sábado, 13 de mayo de 2017

Historias de Chueca



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HISTORIAS DE CHUECA

Agradecimientos

A mi hermano Mikel, porque mi vida no se viviría igual sin ti, a Philippe Serváis (que dio nombre al príncipe de esta historia y al de la mía), a Nacho Pérez y Gloria Ríos, que son una parte muy importante de mi familia, a Juanjo Bernabéu (por tanto tiempo y por tantas cosas), a Ian Yapp (love u lots... another gin and tonic!), a Carlos Ochando y Jenya (de verdad... no tengo palabras), a Carmen Summers (que llevas mucho tiempo leyéndome), a Antonio Sánchez y su familia en Almería, a Beatriz Vega y su padre (mi abuelo rebelde), a Doron Medalie, a Geneviéve y Roger Englebert y al resto de mi gente en Bruselas, a Marta Sirope Carlin (llevo tu papel conmigo), a Selena Leo y José, a Popy Blasco, a Juan Flahn, a Mercedes Goiz, a mis Pink Ladies Mario y Alfonso, a Marcelo Camogli y Hernán Brennan (mis hombres en Buenos Aires), a Paula Salama, a Julián González Almazán, a Concha García Campoy, a Rafa Amargo y Yolanda, a Cari Gappy Hopgood y Mike Bloodworth, a Gabriel Carrascal (y su Cruz de Caravaca), a Juan Antonio de Opera Gym, a Anne Charlet, a Alfonso y Roberto de Shangay Express, a Sinan de Pasión Turca, a Mar y Mili (me quito el sombrero, chicas), a elcliche.com, a Félix y Dunia, a mi padre y mi hermana y a todos aquellos que pasaron por mi vida y dejaron algo.

Lo primero de todo, aclarar las cosas que si no, nos vamos a hacer un lío.

La historia que vais a leer a continuación es verdadera y rigurosamente FALSA. Así, con mayúsculas. Falsa de morirse, falsa como esa amiga que todos tenemos. Falsa hasta el dolor y la risa. Más falsa que las tetas de Ana Obregón, pero, pero, pero... igual de auténtica a la vez, porque la Obregón es auténtica, cojones.

Por supuestísimo que está repleta de situaciones, personajes, momentos y lugares que todos reconocemos, y si alguien se ve reflejado en ellos, pues mira tú qué bien, que lo que aquí se cuenta no está basado en nadie y está basado en todos.

Porque en algún recóndito lugar de nuestra existencia, todos hemos deseado ser el maricón 10 al menos un día en nuestras vidas. Ese día que teníamos una cita importantísima (que al final era otra cagada más), el que nos daban por fin el título de peluquero oficial, el que nos contrataban de gogó en el Cool, vamos, días extremadamente importantes en la historia de una persona. Y si encima se es maricón, pues mucho más.

De eso trata esta historia, de esa lucha, de esos momentos terribles (que tanto nos gustan para criticar) y de esos momentos maravillosos (que envidiamos tanto).

Bienvenidos a Chueca, su cambio radical acaba de comenzar...





La primera impresión que tuve de Chueca fue, de verdad, para salir corriendo. Llegué de noche y no veía más que gente rara por la calle, pero rara de mal rollo. Yo, que me esperaba una procesión de culturistas desde la misma estación de autobuses, dándome la bienvenida en plan Britney Spears, me tuve que conformar con una homeless cubana que me dijo al salir del metro Chueca que Fidel me iba a meter un misil por el culo y nos íbamos a ir todos a la mierda. No es que yo le haga ascos a nada que implique sexo anal (que es sanísimo), pero de ahí a que el misil me lo quisiera meter en nombre de Fidel aquella gorda tarada que había sido rechazada (con toda seguridad) en el casting de Godzilla 2, pues iba un mundo.

Y esa misma noche, cenando en una casa de comidas de estas típicas de Chueca de toda la vida, allí mismo conocí a Miguel. Miguel, y no yo, es el protagonista de esta historia. Yo tan sólo ejerzo de narrador, de cotilla cuenta cuentos si acaso. Y nada más. Ni Miguel es un alter ego mío, ni yo lo soy suyo. Ya me gustaría a mí tener las tetas y el culo y los ojos verdes que tiene Miguel. Otro gallo me hubiese cantado... o no.

El caso es que estábamos los dos esperando por una mesa y claro, yo no podía dejar de mirarle. Bueno, ni yo, ni medio restaurante. Porque si hay una cosa que Miguel ha sido siempre es guapísimo. Incluso cuando se anabolizó como una vaca años después, seguía siendo guapo. Y yo embobado, que no enamorado, mirando ese culo mientras esperaba una mesa para mi primera cena en Madrid.

Juan, el camarero, nos dijo que si no queríamos esperar, podíamos compartir una mesa que se iba a quedar libre en cinco minutos. Miguel, al oír aquello, me echó una mirada de ésas que te hacen meter la tripa para dentro y sonreír como una chica del Telecupón a la vez que arqueas la espalda y abres mucho los ojos. Como, por supuesto, no le parecí amenazador, le debí dar lástima, aunque él siempre lo negará, y me dijo que encantado de compartir la mesa, que para qué íbamos a esperar los dos. Fíjate, guapo y solidario.

No es que se me cayeran las bragas (no uso bragas, es simplemente una expresión muy gay), es que las bragas se fueron hasta Estambul y volvieron. No ha habido en esta ciudad bragas más alegres, por el amor de Dios.

