lunes, 15 de mayo de 2017

Emaus




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EMAUS

El Santo, Luca, Bobby y el narrador son cuatro adolescentes que viven en un espacio y un tiempo indeterminados, pero que remiten vagamente a una ciudad del norte de Italia y a los años setenta. Pertenecen a la clase media y, sobre todo, son profundamente católicos. La aparición de Andre, una chica que procede de un mundo muy distinto (de clase alta y costumbres liberales), va a actuar como catalizador de una crisis que supondrá el derrumbe de todas sus certezas. Hasta entonces, han sido jóvenes llenos de grandes palabras (amor, deseo, dolor, muerte...) cuyo auténtico significado, en el fondo, desconocen. Ingenuamente, creen ser incapaces de vivir la tragedia, familiarizados como están con el drama doméstico menor.

Al igual que en la historia de Emaús relatada en el Evangelio de Lucas, en la que se cuenta cómo Cristo, ya resucitado, se apareció a dos de sus discípulos y éstos no supieron reconocerlo hasta que fue demasiado tarde, los cuatro jóvenes protagonistas se enfrentan a la realidad sin saber ver ni reconocer todos sus matices y contradicciones, aferrados a una fe monolítica y, hasta cierto punto, heroica.

Como en "Seda" o "Sin sangre", Baricco vuelve a demostrar su maestría con una novela corta que es, al mismo tiempo, apólogo moral y novela de formación, escrita con ese inconfundible estilo que sugiere y muestra, con palabras y silencios, luces y sombras (como en el célebre cuadro de Caravaggio que representa el mencionado episodio evangélico), la tensión imposible entre la vida y las convicciones juveniles.

Alessandro Baricco


Prólogo
El descapotable rojo echó marcha atrás y se detuvo delante del chico. El hombre que conducía maniobraba con mucha calma, y parecía no tener prisa, ni preocupaciones. Llevaba una gorra elegante, el coche no tenía puesta la capota. Se detuvo y, con una sonrisa bien dispuesta, le dijo al chico ¿Has visto a Andre?

Andre era una chica.

El chico lo entendió mal, entendió que el hombre quería saber si la había visto, así, en general, en la vida —si había visto lo maravillosa que era. ¿Has visto a Andre? Como si se tratara de algo entre hombres.

De manera que el chico respondió Sí.

¿Y dónde?, preguntó el hombre.

Comoquiera que el hombre siguiera luciendo una especie de sonrisa, el chico siguió entendiendo las preguntas de una forma errónea. De manera que contestó Por todas partes. Luego se le pasó por la cabeza que tenía que ser más preciso, y añadió De lejos.

Entonces el hombre asintió con la cabeza, como para decir que estaba de acuerdo, y que lo había entendido. Seguía sonriendo. Cuídate, chaval, dijo. Y se marchó de nuevo, pero sin cambiar de marcha como si nunca, en toda su vida, hubiera necesitado cambiar de marcha.

Cuatro travesías más adelante, donde un semáforo destellaba inútilmente al sol, el descapotable rojo fue arrollado por una camioneta enloquecida.

Hay que consignar que el hombre era el padre de Andre.

El chico era yo.

Fue hace muchos años.





Igual que el amor inmenso

fue inmenso el padecer.

Giovanni Battisti Ferrandini,

El llanto de María (c. 1732)

Tenemos todos dieciséis, diecisiete años —pero sin saberlo de verdad, es la única edad que podemos imaginarnos: a menudo sabemos el pasado. Somos muy normales, no se concibe otro plan que el de ser normales, es una inclinación que hemos heredado con la sangre. Durante generaciones nuestras familias han trabajado limando la vida hasta eliminar cualquier clase de evidencia —cualquier forma de aspereza que pudiera hacernos visibles para el ojo lejano. Con el tiempo, acabaron adquiriendo cierta competencia en el ramo, maestros de la invisibilidad: la mano, segura; el ojo, sabio —artesanos. Es un mundo en el que, al salir de las habitaciones, uno apaga la luz —los sillones en el salón están forrados con papel celofán. Los ascensores tienen a veces un mecanismo por el que sólo introduciendo una monedita puede uno acceder al privilegio de una subida asistida. El uso para el descenso es gratuito, si bien, por regla general, no se considera esencial. En el frigorífico se conservan las claras de los huevos en un vaso, y al restaurante uno va ocasionalmente, y siempre en domingo. En los balcones, cortinas verdes protegen del polvo de las calles, plantitas coriáceas y mudas, que no prometen nada. La luz, a menudo, es considerada una molestia. Por muy absurdo que pueda parecer, vivimos, si es que eso es vivir, agradecidos a la niebla.

De todas formas, somos felices, o por lo menos creemos que lo somos.

Con el equipamiento de serie de la normalidad viene incluido, irrenunciable, el hecho de que somos católicos —creyentes y católicos. En realidad, ésa es la anomalía, la locura con la que refutamos el teorema de nuestra simplicidad, pero a nosotros nos parece todo muy normal, reglamentario. Uno cree y no parece que exista otra posibilidad. No menos baladí: uno cree con avidez, y con hambre; no con una fe tranquila, sino con una pasión incontrolada, lo mismo que una necesidad física, una urgencia. Es la semilla de alguna forma de locura —la condensación evidente de una tempestad en el horizonte. Pero ni padres ni madres leen la borrasca que se avecina, por el contrario, tan sólo leen el falso mensaje de una callada aquiescencia a los designios de la familia: de manera que nos dejan que nos vayamos mar adentro. Jóvenes que pasan su tiempo libre cambiando las sábanas a enfermos olvidados en su propia mierda —esto no se les aparece a ninguno de ellos como lo que en verdad es —una forma de locura. O el gusto por la pobreza, el orgullo por las ropas miserables. Los rezos, el rezar. El sentimiento de culpa, eso siempre. Somos unos inadaptados, pero nadie quiere darse cuenta de ello. Creemos en el Dios de los Evangelios.

De manera que el mundo tiene, para nosotros, confines físicos muy inmediatos, y confines mentales fijos igual que una liturgia. Y ése es nuestro infinito.

Más lejos, más allá de nuestras costumbres, en un hiperespacio del que no sabemos casi nada, están esos otros, figuras en el horizonte. Lo que salta a la vista es que no creen —aparentemente no creen en nada. Pero también cierta desidia ante el dinero, reflejos brillantes de sus objetos y de sus gestos, la luz. Lo más probable es que, simplemente, sean ricos —y nuestra mirada es la mirada desde abajo de toda burguesía sorprendida en el esfuerzo de su ascensión —miradas desde la penumbra. No sé. Pero percibimos claramente que en ellos, padres e hijos, la química de la vida no produce fórmulas exactas sino espectaculares arabescos, como si hubiera olvidado su función reguladora —ciencia ebria. La consecuencia que se deriva de ello son existencias que no comprendemos —escrituras cuya clave se ha perdido. No son morales, no son prudentes, no sienten vergüenza, y son así desde hace un montón de tiempo. Evidentemente, pueden contar con graneros repletos hasta lo inverosímil, porque malgastan sin cálculo la cosecha de las estaciones, ya sea dinero, pero también mero saber, o experiencia. Mezclan indistintamente bien y mal. Queman la memoria, y en las cenizas leen su futuro.

Van solemnes, e impunes.

Desde lejos, nosotros los dejamos pasar ante nuestros ojos y luego, a lo mejor, también por nuestros pensamientos. Incluso puede ocurrir que en su líquida y cotidiana ordenación la vida nos lleve a rozarnos con ellos, por casualidad, suspendiendo por breves instantes las distinciones que surgen naturales. Los que se mezclan son los padres, por regla general —alguno de nosotros de tanto en tanto, una amistad pasajera, una chica. De manera que podemos mirarlos de cerca. Cuando, más tarde, reculamos hasta nuestras posiciones —no verdaderamente echados hacia atrás, sino más bien liberados de la tarea—, permanecen en la memoria algunas páginas abiertas, escritas en su lengua. El sonido pleno, rotundo, que tañen las cuerdas de sus padres en el juego del tenis, cuando las raquetas golpean la pelota. Las casas, sobre todo las del mar o la montaña, de las que a menudo parecen olvidarse ellos —sin problemas les dejan las llaves a sus hijos, en las mesitas todavía hay vasos polvorientos de alcohol, y en los rincones esculturas antiguas, como en un museo, pero por los armarios asoman zapatos de charol. Las sábanas, negras. Las fotografías, bronceadas. Cuando uno estudia con ellos —en casa de ellos— el teléfono suena sin parar y allí vemos a las madres, que a menudo piden disculpas por algo, pero siempre riendo, y con un tono de voz que no conocemos. Luego se acercan y nos pasan una mano por el pelo, diciendo algo igual que chiquillas, y presionando su pecho contra nuestro brazo. Luego está el servicio, y horarios imprudentes, como improvisados —no parecen creer en el poder salvífico de las costumbres. No parecen creer en nada.

Es un mundo, y Andre viene de allí. Distante, aparece de vez en cuando, siempre en historias que no nos conciernen. A pesar de que tenga nuestra edad, por regla general suele estar con los mayores, y esto la hace todavía más extraña, y eventual. Nosotros la vemos —resulta difícil decir si ella nos ve alguna vez. Probablemente ni siquiera conoce nuestros nombres. El suyo es Andrea, que en nuestras familias en un nombre de varón, pero no en la suya, donde incluso a la hora de poner nombre tienen, instintivamente, cierta inclinación al privilegio. Y además no se han quedado ahí, porque es que luego la llaman Andre, con acento en la A, y es un nombre que existe sólo para ella. De manera que siempre ha sido, para todos, Andre. Es, naturalmente, muy bella, casi toda esa gente lo es, pero es necesario decir que ella lo es de una forma particular, y sin quererlo. Tiene algo de masculino. Cierta dureza. Eso nos facilita las cosas —nosotros somos católicos: la belleza es una virtud moral y no tiene nada que ver con el cuerpo, de manera que la curva de un trasero no significa nada, ni el ángulo perfecto de un tobillo tiene por qué representar nada de nada: el cuerpo femenino es objeto de un sistemático aplazamiento. En definitiva: todo lo que sabemos de nuestra inevitable heterosexualidad lo hemos aprendido de los ojos oscuros de un amigo del alma, o de los labios de un compañero del que hemos sentido celos. La piel, de vez en cuando, con gestos que esbozamos sin comprender, bajo las camisetas de fútbol. Al final, es lógico que las muchachas un poco masculinas nos resulten más gratas. Andre, para esto, es perfecta. Lleva el pelo largo, pero con el furor de un indio americano —nunca se la ha visto arreglándoselo o peinándoselo, lo lleva y basta. Toda su maravilla está en el rostro —el color de los ojos, el ángulo de los pómulos, la boca. No parece necesario mirar nada más —su cuerpo es únicamente una forma de estar, de apoyar el peso, de marcharse —es una consecuencia. Ninguno de nosotros se ha preguntado nunca cómo será debajo del jersey, no es urgente saberlo, y el asunto nos resulta agradable. Nos basta, a todos, con su forma de moverse, a cada instante —una elegancia heredada de gestos y de medias voces, prolongación de su belleza. A nuestra edad nadie controla realmente el cuerpo, caminamos con la indecisión del potrillo, tenemos voces que no son nuestras: pero ella parece antigua, hasta tal punto conoce, de todas las formas de estar, los matices, por instinto. Está claro que las demás chicas tantean las mismas posturas, y entonaciones, pero rara vez lo consiguen, porque es una construcción lo que en ella es un don, una gracia. En el vestirse, lo mismo que en el estar, a cada instante.

Así, desde lejos, nos sentimos hechizados, como hechizados se sienten, todo hay que decirlo, también los demás, todos. Los chicos mayores conocen su belleza, y hasta incluso los viejos, que tienen cuarenta años. La conocen sus amigas, y todas las madres —y la suya, igual que una herida en el costado. Todos saben que es así y que nada puede hacerse al respecto.

Que nosotros sepamos, no hay nadie que pueda decir que ha sido el novio de Andre. Nunca la hemos visto ir de la mano con nadie. O un beso —ni siquiera un leve gesto sobre la piel de un chico. No es propio de ella. No le interesa gustar a nadie —parece empeñada en algo diferente más complicado. Hay chicos por los que debería sentirse atraída, muy diferentes a nosotros, obviamente, como los amigos de su hermano, bien vestidos, hablan con un acento extraño, como si se empeñaran en abrir poco los labios. Si se pusieran, incluso habría también varones adultos que a nosotros nos parecen aborrecibles y que revolotean a su alrededor. Gente que tiene coche. Y de hecho puede ocurrir que veamos marcharse a Andre con ellos —en los aborrecibles coches o en las motos. Sobre todo, de noche —como si la oscuridad se la llevara hacia un cono de sombra que no queremos comprender. Pero todo esto no tiene nada que ver con la marcha natural de las cosas —de chicos y chicas que salen. Es como una secuencia a la que le han arrebatado determinados pasajes. De ella no se infiere eso que nosotros llamamos amor.

De manera que Andre no es de nadie —pero nosotros sabemos que, al mismo tiempo, es de todos. Puede que haya una parte de leyenda, indudablemente, pero lo que se dice y se cuenta por ahí resulta rico en detalles, como de quien de verdad hubiera visto, y sabe. Y nosotros la reconocemos en esos relatos —nos resulta dificultoso visualizar todo lo demás, pero ella, allí en medio, es justamente ella. Su manera de actuar. Espera en los aseos del cine, apoyada en la pared, y ellos van uno tras otro, a tirársela, sin que ella se dé siquiera la vuelta. Se marcha de allí, luego, sin regresar a la sala para recoger su abrigo. Se van de putas con ella, y ella se ríe mucho mientras permanece en un rincón mirando —si se trata de travestis, los mira y los toca. No bebe nunca, no fuma, folla lúcidamente, sabiendo que lo está haciendo y, se dice, siempre en silencio. Circulan por ahí unas polaroid, que nosotros nunca hemos visto, en las que ella es la única mujer. No le importa que le hagan fotos, no le importa que a veces sean los padres, luego los hijos; no parece importarle nada de nada. Cada mañana, vuelve a no ser de nadie.

Para nosotros resulta difícil de entender. Por las tardes vamos al hospital, el de los pobres. A la sección masculina, urología. Debajo de las mantas los enfermos no llevan pantalones de pijama, sino un tubito de goma metido en la uretra. El tubito está conectado a otro tubito, un poco más grande, que acaba en una bolsa de plástico transparente, que está sujeta en el lateral de la cama: así es como mean los enfermos, sin darse cuenta, o sin tener que levantarse. Todo termina en la bolsa transparente —la orina es acuosa, o más oscura, hasta el rojo de la sangre. Lo que nosotros hacemos es vaciar esas benditas bolsas. Hay que desconectar los dos tubitos, descolgar la bolsa, ir al lavabo llevando en la mano ese odre lleno y vaciarlo todo en la taza del váter. Luego volvemos a la crujía y recolocamos cada cosa en su sitio. Lo difícil es el asunto ese de desconectar —aprietas con los dedos el tubito que está metido en la uretra y tienes que dar un tirón, porque si no lo haces así el tubito no se sale de dentro del otro tubito, el de la bolsa. De manera que uno intenta hacerlo con cuidado. Lo hacemos mientras hablamos —les decimos algo a los enfermos, algo alegre, mientras, inclinados sobre ellos, intentamos no hacerles demasiado daño. A ellos, en ese momento, no les importan un carajo nuestras preguntas, porque están pensando únicamente en esa sacudida en el rabo, pero responden, entre dientes, porque saben que lo de hablar lo hacemos por ellos. Las bolsas se vacían sacando un taponcito rojo que está en la punta de abajo. A menudo queda en el fondo arenilla, como los posos de una botella. Entonces hay que enjuagarlo bien. Hacemos esto porque creemos en el Dios de los Evangelios.

En cuanto a Andre, hay que decir que una vez la vimos con nuestros propios ojos, en un bar —a esa hora de la noche, sofás de piel y luces tenues, y mucha de esa gente —nosotros estábamos allí por error, porque nos apetecía un bocadillo a esa hora de la noche. Andre estaba sentada, otros estaban sentados, todos eran de esa gente. Ella se levantó y salió pasando cerca de nosotros —fue a apoyarse en el capó de un coche deportivo, en doble fila, las luces de posición encendidas. Llegó uno de ésos, abrió el coche y se subieron los dos. Nosotros estábamos comiendo el bocadillo, de pie. No se movieron de allí —no debía de suponerles ningún problema que los coches pasaran por el lado —e incluso algún transeúnte, raro. Ella se agachó, metiendo la cabeza entre el volante y el pecho del chico: éste se reía, mientras tanto, y miraba al frente. Estaba la portezuela ocultándolo todo, como es obvio, pero de vez en cuando por la ventanilla se veía la cabeza de ella levantándose —echaba un vistazo afuera, según un ritmo muy suyo. Una de esas veces él le puso la mano en la cabeza para empujársela hacia abajo nuevamente, pero Andre se la sacó de encima con un gesto rabioso y gritó algo. Nosotros seguíamos comiéndonos el bocadillo, pero estábamos como hechizados. Durante una rato siguieron en esa ridícula posición, sin hablar —Andre parecía una tortuga con la cabeza fuera. Pero luego la bajó de nuevo, por detrás de la portezuela. El chico dobló el cuello hacia atrás. Nosotros nos acabamos el bocadillo, y al final el chico se bajó del coche: reía y se colocaba la chaqueta para que le sentara bien. Entraron de nuevo en el bar. Andre nos pasó por delante y miró a uno de nosotros como si intentara recordar algo. Luego fue a sentarse de nuevo en el sofá de piel.

Eso era una mamada de las de verdad, dijo luego Bobby, que sabía lo que era eso —el único de nosotros que sabía, bien, qué era una mamada. Había tenido una novia que se las hacía. Confirmó por tanto que era una mamada, no cabía ninguna duda. Seguimos caminando en silencio, y estaba claro que cada uno de nosotros estaba intentando colocar las cosas en su sitio, para imaginarse de cerca lo que había pasado por detrás de la portezuela del coche. Nos estábamos formando una imagen en la cabeza y observábamos el primer plano. Trabajábamos con lo poco que teníamos —yo tenía guardado exactamente el escorzo de mi novia, en cierta ocasión, con la punta de mi polla en la boca, pero muy poquito —la sujetaba así, sin moverse, y con los ojos extrañamente abiertos —un poco demasiado abiertos. De ahí a imaginarse a Andre —no resultaba nada fácil, indudablemente. Pero mejor le habrá ido a Bobby, seguro, y tal vez también a Luca, que es muy reservado sobre estas cosas, pero debe de haber visto más que yo, visto y hecho. En cuanto al Santo, él es diferente. No tengo ganas de hablar ahora de ello —ahora no. Y, en cualquier caso, es de los que no excluyen hacerse cura, cuando pensamos en qué seremos de mayores. No lo dice, pero uno se da cuenta. El trabajo en el hospital lo encontró él —forma parte de nuestra manera de emplear el tiempo libre. Antes íbamos a pasar las tardes con unos viejecitos —les llevábamos comida, eran viejos sin dinero, olvidados —íbamos a sus minúsculas casas. Luego el Santo descubrió la historia esa del hospital para pobres, y dijo que era bonita. Y la verdad es que a nosotros nos gusta, luego, salir al aire libre, teniendo aún el olor a meados en las narices, y caminar con la frente en alto. Bajo las mantas, los viejecitos enfermos tienen miembros cansados, y todo el vello de alrededor es blanco, como el pelo, canoso. Son paupérrimos, no tienen familiares que les lleven el periódico, abren unas bocas podridas, se quejan de una forma nauseabunda. Hay que dominar no poco asco, debido a la suciedad, los olores y los detalles —de todas formas, somos capaces de hacerlo y recibimos a cambio algo que no sabríamos definir —algo así como una certeza, la consistencia rocosa de una certeza. De manera que salimos a la oscuridad más firmes y, aparentemente, más auténticos. Es la misma oscuridad que cada noche se traga a Andre y sus perdidas aventuras, si bien en otras latitudes del vivir, árticas, extremas. Por muy absurdo que parezca, para todos hay una única tiniebla.

A uno de nosotros, como se ha visto, lo llamamos Bobby. Tiene un hermano mayor que es clavadito a John Kennedy. De ahí lo de Bobby.

Una noche su madre estaba colocando las cosas en la cocina —y acabaron hablando de Andre. Nuestras madres hablan de Andre, si surge el tema, mientras que nuestros padres se salen por la tangente con una mueca indescifrable, así de bella y escandalosa es ella —les da apuro hablar de ella, hacen como que son asexuados. Así que esa madre, por el contrario, habló del tema con Bobby. Dijo: pobrecita. Pobrecita no era la palabra que se le pasaba por la cabeza a Bobby cuando pensaba en Andre. Así que la madre tuvo que explicarse. Enrollaba las servilletas y las metía en aros de madera, aunque de plástico, de colores. Dijo que aquella chica no era como las demás. Ya lo sé, dijo Bobby. No, no lo sabes, dijo ella. Y luego añadió que Andre se había matado —había ocurrido tiempo atrás. Se quedaron un rato callados. La madre de Bobby no sabía si sería oportuno continuar. Intentó matarse, dijo al final. Luego le insistió mucho a Bobby en que no le dijera a nadie ni una sola palabra del tema —fue así como nos enteramos.

Había elegido un día de lluvia. Se había vestido con un montón de ropa. Debajo de todo se había puesto un par de calzoncillos de su hermano. Luego había seguido con camisetas, jerséis y una falda por encima de los pantalones. Hasta guantes. Un sombrero y dos abrigos, uno más ligero, debajo, y otro grueso. Se había puesto incluso botas de goma en los pies —de goma verde. De esa guisa había salido y había ido hasta el puente, el del río. Como era de noche, allí no había nadie. Algún coche, pero sin ganas de detenerse. Andre se había puesto a caminar bajo la lluvia, lo que quería era empaparlo todo y acabar siendo tan pesada como un derrelicto. Caminó largo rato, arriba y abajo, hasta notar el peso de toda aquella ropa empapada. Luego superó la barandilla de hierro y se lanzó al agua, que a esa hora era negra —el agua del río negro.

Alguien la salvó.

Pero quien ha empezado a morir no deja ya de hacerlo, y ahora nosotros sabemos por qué Andre nos atrae más allá de todo sentido común, y a despecho de todas nuestras convicciones. La vemos reírse, o hacer cosas como ir en ciclomotor, y acariciar un perro —por las tardes sale a dar una vuelta con una amiga, cogidas de la mano, y lleva unos bolsitos en cuyo interior mete cosas útiles. Pero de todas formas nosotros ya no nos lo creemos, porque en nuestra cabeza tenemos metido ese momento en que gira de repente la cabeza en busca de algo, con los ojos aterrorizados —oxígeno. Hasta el porte que tiene, el cuello curvado hacia atrás, la barbilla levantada —el porte de estar así. Encima de una invisible superficie del agua. Y cada uno de sus extravíos, incluidos los impronunciables e impúdicos, que no sabemos explicar. Son como relámpagos, y nosotros los entendemos.

Es que muere. Andre muere.

Luego Bobby le preguntó a su madre por qué lo había hecho Andre, pero entonces la madre se lió un poco, se intuía que el resto de la historia verdaderamente no quería contarlo, cerró de golpe un cajón, con una fuerza que no era necesaria, son madres que no malgastan nada, ni siquiera la presión de una muñeca sobre el tirador de un cajón —pero ella lo hizo, y era para decir que no se hablaba más del tema.

Un día fuimos al puente, de noche, porque queríamos ver el agua negra —esa agua negra. Bobby, yo, el Santo y Luca, que es, de entre todos, mi mejor amigo. Fuimos allí en bicicleta. Queríamos ver lo que habían visto los ojos de Andre, por decirlo de algún modo. Y lo alto que era verdaderamente el aire, si se ponía uno a pensar en saltarlo. También flotaba la vaga idea de subirse de pie a la barandilla, o tal vez de dejarse balancear un poco hacia delante, sobre el vacío. Sujetándonos bien, en cualquier caso, porque todos somos chicos que llegan puntuales para la cena —nuestras familias creen en las costumbres y en los horarios. Así que hasta allí nos fuimos: pero el agua era tan negra que parecía densa y pesada —un cieno, un petróleo. Era horrible, y no había nada más que decir. Miramos abajo, apoyados en el hierro helado de la barandilla, mirando fijamente las gruesas venas de la corriente, y el negro sin fondo.

Si existía una fuerza que podía empujarle a uno a saltar, nosotros no la conocíamos. Estamos llenos de palabras cuyo verdadero significado no nos han enseñado, y una de ellas es la palabra dolor. Otra es la palabra muerte. No sabemos a qué se refieren, pero las utilizamos, y esto es un misterio. Nos sucede también con palabras menos solemnes. Bobby me dijo en cierta ocasión que cuando era joven, y tenía catorce años, le pasó una cosa: había ido a una reunión en la parroquia dedicada al tema de la masturbación y lo curioso era que, en realidad, él, en aquella época, no conocía de ninguna manera el significado de la palabra masturbación —la verdad es que no sabía lo que era aquello. Pero había ido y, aún más, había expresado su opinión y discutido animadamente, de eso se acordaba bien. Dijo que, si lo pensaba, ni siquiera estaba seguro de que los demás supieran de qué estaban hablando. Seguro que allí dentro el único que de verdad se hacía pajas era el cura, dijo. Luego, mientras me explicaba esta historia, se le vino una duda a la cabeza y entonces añadió: sabes de qué te estoy hablando, ¿verdad?

Sí, lo sé. La masturbación, sé qué es eso.

Bueno, pues yo no lo sabía, dijo él. Yo pensaba en algunas veces en que me frotaba contra la almohada, por la noche, porque no conseguía dormir. Me la colocaba entre las piernas y me frotaba. Eso era todo. Y mantuve una discusión sobre ese asunto, ¿te das cuenta?

