la pantalla, todos
murmuran y señalan
con el brazo extendido; yo miro hacia arriba, haciendo
visera con una mano,
y le doy un beso a Eric.
¿Será posible? ¿Mi
marido hizo que me escribieran un mensaje en el
cielo el día de mi
boda y yo no recuerdo nada? ¡Por favor, es para echarse a
llorar!
—Esto es de las
vacaciones del año pasado en isla Mauricio...
Eric ha hecho avanzar
la grabación y contemplo la pantalla sin dar
crédito a lo que veo.
¿Esa chica que camina por la playa soy yo? Tengo el
pelo trenzado, estoy
morenísima y delgada, y llevo un tanga rojo. Parezco la
típica chica a la que
normalmente miro con envidia.
—Y aquí estamos en un
baile de beneficencia... —prosigue Eric, que ha
vuelto a avanzar la
grabación. Esta vez llevo un vestido de noche azul muy
provocativo y
aparezco bailando con Eric en una sala de aspecto majestuoso.
—Eric es un
benefactor muy generoso —dice mamá.
No respondo. Me he
quedado fascinada con un moreno guapísimo que
está cerca de la
pista. Un momento. ¿No lo conozco de algo?
Sí, sí. ¡Lo
reconozco! ¡Por fin!
—¿Lexi? —Eric ha
captado mi reacción—. ¿Se te está activando la
memoria?
—¡Sí! —Se me escapa
una sonrisa de felicidad—. Recuerdo a ese tipo
de la izquierda.
—Señalo la pantalla—. Ahora mismo no sé exactamente
quién es, pero lo
conozco. ¡Lo conozco muy bien! Es simpático, divertido, y
creo que es médico...
O quizá lo conocí en un casino...
—Lexi —me corta
Eric—. Es George Clooney, el actor. Era uno de los
invitados.
—Ah. —Me froto la
nariz, incómoda—. Sí, exacto.
George Clooney,
claro. Mira que soy idiota. Me dejo caer sobre la
almohada, desanimada.
Cuando pienso en la
cantidad de cosas espantosas y humillantes que sí
puedo recordar...
Tener que comerme la sémola en el colegio cuando tenía
siete años y casi
vomitarla. O llevar un traje de baño blanco cuando tenía
quince y verlo
transparente al salir de la piscina y oír las risas de todos los
chicos. Recuerdo esa
humillación como si fuese hoy.
En cambio, no logro
recordar cómo caminaba por una playa de arena
perfecta en isla
Mauricio. Ni cómo bailaba con mi marido en un
esplendoroso baile de
gala. Toc, toc... ¿Cerebro, hay alguien? ¿Y tiene algún
criterio?
—Anoche estuve
leyendo sobre la amnesia —dice Amy de pronto,
sentada en el suelo
con las piernas cruzadas—. ¿Sabes cuál es el sentido que
estimula más la
memoria? El olfato. Quizá deberías olisquear un poco a Eric.
—Cierto —interviene
mamá—. Como ese chico francés, Proust. Un
olorcillo a madalena
y, ¡paf!, fluyeron todos los recuerdos.
—Venga —insiste Amy,
animosa—. Vale la pena probar, ¿no?
Le echo un vistazo a
Eric, avergonzada.
—¿Te importa si... te
huelo, Eric?
—En absoluto. Hay que
intentarlo. —Se sienta en la cama y congela la
imagen del DVD—.
¿Levanto los brazos o...?
—Umm... sí, supongo.
Con aire solemne,
Eric levanta un brazo. Me inclino hacia delante con
cautela y olfateó su
axila. Huele a jabón y loción de afeitado. También
detecto un ligero
olor varonil. Pero nada se remueve en mi interior.
Sólo una visión de
George Clooney en Ocean's Eleven.
Será mejor que no lo
comente.
—¿Notas algo? —Eric
sigue rígido, con el brazo en alto.
—Aún no —contesto,
después de husmear por segunda vez—. Es decir,
nada muy fuerte...
—Deberías olerle la
entrepierna —dice Amy.
—¡Cielo! —susurra
mamá, consternada.
Sin poder evitarlo,
bajo la vista y le miro la entrepierna. La entrepierna
con la que me he
casado. Parece bastante generosa, aunque nunca se sabe. Me
pregunto...
No. Ésa no es la
cuestión ahora.
—Lo que tendríais que
hacer vosotros dos es practicar sexo —continúa
Amy en medio del
incómodo silencio que se ha creado, y hace un globo con
su chicle—. Percibir
el olor acre de los fluidos...
—¡Amy! —la corta en
seco mamá—. ¡Cariño! ¡Ya está bien!
—¡Yo sólo digo que es
el tratamiento para la amnesia que nos ofrece la
propia naturaleza!
—Bueno —murmura Eric,
bajando el brazo—. ¡No es que haya sido un
gran éxito!
—No.
Quizá Amy tenga
razón. Quizá deberíamos acostarnos. Miro a Eric con
el rabillo del ojo.
Estoy segura de que está pensando lo mismo.
—No pasa nada. Son
sólo los primeros días —dice con una sonrisa
mientras cierra el
álbum, aunque percibo su decepción en la voz.
—¿Y si no recupero la
memoria? —pregunto echando un vistazo
alrededor—. ¿Y si se
han perdido para siempre todos esos recuerdos y ya no
puedo recobrarlos?
Mientras examino sus
rostros preocupados, me siento de repente
indefensa y
vulnerable. Como cuando se me estropeó el ordenador y perdí
todos mis e-mails.
Igual, sólo que un millón de veces peor. El técnico no
paraba de decirme que
tendría que haber hecho una copia de seguridad. Pero
¿cómo haces una copia
de tu cerebro?
A mediodía, me
examina un neuropsicólogo. Un tipo simpático con
tejanos. Se llama
Neil. Me siento ante una mesa para hacer unos tests, y debo
decir que lo hago bastante
bien. De una lista de veinte palabras consigo
recordar casi todas;
también recuerdo bien un relato y hago un dibujo de
memoria.
—Funcionas a la
perfección, Lexi —me dice Neil tras revisar el último
test—. Tus facultades
están intactas, tu memoria a corto plazo es impecable,
dadas las
circunstancias, y no padeces problemas cognitivos... Pero sufres
una amnesia
retrógrada focalizada muy severa. Un caso insólito, ¿sabes?
—Pero ¿por qué?
—Tiene que ver con el
modo en que te golpeaste la cabeza. —Se inclina
hacia delante, traza
en su bloc la silueta de una cabeza y empieza a dibujar
dentro un cerebro—.
Has sufrido lo que nosotros llamamos una herida de
aceleración-desaceleración.
Al golpear el parabrisas, tu cerebro sufrió una
sacudida en el cráneo
y una reducida región del mismo quedó, digamos,
pellizcada. Puede que
tengas dañado tu almacén de recuerdos... o tu
capacidad para
recuperar esos recuerdos. En tal caso, el almacén
permanecería intacto,
por así decirlo, pero no podrías abrir la puerta.
Le brillan los ojos
como si fuera fabuloso: como si yo misma tuviera
que estar emocionada
con «mi caso».
—¿No puede aplicarme
un electroshock? — pregunto, frustrada—. O
darme otro porrazo en
la cabeza, no sé.
—Me temo que no.
—Parece divertido—. Contra la opinión popular,
darle a un amnésico
un golpe en la cabeza no sirve para que recobre la
memoria. Así que no
lo intentes en casa. —Se pone de pie—. Te acompaño a
tu habitación.
Cuando llegamos, mamá
y Amy están mirando aún el DVD mientras Eric
habla por teléfono.
Termina su conversación de inmediato y cierra el móvil
con un chasquido.
—¿Qué tal ha ido?
—¿Qué has recordado,
cariño? —pregunta mamá, sin dejar de mirar la
tele.
—Nada.
—En cuanto Lexi
regrese a su ambiente familiar, es probable que vaya
recobrando la memoria
de un modo natural —dice Neil con tono
tranquilizador—.
Aunque puede llevar su tiempo.
—Muy bien. —Eric
asiente con seriedad—. ¿Y ahora qué?
—Bueno. —Neil hojea
sus notas—. Físicamente ya estás en forma,
Lexi. Yo diría que
mañana podemos darte de alta. Te citaré para dentro de un
mes. Lo mejor hasta
entonces es que estés en casa. —Sonríe—. Seguro que
es donde quieres
estar.
—¡Sí! —exclamo tras
una pausa—. En casa. Genial.
Mientras pronuncio
estas palabras, me doy cuenta de que no sé qué
quiero decir
exactamente con «casa». Mi casa era el piso de Balham. Y ya no
lo tengo.
—¿Cuál es tu
dirección? —pregunta, sacando un bolígrafo.
—Eh... esto...
—Yo se la anoto —le
dice Eric, solícito, tomando el bolígrafo. Es
demencial. Ni
siquiera sé dónde vivo. Como esas ancianitas desorientadas.
—Buena suerte, Lexi.
—Neil mira a Eric y mamá—. Ustedes pueden
ayudarla dándole toda
la información posible sobre su vida. Anótenlo todo.
Llévenla a los sitios
donde ha estado. Si hay problemas, me llaman.
Se cierra la puerta y
se hace un silencio, sólo perturbado por la
cháchara de la tele.
Mamá y Eric se miran. Si tuviera tendencia a ver
conspiraciones, diría
que andan tramando algo.
—¿Qué pasa?
—Cielo, tu madre y yo
hemos estado hablando antes de cómo... —vacila
un momento— afrontar
tu libertad, por así decirlo.
«¡Afrontar mi
libertad!» Ni que fuera una psicópata peligrosa a punto de
salir de la cárcel.
—Estamos en una
situación un poco rara —prosigue—. Obviamente, a
mí me llenaría de
felicidad que quisieras venir a casa y reanudar tu vida sin
más. Pero soy
consciente de que podría resultarte incómodo. Al fin y al
cabo... no me
conoces.
—No. —Me muerdo el
labio—. La verdad es que no.
—Le he dicho a Eric
que te acogeré en casa encantada para que pases
conmigo una
temporadita —interviene mamá—. Desde luego, habrá ciertas
molestias y tendrás
que compartir el mismo espacio con Jake y Florian, pero
son buenos perros...
—Esa habitación
apesta —dice Amy.
—No es verdad
—replica mamá, ofendida—. El chico de la
constructora dijo que
era sólo una cuestión de la madera seca o no sé qué...
—Putrefacción seca
—apunta Amy, sin quitar los ojos de la pantalla—.
Y apesta.
Mamá parpadea,
disgustada. Eric se me acerca con aire preocupado.
—Lexi, no creas que
voy a ofenderme. Comprendo lo difícil que tiene
que resultarte esta
situación. Soy un extraño para ti, por el amor de Dios. —
Abre los brazos con
impotencia—. ¿Por qué demonios ibas a querer venir
conmigo?
Me toca responder a
mí, pero me he distraído con una imagen de la tele.
Eric y yo aparecemos
en una lancha motora. A saber dónde estábamos, pero
el sol brilla y el
mar es azul. Los dos vamos con gafas oscuras. Eric me
sonríe mientras
conduce la lancha y la verdad es que tenemos tanto glamur
como dos personajes
de una película de James Bond.
No puedo quitar la
vista de la pantalla, me tiene hipnotizada. «Yo
quiero vivir así
—oigo en mi interior—. Es la vida que me corresponde. Me
la he ganado. No voy
a dejar que se me escurra entre los dedos.»
—Lo último que querría
es ser un obstáculo en tu recuperación —
continúa Eric—.
Decidas lo que decidas, lo comprenderé.
—Sí, vale. —Doy un
trago de agua, intento ganar tiempo—. Voy... a
pensarlo unos
minutos.
Bueno. Vamos a
aclarar mis opciones:
1. Una habitación
putrefacta en Kent que habré de compartir con dos
perros whippet.
2. Un loft palaciego en Kensington con mi atractivo
esposo, que sabe
pilotar una lancha
motora.
—¿Sabes, Eric? —digo
lentamente, midiendo mis palabras—. Creo que
debería irme a vivir
contigo.
—¿En serio? —Su
rostro se ilumina, pero puede verse que está
estupefacto.
—Eres mi marido. Debo
estar contigo.
—Pero no te acuerdas
de mí —contesta, vacilante—. No me conoces.
—¡Tendré que
conocerte otra vez! —insisto, cada vez más entusiasmada
—. Es indudable que
la mejor manera de recordar mi vida es viviéndola. Tú
puedes hablarme de
ti, de mí, de nuestro matrimonio... ¡Puedo descubrirlo
todo de nuevo! El
médico dijo que las circunstancias conocidas serían de
gran ayuda.
Estimularán mi sistema de recuperación de archivos...
Estoy cada vez más
decidida. Vale, no sé nada de mi marido ni de mi
vida. Pero la
cuestión es que me he casado con un multimillonario que está
cañón, que me quiere,
que posee un enorme ático y me compra rosas marrón.
¿Voy a tirarlo todo
por la borda por el simple detalle de que no lo recuerdo?
Todo el mundo tiene
que esforzarse de un modo u otro en su matrimonio.
Yo tendré que
concentrarme sobre todo en el apartado de recuerda-a-tu-
marido.
—Eric, quiero ir a
casa contigo, de verdad —le digo con toda la
sinceridad posible—.
Estoy segura de que formamos un matrimonio lleno de
amor. Podemos
conseguirlo.
—Sería maravilloso
que volvieras. —Aún parece inquieto—. Pero no te
sientas obligada...
—¡No me siento
obligada! Lo hago porque... es lo que me parece más
acertado.
—A mí me parece una
gran idea —interviene mamá.
—Pues ya está-digo—.
Decidido.
—Evidentemente, no
querrás... —Eric titubea, incómodo—. Quiero
decir... yo ocuparé
la suite de invitados.
—Te lo agradecería
—respondo, imitando su tono formal—. Gracias,
Eric.
—Bueno, si estás
segura... —Su rostro se ha iluminado—. Hagámoslo
como es debido, ¿no?
Echa un vistazo a los
anillos, que siguen sobre la cajonera, y parece
consultarme con la
mirada.
—¡Sí, venga! —asiento
entusiasmada.
Coge los anillos y
extiendo la mano con timidez. Observo, paralizada,
cómo me los desliza
en el dedo. Primero la alianza; luego el enorme
diamante solitario.
Se hace un silencio mientras contemplo mi mano.
«Joder, este diamante
es grandioso.»
—¿Te van bien, Lexi?
—pregunta Eric—. ¿No te molestan?
—¡Me van de fábula!
De veras. Perfectos.
Sonrío abiertamente
mientras vuelvo la mano a uno y otro lado. Tengo la
sensación de que
deberían tirarnos confeti o tocar la marcha nupcial. Hace
dos noches estaba de
plantón en una disco infecta... ¡y ahora estoy casada!
Capítulo 7
Tiene que ser el
karma.
Debo de haber sido
increíblemente buena en una vida anterior. Habré
rescatado niños de un
incendio o entregado mi vida a los leprosos o
inventado la rueda.
Es la única explicación que se me ocurre a que me haya
tocado esta vida de
ensueño.
Aquí estoy, volando
junto al Támesis con mi apuesto marido a bordo de
su Mercedes
descapotable.
Digo «volando» pero,
en realidad, vamos a cuarenta por hora. Eric se
muestra muy solícito
y no para de decir que comprende lo difícil que debe de
resultarme volver a
subir a un coche. A mí me da lástima decirle la verdad.
O sea, que estoy la
mar de bien. No recuerdo el accidente. Es como una
historia que me
hubieran contado de otra persona. El tipo de historia ante la
que asientes con
educación, mientras dices: «Sí, qué espanto», aunque en
realidad ya has
dejado de escuchar hace rato.
Yo no paro de echarme
miradas incrédulas a mí misma. Llevo unos
tejanos pirata dos
tallas más pequeños de los que solía usar. Y un top Miu
Miu, que es una de
esas marcas que hasta ahora sólo conocía por las revistas.
Eric me ha traído una
bolsa llena de cosas para que eligiera y era todo tan
pijo que apenas me
atrevía a tocarlo, no digamos ya a ponérmelo.
En el asiento trasero
van todos los ramos y regalos que tenía en la
habitación, incluida
una cesta gigantesca de fruta tropical que me enviaron de
Alfombras Deller.
Había una tarjeta de una tal Clare diciéndome que me
enviaría las actas de
la última reunión de la directiva, para que las leyera en
un rato libre, y que
esperaba que me encontrase mejor. Y luego firmaba:
«Clare Abrahams,
ayudante de Lexi Smart.»
O sea, que ahora
tengo mi propia ayudante. Y asisto a las reuniones de
dirección. ¡Yo!
Los cortes y morados
han mejorado mucho y ya me han quitado la grapa
de la cabeza. Tengo
el pelo recién lavado y la dentadura tan impecable como
una actriz de cine.
¡No puedo parar de sonreír ante cada superficie brillante
que se me pone
delante! No puedo parar de sonreír. En general.
Quizá fui Juana de
Arco en una vida anterior y me torturaron hasta la
muerte. O fui ese
chico del Titanic. Sí. Me ahogué en un mar gélido y cruel,
no conseguí nunca a
Kate Winslet, y ésta es ahora mi recompensa. Lo que
está claro es que a
nadie le regalan una vida perfecta sin un buen motivo. Eso
no ocurre nunca,
sencillamente.
—¿Todo bien, cariño?
—Eric pone un momento la mano sobre la mía.
El viento le alborota
el pelo rizado y el sol reluce en sus carísimas gafas de
sol. Tiene todo el
aspecto del tipo que la gente de Mercedes querría que
condujera siempre sus
coches (no como esos viejos con aire de playboy
caducado).
—¡Sí! —le devuelvo la
sonrisa—. Me siento de fábula.
Soy Cenicienta. No,
mejor que Cenicienta, porque ella sólo consiguió al
príncipe, ¿no? Yo soy
Cenicienta con una dentadura de película y un trabajo
genial.
Eric señala a la
izquierda.
—Ya llegamos. —Se
mete por una entrada con dos pilares majestuosos,
pasa de largo frente
a un portero metido en una garita y detiene el coche en
una plaza del
aparcamiento—. Ven a ver nuestra casa.
Ya se sabe que
algunas cosas, después de tanta propaganda, son una
completa decepción
cuando por fin las consigues. Como cuando ahorras
durante meses para ir
a un restaurante carísimo y te encuentras con unos
camareros muy
estirados, por no decir bordes, con unas mesitas minúsculas y
un pudín lleno de
adornos con un sabor revenido.
Bueno, pues con mi
nueva casa ocurre exactamente lo contrario. Es
muchísimo mejor de lo
que imaginaba. Deambulo sobrecogida por su
interior. Es enorme,
luminosa, con vistas al río, un kilométrico sofá crema en
forma de L y una
barra de granito negro para las bebidas que es lo más chulo
que he visto en mi
vida. La ducha es una habitación entera revestida de
mármol donde cabrían
fácilmente cinco personas.
—¿Recuerdas algo?
—pregunta Eric, observándome atentamente—. ¿No
se te remueve nada
por dentro?
—No. Pero esto es
impresionante.
Tendríamos que montar
unas fiestas increíbles en este sitio. Ya me
imagino a Fi, Carolyn
y Debs acodadas en la barra, con tragos de tequila a
porrillo y la música
atronando desde los altavoces. Me detengo un momento
junto al sofá y paso
la mano por su tela suntuosa. Es tan impecable y mullida
que no creo que me
atreva a sentarme aquí. Quizá tendré que simularlo y
quedarme suspendida a
unos centímetros. Un ejercicio buenísimo para los
glúteos.
—¡Este sofá es
increíble! —digo—. Debe de haber costado un pastón.
Eric asiente.
—Diez mil libras.
¡Madre mía! Retiro la
mano como si me quemara. ¿Cómo es posible que
un sofá cueste tanto?
¿Está relleno de caviar o qué? Me alejo, dando gracias
a Dios por no haber
puesto mis posaderas encima. Nota mental: no se te
ocurra beber vino
tinto ni comer pizza encima, ni acercarte demasiado a esa
pasada de sofá.
—Me encanta este...
eh... aplique. —Señalo una pieza de metal
ondulada.
—Es un radiador —me
dice Eric con una sonrisa.
—Ah, vale —respondo,
confusa—. Yo creía que el radiador era
aquello. —Me refiero
a un anticuado radiador de hierro que han pintado de
negro y colgado de la
pared.
—Eso es una obra de
arte —me corrige Eric—. Es de Hector James-
John. Desintegración en cascada.
Me acerco, ladeo la
cabeza y lo examino junto a Eric con una mirada
que, espero, parezca
inteligente y «entendida».
Desintegración
en cascada. Un radiador negro. Vacío total, ni idea.
—Es tan...
estructural —aventuro.
—Tuvimos suerte de
conseguirlo —dice Eric, asintiendo—. Solemos
invertir en alguna
pieza de arte no figurativo cada ocho meses. Hay espacio
de sobras en el loft. Y tiene que ver también con la cartera de
valores —
añade encogiéndose de
hombros, como si la cosa estuviera muy clara.
—¡Claro! Yo también
habría dicho que ese aspecto... que la cartera...
sería... desde
luego... —Me aclaro la garganta y doy media vuelta.
Cierra el pico, Lexi.
No tienes ni idea de arte moderno ni de carteras ni
de lo que significa
ser rico. Y se te nota a la legua.
Me alejo del radiador
artístico y examino una pantalla gigante que
ocupa casi toda la
pared opuesta. Hay otra pantalla en el otro extremo, junto
a la mesa, y también
he visto una en el dormitorio. A Eric le gusta la tele, por
lo visto.
—¿Qué te apetece? —me
dice—. Prueba esto. —Coge un mando a
distancia y apunta a
la pantalla. De repente veo un incendio enorme que lo
devora todo y
chisporrotea ante mis narices.
—¡Uau!
—O esto —dice Eric, y
la pantalla muestra un pez de brillantes colores
tropicales
deslizándose entre una fronda de algas—. Es lo último en
tecnología de
pantallas domésticas —me explica con orgullo—. Es arte,
entretenimiento,
comunicación. Puedes enviar un e-mail desde aquí, o
escuchar música, leer
libros... Tengo miles de obras literarias cargadas en el
sistema. Incluso
puedes tener una mascota virtual.
—¿Una mascota? —No
puedo quitar los ojos de la pantalla, tan
deslumbrada me he
quedado.
—Tenemos una cada uno
—añade con una sonrisa—. Ésta es la mía,
Titán.
-Acciona el mando y en la pantalla aparece una
enorme araña rayada,
que se pasea por una
caja de cristal.
—¡Dios mío! —Retrocedo
asqueada. Nunca me han entusiasmado las
arañas y ésta debe de
medir tres metros de altura. Se le ven los pelitos de las
patas repulsivas. ¡Se
le ve la cara!—. ¿Podrías apagarlo, por favor?
—¿Qué sucede? —Me
mira sorprendido—. Te la enseñé la primera vez
que viniste aquí y
entonces te pareció adorable.
Genial. Era nuestra
primera cita, dije que me gustaba por pura
educación y ahora he
de aguantarme.
—¿Sabes qué pasa? —le
digo, tratando de no mirar a ese bicharraco—.
A lo mejor el golpe
me ha hecho desarrollar una fobia a las arañas. —Hago
lo posible para sonar
muy enterada sobre la materia, como si se lo hubiera
oído al médico.
—Tal vez. —Eric
frunce el entrecejo y parece a punto de ponerle
objeciones a mi
teoría.
—¿Yo también tengo
mascota? —pregunto para distraerlo—. ¿Qué es?
—Ahí está —dice
accionando el mando—. Se llama Arthur. -Y aparece
en la pantalla un
gatito blanco y mullido. Doy un gritito de alegría.
—¡Es monísimo! —Miro
cómo juega con un ovillo, que va dando
tumbos a cada
empujón—. ¿Crece? ¿Será un gato grande?
—No. —Eric sonríe—.
Seguirá siendo un gatito. Toda tu vida, si
quieres. Tienen una
capacidad vital de cien mil años.
—Ah, vale —murmuro
tras una pausa. Menuda extravagancia, por favor.
Un gatito virtual de
cien mil años.
Suena el teléfono de
Eric. Él responde y luego acciona el mando y
vuelve a poner en la
pantalla el pez tropical.
—Cielo, ha llegado mi
chófer. Ya te he dicho que tengo que pasarme un
momento por la
oficina. Pero Rosalie viene de camino y te hará compañía. Y
si necesitas algo
entretanto, me llamas. O puedes enviarme un e-mail a través
del sistema. —Me da
un cacharro rectangular blanco con una pantallita—.
Éste es tu mando.
Controla la calefacción, el aire acondicionado, la luz, las
puertas, los
postigos... Es un edificio inteligente. Aunque, en principio, no
deberías necesitarlo.
Está todo programado.
—¿Tenemos una casa
con mando a distancia? —Estoy a punto de
echarme a reír.
—¡Es parte del estilo
loft! —Vuelve a
hacerme aquel gesto con las dos
manos en paralelo y
yo asiento, procurando no demostrar lo abrumada que
estoy.
Lo observo mientras
se pone la chaqueta.
—¿Y esta Rosalie...
de dónde sale?
—Es la esposa de
Clive, mi socio. Vosotras dos siempre os lo pasáis
bomba.
—¿Sale conmigo y con
las chicas de la oficina? ¿Salimos todas juntas?
—¿Con quién?
No parece saber de
qué hablo. Quizá es de esos tipos que no están al
tanto de la vida
social de su esposa.
—No importa —añado
rápidamente—. Ya lo averiguaré.
—Gianna también
vendrá luego. Nuestra ama de llaves. Ella te ayudará
a resolver cualquier
problema. —Se acerca, vacila y me coge la mano. Tiene
la piel suave e
inmaculada incluso de tan cerca, y percibo la maravillosa
fragancia a sándalo
de su loción de afeitado.
—Gracias, Eric. —Le
aprieto la mano—. Te lo agradezco de veras.
—Bienvenida de nuevo,
querida —dice con cierta brusquedad. Retira la
mano, va hacia la
puerta y desaparece.
Me quedo sola. Sola
en mi hogar conyugal. Mientras examino otra vez
todo el espacio
gigantesco que me rodea (ahora me fijo en la mesita de café
de metacrilato, las
sillas de cuero, los libros de arte...), me doy cuenta de que
apenas hay indicios
de mí misma. Ni tazas de cerámica de color chillón ni
luces de fantasía ni
pilas de libros de bolsillo.
Todavía. Seguramente
queríamos empezar de nuevo y elegirlo todo
entre los dos. Y lo
más probable es que recibiéramos en nuestra boda
montones de regalos
increíbles. Esos floreros de cristal azul de la repisa de
la chimenea tienen
toda la pinta de costar una fortuna.
Deambulo lentamente
hacia los enormes ventanales y escudriño la calle,
que se extiende a mis
pies. No me llega ningún sonido ni corriente de aire ni
nada. Observo a un
hombre con un paquete que se mete en un taxi y a una
mujer que forcejea
con la correa de su perro. Saco mi móvil y empiezo a
escribirle un mensaje
a Fi. Tengo que hablar con ella como sea. Le diré que
se pase por aquí más
tarde, nos acurrucaremos las dos en el sofá y me pondrá
al corriente de mi
vida, empezando por Eric. No puedo reprimir una sonrisa
mientras aprieto los
botones.
¡Hola! Otra vez en
casa, ¡llámame! Me muero por verte.
Besos. Lexi.
Mando el mismo texto
a Carolyn y Debs. Luego guardo el teléfono y giro
sobre mí misma
mientras el parquet reluciente rechina bajo mis talones. He
procurado adoptar un
aire despreocupado delante de Eric, pero ahora que
estoy sola siento un
acceso de euforia recorriéndolo todo. Nunca pensé que
llegaría a vivir en
un sitio como éste. Nunca.
Una risa repentina me
sube a los labios, burbujeante. Es que es una
locura. Yo... ¡en
este sitio!
Doy otra vuelta y
empiezo a girar con los brazos extendidos, riéndome
como una loca. Yo,
Lexi Smart, viviendo en este palacio de control remoto,
¡el último grito,
vamos!
Perdón, Lexi
Gardiner.
Este pensamiento me
provoca una risita incontrolable. Por no saber, ni
siquiera sabía mi
nombre cuando desperté. ¿Y si hubiera sido Tonta-del-
Culo? ¿Qué habría
hecho entonces? «Lo siento, Eric, pareces un chico
estupendo, pero por
nada del mundo...»
¡Catacrac!
El ruido de cristales
interrumpe mis pensamientos. Paro de dar vueltas,
aterrorizada. Sin
darme cuenta, le he dado con la mano a un leopardo de
cristal que saltaba
por el aire en un expositor de la pared. Ahora yace en el
suelo partido en dos.
Acabo de romper un
adorno de valor incalculable y sólo llevo tres
minutos sola.
Mierda.
Me agacho y examino
el trozo más grande, el de la cola. Le ha quedado
un borde dentado muy
feo y hay varias astillas de cristal por el suelo. Esto no
tiene arreglo.
Enloquezco de pánico.
¿Qué voy a hacer ahora? ¿Y si valía diez mil
pavos como el sofá?
¿Y si es un preciado recuerdo de familia? ¿En qué
estaría yo pensando,
dando vueltas como una tonta?
Con mucho cuidado,
recojo primero un trozo y luego el otro. Tengo que
barrer las astillas y
entonces...
Me interrumpe un
pitido electrónico y doy un respingo. La pantalla
gigante del otro lado
se ha puesto azul y tiene un mensaje en mayúsculas
verdes.
«Hola Lexi — ¿Cómo te
va?»
¡Joder! Puede verme,
está mirándome. ¡El Gran Hermano!
Del susto, me pongo
de pie y meto los dos trozos del leopardo debajo
de un cojín del sofá.
—Hola —le digo a la
pantalla azul, con el corazón desbocado—. Ha
sido sin querer, un
accidente...
Silencio. La pantalla
no se mueve ni reacciona.