Yo siempre he pensado que esto es una cosa del destino, porque aquella noche nos hicimos amigos y, salvo por las cuatrocientas treinta y ocho veces que nos hemos enfadado y reamigado, hoy en día seguimos igual de íntimos. Como hermanos a los que la genética y los anabolizantes han tratado de forma distinta, pero como hermanos.

Voy a tratar de reproducir aquí la primera conversación, para sentar las bases, que no sé muy bien qué es, pero se supone que algo aclara. Y es que nada más sentarnos, va este pedazo de chulo y me suelta:

—Espero que no te importe que compartamos mesa...

¿Que no me importe? ¡Pero si estaba a punto de darme un ataque! Eso sí, la dignidad intacta. Si exceptuamos que sonreía como un imbécil, que no paraba de jugar con los palillos de los dientes, que encendí dos cigarros por la parte del filtro y que no podía dejar de mover las piernas, pues no se me notaba nada.

—No, por mi parte genial. Acabo de llegar y mira, mejor cenar con alguien...

—Me llamo Miguel.

—Yo Alejandro.

No se me había ocurrido que no me había presentado. Vamos a hacerlo rapidito que ya hemos dicho que no soy yo el protagonista de esta historia. Me llamo Alejandro. En el momento de escribir esto ya he pasado los 40, pero en el momento en que escribía aquello tenía unas 26 primaveras. Acababa de llegar de Santander dispuesto, cómo no, a triunfar en Madrid. Porque todo el mundo viene aquí a triunfar. Yo creo que es culpa de Almodóvar y de Alaska, que fíjate lo que han triunfado. Oscars, Grammies, es que no les falta de nada. Y claro, uno no quiere alcanzar la gloria haciéndose novio de Marujita Díaz (que es una profesión muy digna), uno lo que quiere es triunfar haciendo algo cool, porque cool es definitivamente lo que uno tiene que ser, vivir, bailar, comer y respirar si hace falta para triunfar como una perra.

Pero sigamos con la cena, que es lo que in-teresa, como diría María Teresa Campos, esa mujer que pasará a la historia de la comunicación tan solo por haber parido a Terelu, la genial presentadora de jitazos como Con T de tarde y La Granja.

—O sea que acabas de llegar a Madrid, igual que yo —me dice él.

—¿Aaaaaaaaah sííííííííííí? ¿Y de dónde eres? —le pregunto yo.

—Pues de Alcorcón, de aquí al lado, aunque a la vez está como a un millón de kilómetros, es súper distinto.

Con este par de frases descubriría varias cosas de Miguel. Primero, durante una década, todo era súper. Superbien, superhorrible, superpolla, supercaro... Y también descubrí la importancia de ser del extrarradio. Porque, en los 90, ser de Alcorcón era como de pobre y de hortera (¿cómo se dice en italiano hortera? Respuesta: Diparla), pero cuando llegó el 2000 y todo el mundo chateaba en sitios como gaydar o bakala, pues ser de extrarradio te daba como un rollo de macho agreste, de obrero y de morbo.

—¿Y cuánto llevas tú aquí? —quise saber.

—Nada, unos quince días que apenas cuentan, porque como se murió mi abuela hace diez y tuve que quedarme tres días por el rollo del funeral y el ataque de nervios de mi madre, pues como si nada.

—¿Y trabajas? —Yo seguía con el interrogatorio.

—Sí, he empezado en una agencia de publicidad y como el sueldo pues está de puta madre, me he venido aquí, y... ya está. ¿Y tú?

Había algo en Miguel que me decía que a pesar de estar más bueno que todo lo que yo me había tirado junto, tonto, lo que se dice tonto no era. Le conté que había venido a Madrid a trabajar en una revista musical. En realidad, no hacía falta vivir aquí, porque entonces ya había Internet y todo eso, y los artículos y las críticas las podía enviar por correo electrónico, pero es que a mí quedarme en Santander se me hacía muy cuesta arriba y me encontraba muy desperdigado. Yo no era ni pijo ni moderna, que eran las grandes tendencias que dominaban Santander en los 90. Me encantaba la música y no hacía más que comprarme discos como loco (por eso mis primeros viajes a Madrid y a Londres). Y de ahí a mandar cartas pidiendo una oportunidad, había solo un paso, y todo llegó rodado. A los cuatro meses de estar colaborando en la revista me ofrecieron un puesto fijo en la redacción.

Total, que como éramos los dos nuevos y Miguel no intuía ninguna tensión sexual entre los dos (listo del todo tampoco era), pues esa misma noche nos hicimos amigos y decidimos, después de unos 235 chupitos de vodka y no sé qué más, que íbamos los dos a triunfar más que la Piquer (para el maricón joven: la Piquer era una que cantaba copla y por lo visto era la más grande).

Al día siguiente quedamos en vernos después del trabajo, ya que el buen mozo me ayudó en la maravillosa tarea de encontrar piso en Chueca. Los cinco apartamentos que encontramos para compartir tenían inquilinos que, directamente, le hablaban a la bragueta de Miguel y, eso sí, todo eran facilidades ya que los muy absurdos creían que Miguel era mi novio. Si llega a haber sido mi novio y le hablan así delante de mí les salto los dientes.

Dos semanas más tarde ya estaba instalado en un piso con dos chicas belgas que para mí que eran o lesbianas o drogadictas perdidas, porque era entrar las dos al baño y de ahí no las sacabas en tres horas. Eso sí, eran educadísimas, feas como la madre que las parió y jamás robaban nada de la nevera.