Pero así somos, utilizamos un montón de palabras cuyo significado no conocemos y una de ellas es la palabra dolor. Otra es la palabra muerte. Por eso no nos fue posible tener los ojos de Andre y mirar el agua negra, desde el puente, como la había visto ella. Ella, que procede en cambio de un mundo sin cautelas, en el que la humana aventura no discurre al socaire de la normalidad, sino que va dando bandazos, hasta abarcar toda palabra lejana, por muy afilada que esté —y, la primera de todas ellas, la que nombra el morir. En sus familias a menudo se mueren sin esperar la vejez, como impacientes, y es tal su familiaridad con la palabra muerte que no suele ser raro que en su reciente pasado se cuente con la existencia de un tío, una hermana, un sobrino, al que alguien mató —o que mató a alguien. Nosotros nos morimos, de vez en cuando, ellos son asesinos o asesinados. Si intento explicar la fractura de casta que nos separa de ellos, nada me parece más exacto que referirme a lo que los hace irremediablemente distintos y aparentemente superiores —el contar con destinos trágicos. Una cierta capacidad de destino y, en particular, de destinos trágicos. Mientras que nosotros, en cambio, lo correcto sería decir que no nos podemos permitir lo trágico, tal vez ni siquiera un destino —nuestros padres y nuestras madres dirían que no nos lo podemos permitir. Por eso tenemos tías en silla de ruedas debido a sobrevenidos ataques de apoplejía —babean educadamente y miran la televisión. En cambio, en las familias de esa gente, abuelos en trajes cortados a medida cuelgan trágicos de vigas de las que se colgaron debido a sobrevenidos desastres financieros. De la misma manera que puede ocurrir que hayan encontrado un día al primo con la cabeza abierta por un golpe bien asestado, inferido de arriba abajo, en la cornisa de un apartamento florentino —el arma homicida una estatuilla helenística que representa «La templanza». Nosotros, en cambio, tenemos abuelos que viven eternamente: se encaminan, todos los domingos, incluso el último antes de morir, a la misma pastelería, a la misma hora, para comprar las mismas pastas. Contamos con destinos mesurados, como si fueran consecuencia de un misterioso precepto de economía doméstica. Así, cincelados fuera de lo trágico, recibimos como herencia la bisutería del drama —junto al oro cequí de la fantasía.

Eso nos hará para siempre menores, privados e inasibles.

Pero Andre procede de ese mundo, y cuando miró el agua oscura vio pasar un río cuyas fuentes conocía desde que era pequeña. Como empezamos a entender, toda una red de muertos tejió la suya y en la suya se prolonga la urdimbre de una única muerte, labrada en el telar de sus privilegios. Y así había superado ella la barandilla de hierro, cuando nosotros a duras penas conseguíamos asomarnos un poco sobre el cieno negro. Se había dejado caer. El golpetazo del frío seguro que lo notaría, luego el lento anegarse.

Así que nos fuimos hasta el puente, y nos quedamos asustados. Al volver a casa, en bicicleta, éramos conscientes de que era tarde, y pedaleábamos con fuerza. No intercambiamos palabra. Bobby dobló hacia su casa, luego el Santo. Nos quedamos Luca y yo. Pedaleábamos el uno al lado del otro, pero seguíamos mudos.

Ya lo he dicho, de entre todos es mi mejor amigo. Podemos entendernos con un gesto, a veces nos basta una sonrisa. Antes de que aparecieran las chicas, pasamos juntos todas las tardes de nuestra vida —o por lo menos eso es lo que nos parece. Sé cuándo está a punto de marcharse y a veces podría decir un instante antes cuándo empezará a hablar. Lo encontraría en medio de una multitud, echando un simple vistazo, sólo por su forma de caminar —los hombros. Parezco mayor que él, todos lo parecemos, porque en él ha quedado mucho del niño: en los huesos pequeños, en la piel inmaculada, en los rasgos de su rostro, que tiene delicados y hermosísimos. Como las manos, y el cuello delgado —las piernas secas. Pero él no lo sabe, a duras penas lo sabemos nosotros —como ya he dicho, la belleza física es algo en lo que no nos fijamos. No es necesaria para la edificación del Reino. De manera que Luca lleva la suya encima sin usarla —una cita pospuesta. A la mayoría les parece un tipo distante, y las chicas adoran esa distancia, a la que llaman tristeza. Pero, como a todos, a él le gustaría, simplemente, ser feliz.

Hace un par de años, quinceañeros, estábamos en mi casa, era una de esas tardes, estábamos echados en la cama, leyendo unas revistas de Fórmula 1 —estábamos en mi habitación. Justo al lado mismo de la cama había una ventana y estaba abierta —daba al jardín. Y en el jardín estaban mis padres: charlaban, era domingo. Nosotros no estábamos escuchando, estábamos leyendo, pero en un momento dado nos pusimos a escuchar, porque mis padres se habían puesto a hablar sobre la madre de Luca. No se habían dado cuenta de que él estaba allí, evidentemente, y estaban hablando de su madre. Estaban diciendo que era de verdad una mujer muy capacitada y que era una lástima que hubiera tenido tan poca suerte. Dijeron algo sobre el hecho de que Dios la había cargado con una terrible cruz. Yo miré a Luca, él sonreía y me hizo un gesto, para indicarme que no me moviera, que no hiciera ruido. Parecía estar divirtiéndose con aquello. De manera que nos quedamos escuchando. Allí afuera, en el jardín, mi madre estaba diciendo que tenía que ser terrible vivir junto a un marido tan enfermo, tenía que ser una soledad desoladora. Luego le preguntó a mi padre si sabía cómo le estaba yendo el tratamiento. Mi padre dijo que habían probado de todo, pero lo cierto es que nunca se sale verdaderamente de historias de ésas. Lo único que quedaba era tener la esperanza, dijo, de que no decidiera cortar por lo sano, tarde o temprano. Hablaba del padre de Luca. Yo empezaba a avergonzarme por lo que estaban diciendo, volví a mirar a Luca, él me hizo un gesto como para decirme que no entendía nada de nada, no sabía de qué estaban hablando. Me puso una mano sobre la pierna, quería que no me moviera, que no hiciera ruido. Quería escuchar. Allí afuera, en el jardín, mi padre estaba hablando de algo llamado depresión, que era una enfermedad, evidentemente, porque estaba relacionada con medicamentos y doctores. En un momento dado dijo Debe de ser terrible, para su mujer y también para su hijo. Pobrecitos, dijo mi madre. Se calló unos instantes y luego repitió Pobrecitos, dando a entender así que Luca y su madre lo eran porque tenían que vivir junto a aquel hombre enfermo. Dijo que lo único que podía hacerse era rezar y que eso haría. Luego mi padre se levantó, y los dos se levantaron, y entraron de nuevo en casa. Nosotros bajamos la vista instintivamente hacia las revistas de Fórmula 1, nos aterrorizaba que la puerta de la habitación se abriera. Pero no sucedió. Se oyeron los pasos de mis padres, a lo largo del pasillo, que iban hacia el salón. Nos quedamos allí, quietos, con el corazón latiéndonos.

Había que marcharse de allí, y la cosa no acabó demasiado bien. Cuando ya estábamos en el jardín, mi madre salió para preguntarme cuándo pensaba volver y fue así como se dio cuenta de que estaba Luca. Entonces dijo su nombre, como en una especie de saludo, pero inflamado por una sorpresa lánguida —sin ser capaz de añadir nada más, como habría hecho, en cambio, en un día cualquiera. Luca se volvió hacia ella y le dijo Buenas tardes, señora. Lo dijo con educación, en el tono más normal que existe. Somos muy buenos, cuando se trata de fingir. Cuando nos marchamos, mi madre seguía allí, en el umbral, inmóvil, con una revista en la mano, marcando la página con el índice.

Mientras caminábamos, el uno al lado del otro, durante un rato no nos dijimos nada. Ensimismados en nuestros pensamientos, los dos. Cuando tuvimos que cruzar una calle, levanté la vista, y mientras miraba los coches que se acercaban, también miré a Luca, un momento. Tenía los ojos enrojecidos, la cabeza agachada.

El hecho es que nunca se me había ocurrido a mí que su padre estuviera enfermo —y la verdad, por extraña que parezca, es que tampoco Luca había pensado nada semejante: esto da una idea sobre de qué pasta estamos hechos. Tenemos una fe ciega en nuestros padres, lo que vemos en casa es la justa y equilibrada marcha de las cosas, el protocolo de lo que consideramos una salud mental. Adoramos a nuestros padres por eso —nos mantienen protegidos de cualquier clase de anomalía. De manera que no existe la hipótesis de que ellos, en primer lugar, puedan ser una anomalía —una enfermedad. No existen madres enfermas, sino tan sólo cansadas. Los padres nunca fracasan, sino que a veces están nerviosos. Una cierta infelicidad, que preferimos no asimilar, asume de tanto en tanto la forma de patologías que seguro que tendrán nombre, pero que no lo pronunciamos en familia. El recurso a los médicos resulta desagradable y, en todo caso, es redimensionado gracias a la elección de médicos amigos, habituales en casa, poco más que confidentes. Donde sería necesaria la agresión de un psiquiatra, se prefiere la amistad bonachona de doctores a los que conocemos de toda la vida —igualmente infelices.

A nosotros esto nos parece normal.

Así, sin saberlo, heredamos la incapacidad para la tragedia y la predisposición hacia la forma menor del drama: porque en nuestras casas no se acepta la realidad del mal, y esto pospone hasta el infinito cualquier forma de desarrollo trágico, liberando la amplia ola de un drama mesurado y permanente —la marisma en la que hemos crecido. Es un hábitat absurdo, hecho de dolor reprimido y de censuras cotidianas. Pero nosotros no podemos darnos cuenta de lo absurdo que es porque como reptiles de marismas tan sólo conocemos ese mundo, y la marisma es para nosotros la normalidad. Por eso somos capaces de metabolizar increíbles dosis de infelicidad tomándola como el curso obligado de las cosas: no nos alcanza la sospecha de que escondan heridas que hay que curar, ni fracturas que recomponer. De la misma manera, ignoramos qué es el escándalo, porque cualquier forma de posible desviación delatada por quien está a nuestro alrededor la aceptamos de manera instintiva como una integración únicamente inesperada dentro del protocolo de la normalidad. Así por ejemplo, en la oscuridad de los cines parroquiales, notamos la mano del cura posándose en el interior de nuestros muslos sin sentir rabia, sino intentando deducir de forma apresurada que evidentemente así van las cosas: los curas posaban la mano allí —ni siquiera había que hablar del tema en casa. Teníamos doce, trece años. No apartábamos la mano del cura. Recibíamos la eucaristía de esa misma mano, el domingo siguiente. Eramos capaces de hacerlo, todavía somos capaces de hacerlo —¿por qué no íbamos a ser capaces de tomar la depresión como una forma de elegancia, y la infelicidad como una coloración apropiada de la vida? El padre de Luca no va nunca al estadio porque no soporta estar en medio de demasiada gente: es algo que sabemos y que interpretamos como una forma de distinción. Estamos acostumbrados a considerarlo vagamente aristocrático, por ese porte suyo silencioso, también cuando vamos al parque. Camina lentamente y ríe a empellones, como una concesión. No conduce. Por lo que podemos recordar, nunca ha levantado la voz. Todo eso nos parecen manifestaciones de una dignidad superior. Tampoco nos pone sobre aviso el hecho de que a su alrededor todo el mundo muestre siempre una alegría particular —la palabra exacta sería esforzada, pero a nosotros no se nos ocurre, por lo que se trata de una alegría particular, que interpretamos como una forma de respeto —de hecho, es funcionario del Ministerio. En definitiva, que lo consideramos un padre como los demás, sólo que más ilegible, tal vez extranjero.

Pero Luca, por la noche, se sienta junto a él, en el sofá, delante de la televisión. El padre le pone una mano sobre la rodilla. No dice nada. No dicen nada. De vez en cuando el padre presiona fuertemente la rodilla de su hijo con la mano.

¿Qué quiere decir que se trata de una enfermedad?, me preguntó Luca aquel día, mientras seguíamos caminando.

No lo sé, no tengo la menor idea, dije. Era la verdad.

Nos pareció inútil seguir hablando y durante muchísimo tiempo no volvimos a hablar de ello. Hasta esa noche, cuando regresábamos del puente de Andre y nos quedamos solos. Delante de mi casa, con las bicis paradas, un pie en el suelo y el otro en el pedal. Mis padres me esperaban, se cena siempre a las siete y media, no sé por qué. Tendría que haberme marchado, pero se notaba que Luca tenía algo que decir. Apoyó el peso en la otra pierna, inclinando un poco la bicicleta. Luego dijo que recostado en la barandilla del puente había entendido un recuerdo —se había acordado de algo y lo había entendido. Esperó un poco para ver si tenía que marcharme. Yo me quedé allí. En nuestra casa, dijo, comemos casi en silencio. En la vuestra es diferente, y también en la de Bobby o en la del Santo, pero en la nuestra se come en silencio. Puedes oír todos los ruidos, el tenedor sobre el plato, el agua en el vaso. Mi padre, sobre todo, está en silencio. Siempre ha sido así. Y entonces me he acordado de las muchas veces que mi padre, me he acordado de que él se levanta a menudo, en un momento dado, suele ocurrir que se levante, sin decir nada, cuando todavía no hemos terminado, se levanta, abre la puerta que da al balcón, y sale al balcón, entrecierra la puerta detrás de él y luego se apoya en la barandilla y se queda allí. Durante años le he visto hacer lo mismo. Entonces mamá y yo nos aprovechamos de la situación —decimos lo que se nos ocurre, mamá bromea, se levanta para colocar un plato, una botella, me hace alguna pregunta, cosas así. Tras el cristal de la ventana está mi padre, del otro lado, de espaldas, un poco encorvado, apoyado en la barandilla. Durante años no he pensado nunca en eso, pero esta noche, en el puente, se me ha venido a la cabeza qué es lo que va a hacer ahí. Me parece que mi padre sale ahí para tirarse de cabeza. Luego no tiene valor para hacerlo, pero cada vez que se levanta va ahí con esa idea.

Levantó los ojos, porque quería mirarme.

Es como Andre, dijo.

Así Luca ha sido el primero de nosotros en romper los límites. No lo ha hecho adrede —no es un chico inquieto o algo parecido. Se ha encontrado delante de una ventana abierta mientras los adultos hablaban sin cautela. Y, desde lejos, ha aprendido el morir de Andre. Son dos indiscreciones que han agrietado su patria —la nuestra. Por primera vez uno de nosotros se ha visto empujado más allá de los confines heredados, con la sospecha de que en realidad no existen confines, ni una casa madre, nuestra, inabordable. Con pasos tímidos, ha echado a caminar por una tierra de nadie donde las palabras dolor y muerte tienen un significado preciso dictadas por Andre, y escritas en nuestra lengua con la caligrafía de nuestros padres. Desde esa tierra nos está mirando, a la espera de que lo sigamos.

Como quiera que Andre es irresoluble, en su familia se suele mencionar con frecuencia a su abuela, que ya está muerta. En la actualidad se la comen los gusanos, según su versión de los destinos humanos. Nosotros sabemos que, en cambio, está esperando el Día del Juicio, y el final de los tiempos. La abuela era una artista se la puede encontrar en las enciclopedias. Nada de especial, aunque a los dieciséis años había atravesado el océano con un gran escritor inglés: él le dictaba y ella escribía a máquina, con una Remington portátil. Cartas, o bien fragmentos de libros, relatos. En América descubrió la fotografía, ahora en las enciclopedias aparece como fotógrafa. Fotografiaba preferentemente a gente desvalida y puentes de hierro. Lo hacía bien y en blanco y negro. Corría sangre húngara y española por sus venas, aunque luego se casara en Suiza con el abuelo de Andre, llegando de este modo a ser riquísima. Nosotros nunca la vimos. Era famosa por su belleza. Andre se le parece, dicen. Y también en el carácter.

En un momento dado la abuela dejó de hacer fotografías —se dedicó a mantener unida a la familia, de la que llegó a ser el déspota refinado. Lo sufrió su hijo, hijo único, y la mujer con la que éste se casó, una modelo italiana: los padres de Andre. Eran jóvenes e inseguros, de manera que la abuela los hacía trizas con regularidad, porque era vieja y de una fuerza inexplicable. Vivía con ellos y comía en la cabecera de la mesa —un camarero le servía las bandejas pronunciando el nombre de los platos en francés. Esto hasta que se murió. El abuelo se había ido años atrás, todo hay que decirlo, para completar el cuadro. Muerto, para ser exactos.

Antes de Andre, los padres de Andre habían tenido gemelos. Un varón y una hembra. A la abuela le había parecido aquélla una circunstancia más bien vulgar —estaba convencida de que era típico de los pobres tener gemelos. En particular soportaba mal a la niña, que se llamaba Lucia. No comprendía cuál era su utilidad. Tres años después, la madre de Andre se quedó embarazada de Andre. La abuela dijo que obviamente tenía que abortar. Sin embargo, ella no lo hizo. Y esto es exactamente lo que sucedió después.

El día en que Andre salió del vientre de su madre era un día de abril —el padre estaba de viaje, los gemelos en casa, con la abuela. Desde la clínica telefonearon a casa para decir que la señora había entrado en la sala de partos, la abuela dijo Vale. Se aseguró de que los gemelos habían comido, luego se sentó a la mesa y tomó su almuerzo. Después del café le dio un par de horas libres a la niñera española y se llevó a los gemelos al jardín: hacía sol, era un hermoso día de primavera. Se echó en una tumbona y se adormiló, porque a veces solía hacerlo después del almuerzo, y no consideró oportuno comportarse de manera distinta. O, sencillamente, se adormiló. Los gemelos jugaban en el césped. Había una pila con una fuente, en el jardín, una pila de piedra con peces rojos y amarillos. En el centro, un surtidor. Los gemelos se acercaron, para jugar. Tiraban a la pila cosas que habían encontrado por el jardín. Lucia, la niña, en un momento dado pensó que sería bonito tocar el agua con las manos, luego con los pies, y jugar dentro. Tenía tres años, por lo que la cosa no resultaba fácil, de todas maneras ella lo logró, apoyándose de puntillas en la piedra y sacando la cabeza por encima del borde. Su hermano a ratos la miraba, a ratos iba a recoger cosas por el césped. La niña al final se metió en el agua, haciendo un ruido leve, como de pequeño animal anfibio —de criatura redonda. La pila era poco profunda, apenas treinta centímetros, pero la niña se asustó con el agua, tal vez se golpeó contra la piedra del fondo, y esto debió de aturdir el instinto que sin duda la habría salvado de una forma simple y natural. De manera que respiró el agua oscura y, cuando buscó el aire necesario para llorar, ya no lo encontró. Se dio la vuelta un poco, afanosamente, poniéndose de puntillas y golpeando el agua con las manos, que eran, no obstante, manos pequeñas, y el ruido fue como de plata ligera. Luego se quedó inmóvil, entre los peces rojos y amarillos, que no entendían qué pasaba. El hermano se acercó para mirar. En ese momento Andre salió del vientre de su madre, y lo hizo con dolor, como está escrito en el libro en el que creemos.

Nosotros lo sabemos porque es una historia que se sabe —en el mundo de Andre no hay pudor ni vergüenza. Es así como transmiten su superioridad y resaltan su privilegio trágico. El asunto los predispone a elevarse inevitablemente hacia la leyenda —y, de hecho, de esta historia existen numerosas variantes. Algunas cuentan que fue la niñera española la que se adormiló, pero también se dice que la niña ya estaba muerta cuando la metieron en el agua. El papel de la abuela resulta siempre más bien ambiguo, pero hay que tener en cuenta la inclinación a hacer recaer cualquier clase de narración sobre la certidumbre de un personaje malvado —lo que ella, en algunos aspectos, seguramente era. También la historia del padre de viaje a muchos les parece sospechosa, apócrifa. De todas formas, hay un detalle sobre el que todo el mundo está de acuerdo y es el hecho de que los pulmones de Andre dieron su primera bocanada en el mismo instante en que los de su hermanita dejaron escapar la última, como por una dinámica natural de vasos comunicantes —como por una ley de conservación de la energía, aplicada a escala familiar. Eran dos niñas y habían intercambiado su vida.

La madre de Andre lo supo en cuanto salió de la sala de partos. Luego le llevaron a Andre, que dormía. La estrechó contra su pecho, y tuvo la certeza de que la operación mental a la que estaba llamada era superior a sus fuerzas —a las de cualquiera. Así que quedó herida para siempre.

Cuando, años después, la abuela murió, hubo un funeral bastante espectacular, con cierta participación de todas las partes del mundo. La madre de Andre asistió con un traje rojo, que muchos recuerdan como corto y peripuesto.

A menudo el padre de Andre, todavía hoy, por maldad o por despiste, llama a Andre con el nombre de la hermanita muerta —la llama Lucy, que era como él llamaba a esa niña suya, cuando la cogía en brazos.

Andre se tiró del puente catorce años después de la muerte de su hermanita. No lo hizo el día de su cumpleaños, lo hizo un día cualquiera. Pero respiró el agua oscura, y era, en cierto sentido, la segunda vez que lo hacía.

Somos cuatro, porque tocamos juntos, y la nuestra es una banda: el Santo, Bobby, Luca y yo. Tocamos en la iglesia. Somos unas estrellas, dentro de nuestro ambiente. Hay un cura famoso por su forma de predicar, y nosotros tocamos en su misa. La iglesia siempre está a rebosar —vienen desde otros barrios para oírnos. Hacemos misas que duran hasta una hora, pero a todo el mundo le parece bien así.

Naturalmente, nos hemos preguntado si somos buenos de verdad, pero no hay forma de saberlo, porque tocamos esa música en concreto, un género muy particular. En algún sitio, en las oficinas de reputadas editoriales católicas, alguien compone esas canciones, y nosotros las cantamos. Ninguna de esas canciones tendría, fuera de ese marco, la menor posibilidad de ser una buena canción —si quien la interpretara fuera un cantautor cualquiera, la gente se preguntaría qué le ha pasado. No es rock, no es música beat, no es folk, no es nada. Es como los altares hechos con piedras de molino, los paramentos de tela de saco, los cálices de terracota, las iglesias de ladrillos rojos: la misma Iglesia que antaño encargara los frescos a Rubens y las cúpulas a Borromini ahora muestra su aflicción con una estética evangélica vagamente sueca —en los límites con la protestante. Cosas cuya relación con la belleza auténtica no es mayor que la que pueda tener un banco fabricado en roble o un arado bien hecho. No guarda relación con esa belleza que, mientras tanto, fuera de allí, están creando los hombres. Y esto también vale para nuestra música —es bonita sólo allí, allí dentro es justa. No quedaría nada de ella si fuera pasto del mundo exterior.

De todas formas, es posible que nosotros seamos efectivamente buenos —es algo que no puede descartarse. Es sobre todo Bobby quien insiste en ello, dice que tendríamos que intentar tocar canciones nuestras y hacerlo fuera de una iglesia. El teatro de la parroquia nos iría perfectamente, dice. En realidad, sabe que no iría perfectamente —nosotros tendríamos que tocar en lugares llenos de humo donde la gente rompe cosas y las chicas bailan dejando que se les salgan las tetas fuera. Es ahí donde nos harían pedazos. O donde se volverían locos —eso no puede saberse.

Para desbloquear un poco la situación, a Bobby se le ocurrió pensar en Andre.

Andre baila —lo hacen todas, en ese mundo suyo —las chicas bailan. Danza moderna, no de esas cosas de puntillas. Hacen espectáculos, ensayos, de vez en cuando, y puesto que nuestras novias también bailan de vez en cuando, nosotros asistimos. Por eso hemos visto bailar a Andre. En cierto sentido, lo de allí es como en la iglesia, es decir, una comunidad aislada del mundo, de padres y de abuelos, es obvio que se aplaude mucho. No existe, tampoco allí, ninguna relación con la auténtica belleza. Sólo, de vez en cuando, se ve a alguna chica que está ahí arriba como si produjera una fuerza, como si separara el cuerpo de la tierra. Nos damos cuenta hasta nosotros, que no entendemos nada de nada. A veces se trata de una chica que es hasta fea, con un cuerpo feo —no parece que sea importante la belleza corporal. Lo que cuenta es cómo están ahí.

A Bobby se le ocurrió pensar en Andre porque baila de esa manera.

Baila, no canta.

Quién sabe, a lo mejor canta y nosotros no lo sabemos.

A lo mejor canta fatal.

A quien carajo le importa, ¿has visto cómo está ahí arriba?

Damos vueltas a su alrededor, pero la verdad es que ella está más allá de los confines, lo está como nadie más de nuestra edad, y nosotros sabemos que si existe una música que es nuestra entonces tenemos que ir a buscarla más allá de los confines —y cómo nos gustaría que fuera ella la que nos llevara hasta allí. Nunca lo admitiremos, eso está claro.

De manera que Bobby la llamó por teléfono —al tercer intento la localizó. Se presentó dando su nombre y apellido, y eso no le dijo nada. Entonces añadió alguna información que parecía útil, del tipo dónde estaba la tienda de su padre, y que era pelirrojo. Ella comprendió de quién se trataba. Te queríamos preguntar si quieres cantar con nosotros, tenemos una banda. Andre dijo algo, nos dábamos cuenta porque Bobby estaba en silencio. No, para ser sinceros sólo tocamos en la iglesia, por ahora. Silencio. Durante la misa, sí. Silencio. No, tú no tendrías que cantar en la misa, la idea es la de formar una banda de las de verdad, y de ir a tocar a locales. Silencio. No las canciones de misa, sino canciones hechas por nosotros. Silencio.

Nosotros tres estábamos alrededor de Bobby, y él no dejaba de hacer un gesto indicando que lo dejáramos en paz, que lo dejáramos hacer a él. En cierto momento se echó a reír, aunque algo forzado. Todavía siguió hablando un poco más, luego se despidieron —Bobby colgó.