—¿Eric?
Nada.
Vale, quizá no pueda
verme, a fín de cuentas. Debe de estar tecleando
desde el coche. Me
acerco de puntillas ala pantalla y descubro un teclado
adosado a la pared.
Al lado hay un diminuto ratón plateado. Hago clic en
respuesta
y tecleo
despacio: «Bien, gracias.»
Podría dejar la cosa
ahí. Y encontrar el modo de arreglar el leopardo...
o de reemplazarlo...
No, venga. No puedo
empezar mi nuevo matrimonio ocultándole
secretos a mi marido.
He de ser valiente y confesar mi culpa. «Roto leopardo
de cristal sin querer
—tecleo—. Siento mucho. Confío no sea
irremplazable.»
Pulso enviar y empiezo a pasearme arriba y abajo mientras
espero la
respuesta, diciéndome
a mí misma que no debo preocuparme. Quiero decir,
tampoco sé con
seguridad si es de incalculable valor. Quizá lo ganamos en
una rifa. Quizá era
mío y Eric siempre lo encontró espantoso. ¿Cómo voy a
saberlo?
Me desplomo en una
silla, abrumada por lo poco que sé de mi propia
vida. Si hubiera
sabido que iba a darme un ataque de amnesia, me habría
escrito una nota a mí
misma. Me habría dejado unas cuantas pistas. «Cuidado
con el leopardo de
cristal, vale una fortuna. Posdata: Te gustan las arañas.»
Otro pitido en la
pantalla. Contengo la respiración y levanto la vista.
«¡Claro que no es
irremplazable! No te preocupes.»
Siento un alivio
brutal. No hay problema.
«¡Gracias! —tecleo
sonriendo—. No romperé nada más. ¡Lo prometo!»
No puedo creer que
haya reaccionado de una manera tan exagerada. No
puedo creer que haya
escondido los trozos debajo de un cojín. ¿Acaso tengo
cinco años? Ésta es
mi casa. Soy una mujer hecha y derecha. Una mujer
casada. Y he de
empezar a comportarme como tal. Todavía sonriendo,
levanto el cojín... y
me quedo petrificada.
Joder.
Los cristales han
desgarrado el maldito sofá. Habré pillado la tela al
meter con tanta prisa
los trozos bajo el cojín. Y ahora la lujosa superficie
crema está toda
rasgada.
El sofá de diez mil
libras.
Levanto la vista
instintivamente hacia la pantalla pero desvío la mirada,
muerta de miedo. No
puedo decirle a Eric que además he arruinado el sofá.
No puedo.
Está bien. Lo que
haré es... no decírselo hoy. Lo dejaré para un momento
mejor. Aturdida,
arreglo los cojines otra vez para cubrir el estropicio. Ya
está. Como nuevo. La
gente no mira debajo de los cojines, ¿no?
Cojo los trozos del
leopardo y me voy a la cocina, toda reluciente con
sus armarios lacados
de gris y sus suelos de goma. Encuentro un rollo de
papel de cocina,
envuelvo el leopardo, consigo localizar el cubo tras una
serie de puertas
aerodinámicas y tiro los trozos. Vale. Ya está. No voy a
destrozar nada más.
Suena un timbre por
todo el apartamento y me incorporo, más animada.
Debe de ser Rosalie,
mi nueva mejor amiga. Tengo muchas ganas de
conocerla.
Rosalie resulta
incluso más flacucha de lo que parecía en el DVD de la
boda. Va con unos
pantalones negros pirata, un jersey de pico de cachemir
rosa y unas
grandiosas gafas de sol de Chanel montadas sobre su pelo rubio.
En cuanto abro la
puerta, da un gritito y deja caer la bolsa de Jo Malone que
lleva en la mano.
—Dios mío, Lexi
—exclama consternada—. Mira tu pobre cara.
—¡Estoy bien! —digo
para tranquilizarla—. Tendrías que haberme
visto hace seis días.
Llevaba una grapa de plástico en la cabeza.
—Pobrecita. ¡Qué
pesadilla! —Recoge la bolsa y me besa en ambas
mejillas—. Habría
venido antes, pero sabes bien lo que tuve que esperar
para conseguir esa
reserva en el Cheriton Spa.
—Pasa. —Le indico la
cocina con un gesto—. ¿Quieres un café?
—Encanto... —Me mira
perpleja—. Yo no tomo café. El doctor André
me lo prohibió, ya lo
sabes.
—Ah, ya. —Hago una
pausa—. La cuestión es... que no me acuerdo.
Tengo amnesia.
Rosalie me mira de un
modo educado e inexpresivo. ¿Lo sabrá ya? ¿Se
lo habrá dicho Eric?
—No recuerdo nada de
los últimos tres años. —Segundo intento—. Me
golpeé la cabeza y se
me ha borrado todo de la memoria.
—Ay, Dios. —Se lleva
las manos a la boca—. Eric no paraba de hablar
de amnesia y de que
no ibas a reconocerme. ¡Pensaba que era una broma!
Me dan ganas de
reírme de su expresión horrorizada.
—Pues no lo era. Para
mí... eres una extraña.
—¿Una extraña?
—Parece herida.
—Eric también —me
apresuro a añadir—. Me desperté y no sabía quién
era. Todavía no lo
sé, en realidad.
Se hace un breve
silencio mientras Rosalie procesa esta información.
Finalmente, abre los
ojos como platos, hincha las mejillas y se muerde el
labio.
—Dios mío. ¡Es una
pesadilla!
—No reconozco este
lugar —digo abriendo los brazos—. Mi propia
casa. Ni sé cómo es
mi vida. Si pudieras echarme una mano o... contarme
algunas cosas...
—Por supuesto. Vamos
a sentarnos. —Entra en la cocina, deja la bolsa
de Jo Malone encima
del mármol y se sienta frente a una mesa ultramoderna
de acero. Yo la imito
mientras me pregunto si fui yo misma o fue Eric quien
eligió esta mesa, o
si la elegimos entre los dos.
Levanto la vista y me
encuentro con sus ojos fijos en mí. Sonríe, pero
veo que está
alucinando.
—Ya lo sé —digo—. Es
una situación extraña.
—¿Es permanente?
—Al parecer podría
recobrar la memoria, pero nadie lo sabe con
certeza. Ni cuándo.
Ni hasta qué punto.
—Y aparte de eso, ¿te
encuentras bien?
—Estoy bien, salvo
que tengo una mano algo más lenta. —Alzo la mano
izquierda—. He de
hacer unos ejercicios. —Flexiono la mano tal como me
ha enseñado a hacer
el fisioterapeuta y Rosalie me observa con horrorizada
fascinación. Como si
se le fueran a salir los ojos de las órbitas.
—Qué pesadilla
—susurra.
—El problema es que
no sé nada de mi vida desde dos mil cuatro.
Tengo un gran agujero
negro. Los médicos dicen que debo hablar con mis
amigos y tratar de
hacerme una idea general, y que tal vez así se
desencadenará algún
recuerdo.
—Claro. Déjame que te
ponga al día. ¿Qué quieres saber? —pregunta,
echándose hacia
delante.
—Bueno. —Medito un
instante—. ¿Cómo nos conocimos?
—Fue hace unos dos
años y medio. —Parece concentrarse—. En una
fiesta. Eric me dijo:
«Ésta es Lexi.» Y yo dije: «Hola.» ¡Así fue como nos
conocimos! —concluye
con una sonrisa radiante.
—Ya. —Me encojo de
hombros, como disculpándome—. No lo
recuerdo.
—Fue en casa de Trudy
Swinson. Ya sabes, la que era azafata de vuelo
y conoció a Adrian en
un viaje a Nueva York. Todo el mundo dice que fue
por él en cuanto vio
su American Express negra... —Su voz se va apagando,
como si sólo ahora
empezara a darse cuenta de la enormidad de la situación
—. Entonces... ¿no
recuerdas ningún cotilleo?
—La verdad es que no.
—¡Dios mío! —Suelta
un resoplido—. Tengo que ponerte al corriente
de muchísimas cosas.
¿Por dónde empiezo? Vamos a ver. Estoy yo —saca un
bolígrafo del bolso y
empieza a escribir— y mi marido Clive, y la mala
pécora de su ex,
Davina. Espera a que te hable de ella y verás lo que es
bueno. Y también
están Jenna y Petey...
—¿Salimos alguna vez
con mis otras amigas? —la interrumpo—. ¿Con
Fi y Carolyn? ¿O
Debs? ¿Las conoces?
—Carolyn. Carolyn.
—Se da unos golpecitos en los dientes con el
bolígrafo y arruga el
entrecejo, pensativa—. ¿Esa francesa encantadora del
gimnasio?
—No, Carolyn: mi
amiga del trabajo. Y Fi. Debo de haberte hablado de
ellas, seguro. Hemos
sido amigas toda la vida... Salimos cada viernes...
Rosalie me mira
imperturbable.
—La verdad, encanto,
es que nunca me has hablado de ellas. Por lo que
sé, tú no te
relacionas con la gente del trabajo.
—¡Pero si es lo más
divertido! Ir a las discotecas, bien emperifolladas,
y ponernos ciegas de
cócteles...
Rosalie se echa a
reír.
—Lexi, yo nunca te he
visto tomarte un cóctel. Tú y Eric estáis
completamente metidos
en el rollo del vino.
—¿Del vino? No puede
ser. Yo lo único que sé del vino es que me
atonta.
—Pareces un poco
confusa —dice, inquieta—. Te he bombardeado con
demasiada
información. Olvidemos por ahora los cotilleos. —Aparta el
papel donde ha ido
escribiendo una serie de nombres y, al lado de cada uno,
«encanto» o «mala
pécora»—. ¿Qué te apetece hacer?
—Hagamos lo que
solemos hacer cuando estamos juntas.
—¡De acuerdo!
—Reflexiona un instante y se le ilumina la cara—.
Deberíamos ir al
gimnasio.
—El gimnasio —repito,
procurando mostrar entusiasmo—. Claro...
¿Voy mucho al
gimnasio?
—Cielo, ¡eres una
adicta! Corres una hora cada día a las seis de la
mañana.
¿A las seis? Yo no
corro a ninguna hora. Te acaban doliendo las piernas
y, además, se te
bambolean todo el rato las tetas. Una vez participé en una
carrera benéfica con
Fi y Carolyn; era sólo un kilómetro y por poco me
muero. Aunque al
menos quedé mejor que Fi, porque ella a los dos minutos
cigarrillo. Para
colmo, tuvo una trifulca con los organizadores y le
prohibieron volver a
participar en futuras campañas contra el cáncer.
—Pero no te apures.
Hoy haremos una sesión suavecita —me dice para
tranquilizarme—. Un
masaje, por ejemplo, o una deliciosa clase de
estiramientos. ¡Coge
tu ropa deportiva y vamos!
—¡Vale! —Me levanto
enérgicamente y camino dos pasos, pero me
detengo—. Verás, me
resulta un poquito embarazoso... pero el caso es que no
sé dónde está mi
ropa. Los armarios de nuestro dormitorio están llenos de
trajes de Eric. No he
visto nada mío.
Rosalie parece del
todo pasmada.
—¿Que no sabes dónde
está tu ropa? —De repente se le saltan las
lágrimas de sus
grandes ojos azules y empieza a abanicarse con una mano—.
Perdona-dice tragando
saliva—. Pero me estoy dando cuenta ahora de lo
espeluznante que ha
de resultarte todo esto. ¡Que se te haya olvidado incluso
tu guardarropa!
—Respira hondo para serenarse y me aprieta la mano—. Ven
conmigo, cariño. Yo
te lo enseño.
Vale. No podía
encontrar mi ropa porque no está en un armario, sino en
una habitación
aparte, tras una puerta disimulada con un espejo. Y el motivo
de que se necesite
una habitación aparte es la cantidad inaudita de cosas que
tengo.
Sólo de mirar esos
percheros me mareo. Nunca había visto tal cantidad
de ropa. Quiero
decir, fuera de una tienda. Blusas blancas almidonadas,
pantalones negros de
corte impecable, vestidos en todos los matices desde el
beige al marrón.
Vestidos de gasa de noche. Medias enrolladas en un cajón
especial. Braguitas
de seda dobladas con etiqueta de La Perla. No hay nada
que no parezca nuevo
e inmaculado. Ni tejanos holgados, ni camisetas
desaliñadas, ni
viejos pijamas a los que has tomado cariño.
Paso la mano por una
hilera de chaquetas, todas prácticamente idénticas
salvo por los
botones. No puedo creer que me haya gastado tanto dinero en
ropa y que toda sea
en distintas versiones del beige.
—¿Qué me dices?
—Rosalie me mira con ojos chispeantes.
—¡Alucinante!
—Ann tiene un ojo
increíble —apunta—. Es tu asistente de compras.
—¿Tengo una asistente
de compras?
—Sólo para las piezas
principales de la temporada. —Saca un vestido
azul marino con
tirantes espagueti y unos volantitos diminutos—. Mira, éste
es el vestido que
llevabas cuando nos conocimos. Recuerdo que pensé: «Ah,
es la chica por la
que Eric está colado.» ¡Fue la comidilla de la fiesta! Y
permíteme que te lo
diga, Lexi: un montón de chicas se llevaron un buen
disgusto cuando os
casasteis... —Alarga la mano hacia un vestido largo negro
—. Éste es el que
llevaste en mi velada de misterio criminal. —Me lo pega
al cuerpo—. Con una estola
de piel y unas perlas... ¿no te acuerdas?
—No mucho.
—¿Y qué me dices de
este Catherine Walker? De éste tienes que
acordarte... O de tu
Roland Mouret... —Va sacando un vestido tras otro, pero
ninguno me resulta
remotamente conocido. Llega a una funda de color claro y
se detiene con un
gritito—. ¡Tu vestido de boda! —Muy despacio, casi con
veneración, abre la
cremallera y saca el sedoso vestido blanco de tubo que vi
en el DVD—. ¿No te
vienen todos los recuerdos de golpe?
Miro el vestido y
hago un esfuerzo para que mi memoria responda...
pero nada.
—Ay, Dios. —Se lleva
de pronto una mano a la boca—. ¡Tú y Eric
tendríais que renovar
vuestros votos! Yo me encargaré de organizarlo.
Podríamos montar una
fiesta de estilo japonés y tú llevarías un kimono...
—Quizá —la
interrumpo—. Es pronto aún. Ya lo pensaré.
—Umm. —Rosalie parece
defraudada mientras guarda otra vez el
vestido de boda.
Luego se le enciende una bombilla—. Prueba con los
zapatos. Tienes que
acordarte de tus zapatos.
Me lleva al otro lado
de la habitación y abre de par en par el armario.
Yo me quedo turulata
ante semejante muestrario de calzado. Todos
ordenados, la mayoría
de tacón alto. ¿Qué narices hago yo con zapatos de
tacón?
—Es increíble —digo,
volviéndome hacia ella—. Yo ni siquiera sé
andar con tacones.
Dios sabrá para qué los he comprado.
—Claro que sabes
—replica desconcertada—. Por supuesto.
Meneo la cabeza.
—Qué va. Nunca he
podido llevar tacones. Me caigo, me acabo
torciendo el tobillo.
Camino como una idiota.
—Cariño. —Me mira con
los ojos como platos—. Tú te pasas la vida
con tacones. Llevabas
éstos la última vez que salimos a almorzar —dice
mientras saca un par
de zapatos negros con tacones de aguja de diez
centímetros. El tipo
de zapatos que yo ni siquiera miro en un escaparate.
Las suelas están
rozadas; la etiqueta de dentro se ha borrado. Alguien
los ha usado.
¿Yo?
—¡Póntelos! —me anima
Rosalie.
Me quito los
mocasines y, con cautela, introduzco los pies en los
zapatos de tacón.
Casi al momento, doy un traspié y tengo que agarrarme a
ella.
—¿Lo ves? No sé
mantener el equilibrio.
—Lexi, tú sabes andar
perfectamente con estos zapatos —me repite con
firmeza—. Yo te he
visto.
—No puedo. —Hago
ademán de quitármelos, pero Rosalie me aprieta
el brazo.
—¡No! No te rindas
tan fácilmente, cariño. Lo tienes dentro, estoy
segura. Sólo tienes
que... liberarlo.
Intento dar otro paso
y el tobillo se me dobla como plastilina.
—Fatal —exclamo
frustrada—. No estoy hecha para esto.
—Claro que sí.
¡Prueba otra vez! Busca el punto de apoyo. —Habla
como si me estuviera
entrenando para los juegos olímpicos—. ¡Tú puedes,
Lexi!
Me tambaleo hasta el
otro lado de la habitación y me agarro de una
cortina.
—Nunca podré —me
desespero.
—Claro que sí. No
pienses. Distráete. ¡Ya sé! Cantaremos una canción.
Tierra de esperanza y
gloriaaa... Venga, Lexi, ¡canta!
Le hago caso a
regañadientes. Espero que Eric no tenga una cámara de
seguridad
enfocándonos.
—Y ahora camina
—continúa, dándome un suave empujón—. Venga.
- Tierra de esperanza y
gloriaaa... -Tratando
de concentrarme en la
canción, doy un paso
adelante. Y luego otro. Y otro.
¡Dios del cielo! Me
está saliendo. ¡Sé andar con tacones!
—¿Lo ves? —exclama
ella, triunfal—. ¡Te lo he dicho! Tú eres una
chica con tacones.
Llego al otro lado de
la habitación, giro con toda confianza y regreso
otra vez, con una
sonrisa de júbilo. ¡Me siento como una modelo en la
pasarela!
—¡Ya sé hacerlo! ¡Es
fácil!
—Ajá... —Alza la mano
y chocamos las palmas. Luego abre un cajón,
me elige ropa de deporte
y lo mete todo en una bolsa grande—. En marcha.
Vamos en el coche de
Rosalie. Es un Range Rover lujoso, con las
iniciales de su
nombre en la matrícula y el asiento trasero lleno de bolsas de
diseño tiradas de
cualquier manera.
—¿Y tú a qué te
dedicas? —le pregunto mientras serpentea entre dos
carriles.
—Hago un montón de
trabajo voluntario —contesta muy seria.
—Uau. —Me siento un
poquito avergonzada. A mí Rosalie no me pega
demasiado como
trabajadora voluntaria, pero eso sólo demuestra que estoy
llena de prejuicios—.
¿De qué tipo?
—Planificación de
eventos, sobre todo.
—¿Para alguna
organización benéfica?
—No, sobre todo para
amigos. Ya sabes: si necesitan que les eche una
mano con las flores o
los regalitos de una fiesta, o lo que sea... —dice,
mientras le dirige
una sonrisa encantadora al conductor de un camión—. Por
favor, déjeme pasar,
señor conductor... ¡Gracias! —Se mete en el otro carril
y le lanza un beso
por el retrovisor—. Hago algunas cosillas también para la
empresa —añade—. Eric
es un encanto y siempre me mete en la organización
de almuerzos y cosas
así. ¡Mierda, ahí hay obras! —Esquiva a un grupo de
coches que tocan la
bocina enfurecidos y sube el volumen de la radio.
—O sea, que Eric te
cae bien. —Lo digo como quien no quiere la cosa,
aunque me muero por
saber lo que piensa.
—Es el marido
perfecto. Absolutamente perfecto. —Se detiene en un
paso cebra—. El mío
es un monstruo.
—¿De veras?
—Bueno, en realidad
yo también lo soy. —Se vuelve hacia mí y me
mira muy seria con
sus ojos azules—. Los dos somos muy volubles. Es una
relación de amor y
odio con todas las de la ley. ¡Ya llegamos!
Sale zumbando otra
vez, se mete en un parking diminuto, para junto a un
Porsche y apaga el
motor.
—Tú ahora no te
preocupes —dice mientras me conduce hacia una
doble puerta de
vidrio—. Ya sé que esto te resultará difícil, pero yo me
encargo de hablar...
¡Hola!
Se abre paso muy
decidida hasta una elegante recepción con asientos de
cuero curtido y una
fuente con guijarros.
—¿Cómo están,
señoras...? —La recepcionista levanta la vista y se
queda boquiabierta—.
¡Lexi! ¡Pobrecilla! Nos enteramos de tu accidente.
¿Ya te encuentras
bien?
—Muy bien, gracias.
—Esbozo una sonrisa—. Muchas gracias por las
flores.
—La pobre Lexi sufre
amnesia —explica Rosalie—. No se acuerda de
este sitio. No se
acuerda de nada. —Echa un vistazo alrededor, como
buscando algo para
ilustrarlo—. O sea que no se acuerda de esa puerta... ni
de esa planta —añade
señalando un helecho frondoso.
—¡Por Dios!
—Ya. —Asiente con
aire solemne—. Una auténtica pesadilla. —Se
vuelve hacia mí—. ¿No
te trae esto recuerdos, Lexi?
—Eh... no mucho.
Todo el mundo me mira
emocionado. Tengo la sensación de formar
parte del Circo
Amnesia.
—Venga —prosigue
Rosalie, tomándome del brazo—. Vamos a
cambiarnos. Quizá te
acuerdes cuando te pongas el equipo.
Los vestuarios son
los más majestuosos que he visto en mi vida, todo en
madera y mosaico, con
una música ambiental agradable. Me encierro en un
cubículo y empiezo a
ponerme las mallas y el body.
Para mi sorpresa y
horror, advierto que el body termina en tanga. No
puedo ponerme esto,
me digo. El culo se me verá enorme.
Pero al parecer no
tengo otra cosa, de modo que me lo pongo de mala
gana y salgo del
cubículo, tapándome los ojos. Esto puede ser un verdadero
horror. Cuento hasta
cinco y me obligo a echar una miradita.
Pues, la verdad, no
estoy tan mal. Retiro las manos del todo y me
contemplo a mí misma.
Se me ve alta y delgada... distinta. Doblo un brazo, a
ver qué pasa, y me
sale un bíceps que nunca había visto. Lo miro estupefacta
como si fuese un alien.
—Bueno, bueno.
—Rosalie se me acerca con una malla y un top—. Por
aquí. —Me guía hasta
una sala muy espaciosa, donde ya hay un montón de
mujeres acicaladas
tendidas sobre esterillas de yoga.
—Perdón por el
retraso —dice muy seria, mirando alrededor—. Pero es
que Lexi sufre
amnesia. No se acuerda de nada. De ninguna de vosotras.
Da la sensación de
que está disfrutando.
—Hola. —Saludo
tímidamente con la mano.
—Me enteré de tu
accidente, Lexi —dice la profesora mientras se
acerca con una
sonrisa compasiva. Es una mujer delgada con el pelo rubio
muy cortito y unos
auriculares—. Tómatelo con calma por hoy. Siéntate
donde quieras. Vamos
a empezar trabajando en la esterilla.
—Vale. Gracias.
—Estamos procurando
estimular su memoria —interviene Rosalie—. O
sea que vosotras
actuad todas con normalidad.
Mientras las demás
alzan los brazos, busco una esterilla y me siento. La
gimnasia nunca ha
sido mi fuerte, lo confieso. Trataré de hacerlo lo mejor
posible. Estiro las
piernas e intento tocarme la punta de los pies, aunque sé
muy bien...
¡Anda! Me he tocado
la punta de los pies. Es más: incluso puedo apoyar
la frente en las
rodillas... ¿Qué ha ocurrido aquí?
Todavía incrédula,
intento el siguiente ejercicio. ¡Y también me sale!
¡Me he vuelto
flexible! Mi cuerpo adopta cada posición como si lo recordase
todo, aunque yo no lo
recuerde.
—Y ahora, sólo para
las que se vean capaces —dice la profesora—, la
posición de danza
avanzada...
Con precaución, empiezo
a tirar de mi tobillo... ¡Obedece! Y me
pongo... la pierna
sobre la cabeza. ¡Como una contorsionista! Me dan ganas
de gritar: «¡Miradme,
chicas!»
—No te fuerces, Lexi.
—La profesora me mira alarmada—. Será mejor
que te lo tomes con
calma. Vamos a saltarnos esta semana el spagat con las
piernas abiertas.
¿Yo... haciendo un spagat? Ni hablar. Eso ya es demasiado.
En los vestuarios,
una vez terminada la clase, estoy eufórica. Me siento
frente al espejo para
secarme el pelo y miro cómo va pasando de un marrón
húmedo a un castaño
resplandeciente.
—Aún no puedo creerlo
—le repito a Rosalie—. Yo siempre he sido
muy patosa para estas
cosas.
—Tienes una capacidad
innata, cielo —dice, embadurnándose de crema
hidratante—. Eres la
mejor de la clase.
Yo apago el secador,
me paso los dedos por el pelo y estudio mi
reflejo. Por
millonésima vez, los ojos se me van directamente hacia esa
dentadura de anuncio
y esos labios tan llenos... Mi boca no tenía este aspecto
en 2004, eso seguro.
—Rosalie —digo,
bajando la voz—. ¿Puedo hacerte una pregunta muy
personal?
—Claro —susurra.
—¿Yo me he hecho
alguna cosa? ¿En la cara? ¿Botox? ¿O...? —Bajo
aún más la voz; no
puedo creer que esté haciendo esta pregunta—. ¿O algo de
cirugía?
—¡Cielo! —Se lleva un
dedo a los labios, escandalizada—. ¡Chist!
—Pero...
—Chisssst...
¡Naturalmente que no! Todo, lo que se dice todo, es cien
por cien natural
—dice guiñándome un ojo. ¿Qué significa ese guiño?
—Rosalie, tienes que
contármelo...
Me quedo con la
palabra en la boca, distraída de repente por lo que veo
en el espejo. Sin
pensarlo siquiera, he sacado horquillas del bote que tengo
delante, me he ido
recogiendo el pelo como una sonámbula y, en menos de
treinta segundos, me
he hecho un moño perfecto.
«¿Cómo demonios lo he
hecho?»
Mientras me miro las
manos como si no fuesen mías, siento una especie
de histeria. ¿Qué más
sabré hacer? ¿Desactivar una bomba? ¿Desnucar con el
canto de la mano?
—¿Qué te pasa? —me
pregunta Rosalie.
—Acabo de recogerme
el pelo. —Señalo el espejo—. Mira. ¿No es
increíble? No había
hecho esto en mi vida.
—Claro que sí.
Siempre lo llevas así cuando vas a la oficina.
—Yo no lo recuerdo.
Es... como si Superwoman se hubiera apoderado
de mí. O algo así. Sé
andar con tacones, sé hacerme un moño en el pelo y un
spagat
en el suelo
con las piernas abiertas... ¡Me siento como la mujer
perfecta! ¡No soy yo!
—¡Eres tú, cielo!
—Rosalie me aprieta el brazo—. Y será mejor que te
acostumbres.
Almorzamos en un
establecimiento de zumos y charlamos con un par de
chicas que parecen
conocerme. Luego Rosalie me lleva a casa. Mientras
subimos en el
ascensor, me siento repentinamente exhausta.
—¡Bueno! —dice al
entrar en el apartamento—. ¿Quieres que echemos
otro vistazo a tu
ropa? ¿A los trajes de baño?
—La verdad es que estoy
agotada —le digo, disculpándome—. ¿Te
importa si me voy a
descansar un rato?
—Claro que no. —Me da
una palmadita—. Me quedaré por si necesitas
algo.
—No seas tonta. Estoy
bien y luego vendrá Eric. De verdad. Gracias,
Rosalie. Has sido muy
amable.
—¡Querida! —Me da un
abrazo y recoge su bolso—. Te llamaré.
¡Cuídate!
Está a punto de salir
cuando se me ocurre algo.
—¡Rosalie! —la
llamo—. ¿Qué le preparo a Eric para cenar?
Ella me mira atónita.
Supongo que es una pregunta un poco rara, así de
sopetón.
—Es que se me ha
ocurrido que tú sabrías lo que le gusta —le digo
riendo, medio
incómoda.
—Cariño...
—Pestañea—. Tú no haces la cena. Es Gianna quien la hace,
tu ama de llaves.
Debe de estar de compras ahora. Luego vendrá, hará la
cena, preparará las
camas...
—Ah, vale. ¡Claro!
—Asiento rápidamente, como si ya lo supiera.
Vaya vidorra. Yo
nunca he tenido una sirvienta, no digamos un ama de
llaves en plan hotel
de cinco estrellas.
—Bueno, pues me voy a
la cama. Hasta luego.
Rosalie me lanza un
beso y cierra la puerta. Luego me voy a mi
habitación, pintada
en tono crema y recubierta de lujosa madera oscura. La
cama, tapizada de
ante, es enorme. Eric ha insistido en que me quede el
dormitorio principal,
lo cual es muy amable de su parte. A decir verdad, la
habitación de
invitados es bastante suntuosa también. De hecho, creo que
tiene su propio Jacuzzi, o sea que no se puede quejar.
Me quito los zapatos
de una patada, me deslizo bajo la funda nórdica y
siento un gran relax
en el acto. Ésta es la cama más cómoda que he probado
en mi vida. Me
remuevo un poco, deleitándome con la suavidad de las
sábanas y el tacto
mullido de las almohadas.
Mmmm... qué placer.
Voy a cerrar los ojos y echar un pequeño...
Me despierta una luz
tenue y un tintineo de vajilla.
—¿Querida? —dice una
voz detrás de la puerta—. ¿Ya estás despierta?
Me incorporo con
dificultad, restregándome los ojos.
—Eh...hola.
Se abre la puerta y
entra Eric con una bandeja y una bolsa.
—Has dormido durante
horas. Te traigo algo para cenar. —Se acerca,
coloca la bandeja en
la cama y enciende la lamparilla—. Sopa de pollo thai.
—¡Me encanta la sopa
tailandesa! ¡Gracias!
Eric sonríe y me
alcanza una cuchara.
—Rosalie me ha dicho
que habéis ido al gimnasio.
—Sí, ha sido genial.
—Tomo una cucharada; la sopa es deliciosa y
estoy muerta de
hambre—. ¿Podrías traerme un poquito de pan?
—¿Pan? —dice,
frunciendo el entrecejo—. Nunca compramos pan,
cariño. Los dos
seguimos una dieta sin carbohidratos.