Los compañeros de piso de Miguel eran otra cosa. Jordi era un ejecutivo de cuentas cocainómano al que le encantaba tirarse niñatos como de 19 años. Muy guapo, pero muy subnormal. Supongo que mucho tiempo después por eso acabó en el trullo, por eso y por otras razones que no vienen a cuento. Su otro compañero, Antonio, trabajaba en la sección de esquí de un Corte Inglés y se pasaba la vida enfadado porque, claro, en agosto no le da a la gente por irse a Candanchú. Y no vendía el pobre ni un bastón. Antonio estaba totalmente enganchado al gimnasio y fue él el que nos convenció una tarde en La Sastrería de que parte del éxito residía en volverse una musculoca.

Me explico: según cuentan, una musculoca es un hombre (aunque se le llame en femenino, recurso muy utilizado también en el mundo gay) que vive por y para sus músculos. Una musculoca no come, una musculoca ingiere cantidades industriales de arroz blanco, pollo a la plancha y atún de lata. Por supuesto que va a todas la fiestas para poder quitarse la camiseta y suele veranear en Ibiza, Mikonos o Sitges. Es difícil ver a una musculoca cerca de un museo o una biblioteca. Y si viaja en transporte público, lo hace de incógnito, que a una musculoca se le supone un cierto nivel de vida.

—Aquí, o te pones como un burro de grande o nadie te hace caso —nos explicaba Antonio que ya estaba mega desarrollado.

—Pero, ¿qué tenemos que hacer?—preguntó Miguel.

—Mira, os vais a venir a mi gimnasio y allí os presento al monitor, que creo que ya le conocéis porque baila en el Pasapoga, y os hará un plan de entrenamiento con suplementos y todo.

—¡Ah!, ¿que también hay que pagar un suplemento por el plan ese? —dije.

—Ains, cómo eres Alejandro... jajajá... los suplementos son los batidos, las pastillas y todo lo que tienes que empezar a tomar para ponerte grande. Ya más tarde hablaremos de cuándo os empezáis a pinchar... —terminó Antonio.

—¿Cómooooooo?

Vamos a ver, en aquella época, ni en Alcorcón ni en Santander estábamos muy puestos en lo del musculoquismo, y en aquel momento incluso Miguel pensó que nos teníamos que hacer yonquis para parecemos a Stallone. Terminar como Sonia Martínez, aquella chica de la tele, no entraba en nuestros planes. Luego ya nos explicaron que lo que nos deberíamos pinchar no era heroína sino hormonas. Y nos dio la paranoia de que nos salieran tetas de travestí preoperada. Un cuadro.

El caso es que nos apuntamos a un gimnasio en la calle Hortaleza y ahí es donde se vio quién era quién. Porque mientras yo me dedicaba a las relaciones publicas, Miguel se puso terco con la mancuerna y en un par de meses estaba que daba gloria verle. Y a partir de ahí las cosas empezaron a cambiar un poco. La vida de Miguel empezó a organizarse alrededor del gimnasio. Era difícil quedar a comer con él porque generalmente en los restaurantes no le dejaban sacar la tartera con el arroz. Eso sí, el chico paraba el tráfico de la calle Hortaleza. Y eso, quieras que no, debe dar mucho rollo.

El invierno fue agotador. Miguel y yo habíamos decidido que, pasara lo que pasara, siempre cenaríamos juntos los jueves, solos o con mas gente, pero todos los jueves. Aquellas cenas eran realmente agradables porque con los trabajos tan cool que teníamos pues estábamos superliados (Miguel dixit) y esas citas nos devolvían un poco a la normalidad. Durante ese invierno Miguel se echó un novio esteticién (ahórrense las carcajadas) que tenía un problema con eso que los americanos llaman «anger management». En cristiano, que se ponía de muy mala hostia por nada y lo pagaba con Miguel, que siempre le justificaba diciendo que el pobre tenía que sacar más su lado macho, ya que al ser esteticién, hasta su madre se descojonaba en su cara (sigan ahorrándose las carcajadas). El novio, que ya no me acuerdo ni cómo se llamaba, lo tuvo bastante apartado de todo hasta que una noche a las tantas me sonó el móvil. En la pantalla aparecía el nombre de Miguel.

—¿Qué pasa? ¿Estás bien? —pregunté un poco aturdido por la hora.

—Ale, ¿puedo ir a tu casa? —Su tono de voz era muy raro.

—¿Ahora?

—Me hace falta ir ahora...

En diez minutos apareció por la puerta de casa con la cara casi partida en dos, llorando y con un ataque de nervios bestial. La explicación que dio, cuando se calmó un poco, fue que la esteticién le hacía la vida imposible con sus ataques de furia y aquella noche Miguel le había dicho que quería dejar la relación. La esteticién (que luego nos enteramos de que le dio una sobredosis de testosterona que lo tenía histérico) empezó a mamporros con el pobre Miguel, le llamó de todo, recogió los cuatro calzoncillos y los cuatro cds —dos de Chavela Vargas, qué espanto— que tenía y se fue para nunca volver.