Ha dicho que no —dijo. No dio más explicaciones.

Estábamos decepcionados, claro, pero también sentíamos cierta euforia, como la de quien ha obtenido algo. No se nos pasaba por alto que habíamos hablado con ella. Ahora ella sabía que nosotros existíamos.

Así que estábamos de buen humor cuando llegamos a casa de Luca. Había sido idea mía. A su casa no vamos nunca, no parece que a sus padres les guste recibir visitas, su padre odia el desorden —pero para Luca y para su madre que fuéramos tal vez podía significar algo. Al final conseguimos que nos invitaran a cenar. Por regla general, ellos comen en la cocina, en una mesa estrecha y larga que no es ni siquiera una mesa, sino una ménsula: así se colocan los tres, uno al lado del otro, con la pared enfrente. Blanca. Pero para esa ocasión la madre había preparado el salón, que en nuestras casas es una habitación que no existe: está reservada para especiales piruetas de la vida, sin que, por otra parte, queden descartados los velatorios. En cualquier caso, fue allí donde comimos. El padre de Luca nos recibió con una alegría auténtica, y cuando se sentó a la cabecera de la mesa, indicándonos nuestros sitios, tenía el aspecto de un hombre sin reservas, seguro de su primacía de padre —como si fuera el padre de todos nosotros, aquella noche. Pero cuando la sopa de verduras estaba ya en los platos, y él sujetaba la cuchara entre sus dedos, el Santo juntó las manos delante de sí y empezó a decir las palabras de agradecimiento —con la cabeza agachada. Las dijo en voz alta. Son palabra hermosas. Dígnate, Señor, bendecir la comida que tu bondad nos ha entregado y a aquellos que nos la han preparado. Haz que la recibamos con alegría y sencillez de corazón, y ayúdanos a dar al que no tiene. Uno a uno agachamos la cabeza y seguimos sus palabras. Amén. El Santo tiene una bonita voz, y rasgos antiguos —la barba sutil, único entre nosotros. Sobre su rostro delgado, ya ascético. Como nosotros sabemos, posee una fuerza dura, cuando reza —adulta. Así que al padre de Luca debió de parecerle que alguien había ocupado su lugar —de padre. O le pareció que no había sabido hacer lo que pretendíamos de él y que un chiquillo con cara de místico había acudido en su ayuda. En consecuencia, desapareció. No volvió a oírse su voz en toda la cena. Acababa los platos, deglutía. No se rió ni una sola vez.

Al final, nos levantamos todos para recoger la mesa. Es algo que hacemos siempre, como buenos chicos, pero yo lo hice sobre todo para poder ir a la cocina y ver ese balcón del que Luca me había hablado. De hecho, se veía la barandilla y no era difícil imaginarse la espalda de su padre, inclinada hacia adelante, con los codos apoyados, la mirada en el vacío.

Al salir, no nos pareció que la cosa hubiera ido demasiado bien. Pero yo era el único que lo sabía, Bobby y el Santo no habían hablado nunca de ese tema con Luca. De manera que tan sólo nos dijimos que aquel hombre era raro. Era raro todo, en aquella casa. Teníamos bien claro que no íbamos a volver nunca más.

Que Andre sabe de mí —que existo— lo supe con certeza una tarde que estaba echado en un sofá, con mi novia, bajo una manta escocesa roja —ella me estaba tocando, es nuestra forma de practicar el sexo. Por regla general, nuestras novias creen en el Dios de los Evangelios igual que nosotros, y eso significa que llegarán vírgenes al matrimonio —a pesar de que, en los Evangelios, no se haga alusión a semejante proceder. De manera que nuestra forma de practicar el sexo es pasarnos horas tocándonos, mientras hablamos. Nunca nos corremos. Casi nunca. Nosotros, los chicos, tocamos toda la superficie de piel que podemos y de vez en cuando metemos la mano debajo de sus faldas, pero no siempre. Ellas, en cambio, enseguida nos tocan el miembro, porque somos nosotros los que nos abrimos los pantalones y, a veces, nos los quitamos. Esto ocurre en casas donde los padres hermanos hermanas están en el otro lado, detrás de la puerta, y cualquiera puede entrar de un momento a otro. Por tanto lo hacemos todo dentro de una precariedad entreverada de peligro. A menudo no hay más que una puerta entreabierta entre el pecado y el castigo, y esto hace, claro está, que el placer de tocarse y el miedo a ser descubiertos, así como el deseo y el remordimiento, se presenten de forma simultánea, fundidos en una única emoción que nosotros llamamos, con una espléndida exactitud, sexo: conocemos todos sus matices y valoramos la resplandeciente derivación del complejo de culpa, del que es una variante entre otras. Si alguien piensa que es una manera infantil de ver las cosas, es que no ha comprendido nada. El sexo es pecado: pensarlo como algo inocente es una simplificación a la que sólo los infelices se entregan.

De todas formas, ese día la casa estaba vacía, así que estábamos haciendo nuestras cosas con cierta tranquilidad, en los límites del aburrimiento. Cuando sonó el timbre de la puerta, mi novia se bajó la camiseta y dijo Es Andre, ha venido a recoger una cosa —levantándose y yendo a abrir la puerta. Parecía saber que aquello iba a ocurrir. Yo me quedé en el sofá, bajo la manta.

Únicamente me coloqué bien los calzoncillos —los téjanos estaban en el suelo, no quería que me encontrara poniéndomelos. Entraron en la habitación las dos, hablando: mi novia se metió de nuevo bajo la manta escocesa y Andre se sentó en un taburete de niños, de mimbre y madera, que estaba allí: se sentó con esa forma perfecta suya de hacer las cosas insignificantes, como sentarse en un taburete de niños de mimbre y madera cuando en la habitación había sillas normales por todas partes, y ya puestos incluso el sofá donde estábamos nosotros, tan grande. Y al sentarse me dijo Qué tal, con una sonrisa, sin presentaciones ni nada por el estilo. Lo sublime era que no le importaban para nada los téjanos en el suelo, la manta escocesa, ni lo que evidentemente estábamos haciendo nosotros dos allí debajo cuando ella había llegado. Simplemente se puso a charlar, a pocos metros de mis piernas desnudas, con una tranquilidad que parecía un veredicto —cualquier cosa que estuviéramos haciendo debajo de la manta era normal. Era la primera vez que alguien me perdonaba tan rápidamente —con aquella levedad, aquella sonrisa.

Hablaban de un espectáculo suyo, mi novia bailaba con ella, tenían un espectáculo que iban a poner en marcha. Faltaban unas luces, me pareció entender, unas luces y una alfombra estrecha de tela gris y de doce metros de largo, sin costuras. Yo estaba allí, pero aquello no me concernía, y nadie me dirigía la palabra en ningún momento. Podría haberme levantado y haberme ido a dar una vuelta por ahí, pero estaba en calzoncillos. En un momento dado, hablando, mi novia empezó a acariciarme el muslo, por debajo de la manta, claro, lentamente, un gesto limpio, que no era exactamente una caricia, era como un gesto inconsciente, que quisiera mantener algo encendido, entre un antes y un después. Era difícil darse cuenta de si había o no malicia, pero en cualquier caso me estaba tocando, y yo pensé bien de ella. Es cierto que van a llegar vírgenes al matrimonio, nuestras novias, pero eso no quiere decir que tengan miedo: no, no lo tienen. Me acariciaba y Andre estaba allí. De vez en cuando, no estaba claro si era por azar, llegaba a tocarme el miembro, atrapado dentro de los calzoncillos. Lo hacía mientras seguía hablando de telas y de costuras, sin cambiar de voz, nada de nada. Fuera lo que fuera lo que se le pasase por la cabeza, el modo era perfecto. Me tocaba mi miembro duro y no se alteraba lo más mínimo. Pensé que esa historia tenía que contársela sin duda alguna a Bobby, no veía llegar el momento de contársela. Estaba pensando en las palabras que iba a utilizar cuando Andre se levantó: dijo que tenía que marcharse y que para la tela ya hablaría ella con los del teatro, que para las luces ya se le ocurriría algo. Parecía que habían solucionado el asunto. Sonó el teléfono, estaba allí, sobre la mesita, mi novia contestó, era su madre. Levantó los ojos hacia el cielo, luego puso una mano sobre el auricular y dijo Mi madre... Entonces Andre le susurró que contestara al teléfono con tranquilidad, que ella ya se iba. Se despidieron y mi novia me hizo un gesto con la cabeza, sin dejar de hablar con su madre —quería que acompañara a Andre y que fuera a cerrar la puerta. Yo me saqué la manta escocesa de encima, me levanté del sofá y seguí a Andre hasta afuera y luego por el pasillo. Al llegar delante de la puerta, ella se detuvo y miró en mi dirección, esperándome. Yo di unos pasos más: nunca había estado tan cerca de Andre en toda mi vida, y tampoco me había quedado a solas con ella, en un espacio en el que estuviéramos únicamente nosotros dos. Era menos espacio del que era en realidad, porque yo iba en calzoncillos y en los calzoncillos mi miembro se veía a una milla de distancia. Ella me sonrió, abrió la puerta e hizo ademán de salir. Pero luego se dio la vuelta y le vi una cara que hasta un instante antes no tenía —aquellos ojos completamente abiertos.

La primera frase que Andre me dijo fue Oye, no tendrás algo de dinero, por casualidad.

Sí, algo tengo.

¿Me lo prestas?

Me volví para adentro para mirar en el bolsillo de los téjanos. Mi novia seguía hablando por teléfono, le hice un gesto para señalarle que iba todo bien. Cogí el dinero, no era gran cosa.

No es gran cosa, le dije a Andre mientras le tendía quince mil liras, allí, delante de la puerta abierta, con la luz de neón del descansillo mezclándose con la más cálida de la entrada. En nuestros descansillos hay unas plantas espinosas que nunca ven el sol, pero que viven, sin embargo, y están ahí con dos objetivos, el primero de los cuales es conferir dignidad al descansillo en sí. El segundo es dar fe de una obstinación muy particular del vivir, un heroísmo silencioso del que tendríamos que aprender algo cada vez que salimos de casa. Nadie las riega nunca, aparentemente.

Eres muy amable, me dijo Andre. Te lo devolveré.

Me rozó la mejilla con un beso. Para hacerlo tuvo que acercárseme un poco y su bolso fue a presionarme sobre los calzoncillos, estaba exactamente a esa altura.

Luego se marchó de allí. Tenía, ahora, como una especie de fiebre.

En la primera ocasión en que vi a Bobby se lo expliqué todo, recargando un poco la historia aquella de las caricias por debajo de la manta escocesa, al final acabó que me había hecho hasta una paja. Entonces él dijo que sin duda alguna aquello lo tenían estudiado, estaba todo preparado, era uno de esos juegos que le gustaba hacer a Andre, resultaba increíble que mi novia lo hubiera aceptado, a esa chica no tendrías que infravalorarla, dijo. Yo sabía que las cosas no habían sido exactamente de aquella forma, pero eso no me impidió durante una temporada ir paseándome por ahí como alguien que tiene una novia capaz de concebir historias de ese tipo, y de organizarlas. La cosa duró un tiempo, luego se me pasó. Pero durante ese tiempo fui distinto con ella —y ella diferente conmigo. Hasta que nos asustamos, en un momento dado —todo volvió a ser normal.

Es así como, de cuando en cuando, pasa Andre.

En cambio, y con el preciso objeto de hablar del Santo, a su madre se le metió en la cabeza hablar con nosotros, los amigos de su hijo, y por ello lo preparó todo bien, ella lo preparó todo —quería hablarnos en una ocasión en que el Santo no estaba. Bobby logró escurrir el bulto, pero yo no, ni Luca —nos encontramos allí, solos, con aquella madre.

Es una señora rolliza, que se cuida, nunca la hemos visto sin maquillaje o con los zapatos inapropiados. También allí, en su casa, estaba perfecta, resplandeciente, si bien de una forma doméstica, inofensiva. Quería hablar del Santo. Fue dando largas al asunto, pero al final nos preguntó qué sabíamos nosotros de la historia esa del cura —de que su hijo pensaba hacerse cura, cuando fuera mayor, o incluso de inmediato. Lo preguntó alegremente, para darnos a entender que lo único que quería era saber algo más, no teníamos que tomárnoslo como una pregunta capciosa. Yo dije que no lo sabía. Luca dijo que no tenía ni idea. Entonces ella esperó un poco. Luego volvió a hablar con una voz distinta, más segura, colocando las cosas en su sitio, ahora era por fin un adulto que estaba hablando con dos chiquillos. Nos vimos obligados a decir qué era lo que sabíamos.

El Santo tiene una manera malditamente seria de tomarse todas las cosas.

Ella asintió con la cabeza.

A veces es difícil entenderlo, y él nunca se explica, no le gusta dar explicaciones, dijo Luca.

¿No habláis nunca del tema, entre vosotros?

Hablar de ello, no.

¿Pues entonces?

Quería saber. Aquella madre quería que le dijéramos que nosotros rezábamos; sin embargo, era el Santo quien ardía en sus oraciones, y tenía con las piernas una forma de arrodillarse como de un golpazo, mientras que nosotros simplemente cambiábamos de postura —él caía de rodillas. Quería saber por qué su hijo pasaba horas con los pobres, los enfermos y los delincuentes, convirtiéndose en uno de ellos, hasta olvidar la prudencia del decoro y la medida de la caridad. Tenía la esperanza de llegar a comprender qué hacía todo ese tiempo pegado a los libros, y si también nosotros bajábamos la cabeza ante cualquier reproche, y si éramos incapaces de rebeldía, y de palabras tensas. Necesitaba llegar a comprender mejor quiénes eran todos aquellos curas, las cartas que le escribían, las llamadas telefónicas. Quería saber por tanto si los demás se reían de él, y cómo lo miraban las chicas, si era con respeto —la distancia entre el mundo y él. Aquella mujer nos estaba preguntando si era posible a nuestra edad pensar en entregar nuestra vida a Dios y a sus sacerdotes.

Si se trataba o no de eso, podíamos responder.

Sí.

¿Y cómo se os puede pasar por la cabeza?

Luca sonrió. Es una pregunta extraña, le dijo, porque parecía que no cupiera otra alternativa, en nuestro entorno, que tender hacia esa locura, lo mismo que hacia una luz. ¿Resultaba ahora una sorpresa lo profundo que habían calado sus palabras, y que todas sus lecciones, desde que éramos niños, hubieran sido escuchadas? Tendría que ser una buena nueva, dijo.

No lo es, para mí, dijo aquella mujer. Dijo que también nos habían enseñado la mesura y, es más, que lo habían hecho en primer lugar, sabiendo que así nos habían entregado el antídoto contra cualquier enseñanza sucesiva.

No hay ninguna mesura en el amor, dijo Luca, de una forma que casi no parecía él. En el amor y en el dolor, añadió.

La mujer lo miró. Luego me miró a mí. Debió de preguntarse si no estaban todos ciegos, nuestros padres y nuestras madres, frente a nuestro misterio, cegados por nuestra aparente juventud. Luego nos preguntó a nosotros si alguna vez se nos había pasado por la cabeza hacernos curas.

No.

¿Y eso por qué?

¿Quiere decir por qué el Santo sí y nosotros no?

¿Por qué mi hijo sí?

Porque él quiere salvarse, le dije yo, y usted sabe de qué.

No habría querido decirlo, y sin embargo lo dije, porque aquella mujer nos había llevado hasta allí para escuchar exactamente esa frase y ahora yo la había dicho.

Hay otras formas de salvarse, dijo ella sin asustarse.

Es posible. Pero ésa es la mejor.

¿Tú crees?

Lo sé, dije. Los curas se salvan, están obligados a hacerlo, cada momento de su vida los salva, porque no hay momento en que vivan, de manera que la catástrofe no puede dar un rodeo.

¿Qué catástrofe?, preguntó ella. No quería detenerse.

La que el Santo lleva encima, dije.

Luca me miró. Quería vislumbrar si yo iba a detenerme.

Esa catástrofe que asusta, añadí, para estar seguro de que ella podía entenderme bien.

La mujer me estaba observando. Estaba intentando descubrir cuánto sabía yo al respecto, y hasta qué punto conocíamos a su hijo. Por lo menos tanto como ella, probablemente. El lado oscuro del Santo está en la superficie de los gestos, en los pasadizos secretos que excava a la luz del sol, su perdición es transparente, se deja arrastrar por ella sin demasiada discreción, cualquiera que esté junto a él puede darse cuenta de que es una catástrofe, y tal vez incluso de cuál es.

¿Vosotros sabéis adonde va, cuando desaparece?, preguntó la mujer, con firmeza.

A veces el Santo desaparece, de eso no hay duda. Días y noches, luego regresa. Lo sabemos. Sabemos incluso algo más, pero eso es también parte de nuestra vida, a la mujer no le concernía.

Con la cabeza hicimos un gesto negativo. Una mueca, luego, para confirmar que no, no sabíamos adonde iba.

La mujer entendió. Lo dijo, entonces, de otra manera.

¿No lo podéis ayudar vosotros?, susurró. Era un ruego, más que una pregunta.

Estamos con él, nos gusta, estará siempre con nosotros, dijo Luca. No nos da miedo. No tenemos miedo.

Entonces a la mujer se le llenaron los ojos de lágrimas, tal vez ante el recuerdo de cuan intransigente, e infinito, puede ser a nuestra edad el instinto de la amistad.

Nadie dijo nada más durante un rato. Podría haber acabado ahí.

Sin embargo, ella debió de pensar que no tenía que tener miedo si nosotros no lo teníamos.

Así, mientras seguía llorando, pero muy, muy quedo, dijo:

Es por esa historia de los demonios. Son los curas quienes se la han metido en la cabeza.

No pensábamos que iba a explayarse tanto, pero tuvo la valentía de hacerlo —porque en el abismo de nuestras madres, inadvertida, siempre anida una audacia incomparable. La conservan, durmiente, entre los gestos prudentes de toda una vida, para poder disponer de ella por completo ese día al que sospechan que están destinadas. Lo prodigarán a los pies de una cruz.

Los demonios se me lo están llevando, dijo.

En cierto modo era verdad. Desde nuestro punto de vista, esa de los demonios es en efecto una historia que surge con los curas, pero también hay algo que forma parte, desde siempre, del Santo, con la fuerza de su origen, y que estaba allí antes de que los curas le pusieran ese nombre. Ninguno de nosotros tiene esa sensibilidad hacia el mal —una especie de morbosa atracción, aterrada, pero, en cuanto aterrada, cada vez más morbosa, inevitable, del mismo modo que ninguno de nosotros tiene tampoco la misma vocación del Santo por la bondad, el sacrificio, el sosiego, que son la consecuencia de ese terror. No sería necesario, tal vez, importunar al demonio, pero en nuestro mundo cualquier clase de santidad está íntimamente entrelazada con una indecible familiaridad con el maligno, como atestiguan los Evangelios en el episodio de las tentaciones, y como advierten las vidas, turbias, de los místicos. Así que se habla de demonios, sin la prudencia con que, por el contrario, debería hacerse cuando se habla de demonios. Y en presencia de almas claras como las nuestras —de chiquillos. No tienen piedad alguna, en esto, los curas. Ni prudencia.

Al Santo lo habían machacado con esas historias.

Lo que nosotros podemos hacer, lo hacemos. Damos levedad a nuestro estar con él, y lo seguimos adondequiera que vaya, en las curvas del bien, y en las del mal hasta donde nos es posible, tanto en las unas como en las otras. No lo hacemos únicamente por compasión fraterna, sino también por auténtica fascinación, atraídos por lo que él sabe, y lo que lleva a cabo. Discípulos, hermanos. A la luz de su santidad niña aprendemos cosas, y eso es un privilegio. Cuando se asoman los demonios, resistimos con la vista al frente, todo lo que podemos. Luego dejamos que se marche y esperamos a que regrese. El terror lo olvidamos y somos capaces de tener días normales, con él, después de cualquier ayer. Ni siquiera pensamos demasiado en ello, y si no hubiera sido porque aquella mujer nos había obligado a hacerlo, casi no pensaríamos nunca en ello. En realidad, ni siquiera habría tenido yo que haber hablado del tema.

La mujer explicó qué pasaba en su casa, en ocasiones, y que resultaba horrible, pero ya no la escuchábamos. Llevaba en su corazón el peso de numerosas aflicciones y ahora se estaba liberando de ellas, explicándonos lo que representaba que los demonios le estuvieran arrebatando a su hijo. No era algo que fuera con nosotros. Sólo volvimos a escucharla al oír el nombre de Andre, arrastrado por la corriente de las palabras —nos molestó una pregunta que resonó inútilmente nítida, allí en medio.

¿Por qué está obsesionado mi hijo con esa chica?

Ya no estábamos allí.

La mujer se dio cuenta.

Al final puso sobre la mesa un pastel, todavía estaba tibio, y una botella de Coca-Cola, ya empezada. Quiso hablar de cosas normales y lo hizo con amabilidad. Era tan directa, y sencilla, que a Luca se le pasó por la cabeza hablarle de su familia, pero no la verdad —pequeñas cosas de familia normal, feliz. Tal vez pensaba que ella también sabía, y le importaba decirle que en realidad todo iba bien. No sé.

Sois buenos chicos, dijo en un momento dado la madre del Santo.

Naturalmente, vamos a la escuela, todos los días. Pero ésa es una historia de envilecedora degradación y de inútiles vejaciones. No tiene nada que ver con todo lo que somos capaces de definir como vida.

Cuando Andre se cortó el pelo de aquella forma, también lo hicieron las demás. Corto sobre la frente y alrededor de las orejas. Luego todo lo demás igual de largo que antes: indios de América. Lo hizo ella sola, delante del espejo.

Una la imitó; después, todas las demás —las chicas de su entorno. Tres, cuatro. Un día, mi novia.

Se mueven de forma distinta, desde entonces —más salvajes. Duras en el modo de hablar, cuando se acuerdan, y con un nuevo orgullo. Se ha hecho visible lo que desde hacía ya tiempo persistía, invisible, por debajo de sus conductas que todas viven esperando saber de Andre cómo hacer. Sin admitirlo —puede ocurrir incluso que, en ocasiones, la desprecien. Pero sucumben —aunque en un aparente estar jugando.

También la delgadez. Que Andre optara por ella, en un momento determinado, como premisa natural y definitiva. Ni siquiera vale la pena discutir al respecto, está claro que debe ser así. No parece que haya médicos en el horizonte capaces de pronunciar la palabra desnutrición —de manera que los cuerpos se van escurriendo sin alarmas ni preocupaciones, tan sólo sorpresa. Comen cuando nadie las ve. Vomitan en secreto. Los gestos que antes eran absolutamente simples se hacen ahora oscuros, complicándose como nunca habríamos creído, como la juventud no debería contemplar.

Todo esto no se convierte en tristeza, de todas maneras, sino más bien en una metamorfosis que las hace fuertes. No se nos escapa que ahora llevan de manera distinta su cuerpo, como si hubieran tomado conciencia de él de manera repentina, o como si hubieran aceptado su propiedad. Dado que han llegado a ser capaces de someterlo, se liberan de él con una ligereza que limita con la incuria. Están empezando a descubrir hasta qué punto pueden abandonarlo al azar. Depositarlo en manos ajenas, y luego regresar para recuperarlo.

Todo esto les viene de Andre, está claro, pero también hay que decir que se deriva de ella de una forma casi imperceptible, porque de hecho hablan poquísimo entre ellas, y nunca se las ve moverse en grupo, o físicamente cerca —no son, propiamente, amigas: nadie es amigo de Andre. Es un contagio silencioso, y alimentado por la distancia. Es un sortilegio. Mi novia, por ejemplo, se ve con Andre por lo de ese baile suyo, pero, para todo lo demás, vive en otro mundo, y en latitudes distintas. Si tiene que pronunciar el nombre de Andre, lo hace con acento de superioridad, como si ya conociera su truco, o se apiadara de su suerte.

Pero...

Ella y yo tenemos un juego secreto —nos escribimos a escondidas de nosotros mismos. Paralelamente a lo que decimos y vivimos estando juntos, nos escribimos, como si fuéramos nosotros dos, pero en una segunda vez. De lo que escribimos en esas cartas —notitas nunca hablamos. Es allí donde decimos, de todas formas, las cosas auténticas. Técnicamente utilizamos un sistema del que nos sentimos orgullosos —lo inventé yo. Nos dejamos las notitas colgadas en una ventana de nuestra escuela, una ventana a la que nadie va. Las colocamos entre el cristal y el aluminio. La probabilidad de que otra persona las lea es bastante reducida, lo bastante como para darle un toque de tensión al asunto. Las escribimos con letra de imprenta, de todas maneras, así que podrían ser de cualquiera.

Algo de tiempo después de la historia esa del pelo, encontré una nota que decía lo siguiente.


«Ayer por la tarde, después de danza, fui con Andre a su casa, había más gente. Bebí mucho, perdóname, amor mío, en un momento determinado estaba echada en su cama. Dime si quieres que siga.»



Sí que quiero, contesté.


«Andre y otro me subieron el jersey. Nos reíamos. Yo estaba bien con los ojos cerrados, me tocaron, y me besaron. Más tarde otras manos, no sé de quién, me tocaban las tetas, no abrí los ojos en ningún momento, era bonito. Noté una mano por debajo de la falda, entre las piernas, entonces me levanté, no quería. Abrí los ojos, había más gente, sobre la cama. No quise que me tocaran entre las piernas. Te quiero mucho, amor mío. Perdóname, amor mío.»



Luego no volvimos a hablar del tema, nunca. Lo que se ha dicho en la segunda vez no existe en la primera —de lo contrario, el juego se rompería para siempre. Pero aquella historia me iba dando vueltas por la cabeza, de manera que una noche solté una frase que hacía tiempo que rumiaba.