Ah, vaya. Me había
olvidado de ese detallito.
—No pasa nada. —Le
sonrío y tomo otra cucharada. Creo que me
adaptaré. Todo
controlado.
—Lo cual me lleva a
este pequeño regalito —prosigue Eric—. Bueno,
dos regalitos. Éste
es el primero...
Mete la mano en la
bolsa y saca un cuaderno plastificado de espiral, que
me entrega tras unas
cuantas florituras en el aire. La portada es una fotografía
en color de los dos
con nuestros vestidos de boda. El título reza:
Eric y Lexi Gardiner:
Manual Conyugal.
—El médico nos
propuso que escribiéramos todos los detalles de
nuestra vida juntos,
¿te acuerdas? —Parece orgulloso—. Pues yo he
preparado este
librito para ti. La respuesta a cualquier pregunta que te hagas
sobre nuestro
matrimonio y nuestra vida en común debería estar aquí.
Paso la primera
página y leo un encabezamiento:
Eric y Lexi.
Un matrimonio mejor para
un mundo mejor.
—¿Tenemos un lema?
—Se me acaba de
ocurrir. —Se encoge de hombros con modestia—.
¿Qué te parece?
—¡Fantástico! —Ojeo
el cuaderno. Entre el texto aparecen intercalados
titulares, fotografías
e incluso esquemas hechos a mano. Hay apartados
dedicados a las
vacaciones, a la familia, a la colada, a los fines de semana...
—He organizado las
entradas en orden alfabético —me explica—. Y he
añadido un índice.
Creo que te resultará fácil de utilizar.
Paso las páginas
hasta el final y le echo un vistazo al índice.
Laca — ver Tocador
Lechuga, pp. 5,23
Lenguas, p. 24
¿«Lenguas»? Busco
rápidamente la página 24.
—No lo leas ahora.
—Eric me cierra suavemente el cuaderno—.
Necesitas comer y
dormir.
Miraré «Lenguas» más
tarde. Cuando se haya ido.
Termino la sopa y me
vuelvo a echar con un suspiro.
—Muchas gracias,
Eric. Me ha venido de fábula.
—No es ninguna
molestia, querida. —Me retira la bandeja y la pone
sobre la mesita.
Repara en mis zapatos, que he dejado tirados por el suelo de
cualquier manera—.
Lexi —dice con una sonrisa—, los zapatos van en el
vestidor.
—Ah, perdón.
—No pasa nada. Hay
mucho que aprender. —Se acerca a la cama y se
lleva la mano al
bolsillo—. Y éste es el otro regalito...
Saca un pequeño
joyero de cuero y siento un hormigueo de incredulidad.
Mi marido me da un
regalo en el estuche más pijo que he tenido en las
manos... Igual que en
las películas.
—Quiero que tengas
algo que recuerdes que yo te he regalado —dice
con una sonrisa
triste, y señala el joyero—. Ábrelo.
Levanto la tapa y me
encuentro un diamante resplandeciente ensartado
en una cadena de oro.
—¿Te gusta?
—¡Es... alucinante!
—balbuceo—. ¡Me encanta! ¡Muchas gracias!
Alarga una mano y me
acaricia el pelo.
—Me alegro de que
estés en casa, Lexi.
—Y yo me alegro de
estar en casa —respondo con fervor.
Lo digo casi de
verdad. Quizá no pueda afirmar que me siento del todo
en casa. Pero sí me
siento como en un hotel de cinco estrellas, lo cual es
incluso mejor. Él,
con una expresión tierna, juguetea con un mechón de mi
pelo.
—Eric —empiezo con
timidez—. Cuando nos conocimos, ¿qué viste en
mí? ¿Por qué te
enamoraste de mí?
Una sonrisa
nostálgica cruza su rostro.
—Me enamoré de ti,
Lexi, porque eres dinámica, porque eres eficiente.
Porque ambicionas el
éxito, como yo. La gente dice que somos duros, pero no
es verdad. Somos
profundamente competitivos, eso sí.
—Vale —digo tras una
pausa.
A decir verdad, yo
nunca me he considerado tan competitiva. Pero quizá
sí lo soy en 2007.
—Y me enamoré de tu
preciosa boca. —Me toca suavemente el labio
superior—. De tus
largas piernas. Y de la manera que tienes de balancear el
maletín.
«Ha dicho
“preciosa”.»
Lo escucho sumida en
un trance. Me gustaría que siguiera eternamente.
Nadie me había
hablado así. Nunca.
—Ahora tengo que
dejarte. —Me da un beso en la frente y recoge la
bandeja—. Que duermas
bien. Nos vemos por la mañana.
—Hasta mañana
—murmuro—. Buenas noches, Eric... Y gracias.
Cierra la puerta y me
deja sola con mi collar, mi manual conyugal y una
sensación de euforia.
Tengo un marido de ensueño. E incluso mejor. Me ha
traído a la cama una
sopa thai, me ha regalado un diamante y me ha dicho que
se prendó de mi modo
de balancear el maletín.
Debo de haber sido Gandhi.
Por lo menos.
Capítulo 8
Paladar, p. 49, ver
también Menú Diario y Comer Fuera
Pasta e hilo dental,
p. 50
Preliminares, p. 51
¡No me digas que ha
incluido un apartado de «preliminares»...!
Llevo hojeando el
manual conyugal desde que me levanté esta mañana.
Es una auténtica
pasada. Tengo la sensación de estar espiándome a mí misma.
Y no digamos a Eric.
Lo sé todo: desde dónde se compra los gemelos hasta
qué piensa del
gobierno. También que cada mes se revisa el escroto por si le
salen bultitos. (Lo
cual es más de lo que esperaba, la verdad. ¿Hacía falta
mencionar el
escroto?)
Es la hora del
desayuno y estamos los dos en la cocina. Eric lee el
Financial
Times; yo
consulto el índice para ver qué como normalmente.
Comida
me remite a Paladar -¡qué
sofisticado!— y dos líneas más abajo
descubro Preliminares, que aún me parece más interesante. Con
disimulo,
paso a la página 21.
¡Ha escrito tres
párrafos sobre los preliminares! Bajo el título
«Procedimiento
habitual», leo: «... recorriendo, con un movimiento regular...
por lo general en el
sentido de las agujas del reloj... una suave estimulación
del interior de los
muslos...»
Casi escupo el café.
Eric levanta la vista.
—¿Todo bien, cariño?
—Me sonríe—. ¿Te resulta útil el manual?
¿Encuentras lo que
necesitas?
—¡Sí! —digo, saltando
apresuradamente a otro apartado, como un niño
al que han pillado
buscando palabrotas en un diccionario—. Quería saber
qué suelo tomar de
desayuno.
—Gianna te ha dejado
beicon y huevos revueltos en el horno. También
sueles tomar zumo
verde. —Me señala una jarra llena de una especie de agua
turbia—. Es una
bebida vitamínica y un supresor natural del apetito.
Yo suprimo un
estremecimiento.
—Creo que me lo voy a
saltar por hoy. —Me sirvo beicon y huevos
revueltos y trato de
sofocar las ganas de zamparme tres buenas rodajas de
pan integral.
—El coche nuevo
deberían entregártelo esta mañana-dice mientras bebe
un sorbo de café—. El
otro quedó inservible. Aunque supongo que no tienes
mucha prisa por
volver a conducir.
—No lo había pensado
—respondo, sin saber qué decir.
—Ya lo iremos viendo.
Tampoco puedes hacerlo, en realidad, hasta que
vuelvas a pasar el
examen de conducir. —Se limpia los labios con una
servilleta de lino y
se pone en pie—. Otra cosa, Lexi. Si te parece bien, me
gustaría programar
una cena para la semana que viene. Sólo unos pocos
viejos amigos.
—¿Una cena? —repito
con aprensión. No soy muy dada a ofrecer
cenitas en casa.
Salvo que cuente en esa categoría un plato de pasta en el sofá
mientras dan Willy Grace en la tele.
—No tienes por qué
preocuparte. —Me pone las manos en los hombros
con suavidad—. Gianna
se encargará de la comida. Tú lo único que has de
hacer es ponerte
guapa. Pero si no te apetece, lo olvidamos...
—¡Claro que me
apetece! —me apresuro a responder—. Ya estoy
cansada de que todo
el mundo me trate como a una inválida. ¡Me encuentro
estupendamente!
—Bueno. Pues eso me
lleva a otro asunto. El trabajo —dice mientras se
pone la chaqueta—.
Evidentemente, aún no estás preparada para
reincorporarte del
todo, pero Simon se preguntaba si no te gustaría ir de
visita a la oficina.
Simon Johnson —me aclara—. ¿Te acuerdas de él?
—¿Simon Johnson? ¿El
director general?
—Ajá-asiente—. Llamó
anoche. Tuvimos una buena charla. Es un gran
tipo.
—Ni siquiera creo que
haya oído hablar de mí.
—Lexi, tú eres un
miembro importante del equipo directivo —me
explica con
paciencia—. Por supuesto que ha oído hablar de ti.
—Ah, vale. Claro.
Mastico mi beicon,
simulando indiferencia, pero me dan ganas de dar
unos gritos de
alegría. Esta nueva vida cada vez se pone más interesante. ¡Un
miembro importante
del equipo directivo! ¡Simon Johnson sabe quién soy!
¡Uf!
—Nos pareció que
podría serte de ayuda pasarte un rato por el
despacho. Quizá
contribuya a refrescarte la memoria. Y de paso servirá para
tranquilizar al
departamento.
—Me parece una gran
idea —digo entusiasmada—. Podré empezar a
familiarizarme con mi
nuevo trabajo, ver a las chicas, almorzar con ellas...
—Tu adjunto ha
ocupado tu puesto —añade, consultando un bloc de
notas de la cocina—.
Byron Foster. Sólo hasta que vuelvas, desde luego.
—¿Byron, mi adjunto?
—No me lo puedo creer—. ¡Si era mi jefe!
El mundo al revés.
Todo irreconocible. Me muero de ganas de llegar a
la oficina y ver qué
narices pasa.
Eric anota algo en su
agenda BlackBerry, la guarda y recoge su maletín.
—Que tengas un buen
día, cariño.
—Tú también, eh...
cariño.
Me pongo de pie y él
lo hace al mismo tiempo. Una corriente repentina
fluye entre ambos. Lo
tengo apenas a unos centímetros. Llega hasta mí la
fragancia de su
loción e incluso veo el minúsculo rasguño que se ha hecho en
el cuello al
afeitarse.
—Aún no me he leído
el manual entero. —Me siento muy torpe de
repente—. ¿Lo normal
es... es que ahora te dé un beso?
—Normalmente sí, en
efecto. —Él también está agarrotado—. Pero, por
favor, no te
sientas...
—¡No! ¡Si yo quiero!
O sea... tenemos que hacer lo que hacíamos
siempre, ¿no? —Me
estoy ruborizando—. Entonces... ¿yo te besaría en la
mejilla?, ¿o en los
labios?
—En los labios. —Se
aclara la garganta—. Eso sería lo normal.
—Vale —digo—. Umm...
—Le paso los brazos por la cintura para
parecer natural—.
¿Así? Dime si no lo hago exactamente...
—Más bien con una
sola mano —me corrige él tras un instante de
reflexión—. Y un poco
más arriba.
—De acuerdo. —Le
deslizo una mano hasta el hombro y dejo caer la
otra, con la
sensación de estar practicando bailes de salón. Manteniendo la
posición, alzo la
cabeza.
Entonces reparo en
que tiene un extraño bultito en la punta de la lengua.
Vale. No lo miraré.
Concéntrate en el beso. Él se inclina hacia mí y sus
labios rozan los míos
brevemente. Sentir, sentir... no siento nada.
Yo creía que nuestro
primer beso desencadenaría una avalancha de
recuerdos y
sensaciones. Quizá una súbita imagen de la torre Eiffel o de
nuestra boda. O de
nuestro primer morreo... Pero mientras él se aparta, no
siento más que un
gran vacío en mi interior. Me mira con expectación y yo me
apresuro a buscar
algo estimulante que decir.
—¡Ha sido encantador!
Muy...
La voz se me
atraganta. Sólo se me ocurre la palabra «veloz», que no
me parece demasiado
indicada.
—¿Te ha traído algún
recuerdo? —Me mira con atención.
—Bueno... no —digo,
como disculpándome—. Pero eso no significa
que no haya sido... O
sea, sí... ¡estoy excitada! —Las palabras me salen de
sopetón, sin que
pueda detenerlas.
¿Por qué lo habré
dicho? Yo no estoy excitada.
—¿De veras? —Eric
parece iluminarse y deja el maletín.
Oh, no. ¡Nooooo!
Aún no puedo
acostarme con él. Primero, porque ni siquiera lo conozco,
o casi. Y segundo,
porque no he leído lo que ocurre tras la suave
estimulación del
interior de los muslos.
—Pero no excitada en
ese sentido —corrijo a toda prisa—. O sea, lo
justo para saber...
para darme cuenta... Es decir, obviamente, tenemos una
gran... en el
terreno... de cama, digamos...
«Basta. Cierra el
pico, Lexi.»
—Bueno. —Le dirijo la
sonrisa más radiante que puedo—. Que pases
un gran día.
—Tú también. —Me toca
la mejilla con suavidad y se da media vuelta.
En cuanto oigo que la
puerta se cierra, me dejo caer en una silla. Ha ido por
los pelos. Cojo el
manual. Además de los Preliminares, he de buscar varias
palabras por la F.
Frecuencia (Sexual)
es una. Y no digamos Felación.
Tengo para un buen
rato.
Dos horas y tres
tazas de café más tarde, cierro el manual conyugal y me
reclino, con la
cabeza rebosante de información. Lo he leído de cabo a rabo y
ahora sí me hago una
idea de conjunto.
He descubierto que
Eric y yo pasamos a menudo el fin de semana en
«hoteles con
encanto». Que nos gusta mirar documentales de negocios y
también El ala oeste. Que tuvimos opiniones muy distintas sobre Brokeback
Mountain,
que es
—primera noticia— una peli sobre vaqueros gays.
(¿Vaqueros gays?
¡Venga ya!)
Me entero de más
cosas. Que los dos compartimos una verdadera pasión
por el vino y por la
región de Burdeos. Que soy una persona «motivada»,
«centrada» y
dispuesta a trabajar «veinticuatro horas para que las cosas
salgan adelante». Que
«no soporto a los idiotas», que «detesto perder el
tiempo» y que soy de
la clase de personas que «aprecian las cosas buenas de
la vida».
Toda una novedad para
mí.
Me levanto y me
acerco a la ventana, intentando digerir lo que acabo de
leer. Cuanto más
descubro sobre esta Lexi de veintiocho años, mayor es la
sensación de que es
una persona muy distinta de mí. No sólo parece
diferente. Es
diferente. Es una ejecutiva. Lleva ropa beige de diseño y
lencería de La Perla.
Entiende de vinos y jamás come pan.
Es una adulta.
Exactamente. Me miro en el cristal y mi rostro de
veintiocho años me
devuelve la mirada.
¿Cómo demonios me las
arreglé para dejar de ser yo y convertirme... en
ella?
Con un impulso
repentino, me voy al dormitorio y entro en el vestidor.
Tiene que haber
alguna clave por ahí. Me siento ante un tocador minimalista
y lo examino en
silencio.
Esto mismo, para
empezar. Mi antiguo tocador estaba pintado de rosa y
era un desbarajuste
total: un montón de pañuelos y collares colgados sobre el
espejo y tarros de
maquillaje desperdigados por todas partes. Este tocador,
en cambio, está
impoluto. Tarros plateados en hileras; un platillo con un par
de pendientes y un
espejo de mano art déco. Nada más.
Abro un cajón al azar
y encuentro un montón de pañuelos doblados
impecablemente.
Encima, un DVD con la inscripción «Ambición: EP1»
escrita con
rotulador. Lo examino perpleja hasta que comprendo de qué se
trata. Es ese
programa del que me hablaba Amy. ¡Soy yo, en la tele!
Dios, esto tengo que
verlo. Primero porque me muero por ver qué
aspecto tenía cuando
salí. Y segundo porque es otra pieza importante del
puzle. En ese reality show fue donde me vio Eric por primera vez. Supuso,
además, un cambio
importante en mi carrera. Seguramente yo no tenía ni idea
entonces de lo
decisivo que iba a ser.
Corro hacia el salón,
encuentro (no sin dificultades) el reproductor de
DVD tras un panel
translúcido y lo meto en la ranura. Enseguida aparecen los
títulos del programa
en todas las pantallas del apartamento; adelanto la
grabación hasta que
surge mi rostro en pantalla. Me preparo para morirme de
vergüenza y
esconderme detrás del sofá, y pulso play.
Sin embargo, la
verdad es que no tengo tan mala pinta. Los dientes ya
los tengo chapados o
barnizados o como se diga, aunque los labios se me ven
mucho más finos. (Ya
no hay duda: tengo implantes de colágeno.) Llevo el
pelo castaño recogido
en una cola, traje chaqueta negro y una blusa verde
mar. En conjunto, un
aire de ejecutiva total.
«He de triunfar —le
digo a un entrevistador que no aparece en pantalla
—. Tengo que ganar el
concurso.»
¡Caray, nena! Qué
seria se te ve. No lo entiendo. ¿Qué mosca me habrá
picado para querer
ganar de repente un concurso de negocios?
—Buenos días, señora
Lexi.
Me vuelvo de un
brinco y veo a una mujer cincuentona. Me ha dado un
susto de muerte, la
tía. Me apresuro a pulsar stop y me la quedo mirando.
Lleva el pelo
entrecano recogido en un moño, va con un guardapolvo
floreado y sostiene
un cubo lleno de utensilios de limpieza. En el bolsillo del
guardapolvo lleva
prendido un iPod, y desde los auriculares que tiene en los
oídos me llegan los
compases de una ópera.
—¡Ya está levantada!
—me dice con voz penetrante—. ¿Cómo se
encuentra? ¿Mejor?
—Su acento es difícil de identificar, una mezcla de
cockney
e italiano.
—¿Usted es Gianna?
—pregunto con cautela.
—Ay, Señor. —Se
persigna y se besa los dedos—. El señor Eric ya me
lo advirtió. No tiene
usted bien la cabeza, pobrecilla.
—Me encuentro bien,
en realidad-digo apresuradamente—. Sólo he
perdido un poquito la
memoria. Voy a tener que aprenderlo todo sobre mi
vida otra vez.
—Bueno, yo soy
Gianna. —Se señala con un dedo, por si hubiera dudas.
—Genial. Y...
gracias. —Me hago a un lado; ella se acerca a la mesita
de café y empieza a
repasar con un plumero la superficie de vidrio mientras
tararea la música de
su iPod.
—¿Conque estaba
mirando su programa de televisión? —me dice,
echando un vistazo a
la enorme pantalla.
—Pues... sí. A ver si
lo recordaba. —La apago a toda prisa. Ella,
entretanto, se pone a
sacarles brillo a las fotos enmarcadas.
Empiezo a retorcerme
los dedos, nerviosa. ¿Cómo puedo estar aquí
plantada, mirando
cómo me limpia la casa otra mujer? ¿No debería
ofrecerme a ayudarla?
—¿Qué le gustaría que
prepare para cenar esta noche? —pregunta
mientras ahueca los
almohadones del sofá.
—¡Oh! —exclamo,
horrorizada—. ¡Nada, gracias! ¡De veras!
Ya sé que Eric y yo
somos ricos, pero no puedo pedirle a alguien que
me prepare la cena.
Me parece obsceno.
—¿Nada? —Hace una
pausa—. ¿Es que van a salir?
—No. Sólo que...
quizá me encargue yo misma de la cena.
—Ya veo —dice—. Como
usted guste. —Con aire tenso, agarra el
siguiente almohadón y
lo zarandea con vigor—. Espero que le gustase la sopa
de ayer —añade sin
mirarme.
—Estaba deliciosa —me
apresuro a decir—. ¡Muchas gracias! Un sabor
exquisito.
—Me alegro —responde
con voz agarrotada—. Lo hago lo mejor que
puedo.
Ay, Dios. ¿Se habrá
ofendido?
—Ya me dirá qué
quiere que le compre para que prepare usted —
prosigue, todavía
golpeando el almohadón—. Si lo que quiere es algo nuevo
o diferente...
Mierda. Se ha
ofendido.
—Eh... Bueno. —Me
sale la voz rasposa de puros nervios—. ¿Sabe
qué, Gianna?,
pensándolo bien... Quizá podría preparar alguna cosilla. Pero,
vaya, sin complicarse
demasiado. Con un sándwich bastará.
—¿Un sándwich? —Me
mira alucinada—. ¿Para cenar?
—Bueno, lo que usted
quiera. Lo que disfrute más cocinando.
Incluso mientras lo
digo, me doy cuenta de lo rematadamente estúpido
que suena. Me alejo
titubeante, cojo una revista sobre propiedades
inmobiliarias de una
mesita rinconera y ojeo un artículo sobre fuentes
japonesas.
¿Cómo voy a
acostumbrarme a todo esto? ¿Cómo he podido convertirme
en una señorona con
ama de llaves, por el amor de Dios?
—¡Ay, madonna! ¡El sofá!
—aúlla Gianna.
Ahora suena más
italiana que cockney. Se arranca de los oídos los
auriculares del iPod
y me señala la tela rasgada con expresión horrorizada.
—¡Mire! ¡Toda
desgarrada! Ayer no estaba así. —Me mira a la
defensiva—. Se lo
juro. Cuando yo me fui estaba en perfectas condiciones.
No tenía una sola
marca...
Me sonrojo hasta la
raíz del cabello.
—Fui... yo
—tartamudeo—. Es culpa mía.
—¿Suya?
—Fue un accidente
—digo a trompicones—. Lo hice sin querer. Se me
rompió ese leopardo
de cristal... —Casi estoy jadeando—. Encargaré otro
sofá, no se preocupe.
Pero no se lo diga a Eric. Él no lo sabe.
—¿Cómo que no lo
sabe? —repite, desconcertada.
—Puse el almohadón
encima. —Trago saliva—. Para taparlo.
Gianna me mira
fijamente sin poder creerme. Yo le sostengo la mirada,
suplicante,
conteniendo el aliento. Su severo rostro se contrae por fin en una
sonrisa. Deja el
almohadón en el sofá y me da una palmadita en el brazo.
—Yo lo coseré. Con
puntadas pequeñas. Su marido no se enterará.
—¿De veras? —Siento
una oleada de alivio—. Gracias a Dios. Sería
maravilloso. Le
estaría eternamente agradecida.
Ella me mira con los
brazos cruzados.
—¿Está segura de que
no le pasó algo raro cuando se dio en la cabeza?
—dice finalmente—.
Como... ¿un trasplante de personalidad?
—¿Qué? —Suelto una
carcajada—. No creo...
Suena el portero
automático.
—Es para mí. Será
mejor que responda. —Corro hacia la puerta y
descuelgo el
telefonillo—. ¿Diga?
—¿Señora Gardiner?
—dice una voz gutural—. Vengo a entregarle el
coche.
Mi nuevo coche me
espera frente al edificio, en una plaza de parking
que, según el
portero, es mía. Es de color plateado, un Mercedes (lo sé por la
insignia que lleva en
el morro), y además descapotable. No sabría dar más
detalles: no entiendo
nada de coches. Aunque es evidente que habrá costado
una fortuna.
—Tiene que firmar
aquí... y aquí —me dice el empleado, con una
tablilla en la mano.
—Muy bien. —Hago un
garabato.
—Aquí están las
llaves... La chapa del impuesto de circulación... Y los
papeles... Gracias.
—El tipo me quita el bolígrafo de la mano y se aleja
hacia la entrada,
dejándome sola con el coche, un montón de papeles y un
reluciente juego de
llaves. Las hago tintinear con un escalofrío de excitación.
Ya lo he dicho: nunca
me han interesado los coches.
Pero, claro, tampoco
había tenido nunca tan a mano un Mercedes
nuevecito. Un
Mercedes que, además, es mío.
Voy a echarle un
vistazo por dentro. De manera instintiva, sostengo el
mando y aprieto un
botoncito. Casi doy un respingo cuando se oye un pitido y
destellan todos los
faros.
Bueno. Por lo visto,
esto lo he hecho otras veces. Abro la puerta, me
deslizo en el asiento
del conductor y respiro hondo.
Uau. Esto sí es un
coche. No como el birrioso Renault de Chungo Dave
(descalificado a
perpetuidad). Noto el maravilloso y embriagador aroma del
cuero nuevo. Los
asientos son amplios y muy cómodos. El salpicadero de
madera reluce de
barniz. Pongo lentamente las manos en el volante. Parecen
aferrarlo con toda
naturalidad, como si hubieran pasado mucho tiempo en esa
posición. De hecho no
quiero moverlas de ahí.
Permanezco sentada un
rato mientras observo cómo se abre la entrada
para dejar salir un
BMW.
La cuestión es que...
sé conducir. En algún momento debí de aprobar el
examen, aunque ahora
no lo recuerde.
Y éste es un coche
chulísimo. Sería una pena no dar una vueltita.
Meto la llave (para
ver qué pasa) en la ranura que hay junto al volante...
y entra perfecta. La
giro, como he visto hacer a la gente, y el motor suelta una
especie de rugido de
protesta. Mierda. ¿Qué he hecho ahora? La vuelvo a
girar con más cuidado
y esta vez no hay rugido: sólo unas cuantas lucecitas
que se encienden en
el salpicadero.
¿Y ahora qué? Reviso
los mandos con la esperanza de encontrar alguna
inspiración, pero no
me llega ninguna. No tengo ni idea de cómo funcionan
estos cacharros, la
verdad. No tengo recuerdos de haber conducido en mi
vida.
Pero la cuestión
sigue siendo que lo he hecho. Es igual que caminar con
tacones: una destreza
que está en mi interior. Lo único que tengo que hacer es
permitir que mi
cuerpo tome el mando. Si logro distraerme, tal vez me
encuentre de pronto
conduciendo de forma automática.
Sujeto el volante con
firmeza. Allá vamos. Piensa en otra cosa. La, la,
la. No pienses en
conducir. Deja que tu cuerpo haga lo que le surja
espontáneamente.
Relájate. Quizá debería cantar una canción. La otra vez
funcionó.
- Tierra de esperanza y
gloriaaa-empiezo,
medio desafinando—,
madre de los hombres
libreees...
Dios mío. ¡Funciona!
Mis manos y pies empiezan a moverse de modo
sincronizado. No me
atrevo a mirarlos. Lo único que sé es que he girado la
llave y pisado un
pedal, luego se ha oído un ruido sordo y... ¡bingo! ¡Lo he
arrancado!
Siento la vibración
del motor, como si quisiera salir zumbando. Vale,
tranquila. Respiro
hondo, aunque por dentro me está entrando pánico. Estoy
frente a los mandos
de un Mercedes en marcha y ni siquiera sé cómo ha
ocurrido.
Bueno. Serenidad,
Lexi.
Freno de mano. Sé lo
que es: hasta ahí llego. Y el cambio de marchas.
Muy bien. Libero los
dos poco a poco y el coche empieza a moverse.
Instintivamente, piso
un pedal a fondo; el coche da un brinco y suelta un
chirrido espantoso.
Mierda. Eso no ha sonado nada bien. Retiro el pie y el
coche se desliza
hacia delante de nuevo. No estoy segura de querer que siga
así. Procurando
conservar la calma, vuelvo a pisar el pedal. Pero esta vez no
se detiene, sigue
adelante. Piso a fondo y el coche da un acelerón, como un
prototipo de
carreras.
—¡Mierda! Vale,
párate ya... ¡Quieto! —Tiro del volante, pero no sirve
de nada: esto no es
un caballo. Y no sé cómo controlarlo. Nos dirigimos
poco a poco hacia un
deportivo de lujo que está aparcado enfrente y a mí no
se me ocurre cómo
demonios frenar. A la desesperada, lanzo ambos pies a
fondo y piso los dos
pedales, lo que desencadena un chirrido de frenos
tremendo.
Ay, Dios, ay, Dios...
Me arde la cara; las manos me sudan. Nunca
tendría que haberme
subido a este coche. Si acabo estrellándolo, Eric se
divorciará de mí y no
podré culparlo.
—¡Quieto! —grito otra
vez.
De repente, reparo en
un tipo moreno con tejanos que cruza la entrada.
En cuanto me ve
avanzando hacia el deportivo, se pone a gritar con la cara
descompuesta:
—¡Frena! —Su voz me
llega amortiguada a través del cristal.
—¡No puedo!
—¡Gira! —Con ambos
manos, hace el gesto de girar el volante.
El volante. Claro.
Mira que soy gilipollas. Doy un brusco volantazo a la
derecha (casi me
disloco los brazos) y consigo desviarme del deportivo.
Sólo que ahora voy
directa al muro de ladrillo.
—¡Frena! —El tipo
corre a mi lado—. ¡Frena, Lexi!
—Pero si no...
—¡Frena, por el amor
de Dios! —chilla.
El freno de mano,
recuerdo de golpe. Rápido. Tiro de él con las dos
manos y el coche para
en seco, con una sacudida. El motor sigue en marcha,
pero el coche ya no
se mueve. Al menos no he chocado ni me he llevado nada
por delante.
Estoy jadeando. Aún
tengo las manos aferradas a la palanca del freno.
No volveré a
conducir. Nunca más.
—¿Estás bien? —El
tipo se inclina junto a la ventanilla.
Tras unos instantes,
acierto a levantar una mano del freno. Voy pulsando
botones de la puerta
hasta que se baja la ventanilla.
—¿Qué ha pasado?
—Me ha entrado
pánico. No sé conducir, en realidad. Creía que me
acordaría, pero me he
asustado... —Sin previo aviso, noto que me resbala
una lágrima por la
mejilla—. Lo siento —digo tragando saliva—. Estoy un
poco desquiciada.
Tengo amnesia.