Por aquella época empecé a ver más a Miguel, ya que el no tener novio le dejaba mucho tiempo libre, y otra vez empezamos a ir al gimnasio para «ponernos como burros» y así poder rechazar a los pretendientes. Miguel cada vez estaba más centrado en el gimnasio, pero es que ya no era normal. Y el colmo de la situación llegó cuando nuestro fantástico entrenador le habló del mundo de los anabolizantes. «Mira, yo tengo un colega que te hace un plan que lo vas a flipar —le decía el experto—, además superbién de pasta. Y con los protectores hepáticos incluidos. Vamos, un chollo.»

Por supuesto que cuando salimos de ahí le monté un escándalo del quince. Porque, a mí, que para ser un maricón 10 haya que estar súper musculosísimo se me antoja un error. Le intenté explicar a Miguel que a mí me parecía cuestión de armonía, y que a mí, un tío como él, que medía 1,80 pesaba 95 kilos, pues que no me parecía muy normal.

Gracias a Dios se lo pensó y decidió seguir comiendo como un animal y entrenando como un pura sangre para ver hasta dónde llegaba su techo muscular, que, aparentemente es hasta donde de vaca te puedes poner sin chutarte esteroides.

Miguel se dio cuenta de que atraía muchísimas más miradas que seis meses atrás y, no es que se volviera tonto del culo, pero se pasaba más tiempo pensando en qué camiseta se iba a quitar y delante de quién el próximo sábado que en lo que uno tiene que pensar cuando está intentando triunfar en la capital. Por eso empezamos a vernos un poco menos, porque se estaba volviendo pelín aburrido y pesado. Y él se daba cuenta de que yo le evitaba un poco, pero como me habían ascendido en la revista, yo le echaba la culpa al curro, que es muy socorrido. Y es que, la verdad, pasarme media hora escuchando que fulanito le perseguía, pero a él le gustaba menganito porque tenía un deltoides que quitaba el aire y cosas así, pues la verdad es que no, no y no.

Y mira que yo entrenaba cuatro días a la semana y también me veía más mono y con mucho más éxito, pero es que este rollo de llego a la disco y me quito la camiseta, a mí me parecía como muy de los ochenta, y en los noventa todo era distinto, mucho más aburrido, pero distinto.

Un par de meses después, con Miguel ya definitivamente convertido en la prima de He-Man, nos fuimos a ver a Mónica Naranjo que actuaba en el Shangay Tea Dance para presentar los remixes de su tema «Desátame». Ése fue el comienzo también de los Pumpin' Dolls, dos maricones que se hicieron famosos en los últimos 90 creando divas «made in Spain».

Y allí estábamos nosotros para ver el nacimiento de la primera disco dance drama queen de la historia de la música española, por mucho que le pese a Marta Sánchez, que ella es mucho mas heteruza y que, quieras que no, nosotros le perdonamos a Belén Esteban una portada de Interviú, pero a la Sánchez, jamás de los jamases.

Aquella fiesta y la posterior cena en el Vips de la Gran Vía (por cierto, lo que se follaba en aquellos baños), marcaron el final de nuestra iniciación en Madrid. A partir de ahí y con la llegada del primer Orgullo Gay, las cosas, al menos durante un año, cambiarían mucho, y no siempre para bien.

Resumiendo:

• La amenaza de un misil en tu culo no siempre es un mal presagio.

• Que todo te parezca superalgo no mola nada.

• No te fíes de los esteticienes masculinos.

• Ni de los anabolizantes.

• Marta Sánchez nunca será Mónica Naranjo.





Miguel estaba como loco de contento porque le habían invitado a subirse a una carroza en su primer Orgullo Gay. Y es que el primer Orgullo Gay es a un maricón lo que la pérdida de la virginidad a una niñata de las jesuitinas. Vamos, un momento crucial que te cagas, porque siempre lo recuerdas, igual que la muerte de Lady Di que, casualidades de la vida, me pilló a cuatro patas frente al televisor. Y con un señor detrás. Porque ni en Santander ni mucho menos en Alcorcón uno podía salir a la calle subido a un camión, sin camiseta y gritar a los cuatro vientos lo contento que estaba de ser maricón.

Quince días le estuve escuchando frases del tipo «¿Me pongo un vaquero y nada más o le doy un rollo exótico y me casco un pareo con un collar de flores?». Como para morirse. Yo estaba igual de emocionado, pero en ningún momento valoraba lo del pareo. No es que sea ancho de caderas, es que no me veo para nada con el rollo hawaiano. Miguel es guapo guapísimo y hasta un vestido de flamenca rollo María del Monte le quedaría bien, pero un servidor es de un físico pelín más rústico y podría terminar pareciendo un pastor ovejero disfrazado de Aramis Fuster.

Y llegó el gran día. Por supuesto que era menos grande de lo que es hoy, vamos, que las masas que nos invaden con los Europrides y sucesivas ediciones aún no asomaban por aquí. Y casi mejor, porque como el producto nacional no hay nada de nada. Y de esto hablábamos un día en un café que se llama Mama Inés. «A mí los americanos me ponen burro, los franceses me dan un asco que te mueres, pero las pollas mas grandes, definitivamente, las tienen los alemanes», sentenció Miguel.

Antonio, que estaba con nosotros (ya se sabe que las musculocas van, al menos, de dos en dos), replicó enérgicamente basándose en su extensa experiencia adquirida en ese templo del saber que es la sauna Paraíso.

«Mira, los americanos lo que son es pasivas armarizadas, porque follan todos como robots, en el fondo están deseando que un latino les someta. Las alemanas tienen todas un rollo como de dildo y de fisting y de arnés y así que a los dos días o te deja cansado o paralítico. Definitivamente, los que mejor follan son los brasileños y los italianos, que las tienen gordas de verdad... digo yo, que de comer tanto salami.»