Andre se mató, hace tiempo, ¿lo sabías?

Lo sabía.

Seguirá matándose hasta que consiga terminar con todo, le dije.

Quería hablarle también de la comida, del cuerpo, del sexo.

Pero ella dijo Tal vez se muere de muchas maneras, y de vez en cuando me pregunto si no lo estaremos haciendo nosotros también, sin saberlo. Ella por lo menos lo sabe.

Nosotros no nos estamos muriendo, dije.

No estoy segura de ello. Luca se está muriendo.

No es verdad.

Y el Santo, él también.

Pero ¿qué estás diciendo?

No lo sé. Perdona.

Lo decía pero ni siquiera ella lo sabía, era poco más que una intuición, un destello. Se trata de que avanzamos a base de destellos, el resto es oscuridad. Una tersa oscuridad llena de luz, oscura.

En los Evangelios hay un episodio que nos gusta mucho, como también el nombre que tiene: Emaús. Unos días después de la muerte de Cristo, dos hombres iban andando por el camino que lleva a la pequeña ciudad de Emaús, discutiendo de lo que había pasado en el Calvario, y de algunos rumores, raros, sobre sepulcros abiertos y tumbas vacías. Se acerca un tercer hombre y les pregunta de qué están hablando. Entonces los otros dos le dicen: Pero ¿cómo?, ¿es que no sabes nada de los hechos ocurridos en Jerusalén?

¿Qué hechos?, pregunta él, y pide que se los expliquen. Los otros dos se los explican. La muerte de Cristo y todo lo demás. Él escucha.

Más tarde pretende marcharse, pero los otros dos le dicen: Es tarde, quédate con nosotros, ya es de noche. Podemos comer juntos y seguir hablando. Y él se queda con ellos.

Durante la cena, el hombre parte el pan, con tranquilidad, con naturalidad. Entonces ellos dos se dan cuenta y reconocen en él al Mesías. Él desaparece.

Al quedarse solos, los dos se dicen: ¿Cómo hemos podido no darnos cuenta? Durante todo el tiempo que ha estado con nosotros, el Mesías estaba con nosotros, y nosotros no nos hemos dado cuenta.

Nos gusta la linealidad —lo simple que es la historia. Y lo real que es todo, sin fruslerías. No hacen más que los gestos elementales, necesarios, hasta el punto de que al final la desaparición de Cristo parece un hecho que se da por descontado, que es casi una costumbre. Nos gusta la linealidad, pero no sería suficiente para que nos gustara tanto esa historia, que, en cambio, tanto nos gusta, porque también hay otra razón, ésta: en toda la historia, ninguno de ellos sabe. Al principio el propio Jesús parece no saber sobre sí mismo, ni sobre su muerte. Luego los otros dos no saben sobre él, ni sobre su resurrección. Al final se preguntan: ¿Cómo hemos podido?

Nosotros conocemos esa pregunta.

¿Cómo hemos podido no saber, durante tanto tiempo, nada de lo que era y, a pesar de todo, sentarnos a la mesa de todas las cosas y personas que íbamos encontrando a lo largo del camino? Corazones pequeños —los alimentamos con grandes ilusiones y al final del proceso caminamos igual que discípulos hacia Emaús, ciegos, al lado de amigos y amores que no reconocemos —fiándonos de un Dios que ya no sabe nada sobre sí mismo. Por eso conocemos la marcha de las cosas y luego recibimos el final de las mismas, pero siempre ausentes de su corazón. Somos aurora y, no obstante, epílogo —perenne descubrimiento tardío.

Tal vez haya un gesto que haga que nos demos cuenta. Pero por ahora todos nosotros vivimos. Se lo expliqué a mi novia. Quiero que tú sepas que Andre muere y nosotros vivimos, eso es todo, no hay nada más que entender, por ahora.

Pero también somos enérgicos y con una fuerza ilógica para nuestra edad. Nos la han enseñado junto con la fe, que es fenómeno evanescente al tiempo que piedra dura, diamante. Vamos por el mundo siendo portadores de una certeza en que se disuelve cualquier forma de timidez nuestra, hasta llevarnos más allá del umbral del ridículo. A menudo no existe defensa, para los demás, porque nos movemos sin pudor y lo único que queda es aceptar sin comprender, desarmados por nuestra candidez.

Cometemos locuras.

Fuimos, un día, a la casa de la madre de Andre. Hacía ya cierto tiempo que al Santo le rondaba esa idea. Desde el día de la mamada en el coche, y luego después, por otras cosas que pasaron. Creo que lo que tenía pensado era salvar a Andre, de alguna manera. La manera que conocía era convencerla de que hablara con un cura.

Era una idea sin sentido, pero luego vino toda esa historia del pelo, y la notita de mi novia —la delgadez, además. Yo no era capaz de quedarme quieto, y es típico de nuestra forma de actuar el tomarnos las cosas a la tremenda y hacer una cuestión de salvación o condena, algo gordo. No se nos pasa ni siquiera por la cabeza que todo sea más sencillo —heridas normales que hay que curar con gestos naturales, del tipo cabrearse, o hacer cosas despreciables. No conocemos semejantes atajos.

De manera que en un momento determinado me pareció razonable ir hasta allí. Tenemos esquemas infantiles si un niño se porta mal, se lo comunicamos a la madre.

Se lo dije al Santo. Fuimos. No tenemos sentido del ridículo. Nunca lo han tenido, los elegidos.

La madre de Andre es una mujer magnífica, pero de una belleza hacia la que no sentimos simpatía, ni predisposición. Estaba sentada en un sofá enorme, en la casa que poseen, de ricos.

La habíamos visto otras veces, solamente pasar, luminosa en su estela de elegante aparición, bajo grandes gafas oscuras. Bolsos de boutique del brazo doblado en forma de V, igual que las francesas de las películas. Llevan la mano en alto y allí permanece, con la palma hacia arriba, abierta, esperando a que alguien deposite en ella un objeto delicado, tal vez una fruta.

Desde el sofá nos miraba, y no puedo olvidar el respeto que al principio fue capaz de sentir por nosotros, ni siquiera sabía quiénes éramos y todo debía de parecerle surrealista. Pero, como ya he dicho, la vida la había machacado y probablemente hacía tiempo que ya no temía la penetración del absurdo en la geometría del sentido común. Mantenía los ojos muy abiertos, tal vez por las medicinas, como haciendo un esfuerzo deliberado por no cerrarlos. Estábamos allí para decirle que su hija estaba perdida.

Pero el Santo tiene una hermosa voz, de predicador. Por mucho que aquello pareciera una locura, lo que tenía que decirle lo dijo de una manera que sonó limpia, sin asomo de ridículo, y con la fuerza de cierta dignidad. La candidez era asombrosa.

La mujer escuchaba. Encendía cigarrillos con filtro dorado, se los fumaba hasta la mitad. No era fácil dilucidar qué era lo que estaba pensando, porque nada había en su rostro que no fuera ese esfuerzo por no cerrar los ojos. De vez en cuando cruzaba las piernas, que llevaba como si fueran de decoración.

El Santo logró decirlo todo sin nombrar nada, y ni siquiera dijo Andre nunca, sino tan sólo Su hija. De esa forma recapituló todo lo que sabíamos y se preguntó si de verdad era eso lo que quería, aquella mujer, para su hija: que se perdiera en el pecado, a pesar de los talentos y de la maravilla, sólo por no haber sabido indicarle cuál era el inaccesible camino de la inocencia. Porque si de verdad era así, entonces no éramos capaces de entenderlo, y por eso habíamos ido a verla a ella para decírselo.

Eramos dos chiquillos y, terminados los deberes, habíamos cogido un autobús para llegar hasta aquella hermosa casa con el preciso cometido de explicarle a un adulto cómo su forma de vivir y de ser padre estaba llevando a la ruina a una chica a la que no conocíamos apenas y que se iba a perder arrastrando tras de sí a todas las almas débiles que fuera encontrando en su camino.

Tendría que habernos echado de allí. Nos habría gustado. Mártires.

En cambio, hizo una pregunta.

En vuestra opinión, ¿qué debería hacer?

A mí me pareció asombroso. Pero no al Santo, que estaba siguiendo el hilo de sus pensamientos.

Consiga que venga a la iglesia, dijo.

Tendría que confesarse, añadió.

Estaba tan espantosamente convencido que ni siquiera yo dudé de que aquello fuera lo más apropiado para decir en ese momento. La locura de los santos.

Le habló entonces de nosotros, sin arrogancia, pero con una seguridad que era como una cuchilla. Quería que supiera por qué creíamos, y en qué. Tenía que decirle que había otro modo de estar en el mundo, y que nosotros creíamos que ése era el camino, la verdad y la vida. Dijo que sin el vértigo de los cielos tan sólo nos queda la tierra, bien poca cosa. Dijo que cada hombre lleva consigo la esperanza en un significado más elevado y noble de las cosas, y a nosotros nos habían enseñado que esa esperanza se convertía en certidumbre en la luz plena de la revelación, y en tarea cotidiana en la penumbra de nuestra vida. Así trabajamos para la instauración del Reino, dijo, que no es una misión misteriosa, sino la construcción paciente de una tierra prometida, el homenaje sin condiciones a nuestros sueños, y la satisfacción perenne de cualquiera de nuestros deseos.

Por eso ninguna maravilla debe caer en vano, porque se trata de una piedra del Reino, ¿comprende?

Estaba hablando de la maravilla de Andre.

Una piedra angular, dijo.

Luego se calló.

La mujer se había quedado escuchándolo sin cambiar nunca de expresión, tan sólo lanzando alguna mirada rápida hacia mí, pero por cortesía, no porque esperara que yo dijera mi opinión. Si estaba pensando en algo era muy hábil ocultándolo. Parecía que no le causara ninguna impresión el dejarse humillar de esa manera, por un chiquillo además —había dejado que él recapitulara para ella su nada, la de su hija. Sin manifestar resentimiento, ni tampoco aburrimiento. Cuando abrió la boca, únicamente había cortesía en su tono.

Has dicho que tendría que ir a confesarse, dijo.

Parecía que se hubiera quedado ahí, antes de todo el razonamiento. Aquello le producía curiosidad.

Sí, respondió el Santo.

¿Y por qué tendría que hacerlo?

Para hacer las paces consigo misma. Y con Dios.

¿Es por eso por lo que uno se confiesa?

Para borrar nuestros pecados, y encontrar la paz.

Entonces ella asintió con un gesto de su cabeza. Como si fuera algo que podía comprender.

Luego se levantó.

Debía de existir alguna forma de hacer que terminara todo aquello y la más sencilla era darnos las gracias, cerrar la puerta tras nosotros, olvidar. Reírse de todo, más adelante. Pero aquella mujer tenía tiempo, y hacía tiempo que había dejado de ser sometible. Así que se quedó en silencio, de pie, como al borde de una despedida, pero luego se sentó de nuevo, en la misma postura exacta de antes, pero distinta la mirada, de una dureza que había mantenido en reserva, y dijo que se acordaba bien de la última vez que se había confesado, se acordaba bien de cuando se había acogido a confesión por última vez. Era en una iglesia muy hermosa, de piedra clara, donde todas las proporciones y simetrías inclinaban hacia la paz. Le había parecido natural entonces buscar un confesor, a pesar de que no tuviera familiaridad alguna con ese acto, ni confianza en los sacramentos, en ése en concreto. Pero le había parecido que eso era lo apropiado para complementar aquella inusitada belleza. Vi a un monje, nos dijo. La túnica blanca, las mangas anchas, sobre delgadas muñecas, pálidas manos. No había confesionario, el monje estaba sentado, ella se sentó delante, se avergonzaba de su vestido demasiado corto, pero se olvidó de ello con las primeras palabras, que fueron del monje. Le preguntó qué era lo que pesaba sobre su alma. Ella respondió sin pensárselo, dijo que era incapaz de mostrarse agradecida con la vida y éste era el mayor de los pecados. Estaba tranquila, nos dijo, pero mi voz no quería saber nada de aquella tranquilidad, parecía estar viendo un abismo que yo no veía, temblaba de esa forma. Dije que aquél era el primer pecado y también el último. En mi vida todas las cosas eran maravillosas, pero yo no sabía sentirme agradecida, y me avergonzaba de mi felicidad. Si no es felicidad, le dije al monje, es por lo menos alegría, o fortuna, dispensada como a otras pocas personas les es concedida, pero a mí sí, sin que yo consiga nunca, a pesar de todo, traducirla en alguna forma de paz del alma. El monje no dijo nada, pero quiso saber si rezaba. Era más joven que ella, con el cráneo completamente rasurado, un leve acento extranjero. No rezo, le dije, no voy a la iglesia, quiero contarle mi vida. Se la conté, algo de ella. Pero no me arrepiento de esto, dije al final. Es de mi felicidad de lo que quisiera arrepentirme. No tenía sentido, pero estaba llorando. Entonces el monje se inclinó hacia mí y me dijo que no tenía que sentir miedo. No sonreía, no era paternal, no era nada. Era una voz. Dijo que no tenía que tener miedo, y luego otras muchas cosas que no recuerdo, recuerdo la voz. Y el gesto del final. Las dos manos acercándose a mi cara, y una que me roza luego la frente y dibuja la señal de la cruz. Apenas.

Durante todo su relato, la madre de Andre había mantenido los ojos hacia abajo, clavados en el suelo. Buscaba las palabras. Pero luego quiso mirarnos, para lo que todavía tenía que decirnos.

Al día siguiente volví a buscarlo. Nada de confesiones, un largo paseo. Luego volví otra vez, y luego otra. No podía prescindir de ello. Volví incluso cuando él empezó a pedirme que volviera. Era todo lentísimo. Pero en cada ocasión algo se iba consumando. La primera vez que nos besamos fui yo quien lo quiso. Todo lo demás lo quiso él. Habría podido detenerme en cualquier momento, tampoco lo amaba demasiado, habría podido hacerlo. Pero, por el contrario, lo acompañé hasta el final, porque era inusual: era el espectáculo de una perdición. Quería ver hasta dónde pueden hacer el amor los hombres de Dios. Así que no lo salvé. Nunca hallé una razón que fuera lo bastante buena para salvarlo de mí. Se mató hace ocho años. Me dejó una nota. Tan sólo recuerdo que hablaba del peso de la cruz, pero de una manera incomprensible.

Nos miró. Todavía le quedaba algo por decir y era precisamente para nosotros.

Andre es su hija, dijo. Ella lo sabe.

Hizo una pequeña, pérfida, pausa.

Me imagino que también Dios lo sabrá, añadió. Porque nada escatimó en el castigo.

Pero no me turbó su mirada, fue la del Santo, por el contrario, que conocía: tenía que ver con los demonios. Parece un ciego, en esos momentos, porque lo ve todo, pero en otra parte —dentro de sí mismo. Había que marcharse de allí. Me levanté y encontré las palabras apropiadas para desdramatizar las repentinas prisas —no parecía que hubiera ido yo allí para otra cosa, debía de ser lo que mejor se me daba. La madre de Andre fue impecable, hasta consiguió darnos las gracias, sin asomo de ironía. Se despidió de nosotros estrechándonos la mano. Antes de salir tuve tiempo de ver, apoyado en la pared, en la entrada, algo que no tenía que estar allí, de ninguna de las maneras, pero que sin duda alguna era el bajo de Bobby. Él toca el bajo, en nuestra banda —su bajo es de un negro brillante, con un adhesivo de Gandhi pegado encima. Ahora estaba allí, en casa de Andre.

Que podíamos volver cuando quisiéramos, dijo la madre de Andre.

¿Qué diablos pinta tu bajo en casa de Andre? —ni siquiera esperamos al día siguiente para ir a preguntárselo. En la parroquia, por la noche, tocaba que ni pintada una reunión del grupo de catequesis, estábamos todos allí, tan sólo faltaba Luca, las historias de siempre en su casa.

Bobby se puso colorado, la verdad es que no se lo esperaba de ninguna manera. Dijo que tocaba con Andre.

¿Tocas? ¿Qué tocas?

El bajo, dijo.

Ya estaba intentando tomárselo a cachondeo. Él es así.

No digas chorradas, ¿qué tocas con ella?

Nada, es para un espectáculo suyo.

Tú tocas con nosotros, Bobby.

¿Y eso qué quiere decir?

Pues quiere decir que si te pones a tocar con otra persona tienes que decírnoslo.

Iba a decíroslo.

¿Cuándo?

Fue entonces cuando se vio que se había mosqueado.

Pero ¿qué cono queréis de mí?, no me he casado con vosotros, ¿verdad?

Dio un paso adelante.

¿Por qué mejor no me explicáis qué hacíais vosotros allí, y qué es eso de presentaros en su casa?

Tenía razón en preguntar. Se lo expliqué. Le dije que habíamos ido el Santo y yo, para hablar con la madre de Andre. Queríamos explicarle lo de su hija, que tenía que hacer algo, que se estaba arruinando a sí misma y a sus amigas.

¿Habéis ido a ver a la madre de Andre para decirle esas cosas?

Añadí que el Santo le había hablado de nosotros, de la Iglesia y de lo que pensábamos de toda esa historia. Le había aconsejado que llevara a Andre a confesarse, a hablar con algún sacerdote.

¿Andre? ¿A confesarse?

Sí.

Pero vosotros estáis locos, habéis perdido la chaveta.

Era lo que teníamos que hacer, dije.

¿Lo que teníais que hacer? Pero ¿qué estás diciendo? Pero ¿qué sabrás tú de Andre?, ella es su madre, ya sabrá lo que tiene que hacer.

Eso no es seguro.

Es una mujer adulta, tú eres un crío.

Eso no tiene nada que ver.

Un crío. ¿Pero tú quién te crees que eres para ir dándole lecciones?

Es el Señor quien habla, con nuestra voz, dijo el Santo.

Bobby se volvió para mirarlo. Pero no se dio cuenta de su mirada de ciego. Estaba demasiado cabreado.

Todavía no eres cura, Santo, eres un crío; cuando seas cura, entonces vuelve y te dejaremos que nos eches tu sermón.

El Santo le saltó encima, tiene una agilidad infernal, en esos momentos. Acabaron por los suelos, se estaban arreando de verdad. Todo había sucedido tan deprisa que lo único que podía hacer yo era mirar. Lo hacían todo con un silencio ilógico, concentrado, las manos en la cara. Duras, alrededor del cuello. Luego el Santo se golpeó la cabeza con fuerza en el suelo, y Bobby se lo encontró desfallecido entre los brazos. Tenían sangre los dos, encima.

Así que acabamos en urgencias. Nos preguntaron qué nos había pasado, nos hemos sacudido, dijo Bobby. Asunto de faldas. El médico asintió, no le importaba. Se los llevó a los dos tras una puerta acristalada, el Santo en una camilla, Bobby por su propio pie.

Sentado en el pasillo, esperaba, yo solo, bajo un cartel de Avis —esos autobuses a los que va uno a donar sangre. De pequeño, acompañaba allí a mi padre. Estaban aparcados en el centro. Mi padre se quitaba la chaqueta y se arremangaba la camisa. Era evidentemente un héroe. Al final le daban un vaso de vino y él me dejaba mojar los labios. Tengo dieciocho años y la felicidad ya tiene el sabor de la memoria.

Salió Bobby, con dos tiritas en la cara, nada complicado, una mano vendada. Se sentó a mi lado. Era tarde.

Ni que decir tiene que nos queríamos, pero le di un golpe con el hombro, así no era posible el error. Sonrió.

¿Qué tocas con Andre?, le pregunté.

Ella baila, yo toco. Me lo pidió ella. Es para un espectáculo suyo. Quiere hace un espectáculo con eso.

¿Y qué tal?

No lo sé. No tiene nada que ver con lo que nosotros hacemos. No quiere decir nada.

¿Y eso qué significa?

Significa que no quiere decir nada: lo que hacemos no significa nada, no hay ninguna historia, ninguna idea, nada. Ella baila, yo toco, eso es todo.

Se quedó un rato pensando. Yo intentaba imaginármelo.

Por eso no se trata de un acto bueno, dijo, es un acto y ya está. No tiene nada que ver con hacer algo bueno.

Dijo que tenía que ver con hacer algo bello.

Le costaba trabajo explicarse, y a mí entenderle, porque nosotros somos católicos y no estamos acostumbrados a diferenciar entre el valor estético y el valor moral. Es lo mismo que con el sexo. Nos han enseñado que se hace el amor para comunicarse y para compartir la alegría. Se toca música por las mismas razones. El placer no tiene nada que ver, es una resonancia, una reverberación. La belleza es tan sólo un accidente, necesario únicamente en dosis mínimas.

Bobby dijo que se avergonzaba de tocar de esa forma; cuando lo hacía, en casa de Andre, le parecía que estaba desnudo, y eso le había hecho pensar.

¿Sabes cuando hablamos de nuestra música?, dijo.

Sí.

¿Que tendríamos que decidirnos a tocar nuestra música?

Sí.

Como no hay ningún objetivo, tan sólo yo que toco y ella que baila, no hay pues una auténtica razón para hacerlo, salvo que queremos hacerlo, que nos gusta hacerlo. La razón somos nosotros. Al final, el mundo no es mejor, no hemos convencido a nadie, no hemos hecho que nadie entendiera nada —al final ahí estamos nosotros, como al principio, pero auténticos. Y, por detrás, una estela —algo que permanece, auténtico.

Se había tomado en serio el asunto ese de lo auténtico.

Tal vez se trate de eso mismo, de tocar mi música, dijo.

Yo ya no estaba muy convencido de seguirlo.

Dicho así, suena a rollo descomunal, ¿sabes?, dije.

Lo es, dijo. Pero a Andre no le importa, es más, parece que le moleste todo lo que puede llegar a ser emocionante. Ella ha sido la que ha querido que fuera un bajo, precisamente porque es el mínimo de la vida. Y baila de la misma manera. En todas las ocasiones en que podría llegar a ser emocionante, ella se detiene. Se detiene siempre un paso antes.

Lo miraba.

De vez en cuando, dijo, me sale algo que a mí me parece hermoso, con fuerza, y entonces ella se vuelve hacia mí, sin dejar de bailar, como si hubiera oído algo desafinado. No le importa lo más mínimo que sea hermoso de esa manera. No es eso lo que ella busca.

Sonreí. ¿Te has ido a la cama con ella?, le pregunté.

Bobby se echó a reír.

Capullo, dijo.

Venga, te has ido a la cama con ella.

Vamos, que no te has enterado de una mierda, ¿verdad?

Sí, te has ido a la cama.

Se levantó. Dio unos pasos por el pasillo. Estábamos nosotros dos solos. Siguió caminando arriba y abajo, hasta que pensó que habíamos acabado con esa historia.

¿Y Luca?, preguntó.

Le he llamado por teléfono. A lo mejor viene, tenía problemas en casa.

Tendría que largarse de ahí.

Tiene dieciocho años, a los dieciocho años nadie se larga de casa.

¿Eso quién te lo ha dicho?

Venga, hombre...

Se lo están cocinando a fuego lento allí. ¿Viene al hospital, a ver a las larvas?

Los llamamos las larvas, a los enfermos del hospital.

Sí. Eres tú quien ya no viene.

Se sentó. La semana próxima vendré.

Lo mismo dijiste la semana pasada.

Asintió con un gesto de la cabeza. No sé, ya no tengo ganas.

Nadie tiene ganas, pero es que ellos están ahí, esperándonos. ¿Los dejamos que naufraguen en sus propios meados?

Se quedó un rato pensando.

Por qué no, dijo.

Que te den por culo.

Nos reímos.

Luego llegaron los padres del Santo. No nos hicieron demasiadas preguntas, tan sólo cómo estaba Bobby, y cuándo iba a salir el Santo. Hacía ya tiempo que habían dejado de intentar comprender, se limitaban a esperar las consecuencias y a poner orden cada vez que algo pasaba. De manera que habían venido para arreglar las cosas, y parecían tener la intención de hacerlo con amabilidad, sin molestar. El padre se había traído algo para leer.

En un momento determinado Bobby dijo que lo sentía, que no quería hacerle daño.

Claro, claro, dijo la madre del Santo con una sonrisa. El padre levantó la vista del libro y dijo con un tono amable algo que dicen a menudo nuestros padres. Faltaría más.

No obstante, el Santo, al final, no estaba demasiado bien. Quisieron quedárselo allí, en observación —la cabeza, nunca se sabe. Nos llevaron a donde estaba, sus padres parecían preocupados más que nada por la ropa interior. Las mudas. Que en los detalles reside la salvación del mundo es algo en lo que creemos ciegamente.

El Santo le hizo una señal a Bobby y él se acercó. Se dijeron algo. Luego uno de aquellos gestos.

Me quedé con Bobby firmando el papeleo, para el hospital, para anotar la medicación —los padres del Santo ya se habían ido. Cuando salimos, Luca estaba fuera.

¿Por qué no has entrado?

Odio los hospitales.

Nos marchamos hacia el tranvía, envueltos hasta los pies en nuestros abrigos, respirando niebla. Era tarde, y en la oscuridad sólo había soledad. No hablamos hasta que llegamos a la parada. Porque una parada de tranvía, de noche, en nuestros fríos de niebla, es perfecta. Tan sólo las palabras necesarias, ningún gesto. Una mirada cuando es necesaria. Hablando como hombres antiguos. Luca quiso enterarse y nosotros se lo explicamos, de aquella manera. Le conté lo de la tarde en casa de la madre de Andre. Resumido en pocas palabras, todavía sonaba más absurdo.

Estáis locos, dijo.

Fueron para echarle un sermón, dijo Bobby.

¿Y ella?, preguntó Luca.

Le conté la historia aquella del monje. Más o menos como la habíamos escuchado. Hasta el punto en que Andre resultaba ser su hija.

Luca primero se rió, luego se quedó un rato pensativo.

No es verdad, dijo al final.

Se ha choteado de vosotros, dijo.