El tipo me mira como
si le hablara en cantonés. Tiene una cara bastante
llamativa, ahora que
me fijo. Pómulos altos, ojos grises y cejas arqueadas en
un entrecejo
fruncido. El pelo castaño oscuro y desordenado. Lleva una
camiseta gris sobre
los tejanos y parece mayor que yo: treinta y pocos, le
calculo.
Ahora se ha quedado
mudo. Completamente flipado. No es para menos,
imagínate: el hombre
entra en un aparcamiento, pensando en sus asuntos, y se
encuentra a una chica
a punto de estrellar un Mercedes y que dice sufrir
amnesia.
Quizá no me cree, se
me ocurre de pronto. Quizá piensa que estoy
borracha y que todo
lo demás es una excusa rebuscada.
—Tuve un accidente de
tráfico hace unos días —le explico a
trompicones—. De
verdad. Y me golpeé la cabeza. —Señalo los cortes que
aún se me ven en la
cara.
—Sé que tuviste un
accidente —dice por fin. Tiene una voz peculiar:
seca e intensa. Como
si cada palabra tuviera importancia—. Ya me había
enterado.
—Un momento —digo
chasqueando la lengua—. Antes me has llamado
por mi nombre... ¿Nos
conocemos?
Una conmoción se
apodera de su rostro. Sus ojos me examinan como si
casi no pudiese
creerme; como si estuviera buscando una interpretación
alternativa.
—¿No te acuerdas de
mí? —pregunta por fin.
—No —le respondo,
encogiéndome de hombros—. Perdona, no es
grosería, me pasa con
todo el mundo. No recuerdo a ninguna de las personas
que he conocido en
los últimos tres años. A nadie. Ni siquiera a mi marido.
¡Era un completo
desconocido para mí! ¡Mi propio marido! ¿Puedes creerlo?
Esbozo una sonrisa,
pero él no me la devuelve ni muestra ninguna
simpatía. Su
expresión me pone nerviosa.
—¿Quieres que te lo
aparque? —dice con brusquedad.
—Sí, por favor.
Me miro inquieta la
mano izquierda, todavía aferrada al freno.
—¿Puedo soltarlo? ¿No
empezará a rodar?
Una ligera sonrisa le
ilumina el rostro.
—No. Puedes soltarlo.
Con precaución, abro
la mano, que tengo casi agarrotada y la sacudo.
—Muchas gracias —le
agradezco mientras me bajo—. Está nuevecito,
me lo acaban de
traer. Si lo hubiera escacharrado... no quiero ni pensarlo —
digo con una mueca de
espanto—. Me lo ha comprado mi marido. ¿Lo
conoces? ¿Eric
Gardiner?
—Sí —contesta, tras
una pausa—. Lo conozco.
Sube al coche, cierra
la puerta y me indica que me quite de en medio.
Con destreza, coloca
el coche marcha atrás en su sitio.
—Gracias. Te lo
agradezco de veras.
Espero que él
conteste: «De nada» o «A tu disposición», pero parece
sumido en sus
pensamientos.
—¿Qué te han dicho de
la amnesia? —pregunta de sopetón—. ¿Tus
recuerdos se han
evaporado para siempre?
—Puede que vuelvan en
cualquier momento —le explico—. O puede
que no. Nadie lo
sabe. Estoy intentando aprenderlo todo sobre mi vida otra
vez. Eric me ayuda
mucho; me ha explicado lo de nuestra boda y demás. ¡Es
el marido perfecto!
—Sonrío, tratando de relajar el ambiente—. Y a ti...
¿dónde he de
situarte?
Él permanece en
silencio. Se ha metido las manos en los bolsillos y
mira al cielo. No
entiendo qué le pasa.
Por fin baja la
cabeza y vuelve a mirarme. Tiene la cara contraída,
como si lo estuviese
pasando mal de verdad.
—Debo irme —dice.
—Bueno, gracias otra
vez —le digo educadamente—. Ha sido un placer
conocerte. O sea, ya
sé que nos conocimos en mi vida anterior, pero ¡ya me
entiendes!
Le tiendo la mano
para estrechársela, pero él la mira como si no tuviese
el menor sentido.
—Adiós, Lexi. —Y da
media vuelta.
—Adiós... —murmuro.
Qué tipo más raro. Ni
siquiera me ha dicho su nombre.
Capítulo 9
Fi es una de las
personas más sinceras que conozco. Somos amigas
desde los seis años,
cuando yo era la «nueva» en el patio del colegio. Ya
entonces era la más
alta de las dos y tenía el pelo largo y una voz resonante y
aplomada. Fi me dijo
que mi cuerda para saltar a la comba era una birria y
me enumeró, uno a
uno, todos sus defectos. Y entonces, cuando ya estaba a
punto de llorar, me
ofreció la suya.
Ella es así. Te puede
herir con su franqueza, y lo sabe. Cuando ha dicho
lo que no debía, pone
los ojos en blanco y se da una palmada en la boca.
Pero en el fondo es
una persona cariñosa y amable. Y es fantástica en las
reuniones de trabajo.
Mientras el resto de la gente se limita a enrollarse
como una persiana,
ella va directa al grano, sin rodeos ni tonterías.
Fue ella quien me dio
la idea de presentarme en Alfombras Deller. Fi
llevaba dos años allí
cuando mi empresa de entonces —Frenshaws— fue
vendida a un grupo
español. Muchos empleados nos acogimos a las bajas
incentivadas. Como en
Deller había un hueco en la sección de Suelos y
Alfombras, me sugirió
que le llevase el currículo a Gavin, que era su jefe...
Y así fue. Conseguí
el puesto.
Desde que trabajamos
juntas, nos hemos vuelto más amigas de lo que ya
éramos. Comemos
juntas, vamos al cine los fines de semana y nos mandamos
mensajes de texto
mientras Gavin intenta echarnos una «bronca en equipo»,
como él las llama.
También soy amiga de Carolyn y Debs, pero Fi siempre es
la primera en
enterarse cuando tengo noticias; la primera en la que pienso
cuando pasa algo
divertido.
Por eso es tan
extraño que no haya dado señales de vida. Le he enviado
varios mensajes de
texto desde que salí del hospital. También le he dejado un
par en el buzón de
voz. Y le he mandado algunos correos en plan chistoso.
Incluso le escribí
una tarjeta dándole las gracias por las flores. Pero no ha
habido respuesta.
Quizá esté muy ocupada, me digo y me repito. O está en
alguna convención de
trabajo. O tiene la gripe. Puede haber un millón de
motivos.
En todo caso, hoy iré
a la oficina y la veré. A ella y las demás.
Me miro en el enorme
espejo de mi guardarropa. La Lexi de antes solía
presentarse en la
oficina con unos tejanos negros de Next, una blusa del cesto
de saldos de New Looky un par de zapatillas con las suelas hechas
polvo.
Ya no. Ahora tengo
puesta la blusa más almidonada que he llevado en
mi vida —un modelo de
Prada con puño francés—, un traje chaqueta negro
con falda de tubo y
cintura estrecha, y unas medias Charnos que me ciñen las
piernas con su brillo
inigualable. Los zapatos, de charol y con tacón de aguja,
por supuesto. Y el
pelo, recogido en mi moño habitual. Parezco la ilustración
de un libro infantil.
Una Dama de Hierro.
Eric entra en el
vestidor y yo me vuelvo.
—¿Qué tal estoy?
—¡Fantástica! —dice,
aunque no parece muy sorprendido. Claro, para
él este conjuntito
debe de ser muy normal. Para mí, en cambio, es ir de punta
en blanco—. ¿Todo
listo?
—¡Creo que sí!
—Recojo el bolso, un Bottega Veneta negro que he
encontrado en el
armario.
Ayer le pregunté a
Eric por Fi, pero él apenas parecía recordarla,
aunque sea mi amiga
más antigua y haya estado en nuestra boda y demás. La
única amiga mía que
conoce, por lo visto, es Rosalie, y eso porque está
casada con Clive.
No importa. Voy a
visitarla esta mañana; seguro que hay alguna
explicación y que
todo vuelve a ser como siempre. Confío en que salgamos
todas a tomar una
copa a la hora del almuerzo. Así nos pondremos al día.
—¡No te olvides esto!
—Eric abre un armario del rincón, saca un
delgado maletín negro
y me lo alcanza—. Te lo regalé cuando nos casamos.
—Uau. ¡Es precioso!
—Está hecho de una piel suave y finísima y tiene
estampadas mis
iniciales: L.G.
—Ya sé que usas tu
nombre de soltera en el trabajo —dice—, pero
quería que te
llevases cada día a la oficina un trocito de mí.
¡Qué romántico! ¡Es
tan perfecto!
—He de irme —añade—.
Vendrán a recogerte en cinco minutos. Que lo
pases bien. —Me da un
beso y me deja sola.
Mientras Eric sale y
cierra la puerta, examino el maletín y me pregunto
qué voy a poner ahí
dentro. Nunca he usado un trasto de éstos. Yo siempre lo
metía todo en el
bolso a presión. Después de reflexionar un poco, saco del
bolso un paquete de
pañuelos y otro de caramelos de menta y los meto en el
maletín. Luego añado
un bolígrafo. Tengo la sensación de estar preparando la
cartera para el
primer día de colegio. Mientras deslizo el bolígrafo en un
sedoso bolsillo del
maletín, noto con los dedos que hay algo dentro, quizá
una tarjeta.
No. Es una foto. Una
fotografía antigua de las cuatro: Fi, Debs, Carolyn
y yo. Antes de que me
arreglase el pelo, cuando aún tenía los dientes
torcidos. Aparecemos
en un bar, muy acicaladas, con las mejillas rojas y la
cabeza cubierta de
serpentinas. Fi me rodea el cuello con el brazo y yo tengo
entre los dientes una
sombrilla de cóctel. Se nos ve a todas enloquecidas y no
puedo reprimir una
sonrisa nostálgica.
Recuerdo muy bien
aquella noche. Debs acababa de dejar a Mitchell,
aquel novio espantoso
que trabajaba en un banco, y nos habíamos propuesto
ayudarla a olvidar.
En mitad de la juerga, Mitchell la llamó al móvil y
Carolyn respondió en
su lugar y fingió que era una profesional rusa de mil
libras la noche, que
creía estar hablando con un cliente. Carolyn había
estudiado ruso, así
que el papel le salió bastante bien, y Mitchell se puso muy
nervioso, el muy
lerdo, aunque luego lo negara. Todas lo escuchamos por el
altavoz; yo creía que
me moría de la risa.
Sonriendo, vuelvo a
guardar la foto y cierro el maletín con un
chasquido. Lo cojo y
me echo una última mirada en el espejo. La Dama de
Hierro se va a la
Oficina.
—Hola —le digo a mi
reflejo, adoptando tono de ejecutiva—. Qué tal.
Lexi Smart, directora
de Suelos y Alfombras. ¿Cómo te va? ¡Ja! Soy la jefa.
Dios mío. No me
siento como una jefa. En absoluto. Pero, bueno, quizá
me lo crea cuando
esté allí.
Alfombras Deller es
esa empresa que todo el mundo recuerda por los
anuncios de la tele
en los años ochenta. El primero mostraba a una mujer
tendida en medio de
una tienda sobre una moqueta con un estampado azul en
espiral, porque era
tan mullida que había sentido la necesidad imperiosa de
acostarse con un
vendedor de aire timorato. Luego vino la continuación: el
anuncio en que ella
se casaba con el vendedor y ponía en el pasillo una
moqueta floreada
Deller. Y luego tenían gemelos que no podían dormirse si
no los tapaban en la
cuna con una colcha azul de Alfombras Deller.
Eran anuncios
bastante horteras, pero consiguieron que Alfombras
Deller se convirtiera
en una marca conocida. Lo cual es parte del problema.
La empresa intentó
hace pocos años cambiar de nombre para convertirse en
Deller a secas.
Hicieron un nuevo logo y un eslogan, pero nadie hizo caso. Si
tú explicas que
trabajas en Deller, la gente arruga la frente y dice: «¿Quieres
decir Alfombras
Deller?»
La cosa es
especialmente irónica porque hoy en día las alfombras son
sólo una pequeña
parte del negocio. Hará unos diez años, el departamento de
mantenimiento empezó
a producir un limpiador de alfombras que se vendía
por correo y se hizo
tremendamente popular. Aquello dio lugar a toda una
gama de aparatos y
productos de limpieza, y ahora las ventas por correo son
una pasada. Lo mismo
ha ocurrido con cortinas y tejidos. En cambio, las
pobres alfombras se
han quedado muy rezagadas. El problema de las
alfombras es que ya
no molan. Ahora lo que se llevan son los suelos de
madera y de pizarra.
Nosotros vendemos parqué, pero casi nadie lo sabe
porque todos creen
que seguimos siendo Alfombras Deller. En fin, un círculo
vicioso.
Ya sé que las
alfombras no son guay. Y las estampadas, aún menos.
Aunque yo,
secretamente, las adoro. Sobre todo esos diseños retro de los
setenta. Tengo en mi
escritorio un viejo catálogo de estampados que hojeo
siempre que mantengo
una de esas aburridas e interminables conversaciones
telefónicas. Y una
vez encontré en el almacén una caja entera de muestras
antiguas. Nadie las
quería, así que me las llevé a la oficina y las clavé en la
pared, junto a mi
escritorio.
O mejor dicho, mi
antiguo escritorio. Porque entiendo que ahora me han
ascendido. Mientras
me dirijo hacia el edificio de Victoria Palace Road,
siento una especie de
hormigueo en el estómago. Ahí está: un gran bloque
gris con columnas de
granito en la entrada. Empujo las puertas de vidrio de
recepción y me
detengo, sorprendida. El vestíbulo está distinto. ¡Tiene un
aspecto muy chulo!
Han desplazado el mostrador y colocado una mampara de
cristal donde antes
había una pared. Y el pavimento es de un vinilo especial
de brillo metálico.
Deben de haber sacado una nueva gama.
—¡Lexi!
Una mujer rolliza con
blusa rosa y pantalones pitillo negros se me
acerca, muy
bulliciosa. Lleva mechas en el pelo, los labios de color fucsia y
zapatos de salón. Y
se llama... Sí la conozco... La jefa de recursos humanos...
—¡Dana! —Casi grito
su nombre—. ¡Qué tal!
—Lexi. —Me tiende la
mano—. ¡Bienvenida de nuevo! ¡Pobrecilla!
Nos quedamos todos
tan preocupados cuando lo supimos...
—Estoy bien, gracias.
Mucho mejor. —La sigo por el vestíbulo de
vinilo, tomo la
tarjeta que me entrega y la paso por la máquina de seguridad.
Todo esto es nuevo.
Antes no había barreras, sólo un guardia que se llamaba
Reg.
—¡Estupendo! Por
aquí... —Dana me va indicando el camino—. He
pensado que podríamos
charlar un momento en mi despacho, asomar la nariz
en la reunión de presupuestos
y luego... Supongo que querrás echar una
ojeada a tu
departamento.
—¡Fantástico! Buena
idea.
Mi departamento.
Antes sólo tenía un escritorio y una grapadora.
Subimos en ascensor,
bajamos en la segunda planta y Dana me hace
pasar a su despacho.
—Siéntate. —Ella se
instala en su escritorio, en una silla muy lujosa—.
Bueno, como es obvio,
tenemos que hablar de tu... situación —dice bajando
la voz, como si yo
tuviera una enfermedad vergonzosa—. Tienes amnesia.
—Exacto. Pero, aparte
de eso, me encuentro bien.
—¡Estupendo! —Anota
algo en su bloc—. ¿Y es permanente o
temporal?
—Bueno... los médicos
me han dicho que podría empezar a recordar en
cualquier momento.
—¡Fenomenal! —Su
rostro se ilumina—. Como es natural, desde
nuestro punto de
vista sería estupendo que pudieras recordarlo todo para el
día veintiuno. Que es
cuando se celebra nuestra convención de ventas —
añade con una mirada
expectante.
—Muy bien —digo tras
una pausa—. Haré todo lo posible.
—Tú puedes hacerlo
incluso mejor —me dice riendo con un gorjeo y se
dispone a
levantarse—. Vamos a saludar a Simon y compañía. ¿Te acuerdas
de Simon Johnson?
—Por supuesto.
¿Cómo no voy a
acordarme del jefazo máximo? Lo recuerdo
pronunciando su
discursito durante la fiesta de Navidad. Y también cuando se
presentó en nuestra
oficina y fue preguntando nuestros nombres mientras
Gavin —entonces jefe
del departamento— lo seguía a todas partes como un
perrillo faldero.
¡Pues ahora asisto a reuniones con él!
Procurando disimular
mis nervios, sigo a Dana por el pasillo. Subimos
en ascensor hasta la
octava planta. Me guía con paso enérgico hasta la sala
de reuniones, llama
con los nudillos a la puerta de madera maciza y la abre.
—¡Perdón por la
interrupción! ¡Lexi ha venido de visita!
—¡Lexi! ¡Nuestra superestrella!
—Simon Johnson se levanta de la
cabecera de la mesa.
Es un hombre alto y cuadrado, de complexión militar y
un pelo castaño que
ya empieza a clarear. Se me acerca, me estrecha la mano
como si fuéramos
viejos amigos y me da un beso en la mejilla.
—¿Cómo te encuentras,
querida?
No puedo creerlo. ¿El
director general besándome?
—Eh... muy bien,
gracias. —Intento mantener la compostura—. Mucho
mejor.
Echo un vistazo
alrededor y observo a toda la tropa de ejecutivos
trajeados. Byron, en
tiempos mi jefe más directo, está en la otra punta de la
mesa. Un tipo pálido
y larguirucho de pelo oscuro, con una de sus habituales
corbatas retro. Me
dirige una sonrisa cansada y yo se la devuelvo con cierto
alivio. Por lo menos
reconozco a alguien.
—Te diste un buen
golpe en la cabeza, tengo entendido —me está
diciendo Simon
Johnson con su voz meliflua.
—Exacto.
—Pues date prisa en
recuperarte —bromea, simulando una gran
urgencia—. Porque
Byron te ha reemplazado muy bien. —Lo señala con un
gesto—. Aunque no sé
si puedes confiar en que mantenga el presupuesto de tu
departamento...
—No sé... —Arqueo las
cejas—. ¿He de preocuparme?
Estalla una carcajada
alrededor de la mesa; Byron me lanza una mirada
asesina.
Sólo estaba
bromeando. De veras.
—Hablando en serio,
Lexi, tenemos que retomar nuestras últimas...
conversaciones —me
dice Simon con un gesto de complicidad—. Iremos a
almorzar en cuanto te
reincorpores.
—Desde luego
—respondo, imitando su tono confidencial, aunque no
tengo ni idea de qué
me está hablando.
—Simon. —Dana se
adelanta tímidamente—. Los médicos no saben si
la amnesia de Lexi es
permanente o temporal. O sea, que podría tener
problemas de
memoria...
—Seguramente una
ventaja en este negocio —comenta un tipo calvo al
otro lado de la mesa,
provocando otra carcajada.
—Lexi, confío mucho
en ti —me dice Simon con firmeza, y se vuelve
hacia un pelirrojo
que tiene al lado—. Daniel, vosotros dos no os conocéis,
¿verdad? Daniel es
nuestro nuevo director financiero... A Lexi —dice,
mirándolo de soslayo—
quizá la habías visto ya en televisión, ¿no?
—¡Es verdad! —exclama
él, reconociéndome mientras nos damos la
mano—. Así que tú
eres la chica prodigio de la que tanto he oído hablar.
¿La chica prodigio?
—Umm... No creo
—digo. Más risas.
—¡No seas modesta!
—Simon me sonríe y se vuelve hacia Daniel—.
Esta joven ha
protagonizado el ascenso más meteórico que se recuerda en
esta empresa. De
adjunta comercial a directora de su departamento en
dieciocho meses. Como
le he dicho a ella misma muchas veces, fue una
apuesta arriesgada
darle el cargo. Pero nunca me he arrepentido de haber
asumido ese riesgo.
Es una líder nata. Transmite entusiasmo. Se entrega en
cuerpo y alma. Y
tiene algunas visiones estratégicas de futuro muy
sugerentes... En fin,
es uno de los miembros de la empresa con más talento.
Al terminar, me
dirige una sonrisa radiante; lo mismo hacen el tipo
calvo y un par de
ejecutivos más.
Estoy conmocionada.
Estoy colorada. Las piernas me tiemblan. Nadie
ha hablado así de mí
en toda mi vida.
—Bueno... ¡gracias!
—balbuceo.
—Lexi... —Simon me
señala una silla vacía—. ¿Te apetecería quedarte
para la reunión de
presupuestos?
—Eh... —Le lanzo una
mirada de socorro a Dana.
—Hoy no puede
quedarse mucho, Simon —dice ésta—. Y tenemos que
pasarnos por Suelos y
Alfombras aún.
—Claro —asiente él—.
En fin, tú te lo pierdes. A todo el mundo le
encantan las
reuniones de presupuestos —agrega con una mueca cómica.
—¿No te has dado
cuenta de que me hice esto para saltármela? —
Señalo el último
rasguño que me queda en la cabeza. Otra carcajada
colectiva.
—Hasta pronto, Lexi
—me dice Simon Johnson—. Cuídate.
Mientras Dana y yo
abandonamos la sala de conferencias, me siento
flotar de pura
euforia. Nunca lo habría creído. ¡Yo, bromeando con el jefe
supremo! ¡La chica
prodigio! ¡Con sus visiones estratégicas!
Espero haberlas
dejado anotadas en alguna parte.
—¿Recuerdas dónde
está el departamento de Suelos y Alfombras? —me
pregunta Dana
mientras bajamos en el ascensor—. Todo el mundo se muere
de ganas de verte.
—¡Y yo! —le digo, más
segura de mí misma que antes. Salimos del
ascensor y su
teléfono da un pitido.
—¡Uf! —exclama
mirando la pantalla—. Debo contestar. ¿Quieres
acercarte tú misma a
tu despacho? Yo te sigo enseguida.
—Por supuesto.
Echo a andar por el pasillo.
Tiene el aspecto de siempre: la misma
moqueta marrón, los
mismos avisos contra incendios, las mismas plantas de
plástico. El
departamento de Suelos y Alfombras está al fondo a la izquierda.
Y el despacho de
Gavin, a la derecha.
Mejor dicho, mi despacho.
Mi despacho privado.
Me detengo frente a
la puerta un instante, para mentalizarme. No acabo
de creer que sea mi
despacho. Mi puesto.
Vamos. No hay nada
que temer. Puedo hacerlo: lo ha dicho Simon
Johnson. Mientras
pongo la mano en el pomo, veo a una chica de unos veinte
años que sale como
una exhalación de la oficina principal y se lleva las
manos a la boca.
—¡Lexi! ¡Has vuelto!
—Sí. —La miro
indecisa—. Tendrás que perdonarme, pero con el
accidente he perdido
la memoria...
—Me lo han dicho. —Parece
muy nerviosa—. Soy Clare. Tu ayudante.
—Ah, ¿qué tal? Me
alegro de conocerte. Entonces... ¿yo estoy aquí? —
digo señalando con un
gesto el despacho de Gavin.
—Exacto. ¿Te traigo
una taza de café?
—Gracias. Me
encantaría.
Intento ocultar mi
entusiasmo. ¡Una ayudante que me trae el café! No hay
duda: he triunfado.
Entro y dejo que se cierre la puerta con un agradable
chasquido.
Uau. Había olvidado
lo grande que era este despacho. Tiene un amplio
escritorio, una
planta, un sofá... De todo. Dejo el maletín sobre la mesa y me
acerco ala ventana.
¡Incluso tengo una vista! De otro edificio enorme, cierto.
Pero aun así, ¡es
mía! ¡Para mí sólita! ¡Soy la jefa! Se me escapa la risa,
estoy como borracha.
Giro sobre mí misma, me siento de un salto en el sofá y
doy unos cuantos
botes... Hasta que oigo que llaman a la puerta y me paro en
seco.
Mierda. Si hubiese
entrado alguien y me hubiera visto... Contengo la
respiración, corro a
situarme ante el escritorio, cojo un documento al azar y
empiezo a estudiarlo en
plan ejecutiva eficiente.
—¡Adelante!
—¡Lexi! —Es Dana,
siempre acelerada—. ¿Ya te estás poniendo a tus
anchas? ¡Clare me ha
dicho que no la reconocías! Esto te va a resultar un
poquito complicado.
No había advertido hasta qué punto... —Sacude la
cabeza—. O sea... ¿no
recuerdas nada?
—Bueno... no
—reconozco—. Pero estoy convencida de que los
recuerdos vendrán,
tarde o temprano.
—Esperemos que así
sea. Venga, vamos al departamento, para que veas
a todo el mundo...
Salimos del despacho
y entonces... ¿a quién veo saliendo de la oficina,
con una falda negra
cortita, unas botas y un top verde sin mangas? ¡A Fi! Se
la ve algo distinta:
tiene un mechón rojo en el pelo y la cara más delgada.
Pero es ella. Hasta
lleva el juego de pulseras de carey que ha llevado
siempre.
—¡Fi! —exclamo
emocionada. Casi se me cae el bolso—. ¡Dios mío!
¡Soy yo! ¡Lexi! ¡Ya
estoy de vuelta!
Ella se sobresalta.
Se vuelve y me mira boquiabierta, como si yo fuera
una loca peligrosa.
Imagino que parezco algo más excitada de la cuenta. Pero
es que me entusiasmo
sólo de verla.
—Hola, Lexi —dice por
fin, observándome—. ¿Cómo te encuentras?
—Muy bien. ¿Y tú?
¡Tienes un aspecto genial! ¡Me encanta lo que te has
hecho en el pelo!
Todos los ojos están
fijos en mí.
—En fin. —Trato de recuperar
la compostura—. Quizá luego podamos
vernos y ponernos al
día, ¿no? Con las demás...
—Eh... sí. —Asiente
sin mirarme a los ojos.
¿Por qué está tan
desagradable? ¿Qué pasa? Siento un frío repentino.
Esto es lo que llaman
un jarro de agua fría. Quizá por eso no ha respondido a
mis mensajes...
Habremos tenido una buena trifulca y las otras se han puesto
de su lado. Pero yo
no consigo acordarme.
—Tú primera, Lexi
—dice Dana, y me hace pasar a la oficina principal,
una sala grande sin
tabiques. Quince cabezas levantan la vista de su
escritorio mientras
trato de dominarme.
«Esto es rarísimo»,
me digo.
Están Carolyn, Debs,
Melanie y muchas otras. Todas conocidas, aunque
con tres años más.
Los peinados, el maquillaje y la ropa son diferentes. Debs
tiene los brazos muy
musculosos y está muy bronceada, como si acabase de
volver de unas
vacaciones exóticas; Carolyn lleva unas gafas nuevas sin
montura y el pelo aún
más corto que antes...
Ahí está mi
escritorio. Lo ocupa una chica teñida de rubio, que parece
muy a sus anchas.
—Todos sabéis que
Lexi ha estado de baja a causa de su accidente —
dice Dana, alzando la
voz—. Estamos encantados de que haya venido hoy de
visita. Lexi sufre
algunos efectos colaterales de sus heridas; sobre todo
amnesia. Estoy segura
de que la ayudaréis a recordar cómo va todo y le
daréis una calurosa
bienvenida. —Se vuelve hacia mí y murmura—: Lexi,
¿quieres dirigir unas
palabras motivadoras al departamento?
—¿Motivadoras?
—Algo inspirador
—añade sonriendo—. Para arengar a la tropa. —Su
teléfono vuelve a
pitar—. Perdona. Discúlpame. —Y sale al pasillo,
dejándome sola ante
el departamento en pleno.
Vamos, Lexi. Simon
Johnson dice que eres una líder nata.
—Umm... ¡Hola a
todos! —Saludo con la mano pero nadie me
corresponde—. Sólo
quería decir que estaré pronto de vuelta y... Bueno, que
sigáis así... —Me
debato buscando algo «motivador»—. ¿Cuál es el mejor
departamento de
Deller? ¡El nuestro! ¿Quién se lleva la palma? ¡Suelos y
Alfombras! —Agito el
puño como una animadora—. ¡Ese, u, e, o...!
—Falta la ele —me
interrumpe una chica que no conozco y que me mira
con los brazos
cruzados, nada impresionada.
—¿Cómo? —Me detengo,
casi sin aliento.
—Que falta la ele. De
«suelos» —explica poniendo los ojos en blanco.
Las dos chicas que tiene
al lado se están mondando de risa y se tapan la boca
con la mano. Carolyn
y Debs me miran con la boca abierta y los ojos como
platos.
—Cierto —asiento,
nerviosa—. En fin, buen trabajo... habéis hecho
entre todos una tarea
increíble...
—¿O sea, que ya te
reincorporas, Lexi? —pregunta una chica vestida de
rojo.
—No exactamente...
—Es que necesito que
me firmes mis gastos. Con urgencia.
—¡Yo también! —me
dicen otras seis personas.
—¿Has hablado con
Simon de nuestros objetivos? —Melanie se me
acerca, ceñuda—. Son
del todo impracticables tal como están planteados...
—¿Y qué pasa con los
nuevos ordenadores?
—¿Has leído mi
e-mail?
—¿Ya está resuelto el
pedido del Grupo Thorne?
De repente, todo el
mundo se arremolina a mi alrededor, disparando
preguntas. Casi no
consigo oírlas, ni mucho menos entiendo de qué van.
—¡No lo sé! —grito
desesperada—. Lo siento, no me acuerdo... ¡Nos
vemos luego!
Salgo jadeando al
pasillo, me meto en mi despacho y cierro de un
portazo.
Mierda. ¿Qué era todo
eso?
Alguien llama a la
puerta.
—¿Sí? —contesto con
voz ahogada.