Yo hacía como que seguía leyendo el periódico pero no me perdía detalle, aunque me inclinaba más por la versión de Miguel, que tenía una fobia a los franceses absolutamente justificada, y me explico.

Una noche en Pasapoga, Miguel me comentó a los diez minutos de quitarse la camiseta —o sea, nada mas llegar— que se va a casa con un chulazo, y esta vez tuvo la educación de presentármelo. Jean Jacques (el nombre ya lo decía todo, qué mal agüero por Dios) era una masa de músculos y dientes blanqueados. Y encima era de París, lo que lo hacía aún muchísimo más cool.

Yo me quedé en Pasapoga, donde lo único que conseguí fue un morreo horrible con un brasileño que no hacía honor a su fama, y completamente harto enfilé rumbo a casa por la Gran Vía. Y justo al llegar a Madrid Rock, me sonó el móvil. Y era Miguel.

—Nene, por favor, no sabes lo que me acaba de pasar —me dijo con un tonillo histérico.

—¿Estás bien?

—Tengo la sangre achicharrada... anda, vente, que te invito a un colacao...

—¿Ahora?

—Ahora mismo, porque conociéndote, te va a encantar la historia...

Y yo, que soy más tonto que un zapato, allí que me fui y aún me cuesta no reírme al recordarlo. La primera mala señal fue que, justo antes de entrar en el apartamento, Jean Jacques le comentó que era peluquero (¿y qué quieres, con ese nombre?) y claro, Miguel ya empezó a acordarse del esteticién asesino, pero lo dejó correr. Jean Jacques le había asegurado que era versátil tirando a activo y, según había tocado Miguel eñ la disco, estaba bien dotado, y Miguel, como absolutamente todo el universo gay (digan lo que digan), era versátil tirando a pasivo. Traducción: pasivo total que de vez en cuando se ve obligado a follarse a alguien que es más pasivo que él.

Jean Jacques llevaba una pequeña mochila y mientras Miguel se duchaba, el peluquero le dijo que se iba a poner cómodo para esperarle. En la ducha (según Miguel cuenta) se le puso como un hierro del siete pensando en la follada salvaje que le iba a pegar el francés. Y al salir de la ducha, la escena que se encontró era como para mear y no echar gota.

En medio de la cama de Miguel estaba Jean Jacques, casi desnudo del todo y con una mirada de estar en celo que tiraba de espaldas. El problema es que al mismo tiempo se había colocado unas medias con liguero, unos tacones y un picardías negro con transparencias. Pero el colmo llegó cuando le dijo a mi pobre Miguel: «Quieggo que mi hombge espagnol me penetge hasta quedagme embagasada con tu leshe...».

Y claro, en ese mismo momento se acabó el romance. Desde entonces hay dos cosas que Miguel no ha podido soportar: lo francés y la lencería femenina. Vamos, que ve un anuncio de La Perla (unas bragas carísimas) en una revista y se pone como una bestia parda.

Pero volvamos al primer Orgullo Gay de Miguel. Llegado el gran día, la rutina fue la siguiente: a primera hora me arrastró literalmente al gimnasio, porque aún podíamos hacer crecer nuestros bíceps un milímetro más para la gran ocasión. Y un milímetro extra, según Miguel y Victoria Beckham, marcan una diferencia abismal. De allí partimos hacia la exótica piscina de Lago, donde 657.635 musculocas tomaban el sol con verdadera ansiedad para, además de estar enormes, tener ese maravilloso tono naranja que se consigue en una piscina urbana. De ahí a ser coronada Lady Melanoma apenas había un paso.

Después de comer se le notaba a Miguel como el niño que se va a la cama sabiendo que cuando despierte, los Reyes Magos le habrán dejado algo. Esa clase de excitación infantil, de risitas, esa inquietud. Y ya con nuestras mejores galas y nuestra amiga Matilde (que una mariliendre te da muchísimo más caché como maricón 10), nos fuimos hacia la calle Pelayo, donde se estaba montando la carroza. Las mejores galas de Miguel eran, exactamente, un vaquero destrozado y diez litros de aceite Johnson repartidos por todo el cuerpo. Si no follaba ese día, desde luego no sería por no estar hidratado.

La sorpresa fue que la carroza era temática y los chulos —Miguel incluido— irían con unas colas de sireno espantosas que había cosido con mucho esmero la madre de la marica organizadora del estilismo carroceril. Así que tocaba ir de sireno. Matilde y yo decidimos ir a pie de carroza y no formando parte del decorado, lo que nos daba margen para hacer paradas y tomarnos unos whiskies hasta acabar bailando «A quién le importa» como si fuera la primera vez que la escuchábamos.

Y comenzó la manifestación con una hora de retraso. Alaska iba en una carroza sentada como en un trono con un chulo a cada lado. Marlene Morreau también iba en una carroza, pero como más humilde. Y los sirenos, hay que hacer honor a la verdad, fueron la sensación del evento. Entre otras cosas porque uno de ellos, además de gogó, camarero y chapero, también era camello, y para celebrar el gran día, pues los puso a todos de pastillas hasta las cejas. Matilde y yo, con una borrachera que no supera ni Massiel, mirábamos desde la distancia cómo Miguel «triunfaba» ante los miles de maricones que se habían desplazado desde provincias para comprobar la maravillosa utopía que era Chueca, donde lo raro era ser heterosexual, leer el Marca y beber cerveza. A no ser que fueras lesbiana machirula.