Volví a pensar en cómo nos lo había contado, buscando algún matiz, algo que lo explicara. Pero era darse de bruces contra un cristal, no salía nada de nada. De manera que lo que quedaba era esa hipótesis de un cura en el sembrado adverso —un golpe bajo. Era mejor lo de antes, nosotros aquí, ellos allí: a cada uno su recolecta. Era el tipo de esquema en el que nosotros sabíamos jugar. Pero ahora se trataba de una geometría distinta, se trataba de su geometría enloquecida.

¿Qué, venís a ver el espectáculo?, preguntó Bobby. Se refería a eso que hacían Andre y él.

Luca hizo que se lo explicara, luego dijo que antes se dejaría matar.

¿Y tú?, preguntó Bobby volviéndose hacia mí.

Sí, yo voy a ir, guárdame tres entradas.

¿Tres?

Tengo dos amigos a los que les gustaría.

¿Los dos capullos de costumbre?

Los mismos.

Vale, pues, que sean tres.

Gracias.

Llega el tranvía, dijo Luca.

Pero, como se habían pegado, luego se fueron juntos a las montañas, Bobby y el Santo. Nosotros lo hacemos así. Cuando algo se rompe, buscamos el esfuerzo y la soledad. Es tal el lujo espiritual en que vivimos —que para salvarnos elegimos como cura lo que en una vida normal sería pena y condena.

Preferiblemente buscamos esfuerzo y soledad en medio de la naturaleza. Sentimos predilección por la montaña, por razones obvias. El nexo entre esfuerzo y ascensión, allí, es literal, y la tensión de todas las formas hacia lo alto, obsesiva. Caminando por las cimas, el silencio deviene religioso, y la pureza alrededor es una promesa mantenida —el agua, el aire, la tierra limpia de insectos. En definitiva, si uno cree en Dios, la montaña sigue siendo el lugar más fácil donde hacerlo. Hay que añadir que el frío induce a esconder los cuerpos y el cansancio los desfigura: de manera que nuestro cotidiano empeño en censurar el cuerpo se ve exaltado y, después de horas de marcha, nos vemos reducidos a pasos y pensamientos —lo imprescindible necesario, según nos han enseñado, para ser nosotros mismos.

Se marcharon a las montañas y no quisieron que nadie los acompañara. Una tienda de campaña, escasas provisiones, ni un libro siquiera, ni música. Prescindir de todo es algo que ayuda —nada como la indigencia puede llevarle a uno cerca de la verdad. Se marcharon porque se les había metido en la cabeza deshacer un grumo que había surgido entre ambos. Iban a regresar en un par de días.

Yo sabía adonde pensaban ir. Había un exasperante, largo pedregal de subida, antes de la aproximación a la cima propiamente dicha. Caminar por un pedregal es una penitencia —veía la zanca del Santo, era típico de él. Quería una penitencia. Pero también la luz, probablemente —la luz en pedregal es la auténtica luz de la tierra. Y también quería la extraña sensación que conocemos ahí arriba, como de algo blanco que queda, al final, flotando sobre una inundación de fijeza. Salvados de un sortilegio.

Envidiándolos un poco, vi cómo se marchaban.

Nos conocíamos lo suficiente para percibir los detalles. Bobby tenía una forma extraña de preparar las pequeñas cosas antes de la partida —incluso se había presentado con un calzado inadecuado, como de alguien que no quisiera marcharse del todo. Le pregunté si estaba seguro de que quería marcharse y él se encogió de hombros. Parecía que le importaba un comino.

La primera noche acamparon al borde del pedregal. Para cuando montaban la tienda, ya estaba oscuro, y la mochila del Santo, apoyada en una piedra, cayó rodando cuesta abajo. Se había abierto un poco, se salieron fuera las cuatro cosas que llevaba para el viaje. Pero también, a la luz de la lámpara de gas, un brillo metálico que Bobby no entendió de inmediato. El Santo fue a recolocar las cosas dentro de la mochila, luego volvió a la tienda. ¿Y tú para qué quieres una pistola?, le preguntó Bobby, aunque sonriendo. Para nada, dijo el Santo.

Fue eso, pero todavía mucho más, probablemente, las palabras durante la noche. A la mañana siguiente, empezaron a subir por el pedregal, pero sin hablarse, dos extraños. El Santo tiene una forma de caminar implacable, ascendía con constancia, mudo. Bobby se quedó atrás, el calzado inapropiado tampoco lo ayudaba. Se levantó un frío viento del este y luego la lluvia. Era un día de perros. El Santo caminaba con regularidad, haciendo pequeñas paradas, regulares —nunca se daba la vuelta. Desde atrás, en un momento dado, Bobby le gritó algo. El Santo se volvió. Bobby le gritó que estaba ya hasta las pelotas, que él daba media vuelta. El Santo sacudió la cabeza y le hizo un gesto, para decirle que no siguiera con esas monsergas, y que, en vez de eso, caminara. Pero Bobby ya no quería saber nada más del asunto, gritaba con fuerza, y tenía la voz de alguien que está a punto de llorar. Entonces el Santo retrocedió unos metros, lentamente, mirando bien dónde ponía los pies. La lluvia caía oblicua, gélida. Llegó a unos peñascos cerca de Bobby y le preguntó con fuerza qué coño estaba pasando. Nada, respondió Bobby, lo único que pasa es que yo me vuelvo. El Santo se le acercó un poco más, aunque quedándose a unos metros. No puedes hacerlo, dijo. Pues claro que puedo hacerlo. Es más, deberías hacerlo tú también, larguémonos de aquí, es una mierda de excursión. Pero aquello no era, para el Santo, ninguna excursión: para nosotros, que creemos en ellos, no se trata de excursiones no hay nada peor que llamarlos excursiones: son ritos de nuestra liturgia. De manera que el Santo notó que algo irreparable se rompía en pedazos, y no se equivocaba. Le dijo a Bobby que le daba pena. Pues mírate a ti, fanático de mierda, le respondió Bobby. No estaban gritando, exactamente, pero el viento los obligaba a hablarse con fuerza. Se quedaron un rato quietos, sin saber qué hacer. Luego el Santo se dio la vuelta y empezó a subir de nuevo, sin pronunciar palabra. Bobby dejó que se marchara y luego empezó a gritarle que estaba loco, y que se creía un santo, ¿vale?, ¡pero que no lo era, todo el mundo sabía perfectamente que no lo era, él y sus putas! El Santo seguía subiendo, parecía que ni siquiera escuchara, pero en un momento dado se paró. Se quitó la mochila, la colocó en el suelo, la abrió, se agachó para coger algo y luego se levantó de nuevo, aferrando la pistola en la mano derecha. ¡Bobby!, gritó. Estaban lejos el uno del otro, y luego estaba el viento, tuvo que gritar. Quédatela tú, gritó. Y le lanzó la pistola, para que él la recogiera. Bobby la dejó caer entre las rocas, las pistolas le daban miedo. La vio rebotar contra la dura superficie y luego rodar hasta un agujero. Cuando se volvió hacia donde estaba el Santo, lo vio de espaldas, lento, ascendiendo. Entonces, durante unos instantes, no lo comprendió, pero luego se dio cuenta de que aquel chico no quería quedarse solo con su pistola, completamente a solas con ella. Y sintió una gran ternura por el Santo, y por su caminar cada vez más pequeño, sobre el pedregal. Pero no cambió de idea, y no empezó a subir de nuevo, y comprendió que iba a ser así para siempre.

Fue a recoger la pistola. Por mucho asco que le diera, se la metió en su mochila, para que desapareciera de allí y de cualquier soledad por la que el Santo pudiera pasar. Luego se puso en marcha por el camino de regreso.

Conozco esta historia porque me la contó Bobby con todo lujo de detalles. Lo hizo para explicarme que probablemente todas las cosas habían ocurrido ya con anterioridad, con una lentitud de movimiento geológico, pero al final había sido en el pedregal donde él había comprendido, de repente, que todo había terminado. Se refería a algo que nosotros conocemos muy bien —la expresión imprecisa que utilizamos es: perder la fe. Es nuestra pesadilla. A cada momento de nuestro camino sabemos que puede ocurrir algo, semejante a un eclipse total —perder la fe.

Lo que pueden enseñarnos los curas, con respecto a esta eventualidad, únicamente resulta comprensible si nos remontamos a la experiencia de los primeros apóstoles. Eran pocos, los más cercanos a Cristo, y al día siguiente del Calvario, con su Maestro descendido ya de la cruz, se reunieron, abatidos. Hay que recordar que aquello con lo que cargaban era el muy humano dolor por la pérdida de algo que les resultaba amado: pero nada más. Ninguno de ellos, en ese momento, era consciente de que quien había muerto no había sido un amigo, un profeta, un maestro, sino Dios. Era algo que no habían comprendido. Es evidente que no estaba a su alcance conseguir imaginar que aquel hombre fuera verdaderamente Dios. De manera que se reunieron, aquel día, después del Calvario, en la muy sencilla memoria de una persona querida, e insustituible, a la que habían perdido. Pero desde el cielo, sobre ellos, descendió el Espíritu Santo. Así, de repente, el velo se desgarró y ellos comprendieron. Ahora reconocían a aquel Dios con el que habían caminado durante años, y hay que imaginarse hasta qué punto cada una de las pequeñas teselas de su vida en ese instante les volvería a la cabeza con una luz tan deslumbrante que los abriría por completo, hasta lo más profundo y para siempre. En el Nuevo Testamento, ese abrirse se nos transmite mediante la hermosa metáfora de la glosolalia: de golpe fueron capaces de hablar todas las lenguas del mundo —era un fenómeno conocido, y que se asociaba con la figura de los videntes, de los adivinos. Era la señal de una comprensión mágica.

Así, lo que los curas nos enseñan es que la fe es un don, que viene de lo alto, y que pertenece al ámbito del misterio. Por eso es frágil, como una visión y, como una visión, es intangible. Es un acontecimiento sobrenatural.

De todas formas, nosotros sabemos que no es así.

Somos obedientes a la doctrina de la Iglesia, pero conocemos también a la perfección una historia distinta, cuyas raíces se remontan hasta la tierra que nos ha engendrado. En alguna parte, y de alguna forma invisible, nuestras infelices familias nos han transmitido un irremediable instinto de creer que la vida es una experiencia inmensa. Cuanto más modesta ha sido cada una de las costumbres que nos han transmitido, tanto más profunda ha sido, cada día, su subterránea llamada a una ambición ilimitada —una espera de significado casi irracional. De este modo nos hemos aproximado al mundo, desde pequeños, con la intención precisa de restituirlo a su grandeza. Pretendemos que sea justo, noble, constante en su tendencia hacia lo mejor, e imparable en su camino de creación. Esto hace de nosotros unos rebeldes, y nos hace diferentes. El mundo exterior se nos presenta las más de las veces como una tarea humillante, árida, inadecuada por completo a nuestras expectativas. En las vidas de los que no creen vemos la rutina de los condenados, y hasta en el menor de sus gestos percibimos la parodia de la humanidad con que soñamos. Cada injusticia es una ofensa a nuestras expectativas lo es cada dolor, maldad, miseria de ánimo, fealdad. Lo es cada paso dado en el vacío del significado —y cada hombre sin esperanza, o sin nobleza. Cada gesto mezquino. Cada instante perdido.

Así, mucho antes que en Dios, creemos en el hombre —y tan sólo esto, al principio, es la fe.

Como ya he dicho, en nosotros ésta aflora en la forma de una batalla —estamos a la contra, somos diferentes, estamos locos. Nos da asco lo que gusta a los demás, y es para nosotros valioso lo que los demás desprecian. Es inútil señalar lo que nos galvaniza. Crecemos con la idea de ser héroes aunque, no obstante, de un tipo extraño, que no desciende de la clásica tipología del héroe —de hecho no nos gustan las armas, ni la violencia, ni la lucha animal. Somos héroes hembra, por esa forma nuestra de meternos en las reyertas con las manos desnudas, con la fuerza de un candor infantil, e invencibles en nuestra posición de irritante modestia. Nos movemos con sigilo entre las ruedas dentadas del mundo, con la frente levantada pero con el paso de los últimos —el mismo paso asquerosamente humilde, y firme, con el que Jesús de Nazaret anduvo por el mundo durante toda su vida pública, fijando antes que una doctrina religiosa un modelo de conducta. Invencible, como la historia ha demostrado.

En el fondo de esta epopeya inversa encontramos a Dios. Es un paso natural, que viene solo. Creemos hasta tal punto en todas y cada una de las criaturas, que nos resulta normal pensar en una creación —un gesto sabio al que damos el nombre de Dios. Así, nuestra fe no es tanto un acontecimiento mágico, e incontrolable, como una deducción lineal, la extensión hasta el infinito de un instante heredado. Buscadores de significado, nos hemos espoleado hasta muy lejos, y al final del viaje estaba Dios —la plenitud total del significado. Muy sencillo. Si por cualquier circunstancia perdemos dicha sencillez, acuden en nuestra ayuda los Evangelios, porque en ellos nuestro viaje desde el hombre hasta Dios está fijado para siempre en un modelo seguro, donde el hijo rebelde del hombre coincide con el hijo predilecto de Dios, ambos fundidos en una única carne, heroica. Lo que en nosotros podría ser locura, allí es revelación, y destino cumplido —ideograma perfecto. De ahí extraemos una certidumbre sin aristas —la llamamos fe.

Perderla es algo que ocurre. Pero utilizo aquí una expresión imprecisa, que alude a la fe como sortilegio, algo que no nos concierne. Yo no perderé la fe, no puede perderla Bobby. No la hemos encontrado, no podemos perderla. Es algo diferente, en modo alguno mágico. Lo que se me pasa por la cabeza es la geométrica caída de un muro —el instante en que cede un punto de la estructura y el conjunto se colapsa. Porque sólida es la pared de piedra, pero en el seno siempre lleva un encaje débil, un apoyo inseguro. Con el tiempo hemos aprendido con exactitud dónde se encuentra esa piedra escondida que puede traicionarnos. Está en el punto exacto donde apoyamos todo nuestro heroísmo y todo nuestro sentimiento religioso: es donde rechazamos el mundo de los demás, donde lo despreciamos, por instintiva certidumbre, donde sabemos que es insensato, con total evidencia. Sólo Dios nos basta; las cosas, nunca. Pero no siempre es cierto, no es cierto para siempre. A veces basta con la elegancia de un gesto ajeno, o la belleza gratuita de una palabra laica. El resplandor de la vida, recogido en destinos equivocados. La nobleza del mal, a veces. Se destila entonces una luz que no habíamos sospechado. Se rompe la pétrea certidumbre y todo se viene abajo. Lo he visto en mucha gente, lo he visto en Bobby. Me dijo Hay un montón de cosas auténticas, a nuestro alrededor, y que nosotros no vemos, pero están ahí, y tienen un significado, sin ninguna necesidad de Dios.

Ponme un ejemplo.

Tú, yo, como de verdad somos, y no como fingimos ser.

Ponme otro.

Andre, y también toda esa gente que está a su alrededor.

¿Te parece que gente como ésa tiene un significado?

Sí.

¿Por qué?

Son auténticos.

¿Nosotros no lo somos?

No.

Quería decir que, aun en ausencia de significado, el mundo sigue acaeciendo, y que en esa acrobacia de existir sin coordenadas existe una belleza, incluso una nobleza, a veces, que nosotros no conocemos —como una posibilidad de heroísmo en la que nunca habíamos pensado: el heroísmo de una determinada autenticidad. Si reconoces esto, con tus ojos, al contemplar el mundo, aunque sea una única vez, entonces estás perdido —ahora existe otra batalla para ti. Crecidos en la certidumbre de ser unos héroes, en otras leyendas nos convertimos en memorables. Se esfuma Dios, igual que un recurso infantil.

Bobby me dijo que aquel pedregal, en la montaña, le había parecido, repentinamente, lo que quedaba de una fortaleza en ruinas. No había manera de caminar por ella, dijo.

Vimos entonces su lento desplazarse hacia lo lejos, sin darnos nunca la espalda, con sus ojos todavía puestos en nosotros, sus amigos. Se diría que iba a volver, al cabo de un tiempo. Tampoco llegamos a pensar que lo veríamos desaparecer de verdad. Pero se olvidó de las larvas, las del hospital, y de todo lo demás. Todavía vino a tocar algunas veces, a la iglesia, luego ya nunca más. Los bajos los hacía yo, con el teclado. No era lo mismo, pero sobre todo ya no era el mismo crecer, el nuestro, sin él. Él tenía levedad: nosotros no la teníamos.

Un día volvió a hablarnos de su espectáculo con Andre, si de verdad queríamos ir a verlo o no. Nosotros le dijimos que sí, y fuimos, y eso cambió nuestras vidas.

Era un espectáculo en un teatro de las afueras, a una hora en coche, hasta llegar a una pequeña ciudad de calles y de casas apagadas, rodeada por el campo. En la provincia. Pero con un teatro de otros tiempos, en el centro, con palcos y todo —hierro forjado. Tal vez hubiera gente del lugar, pero sobre todo eran amigos y familiares los que habían ido a ver, como si se tratara de una boda, todo el mundo saludándose en la entrada. Nosotros, en un rincón, porque había mucha gente de aquella —los que Bobby decía que eran auténticos, mientras que nosotros no. En cualquier caso, me dieron asco de nuevo.

Tampoco el espectáculo nos pareció mucho mejor. Con toda su buena voluntad. Pero no se trataba de algo que nosotros pudiéramos entender. Aparte de Andre, estaba Bobby, que tocaba; diapositivas que se proyectaban al fondo, y otros tres bailarines que, no obstante, eran gente normal, incluso deformes, cuerpos desprovistos de belleza. No bailaban, a no ser que aquello fuera bailar, el moverse según reglas y un plan preciso. De vez en cuando, con el bajo de Bobby se mezclaban otros sonidos y ruidos, grabados. Gritos, de repente —y al final.

Sobre el bajo de Bobby seguía el adhesivo de Gandhi eso me gustó. Pero era verdad que tocaba de forma distinta, no sólo las notas, sino también la colocación de los pies, la curva de la espalda y, sobre todo, la cara, que exploraba, y en la que no se veía vergüenza, como olvidada del público —una cara privada. En ella se veía, si uno lo quería, cómo era Bobby desde que había dejado de ser Bobby. Lo mirábamos fascinados.

El Santo de vez en cuando se reía, pero en voz baja, como incómodo.

Luego estaba Andre. Estaba en sus movimientos, total —un cuerpo. Lo que podía yo entender es que buscaba una determinada necesidad al poner los gestos en fila, como si hubiera decidido sustituir al azar, o a la naturaleza: una especie de necesidad que los mantuviera unidos, el dictar el uno al otro, inevitablemente. Aunque vete tú a saber. Se podía decir algo más, y es que allí donde estaba ella se formaba una intensidad particular, a ratos hipnótica —lo sabíamos, ya lo habíamos visto en las representaciones del colegio, pero no es algo a lo que sea posible acostumbrarse, le coge a uno por sorpresa en cada ocasión, y también fue así esa vez, mientras ella bailaba.

Tengo que añadir que era exactamente como lo había explicado Bobby: no quería decir nada, no había historia, ni mensaje, nada, tan sólo esa aparente necesidad. De todas formas, en un momento dado Andre se tendió en el suelo, de espaldas, y cuando se levantó lo hizo dejando caer la túnica blanca que llevaba, la muda de una serpiente, y se quedó desnuda ante nuestros ojos. Así se nos había concedido, sin dar nada a cambio, lo que siempre habíamos pensado que quedaba fuera de nuestro alcance —dejándonos anonadados, sin saber cómo actuar. Desnuda, Andre se movía, y cualquier postura nuestra, en la butaca del teatro, era repentinamente inapropiada, hasta incluso dónde poníamos las manos. Los ojos los mantenía yo en el esfuerzo de contemplar toda la escena; pero ellos, en cambio, buscaban el cuerpo en sus detalles, para aprehender ese regalo imprevisto. Existía además la vaga sensación de que aquello iba a durar poco y, por tanto, una prisa, también, y la desazón de cuando ella volvía a acercarse a su túnica. Que, a pesar de todo, dejaba siempre tirada por el suelo, alejándose de nuevo —la evitaba. No sé si sabía qué estaba haciendo con nuestros ojos. Es posible que no le importara lo más mínimo, que aquello no fuera el meollo del asunto. Pero lo era para nosotros —es necesario recordar que yo, por ejemplo, había visto desnuda a una chica sólo cuatro veces en mi vida, de modo que llevaba la cuenta. Y ella era Andre, no una chica. Por eso mismo la mirábamos y lo curioso es que no obteníamos de ello nada de carácter sexual, nada que tuviera que ver con el deseo, como si la mirada se hubiera separado del resto del cuerpo, y eso me pareció algo de magia: que se pudiera mostrar así un cuerpo, desnudo, como si fuera una fuerza pura, y no un cuerpo, desnudo. Incluso cuando la miré entre las piernas, y osé hacerlo, porque ella dejaba que lo hiciera, ya no había allí sexo desde hacía un montón de tiempo, como si hubiera desaparecido, sino únicamente una inaudita proximidad, impensable. Y esto, me pareció entender, era el único mensaje, la única historia, que me había sido relatada sobre ese escenario. Ese asunto del cuerpo desnudo. Antes del final, Andre se volvía a vestir, pero lentamente, con un traje de hombre, incluida la corbata —algo simbólico, me imagino. Desapareció al final el triángulo rubio entre los muslos, en los pantalones oscuros con dobladillo, y fue durante ese largo proceso de vestirse cuando se escucharon golpes de tos, en la sala, como de gente que regresara desde lejos —así fue como nos dimos cuenta del silencio especial, previo.

Luego había que ir a los camerinos. Bobby parecía feliz. Nos abrazó a todos los que estábamos allí. ¿Os ha gustado?, preguntó. Es extraño, dijo Luca. Pero en cuanto hubo acabado de decirlo cogió la cabeza de Bobby entre las manos, y apoyó su frente contra la suya, frotándolas ambas un poco —no solemos hacer gestos semejantes: entre varones, no ponemos en juego el cuerpo, cuando cedemos a la ternura, a la emoción. ¿Y el Santo?, ¿qué dice el Santo?, preguntó Bobby. El Santo estaba un paso atrás. Sonrió con gracia y se puso a mover la cabeza. Qué grande eres, dijo entre dientes. Ven aquí, capullo, dijo Bobby, y fue a abrazarlo. No sé, todo era raro —éramos mejores.

Se acercó Andre, entonces, vino ella hacia nosotros, había decidido hacerlo. Aquí mis amigos, dijo Bobby, impreciso. Ella se había detenido a un paso de nosotros, dijo que sí con la cabeza, estaba envuelta en un albornoz, azul. Los pies desnudos. La banda, dijo, pero sin desprecio —indicaba algo. Bobby me presentó primero a mí, luego a Luca, y finalmente al Santo. Sostuvo su mirada sobre el Santo, y él no la bajó. Parecían a punto de decirse algo, ambos. Pero alguien que pasaba por allí abrazó a Andre por detrás, era uno de aquéllos, todo él sonrisas. Le dijo lo bonito que había sido, se la llevó de allí. Andre nos dijo todavía algo más, como Os quedáis, ¿verdad? Un instante después ya se había marchado.

Lo de quedarnos —eso era algo en lo que Bobby nos había liado. No nos atrevíamos a decirle que no, en esa época, y nos había invitado a ir con él, después del espectáculo, a una casa de Andre, grande, en el campo, para dormir, donde también habría una fiesta, y luego una cama para dormir. No es fácil que vayamos a dormir a casa de nadie, no nos gusta la intimidad con objetos ajenos, los olores, los cepillos usados en el baño. Tampoco vamos de muy buena gana a las fiestas, que guardan escasa relación con nuestra particular forma de heroísmo. Pero, sin embargo, le habíamos dicho que sí —sin duda alguna encontraríamos la forma de escaparnos, eso era lo que pensábamos.

Pero fueron muchos los que se encaminaron hacia aquella casa, a pocos kilómetros, en una procesión de coches, muchos de ellos deportivos. Por tanto no nos fue posible encontrar el atajo por donde escaparnos. Un atajo educado. Así que nos encontramos en la fiesta, que no sabíamos muy bien cómo utilizar. El Santo empezó a beber silenciosamente, y nos pareció una buena solución. Entonces las cosas fueron más fáciles. Había gente a la que conocíamos, yo por ejemplo me encontré con una amiga de mi novia. Me preguntó por ella, que por qué no había ido: es que ya no salimos juntos, le dije. Entonces vamos a bailar, me dijo ella, como si fuera una consecuencia natural, la única. Me llevé conmigo a Luca, al Santo no, porque estaba hablando con un viejo de pelo largo —se echaban el uno sobre el otro cada vez para horadar la música, altísima. En esa música nos metimos nosotros a bailar. Vi allí a Bobby, y parecía contento, como tras un problema resuelto. Yo, tras cada canción que pasaba, me decía que era la última, pero luego seguía —se me acercó Luca y me gritó al oído que dábamos risa, pero para decirme lo contrario, que éramos bellísimos, por primera vez, y tal vez tuviera razón. No sé cómo, pero acabé sentado, al final, y a mi lado estaba la amiga de mi novia. Completamente sudados, mirando cómo bailaba la gente, llevando el ritmo con la cabeza. No había forma de poder hablar, no hablábamos. Ella se volvió, me puso los brazos alrededor del cuello y me besó. Tenía unos bonitos labios, suaves, besaba como si tuviera sed. Siguió así un rato, me gustaba. Luego ella volvió a mirar a la gente, tal vez cogiéndome de la mano, no lo recuerdo. Estaba pensando en aquel beso, ni siquiera sabía lo que era. Ella se levantó y volvió a bailar.