—¡Hola! —dice Clare,
desde debajo de una montaña de cartas y
documentos—. Perdona
que te moleste, Lexi, pero, ya que estás aquí,
¿podrías echar una
ojeada a todo esto? Tienes pendiente una respuesta a
Tony Dukes, de
Biltons, y hay que autorizar el pago a Sixpack, y ya de paso
habría que firmar
estas exenciones, y ese tal Jeremy Northpool ha llamado un
montón de veces, dice
que espera que podáis reanudar las conversaciones...
Me tiende un
bolígrafo. Supongo que espera que yo pase a la acción a
cámara rápida.
—No puedo autorizar
nada-digo muerta de pánico—. Y tampoco firmar
nada. Nunca he oído
hablar de Tony Dukes. No recuerdo una sola palabra de
todo esto.
—Pero... —Se asoma
entre el montón de papeles y me mira con los ojos
como platos—.
Entonces ¿quién va a dirigir el departamento?
—No tengo ni... Es
decir, yo. Es mi trabajo. Y lo haré. Sólo necesito un
poco de tiempo...
¿Sabes qué? Déjalo todo aquí. Le echaré una ojeada. Quizá
lo vaya recordando.
—Está bien —dice
aliviada, y descarga la montaña de papeles en mi
escritorio—. Te
traigo ahora mismo el café.
La cabeza me da
vueltas. Me siento frente al escritorio y cojo la primera
carta. Es sobre una
reclamación, por lo visto. «Como sin duda sabrá...
esperamos una
respuesta inmediata...»
Miro el siguiente
documento. Es la previsión presupuestaria mensual
que se hace en todos
los departamentos. Hay seis gráficos y un pósit en el que
alguien ha anotado:
«Esperamos tus comentarios, Lexi.»
Clare da unos golpecitos
y entra otra vez.
—Tu café.
—Ah, sí. Gracias,
Clare —digo, sin levantar la vista y adoptando tono
de jefa. Mientras
deposita la taza a mi lado, señalo los gráficos con un gesto
—. Interesante... Les
daré una respuesta... más tarde.
En cuanto se marcha,
dejo caer la cabeza sobre el escritorio,
desesperada. ¿Qué voy
a hacer, por el amor de Dios? Esto es una pasada. Es
un trabajo muy
difícil.
¿Cómo demonios lo
hago? ¿Cómo sé lo que tengo que decir y las
decisiones que debo
tomar?
Llaman de nuevo a la
puerta. Me incorporo de golpe y cojo otro papel al
azar.
—¿Todo bien, Lexi?
—Es Byron, con una botella de agua y un fajo de
papeles. Apoya un
brazo en el marco de la puerta. Por el puño de su camisa
blanca asoma una
muñeca huesuda, ceñida por un reloj enorme de última
generación. Debe de
costar mucha pasta, pero resulta ridículo.
—¡Estupendo! ¡Genial!
—exclamo—. Creía que estabas en la reunión
de presupuestos.
—Hemos hecho una
paradita para comer.
Byron habla siempre
con un tonillo sarcástico, como si una fuera idiota.
A decir verdad, nunca
me he llevado bien con él. Ahora está recorriendo con
la vista el montón de
documentos de mi escritorio.
—Otra vez en marcha,
por lo que veo.
—No del todo. —Le
dirijo una sonrisa que él no me devuelve.
—¿Has decidido qué
hacer con Tony Dukes? Los de Contabilidad
vinieron ayer a darme
la lata.
—Bueno. —Vacilo—. En
realidad... yo no... —Trago saliva; noto que
me suben los
colores—. La cuestión es que he sufrido amnesia a causa del
accidente y... —Me
interrumpo mientras me retuerzo los dedos.
Su rostro se ilumina
de repente.
—¡Santo Dios!
—exclama—. No sabes quién es Tony Dukes, ¿es eso?
Tony Dukes. Tony
Dukes. Hurgo frenéticamente en mi cerebro, pero no
hay manera.
—Eh... bueno... pues
no. ¿Me refrescas la memoria?
Byron no me hace
caso. Ahora entra del todo en el despacho, golpeando
la botella de agua
contra la palma de su mano.
—A ver si lo entiendo
bien —dice despacio—. ¿No recuerdas
absolutamente nada?
Se me disparan todas
las alarmas. El gato y el ratón. Pretende averiguar
lo débil que es su
presa.
«Este tío quiere mi
puesto.»
En cuanto lo
comprendo, me siento como una estúpida redomada por no
haberlo deducido
antes. Pues claro que lo quiere. Le pasé por delante. Debe
de odiarme a muerte
bajo ese barniz educado.
—¡No recuerdo nada!
—declaro casi sin aliento, como si la idea misma
fuese absurda—. Los
últimos tres años los tengo en blanco.
—¿Los últimos tres
años? —Byron echa la cabeza atrás y suelta una
carcajada—. Cuánto lo
siento, Lexi. Pero tú sabes tan bien como yo que en
este negocio tres
años son toda una vida.
—Pronto seré la de
siempre. —Intento parecer convencida—. Los
médicos me han dicho
que puedo empezar a recordar en cualquier momento.
—O puede que no.
—Ahora adopta un tono compasivo—. Lo cual debe
de provocarte una
gran preocupación. La posibilidad de que tu mente se
quede en blanco para
siempre.
Le sostengo la mirada
con toda la frialdad que puedo.
«No vas a asustarme
tan fácilmente.»
—Seguro que todo
volverá pronto a la normalidad —le aseguro con un
gesto enérgico—. De
nuevo en mi puesto, al frente del departamento... He
mantenido antes una
charla con Simon Johnson —le suelto para rematar.
—Ajá. —Le da unos
golpecitos a la botella, pensativo—. ¿Y qué
querías saber
exactamente de Tony Dukes?
Mierda, me ha
pillado. No tengo ni la menor idea de ese asunto y él lo
sabe. Ordeno los
papeles de mi escritorio para ganar tiempo.
—Quizá... puedas
tomar tú una decisión —digo por fin.
—Por mí, encantado.
—Me dirige una sonrisa condescendiente—. Yo
me hago cargo de
todo. Tú cuídate, Lexi, recupérate. Tómate todo el tiempo
necesario. ¡No te
preocupes por nada!
—Bueno. —Finjo un
tono amable—. Te lo agradezco, Byron.
—¿Qué tal? —Dana
asoma por la puerta—. ¿Estabais de charla?
¿Poniéndoos al día,
Lexi?
—Naturalmente.
—Sonrío con los dientes apretados—. Byron me está
ayudando mucho.
—Para cualquier
cosa... —abre los brazos con falsa humildad— aquí
me tienes. ¡Con la
memoria intacta!
—Fenomenal. —Dana
consulta su reloj—. Bueno, Lexi, he de salir
pitando a un
almuerzo, pero todavía puedo acompañarte a la puerta si
quieres...
—No te molestes. Me
quedaré un rato más para repasar estos
documentos.
No voy a salir de
aquí hasta que haya hablado con Fi.
—Vale, como quieras.
Me ha encantado verte, Lexi. Ya hablaremos
sobre cuándo quieres
reincorporarte.
Hace el gesto de
hablar por teléfono y yo la imito.
—Sí, nos llamamos.
Salen los dos y oigo
que Byron le está diciendo:
—Dana, ¿tienes un
momento? Tenemos que hablar. Con todos los
respetos para Lexi...
La puerta se cierra
con un chasquido. Me acerco de puntillas, abro una
rendija y pego el
oído.
—... evidente que no
está en condiciones de dirigir el departamento... —
le oigo decir
mientras doblan por el pasillo hacia los ascensores.
Hijo de perra. Ni
siquiera se ha molestado en esperar a que yo no
pudiera oírles.
Vuelvo al despacho, me desplomo en la silla y me cubro la
cara con las manos.
Toda mi euforia se ha volatilizado. Saco al azar un papel
del montón. Un papiro
egipcio no me resultaría más misterioso. Tiene que
ver con primas de
seguros, me parece... ¿Cómo llegué a aprender estas
cosas? ¿Cuándo? Me
siento como si hubiese despertado en la cima del
Everest sin saber
siquiera lo que es un crampón.
Con un profundo
suspiro, dejo el documento en su sitio. Tengo que
hablar con alguien.
Con Fi. Levanto el auricular y marco el 352: su extensión,
salvo que haya
cambiado.
—Suelos y Alfombras,
Fiona Roper al habla.
—¡Fi, soy yo! Lexi.
¿Podemos hablar?
—Claro —dice, muy
formal—. ¿Quieres que vaya a tu despacho ahora?
¿O le pido cita a
Clare?
Se me cae el alma a
los pies. Suena tan... distante.
—¡Quiero decir si
podemos charlar un rato! Si es que no estás
ocupada...
—En realidad, iba a
salir a almorzar.
—Vale, voy contigo
—le digo entusiasmada—. Como en los viejos
tiempos. Me muero por
un chocolate caliente. ¿Siguen haciendo en Morelli's
esos panini tan
deliciosos?
—Lexi...
—Fi, tengo que hablar
contigo, ¿vale? —Me acerco más el auricular y
bajo la voz—. Yo...
no me acuerdo de nada. Y la situación me tiene algo
asustada. —Intento
reír—. Espérame un segundo, voy enseguida...
Cuelgo y cojo un
trozo de papel. Tras un instante de duda, escribo:
«Dale curso a todo
esto, Byron. Muchas gracias. Lexi.»
Sé que estoy
poniéndome en sus manos. Pero ahora mismo lo único que
me importa es ver a
mis amigas. Recojo el bolso y el maletín, salgo
corriendo, paso junto
al escritorio de Clare y entro en la oficina principal del
departamento.
—Hola, Lexi —me dice
una chica—. ¿Querías algo?
—No, gracias. He
quedado con Fi para almorzar... —Miro alrededor.
No la veo por ningún
lado. Ni a Carolyn. Ni a Debs.
—Me parece que ya han
salido todas. —Parece sorprendida—. Se te
han escapado por los
pelos.
—Ah, bueno. —Procuro
disimular mi desconcierto—. Gracias. Deben
de esperarme en el
vestíbulo.
Doy media vuelta y
empiezo a cruzar el pasillo tan deprisa como me lo
permiten mis
tacones... Justo para ver cómo desaparece Debs en el ascensor.
—¡Espera! —grito
echando a correr—. ¡Debs!
Pero las puertas ya
se están cerrando.
Me ha oído. Estoy
segura de que me ha oído.
Los pensamientos se
agolpan en mi mente mientras abro la puerta de la
escalera y empiezo a
bajar a toda prisa con un redoble de tacones. Sabían
que iba con ellas.
¿Me están evitando? ¿Qué coño ha pasado en estos tres
años? Somos amigas.
Vale, sí, soy la jefa... Pero también puedes seguir
siendo amiga de tu
jefa, ¿no?
¿No?
Llego a la planta
baja y poco falta para que me caiga de morros en
medio del vestíbulo.
¡Ahí están! Carolyn y Debs se dirigen hacia las puertas
de cristal; Fi va
delante.
—¡Eh! —chillo—.
¡Esperad!
Corro y las alcanzo
por fin en los escalones del edificio.
—Ah. Hola, Lexi. —Fi
suelta un bufido, lo que significa que está
haciendo un esfuerzo
para no reírse.
Debo de tener un
aspecto estrafalario, corriendo como una posesa con
mi traje chaqueta y
mi moño de ejecutiva.
—Creía que íbamos a
almorzar juntas —digo jadeando—. ¡Te he dicho
que iba con vosotras!
Se hace el silencio.
Ninguna de las tres me mira a los ojos. Debs
juguetea con su
colgante de plata mientras el viento alborota su pelo rubio.
Carolyn se quita las
gafas para limpiarlas con su camisa blanca.
—¿Qué pasa? —Trato de
parecer tranquila, pero percibo un tono dolido
en mi propia voz—.
Fi, ¿por qué no has respondido a mis mensajes? ¿Hay...
algún problema?
Ninguna responde.
Casi veo las burbujas de sus pensamientos yendo de
una a otra. Pero ya
no sé leer esas burbujas; estoy fuera de onda.
—Chicas. —Hago un
esfuerzo para sonreír—. Por favor. Tenéis que
echarme una mano. He
sufrido un ataque de amnesia y no recuerdo...
¿Tuvimos una pelea o
algo así?
—No. —Fi se encoge de
hombros.
—Entonces no lo
entiendo. —Las miro a las tres, suplicante—. Lo
último que recuerdo
es que éramos íntimas y salíamos juntas un viernes. Nos
tomamos unos cócteles
de banana. Chungo Dave me dio plantón. Hicimos
karaoke... ¿Os
acordáis?
Fi suelta un
resoplido y arquea una ceja mirando a Carolyn.
—De eso hace mucho.
—¿Y qué ha pasado
desde entonces?
—Mira —dice Fi,
suspirando—, vamos a dejarlo así. Tú has tenido un
accidente, estás
enferma y nosotras no queremos darte un disgusto...
—Venga, vamos a
tomarnos un sándwich juntas. —Debs le lanza a Fi
una mirada de
síguele-la-corriente.
—¡No quiero que me
perdonéis la vida! —Me sale un tono más cortante
de lo que querría—.
¡Olvidaos del accidente! No soy ninguna inválida, estoy
bien. Pero necesito
que me digáis la verdad. —Las miro una a una,
desesperada—. Si no
nos peleamos, ¿cuál es el problema? ¿Qué ha
sucedido?
—No ha pasado nada,
Lexi. —Fi parece incómoda—. Es sólo... que ya
no salimos contigo.
Ya no somos amigas.
—¿Por qué no? —El
corazón me va a cien mientras trato de conservar
la calma—. ¿Porque
soy la jefa?
—No es eso. Eso no
tendría importancia si tú fueses... —Se interrumpe
y mete las manos en
los bolsillos, rehuyendo mi mirada—. Si he de serte
sincera, es porque
eres...
—¿Qué? —Miro las
caras de las tres, perpleja—. ¡Dilo!
Fi se encoge de
hombros.
—Una engreída
gilipollas.
—Una bruja repulsiva
y tiránica sería más exacto —musita Carolyn.
Me quedo helada.
Turulata. ¿Bruja tiránica? ¿Yo?
—No... no lo entiendo
—tartamudeo—. ¿No soy buena jefa?
—Uy, sí, buenísima.
—Carolyn rezuma sarcasmo—. Nos penalizas si
llegamos tarde. Nos
cronometras el tiempo del almuerzo. Nos sometes a
inspecciones sobre nuestros
gastos... En fin, diversión de la buena en Suelos
y Alfombras.
Me arden las
mejillas, como si me hubiera abofeteado.
—Pero yo nunca... ¡Yo
no soy así!
—Ahora sí —me corta
Carolyn.
—Tú lo has
preguntado, Lexi —dice Fi con los ojos en blanco, como
siempre que se siente
incómoda—. Por eso ya no salimos juntas. Tú vas a tu
aire, y nosotras al
nuestro.
—No soy una bruja
—logro decir con voz temblorosa—. No puede ser.
¡Soy amiga vuestra!
Nos divertimos juntas, salimos a bailar, nos ponemos
ciegas... —Me asoman
las lágrimas. Miro desesperada esas tres caras que
conozco tan bien (o
que creía conocer) buscando algún signo de complicidad
—. ¡Soy yo! ¡Lexi!
¡La Dientotes! ¿Es que no os acordáis de mí?
Fi y Carolyn se
miran.
—Lexi —me dice Fi
casi con amabilidad—, tú eres nuestra jefa. Y
nosotras hacemos lo
que nos dices. Pero no almorzamos ni salimos contigo.
—Se coloca el bolso
en el hombro y suspira—. Escucha, ven hoy si quieres...
—No —le digo,
herida—. No. Muchas gracias.
Con las piernas
temblando, me doy media vuelta y me alejo.
Capítulo 10
Estoy como aturdida
por el shock.
Durante el trayecto a
casa, permanecí en el taxi sumida en una especie
de trance. Al llegar,
aún tuve fuerzas para hablar con Gianna de los
preparativos de la
cena y para aguantar un rato a mamá, que llamó para
contarme su última
trifulca con el ayuntamiento a cuenta de los perros. Ahora
es media tarde y
estoy en la bañera. Pero no he parado de darle vueltas a lo
mismo en todo el día.
«Soy una bruja
repulsiva. Mis amigas me odian. ¿Qué coño ha pasado?»
Cada vez que recuerdo
el tono mordaz de Carolyn, me estremezco. Dios
sabe qué le habré
hecho, pero no me soporta.
¿Será posible que me
haya convertido en una bruja en estos tres años?
¿Pero cómo? ¿Y por
qué?
El agua empieza a
ponerse tibia y me decido a salir. Me froto bien con
la toalla, para
tonificarme. No puedo parar de pensar. Ya son las seis. Dentro
de una hora llegarán
los invitados.
Por lo menos, no he
de cocinar. Cuando llegué, Gianna estaba muy liada
en la cocina con una
de sus sobrinas, aunque iba cantando al mismo tiempo la
ópera que atronaba
por los altavoces. Había fuentes de sushi y canapés en
todos los estantes de
la nevera y un aroma delicioso a carne asada. Intenté
colaborar (el pan de
ajo me sale bastante bien), pero ellas se apresuraron a
sacarme de allí y
acabé refugiándome en el baño.
Me envuelvo con una
toalla limpia y entro de puntillas en el dormitorio.
Vuelvo sobre mis
pasos y me dirijo al vestidor. Jolines. Ahora entiendo por
qué los ricos son tan
delgados. Es por las excursiones que tienen que hacer a
lo largo y ancho de
sus mansiones. En mi piso de Balham podía alcanzar el
armario sin moverme
de la cama. Y la televisión. Y la tostadora.
Escojo un vestidito
negro, unas braguitas negras y unos zapatitos de
raso. Todo pequeñito:
no hay tallas grandes en este guardarropa. Ningún
jersey holgado y
mullido; ningunos zapatones grandotes. Todo minimalista y
bien ceñido.
Al volver al
dormitorio, dejo caer la toalla al suelo.
—¡Hola, Lexi!
¡Arggg! Casi doy un
salto del susto. La gran pantalla que hay a los pies
de la cama se ha
activado de repente y muestra una imagen gigantesca del
rostro de Eric. Me
tapo los pechos con las manos y me acurruco detrás de
una silla.
Estoy en pelotas. Él
puede verme.
Pero es mi marido, me
recuerdo. Y ya ha visto todo lo que había que
ver. Es normal.
Sólo que a mí no me
lo parece.
—Eric, ¿me estás
viendo? —pregunto con voz chillona.
—Ahora mismo no —dice
riendo—. Has de poner el mando en cámara.
—¡Ah, vale!
—respondo, aliviada—. Un segundo...
Me pongo una bata y
me apresuro a recoger toda la ropa que he dejado
tirada por la
habitación. Una cosa que he aprendido enseguida es que a Eric
no le gusta que haya
cosas tiradas por el suelo. O en las sillas. Ningún tipo de
desbarajuste. Lo meto
todo debajo de la funda nórdica, pongo un almohadón
encima y aliso la
cama rápidamente.
—¡Lista! —Me acerco a
la pantalla y le doy a cámara.
—Retrocede un poco
—me dice Eric; obedezco—. Ahora sí te veo.
Bueno, ya sólo me
queda una reunión y voy para casa. ¿Todo listo para la
cena?
—¡Eso creo!
—¡Magnífico! —Su
enorme boca pixelada se distiende a cámara lenta
en una gran sonrisa—.
¿Qué tal por la oficina?
—¡Genial! —acierto a
decir con falso entusiasmo—. He visto a Simon
Johnson, y a todo el
departamento, y a mis amigas... —La voz se me ahoga y
me sube el repentino
calor de la humillación. ¿Todavía puedo describirlas
como amigas?
—¡Excelente! —No creo
que Eric me escuche siquiera—. Ahora ya
tendrías que empezar
a arreglarte. Nos vemos luego, querida.
—Espera, Eric —le
digo con un impulso repentino.
Es mi marido. Tal vez
no lo conozca apenas, pero él sí me conoce. Me
quiere. Y si hay
alguien a quien debo confiarle mis problemas y que puede
tranquilizarme es él.
—Dispara, cariño
—responde asintiendo. Sus movimientos en la
pantalla son lentos y
entrecortados.
—Fi me ha dicho...
—Me cuesta horrores repetir esas palabras—. Me
ha dicho que soy una
bruja. ¿Es cierto?
—¡Claro que no!
—¿De veras? —Siento
una punzada de esperanza—. ¿No soy una
horrible y repulsiva
bruja tiránica?
—Cariño, es imposible
que seas horrible. O una bruja tiránica.
Parece tan convencido
que me siento muy aliviada. Tiene que haber una
explicación. Quizá se
le han cruzado los cables a alguien; será un
malentendido, todo se
arreglará...
—Diría, eso sí, que
eres... dura —añade.
La sonrisa de alivio
se me congela. ¿Dura? No me gusta nada cómo
suena.
—¿Quieres decir
«dura» en el buen sentido? —Procuro sonar
indiferente—.
Digamos... ¿dura, pero simpática y agradable?
—Querida, tú eres una
persona centrada. Una persona motivada.
Manejas tu
departamento con mano firme. Eres una jefa de primera. —Sonríe
—. Y ahora he de
dejarte. Nos vemos luego.
La pantalla se apaga
y me quedo mirándola con desasosiego. En
realidad, más alarmada
que nunca.
Dura.
¿No es otra manera de
decir «bruja repulsiva y tiránica»?
Sea cual sea la
verdad, no debo permitir que esto me afecte. Tengo que
ver las cosas con
perspectiva. Ha pasado una hora y he recuperado un poco
el ánimo. Me he
puesto la cadena con el diamante que me regaló Eric y me he
echado litros de un
perfume carísimo. Y he tomado de extranjis una copita de
vino que me ha
ayudado a verlo todo de otra manera.
Quizá las cosas no
sean tan perfectas como había creído. Quizá me haya
enfadado con mis
amigas; quizá Byron quiera quitarme el puesto; quizá yo no
tenga ni idea de
quién es Tony Dukes. Pero todo eso puede arreglarse. Puedo
aprender otra vez a
hacer mi trabajo. Puedo arreglar las cosas con Fi y las
demás. Y puedo buscar
en Google quién es Tony Dukes.
La cuestión es que
sigo siendo la chica con más suerte del mundo. Tengo
un marido
despampanante, un matrimonio maravilloso y un apartamento de
narices. O sea, ¡echa
un vistazo, nena! Esta noche, más que nunca, tiene una
pinta como para
caerse de culo. Ha pasado por aquí la florista y hay ramos
de lirios y rosas por
todas partes. La mesa de la cena, completamente
extendida, está
cubierta de plata y de cristal y tiene un centro de mesa como
en las bodas.
¡Incluso hay tarjetas con los nombres de los invitados en una
preciosa caligrafía!
Eric me dijo que
sería «una cenita informal». A saber cómo será una
cena formal de
verdad. Quizá con diez mayordomos de guante blanco.
Me aplico un
pintalabios Laucóme con cuidado. Al acabar, me observo
detenidamente en el
espejo. Llevo un moño de primera, un vestido ceñido que
me queda perfecto y
unos pendientes de diamantes. Parezco recién salida de
un anuncio. Como si
fuese a aparecer un rótulo en la pantalla:
«Ferrero Rocher. Para
los grandes momentos.»
«Gas Nacional. Calor
y confort en su loft chachi de un millón de
libras.»
Retrocedo un paso y
las luces cambian automáticamente: en lugar de los
focos del espejo
ahora brilla una luz más global. El sistema de «iluminación
inteligente» de esta
habitación es mágico. Calcula tu posición con unos
sensores de calor y
se ajusta por sí solo. A mí me encanta despistarlo
corriendo de un lado
para otro y gritando: «¡Ja! ¡Te pillé, señor inteligente!»
Cuando Eric no está,
por supuesto.
—¡Cariño!
Doy un respingo y me
vuelvo. Eric asoma por la puerta con su traje de
ejecutivo.
—¡Estás preciosa!
—¡Gracias! —Noto un
rubor de placer y me paso la mano por el pelo.
—Una cosita. Tú
maletín está en el vestíbulo. ¿Te parece un sitio
adecuado? —Su sonrisa
no se altera, pero percibo irritación en su voz.
Mierda. Me lo habré
dejado allí. Estaba tan agitada al llegar que no me
he dado ni cuenta.
—Ya lo quito —me
apresuro a decir—. Perdona.
—Estupendo —asiente—.
Pero antes prueba esto. —Me alcanza una
copa de vino tinto—.
Es Chateau Branaire-Ducru. Lo compramos en el último
viaje a Francia. A
ver qué opinas.
—Bueno. —Procuro
aparentar seguridad—. Cómo no.
¿Qué narices voy a
decir? Lentamente, doy un sorbo y lo paseo por la
boca mientras busco
en mi cerebro palabras de esa jerga que usan los
chiflados del vino.
Correoso. Sabor a roble. Una cosecha excelente.
Si te paras a
pensarlo, son todo chorradas, ¿no? Vale. Voy a decirle que
es de una magnífica
cosecha, con mucho cuerpo y un suave matiz de fresas
salvajes. No: de grosellas.
Me lo trago por fin y asiento con aire entendido.
—¿Sabes?, me parece
una ex...
—Espantoso ¿no? —Me
interrumpe—. Con sabor a corcho. Totalmente
pasado.
«¿Pasado?»
—Oh... sí, ya lo
creo. —Me recupero sobre la marcha—.
Completamente
caducado. ¡Aggg! —Hago una mueca—. Asqueroso.
Por los pelos. Dejo
la copa en una mesita y la iluminación inteligente se
ajusta de nuevo.
—Eric —lo llamo, sin
manifestar mi exasperación—. ¿Podríamos
ajustar la luz de
manera que permaneciera igual toda la noche? No sé si será
posible...
—Todo es posible.
—Parece algo ofendido—. Hay infinitas
posibilidades a
nuestro alcance. En eso consiste justamente el estilo de vida
loft.
-Me pasa el mando a distancia—. Ahí tienes. Con
esto puedes anular el
sistema. Escoge la
modalidad que desees. Yo voy a elegir el vino.
Entro en la sala,
busco iluminación en el mando y empiezo a probar
modalidades. Día
resulta muy intensa. Cine, demasiado oscura. Relax,
sombría... Repaso la
lista rápidamente. Lectura... Disco...
Eh, un momento. ¿Luces
de discoteca? Pulso el botón y me echo a reír
cuando la sala se
llena de vibrantes haces de colores. Ahora probemos
estroboscópica. De
inmediato, toda la sala parpadea en blanco y negro y me
lanzo alegremente a
bailar al estilo robot alrededor de la mesita de café. ¡Es
igual que una disco!
¿Cómo no me lo había dicho Eric? Quizá también
tengamos hielo seco y
una bola de espejo...
—¡Santo Dios, Lexi!
¿Qué demonios haces? —La voz de Eric me llega
desde el otro lado de
la sala parpadeante—. ¡Has dejado todo el apartamento
con luz
estroboscópica! ¡Gianna por poco se corta un brazo!
—¡Ay! Perdón. —Busco
a tientas el mando y pulso botones hasta que
volvemos a
iluminación disco—. ¡No me habías contado que teníamos estas
luces tan chulas!
¡Qué pasada!
—Nunca las usamos.
—Su rostro es un remolino psicodélico—. Y
ahora busca algo más
sensato, por el amor de Dios. —Se da media vuelta y
desaparece.
¿Cómo es posible que
no las usemos? ¡Qué desperdicio! ¡Tengo que
invitar a las chicas
y montar una fiesta monstruo! Un poco de vino, cosas para
picar, despejamos la
sala, ponemos el volumen a tope...
Y entonces me acuerdo
de todo y se me encoge el corazón. Eso no va a
ocurrir por ahora. O
quizá nunca.
Desinflada, pongo las
luces en zona de recepción 1: una modalidad que
no está ni bien ni
mal, qué más da. Dejo el mando, me acerco a la ventana y
contemplo la calle.
Estoy decidida. No voy a rendirme. Son mis amigas,
averiguaré qué ha
ocurrido y luego me reconciliaré con ellas.
Había pensado
quedarme con las caras y los nombres de los invitados
con técnicas de
memoria visual. Pero mi plan naufraga a la primera cuando
los tres compañeros
de golf de Eric aparecen juntos con trajes idénticos,
caras idénticas e
incluso esposas idénticas, y con unos nombrecitos como
Greg, Mick, Suki y Pooky. En cuanto llegan, se
ponen a hablar de unas
vacaciones en la
nieve que pasamos una vez juntos, por lo visto.
Yo le doy sorbos a mi
copa y sonrío sin parar, y entonces se presentan
otros diez invitados
y ya no tengo ni idea de quién es quién. Salvo Rosalie,
que llega como una
exhalación, me presenta a su marido Clive (no parece un
monstruo, sólo un
tipo manso y trajeado), y desaparece enseguida de mi vista.
Al cabo de muy poco
tengo los oídos zumbando y me siento mareada.
Gianna sirve las
bebidas y su sobrina los canapés. Todo parece bajo control,
así que farfullo una
excusa al tipo calvo que me estaba hablando de una
guitarra de Mick
Jagger que acaba de comprar en una subasta benéfica y me
deslizo furtivamente
a la terraza.
Me lleno los pulmones
de aire fresco un par de veces. La cabeza me da
vueltas. Cae un
crepúsculo gris y azulado y empiezan a encenderse las
farolas. Contemplando
la vista de Londres, me siento irreal. Es como si
interpretase el papel
de una chica con un vestido de noche que se asoma con
una copa de champán
al balcón de un loft de ensueño.
—¡Cariño! ¡Conque
estabas aquí!
Me doy la vuelta y
veo a Eric, que desliza la puerta corredera y se
asoma desde el
interior.
—¡Estoy tomando un
poco el aire!
—Déjame presentarte a
Jon, mi arquitecto —dice, y le abre paso a un
tipo moreno vestido
con tejanos negros y una chaqueta gris marengo de lino.
—¡Hola...! —empiezo,
pero me interrumpo en el acto—. ¡Eh, nosotros
nos conocemos!
—exclamo, casi aliviada al ver una cara conocida—. Tú
eres el tipo del
coche.