Y después del gran día, sólo puede quedar la gran noche. Llegamos los tres a casa a eso de las diez y a las doce ya estaban allí Antonio, Alfonso, Mario y otros quince amigos íntimos igual de musculosos, igual de sonrientes e igual de aspirantes a ser un maricón 10.

—Cariño, ser un marica Clase A no es nada fácil y requiere un esfuerzo impresionante —decía Alfonso, que además de sobrehormonado era jefe de enfermeros en un hospital.

—Pero, ¿es que hay clases? —pregunté.

—Por supuesssssto, querido. —Y aquí comenzó su mitin—. Jesús Vázquez es súper Clase A, igual que sus amigos, igual que cualquiera que trabaje en la tele, en el mundo de la música, o sea, algo genial como estilista de estrellas...

Después me explicaron que además de todo esto había que ser muy solvente. Porque un maricón 10 tenía una serie de obligaciones y unas reglas de estilo que debía seguir. Por ejemplo, un maricón 10 siente verdadera pasión por Dolce e Gabbana y tiene un odio africano a la marca Ovias. Un maricón perfecto sólo se puede cortar el pelo en Madrid en un par de peluquerías modernísimas donde te hacen masajes, te ponen música chill out (o sea, de ascensor) y te clavan 30 euros por lo mismo por lo que tu peluquero de toda la vida te cobra 7. Un maricón ejemplar no va a Ibiza de vacaciones, se alquila una villa en Ibiza, que es una cosa muy distinta. En esa villa, organiza pool parties, fiestas en la piscina, donde los otros 459 maricones poderosos van, se ponen hasta el culo de todo y terminan follando todos con todos. Una leyenda urbana dice que una vez había (el colmo de la perversión) ¡una mujer! Y a mí eso de la endogamia me da un miedo terrible. Yo jamás me follaría a mí mismo ni a nada que se me pareciese. Pero Miguel y sus amigos estaban empeñadísimos en buscar extensiones de ellos mismos. Sus novios tenían que sentir la misma pasión por el gimnasio y los «suplementos», tenían que escuchar la misma música, comprar ropa en las mismas tiendas, veranear en el mismo sitio y acudir a las mismas fiestas ya que, obligatoriamente, debían pertenecer al mismo círculo social marica. Vamos, que como decía mi amiga Charo, era más fácil en aquel entonces encontrar esposa al Príncipe Felipe entre los horrores de las casas reales europeas que uno de estos encontrara novio. Porque la endogamia es la endogamia y siempre ha dado malísimos resultados, o sea, niños subnormales.

Y seguimos con el Orgullo Gay. En casa de Miguel la decisión fue unánime: ya que habían triunfado tanto en la carroza vestidos de sirenos, esa noche irían al Pasapoga con el mismo uniforme. Así, en manada y con cola. Yo, al darme cuenta de que no había cola de sirena ni para Matilde ni para mí, me la lleve al baño, nos metimos dos rayas, les pusimos verdes y salimos de allí con una sonrisa que ya la hubiera querido para sí Isabel Gemio cuando le regalaban una cerámica en Sorpresa Sorpresa.

Pasapoga era, simplemente, maravilloso. Tenía unas escaleras como muy de revista de variedades por las que bajaba todo el mundo. Y claro, aquello era impresionante porque esa escalera era perfecta tanto para fichar como para criticar. Como no me gustan las colas, me fui con Matilde a primera hora porque «los chicos» tenían que hacer, por supuesto, una entrada espectacular.

Mi amiga y yo, entre las rayas y las copas, estábamos absolutamente cocidos cuando me llegó al móvil un mensaje de Miguel que decía que en cinco minutos llegaban. Eran exactamente las 3 y 13 minutos. La sala estaba a reventar y hasta yo andaba sin camiseta. Y, de repente, aparecieron ellos. Así, como casuales, como que pasaban por allí con un aire despreocupadísimo, pero ideales de la muerte. Desnudos, pero con cola de sireno. Y en ese momento comenzó el desastre. Aquellos que hayan visto la famosa escena de la escalera de Los intocables de Elliot Ness ya se imaginarán de qué les hablo. La bajada comenzó en dos grupos de cinco. Los cinco más guapos —Miguel incluido, claro— en la primera fila, y los otros cinco detrás. Lo que ellos no vieron entre tanta risa fue a una marica de la Radical gay que se había colado en el Pasapoga para boicotear la fiesta desde dentro.

El maricón radical estaba más borracho que Matilde, Massiel (bendita seas), María Jiménez, Fernando Arrabal y un servidor juntos, y cuando los sirenos pasaban a su lado apenas le oyeron gritar: «¡¡¡Payasssssssaaaaaassssss!!!».

Y claro, en medio del insulto, el radical perdió el equilibrio y se apoyó en uno de los cinco de la fila trasera. Y así, uno detrás de otro, los sirenos fueron cayendo desvencijados por las escaleras del Pasapoga ante la horrorizada mirada de su potencial club de fans que les esperaba a pie de pista.

No hace falta decir que caerse es un bochorno, y si eres maricón doble bochorno. Si te caes en la calle te importa menos porque nadie te conoce, pero es que en el Pasapoga, los sirenos eran como los Backstreet Boys. Matilde solo pudo decir «¡Ay, que se ha matao el maricón!». Y uno que había al lado apostilló entre risas: «Diez toneladas de maricón desparramadas... ¿Llamamos a los bomberos?».