Nos fuimos a dormir cuando la droga empezó a circular en exceso: o te drogabas tú también o es que de verdad estabas fuera de órbita. Nos marchamos de allí, en fin, porque aquello no iba con nosotros. Nos tocó ir en busca de Bobby, para saber dónde podríamos encontrar una cama, pero él ya estaba bastante colocado de hierba, a nosotros no nos apetecía verlo de aquella manera —no era propio de él tirarlo todo por la borda a causa de una historia como ésa. Como si se hubiera dado cuenta, vino Andre, entonces, para sacarnos de allí, su tono amable, sus gestos controlados —surgida a saber de dónde, en la fiesta no estaba. Nos llevó a una habitación, en la otra punta de la casa. En un momento dado dijo Lo sé, yo también me canso de bailar al cabo de un rato. Parecía el principio de una conversación, y entonces Luca dijo que él nunca bailaba, pero que, a decir verdad, cuando lo hacía le parecía chulísimo, y se rió. Sí, lo es, dijo Andre, mirándolo. Luego añadió Ni siquiera lo sabéis, pero vosotros tres sois guapísimos. Bobby también lo es. Se marchó, porque no era el principio de ninguna conversación, era algo que quería decir, y basta.

Tal vez fuera aquella frase, tal vez el alcohol y el baile, pero luego, cuando nos quedamos solos, estuvimos bastante rato hablando, los tres, como para llegar a alguna parte. Luca y yo, echados en una cama grande, el Santo colocado en un sofá, al otro lado de la habitación. Hablábamos como si tuviéramos un futuro por delante, recién descubierto. También de Bobby, y de que teníamos que llevárnoslo de nuevo con nosotros. Y de un montón de historias nuestras, sobre todo inconfesables, pero a una luz distinta, sin remordimientos nos sentíamos capaces de todo, algo que les ocurre a los jóvenes. Los oídos nos zumbaban y cuando cerrábamos los ojos nos entraban náuseas —pero seguíamos adelante con nuestra charla, mientras que por las persianas se filtraba la luz del jardín, acababa en forma de franjas sobre el techo, nosotros observándolas, siguiendo con la charla, sin mirarnos. Le preguntamos al Santo adonde iba cuando desaparecía. Él nos lo dijo. No teníamos miedo de nada. Y Luca nos contó lo de su padre, al Santo por primera vez, a mí historias que no conocía. Pero parecíamos capaces de cualquier cosa, y decíamos palabras que parecíamos entender. Ni una sola vez siquiera dijo nadie Dios. Muchas veces nos quedábamos en silencio, durante un rato, porque no teníamos prisa, y queríamos que aquello no terminara nunca.

Pero estaba hablando el Santo cuando se oyó un ruido, cercano —y luego la puerta abriéndose. Aparte de callarnos, nos pusimos la sábana por encima —el pudor de costumbre. Podía ser cualquiera, pero era Andre. Entró en la habitación, cerró de nuevo la puerta, llevaba puesta una camiseta blanca y nada más. Miró un poco a su alrededor, luego vino a meterse a nuestra cama, entre Luca y yo, como si ése fuera el pacto. Lo hacía todo con tranquilidad, sin decir ni una palabra. Apoyó su cabeza sobre el pecho de Luca, quedándose un rato inmóvil, de costado. Una pierna sobre las suyas. Luca al principio no hizo nada, luego empezó a acariciarle el pelo, todavía se oía la música de la fiesta, a lo lejos. Luego se habían estrechado un poco más y entonces yo me senté en la cama, con idea de marcharme, la única idea que se me había ocurrido. Sin embargo, Andre se volvió tan sólo un poco y me dijo Ven aquí, cogiéndome de la mano. Así que me eché en la cama detrás de ella, con mi corazón pegado a su espalda, manteniendo las piernas un poco hacia atrás, primero, pero luego apretándome algo más, con mi miembro contra su piel, rotunda, que empezó a moverse, lenta. La besaba en la nuca, mientras ella pasaba sus labios sobre los ojos de Luca, suavemente. Así notaba la respiración de Luca y, muy cerca, su boca entrecerrada. Pero donde yo hacía que se deslizaran mis manos, él retiraba las suyas —tocábamos a Andre sin tocarnos, inmediatamente de acuerdo en que no íbamos a hacerlo. Mientras ella nos tomaba con suavidad, todo el rato en silencio, y mirándonos cada vez.

Ella era el secreto —eso hacía mucho tiempo que lo habíamos comprendido, y ahora el secreto estaba allí, y sólo nos faltaba dar un paso. Nunca habíamos querido nada más que eso. Por eso dejábamos que nos guiara, y todas las cosas resultaban sencillas, incluidas las que, para mí, nunca lo habían sido. No conocía nada semejante, pero era tal la desaparición de cualquier clase de oscuridad que sabía ya qué iba a ver cuando, en un momento determinado, me volví hacia el lado del Santo, para verlo allí sentado, en el sofá, con los pies apoyados en el suelo, observándonos, sin expresión —una figura de cuadro español. No se movía. Apenas respiraba. Habría tenido que asustarme, porque su mirada era parecida a la que ya conocía, pero no sucedió. Todas las cosas resultaban sencillas, ya lo he dicho. No se le ocurrió hacerme una señal, no había nada que quisiera decirme. Aparte de aquel estar suyo, sin apartar la mirada. Pensé entonces que si él lo veía, todo era verdad —era verdad, y no culpable, si él callaba.

Así que volví a mirar a Andre —echada de espaldas tiraba de Luca y lo empujaba entre sus piernas abiertas. Hemos sido adiestrados tanto tiempo para mantener relaciones sexuales sin follar, que para nosotros son otras las cosas verdaderamente excitantes, en modo alguno eso de estar uno dentro de la otra —y el movimiento animal. Pero mirar a los ojos a alguien que está haciendo el amor, eso nunca me lo había imaginado me pareció la máxima de las cercanías posibles, casi una posesión definitiva. Entonces tuve la sensación de que de verdad me estaba llevando conmigo el secreto. Observé los ojos de Andre, que me miraban, balanceándose con los envites de Luca. Sabía qué era lo que faltaba, de manera que me incliné para besarla en la boca, nunca lo había hecho, siempre había querido hacerlo —ella giró la cara, ofreciéndome la mejilla, posó una mano sobre mis hombros, para alejarme sólo un poco. Seguí besándola, buscando su boca ella sonreía mientras seguía escapándoseme. Debió de darse cuenta de que yo no iba a rendirme, entonces se escabulló de Luca, como si fuera un juego, se echó sobre mí, cogió mi miembro entre sus labios, su boca lejos de la mía, como ella quería. Mi mirada se cruzó con la de Luca, fue la única vez, tenía el pelo pegado sobre la frente y, a qué negarlo, estaba hermosísimo. Me dejé caer de espaldas. Pensé que ahora miraría a Andre mientras me chupaba el miembro, la vería así, de una vez por todas. Pero en cambio puse una mano en su pelo y cerré los dedos, doblando el brazo y tirando su cabeza hacia mí. Sabía, en algún lugar, que si no lograba besarla todo habría sido inútil. Me dejó que tirara de ella, sonreía, llegó a estar a nada de mis labios, pero se reía. Se subió encima de mí para mantener mis hombros pegados a la cama, se reía a nada de mis labios, un juego. Le cogí la cabeza por detrás y la empujé hacia mí, primero se puso rígida, luego ya no se reía; yo hice luego con las caderas un movimiento que no conocía, ella me dejó entrar en su interior, y yo me rendí, porque era la primera vez que follaba en mi vida. Ni siquiera con nuestras putas, nunca.

Nos dormimos cuando la luz de la mañana llegaba a las persianas, el sofá desierto, con el Santo desaparecido quién sabe dónde. Dormimos durante horas. Cuando nos despertamos, Andre ya no estaba allí. Nos miramos un instante, Luca y yo. Él dijo Mierda. Lo dijo muchas veces, golpeando la cabeza sobre la almohada.

No mucho tiempo después corrió la noticia de que Andre esperaba un hijo —lo decían las chicas, como algo que tenía que ocurrir, y que había ocurrido.

Luca se sintió aterrorizado por aquello. Era imposible hacerlo razonar, yo proclamaba que no sabíamos nada de ese asunto, que seguramente no había nada de verdad en toda esa historia. Y además quién podía ir asegurando que ese niño era precisamente nuestro. Lo decía así, nuestro.

Intentábamos acordarnos de cómo había ido. Que las cosas funcionaban de una manera determinada eso lo sabíamos, pero poco más. Nos pareció importante recordar dónde demonios habíamos esparcido nuestra semilla, expresión muy bíblica que los curas utilizan en vez de correrse. El problema era que no lo recordábamos con exactitud —puede parecer extraño, pero así era. Como ya he tenido ocasión de explicar, nosotros nos corremos muy de vez en cuando, y por error: practicamos el sexo de otra forma así que, incluso con Andre, no nos parecía que ése fuera el meollo del asunto. De todas formas llegamos a la conclusión de que, en efecto, también había sido dentro de ella donde nos habíamos corrido —y eso también fue lo único que le hizo reír a Luca, aunque sólo un instante.

Podía ser nuestro, comprendimos.

La idea era letal, no había nada que añadir. Apenas nacidos para el arte de ser hijos, nos convertíamos en padres, víctimas de una ilógica precipitación de los acontecimientos. Y eso aparte del complejo de culpa, colosal, y de una culpa vergonzosa, sexual —cómo íbamos a saber explicárselo a las madres, a los padres, y en el colegio. Era natural pensar en las circunstancias particulares, cuando fuéramos a explicarlo y a describirlo: los detalles, el vacío de razones, los silencios. Los llantos. O acabarían descubriéndolo ellos antes —cada vez que regresábamos a casa, al empujar la puerta sondeábamos ese silencio, para ser capaces de comprender si se trataba de la sumisa melancolía de siempre o del vacío del desastre. Aquello no era vivir. Y sin necesidad de ponerse a pensar en el después: un niño de verdad, su vida, en qué casa, con qué padres y madres, el dinero. Hasta allí no llegábamos; nunca vi a ese niño, ni siquiera una sola vez, en la imaginación; nunca, en esos días, llegué hasta él.

Más secretamente, yo pensaba todavía más hacia atrás, donde nos veía exiliados en un paisaje que no era el nuestro, succionados por esa vocación para la tragedia que era propia de los ricos —era una fisura, y podía oír su ruido. Nos habíamos proyectado demasiado hacia allá, siguiendo a Andre, y por primera vez tuve la ocasión de pensar que nunca más volveríamos a ser capaces de encontrar el camino de regreso. Además de los otros miedos, éste era mi auténtico terror, pero a Luca no se lo dije nunca —el resto, nuestra aventura, era ya bastante como para dejarlo helado.

La vivíamos a solas, también hay que decirlo, manteniendo en secreto todas las cosas en nuestro interior. A Bobby no queríamos hablarle de ello, el Santo había desaparecido en la nada. Habíamos dejado de ir a donde las larvas, en la misa sólo éramos dos para tocar y cantar, una pena. Intenté hablar con el Santo, pero él me rehuía, gélido; conseguí pararlo una vez a la salida del colegio, pero no hubo manera de aclarar nada. Se veía que necesitaba tiempo. No había nadie más, en nuestro entorno. Ningún cura para cosas de este tipo. Así que estábamos tan solos —con esa soledad donde germinan los desastres.

Eramos, además, tan pequeños.

Hablar con Andre era algo que ni siquiera se nos pasaba por la cabeza. Tampoco ella vendría nunca a vernos, lo sabíamos. Así que íbamos preguntando por ahí, sin poner énfasis en las palabras, las manos en los bolsillos. Se sabía que estaba esperando ese niño, se lo había dicho ella a alguien, negando siempre el nombre del padre. Parecía un hecho. Sin embargo, yo no me lo creí verdaderamente hasta el día en que me ocurrió que, por la calle, me encontré con el padre de Andre —iba al volante de un descapotable rojo. Nos habíamos conocido en el espectáculo, pero sólo nos habían presentado, nada más; extrañamente, se acordaba de mí. Se aproximó a la acera y se detuvo donde yo estaba. Eran días en que si cualquiera se dirigía a nosotros, Luca y yo nos temíamos el desastre. ¿Has visto a Andre?, me preguntó. Pensé que quería decir si había visto lo maravillosa que había estado, allí en el escenario —o incluso en general, lo maravillosa que era, en la vida. Entonces le contesté Sí. ¿Dónde?, me preguntó. Se me ocurrió contestarle Por todas partes. Sonó un poco exagerado, a decir verdad. De manera que añadí De lejos. El padre de Andre asintió con la cabeza, como para decir que estaba de acuerdo, y que se había enterado. Echó un vistazo a su alrededor. Tal vez estaba pensando en lo estrafalario que debía de ser yo. Cuídate, dijo. Y se marchó de nuevo.

Cuatro travesías más adelante, donde un semáforo destellaba inútilmente al sol, el descapotable rojo fue arrollado por una camioneta enloquecida. El impacto fue terrible y el padre de Andre perdió la vida.

Supe entonces que aquel niño existía, porque reconocí algo así como la cuadratura de un círculo —el encuentro de dos geometrías. El sortilegio que gobernaba a aquella familia, ensamblando cada nacimiento con una muerte, se había entrecruzado con el protocolo de nuestros sentimientos, que unía cada culpa con un castigo. De todo ello resultaba con plena evidencia una cárcel de acero —oí nítidamente el sonido mecánico de la cerradura.

No hablé del tema con Luca —había empezado a saltarse días de clase, no contestaba al teléfono. Tenía que ir a buscarlo para hacer que saliera de casa, a veces, y eso no siempre era suficiente. Todo resultaba difícil, en aquellas horas, la pena de proseguir con las cosas. Una mañana se me metió en la cabeza que tenía que llevarlo al colegio, así que pasé por su casa, a las siete y media. En la entrada me topé con su padre, ya tenía puesto el sombrero, con el maletín en la mano, estaba a punto de irse a la oficina. Se puso serio y fue parco en palabras, se veía que le hacía sufrir horrores aquella visita mía a destiempo, pero la aceptaba, como la llegada de un médico. Luca estaba en su habitación —se había vestido, pero estaba echado en la cama, reponiéndose. Cerré la puerta, tal vez tenía pensado levantar la voz. Le metí los libros en la cartera —un petate militar, como el que tenemos todos, los compramos en unas tiendas de ropa usada. No seas capullo y levántate de ahí, le dije.

Luego, caminando hacia la escuela, él intentó explicarse, y a mí me pareció incluso que había encontrado la forma de hacerlo razonar, y de desarmar su miedo. Sin embargo, en un momento dado, fue capaz de decir lo que de verdad lo estaba devorando, con la exactitud de las palabras sencillas, recuperadas en el fondo de su vergüenza: no puedo hacerle esto a mi padre. Estaba convencido de que aquel hombre recibiría una herida de muerte, y no estaba preparado para ese horror. La verdad es que aquello no era algo a lo que yo supiera responder. Nos desarma, de hecho, la inclinación a pensar que nuestra vida, en primer lugar, es un fragmento conclusivo de la vida de nuestros padres, el único que ha sido entregado a nuestro cuidado. Como si nos hubieran encargado, en un momento de cansancio, que sujetáramos un rato ese epílogo para ellos valioso —de nosotros se esperaba que lo devolviésemos, tarde o temprano, intacto. Ya lo recolocarían luego ellos en su lugar, completando con él la redondez de una vida consumada, la suya. Pero a nuestros padres cansados, que se habían fiado de nosotros, les devolvemos el corte de añicos afilados, objetos que se han caído de las manos. En el sordo acecho de semejante fracaso no encontramos nunca el tiempo para reflexionar, ni la luz para rebelarnos. Tan sólo la inmovilidad sorda de la culpa. Así volverá a ser nuestra, nuestra vida: cuando ya sea demasiado tarde.

Dado que, al final, Luca no quiso entrar, lo dejé solo resolviendo el vacío de aquellas horas matutinas. Yo prefería seguir con orden el dictado de las cosas. La escuela, los deberes, los encargos. Era algo que me ayudaba. Mucho más, no tenía. Por regla general, en situaciones de este tipo, recurro a la confesión y, supeditada, la penitencia. Y sin embargo no me salía de manera natural hacer ni una cosa ni otra, con la convicción de que el privilegio de los sacramentos ya no iba conmigo, tal vez ni siquiera el consuelo de una pía expiación. De manera que no tenía medicinas apenas resistía, aparte del respeto a las costumbres, el instinto de rezar. Me causaba verdadero alivio hacerlo de rodillas, durante larguísimo tiempo, en iglesias casuales, a la hora en que tan sólo hay el caminar lánguido de las viejecitas, el batir de las puertas, de vez en cuando. Estaba con Dios, sin pedir nada.

Muerto el padre de Andre, llegó el día del funeral —Luca y yo decidimos presentarnos.

También estaba Bobby, el Santo no. Entre el gentío de la iglesia repleta. Pero nosotros en un lado, Bobby en otro, también vestidos, a esas alturas, de forma distinta: él había empezado a cuidar su aspecto, no es algo que nosotros hagamos. A mucha gente ya la habíamos visto, pero rara vez tan seria, reservada. Gafas oscuras y breves gestos. De pie, durante la misa, sin saberse los textos. Conocemos ese tipo de representación, no tiene un auténtico nexo con ningún sentimiento religioso, tiene que ver con la elegancia, con la necesidad de un rito. Pero no existe resurrección en los corazones. Nada. En el momento de dar la paz, le di la mano a Luca, y una mirada. Tan sólo nosotros sabíamos cuánto la necesitábamos —paz.

Desde lejos estuvimos observándola, a Andre, como es obvio, pero bajo la chaqueta no podía leerse nada, la decidida delgadez y nada más. No sabíamos lo suficiente para comprender si podíamos deducir alguna cosa.

Fuera de la iglesia, un abrazo a Bobby, y luego no nos cabía duda de que iríamos a saludar a Andre, como resultaba educado hacer. Sin admitirlo, esperábamos algo: la claridad de una señal que ella habría sabido hacernos. Había gente haciendo cola, en el atrio, esperamos a que Andre se alejara un poco de su madre y de su hermano, mirábamos cómo sonreía, era la única que no llevaba gafas oscuras, bellísima. Nos acercábamos lentamente, esperando nuestro turno, sin apartar los ojos de ella ahora que estaba allí, de golpe me acordaba de cuánto había echado de menos su cuerpo a cada instante después de aquella noche. Busqué en los ojos de Luca el mismo pensamiento, pero parecía preocupado y nada más. Andre saludó a una pareja de señores mayores, luego nos tocó a nosotros. Primero Luca —luego yo le tendí la mano, ella me la estrechó. Gracias por haber venido, sonriendo, un beso en la mejilla, sólo eso. Tal vez un instante más, demorándose, no sé. Ya estaba dándole las gracias a otra persona.

Andre.

No es nuestro, le dije a Luca, la iglesia a nuestras espaldas, hacia casa, a pie. No es posible que sea nuestro.

Nos lo habría dado a entender, pensaba. También pensaba que con ese beso en la mejilla quedaba todo eclipsado, como el agua que se cierra de nuevo, olvidando el guijarro posado en el fondo. Así me sentía electrizado, y me habían devuelto mi vida. Se lo dije a Luca de todas las maneras posibles, él me escuchaba. Pero caminaba con la cabeza agachada. Me asaltó una duda y le pregunté si Andre le había dicho algo. Él no respondió, únicamente ladeó un poco la cabeza. Yo no entendía qué le había pasado, lo cogí del brazo, con brusquedad, ¿Qué demonios te pasa? Se le llenaron los ojos de lágrimas, como aquella otra vez, viniendo de mi casa. Se detuvo de golpe, temblaba. Volvamos para allá, dijo.

¿Donde estaba Andre?

Sí.

¿Para qué?

Estaba llorando de verdad, ahora. Se quedó unos instantes buscando la calma de nuevo para hablar.

Yo ya no puedo más, déjame volver para allá, tenemos que preguntárselo y ya está, no podemos seguir así, es estúpido, yo ya no puedo más.

Podría, incluso, hasta tener razón —pero no allí, con toda aquella gente, en un funeral. Me daba vergüenza. Se lo dije.

Ya ves tú lo que me importa a mí su funeral, dijo.

Parecía convencido.

Le dije que yo no, yo no iría. Si de verdad quieres ir, ve tú solo.

Dijo que sí con la cabeza.

Pero lo que vas a hacer es una gilipollez, dije.

Me fui. Al cabo de un poco, me di la vuelta para mirar, él seguía allí, parado, se pasaba el dorso de la mano por los ojos.

Una vez en casa, dejé pasar algo de tiempo, luego empecé a llamarle por teléfono a casa de sus padres —siempre decían que todavía no había vuelto. La cosa no me gustaba, acabé por tener malos presagios. Se me pasó por la cabeza ir a buscarlo, crecía dentro de mí la certeza de que no tendría que haberlo dejado allí, solo, en medio de la calle. Luego me imaginé que lo encontraba con Andre, en algún sitio, y la incomodidad de los gestos, de las palabras que pronunciar. Todo era complicado. No había forma de distraerme, lo único que lograba hacer era seguir llamando por teléfono a su casa, disculpándome siempre mucho. A la sexta vez, contestó él.

Por Dios, Luca, no me hagas más bromas como ésta.

¿Qué pasa?

Nada. ¿Has ido?

Se quedó callado unos instantes. Luego dijo No.

¿No?

Ahora no puedo explicártelo, vamos.

Vale, vale, dije. Mejor así. Todo saldrá bien.

Lo creía de veras. Todavía tuve ocasión de decirle un par de chorradas, me puse a hablar de los zapatos de Bobby en el funeral. Parecía increíble pensar que se los hubiera comprado de verdad. ¿Y la camisa?, dijo Luca. En mi casa, ni siquiera saben cómo se planchan camisas como ésa, dijo.

Pero aquella noche, mientras cenaban, se levantó de pronto para llevar los platos al fregadero, y en vez de volver a sentarse a aquella ménsula, con la pared delante, salió al balcón. Se apoyó en la barandilla, donde había visto mil veces a su padre —pero de espaldas, con los ojos hacia la cocina. Tal vez para mirar, una vez más, todas las cosas. Luego se dejó caer hacia atrás, al vacío.

En el Evangelio de Juan, y únicamente en éste, se relata el ambiguo episodio de la muerte de Lázaro. Mientras está lejos, predicando, Jesús es informado de que un amigo suyo, en Betania, ha caído gravemente enfermo. Pasan dos días, y al amanecer del tercero Jesús dice a sus discípulos que se preparen para regresar a Judea. Le preguntan la causa y él responde: Nuestro amigo Lázaro se ha dormido, vamos a ir a despertarlo. Así que se pone en camino y, llegado a las puertas de Betania, se le acerca una hermana de Lázaro, Marta, que ha salido a su encuentro. Cuando llega delante de él, la mujer dice: Señor, si tú hubieras estado aquí, mi hermano no habría muerto. Más tarde, una vez dentro de la ciudad, Jesús encuentra a la otra hermana de Lázaro, María. Y ella le dice: Señor, si tú hubieras estado aquí, mi hermano no habría muerto.

Sólo yo sabía el porqué. Para los demás, la muerte de Luca fue un misterio —la dudosa consecuencia de causas poco claras. Naturalmente, se podía reconocer, sin pronunciarla de veras, la alargada sombra del mal en aquella familia —el padre. Pero tampoco parecíamos estar dispuestos a admitirlo del todo, como si no fuera algo esencial. La juventud parecía más bien la raíz del mal —una juventud a la que ya no se era capaz de entender.

Me buscaban a mí, para saber. Seguro que no me habrían escuchado de verdad —tan sólo querían saber si había algo oculto, algo no dicho. Secretos. No estaban lejos de la verdad, pero tuvieron que prescindir de mi ayuda —durante días no vi a nadie. Una dureza que no conocía y hasta cierto desprecio —reaccioné de esa manera. Mis padres estaban preocupados por ello, aturdidos los adultos que me rodeaban, los curas. Al funeral no fui, no había resurrección en mi corazón.

Bobby dio señales de vida. Escribió el Santo una carta. No abrí la carta. No quise ver a Bobby.

Intentaba apagar una imagen: Luca con el pelo pegado en la frente, en la cama de Andre, pero aquella imagen no me abandonaba, ni me abandonaría, de manera que eso es lo que recuerdo de él, para siempre. Estábamos juntos en el mismo amor, en ese momento —durante años, no hicimos nada más que eso. Su belleza, sus llantos, mi fuerza, sus pasos, mis oraciones —estábamos juntos en el mismo amor. Su música, mis libros, mis retrasos, sus tardes a solas —estábamos juntos en el mismo amor. El aire en el rostro, el frío en las manos, sus olvidos, mis certezas, el cuerpo de Andre —estábamos juntos en el mismo amor. Así que juntos morimos y, hasta el día en que me muera, juntos viviremos.

Lo que desconcertaba sobre todo a los adultos era aquel alejamiento, y el hecho de no buscarnos —Bobby, el Santo y yo. Habrían querido que permaneciéramos fuertemente unidos para amortiguar el golpe —nos veían desperdigados. En este hecho leían una amplia herida, o más profunda de lo que querían imaginarse. Pero era lo mismo que pájaros tras un disparo, cada uno volando a sus anchas, a la espera del momento de volver a convertirse en bandada —o por lo menos manchas oscuras alineadas en el horizonte. Coincidimos apenas un par de veces. Nosotros sabíamos el tiempo que tenía que pasar —el silencio.