Una rara expresión
cruza su rostro. Una especie de decepción. Luego
asiente.
—Exacto. El tipo del
coche.
—Jon es nuestro
espíritu creativo —me explica Eric, mientras le da
unas palmadas—. Es él
quien tiene el talento. Yo quizá posea instinto
comercial, pero él ha
creado el estilo de vida loft.
Mientras pronuncia
estas palabras, hace aquel gesto con las manos,
como poniendo
ladrillos.
—¡Genial! —Procuro
sonar entusiasmada. Pero por mucho que sea el
negocio de Eric, lo del
«estilo de vida loft» me está empezando a hinchar las
narices.
—Gracias otra vez por
lo del otro día —le digo a Jon con una sonrisa
educada—. ¡Me
salvaste la vida! —Me vuelvo hacia Eric—. No te lo conté,
cariño, pero quise
probar el coche y por poco me estrello contra la pared.
Jon me salvó por los
pelos.
—Fue un placer-repone
él, dando un trago—. ¿Cómo va? ¿Aún no
recuerdas nada?
Meneo la cabeza.
—Nada.
—Debe de ser muy
raro.
—Sí... pero me voy
acostumbrando. Y Eric me ayuda un montón. Hasta
me ha escrito un
libro para refrescarme la memoria. Un manual conyugal.
Organizado por temas
y todo.
—¿Un manual? —repite
Jon. Le ha entrado un tic en la nariz—. ¿En
serio?
—Sí, un manual. —Lo
miro, extrañada.
—Ahí está Graham.
—Eric ni siquiera nos está escuchando—. Debo
hablar con él un
momento, perdonad... —Vuelve a entrar en el apartamento y
me deja sola con el
arquitecto.
No sé qué pasa con
este tipo; es decir, ni siquiera lo conozco, pero tiene
algo que me enerva.
—¿Qué tiene de malo
un manual conyugal? —me oigo preguntarle.
—No, nada. En
absoluto. —Sacude la cabeza con seriedad—. Es una
idea muy sensata. Si
no, tal vez no sabrías cuándo tenéis que besaros.
—¡Exacto! Eric ha
incluido un apartado entero... —Me interrumpo. Su
boca se crispa como si
estuviera aguantando la risa. ¿O sea que lo encuentra
divertido?—. El
manual aborda todo tipo de cuestiones —añado con tono
glacial—. Y nos ha
ayudado mucho a los dos. También para Eric resulta
difícil, ¿sabes?,
tener una esposa que no recuerda nada de él. ¿O eso no se te
había ocurrido?
Se hace un silencio.
El humor se ha evaporado de su rostro.
—Créeme —responde por
fin—. Sí se me ha ocurrido.
Apura su copa y se la
queda mirando unos instantes. Luego levanta la
vista, se dispone a
hablar... Y entonces se abren las puertas a su espalda.
—¡Lexi! —Rosalie se
acerca tambaleante, con una copa en la mano—.
¡Los canapés son
espectaculares!
—Ah... ¡gracias! —Me
avergüenza recibir elogios por algo que no he
hecho—. Aún no los he
probado. ¿Están buenos?
Ella me mira
perpleja.
—No tengo ni idea,
cielo. Pero tienen un aspecto maravilloso. Y Eric
dice que la cena está
a punto.
—Ay, Dios —digo con
remordimiento—. Se lo he dejado todo al pobre
Eric. Será mejor que
entremos. ¿Os conocéis? —prosigo mientras volvemos
dentro.
—Desde luego —dice
él.
—Jon y yo somos
viejos amigos —comenta Rosalie con dulzura—.
¿Verdad, querido?
Jon asiente y se
apresura a cruzar las puertas de cristal.
—Nos vemos luego
—dice, y desaparece.
—¡Qué tipo más
horrible! —comenta Rosalie con una mueca.
—¿Horrible? —repito
asombrada—. A Eric le cae muy bien.
—Sí, ya —dice con
desdén—. Y Clive cree que es el no va más. Un
visionario que gana
premios y bla, bla, bla. —Se sacude el pelo—. Pero es
el tipo más grosero
que he conocido en mi vida. Cuando le pedí el año
pasado que hiciera
una donación para mi campaña benéfica, se negó. Peor
aún: se echó a reír.
—¿Cómo que se echó a
reír? —me escandalizo—. ¡Qué espanto! ¿En
qué consistía la
campaña?
—Se llamaba Una
Manzana al Día —me explica, orgullosa—. Se me
ocurrió a mí sola. La
idea era darle, una vez al año, una manzana a cada
alumno de un barrio
deprimido de Londres. ¡Una manzana llena de
maravillosos
nutrientes! Sencillo y genial, ¿no te parece?
—Eh... sí, fenomenal.
¿Y qué tal fue?
—Empezó muy bien.
Repartimos miles de manzanas; teníamos camisetas
y una furgoneta con
el logo de la manzana. ¡Fue tan divertido! Hasta que el
ayuntamiento comenzó
a mandarnos unas cartas del todo estúpidas sobre la
fruta supuestamente
tirada en la calle y los bichos que generaba.
—¡Qué lástima! —Me
muerdo el labio. La que tiene ganas de mondarse
ahora soy yo.
—¿Sabes?, ése es el
problema con las obras benéficas —prosigue con
aire sombrío—. Los
funcionarios no quieren tu ayuda y te ponen toda clase
de trabas.
Cruzamos las puertas
correderas y observo a toda la marabunta. Veinte
caras desconocidas,
riendo y charlando y dando gritos. Veo cómo destellan
las joyas y percibo
el rumor de las risas y tengo de nuevo una sensación de
irrealidad.
—No debes preocuparte.
—Rosalie me pone una mano en el brazo—.
Eric y yo tenemos un
plan. Todo el mundo se irá poniendo de pie y se
presentará durante la
cena. —Arruga la frente—. Cielo, pareces asustada.
—¡Qué va! —Consigo
sonreír—. ¡En absoluto!
Es mentira, claro.
Estoy muerta de miedo. Mientras busco mi sitio en la
larga mesa de vidrio,
entre saludos y sonrisas, me siento como si estuviera
viviendo un sueño
extraño. Éstos son mis amigos, supuestamente. Todos me
conocen. Y yo tengo
la sensación de no haberlos visto en mi vida.
—¡Lexi, cariño! —Una
mujer de pelo muy negro me arrastra a un lado
—. ¿Tienes un minuto?
—dice casi susurrando—. Oye, el quince y el
veintiuno pasamos
todo el día juntas. ¿Vale?
—¿Ah, sí? —respondo
sin comprender.
—Sí, mujer. Por si
Christian pregunta. Mi marido. —Me señala al calvo
de la guitarra de
Mick Jagger, que se sienta enfrente.
—Ah, vale. ¿De veras
pasamos el día juntas?
—¡Claro! —dice tras
una pausa—. ¡Claro que sí, cariño! Me aprieta la
mano y se aleja.
—Damas y
caballeros... —Eric se ha puesto de pie en la otra punta de
la mesa y todas las
conversaciones se apagan mientras la gente toma asiento
—. Bienvenidos. Lexi
y yo estamos encantados de teneros aquí.
Todos se vuelven
hacia mí, y esbozo una tímida sonrisa.
—Como sabéis, Lexi sufre
aún las secuelas de su accidente, lo cual
significa que no anda
muy bien de memoria. —Sonríe con tristeza. El tipo
que tiene delante
suelta una risita, pero su esposa lo hace callar de inmediato
—. Lo que os propongo
es que cada uno de vosotros se presente otra vez a
Lexi. Os ponéis de
pie, decís vuestro nombre y contáis algún hecho
memorable que hayáis
compartido con ella.
—¿Qué dicen los
médicos? ¿Esto podría servir para estimular su
memoria? —pregunta un
tipo que tengo a mi derecha.
—Nadie lo sabe a
ciencia cierta —responde Eric con gravedad—. Pero
debemos intentarlo.
¿Quién empieza?
—¡Yo! ¡Yo! —Es
Rosalie, que se pone en pie de un salto—. Lexi, soy
Rosalie, tu mejor
amiga, ya lo sabes. Y nuestro recuerdo más memorable fue
aquella vez cuando
nos depilaron a la cera y la chica se entusiasmó más de la
cuenta... —Ríe
tontamente—. La cara que pusiste...
—¿Qué pasó? —pregunta
una chica toda de negro.
—¡No voy a contarlo
en público! —dice Rosalie, muy digna—. Pero, la
verdad, fue
inolvidable. —Sonríe y vuelve a sentarse.
—Muy bien —dice Eric,
que se ha quedado a cuadros—. ¿El siguiente?
¿Charlie?
—Soy Charlie
Mancroft. —Un hombre de aire tosco se levanta al lado
de Rosalie y me hace
un gesto—. Imagino que nuestro hecho memorable debe
de ser aquella vez
que fuimos todos a Wentworth, a la fiesta de la empresa.
Montgomerie hizo un
birdie en el hoyo dieciocho. Una jugada increíble —
añade, y se me queda
mirando.
—¡Claro! —No sé de
qué me habla. ¿De golf? ¿De billar?—. Eh...
muchas gracias.
El tipo vuelve a
sentarse y se incorpora la chica de su lado.
—Hola, Lexi —me dice,
saludándome con la mano—. Soy Natalie. Para
mí, el hecho más
memorable es el día de tu boda.
—¿En serio? —respondo
casi conmovida—. Uau.
—¡Fue un día tan
feliz! —Se muerde el labio—. Estabas preciosa y yo
pensaba: «Así me
gustaría estar a mí cuando me case.» En realidad, yo creía
que Matthew me lo
propondría aquel día, pero no lo hizo. —Se le tensa la
sonrisa.
—¡Por favor, Natalie!
—refunfuña un tipo, sentado frente a ella—. ¡Otra
vez con esa historia,
no!
—¡No, no, si no pasa
nada! —continúa alegremente—. ¡Ahora sí
estamos prometidos!
¡Sólo han hecho falta tres años! —Me muestra su
diamante de
compromiso—. ¡Llevaré el mismo vestido que tú! ¡El mismo
modelo de Vera Wang,
en blanco!
—¡Muy bien, Natalie!
—la interrumpe Eric—. Vamos a continuar. ¿Jon?
Tu turno.
Jon, sentado frente a
mí, se pone en pie.
—Hola —dice con su
voz seca—. Soy Jon. Nos hemos visto antes. —Se
queda callado.
—¿Y? —Lo anima Eric—.
¿Qué hay de tu recuerdo más memorable?
Jon me examina con
sus ojos oscuros e intensos. Se rasca la nuca, frunce
el entrecejo y bebe
un sorbo de vino, como si se estuviese concentrando. Al
fin, extiende las
palmas de las manos.
—No se me ocurre
nada.
—¿Nada? —Me siento un
poco picada.
—¡Cualquier cosa!
—dice Eric para alentarlo—. Algún momento
especial que hayáis
compartido...
Todos los ojos están
fijos en él, que vuelve a fruncir el entrecejo y se
encoge de hombros.
—No recuerdo
nada-concluye—. Nada que pueda contar.
—Tiene que haber
algo, Jon —insiste ansiosamente una chica—. ¡A lo
mejor sirve para
estimular su memoria!
—Lo dudo —responde él
con media sonrisa.
—Bueno, está bien
—interviene Eric con impaciencia—. No importa,
sigamos.
Cuando todos se han
puesto de pie y han contado su anécdota, ya no me
acuerdo de los que
han hablado primero. Pero, en fin, es un comienzo,
supongo. Gianna y su
sobrina nos sirven un carpaccio de atún, ensalada de
rúcula y peras al
horno mientras charlo con un tal Ralph sobre su divorcio.
Luego retiran los
platos y Gianna recorre la mesa anotando los cafés.
—Del café me encargo
yo —digo levantándome—. Ya has trabajado
demasiado esta noche,
Gianna. Tómate un respiro.
Verla trajinar
cargada de fuentes alrededor de la mesa me ha ido
poniendo cada vez más
incómoda. Tampoco me ha gustado que los invitados
no la miren siquiera
mientras se sirven. Ni el modo que ha tenido de ladrarle
ese tipo horroroso
llamado Charlie porque quería más agua. ¡Qué
maleducado!
—¡Lexi! —dice Eric
sonriendo—. ¡No hace ninguna falta!
—Quiero hacerlo
—insisto—. Siéntate, Gianna. Yo puedo preparar
perfectamente unas
tazas de café. De veras.
Gianna me mira
perpleja.
—Iré a prepararle la
cama —dice al fin, y se encamina hacia mi
dormitorio seguida de
su sobrina.
No me refería a eso
cuando le he dicho que se tomara un respiro. Pero
bueno.
—Vale. —Sonrío en
torno a la mesa—. El que quiera café, que levante
la mano... —Empiezo a
contar—. ¿Algún poleo menta?
—Te echaré una mano
—dice Jon de repente, incorporándose.
—Bueno —respondo
desconcertada—. Vale, gracias.
Me dirijo hacia la
cocina, lleno el cazo y enciendo el hornillo. Luego
me pongo a buscar las
tazas por los armarios. Quizá tenemos un juego
especial para este
tipo de cenas. Consulto un momento el manual conyugal,
pero no encuentro
nada.
Entretanto, Jon se
pasea de un lado para otro, como sumido en una
ensoñación y sin
ayudarme en lo más mínimo.
—¿Te encuentras bien?
—le pregunto por fin, medio irritada—.
Supongo que tú no
sabrás dónde están las tazas, ¿verdad?
Ni siquiera parece
oír la pregunta.
—¿Hola? —Le hago
señas—. ¿No has venido a ayudarme?
Por fin se detiene y
me mira con una expresión rarísima.
—No sé cómo decírtelo
—empieza—. Así que te lo voy a decir sin más.
—Respira hondo, luego
parece cambiar de idea, se me acerca y me mira
fijamente—. ¿De
verdad no lo recuerdas? ¿No es una broma que me estás
gastando?
—¿Recordar qué? —le
respondo, flipada.
—Vale. Vale. —Se da
media vuelta y empieza a pasearse de nuevo,
mientras se pasa las
manos por el pelo. Vuelve a acercarse—. Ésta es la
cuestión: te quiero.
—¿Cómo?
—Y tú me quieres a mí
—añade sin darme tiempo a reaccionar—.
Somos amantes.
—¡Cielo! —La puerta
se abre de golpe y Rosalie asoma la cabeza—.
Dos poleos más y un
descafeinado para Clive.
—¡Marchando! —acierto
a graznar.
Rosalie desaparece y
la puerta de la cocina se cierra sola. Se hace un
silencio: el silencio
más espantoso que he soportado en mi vida. No puedo
mover una ceja. Ni
decir palabra. Por un momento se me van los ojos hacia
el manual conyugal,
que sigue sobre el mármol, como si fuese a encontrar allí
la respuesta. Jon
sigue mi mirada.
—Supongo —dice
secamente— que yo no figuro en ese manual.
—No... no entiendo
—alcanzo a decir, mientras me esfuerzo por
recuperar la
compostura—. ¿Qué significa «amantes»? ¿Me estás diciendo
que teníamos... una
aventura?
—Llevábamos viéndonos
ocho meses. —Tiene sus ojos oscuros fijos en
mí—. Estabas
planeando dejar a Eric.
Se me escapa una
risita. Enseguida me tapo la boca.
—Perdona, no
pretendía ser grosera, pero... ¿dejar a Eric? ¿Por ti?
Antes de que pueda
reaccionar, las puertas vuelven a abrirse.
—¡Lexi! —Aparece un
tipo de cara colorada—. ¿No tendrás un poco de
agua con gas por ahí?
—Aquí tienes. —Le
pongo un par de botellas en las manos. La puerta se
cierra otra vez. Jon
hunde las manos en los bolsillos.
—Estabas a punto de
decirle a Eric que no podías seguir con él —me
dice, hablando
rápido—. Ibas a dejarlo, habíamos hecho planes... —Se
interrumpe y da un
profundo suspiro—. Y entonces tuviste el accidente.
Está muy serio. Cree
de verdad lo que me está diciendo.
—¡Pero eso es
absurdo!
Por un instante me
mira como si lo hubiera abofeteado.
—¿Absurdo?
—¡Sí, absurdo! Yo no
soy del género infiel. Además, tengo un gran
matrimonio, un marido
fantástico, soy feliz...
—Tú no eres feliz con
Eric —me interrumpe—. Créeme.
—¡Desde luego que sí!
—replico asombrada—. ¡Es encantador! ¡Es
perfecto!
—¿Perfecto? —Da la
impresión de que se está reprimiendo para no
pasarse de la raya—.
No tiene nada de perfecto, Lexi.
—Pues se acerca
bastante —le digo, nerviosa. ¿Quién se habrá creído
que es este tipo para
venir a soltarme en medio de la cena que es mi amante?
—. Escucha, Jon...
seas quien seas. No te creo. Yo nunca tendría una
aventura, ¿vale?
Tengo un matrimonio ideal. ¡Una vida de ensueño!
—¿De ensueño, dices?
—Se rasca la frente, como intentando ordenar
sus ideas—. ¿Eso
crees?
Este tipo me está
sacando de quicio.
—¡Pues claro! —Le
muestro la cocina con los brazos extendidos—.
¡Mira este sitio! ¡Mira
a Eric! ¡Es fantástico! ¿Cómo iba a tirarlo todo por la
borda por un...?
Me detengo en seco al
ver que se abre la puerta.
—¡Cariño! —Eric me
sonríe desde el umbral—. ¿Cómo van esos cafés?
—Enseguida están
—digo, aturdida—. Perdona, cariño. —Me doy la
vuelta para ocultarle
el rubor que me arde en las mejillas y empiezo a llenar
la cafetera a
cucharadas. La mitad se me cae fuera. Quiero que este tipo se
largue ahora mismo.
—Eric, he de
marcharme —dice Jon a mi espalda, como si me leyese el
pensamiento—. Gracias
por esta magnífica velada.
—¡Jon! ¡Genio! —Eric
le da unas palmadas—. Hemos de vernos
mañana, tenemos que
preparar la reunión.
—Por supuesto
—responde él—. Adiós Lexi. Me ha encantado
conocerte de nuevo.
—Adiós. —Me obligo a
darme la vuelta y dirigirle una sonrisa de
anfitriona—.
Encantada de verte.
Él se inclina y me da
un beso en la mejilla.
—No tienes ni idea de
tu vida —me dice al oído. Y sale de la cocina
sin mirar atrás.
Capítulo 11
No puede ser.
La luz de la mañana
se cuela por las persianas; llevo un buen rato
despierta, pero soy
incapaz de levantarme. Contemplo el techo, respirando
despacio. La teoría,
supongo, es que si estoy lo bastante quietecita quizá se
calme la vorágine que
tengo en la cabeza.
Por ahora ha
demostrado ser una teoría muy chapucera.
Cada vez que repaso
lo ocurrido anoche siento mareos. Creía que me
estaba adaptando a
esta nueva vida, que todo empezaba a cobrar sentido. Y
ahora es como si se
hubiera abierto el suelo bajo mis pies. Fi dice que soy
una bruja repulsiva.
Y ese tipo va y me suelta que soy su amante secreta.
¿Qué más? ¿Va a
resultar que soy agente del FBI?
No puede ser. Y
punto. ¿Por qué narices habría de engañar a Eric? Es
atractivo, delicado,
multimillonario. Y sabe conducir una lancha motora.
Mientras que Jon es
como... no sé, desaliñado. Como erizado de púas.
En cuanto a esa
frasecita: «No tienes ni idea de tu vida», ¡menuda cara,
el tío! Yo sé un
montón de cosas de mi vida, muchas gracias. Sé a qué
peluquería voy, y qué
pusieron de postre en mi boda, y con qué frecuencia
nos acostamos Eric y
yo... Está todo en el manual.
Además, ¿no es de una
grosería espantosa? Uno no se presenta y le
espeta a una mujer
casada «Somos amantes» mientras está dando una cena en
su casa con su
marido. En fin, al menos eliges otro momento. O le escribes
una carta.
No, una carta no...
Bueno, lo que sea. Y
deja ya de pensar.
Me siento en la cama,
aprieto el botón para subir las persianas y me
paso los dedos por el
pelo enredado, dándome tirones. La pantalla que tengo
delante permanece
apagada y un misterioso silencio me rodea. Después de
vivir en mi piso de
Balham, lleno de corrientes, se me hace raro este lugar
tan hermético. Según
el manual, no tenemos que abrir las ventanas porque eso
distorsiona el
sistema de aire acondicionado.
Ese Jon debe de ser
un psicópata. Seguro que se ceba en las personas
con amnesia y les
dice que es su amante, el muy descarado. Pero no hay
ninguna prueba de que
nosotros tuviéramos una aventura. Ninguna. No he
encontrado nada que tenga
que ver con él: una nota, una foto, un recuerdo.
Claro que tampoco iba
a dejarlo en medio para que Eric lo encontrase,
¿no?, dice una
vocecita en mi interior.
Permanezco unos
momentos inmóvil, siguiendo el curso de mis
pensamientos. Luego,
con un impulso repentino, me levanto y voy al vestidor.
Me acerco al tocador
y de un tirón abro el primer cajón. Está lleno de
envases de Chanel
perfectamente alineados. Lo cierro y abro el siguiente,
atestado de pañuelos
doblados. En el siguiente hay un estuche de joyas y un
álbum de fotos de
ante, vacío.
Cierro el cajón
lentamente. Incluso aquí, en mi rincón más íntimo, todo
parece ordenado,
esterilizado y como anulado. ¿Y el desorden? ¿Y los
trastos, las cartas,
las fotos? ¿Dónde están mis cinturones con tachuelas? ¿Y
mis pintalabios de
muestra, obsequio de alguna revista de cuarta? ¿Dónde
estoy... yo?
Me apoyo en los
codos, mordisqueándome una uña. Y de repente tengo
una inspiración: el
cajón de las bragas. Si hubiera escondido algo, sería allí.
Abro el armario, tiro
del cajón y empiezo a hurgar entre un mar satinado de
La Perla... Pero no
encuentro nada. Tampoco en el cajón de los sujetadores.
—¿Buscas algo? —Me
vuelvo con un respingo y veo a Eric en el
umbral. Me pongo roja
como un tomate.
Lo sabe.
No, no seas estúpida.
¡Si no hay nada que saber!
—¡Hola! —Saco las
manos del cajón con toda la calma, o eso intento
—. Estaba buscando...
unos sujetadores.
Vale, Lexi. Ésta es
la razón principal de que no puedas tener una
aventura. Mientes de
pena.
¿Para qué iba a
necesitar «unos sujetadores»? ¿Es que me han salido
seis tetas?
—Me estaba
preguntando —continúo, medio aturullada—. ¿Hay más
chismes míos en otra
parte?
—¿Chismes? —Eric
arquea una ceja.
—Sí, cartas, diarios,
esas cosas.
—Bueno, también está
el escritorio del estudio. Ahí tienes todos tus
archivos de trabajo.
—Claro. —Se me había
olvidado el estudio. O tal vez pensaba que era
territorio suyo.
—Una cena
maravillosa, anoche. —Se adentra un par de pasos en el
vestidor—. Te
felicito, querida. No te habrá sido fácil.
—Fue divertido. —Me
pongo en cuclillas y jugueteo con la correa del
reloj—. Había gente
interesante.
—¿No te resultó
abrumador?
—Un poquito —contesto
sonriendo—. Todavía tengo mucho que
aprender.
—Ya sabes que puedes
preguntarme lo que quieras. Para eso estoy —
dice, abriendo las
manos—. ¿Algo en concreto?
Le devuelvo la mirada
en silencio. «¿Sabes si me he tirado a tu
arquitecto?»
—Bueno. —Me aclaro la
garganta—. Ya que lo preguntas... Estaba
pensando... Nosotros
somos felices juntos, ¿no? Formamos una pareja feliz...
y fiel, ¿verdad?
—Creo que he dejado caer «fiel» muy sutilmente, pero su
oído aguzado la pesca
al vuelo.
—¿Fiel? —repite, con
el entrecejo fruncido—. Yo nunca te he sido
infiel, Lexi. No me
lo plantearía siquiera. Hicimos unos votos. Asumimos un
compromiso.
—Por supuesto. Sin
duda.
—No entiendo cómo se
te puede haber ocurrido. —La verdad es que
parece estupefacto—.
¿Te ha dicho alguien otra cosa? ¿Alguno de los
invitados? Porque
quienquiera que sea...
—¡No! ¡Nadie me dijo
nada! Sólo que... todo es tan nuevo y tan
extraño... —Hablo a
trompicones, la cara me arde—. Bueno... se me ha
ocurrido preguntarte.
Simple interés.
Vale, así que el
nuestro no es un matrimonio abierto y «moderno». Por
si necesitaba
saberlo.
Cierro el cajón de
los sujetadores, abro otro al azar y observo tres filas
de medias
primorosamente dobladas mientras la cabeza me va a mil por hora.
Debería cambiar de
tema. Pero no puedo evitarlo, tengo que investigar.
—Eh... y ese tipo...
—Arrugo la frente exageradamente, como si no
pudiera recordar su
nombre—. El arquitecto.
—Jon.
—Eso es, Jon. Parece
buen tipo —digo encogiéndome de hombros.
—De lo mejor que hay.
A él se debe nuestro éxito en gran parte. Es la
persona con más
imaginación que conozco.
—¿Imaginación? —Me
aferró a ese detalle—. ¿Quieres decir que se
pasa a veces de
imaginativo? ¿Una especie de... fantasioso?
—No. —Me mira
perplejo—. En absoluto. Es mi mano derecha.
Pondría mi vida en
sus manos sin dudarlo.
Antes de que pueda
preguntarme a qué viene tanto interés, el teléfono da
un timbrazo repentino
para mi alivio.
Eric sale del
dormitorio para responder y me apresuro a cerrar el cajón
de las medias. Estoy
a punto de darme por vencida y abandonar el registro de
mi propio armario
cuando descubro una cosa en la que no me había fijado
hasta ahora. Hay un
cajoncito disimulado en la base del armario, con un
pequeño teclado
numérico.
¿Un cajón secreto?
El corazón se me
acelera. Me agacho y marco la clave que utilizo
siempre: 4591. Se oye
un chasquido y el cajón se abre. Mirando la puerta de
reojo por si aparece
Eric, tanteo sigilosamente con la mano y tropiezo con
algo duro, el mango
de un...
Látigo.
Me quedo tan pasmada
que no puedo ni moverme. Es un látigo pequeño
con tiras de cuero
negro; vamos, un artículo directamente salido del Palacio
del Sado. Su visión
me deja paralizada. ¿Será esto el látigo de mi adulterio?
¿Me he convertido en
una persona totalmente distinta? ¿En una fetichista, una
asidua de los locales
sadomaso que somete a los hombres vestida con un
corsé de tachuelas?
Siento unos ojos
clavados en mí. Eric está en el umbral, mirando el
látigo y enarcando
las cejas con aire socarrón. Me llevo un susto de muerte.
—¡Ah! Eh... ¡He
encontrado esto aquí! No sabía...
—Será mejor que no lo
dejes a la vista —dice con aire divertido—. No
vaya a ser que lo
encuentre Gianna.
Lo miro de hito en
hito mientras mi cerebro alelado trabaja a marchas
forzadas. Eric está
al corriente. Sonríe. Lo cual significa...
No. No puede ser.
¡Ni hablar!
—¡Esto no estaba en
el manual! —Quería decirlo en tono ligero y
burlón, pero me sale
un chillido histérico.
—No todo está en el
manual. —Sus ojos destellan.
Vale, pero eso es
cambiarme las reglas. Yo creía que todo,
absolutamente todo,
figuraba allí.
Le echo una mirada
nerviosa al látigo. Entonces... ¿cómo es la cosa?
¿Yo lo azoto? ¿O es
él...?
No quiero ni
pensarlo. Vuelvo a meterlo en el cajón y lo cierro de un
golpe. Me sudan las
manos.
—Eso es. —Eric me
guiña un ojo—. Bien guardado. Hasta luego.
Me deja sola y un
momento después oigo la puerta principal.
Creo que me iría bien
un chupito de vodka.
Al final, me decido
por una taza de café y un par de galletas que Gianna
me cede de su alijo
personal. Dios mío, echo mucho de menos las galletas. Y
el pan. Y las
tostadas. Me muero por una buena tostada crujiente y doradita,
cubierta de
mantequilla...
En fin. Deja de
fantasear sobre carbohidratos. Deja de pensar en el
látigo. Un látigo en
miniatura. Muy bien. ¿Y qué?
Mamá viene a las
once, pero no tengo nada que hacer hasta entonces.
Me paseo por la sala,
me siento en el brazo del inmaculado sofá y abro una
revista, pero la
cierro a los dos minutos. Estoy demasiado crispada. Es como
si hubieran empezado
a surgir grietas en esta vida tan perfecta. No sé qué
pensar. No sé qué
hacer.
Dejo la taza de café
y me miro las uñas impecables. Yo era una chica
normal con el pelo de
escarola, los dientes salidos y un novio chungo. Con un
trabajo cutre, un
grupo de amigas con las que echar unas risas y un piso
diminuto y acogedor.
Y ahora... Aún
reacciono con retraso cuando veo mi reflejo en un
espejo. Y no veo mi
personalidad reflejada por ningún lado en este
apartamento. El
reality show de la tele... los tacones altos... mis amigas que
no quieren ni verme...
un tipo que me dice que es mi amante secreto... No sé
en qué me he
convertido. No comprendo qué demonios me ha pasado.
Siguiendo un impulso,
dejo la revista y voy al estudio. Ahí está mi
escritorio, pulcro y
reluciente, con la silla perfectamente colocada en su
sitio. Nunca he
tenido un escritorio tan ordenado. No es de extrañar que no
supiera que es mío.
Me siento y abro el primer cajón. Está lleno de cartas
ordenadas en carpetas
de plástico. En el segundo están los extractos
bancarios, atados con
cordel azul.
Jolines. ¿Desde
cuándo me he vuelto tan minuciosa?