Yo, sinceramente, no podía ni moverme. Intentaba buscar la cabeza de Miguel en aquella mole de bíceps, deltoides y nalgas tiesas que estaban apelotonados delante de nosotros. Menos mal que apareció pronto, con una expresión desencajada, pero sano y salvo. Uno de los sirenos se puso a llorar, lo cual es aparentemente incompatible con ser musculoca, porque los otros sirenos se lo llevaron al baño inmediatamente. Allí estuvieron reunidos y la discusión fue gorda. Miguel decidió emborracharse y apenas nos dirigió la palabra, y la mitad del equipo de sirenos nada más salir del baño dijo que esa fiesta era súper cuadro y que se iban a una fiesta privada (uys, qué lujo) donde solo había guapos y extranjeros.

Al día siguiente yo estaba como un zombi y solo conseguí hablar con Miguel a eso de las diez de la noche. Quedamos a cenar en el CityVips de Bilbao. Por supuesto que no quiso ni hablar del tema en ningún momento de la cena. Esta vez tenía la cara de los niños que esperan a los Reyes Magos para luego descubrir que les han traído carbón y, de paso, que sus padres no tienen un puto duro. Y todo esto con el cuerpo maravillosamente hidratado. Es más, alguna vez he pensado que todos cayeron tan rápido por lo hidratados que iban, porque brillaban más que un duelo entre Tania Doris y Norma Duval en sus buenos tiempos.

La caída masiva se convirtió desde aquel día en tema tabú para los sirenos y en obligatorio tema de conversación en bares, gimnasios, saunas y demás centros culturales donde nos reunimos los maricones.

Por lo tanto:

• Un primer Orgullo Gay es a un gay como la pérdida de la virginidad a una chica de Cuenca. Traumático, pero imprescindible.

• Ni los alemanes tienen pollón de serie, ni todos los franceses se ponen bragas de puntillas en la intimidad.

• «A quién le importa» es una canción horrorosa. Y punto.

• La hidratación no siempre es la clave de la belleza y el éxito. Sobrehidratarse te puede dejar un ojo a la virulé.

• Vestirse de sireno es de subnormales. Y eso, a la larga, se paga.





Miguel se quedó sin trabajo un miércoles por la mañana. Con ese carácter que tiene, en vez de darle un ataque de nervios, decidió comprar unas botellas de champán muy caro y celebrarlo con Antonio, con Alfonso y conmigo. La comida fue incómoda por varias razones: hay que estar un poco tarado para celebrar que te has quedado sin trabajo y, segundo, yo me estaba tirando a Alfonso y todo el mundo estaba nerviosísimo con esa situación, todo el mundo'excepto Alfonso y yo, que lo único que hacíamos era follar y follar y, por supuesto no pensábamos ser novios ni nada similar.

—Bueno, ¿y qué piensas hacer ahora? —preguntó Antonio a Miguel.

—Con el dinero de la indemnización —comenzó Miguel muy decidido— voy a terminar un curso de diseño gráfico avanzado que dejé a medias hace dos años, y mientras tanto voy a trabajar sólo a media jornada de ayudante de un director de arte.

Director de arte. Esto sí que era nuevo. A ver cómo cojones se explica lo que es un director de arte. ¿El que le decía a Goya lo que tenía que pintar? Un director de arte es un término que se utiliza para describir a aquel que, por ejemplo, se encarga del diseño gráfico de una revista, el que elige los tipos de letra, dónde se ponen las fotos y todo eso. También puede ser el que decide sobre qué va a tratar un editorial de moda; por ejemplo, una frase muy socorrida de un director de arte de una revista fashion puede ser «queremos un rollo muy María Antonieta mezclado con unas señoras tipo Las Supremas de Móstoles que le va a dar un rollo muy urban y así». Vamos, un maricón aburrido, en la mayoría de los casos, que se ha ganado el puesto generalmente camelando a editoras menopaúsicas que necesitan un llevabolsos, que es como la mariliendre, pero en el mundo hetero femenino. Director de arte, estilista, colorista capilar, booker, etc., son profesiones que Miguel y yo descubrimos que existían solo al llegar a Madrid. En nuestros sitios de origen, aquello se traducía como maquetador, peluquera, la que te tiñe y el follamodelos.

El caso es que Miguel estuvo viviendo como un marqués durante aproximadamente dos meses y el dinero entraba más que salía, y la crisis (porque siempre hay una crisis) llegó el día que salió del dentista: «Me han dado un presupuesto súper caro, estoy bien jodido».

Y es que vivir en Madrid sin dinero es jodidísimo y te cambia la vida pasando del cielo al infierno en un minuto. Por ejemplo, si no tienes pasta ya no puedes ir a hacer la compra al supermercado del Corte Inglés de Callao, que es el supermercado más marica de la galaxia. La de romances que he visto yo fraguarse en la sección de yogures desnatados. Sin dinero tienes que ir a comprar al supermercado Día o bien, horror de los horrores, al Lidl. Y claro, tan solo hace falta que te vea una marica mala saliendo del Lidl para que ya sepas que esa tarde en el gimnasio van a decir que estás arruinado.