En cambio, un día apareció aquella chica, la que había sido mi novia, y me fui con ella. No nos veíamos desde hacía tiempo, todo era raro. Ahora conducía un coche, un coche pequeño y viejo que sus padres le habían regalado al cumplir los dieciocho años. Se sentía orgullosa de aquello y quería que yo lo viera. Se había vestido muy mona, pero no como alguien que quisiera volver a empezar, o algo parecido. El pelo recogido, los zapatos planos, normales. Me fui con ella —era bonito ver los gestos de la conducción realizados por ella, todavía precisos, como hechos al dictado, pero mientras tanto algo parecido a una mujer bullía dentro de la chica que yo conocía. Tal vez fuera eso. Pero también saber que ella no tenía nada que ver, de manera que explicárselo sería como dibujar sobre un papel en blanco. Así que lo hice. Era la primera persona en este mundo a la que le contaba toda la historia —Andre, Luca y yo. Ella conducía, yo hablaba. No siempre era sencillo encontrar las palabras, ella esperaba y yo las decía, al final. Mantenía la mirada sobre el parabrisas y, cuando era necesario, en el retrovisor, nunca sobre mí —las dos manos, al volante, la espalda no del todo relajada sobre el respaldo. En un momento dado se encendieron las farolas de la ciudad.

Sólo me miró al final, cuando se detuvo debajo de mi casa, aparcada de frente, un poco separada de la acera —algo que mi padre no soporta. Tú estás loco, dijo. Pero no se refería a lo que había hecho, se refería a lo que tendría que haber hecho. Ve a ver a Andre, dijo, ahora mismo, corriendo, vale ya de tener miedo. ¿Cómo puedes vivir sin saber la verdad?

En realidad, nosotros sabemos muy bien cómo vivir sin saber la verdad, siempre; pero hay que admitir que, en ese aspecto, ella tenía razón y se lo dije, así que me vi obligado a explicarle algo que me había guardado para mí —me suponía un gran esfuerzo explicarlo. Le dije que yo, de hecho, había intentado ir a ver a Andre, la verdad es que en un momento dado yo también había pensado en que tenía que ir a verla, y que lo había intentado. Unos días después de la muerte de Luca, pero más por resentimiento que para saber —por venganza. Me había marchado una noche en que ya no lo aguantaba más, empujado por una maldad desconocida, y había ido hacia el bar donde presumiblemente podría encontrarla, a esas horas, entre toda su gente. Tendría que haber analizado la cosa mucho mejor, pero en ese momento me parecía que iba a morir si no la veía, si no le hablaba —así que, estuviera donde estuviera, iba a encontrarla, y punto. Iba a combatirla, se me pasó por la cabeza. Lo que ocurrió fue que, cuando llegué al paseo, en cuya acera opuesta se encontraba el bar, con todo el mundo fuera, el vaso en la mano, vi desde lejos a sus amigos, elegantes en su alegría algo aburrida, y en medio de ellos, aunque apartado, pero de todas maneras claramente en medio de todos ellos, estaba el Santo. Apoyado en una pared, también él vaso en mano. Taciturno, solo, pero la gente pasaba por delante de él y con él intercambiaban unas chanzas, y sonrisas. Como animales de la misma manada. Una chica, en un determinado momento, se paró delante de él para hablarle y, mientras tanto, con una mano iba echándole el pelo hacia atrás —él la dejaba hacer.

Ni siquiera miré si, en algún sitio, estaba o no Andre. Me di la vuelta y me fui de allí rápidamente —sólo me aterrorizaba la idea de que me vieran, ya no me importaba nada más. Cuando llegué a casa, yo era alguien que se ha rendido.

No sé por qué, pero fue ver allí al Santo y ya no me importó nada de nada, le dije.

Ella asintió con la cabeza y luego dijo Ya voy yo, y puso el coche en marcha. Lo que quería decir era que ya iría ella a ver a Andre, y que no quería ni discutir sobre el tema. Me bajé sin decir gran cosa, y vi cómo se marchaba, con el intermitente bien puesto y todo —educadamente.

Puesto que no hice nada por detenerla, ella regresó al día siguiente, y había hablado con Andre.

Dice que ya estaba embarazada cuando hizo el amor con vosotros.

En voz baja, de nuevo sentados el uno al lado de la otra, en aquel cochecito. Pero esta vez bajo los árboles, en la parte de atrás de mi casa.

Pensé que Luca había muerto por nada.

También pensé en el niño, en el vientre de Andre, en mi miembro dentro de ella, y en esas cosas. Como la misteriosa proximidad de que somos capaces, hombres y mujeres.

Y al final me acordé de que todo había terminado, y de que yo ya no era un padre.

Por eso hice algo que no hago nunca —yo no lloro, no sé por qué.

Ella me dejó tranquilo, sin hacer un gesto o decir una palabra, trasteaba con el mando de las luces largas, pero con lentitud.

Al final le pregunté si Andre había dicho algo sobre Luca —si por lo menos se le había pasado por la cabeza que ella tenía algo que ver con aquel vuelo.

Se echó a reír, dijo ella.

¿A reír?

Si hubiera sido ése el problema, habría venido a decírmelo, dijo.

Pensé que Andre no sabía nada de Luca, y que no había aprendido nada acerca de nosotros.

Pues tiene razón Andre, dijo entonces mi novia, Luca no pudo matarse por eso, sólo tú puedes pensarlo.

¿Por qué?

Porque estás ciego.

¿Qué quieres decir con eso?

Movió la cabeza —no tenía ganas de hablar de eso. Yo me acerqué e hice ademán de besarla. Me puso una mano sobre el hombro, manteniéndome alejado.

Un beso, nada más, le dije.

Vale, me dijo.

Entonces decidí empezar de nuevo. Me puse a pensar hacia atrás, en busca de un último momento estable antes de que todo se enmarañara —la idea era la de partir de nuevo, desde allí. En la cabeza tenía el paso del campesino que va de regreso al campo, después de la tempestad. Se trataba sólo de encontrar el punto en el que había interrumpido la siembra, con las primeras bolas de granizo.

Razonaba yo así porque en los momentos de confusión tenemos la costumbre de recurrir a un imaginario campesino —y eso a pesar de que nadie, en nuestras familias, ha trabajado nunca la tierra, desde que tenemos memoria. Venimos de artesanos y comerciantes, curas y funcionarios, y pese a ello hemos heredado la sabiduría del campo, haciéndola nuestra. De esta manera creemos en el mito fundacional de la siembra, y vivimos confiados en el carácter cíclico de todo, bien resumido en el paso circular de las estaciones. Del arado hemos heredado el sentido último de toda clase de violencia, y de los campesinos el truco de la paciencia. Ciegamente, creemos en la ecuación entre esfuerzo y recolecta. Es una especie de vocabulario simbólico —que nos es dado de una forma misteriosa.

De manera que pensé en volver a empezar, porque no conocemos otro instinto, frente a los vendavales de la suerte —el paso incansable y tozudo del campesino.

En algún sitio tenía que empezar a trabajar de nuevo la tierra, y al final decidí que lo haría por las larvas, allí, en el hospital. Era la última cosa estable que recordaba —nosotros cuatro, con las larvas. El entrar y salir de aquel hospital. No iba allí desde hacía un montón de tiempo. Uno puede estar seguro de que lo va a encontrar todo como antes, no importa lo que le haya pasado mientras no estaba allí. A lo mejor son distintos las caras y los cuerpos pero son los mismos el sufrimiento y el olvido. Las monjas no hacen preguntas y siempre lo reciben a uno como un regalo. Pasan al lado, atareadas, y en ese momento cantamos juntos un estribillo que nos resulta grato —Alabado sea Jesucristo, Sea por siempre alabado.

Al principio todo me pareció un poco difícil —los gestos, las palabras. Me hablaban de la gente que se había ido, estrechaba las manos de los nuevos. El trabajo era el de siempre, las bolsas llenas de orina. Uno de los viejos me vio, en un momento dado, se acordaba de mí, se puso a bramar en voz alta, quería saber dónde demonios nos habíamos metido mis amigos y yo. No os hemos vuelto a ver el pelo, me dijo cuando me acerqué a él. Protestaba.

Acerqué una silla a su cama y me senté. La comida de aquí da asco, dijo él, resumiendo. Me preguntó si le había llevado algo. De vez en cuando pasábamos algo de comida —las primeras uvas, chocolate. Incluso cigarrillos, aunque eso lo hacía el Santo, nosotros no nos atrevíamos. Las monjas lo sabían.

Le dije que no tenía nada para él. Son días complicados, se han torcido algunas cosas, dije, para explicarme.

Me miró maravillado. Desde hace tiempo, esa gente ha dejado de pensar que las cosas pueden torcérseles también a los demás.

¿De qué puñetas me estás hablando?, dijo.

De nada.

Ah, vale.

Trabajaba en una gasolinera, cuando era joven y las cosas le iban bien. También había sido presidente de un pequeño equipo de fútbol de su barrio, durante una temporada. Se acordaba de una remontada de tres a dos, y de una copa ganada en los penaltis. Luego se había peleado.

Me preguntó dónde se había metido el que tenía el pelo rojo. Ese me hacía reír, dijo.

Hablaba de Bobby.

¿No ha vuelto a venir?, pregunté.

¿Ese? A ése no se le ha vuelto a ver el pelo por aquí. Era el único que me hacía reír.

La verdad es que Bobby sabe tratar con ellos, les toma el pelo todo el rato, es algo que los pone de buen humor. Sacando el catéter es un desastre, pero a nadie parece importarle mucho. Cuando uno mea sangre, le gusta que un chaval le mire el nabo, admirado, y le diga Por Dios, ¿por qué no hacemos un cambio?

Ni siquiera se ha despedido, dijo el viejo, se marchó y por éstas que no le hemos vuelto a ver el pelo por aquí. ¿Dónde lo habéis escondido? La historia esa de Bobby parecía importarle.

No puede venir, dije.

¿Ah, no?

No. Tiene problemas.

Me miró como si hubiera sido culpa mía.

¿De qué tipo?

Yo estaba sentado allí, en aquella silla de hierro, inclinado hacia él, con los codos apoyados en las rodillas.

Se droga, dije.

¿Qué demonios me estás diciendo?

Las drogas. ¿Sabe lo que son?

Claro que lo sé.

Bobby se droga, por eso ya no viene.

Si le hubiera dicho que tenía que levantarse inmediatamente y marcharse llevándose de allí sus cosas, incluida la bolsa llena de meados, habría puesto la misma cara.

¿Pero qué demonios me estás diciendo?, repitió.

La verdad, dije. No puede venir porque en este momento está en algún lugar diluyendo un polvo marrón en una cuchara calentada por la llama de un mechero. Luego succiona el líquido con una jeringuilla y se aprieta una goma hemostática en el antebrazo. Se mete la aguja en la vena e inyecta el líquido.

El viejo me miraba. Le señalé la vena, en el pliegue de su brazo.

Mientras se libra de la jeringuilla, la droga corre por la sangre. Cuando llega al cerebro, Bobby siente ese maldito nudo deshacerse, y otras cosas que no sé. El efecto dura un rato. Si te lo encuentras en esos momentos habla como un borracho y se entera de poco. Dice cosas que no cree.

El viejo asintió.

Al cabo de un rato se pasa el efecto, lo hace lentamente. Entonces Bobby piensa que tiene que dejarlo. Pero pasado un tiempo el cuerpo vuelve a pedirle otra vez eso, entonces él busca dinero para comprarse más. Si no lo encuentra empieza a estar mal. Tan mal como usted, que está en esta cama, ni se imagina. Por eso no puede venir aquí. A duras penas es capaz de ir al colegio. Yo lo veo únicamente cuando necesita dinero. Así que no espere usted verlo venir por aquí, váyase haciendo a la idea, nada de risas por un tiempo. ¿Me ha entendido?

Asintió con la cabeza. Tenía una de esas caras raras, a las que parece que les falte algo. Como esa gente que se afeita el bigote por una apuesta.

¿Qué, vaciamos esa bolsa o qué?, dijo, bajándose las mantas. Me agaché hacia el tubito de siempre. Él empezó a barbotar.

Pero ¿de qué pasta estáis hechos?, dijo entre dientes.

Saqué el tubito pequeño de dentro del grande, con cuidado.

Tomáis drogas, venís aquí como si fuerais buenos chicos y luego tomáis drogas, coño.

Balbuceaba, pero poco a poco iba siendo capaz de levantar la voz.

Pero ¿puedes decirme quién demonios pensáis que sois?

Yo había desenganchado la bolsa del lateral de la cama. El meado era oscuro, había sangre depositada en el fondo.

Te lo estoy diciendo a ti, ¿quién puñetas os pensáis que sois?

Yo permanecía allí, de pie, con aquella bolsa en la mano.

Tenemos dieciocho años, dije, y lo somos todo.

Cuando estaba en el otro lado, vaciando la bolsa en el lavabo, lo oía gritar: ¿Pero qué coño quiere decir eso?, ¡sois unos drogadictos, eso es lo que sois, venís aquí como si fuerais buenos chicos, pero sois unos drogadictos! Gritaba que nos podíamos quedar en casa si queríamos, que allí dentro a los drogadictos no los querían. Se lo había tomado como un agravio personal.

Pero antes de terminar y de irme pasé también por delante de uno nuevo, muy muy pequeño, que parecía haberse escapado por dentro de su cuerpo, hasta algún lugar donde tal vez se sentía seguro. Cuando lo coloqué todo de nuevo en su sitio, la bolsa vacía y enjuagada, colgada del lateral de la cama, le pasé una mano por el pelo, que tenía ralo y canoso —últimos cabellos. Él se incorporó un poco, abrió el cajón de su mesita metálica, y de una cartera reluciente sacó quinientas liras. Toma, eres un buen chico. Yo no quería cogerlas, pero él insistía. Dijo: Quédatelas, cómprate algo bonito. No tenía la más mínima intención de cogerlas, pero luego se me vino a la cabeza la imagen de él haciendo ese mismo gesto con un nietecito, un hijo, no sé, algún chico, se me vino a la cabeza que era un gesto que ya habría hecho un montón de veces, con alguien a quien quería. Fuera quien fuera, no estaba allí. Allí sólo estaba yo.

Gracias, le dije.

Luego, al salir, estaba intentando darme cuenta de si me volvía aquella sensación de firmeza que siempre sentía al bajar por las escaleras del hospital, pero no tuve tiempo para percibir nada, porque al final de los escalones vi al padre de Luca, de pie, elegante me estaba esperando precisamente a mí.

He ido a buscarte a tu casa, dijo, pero me han dicho que estabas aquí.

Me tendió la mano, se la estreché.

Me preguntó si me apetecía dar una vuelta con él.

Yo iba empujando la bicicleta, él con el maletín del trabajo en la mano. Caminando. Llevaba clavada desde hacía tiempo aquella espina en la garganta, de manera que le dije casi de inmediato que lamentaba no haber ido al funeral de Luca. Hizo un gesto en el aire, como para apartar algo. Dijo que había actuado bien, y que para él había sido una auténtica tortura asistir —no soportaba de ninguna manera a la gente cuando «exhibe sus propias emociones». Querían que dijera algo, dijo, pero yo me negué. ¿Qué se puede decir?, añadió. Luego, al cabo de un rato de silencio, me explicó que el Santo, por el contrario, había salido para decir unas palabras, se había acercado hasta el micrófono y con una serenidad sin fisuras había hablado de Luca, y de nosotros. Qué era lo que había dicho, exactamente, el padre de Luca no lo recordaba porque, me dijo, no quería emocionarse allí, delante de todo el mundo, y que por tanto se había concentrado en otros pensamientos distintos, intentando no escuchar. Pero recordaba bien que el Santo estuvo magnífico, allí, en el micrófono, solemne y antiguo. Al final dijo que Luca se había llevado consigo toda la muerte, y que ahora a nosotros nos quedaría el puro don del vivir, en la deslumbrante luz de la fe. Toda la muerte y todo el miedo, precisó el padre de Luca, me parece recordar que dijo exactamente eso: toda la muerte y todo el miedo se lo ha llevado Luca. Esa frase la había escuchado y la recordaba bien.

Qué chico más raro, dijo.

Yo no dije nada, estaba pensando en aquella ocasión, en su casa, la historia aquella de la oración en la mesa.

Durante un rato seguimos adelante sin palabras, o hablando de naderías. Había, naturalmente, que afrontar el tema de los motivos de Luca y estuvimos dándole vueltas un rato. Al final llegó él por el camino principal —me preguntó por Andre.

Es una chica especial, ¿verdad?, me preguntó.

Sí, lo es.

Vino al funeral, fue muy amable, dijo. En la salida, añadió, estaba Bobby sentado en un peldaño, llorando. Ella se le acercó, lo cogió de la mano, lo hizo levantar y se lo llevó de allí. Me sorprendió porque caminaba erguida, y caminaba también por él. No sé. Parecía una reina.

¿Lo es?, me preguntó.

Yo sonreí. Sí, es una reina.

Me dijo que era una forma de hablar suya, de cuando eran jóvenes. Había chicas que eran unas reinas.

Luego me preguntó qué había entre ella y Luca.

Lo que él sabía era que Luca estaba enamorado de ella. No es que hablara del tema, en casa, pero se había dado cuenta por ciertas cosas —y luego, además, por los comentarios de la gente. También sabía que Andre esperaba un hijo. Había oído muchas cosas, aquellas semanas, y una de ellas es que ese niño tenía algo que ver con Luca. Pero no sabría decir muy bien en qué sentido. Se preguntaba si yo podía ayudarle a comprenderlo.

No se mató por eso, dije.

No era eso exactamente lo que yo pensaba, pero se trataba de lo que tenía que pensar él. A todo lo demás tendría que llegar él por su cuenta.

Esperaba. Insistió de nuevo para saber si ese niño podía ser de Luca, esa historia lo atormentaba.

No, dije. No es suyo.

En realidad, me habría gustado mantenerlo en ascuas, pero no lo hice por Luca, se lo debía, no le habría hecho eso a su padre, en definitiva.

De manera que le dije que no, que no era suyo.

Era la respuesta por la que había acudido hasta mí. Entonces algo en él se deshizo, y durante todo lo que quedaba de camino fue un hombre distinto, al que nunca había visto. Empezó a explicarme cosas de cuando su esposa y él eran jóvenes. Le interesaba hacerme comprender que habían sido felices. Nadie, en sus familias, quería que se casaran, pero ellos lo habían deseado fuertemente, e incluso cuando por un tiempo renunciaron a ello, él nunca había dejado de saber que iban a conseguirlo, y así fue. Procedían ambos de familias horrorosas, dijo, y el único tiempo que no daba asco era el que pasaban juntos. Dijo que había un montón de moralismos, por aquel entonces, pero era tal su deseo de huir que de inmediato empezaron a hacer el amor en cada ocasión que podían, a escondidas de todo el mundo. Me salvaba lo hermosa que era ella, de una belleza limpia, la misma de Luca, dijo. Luego debió de darse cuenta de que esa clase de confesiones me resultaba incómoda —se interrumpió. La vida sexual de nuestros padres es, de hecho, una de las pocas cosas sobre las que no queremos saber nada. Nos gusta pensar que no existe y que no ha existido nunca. No sabríamos dónde meterla, en el seno de la idea que nos hemos hecho de ellos. Así que pasó a hablarme de los primeros tiempos, ya de casados, y de lo mucho que se habían reído aquellos años. Ya no lo escuchaba con atención. Por regla general, son historias siempre iguales, todos nuestros padres han sido, de jóvenes, felices. Me esperaba más bien oír cuándo habían empezado a torcerse las cosas, y dónde había empezado esa miseria educada que en cambio conocíamos. A lo mejor me habría gustado saber por qué, en un momento dado, se habían puesto enfermos. Pero no habló de ese asunto. O tal vez lo hiciera, pero de un modo que no quedaba claro. Volví a prestar atención cuando, con un tono incluso simpático, me dijo que su esposa había cambiado mucho desde la muerte de Luca, era evidente que le echaba la culpa a él, de ese hecho, no se lo había perdonado. Me las hace pasar canutas, dijo. A veces vuelvo a casa y ni siquiera ha preparado la cena. Me estoy acostumbrando a abrir latas. Congelados. La sopa de verduras congelada, ésa no está mal, dijo. Tendrías que probarla. Se hacía el simpático.

En un momento determinado se detuvo, alzó una pierna y apoyó en ella el maletín, para abrirlo. He pensado en traerte esto, dijo. Sacó del maletín unos papeles. Creo que son canciones, escritas por Luca, las encontramos entre sus cosas. Estoy seguro de que a él le habría gustado que te las quedaras tú.

Se trataba en efecto de canciones. O de poemas, aunque era más probable que se tratara de canciones, porque había acordes por allí, a veces. Pero la melodía se la había llevado consigo Luca para siempre.

Gracias, dije.

¿De qué?

Llegados hasta debajo de mi casa, tan sólo nos quedaba despedirnos. Pero tenía la extraña impresión de que no nos habíamos dicho nada. Entonces, antes de buscar una manera de despedirnos, le pregunté si podía hacerle una pregunta.

Claro, dijo. A esas alturas estaba completamente seguro de sí mismo.

Una vez Luca me explicó que durante la cena, en su casa, usted de vez en cuando se levanta y sale al balcón. Me dijo que se queda allí, apoyado en la barandilla, mirando hacia abajo. ¿Es verdad?

Él me miró un tanto sorprendido.

Puede ser, dijo. Sí, es posible.

Durante la cena, repetí.

Seguía mirándome sorprendido. Sí, es posible que eso haya ocurrido. ¿Por qué?

Porque me gustaría saber si, cuando está ahí, mirando hacia abajo, alguna vez se le pasa por la cabeza tirarse. Matarse de esa manera, quiero decir.

Era increíble, pero me sonrió. Abriendo los brazos de par en par. Estuvo un rato buscando las palabras.

Se trata tan sólo de que me relaja mirar las cosas desde arriba, dijo, lo hacía siempre cuando era niño. Vivíamos en el tercer piso, y yo me pasaba horas mirando por la ventana para ver pasar los coches, y pararse en el semáforo, y volver a marcharse. No sé por qué. Es algo que me gusta. Es una cosa de niños.

Lo dijo con una voz simpática, y hasta pude verle en la cara algo que nunca antes había visto, algo del niño que había sido, hacía un montón de tiempo.

¿Cómo se te ha podido pasar algo así por la cabeza?, me preguntó, pero con dulzura —él, con dulzura.

Nada, dije. Estaba pensando que si alguna verdad existía en toda aquella historia, ni siquiera él la conocía ya. Estaba pensando que no tenemos ninguna posibilidad de comprender nada, sobre nada, en ningún momento. Sobre nuestros padres, sobre nuestros hijos —tal vez sobre todas las cosas.

Al despedirnos, me estrechó entre sus brazos, con el maletín de la oficina golpeándome la espalda. Yo permanecía rígido, en ese abrazo. Así que él dio un paso atrás y me tendió la mano.

Copiaba el gesto, pero del campesino me faltaba la sabiduría —el ojo experto que comprende el cielo, y mide su descontento.

Pasado algún tiempo, que no recuerdo, apareció en los periódicos la noticia de que el cuerpo de un travestí había sido hallado al amanecer, en las afueras, enterrado de manera apresurada en el lecho de un río. El hombre había sido asesinado de un disparo en la nuca. La muerte se remontaba a cuarenta y ocho horas atrás. El travestí tenía un nombre y un apellido, que aparecían en el artículo. Pero también se decía que Sylvie era su nombre. Por Sylvie Vartan.

La noticia me asombró, porque nosotros lo conocíamos.

Es difícil recordar cuándo pero empezamos a revolotear alrededor de las putas, por la noche, ligeros sobre nuestras bicicletas. Al principio, nos sorprendían irresistibles camino de casa, de vuelta de la catequesis o de alguna reunión. Pero luego ya empezamos a remolonear, esperando la hora que las ve aparecer, en las esquinas de las calles. O nos volvíamos hacia atrás, y pasábamos de nuevo hasta que aparecían, de la nada —apagada ya la vida de la ciudad. Nos atrae algo que no sabemos definir, pero que quede bien claro que nunca se nos pasaría por la cabeza pagarles nada —ninguno de nosotros tiene dinero para hacerlo. Por ello no nos mueve la idea de ir con ellas —lo que nos gusta es pedalear hasta unos metros cerca y luego levantarnos sobre los pedales, y pasar delante de ellas habiendo ganado la progresión, altos sobre nuestras piernas y ligeros en el zumbido de la rueda libre. Lo hacemos todo sin prudencia alguna, con la convicción de ser invisibles —estamos en un mundo paralelo que ni siquiera nosotros mismos percibimos. Ocurre a veces que volvemos a pasar por las mismas esquinas durante el día, casi no las reconocemos. Es otra ciudad, la nuestra nocturna.

Pasamos por delante, pues, y al final muchas veces ni siquiera nos damos la vuelta para mirarlas. Pero a lo mejor damos media vuelta, y luego desde el otro lado de la calle, desde más lejos, las miramos —las botas, los muslos, esos pechos.

Ellas nos dejan hacer. Somos como mariposas nocturnas. Aparecemos de tanto en tanto.

Pero un día Bobby va y se detiene delante mismo, apoyando un pie en el suelo. ¿Me das un beso?, pregunta con ese aire suyo de recochineo. Ella se echa a reír. Tenía la edad de nuestras madres, y otra presencia. A partir de ahí, empezamos a ser más audaces. Luca y yo no, que sólo hacemos acto de presencia. Pero sí Bobby. Y el Santo, de esa manera suya tan particular —y como si desde hiciera tiempo se lo estuviera guardando. Se quedan allí hablando, aunque rápido, para no mantener alejada a la clientela. Se nos ha ocurrido la idea de llevarles una cerveza, a veces, a las que nos caen simpáticas. O pastelitos. A dos en particular, que comparten la misma esquina, en un paseo con poca luz. Nos han cogido algo de cariño. Suya es la primera casa en la que acabamos. Pero luego también en otras. Es que a lo mejor se cansan, en noches en que no hay trabajo, y nos dicen que subamos con ellas. A sus casas pequeñas, sin nombres en los timbres. Suele haber allí lámparas increíbles la radio siempre encendida, incluso antes de entrar, mientras meten la llave en la cerradura. Hay que subir a pie, porque a los propietarios no les gusta que utilicen el ascensor —en las escaleras y luego en el descansillo hay un largo tiempo que es el único en que nos asalta el miedo a ser descubiertos. Tal vez por eso ellas suelen buscar largo rato las llaves en sus bolsos, jugando. Las escaleras las suben sacándose antes los zapatos de tacón o las botas, para no hacer ruido.