Abro el último, el
más grande, esperando encontrar una hilera de frascos
de Tippex
perfectamente alineados, o algo por el estilo. Pero está vacío,
aparte de un par de
papeles.
Saco los extractos
bancarios y los hojeo deprisa. Me quedo estupefacta
al ver mi sueldo, que
es al menos tres veces más de lo que ganaba antes. La
mayor parte del
dinero sale de mi cuenta personal y va a la cuenta conjunta
que tengo con Eric.
Pero una cantidad considerable va cada mes a una cosa
llamada «Cta. Unito».
Tengo que averiguar qué es.
Dejo los extractos y
saco los papeles del último cajón. Uno está escrito
con mi letra, pero
con tantas abreviaturas que no entiendo ni jota. Casi parece
un código cifrado. En
el otro, un trozo de hoja arrancado de un bloc, hay
únicamente tres
palabras garabateadas a lápiz con mi letra:
Yo sólo deseo
Las contemplo,
absorta. ¿Qué? ¿Qué deseaba?
Mientras le doy
vueltas al papel, intento imaginarme a mí misma
escribiendo esas
palabras. Incluso —aunque sé que no tiene sentido— trato
de recordarme
escribiéndolas. ¿Fue hace un año? ¿Seis meses? ¿Tres
semanas? ¿En qué
estaría pensando?
Suena el timbre.
Doblo el papel con todo cuidado y me lo meto en el
bolsillo. Luego
cierro el cajón de golpe.
Mamá se ha traído
tres perros: tres whippet enormes y llenos de energía
a este loft impoluto e inmaculado. Que Dios nos coja
confesados.
—Hola, mamá.
—Mientras recojo su raída chaqueta acolchada y voy a
darle un beso, dos
chuchos salen disparados hacia el sofá—. Uau... ¡Has
venido acompañada!
—Los pobrecitos se
han puesto tan tristes cuando iba a salir... —Tiene
al tercero abrazado y
restriega la mejilla contra su hocico—. Agnes se siente
un poco vulnerable
últimamente.
—Ya. Pobrecita. ¿No
podías dejarla en el coche?
—¡Cariño! ¡No puedo
abandonarla! —Eleva los ojos al cielo—. No ha
sido fácil organizar
este viaje a Londres, ¿sabes?
Vaya por Dios. Ya
sabía yo que ella no quería venir. Toda esta visita es
fruto de un
malentendido. Sólo le dije por teléfono que me sentía rara
rodeada de tantos
desconocidos, y ella se puso a la defensiva y me espetó
que por supuesto
pensaba hacerme una visita. Así que acabamos quedando
para hoy.
Un perro ha puesto
las patas en la mesita del café; el otro se ha subido
al sofá y está
mordisqueando un cojín. Si el sofá vale diez mil, ese cojín debe
de costar mil libras
él sólito.
—Mamá, ¿podrías sacar
ese perro del sofá?
-
Raphael, ¡cuidadito con hacer estropicios! —le
advierte. Y a
continuación suelta a
Agnes, que se apresura a reunirse con Raphael y con el
otro, como demonios
se llame.
Ahora hay tres
whippet retozando en el sofá de Eric. Espero que no se
le ocurra encender
las cámaras en este momento.
Vuelve a sonar el
timbre. Ahora es Amy la que aparece, con aire
enfurruñado y las
manos en los bolsillos.
—¿Tienes Coca-Cola light? —me suelta a
modo de saludo.
—En la cocina, creo
—contesto distraídamente. Ahora estoy demasiado
ocupada—. ¡Perritos!
¡Fuera del sofá!
Ni caso.
—¡Venid, pequeñines!
—Mamá saca unas galletas de los bolsillos de su
rebeca y los tres
dejan de roer el tapizado y salen disparados hacia ella—.
Muy bien. Sin un solo
desperfecto. —Compruebo el cojín aplastado que
Raphael
acaba de
soltar. No vale la pena decir nada.
—No hay Coca-Cola light. -Amy regresa
de la cocina desenvolviendo
una piruleta. Se le
ven unas piernas larguísimas con esos vaqueros tan
ceñidos y esas
botas—. ¿No tendrás Sprite?
—Quizá. Oye... ¿tú no
deberías estar en el colegio?
—No —repone
encogiéndose de hombros.
—¿Cómo que no? —Noto
una repentina tensión en el aire.
Ninguna de las dos
responde de inmediato. Mamá se ajusta su cinta de
terciopelo.
—Amy tiene un
problemilla —dice por fin—. ¿No, Raphael?
—Estoy expulsada
temporalmente. —Con aire arrogante, se sienta y
pone las botas sobre
la mesita.
—¿Expulsada? ¿Por
qué?
Silencio. Mamá no
parece haberme oído.
—¿Mamá? —insisto.
—Me temo que Amy ha
vuelto a hacer de las suyas —explica con una
mueca.
—¿Y eso qué
significa?
Amy nunca se ha
distinguido por sus trastadas. Al contrario. Es muy
ingenua.
—¡Tampoco había para
tanto! ¡Se han pasado un montón conmigo! —
protesta, quitándose
la piruleta de la boca—. Lo único que hice fue llevar al
cole a esa vidente.
—¿A una vidente?
—Bueno. —Me mira con
una sonrisita socarrona—. La conocí en un
bar. No sé si tiene
poderes, pero todo el mundo se lo tragó. Les cobré diez
pavos por cabeza y
ella les dijo a todas que iban a conocer muy pronto a un
chico. Se quedaron
encantadas. Hasta que un profesor se enteró.
—¿Diez pavos por
cabeza? —repito, incrédula—. ¡No me extraña que
estés metida en un
lío!
—Es el último aviso
—me dice, orgullosa.
—¿Por qué? ¿Qué más
has hecho?
—No gran cosa.
Bueno... durante las vacaciones hice una recolecta para
esa profesora de
mates, la señorita Winters, que había sido internada en un
hospital. —Se encoge
de hombros—. Dije que estaba en las últimas y todo el
mundo puso un montón
de pasta. Me saqué más de quinientos pavos. —Se ríe
sorbiéndose la
nariz—. ¡Fue una pasada!
—Cariño, eso es
obtener dinero de modo fraudulento. —Mamá retuerce
su collar de ámbar y
acaricia con la otra mano a uno de los perros—. La
señorita Winters
estaba muy contrariada.
—Le regalé una caja
de bombones, ¿no? —replica Amy sin ningún
arrepentimiento—.
Además, no era mentira. Te puedes morir de verdad por
una liposucción.
Estoy patidifusa.
¿Cómo es posible que mi dulce e inocente hermanita se
haya convertido en
semejante gamberra?
—Necesito crema para
los labios —anuncia ella, quitando los pies de
la mesa—. ¿Puedo usar
la de tu tocador?
—Eh... claro. —En
cuanto desaparece, me vuelvo hacia mamá—. ¿Pero
qué ha pasado?
¿Cuánto lleva metiéndose en líos?
—Pues... los últimos
dos años —contesta sin mirarme, como si le
hablara al perro que
tiene en el regazo—. Es una buena chica, en el fondo,
¿verdad, Agnes? Sólo que se
deja arrastrar por el mal camino. Unas chicas
mayores la incitaron
al robo, no fue culpa suya.
—¿Qué robo? —pregunto
alucinada.
—Bueno. —Pone
expresión afligida—. Fue un desafortunado incidente.
Se quedó con la
chaqueta de un compañero de clase y cosió detrás una cinta
con su nombre. Luego
estaba muy arrepentida.
—Pero... ¿porqué?
—Nadie lo sabe,
cariño. Le sentó muy mal la muerte de su padre, y
desde entonces ha
sido prácticamente una tras otra.
No sé qué responder.
Quizá sea normal que una adolescente se
desmande un poco
después de perder a su padre.
—Esto me recuerda
otra cosa. Tengo algo para ti, Lexi —me dice,
hurgando en su bolsa
de lona y sacando un DVD—. Es el último mensaje de
tu padre. Hizo una grabación
de despedida antes de la operación. Por si
acaso. La pusieron en
el funeral. Si no la recuerdas, deberías verla. —Me la
entrega sosteniéndola
con dos dedos, como si estuviese contaminada.
El último mensaje de
papá. Todavía no puedo creer que lleve tres años
muerto.
—Será como volver a
verlo. Qué impresionante que se le ocurriera
hacer una grabación.
—Sí, bueno, ya sabes
cómo era. Siempre tenía que ser el centro de
atención.
—¡Por favor, mamá! A
mí me parece normal ser el centro de atención en
tu propio funeral.
Ella simula no
haberme oído. Su truco de siempre cuando la gente habla
de algo que no le
gusta. Se hace la loca y cambia de tema.
En efecto, enseguida
levanta la vista y me dice:
—Tal vez puedas
echarle a Amy una mano, cielo. Estabas pensando en
buscarle un puesto de
interina en tu oficina.
—¿De interina?
—Arrugo el entrecejo—. No sé qué decirte... —Mi
situación en la
empresa ya es bastante complicada sin que Amy ande por allí
quejándose y haciendo
aspavientos.
—Sólo una semana o
dos. Tú dijiste que habías hablado en la oficina y
que estaba todo
arreglado...
—Quizá. Pero ahora
todo es distinto. Ni siquiera me he reincorporado y
tengo que volver a
aprenderlo todo...
—Tú has hecho una
carrera brillante —continúa.
Sí, impresionante. De
asistente a bruja repulsiva en un solo paso.
Se hace un silencio.
Sólo se oyen los perros, que corretean por la
cocina. No quiero ni
pensar qué estarán haciendo.
—Justamente estaba
pensando en eso —le digo—. Quiero reunir otra
vez todas las
piezas... y no me acaban de encajar. ¿Por qué me presenté a ese
programa de la tele?
¿Cómo me convertí en una mujer dura y ambiciosa de la
noche a la mañana? No
consigo comprenderlo.
—No tengo ni idea,
hija. —Tampoco tiene mucho interés. Ahora parece
muy ocupada buscando
algo en su bolsa—. Una quiere mejorar en su trabajo,
es natural.
—Eso no tuvo nada de
natural. —Me inclino hacia delante, a ver si
consigo captar su
atención—. Nunca fui una de esas profesionales enérgicas,
tú lo sabes. ¿Por qué
cambiaría tan de sopetón?
—Cariño, hace mucho
de eso, ya no recuerdo... ¿No eres una buena
chica? ¿No eres la
chica más guapa del mundo?
Le está hablando a un
perro, me doy cuenta de golpe. Ni siquiera me
escucha. Típico de
ella.
Amy se acerca,
chupando aún su piruleta.
—Estaba hablando con
Lexi de que pases una temporada de interina en
su oficina —le dice
mamá—. ¿Te gustaría?
—Cuando haya vuelto a
incorporarme —aclaro.
—Psé. Supongo.
Ni siquiera parece
agradecida.
—Con algunas normas
básicas, desde luego —le advierto—. No puedes
estafar a mis
compañeros. Ni robarles.
—¡Yo no robo!
—grita—. Sólo era una chaqueta de mierda. Y fue un
malentendido. ¡Por
favor!
—No fue sólo la
chaqueta, cielo —dice mamá.
—Todo el mundo piensa
mal de mí. Cada vez que desaparece algo, me
convierto en el chivo
expiatorio. —Está pálida, le brillan los ojos. Se encoge
de hombros y yo me
siento culpable. Tiene razón, la he juzgado sin conocer
los hechos.
—Perdona —le digo en
tono conciliador—. Estoy segura de que no
robaste nada.
—Como quieras
—replica sin mirarme—. Échame la culpa de todo si
quieres. Igual que
los demás.
—No, no. —Me acerco a
ella, junto a la ventana—. Amy, perdona. Sé
que todo ha sido muy
duro desde que murió papá... Ven —le digo, abriendo
los brazos.
—Déjame en paz —exclama
con brusquedad.
—Pero...
—¡Lárgate! —Retrocede
y alza los brazos para zafarse de mí.
—¡Venga, hermanita!
—Insisto y la abrazo con fuerza. Pero me echo
atrás enseguida—.
¡Uy! ¡Cómo pinchas!
—¿Yo?
Miro extrañada su
chaqueta llena de bultos.
—¿Qué demonios llevas
en los bolsillos?
—Latas —dice a bote
pronto—. De atún y maíz.
—¿De maíz? —repito
pasmada.
—¡Otra vez no!
—exclama mamá, cerrando los ojos—. Amy, ¿qué has
cogido ahora?
—¡Déjame en paz! ¡No
he cogido nada!
Levanta la mano,
airada, y le salen disparados de la manga dos
pintalabios.
Aterrizan en el suelo con estrépito y las tres nos quedamos
mirándolos. Son de
Chanel.
—¿Son míos? —pregunto
al fin.
—¡No! —responde Amy,
furiosa y completamente colorada.
—Claro que sí.
—Como si fueras a enterarte
—replica enfurruñada—. Tienes miles.
—¡Ay, Amy! —dice
mamá, apenada—. Vacíate los bolsillos.
Ella le lanza una
mirada asesina y empieza a sacarse cosas de los
bolsillos y dejarlas
en la mesita del café. Dos cremas hidratantes nuevas. Una
vela de Jo Malone. Un
cargamento de maquillaje. Un juego de perfumes
Christian Dior.
La observo con ojos
desorbitados.
—Ahora quítate la
camiseta —le ordena mamá, como si fuera una
agente de
inmigración.
—¡Esto es injusto!
—murmura Amy. Se quita la camiseta con cierto
esfuerzo y me quedo
boquiabierta. Debajo lleva un vestido de tirantes de
Armani remetido de
cualquier manera en los pantalones; cuatro o cinco
sujetadores La Perla
en torno a la cintura y, colgados de ellos, dos bolsitos
de noche.
—¿Has cogido un
vestido? ¿Y sujetadores?
—Vale, ¿quieres tu
vestido? Muy bien. —Se quita todo, una capa tras
otra, y lo tira sobre
la mesa—. ¿Satisfecha? —grita desafiante—. No es
culpa mía. Mamá no me
da dinero para ropa.
—¡Menuda tontería!
—bufa mamá—. Tienes ropa a montones.
—¡Toda pasada de
moda! —responde Amy a gritos. Es evidente que ya
han tenido esta
discusión otras veces—. ¡No todos vivimos en los setenta!
¿Cuándo vas a
enterarte de que estamos en el siglo xxi? —Señala su vestido
—. ¡Es patético!
—¡Basta, Amy! —le
digo—. Ésa no es la cuestión. Además, esos
sujetadores ni
siquiera te van.
—Se pueden vender en
eBay —replica mordaz—. Lujosos sujetadores
de fantasía.
Se pone la camiseta,
se sienta en el suelo y empieza a enviar un sms con
su móvil.
Entre una cosa y
otra, me tienen enloquecida.
—Amy, quizá
deberíamos mantener una pequeña charla. Mamá, ¿por
qué no vas a preparar
café?
Ella también está de
los nervios y acoge la propuesta con alivio. En
cuanto se ha ido, me
siento en el suelo frente a mi hermana, que no levanta la
vista.
Vale. He de ser
comprensiva. Sé que hay una gran diferencia de edad
entre las dos.
Además, ni siquiera recuerdo una parte de su vida. Pero seguro
que hay un vínculo
entre nosotras.
—Escucha, Amy
—empiezo con mi mejor voz de hermana mayor
enrollada—. No puedes
andar por ahí robando, ¿entiendes? No puedes
sacarle dinero a la
gente.
—Que te den —murmura
ella sin levantar la cabeza.
—Te meterás en líos.
Te echarán a patadas del colegio.
—A la mierda —me
suelta—. Que te den... y que te den.
—¡Escucha! —le digo,
haciendo acopio de paciencia—. Sé que las
cosas pueden ser
duras. Y es posible que te sientas sola viviendo con mamá.
Pero si algún día
quieres que hablemos, si tienes problemas, aquí estoy.
Llámame o mándame un
mensaje. A cualquier hora. Saldremos a tomar un
café o nos iremos al
cine...
Me detengo. Amy sigue
enviando un mensaje con una mano.
—¡Que te den a ti,
nena! —exclamo furiosa.
Maldita mocosa
descarada. Si mamá se cree que le voy a dar un puesto
en la empresa, va
fina.
Nos quedamos ahí
sentadas, sumidas en un espeso silencio. Luego me
acuerdo del DVD de
papá; sin levantarme del suelo, me acerco al
reproductor y lo meto
en la ranura. La pantalla gigante de la pared opuesta se
enciende en el acto y
enseguida aparece el rostro de mi padre.
Lo contemplo absorta.
Está en un sillón con una bata afelpada roja,
aunque no reconozco
la habitación. Normal: no llegué a ver la mayoría de los
sitios donde vivió.
Tiene la cara demacrada, como la tenía cuando se puso
enfermo. Era como si
se estuviese desinflando lentamente. Pero sus ojos
verdes centellean y
tiene un puro en la mano.
«Hola —dice con voz
ronca—. Soy yo. Bueno, ya lo sabéis. —Se le
escapa una risita que
se convierte en una tos seca. Él la alivia dándole una
buena calada al puro,
como si fuese un trago de agua—. Todos sabemos que
esta operación sólo
tiene un cincuenta por ciento de posibilidades. Culpa
mía, por castigarme
el cuerpo de esta manera. O sea que he pensado en
dejaros un pequeño
mensaje, por si acaso.»
Hace una pausa y le
da un trago a un vaso de whisky. La mano le tiembla
cuando vuelve a
dejarlo. ¿Sabía que se iba a morir? Tengo un nudo en la
garganta. Miro de
soslayo a Amy. Ella ha dejado el teléfono; se ha quedado
paralizada también.
«Disfrutad de la vida
—dice papá a la cámara—. Sed felices. Sed
buenas entre
vosotras. Barbara, deja de vivir a través de esos malditos
chuchos. No son
humanos. Nunca te querrán ni te apoyarán ni se irán a la
cama contigo. Salvo
que estés muy desesperada.»
Me llevo la mano a la
boca.
—¡No puede haber
dicho eso!
—Ya lo creo —dice Amy
con una risita—. Mamá se levantó y se fue en
cuanto lo oyó.
«Sólo tenéis una
vida, queridas mías. No la malgastéis.»
Mira a la cámara con
los ojos brillantes y de repente me acuerdo de
cuando venía a
buscarme al colegio con su coche deportivo. «¡Es mi papá!»,
le explicaba a todo
el mundo. Los niños miraban el coche boquiabiertos y las
madres no podían
dejar de echarle miradas furtivas, tan atractivo estaba con
su chaqueta de lino y
su bronceado español.
«Sé que me he
equivocado más de una vez —continúa—. Sé que no he
sido un buen padre de
familia. Pero, con la mano en el corazón, lo he hecho
lo mejor que he
podido. Adiós, queridas mías. Nos vemos en el otro barrio.»
Levanta la copa hacia
la cámara y echa un trago. Luego la pantalla se apaga.
El DVD sale con un
chasquido, pero ni Amy ni yo nos movemos.
Mientras sigo
contemplando la pantalla vacía, me siento más desolada que
nunca. Mi padre está
muerto. Lleva muerto tres años. No podré volver a
hablar con él nunca
más. Ni hacerle un regalo de cumpleaños. Ni pedirle
consejo. No es que se
le pudiera pedir consejo sobre demasiadas cosas. Tal
vez sobre dónde
comprar lencería sexy... Pero bueno. Miro a Amy; ella me
devuelve la mirada y
se encoge de hombros.
—Un mensaje muy
bonito —digo, decidida a no ponerme sentimental ni
mucho menos a
llorar—. Papá terminó bien.
—Sí. Es cierto.
El hielo entre
nosotras parece haberse derretido. Amy hurga en su bolso
y saca un estuche de
maquillaje. Mirándose en el espejito, se pinta con
destreza con un lápiz
de labios. Nunca la había visto maquillarse, salvo
cuando jugábamos a
pintarnos.
Amy ya no es una
niña, pienso mientras la observo. Está a punto de
convertirse en una
mujer. Hoy las cosas no han ido demasiado bien entre
nosotras, pero a lo
mejor fuimos amigas en el pasado.
Quizá era mi
confidente.
—Oye, Amy —le digo
bajando la voz—. ¿Hablábamos a menudo antes
del accidente?
Nosotras dos, quiero decir. De... nuestras cosas. —Echo un
vistazo hacia la
cocina para asegurarme de que mamá no nos oye.
—Un poco. —Se encoge
de hombros—. ¿A qué te refieres?
—Estaba pensando...
—Intento parecer natural—. Por pura curiosidad...
¿te hablé alguna vez
de un tal Jon?
—¿Jon? —Hace una
pausa, con el lápiz de labios en la mano—.
¿Quieres decir ése
con el que te fuiste a la cama?
—¿¡Cómo!? ¿Estás
segura? —¡Dios mío! Es cierto.
—Claro. —Parece
sorprendida de mi reacción—. Me lo contaste en
Nochebuena. Estabas
bastante borracha.
—¿Qué más te conté?
—El corazón me late enloquecido—. Dime todo
lo que recuerdes.
—¡Me lo contaste
todo! —dice con los ojos brillantes—. Con detalles.
Era tu primera vez, y
él perdió el condón, y tú estabas muriéndote de frío en
medio de las pistas
del cole...
—¿En las pistas...?
—Me la quedo mirando—. ¿No querrás decir... no
estarás hablando de
James?
—¡Ah, sí! —Chasquea
la lengua—. Ése. James. El que estaba en el
grupo de rock. ¿Por
qué? ¿Tú en quién estabas pensando? —Termina de
arreglarse los labios
y me mira con interés renovado—. ¿Quién es Jon?
—Nadie —me apresuro a
decir—. Un... tipo. Nadie importante.
¿Lo ves? No hay
pruebas. Si de verdad tuviera una aventura, habría
dejado algún rastro.
Una nota, una foto, un diario. O lo sabría Amy, algo así...
Lo cierto es que
estoy felizmente casada con Eric. Ésa es la verdad.
Mamá y Amy se han
marchado hace un rato, después de engatusar a un
whippet para que
saliera del Jacuzzi, donde se estaba peleando con una
toalla. Ahora voy en
el coche con Eric, deslizándome por la orilla del
Támesis. Él tenía una
reunión con Ava, su interiorista, y me ha propuesto que
le acompañase a ver
el piso piloto de su último proyecto: el Blue 42.
Todos los edificios
de Eric se llaman así, Blue y un número. Es la
marca de la empresa.
Y resulta que tener una marca es indispensable para
vender el estilo de
vida loft. Como lo es tener puesta la música adecuada y
exhibir en la mesa
una cubertería de diseño. Al parecer, Ava es genial
eligiendo
cuberterías.
Yo ya sabía de Ava
por el manual. Tiene cuarenta y ocho, está
divorciada, trabajó
durante veinte años en Los Ángeles, ha escrito una serie
de libros de
interiorismo y diseña todos los pisos piloto de la empresa de
Eric.
—Hoy he mirado mis
extractos bancarios —le digo mientras avanzamos
entre el tráfico—.
Según parece, estoy enviando dinero regularmente a un
sitio llamado Unito.
Y en el banco me han dicho que es una cuenta de un
paraíso fiscal.
—Vaya, vaya —asiente.
No parece ni remotamente interesado. Aguardo
por si comenta algo
más, pero él enciende la radio.
—¿Tú sabías algo? —le
pregunto, levantando la voz.
—No. —Se encoge de
hombros—. Pero no es mala idea tener un poco
de dinero en un
paraíso fiscal.
—Vale.
No me satisface nada
su respuesta. Casi me dan ganas de empezar una
pelea. Aunque no sé
bien por qué.
—He de poner gasolina
—anuncia, desviándose y entrando en una
estación de
servicio—. No tardo nada...
—Oye —le digo cuando
abre la puerta—, ¿me traes una bolsa de
patatas? Con sal y
vinagreta, si hay.
—¿Una bolsa de
patatas? —Me mira como si le hubiese pedido una
dosis de heroína.
—Sí, patatas.
—Cariño, tú no comes
patatas. Está en el manual. Nuestro nutricionista
nos recomendó una
dieta proteínica baja en carbohidratos.
—Ya... ya lo sé. Pero
todo el mundo tiene derecho a darse un gusto de
vez en cuando, ¿no? Y
a mí ahora me apetecen unas patatas.
Eric no sabe qué
decir durante un instante.
—Los médicos ya me
advirtieron que podrías comportarte de un modo
irracional y tomar
decisiones extrañas —murmura como si hablara consigo
mismo.
—¡Comerse una bolsa
de patatas no tiene nada de irracional! ¡No son un
veneno!
—Cielo, lo digo por
ti. —Ahora adopta su tono cariñoso—. Sé muy
bien lo que te costó
bajar esas dos tallas. Gastamos un montón en un
entrenador personal.
Si ahora quieres echarlo por la borda por una bolsa de
patatas... tú sabrás.
Aun así, ¿insistes?
—Sí —replico, más
desafiante de lo que desearía.
Una sombra de
irritación le cruza el rostro, pero enseguida la convierte
en una sonrisa.
—Como quieras. —Y
cierra la puerta con estrépito.
Unos minutos más
tarde, vuelve con la bolsa.
—Aquí tienes. —Me la
tira en el regazo y arranca.
—Gracias. —Le sonrío,
aunque él no parece advertirlo.
Mientras se concentra
en el volante intento abrir la bolsa, pero tengo la
mano izquierda algo
torpe aún y no logro agarrarla bien. Al final, me la
pongo entre los
dientes, tiro con fuerza con la mano derecha y... explota la
bolsa entera.
Mierda. Hay patatas
por todas partes. Por los asientos, por la palanca
del cambio, por la
ropa de Eric.
—¡Dios! —exclama
cabreado—. ¿Las tengo en el pelo también?
—Perdona —digo
mientras le sacudo la chaqueta—. Lo siento
muchísimo...
El aroma a vinagreta
inunda el coche. Mmmm... delicioso.
—Tendré que hacer
lavar el coche de arriba abajo —refunfuña
arrugando la nariz—.
Y tengo la chaqueta llena de grasa.
—Lo siento mucho,
Eric —murmuro, quitándole los últimos trocitos—.
Yo pagaré la
tintorería. —Me arrellano en mi asiento, cojo una patata enorme
de mi regazo y me la
meto en la boca.
—¿Pero te la vas a
comer? —Parece fuera de sí.
—La tenía en la falda
—protesto—. ¡No la he cogido del suelo!
Nos quedamos
callados. Disimuladamente, me como unas cuantas más,
procurando que no
crujan demasiado.
—No es culpa tuya
—dice Eric, con la mirada fija en la calzada—. Te
diste un golpe en la
cabeza. Aún no puedo esperar una normalidad total.
—Yo me siento muy
normal.
—Claro que sí. —Me da
unas palmaditas, aunque sólo logra ponerme
todavía más envarada.
Vale, quizá no esté recuperada del todo, pero sé que
una bolsa de patatas
no te convierte en una enferma. Voy a decírselo cuando
él pone el
intermitente, gira para cruzar unas puertas que se abren a nuestro
paso y entramos en
una explanada. Luego apaga el motor.
—Ya estamos. —Percibo
una nota de orgullo en su voz mientras señala
el edificio—. Ésta es
nuestra última criatura.
Levanto la vista,
abrumada. Ya se me han olvidado las patatas. Tengo
ante mí un edificio
blanco nuevecito, con balcones curvados, un toldo en la
entrada y una
escalinata de granito que termina en unas puertas imponentes de
marco plateado.
—¿Tú has hecho esto?
—le digo por fin.
—Bueno, no con mis
propias manos —contesta riendo—. Vamos.
Abre la puerta, se
sacude un par de patatitas de los pantalones y baja del
coche. Yo lo sigo,
maravillada, mientras un portero de uniforme viene a
abrirnos. El
vestíbulo es todo de mármol blanquísimo y está decorado con
columnas. Esto es un
verdadero palacio.
—Increíble. ¡Qué
glamur! —No dejo de reparar en detalles de un gusto
exquisito, como los
zócalos con incrustaciones o el cielo pintado en el techo.
—El ático tiene su
propio ascensor. —El portero asiente y Eric me guía
hasta el fondo del
vestíbulo. El ascensor, con revestimientos de marquetería,
es precioso—. En el
sótano hay una piscina, un gimnasio y una sala de cine
para los inquilinos.
Aunque, por supuesto —añade—, la mayoría de los
apartamentos tienen
su gimnasio y su proyector de cine propios.
Lo miro para ver si
me toma el pelo; parece que no.
—Ya hemos llegado.
—Las puertas se abren con un leve chasquido y
salimos a un vestíbulo
circular lleno de espejos. Eric presiona con suavidad
uno de los espejos.
Es una puerta; en cuanto se abre, me quedo embobada.
Ante mí se extiende
una estancia kilométrica. Es un espacio, no una
habitación. Tiene
ventanales de cristal hasta el techo, una chimenea en la que
puedes entrar andando
y, en la pared opuesta, una enorme plancha de acero
por la que cae en
cascada una corriente de agua.
—¿Es agua de verdad?
—pregunto estúpidamente.
Eric se echa a reír.
—A nuestros clientes
les gustan estos detalles únicos. ¿Divertido, no?
—Coge un mando,
apunta a la cascada y el agua se ve bañada de repente por
una luz azul—. Hay
diez luces distintas programadas... ¿Ava? —llama.
Enseguida aparece por
una puerta empotrada una rubia delgadísima con
gafas sin montura,
tejanos grises y una blusa blanca.
—¡Eh, Lexi! —me
saluda con su acento de la costa Este—. ¡Ya estás
repuesta! —Me
estrecha una mano entre las suyas—. Me enteré de lo que te
pasó. Pobrecilla.
—Estoy bien —sonrío—.
Tratando de ponerme otra vez en marcha...
¡Este sitio es
increíble! Y toda esa agua...
—El agua es el tema
central del apartamento piloto —me explica Eric
—. Hemos seguido
estrictamente los principios del feng-shui, ¿verdad, Ava?
Cosa que tiene suma
importancia para nuestro target de gama extra alta...
—¿Extra qué?
—Los más ricos
—aclara—. Nuestro mercado potencial.
—El feng-shui es
fundamental para esa gama social —asiente Ava—.
Eric, acabo de
recibir los peces para la suite principal. ¡Son impresionantes!
Cada uno cuesta
trescientas libras —me explica—. Los hemos alquilado
expresamente.
Gama extra no sé qué.
Peces alquilados. Cascadas de colores. Esto es
otro mundo. No tengo
palabras; me limito a mirar en derredor: la barra de
bar curvada, la sala
situada en un nivel más bajo, la escultura de vidrio
colgada del techo. No
tengo ni idea de lo que debe de costar todo esto.
Prefiero no saberlo.
—Mira, echa un
vistazo. —Ava me pone en las manos un detalladísimo
modelo a escala,
hecho de papel y palillos—. Es del edificio entero. Verás
que he reflejado la
línea curvada de los balcones en el borde festoneado de
los almohadones
—añade—. Una fusión de Art Deco y Gaultier.
—Eh... magnífico. —Me
devano los sesos, buscando alguna cosa que
decir—. ¿Y cómo se te
ocurrió todo esto? —pregunto señalando la cascada,
ahora de color
naranja.
—Ah, eso no fue idea
mía. Mi especialidad es el mobiliario, los tejidos,
los detalles
sensuales. El concepto en sí es de Jon.
Siento un pequeño
sobresalto.
—¿Jon? —repito
ladeando la cabeza, como si fuera una palabra de un
oscuro idioma.
—Jon Blythe —apunta
Eric—. El arquitecto. Lo conociste en la cena...
¿No me has preguntado
antes por él?
—¿Ah, sí? No me
acuerdo.
Empiezo a darle
vueltas a la maqueta del edificio, sin hacer caso del
calorcillo que me sube
a la cara.
Es absurdo. Me estoy
comportando como una adúltera con sentimiento
de culpa.
—¡Jon! —exclama Ava—.
¡Estábamos hablando de ti!
¿Es que está aquí?
Aprieto la maqueta con fuerza. No quiero verle. No
quiero. He de poner
una excusa y marcharme...
Pero es demasiado
tarde. Ahí está, acercándose a grandes zancadas con
sus tejanos y un
jersey azul marino de pico.
Bueno. Manten la
calma. Todo va bien. Estás felizmente casada. No has
encontrado pruebas de
ninguna aventurilla, de ningún affaire o liaison con
este hombre.
—Hola. Eric. Lexi.
—Nos hace un gesto educado. Luego me mira las
manos... Tierra,
trágame. La maqueta está medio aplastada; tiene el tejado
roto y se ha
desprendido un balcón.
—¡Lexi! —exclama mi
marido—. ¿Qué ha pasado?
—¡Jon! ¡Tu maqueta!
—La cara de Ava es todo un poema.
—Lo siento muchísimo
—digo aturdida—. No sé qué ha pasado. La
tenía en la mano y no
sé como...
—No te preocupes.
—Jon se encoge de hombros—. Sólo me costó un
—¿Un mes? —repito
horrorizada—. Escucha, si tienes un poco de celo,
yo te la arreglo...
—Le doy golpecitos al tejado aplastado, con la esperanza
de ponerlo bien otra
vez.
—Quizá no fuese un
mes —dice Jon, observándome—. Quizá un par de
horas.
—Ah, bueno. —Paro de
dar golpecitos—. Perdona de todos modos.
Me echa una mirada
rápida.
—Podrías compensarme.
¿Compensarlo? ¿Qué
quiere decir? Sin pensarlo, me cuelgo del brazo de
Eric. Necesito
tranquilidad, un contrapeso para mantener los pies en el suelo.
Un marido firme a mi
lado.
—El apartamento es
impresionante. —Ahora adopto un tono insulso de
esposa de ejecutivo—.
Felicidades.
—Gracias. Me siento
muy satisfecho —dice de un modo igualmente
insípido—. ¿Y cómo va
esa memoria?
—Más o menos igual.
—¿Ningún recuerdo
nuevo?
—No.
—Qué pena.
—Ya.
Intento actuar con
naturalidad, pero entre nosotros hay una especie de
corriente eléctrica
cada vez más intensa. Se me está entrecortando el aliento.
Le echo una mirada a
Eric, convencida de que habrá notado algo, pero él ni
siquiera pestañea.
¿No se da cuenta? ¿No lo ve?
—Eric, tenemos que
hablar del proyecto Bayswater —dice Ava después
de hojear unos
papeles que tenía en su bolso de piel—. Fui a verlo ayer y
tomé algunas notas...
—¿Por qué no das una
vuelta mientras hablamos, Lexi? —me dice Eric,
soltándome el brazo—.
Jon puede enseñártelo todo.
Me quedo rígida.
—No te preocupes.
—A mí me encantaría
—comenta Jon—. Si te apetece a ti.
—No, no hace falta...
—Cariño, Jon ha
diseñado este edificio. —Eric me mira con expresión
severa—. Ahora tienes
una oportunidad única para conocer la visión de la
empresa.
—Sígueme y te
explicaré el concepto básico —insiste Jon, señalando el
otro extremo del
apartamento.
No tengo escapatoria.
—Fantástico —accedo
al fin.
Bueno. Si quiere
hablar, hablaremos. Lo sigo en silencio; él se detiene
junto a las
corrientes de agua coloreada. ¿Cómo va a vivir nadie con una
cascada atronando en
la pared?
—Bueno —digo con
educación—, ¿de dónde sacas todas estas ideas?
Todos estos detalles
tan exclusivos.
Jon arruga la frente,
pensativo. Espero que no me suelte ahora un
discursito
pretencioso sobre su genio artístico.
—Simplemente
—responde— me pregunto qué podría gustarle a un
gilipollas. Y lo
pongo en el proyecto.
No puedo evitar una
carcajada. Alucino con este tío.
—Bueno, si yo fuera
gilipollas, esto me encantaría.
—¿Lo ves? —Se me
acerca y baja la voz. Casi cuesta oírle con la
cascada al lado—. ¿O
sea que no has recordado nada? —Nada.
—Muy bien. —Da un
suspiro—. Hemos de vernos; tenemos que hablar.
Hay un sitio a donde
solemos ir. El Old Canal House de Islington. Te habrás
fijado en la altura
de los techos —añade en voz más alta—. Son el sello
distintivo de todos
nuestros proyectos. —Me mira un momento y ve mi
expresión—. ¿Qué?
—¿Tú estás loco? —le
suelto con un silbido, cuidando que Eric no
pueda oírnos—. ¡No
voy a quedar contigo! Y para tu información —susurro
—, no he encontrado
una sola prueba de que tengamos una aventura. Ni una...
¡Qué sentido
magistral del espacio! —digo casi a gritos.
—¿Pruebas? —repite—.
¿Como qué?
—Como... qué sé yo.
Como una carta de amor.
—Nosotros no nos
escribimos cartas de amor.
—O chucherías.
—¿Chucherías? —Ahora
casi se echa a reír—. Tampoco estábamos
para chucherías.
—¡Pues vaya una
aventura más cutre! —le espeto—. He mirado en mi
tocador, y nada. En
mi diario, tampoco. Le he preguntado a mi hermana, y ni
siquiera ha oído
hablar de ti.
—Lexi. —Hace una
pausa—. Era un amor secreto. Lo cual significa que
nadie estaba al
corriente.
—O sea: no tienes
pruebas. Lo sabía.
Doy media vuelta y
echo a andar hacia la chimenea. Él me sigue.
—¿Así que necesitas
pruebas? —murmura incrédulo—. ¿Como, por
ejemplo... una marca
en la nalga izquierda?
—No tengo ninguna.
—Me doy la vuelta, victoriosa, pero me detengo en
seco. Eric nos está mirando
desde la otra punta—. ¡Es asombroso el uso que
has hecho de la luz!
—Le hago una seña a Eric; él me la devuelve y prosigue
su conversación.
—Sé muy bien que no
tienes una marca en la nalga —me dice Jon,
poniendo los ojos en
blanco—. No tienes ninguna marca de nacimiento. Sólo
un lunar en el brazo.
Me quedo muda un
instante. Es cierto. Vale, ¿y qué?
—Eso puedes haberlo
adivinado de chiripa —digo, y cruzo los brazos.
—Ya. Pero no es así.
—Me sostiene la mirada—. No me lo he
inventado, Lexi.
Tenemos una aventura. Nos queremos. De un modo
profundo, apasionado.
—Escucha. —Me paso la
mano por el pelo—. ¡Esto es una locura! Yo
no tendría una
aventura. Ni contigo ni con nadie. Nunca he sido infiel...
—Hicimos el amor
aquí, en el suelo, hace sólo cuatro semanas —me
interrumpe—. Ahí
mismo. —Señala con la cabeza una enorme piel de
carnero, blanca y
mullida.
Yo la observo sin
pronunciar palabra.
—Tú encima —añade.
—¡Basta! —Me vuelvo
desquiciada y me alejo hasta el otro extremo del
apartamento, donde una
escalera de metacrilato ultramoderna asciende a un
nivel más elevado.
—Echemos un vistazo a
la zona de baños —dice él en voz alta, a mis
espaldas—. Creo que
te gustará...
—No lo creo —replico
por encima del hombro—. Déjame en paz.
Llegamos a lo alto de
la escalera y nos asomamos por encima de la
balaustrada de acero.
Veo a Eric en el nivel inferior y, más allá, tras los
ventanales, todas las
luces de Londres. He de reconocerlo: es un apartamento
espectacular.
Jon se pone de pronto
a olisquear el aire.
—Eh —dice—. ¿Has
comido patatas a la vinagreta?
—Quizá. —Le echo una
mirada suspicaz.
Él abre los ojos como
platos.
—Estoy impresionado.
¿Has logrado pasar de extranjis una bolsa sin
que se entere ese
fanático de las calorías?
—No es ningún
fanático. Le preocupa la nutrición, simplemente.
—Es Hitler en
persona. Si pudiera encerrar el pan en un campo de
concentración, no
dudaría en hacerlo.
—Ya está bien.
—Lo gasearía: los
panecillos, primero; luego los cruasanes.
—¡Basta! —Casi se me
escapa una sonrisa; doy media vuelta para que
no me vea.
Es más divertido de
lo que parece. Y tiene su punto sexy, visto de cerca,
con ese pelo
desgreñado y oscuro.
Pero bueno, hay
muchas cosas graciosas y con su punto sexy ( Friends,
por ejemplo) y no por
eso te las llevas a la cama ni tienes una aventura con
ellas.
—¿Qué quieres de mí?
—le digo por fin, volviéndome y encarándolo—.
¿Qué pretendes que
haga?
—¿Qué quiero? —Hace
una pausa y arruga el entrecejo—. Quiero que
le digas a tu marido
que no lo amas y que vengas conmigo para que
empecemos una nueva
vida.
Habla en serio. Casi
me da la risa.
—Quieres que me
escape contigo —repito—. Ahora. Sin más ni más.
—Bueno, en cinco
minutos. —Consulta su reloj—. Tengo un par de
cosas que hacer.
—Estás como una
cabra.
—De eso nada —dice
con paciencia—. Te quiero. Y tú me quieres. De
veras. Tienes que
creerme.
—No tengo por qué
creerte. —Me irrita su confianza—. Estoy casada,
¿vale? Tengo un
marido. Lo quiero y he prometido quererlo toda mi vida.
¡Aquí está la prueba!
—le digo mostrándole mi alianza.
—¿Lo quieres? —repite
sin mirar el anillo—. ¿Sientes amor por él?
¿Aquí dentro? —Se
golpea el pecho.
Me gustaría
replicarle: «Sí, estoy desesperadamente enamorada de él» y
cerrarle la boca de
una vez por todas. Pero por algún estúpido motivo no me
decido a mentir.
—Quizá no lo sienta
aún... pero llegaré a sentirlo —le espeto,
desafiante—. Eric es
fantástico. Todo es maravilloso entre nosotros...
—Ajá. —Jon asiente
con aparente educación—. Seguro que no habéis
practicado el sexo
desde el accidente...
Lo miro con
desconfianza.
—¿Sí o no? —Sus ojos
relampaguean.
—Yo... eh... —Me
aturullo—. ¡Tal vez sí, tal vez no! Mi vida privada
no es asunto tuyo.
—Ya lo creo que sí.
—Ahora hay cierta ironía en su expresión—. Ya lo
creo. Ésa es la
cuestión precisamente.
Para mi sorpresa, me
coge una mano y la sostiene un instante, mirándola.
Luego, muy despacio,
empieza a desrizarme el pulgar por la piel.
No consigo moverme.
Siento una especie de hormigueo. Su pulgar va
dejando a su paso una
deliciosa sensación. Noto un estremecimiento en la
nuca.
—Bueno, ¿qué te
parece? —La voz de Eric resuena desde abajo.
Casi doy un brinco y
retiro la mano de un tirón. ¿En qué estaría yo
pensando?
—¡Es genial, cariño!
—gorjeo asomándome a la balaustrada—.
Enseguida bajamos...
Retrocedo para que no
me vean desde abajo, y le hago una seña a Jon.
—Escucha, ya he
tenido bastante —le susurro a toda prisa—. Déjame
tranquila. No te
conozco. No te quiero, digas lo que digas. Y las cosas ya son
bastante difíciles
ahora mismo. Lo único que quiero es seguir con mi vida y
con mi marido, ¿vale?
—Me dirijo hacia la escalera.
—No, no vale. —Me
agarra del brazo—. Lexi, hay muchas cosas que no
sabes. Tú no eres
feliz con Eric. Él no te quiere ni te comprende...
—¡Claro que me
quiere! —Ya estoy hasta las narices—. Estuvo a mi
lado en el hospital
día y noche. Me trajo esas increíbles rosas marrón...
—¿Y crees que yo no
quería estar contigo día y noche? —Me lanza una
mirada turbada—. Te
aseguro, Lexi, que aquello por poco acaba conmigo.
—Suéltame. —Intento
zafarme, pero él me sujeta con fuerza.
—No puedes tirar lo
nuestro por la borda. —Me mira desesperado—.
Lo tienes dentro. En
alguna parte. Estoy seguro.
—¡Te equivocas! —Con
un gran esfuerzo, acabo soltándome—. ¡No es
cierto! —grito, y
bajo las escaleras con un redoble de tacones y sin mirar
atrás... directa a
los brazos de Eric.
—¡Eh! —exclama
riendo—. Menudas prisas. ¿Pasa algo?
—No me encuentro muy
bien. —Me toco la frente—. Tengo jaqueca.
¿Podemos irnos ya?
—Claro que sí, cielo.
—Me masajéalos hombros y echa un vistazo a las
escaleras—. ¿Te has
despedido de Jon?
—Sí. Vamos.
Mientras nos
dirigimos hacia la puerta, me apoyo en su brazo. El suave
tacto de su chaqueta
Armani aplaca mis nervios. Éste es mi marido, qué
caramba. Y es de él
de quien estoy enamorada. Ésa es la única realidad.
Capítulo 12
Bueno. Ahora sí que
necesito recuperar la memoria. Estoy hasta el moño
de la amnesia. Ya me
he hartado de que la gente me cuente mi propia vida.
La memoria es mía. Me
pertenece.
Me miro a los ojos en
la puerta-espejo del guardarropa, a sólo unos
centímetros del
vidrio. Es una nueva costumbre, quedarme pegada al espejo
de manera que sólo me
veo los ojos. Me reconforta. Me hace sentir como si
mirase a mi antiguo
yo.
—Recuerda ya, so
tonta-me digo—. Re-cuer-da.
Mis ojos me devuelven
la mirada, como si lo supieran todo pero no
pensaran soltar
prenda. Doy un suspiro y apoyo la cabeza en el vidrio,
frustrada.
Desde el día que
fuimos al apartamento piloto, me he dedicado a hacer
una inmersión en los
últimos tres años. He repasado álbumes de fotos y
mirado películas que
sé que he visto antes. He escuchado canciones que la
otra Lexi escuchó
cientos de veces... Pero nada ha funcionado. El armario
mental donde se
hallan almacenados esos archivos es muy resistente. No se
va a abrir de par en
par por muchas veces que escuche una canción titulada
You're
Beautiful, de James no sé qué.
Estúpido cerebro, con
tanto secretito. O sea, ¿quién manda aquí? ¿Él o
yo?
Ayer fui a ver a ese
neuropsicólogo, Neil. Él fue asintiendo y tomando
notas con simpatía
mientras yo me desahogaba. Y luego me dijo que era
fascinante, que igual
escribía un artículo sobre mi caso. Cuando le pregunté
qué podía hacer yo
con mi caso, me dijo que podría resultarme útil redactar
una cronología y que,
si quería, podía visitar a un terapeuta.
¡Pero yo no necesito
una terapia! Lo que necesito es recobrar la
memoria.
He empañado el espejo
con mi aliento. Presiono el cristal con la frente,
como si las
respuestas estuvieran del otro lado, en ese otro yo del espejo, y
como si pudiera
llegar a captarlas si me concentro lo suficiente...
—¿Lexi? —Eric entra
con un DVD en la mano—. Cariño, te has dejado
esto en la alfombra.
¿Te parece un sitio apropiado...?
Lo cojo. Es Ambición. EP1, el DVD que empecé a mirar el otro día.
—Perdona. No sé cómo
habrá ido a parar ahí.
Es mentira, desde
luego. Se me olvidó recogerlo ayer, cuando esparcí
por la alfombra más
de veinte DVD, además de un montón de revistas,
álbumes de fotos y
envoltorios de caramelos. Si llega a verme, le da un
ataque.
—Tu taxi viene a las
diez —dice—. Yo ya me voy.
—¡Perfecto! —Le doy
un beso, como cada mañana. Ya empieza a
parecerme normal—.
¡Que tengas un buen día!
—Tú también —dice apretándome
el hombro—. Espero que te vaya
bien.
—Seguro que
sí-respondo con confianza.
Hoy me reincorporo a
la oficina. A jornada completa. No voy a hacerme
cargo del
departamento: obviamente, aún no estoy preparada. Pero sí voy a
empezar a aprenderlo
todo otra vez y ponerme un poco al día. Han pasado
cinco semanas desde
el accidente. No puedo quedarme sentadita en casa toda
la vida. Tengo que
hacer algo. Tengo que rehacer mi vida. Y recuperar a mis
amigas.
Sobre la cama tengo
preparadas tres bolsas relucientes con regalos para
Fi, Debs y Carolyn.
Voy a llevárselos hoy. Me ha costado una eternidad
elegirlos. De hecho,
cada vez que pienso en ellos tengo ganas de darme besos
a mí misma.
Tarareando, voy a la
sala y pongo el DVD en el reproductor. Sólo he
visto el principio y
quizá lo que queda me ayude a conectarme con el rollo
del trabajo. Paso de
largo la primera parte hasta que me veo sentada en una
limusina con dos
tipos trajeados. Pulso play.
«... Lexi y sus
compañeros de equipo no lo van a tener fácil esta noche»,
dice una voz en off.
La cámara me enfoca; yo (la espectadora) contengo la
respiración.
«¡Vamos a ganar esta
prueba! —grito a mis compañeros, chocando las
palmas—. Si hay que
dedicar las veinticuatro horas, lo haremos. ¿Entendido?
Pero vamos a ganar.
Sin excusas.»
Me miro a mí misma
con la boca abierta. ¿Esa ejecutiva feroz soy yo?
En mi vida he hablado
de ese modo.
«Como siempre, Lexi
está poniendo a punto a su equipo —dice la voz
en off—. Aunque esta
vez... ¿no habrá ido la Cobra demasiado lejos?»
¿Qué cobra ni qué
ocho cuartos?
Cambia la escena.
Aparece uno de los tipos de la limusina, sentado ante
un escritorio. Se ve
un cielo nocturno a través del ventanal que tiene a su
espalda.
«No es humana
—murmura—. Sólo hay veinticuatro puñeteras horas al
día. Y nosotros
hacemos todo lo que podemos, joder. Pero ¿te crees que a
ella le importa?»
Mientras habla,
aparezco yo recorriendo con paso enérgico una especie
de almacén. Siento
una punzada de pánico. ¿Estaba hablando de mí? Ahora
hay otro corte y de
repente se nos ve a los dos discutiendo ásperamente en
mitad de la calle. Él
trata de defenderse, pero yo ni siquiera le dejo meter
baza.
«¡Estás despedido!
—le espeto por fin con un tono implacable que me
llena de vergüenza
(no sé si propia o ajena)—. ¡Estás expulsado del equipo!»
«¡La Cobra ha
golpeado de nuevo! —comenta la voz en off con
desenfado—. ¡Veamos
repetido ese momentazo!»
Pero entonces... está
diciendo... ¿que yo soy la Cobra?
Con una música
amenazadora, repiten a cámara lenta la escena,
empezando con un
primer plano de mi rostro.
«¡Estaaaaás
despediiiiiido! —silbo con ferocidad—. ¡Estaaaaás
expulsado de mi
equipo!»
Me mareo de horror.
¿Qué coño han hecho? Me han manipulado la voz.
Sueno como una
verdadera serpiente.
«¡Lexi está en plena
forma venenosa esta semana! —dice la voz en off
—. Y mientras tanto,
en el otro equipo...»
Ahora aparece en
pantalla otro grupo de gente trajeada; todos discuten
sobre el precio de
una negociación.
Yo no puedo ni
moverme.
¿Cómo es posible?
¿Por qué nadie me ha
dicho nada? ¿Por qué no me han advertido? Cojo
el teléfono y marco
casi a puñetazos el número de Eric.
—Hola, Lexi.
—Eric, ¡acabo de ver
el DVD del reality
show! -le
digo a trompicones
—. ¡Me llamaban la
Cobra! ¡Y yo me comportaba como una auténtica bruja!
¿Por qué no me habías
dicho nada?
—Cielo, fue un
programa impresionante —repone en tono tranquilizador
—. Y tú estuviste
magnífica.
—Pero si me llamaban
la Cobra...
—¿Y qué?
—¡Que no quiero ser
una serpiente! —Debo de sonar casi histérica, lo
sé, no puedo
evitarlo—. ¡A nadie le gustan las serpientes! Yo me parezco
más a... a una
ardilla. O a un koala.
Los koalas son
peludos y mullidos. Y tienen dientes salidos.
—¿Un koala? —Eric
ríe—. Cariño, tú eres una cobra. Tienes instinto.
Agresividad. Lo cual
te convierte en una gran ejecutiva.
—Pero yo no quiero...
—Me interrumpo al oír el timbre—. Es mi taxi.
He de dejarte.
Corro al dormitorio y
recojo las bolsas de los regalos, tratando de
recobrar el ánimo. Me
gustaría sentir la misma excitación que sentía hace un
rato ante el día que
me aguarda. Pero ahora toda mi seguridad se ha
evaporado.
Soy un reptil. No es
de extrañar que todos me odien.
Mientras el taxi se
abre paso hacia Victoria Palace Road, permanezco
rígida en el asiento,
aferrada a las bolsas, y me doy a mí misma una charla
«motivadora». En
primer lugar, cualquiera sabe que en la televisión lo
distorsionan todo.
Nadie cree que yo sea una serpiente repulsiva. Además,
ese programa ya es
muy antiguo y todo el mundo lo ha olvidado...
¡Uf. El problema de
darte esta clase de charlas a ti misma es que sabes
muy bien que son una
sarta de chorradas.
El taxi me deposita
frente al edificio de la empresa. Respiro hondo y me
estiro el traje
chaqueta de Armani. Luego, algo intimidada, subo a la tercera
planta. Nada más
salir del ascensor, veo junto a la máquina del café a Fi,
Carolyn y Debs. Fi
gesticula señalándose el pelo, y habla con Carolyn con
gran animación. Pero
la charla se detiene en cuanto me ven. Como si alguien
hubiera desenchufado
una radio.
—¡Hola, chicas! —Las
miro con la sonrisa más calurosa y amigable que
logro esbozar—. ¡Ya
estoy de vuelta!
—Hola, Lexi —dice Fi
con un gesto, como encogiéndose de hombros.
Vale, no será una
sonrisa, pero al menos es una reacción. Las otras dos
se han quedado mudas.
—¡Tienes una pinta
estupenda! ¡Me encanta esa blusa! —Fi me mira con
extrañeza—. ¡Tú
también estás fantástica, Debs! ¡Y tú, Carolyn! ¡Vaya
peinado! ¡Y qué botas
más chulas!
—¿Éstas? —Carolyn
suelta una carcajada—. Las tengo hace siglos.
—Bueno... todavía son
llamativas.
Los nervios me hacen
hablar a borbotones y decir demasiadas tonterías.
Con razón me miran
pasmadas las tres. Fi se ha cruzado de brazos; Debs
parece reprimir una
risita.
—Bueno. —Intento
calmarme un poco—. Os he traído una cosita. Fi,
esto es para ti.
Debs...
Ahora que se las
entrego, las bolsas parecen demasiado llamativas y
hasta ridículas.
—¿A qué viene esto?
—pregunta Debs.
—Bueno, no sé.
Porque... sois mis amigas... Vamos. Abridlas.
Se miran, indecisas,
y luego cada una empieza a romper el envoltorio.
—¿Gucci? —exclama Fi
boquiabierta mientras saca un estuche de
joyería—. Lexi, no
puedo aceptar...
—Claro que sí. Por
favor. Ábrelo y verás.
Ella lo abre con un
chasquido. Es un reloj de oro.
—¿Te acuerdas? —le
digo entusiasmada—. Siempre nos parábamos
delante del
escaparate. Cada fin de semana. Bueno, pues por fin es tuyo...
—En realidad... —dice
incómoda—. Bueno, es mío desde hace dos
años.
Se arremanga la blusa
y veo que lleva exactamente el mismo reloj, sólo
que algo más
deslucido. Se me cae el alma a los pies.
—Bueno, no importa.
Puedo cambiarlo y buscar otra cosa...
—Lexi, yo no puedo
usar esto —interviene Carolyn, y me devuelve el
estuche de perfume
que le he comprado y la bolsa de cuero en que iba
envuelto—. Ese olor
me da arcadas.
—¡Pero si es tu
favorito!
—Lo era —me corrige—.
Antes de quedarme embarazada.
—¿Estás embarazada?
—La miro, abrumada—. ¡Dios mío, Carolyn,
felicidades! ¡Es
maravilloso! ¡Me alegro tanto por ti! Matt debe de estar
contentísimo...
—No es de Matt —me
corta.
—¿Ah, no? Pero... ¿es
que rompisteis? —No puede ser. Imposible.
Todo el mundo daba
por supuesto que seguirían juntos para siempre.
—No me apetece hablar
del asunto, ¿vale? —murmura. Para mi horror,
veo que tiene los
ojos rojos detrás de los cristales de las gafas—. Hasta
luego.
Me lanza el
envoltorio y la cinta y, dándose media vuelta, se mete a toda
prisa en la oficina.
—Bravo, Lexi —dice
Fi, sarcástica—. Ahora que ya creíamos que
había superado lo de
Matt...
—No lo sabía. No
tenía ni idea. Lo siento muchísimo. —Me arde la
cara de vergüenza—.
Debs, abre tu paquete.
Le he comprado una
cruz tachonada de diamantes diminutos. A ella las
joyas la vuelven loca
y, en estos casos, una cruz nunca falla. Le va a encantar.
Debs desenvuelve su
regalo en silencio.
—Ya sé que es un
poquito desorbitado —digo nerviosa—. Pero quería
algo realmente
especial...
—¡Una cruz! —Debs me
devuelve la caja con la nariz arrugada, como si
apestara—. Yo no
puedo llevar esto. ¡Soy judía!
—¿Judía? Venga ya.
¿Desde cuándo?
—Desde que me
comprometí con Jacob —me dice, como si estuviera
muy claro—. Me he
convertido.
—¡Uau! —exclamo con
alegría—. ¿Estás prometida? —Ahora me fijo
en el anillo de
platino que lleva en la mano izquierda, con un diamante en el
centro. Debs lleva
tantos anillos que no me había dado cuenta—. ¿Cuándo es
la boda?
—El mes que viene
—dice, rehuyendo mi mirada—. En Wiltshire.
—¡El mes que viene!
¡Dios mío, Debs! Pero si todavía no tengo... —
Enmudezco de golpe.
Se hace un silencio muy denso. Iba a decir que no tengo
aún la invitación. No
la tengo porque no estoy invitada—. Quiero decir...
eh... ¡felicidades!
—Consigo mantener la sonrisa—. Espero que todo vaya de
maravilla. Y no te
preocupes, devolveré la cruz... y el reloj... y el perfume...
Con dedos
temblorosos, meto todos los envoltorios en una de las bolsas.
—Bueno —dice Fi con
una voz extraña—, nos vemos, Lexi.
-
Ciao —añade Debs sin mirarme a los ojos. Mientras
se alejan, siento
unas ganas tremendas
de llorar.
Bravo, Lexi. No sólo
no has recuperado a tus amigas, sino que lo has
fastidiado todo un
poquito más.
—¿Un regalito para
mí? —Es la voz sarcástica de Byron. Me vuelvo y
veo que viene por el
pasillo con un café en la mano—. ¡Qué amable de tu
parte!
Este tío me da
repelús. Él sí que es un reptil.
—Hola, Byron —le digo
con un tono que quiere ser enérgico—. Me
alegro de verte.
Haciendo un esfuerzo,
alzo la barbilla y me aparto de la cara un mechón
rebelde. No puedo
desmoronarme.
—Demuestras mucho
valor volviendo —me dice mientras cruzamos el
pasillo—. Lo
encuentro admirable.
—No sé por qué. A mí
me hace mucha ilusión.
—Bueno, para
cualquier duda, ya sabes dónde encontrarme. Aunque hoy
estaré casi todo el
día con James Garrison. Recuerdas a James, ¿no?
Cabrón. ¿Por qué
siempre elige gente que no conozco?
—Refréscame la
memoria —le digo a regañadientes.