Así pues, empezamos como mariposas, para luego acabar siendo algo distinto. Forma parte de cada uno de nosotros y nos da miedo pensar hasta qué punto es profundo —mientras que a los ojos de todo el mundo volvemos a edificar el Reino, en disciplina y pureza. Qué secreto abismo sabemos que existe entre nuestro vivir y nuestras putas. No sabe nadie nada al respecto y tampoco lo mencionamos en confesión. No tendríamos palabras para contarlo. Puede ocurrir que durante el día nos sobrevenga una reverberación de vergüenza y de disgusto, legible en cierta tristeza que llevamos en nuestro interior —igual que vasos imperfectos, conscientes de una resquebrajadura escondida. Pero tampoco estamos seguros de ello, tan sólida parece la división entre nuestra vida y esas aventuras nocturnas, que ninguno de nosotros cree que esté viviéndolas realmente. Excepto, quizás, el Santo, que la verdad es que se queda en esas casas cuando nosotros nos marchamos —no queremos regresar a esas horas de la noche que no sabríamos cómo explicar. Una precaución que él dejó de tener, hasta quedarse fuera durante noches enteras. Días, a veces. Pero con él se trata de algo distinto, es la respiración de una vocación suya, que nosotros no tenemos, nos quedamos en el puro juego, mientras que para él es la huella del camino que lleva, el encuentro con los demonios.

A Slyvie la conocimos de esa manera. No nos gusta la idea de los travestí, una deformación que no entendemos, pero hemos descubierto que existe en ellos una alegría particular, y una desesperación, que hace que todo sea más sencillo —se deriva de ello una ilógica proximidad. Tenemos en común esa esperanza infantil de una tierra prometida, y compartimos la voluntad de buscarla sin el menor pudor. Así que ellos escriben en sus cuerpos que lo son todo —lo mismo que se lee en nuestras almas. Por otra parte, exhiben una fuerza curiosa, que se apoya en la nada, y que por eso es parecida a la nuestra. La materializan en una belleza jocosa, y en forma de luz, que uno percibe con claridad cuando llega en bicicleta a su esquina de la calle la noche en que no están, así pasan de largo los coches, sin historia, y los semáforos dan cuenta de un tiempo sin pasión —los escaparates de las tiendas están ciegos, reflejando la oscuridad. Sylvie lo sabía, y ésta era su vida, que nos contaba, quitados los tacones y tras tomarse un café. Durante el día no existía. Nunca he acariciado el miembro de un hombre, pero el suyo sí, mientras ella me decía cómo hacerlo y Bobby se reía. Sin saber cuándo tenía que apretar, hasta que ella me dijo que la verdad es que no tenía la menor idea de cómo se hacía, levantándose del sofá y subiéndose las braguitas de encaje, contoneándose después hasta la cocina. Tenía clientes importantes, y con el dinero pensaba hacer que subiera su hermano, desde el Sur —era el primero de sus sueños. Luego muchos más, que cada vez nos explicaba de manera distinta tierras prometidas. Venga, vente aquí, decía. Su voz ronca.

Encontraron un coche, unos kilómetros río arriba, donde el cauce se ensanchaba. Manchado de sangre. Alguien había intentado hundirlo en el agua, luego lo había abandonado allí. Localizaron al propietario, dijo que se lo habían robado. Era un chico de buena familia, uno al que a menudo habíamos visto en el círculo de Andre. Insistió en que se lo habían robado, luego se derrumbó y empezó a recordar la verdad, poco a poco. Contó que iban tres, él y dos amigos suyos, y habían recogido a Sylvie para llevarla a una fiesta. Él conducía, se había parado delante de ella, en la esquina de siempre, y le había preguntado si tenía ganas de ir a divertirse un rato. Se fió de ellos, los conocía. De manera que se subió, colocándose en el asiento delantero, y se fueron todos juntos. No estaban drogados, ni siquiera iban borrachos. Se reían y estaban contentos. Los dos amigos que iban sentados detrás sacaron en un momento determinado una pistola y eso los excitó a todos un poco. Se la pasaron unos a otros, hasta la propia Slyvie la había cogido —la sujetaba con dos dedos y fingía que le daba asco. Al final se la habían quedado los dos de atrás, y jugaban a disparar a la gente por la ventanilla. Leí sus nombres en el periódico, sin emoción, y el del Santo era el primero de los dos. Lo único que pensé, absurdamente, era en lo pequeño que se veía escrito, entre todas aquellas palabras, una entre tantas, y que era su nombre. Ya en el colegio, donde lo llamaban con su nombre de verdad, y su apellido, todas esas veces a mí me parecía verlo al desnudo, hasta humillado, porque él, en lugar de eso, era el Santo, como nosotros muy bien sabíamos. Allí, en el periódico, pues, se encontraba desnudo, y haciendo cola con otros nombres cualesquiera ya prisionero. El chico que se sentaba a su lado, en el coche, era otro amigo de Andre, uno mayor. Al ser interrogado, admitió que había estado allí, en el coche, aquella noche, pero juró que no había sido él quien había disparado. Luego los había ayudado a enterrar el cadáver y empujar el coche hacia el agua. Cualquiera habría hecho lo mismo, dijo, para ayudar a sus amigos. En cuanto al Santo, el periódico relataba que no había pronunciado una palabra, desde que fuera detenido en su casa —así pude yo enterarme de que seguía vivo, y de que seguía siendo él. Sabía que disponía de un modelo de conducta preciso y que estaba aplicándolo lúcidamente. De Getsemaní al Calvario, el Maestro había fijado las reglas inmutables —cada cordero puede disponer de ese modelo cuando llega la hora de su sacrificio. Es un protocolo del martirio al que nosotros, con un término que si uno lo piensa bien resulta sublime, llamamos Pasión —una palabra que para el resto del mundo significa deseo. A partir de minuciosas pruebas periciales de balística, la policía pudo hacerse una idea bastante exacta de la dinámica de los hechos. Quien había disparado, primero había colocado el cañón sobre la nuca de Sylvie, luego había apretado el gatillo. No parecía un disparo que se hubiera hecho de manera accidental. Se comprobó que la pistola era la del Santo. No había móvil, escribían los periódicos —el aburrimiento.

Recorté el artículo, tenía pensado conservarlo. Todo se había consumado, pensé —en la ilimitada vergüenza del mejor de todos nosotros. El largo viaje que nuestra inmovilidad ocultaba lo veía ahora ante los ojos de todo el mundo, secreto convertido en noticia y transformado en escándalo. Como la muerte de Luca, o las drogas de Bobby, del mismo modo la cárcel del Santo se la irían pasando de mano en mano, cual objeto incomprensible —una plaga desencadenada desde lo alto, sin lógica, sin razón. Y sin embargo yo sabía que era respiración, esperado vástago de una floración perenne. No habría sido capaz de explicarlo —estaba establecido en mi frialdad, que nadie iba a comprender. Y en cada acción, que nadie iba a descifrar.

Sonó el teléfono todo el día, aquel día por la noche sonó, y era Andre. Nunca me había llamado. Era la última cosa que podía esperar. Se disculpó, dijo que habría preferido ir a verme, pero que no la dejaban salir, estaba en el hospital, a punto de tener el niño. La niña, se corrigió. Quería preguntarme si sabía algo de esa historia que salía en los periódicos. Estaba seguro de que ella sabía más que yo, era una llamada extraña. Le dije que sabía muy poco. Y que era algo horrible. Pero ella siguió preguntándome —no parecían importarle mucho sus amigos, era por el Santo por quien me preguntaba. Con frases entrecortadas, que se perdían. Me dijo que no podía haber sido él. Pero no van a ser capaces de hacérselo decir, le dije. Permaneció en silencio. Es sólo una sandez, dijo, no será tan tonto como para arruinar su vida por una sandez. Se reía, pero poco convencida. Pensé que tan sólo los ricos pueden llamar sandez a un proyectil disparado de forma deliberada al cráneo de un ser humano. Sólo tú puedes llamarlo sandez, dije. Se quedó largo rato en silencio. Es posible, dijo. Intenté despedirme de ella, pero seguía allí. Y al final dijo por favor. Ve a hablar con él, por favor. Dile que has hablado conmigo. Dile esto. Que has hablado conmigo. Por favor. No parecía Andre. La voz era la suya, también los tonos, pero no las palabras. Lo haré, le prometí. Añadí algo sobre la niña, que todo iba a salir bien. Sí, dijo ella. Nos despedimos. Un beso, me dijo. Colgué.

Luego me quedé pensando. Estaba intentando comprender qué era lo que verdaderamente me había dicho. Sentía que no me había buscado para hacerme ninguna pregunta, no era propio de ella, ni tampoco para pedirme un favor, no sabía hacerlo. Me había llamado por teléfono para contarme algo sólo a mí, que sólo a mí podía decir. Lo había hecho de la misma forma que se movía por la vida, esa elegancia, hecha de apoyos innaturales y gestos esbozados. Lo había hecho con belleza. Me repetí las frases —me acordaba de una urgencia oculta, en su tono, y en la paciencia de los silencios. Era como un dibujo. Cuando lo descifré, comprendí con absoluta certeza que el Santo era el padre de su niña —algo que sabía desde siempre, pero de esta manera nuestra de no saber nunca.

No fui capaz de hacerlo antes —unas semanas después, fui a ver al Santo.

Al recorrer los pasillos que me llevaban hasta la sala de visitas, por primera vez en una cárcel, por nada sentía yo curiosidad, los techos altos, los barrotes —tan sólo me importaba hablar con él. Pensaba en el final de toda la geografía que nos habíamos imaginado, la decadencia de las distancias, la disolución de cualquier clase de confín —ellos y nosotros. Y en si seríamos capaces de orientarnos en este infinito diferente desde las avanzadillas de la desventura a la que nos había arrojado la tempestad. Iba con la idea de preguntarle a él, y la certeza de que él sabría. Todo lo demás me molestaba, y nada más: los trámites, la gente. Los uniformes, los rostros torvos.

Has venido, me dijo.

Aparte del extraño vestuario, era él. Un chándal, de esos que nunca se ponía. El pelo corto, pero con la barba monacal de siempre. Había engordado un poco, en apariencia, absurdamente.

Tenía que preguntarle qué era lo que había ocurrido —no en ese coche, o con Andre, eso no tenía importancia. Qué era lo que nos había pasado a nosotros. Lo sabía, pero no con sus palabras, no con su certidumbre. Quería que me recordara el porqué de todo aquel horror.

No es un horror, dijo.

Me preguntó si había recibido su carta. La carta que me había enviado después de la muerte de Luca. Ni siquiera la había abierto, aunque más tarde la abrí. Me había hecho cabrearme. Ni siquiera era una carta. En ella había tan sólo la fotografía de un cuadro.

Me enviaste una Virgen, Santo, ¿qué puñetas me hacía yo con una Virgen?

Él balbuceó algo, nervioso. Luego dijo que en efecto tendría que haberse explicado mejor, pero que no había tenido tiempo, en aquellos días habían pasado demasiadas cosas. Me preguntó si, de todas maneras, me la había quedado o qué había hecho con ella.

Yo qué sé.

Hazme un favor, búscala, dijo. Si no la encuentras, te la envío otra vez.

Le prometí que la buscaría. Pareció aliviado. Pensaba que no sería capaz de explicarse verdaderamente si no era con aquella Virgen.

La descubrí en casa de Andre, dijo, en un libro. Pero con ella ni siquiera intenté explicarme, añadió, ya sabes cómo es ella.

Yo no dije nada.

¿Sabes algo de ella?, me preguntó.

Sí.

¿Qué se cuenta?

No cree que hayas sido tú. Nadie lo cree.

Hizo un gesto vago en el aire.

Añadí que Andre estaba en el hospital, cuando había hablado con ella, y que se sentía disgustada porque le habría gustado ir a verle, pero que no podía hacerlo.

Asintió, con la cabeza.

¿Quieres que le diga algo?, pregunté.

No, dijo el Santo. Déjalo.

Se lo pensó un rato.

Mejor dicho, dile que yo —pero después no dijo nada más.

Que así están bien las cosas, añadió.

No podría jurarlo, pero se le había quebrado un poco la voz, al mismo tiempo que un gesto nervioso, la mano levantada de repente.

De la niña, ni una palabra siquiera.

Había un tiempo fijado, para esas visitas, y un guardia se encargaba de hacer que se respetara. Extraña tarea.

Así que nos pusimos a hablar con rapidez —como si nos persiguieran. Le dije que no sabía por dónde empezar de nuevo —y que todo lo que ellos hubieran desgarrado yo volvería a coserlo, pero con qué hilo. Me preguntaba qué era lo que había sobrevivido a aquella repentina aceleración de nuestra lentitud, y él se dio cuenta de que yo no era capaz de elegir los actos, al no recordar ya cuáles eran los nuestros y cuáles los de ellos. Le hablé con prisas sobre las larvas, pero también sobre el silencio de las iglesias, y sobre las páginas de los Evangelios hojeadas, buscando la mía. Le pregunté si no se le pasaba nunca por la cabeza la duda de si no habríamos osado en exceso, sin tener la humildad de esperar —y si no existiría un paso, para la edificación del Reino, que nosotros no habíamos comprendido. Indagué si él llevaba consigo una nostalgia —la que sentía yo.

Luego se lo dije todo en una frase.

Me gustaba antes —antes de Andre.

El Santo sonrió.

Me explicó entonces con su voz más hermosa —es un viejo, en esa voz.

Me dijo los nombres, y las geometrías.

Cada horma, y todo el camino.

Hasta que el guardia dio unos pasos adelante y nos comunicó que se había terminado —pero sin maldad. Neutral.

Me levanté, coloqué bien la silla.

Nos despedimos, un gesto y algo susurrado en voz baja.

Luego, de espaldas, sin darnos la vuelta.

Me quedó grabada en la cabeza su certeza —no es un horror.

Pues, entonces, qué es —pensaba.

Para hacer que cupiera en el sobre, el Santo había doblado la Virgen en cuatro, pero de manera ordenada, con los bordes alineados. Se trata de la página de un libro, de esos libros grandes de arte, de papel cuché. En un lado sólo hay texto, en el otro, la Virgen —con el Niño. Es importante decir que se puede abarcar por completo de un vistazo —una letra del alfabeto. Aunque sean muchas las cosas diferentes que figuran en el cuadro, boca, manos, ojos —y dos cosas muy diferentes a las demás, la madre y el niño. Pero disueltas en una imagen que es claramente una y solo una. Alrededor, negro.

Es una virgen —es necesario recordarlo.

La virginidad de la madre de Jesús es un dogma, establecido por el Concilio de Constantinopla en el 553, por tanto es materia de fe. En particular, la Iglesia católica, es decir, nosotros, cree que hay que considerar perpetua la virginidad de María —es decir, efectiva antes, durante y después del parto. En consecuencia, este cuadro representa a una madre virgen y a su hijo.

Hay que decir que lo hace como si infinitas madres vírgenes de infinitos niños hubieran sido convocadas allí, desde la distancia en que residían, para convenir en una única posibilidad, olvidadas de las insignificantes diferencias y singularidades convocadas para un único estar, de compendiada intensidad. Todas las madres vírgenes y todos sus niños, por tanto —esto también es importante. En un gesto dulce de la Virgen, por ejemplo, se halla recogida la memoria completa de toda dulzura madre —reclina la cabeza hacia un lado, su sien toca la del Niño, pasa la vida, pulsa la sangre en la tibieza.

El Niño tiene los ojos cerrados y la boca completamente abierta —agonía, profecía de muerte, o hambre tan sólo. La madre virgen le sostiene la barbilla con dos dedos —un soporte. Blancas las vendas del niño, púrpura el ropaje de la madre virgen —negro el velo, que desciende sobre los dos.

La inmovilidad es completa. No hay peso que deba caer, o pliegue detenido en algún deshacerse, o gesto que llevar a cabo. No existe captación del tiempo, no es el corte entre un antes y un después —es siempre.

Del rostro de la madre virgen, una mano no vista ha alejado cualquier posible expresión, dejando un signo que sólo se representa a sí mismo.

Un icono.

Si uno lo contempla largo rato, la mirada se abisma progresivamente en él, siguiendo un rastro que parece obligado —casi una hipnosis. De este modo todos los detalles se deshacen, y al final la pupila ya no tiene movimiento, en el ver, sino que permanece fija en un único punto, donde todo lo ve —el cuadro completo, y todo ese mundo emplazado en él.

Ese punto es donde se encuentran los ojos. Sobre el rostro de la Virgen, los ojos. Era norma de belleza que no expresaran nada. Vacíos de hecho, no miran, sino que están hechos para recibir la mirada. Son el corazón ciego del mundo.

Cuánta maestría debe de haber sido necesaria para obtener todo esto. Cuántos errores antes de obtener esta perfección. Durante generaciones fueron pasándose el trabajo, sin perder jamás la confianza en que, tarde o temprano, iban a saber hacerlo. ¿Qué urgencia los impelía? ¿Por qué tanta dedicación? ¿En qué promesa depositaban su fe? ¿Qué era lo que se salvaba, para los hijos de los hijos, en el trabajo de sus manos?

La ambición que nosotros aprendimos —de eso se trata. Un mensaje secreto, escondido en el reverso del culto y de la doctrina. La memoria de una madre virgen. Divinidad imposible en la que residía, apaciguado, todo lo que en la experiencia humana reconocían como tormento y desgarro. En ella adoraban la idea de que en una única belleza podían recomponerse todos los contrarios, y todos los opuestos. Sabían lo que se aprende en lo sagrado: la oculta unidad de los extremos, y la capacidad que tenemos de convocarla como un único gesto, completo se trate tanto de un cuadro como de una vida entera. Virgen y madre —llegaron a imaginarla como reposo, y perfección. No se conformaron hasta que pudieron verla, engendrada por su maestría.

De manera que la promesa fue mantenida, y los hijos de los hijos fueron recibiendo como herencia coraje y locura. Más que cualquier forma de inclinación moral, y en el reverso de todas las doctrinas, lo que recibimos de nuestra formación religiosa fue sobre todo un modelo formal —un modelo obsesivamente repetido en la violencia de las imágenes que nos relataban la buena nueva. La misma unidad descabellada de la Virgen madre se encuentra en el éxtasis de los martirios, y en todos los Apocalipsis que se constituyen en principio de los tiempos, y en el misterio de los demonios, que eran ángeles. Del modo más elevado, y también carroña, se encuentra en nuestro icono último y definitivo, el de Cristo clavado en la cruz —recomposición de extremos vertiginosos, padre, hijo, espíritu santo, en un único cadáver, que es Dios y no lo es. De la aporía por excelencia hemos hecho un fetiche —somos los únicos que adoramos a un dios muerto. En consecuencia, ¿cómo no íbamos a aprender, en primer lugar, esta capacidad imposible —y la ambición de colmar cualquier clase de distancia? Así, mientras nos enseñaban el camino recto, nosotros ya éramos telaraña de senderos, y nuestra meta estaba en todas partes.

Nos ocultaron que era tan difícil. Por tanto trazamos vírgenes imperfectas, sorprendidos al no hallar al final aquellos ojos vacíos —sino, por el contrario, dolor y remordimiento. Por eso nos herimos, por eso morimos. Pero se trata tan sólo de una cuestión de paciencia. De ejercicio.

Dice el Santo que es igual que los dedos de una mano. Se trata sólo de cerrarlos lentamente, con la fuerza de un suave apretón —como si tuviéramos que meter ahí la vida entera. Dice que no tenemos que asustarnos, y que si lo somos todo, ésa es nuestra belleza, no nuestra enfermedad. Es el reverso del horror.

Dice que nunca ha existido un antes de Andre, porque éramos así desde siempre. Por tanto no nos corresponde ninguna nostalgia, ni disponemos de un camino para volver atrás.

Dice que no ha pasado nada. Que nunca ha pasado nada.

Entonces volví a los gestos que conocía, encontrándolos de nuevo uno a uno. Para el último, quise dejar el volver a la iglesia, el domingo, para tocar. Había otros chicos, para entonces, una nueva banda —el cura no podía quedarse sin, de manera que nos había reemplazado. Eran jóvenes y no tenían historia, por así decirlo había uno, quizá, que valía algo. Los demás eran muy jóvenes. De todas formas pregunté si podía unirme a ellos, con mi guitarra, y ellos se sintieron honrados. Conviene señalar que cuando tenían trece años iban a misa para escucharnos a nosotros —de manera que así se puede entender la situación. Había uno, incluso, que en el pelo y la barba intentaba parecerse al Santo. Era el batería. Al final me puse allí, un poco apartado, con mi guitarra, e hice lo que tenía que hacer. Querían que cantara, pero les hice entender que no, que no iba a cantar. Estar ahí y tocar —no me importaba nada más.

Pero no había tocado aún dos acordes del cántico de entrada cuando enseguida noté que todo se me venía encima —qué ridículo era mi estar allí, y qué lejos quedaba cualquier clase de sensación de regreso a casa. Era tan viejo, allí en medio —en años, seguro, pero sobre todo en inocencia perdida. Sabía cómo esconderme bien detrás de los demás, estaba sólo yo. Los padres, desde los bancos, y los hermanos pequeños, me buscaban con sus ojos, querían ver al superviviente y, en mí, la sombra negra de mis amigos perdidos. No me molestaba, me lo había buscado yo, tal vez lo que quería era precisamente eso, ya no quería nada a escondidas. Me parecía que llevarlo todo a la superficie era lo primero que había que hacer. Por eso me dejaba mirar —me lo tomaba como una humillación, sinceramente no había narcisismo ni tampoco forma alguna de protagonismo, lo vivía como una humillación, y ser humillado así, sin violencia, era lo que yo quería.

En un momento determinado el cura logró colocar la frase de que yo había regresado y que la comunidad entera me daba la bienvenida, con el corazón lleno de alegría. Muchos entre los bancos dijeron que sí con la cabeza, y se prodigaban las sonrisas, un bullicio jovial —todos los ojos sobre mí. Yo no hice nada. Sólo tenía miedo de que estallara un aplauso. Pero tengo que decir que ésa es gente educada, todavía conoce la medida de lo que resulta adecuado —un arte que está perdiéndose.

Inmediatamente después me encontré observando el pelo del cura, durante el sermón, y por primera vez me di cuenta de cómo lo llevaba. Tendría que haberme fijado hacía años, pero en realidad únicamente ese día se lo vi de verdad. Por un lado, lo llevaba largo, pero se lo peinaba hacia el otro lado de la cabeza, tapando su calvicie. De manera que la raya, en el punto en que nacía, le quedaba ridícula y baja, casi a ras de oreja. Era rubio, y lo llevaba peinado con la necesaria atención. A lo mejor con algún fijador. Por debajo del mismo, el cura estaba hablando del misterio de la Inmaculada Concepción.

Nadie lo sabe, pero la Inmaculada Concepción no tiene nada que ver con la virginidad de María. Quiere decir que María fue concebida en ausencia del pecado original. El sexo no tiene nada que ver.

Y me preguntaba qué importancia podía tener el pelo que uno tiene, viviendo en la perspectiva de la vida eterna y de la edificación del Reino. Cómo era posible perder el tiempo con cuestiones del tipo habrá utilizado alguna clase de laca, habrá salido un día a comprársela.

¿Por qué no había aprendido de nuestras aventuras por lo menos la clemencia, o el talento para comprender? La piedad por lo que somos, todos.

Me aproveché del sermón —aquel cura los hipnotizaba, me puse a mirar las caras, entre los bancos, ahora que ya no me observaban a mí. Tanta gente a la que no veía desde hacía mucho tiempo. Luego, en uno de los últimos bancos, primero pensé que me había equivocado, pero se trataba verdaderamente de ella, Andre, sentada en el último sitio que daba al pasillo estaba escuchando, pero mirando a todas partes, con curiosidad. A lo mejor ni siquiera era la primera vez que venía.

A esas alturas, yo la odiaba, porque seguía pensando que era el origen de muchos de nuestros males, pero en ese momento indudablemente tan sólo sentí que en medio de tantos extranjeros había alguien que era de mi tierra, hasta ese punto se habían desplazado los confines de mi sentir. Por muy absurdo que fuera, me pareció que sobre aquella extraña balsa todavía quedaba uno de los míos —y también el instinto de permanecer cerca.

Pero fue un instante.

Así que, al acabar la misa, le dejé tiempo para que se fuera. Me despedí de los chicos y luego fui al primer banco, me puse de rodillas y me quedé rezando, con el rostro entre las manos, las rodillas apoyadas en la madera. Era algo que antes hacía a menudo. Me gustaba oír el ruido de la gente que se iba marchando, sin verlos. Y hallar, dentro de mí mismo, un punto.

Me levanté, al final, se habían quedado los gestos aterciopelados de los monaguillos que estaban recolocando el altar.

Me di la vuelta y Andre seguía allí, en su sitio, sentada —la iglesia casi vacía. Me di cuenta entonces de que aquella historia aún no había acabado.

Me persigné y empecé a recorrer el pasillo entre los bancos, de espaldas al altar.

Al llegar a la altura de Andre, me detuve y le hice un gesto para saludarla. Ella se movió un poco, en el banco, haciéndome un sitio. Me senté a su lado.

A pesar de todo, he sido educado en una obstinada resistencia, que considera que la vida es una obligación moral que debe ser llevada a cabo con dignidad y plenitud. Me han dado fuerza y carácter, para eso, y la herencia de todas sus tristezas, para que las tuviera en alta estima. Por tanto me resulta claro que nunca moriré salvo en gestos pasajeros y en momentos olvidables. Y tampoco dudo de que más afilado que cualquier clase de miedo se revelará mi caminar.

Y así será.





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