Lo mismo pasa por la noche, obviamente, aunque esto es más fácil de disimular. Cuando sales, bebes menos y te drogas menos. Y si alguien pregunta, pues dices que estás pasando por un momento de autoconocimiento y que no quieres desfasar demasiado. Hay mucho maricón que ha leído libros de Jorge Bucay (un psiquiatra argentino que está empeñado en que todos nos queramos muchísimo y seamos súper egoístas) y se va a tragar la bola perfectamente.

La mejor época para quedarse pobre, y esto se lo dije a Miguel para aliviarle, era el invierno. Y él se quedó pobre a finales de octubre, lo cual es estupendo. Porque en octubre algunos están aún recuperándose de sus maravillosos veranos ibicencos y además está la depresión esa que te entra cuando vuelves de vacaciones. Entonces es muy justificable que no te apetezca salir de casa. También te puedes inventar que estás conociendo a alguien y que te apetece estar más tranqui. El caso es mentir como una perra (aclaración para el lector hetero: las perras no tienen costumbre de mentir, pero en el mundo gay se utiliza mucho la expresión «como un perra» para enfatizar un comportamiento).

Miguel llegó a una situación tan jodida económicamente hablando que venía a mi casa a cenar todos los días para ahorrarse la pasta de la cena. En serio. Y claro, la depresión no tardó en llegar a lo grande. Porque cuando una musculoca se deprime, se deprime el triple que un maricón normal y corriente. Una musculoca tiene un público, un club de fans y un estilo de vida... y no les puede defraudar. Miguel ya era completamente musculoca y, para mí, que se había pinchado a escondidas. Me di cuenta una tarde mientras nos cambiábamos en el gimnasio.

—Oye Miguel, tú te has metido algo...

—¿Yoooooo? Pero qué dices...

—Que sí, que sí —le dije yo—, que cuando yo te conocí el culo lo tenías perfecto, pero tenías un poco de anaobregonismo.

—¿Anaobre... qué?

—Anaobregonismo. Es un síndrome que se tiene cuando uno posee un torso megadesarrollado, pero tiene patitas de pájaro. Y tú esos muslos no los has tenido en tu puta vida.

—Estás fatal de la cabeza —me respondió riéndose.

Y es que Miguel, que ya definitivamente era como un hermano para mí, no podía mentirme. Y siempre que lo intentaba, le brillaban demasiado los ojos y le entraba una risa floja y me evitaba todo lo que podía y más.

—Tú te pinchas —le dije.

—Tú estás de la olla —me dijo.

—Estás hecho una vaca, que lo sepas —le contesté.

—Pues el que me la chupaba anoche no decía eso —me soltó.

Y así podíamos pasarnos tres cuartos de hora, muertos de la risa. A mí en el fondo me daba un poco de palo lo de los anabolizantes, porque se oían un montón estas cosas de que te encogen los huevos y puedes quedarte impotente.

Pero volvamos al mundo de la pobreza. Miguel se estaba agobiando por minutos y de verdad era comprensible. Su rutina social se vio reducida en un noventa por ciento y hasta tuvo que dejar el gimnasio fashion al que iba por uno bastante más modesto. El contaba que estaba harto de maricas y que aquello parecía más una sauna de chaperos que un gimnasio, y que le apetecía más un gimnasio de barrio, donde la gente entrenaba en serio. Y es que a Miguel hay que reconocerle una imaginación a la hora de dar excusas que deja a Karmele Marchante a la altura del barro.

La verdad es que era muy jodido ver llorar a Miguel. En casi tres años de amistad sólo le había visto llorar una vez, y fue cuando abandonó a la esteticién asesina. Pero aquel llanto tenía como una causa muy clara, mientras que esta vez era un cúmulo de cosas que le ponían triste. Y es jodido ver así a tu mejor amigo. Yo le consolaba y le decía que todo iba a ir bien, pero ya sabemos que eso no es suficiente. Cuando te dicen que todo va a ir bien, en realidad te tocan más los huevos, y encima no te puedes quejar porque lo hacen con cariño. Debería prohibirse la utilización de la frase «No te preocupes, ya verás como todo sale bien» a todo el mundo, excepto a las madres. Que la madre es fundamental en la vida de un maricón. Y eso se aplica a todos los maricones, incluso a los huérfanos. La figura de la madre es la única verdaderamente tranquilizante. Porque son listas (fíjate si son listas que se dieron cuenta de que eras bujarra total antes que tú) y son muy sabias, y excelentes gestoras económicas (es para flipar lo que algunas consiguen hacer con menos de mil euros al mes).

Así que Miguel cada día iba de mal en peor, y una noche me llamó Antonio para darme definitivamente una señal de alarma.

—Oye, que este me tiene preocupado. Lleva una semana sin ir al gym, no se ha tomado ni un batido de proteínas y encima lleva tres días sin afeitar.

—Joder, sí que es mala señal, sí...

—Pero lo peor de todo es que escucha a todas horas el mismo disco de Céline Dion...

—¿Quéééééée?

Hostia puta. Eso es para ponerte los pelos como escarpias. Nada más oír aquello salí disparado de casa a buscar a Miguel. Y es que lo de Céline Dion (también conocida como Pelín Tostón) era de terror. Su música es, según leí en una encuesta, la que la gente elige para los funerales y antes de suicidarse. Y eso es un hecho. «My heart will go on» es uno de los Top 10 funerarios en todo el mundo. Y algo querrá decir. Yo, desde que leí aquello, es ver o escuchar a Céline Dion y me da un yuyu terrible. Hasta la redactora que teníamos en la revista para hacer las críticas de los discos que nadie quería hacer (Operación Triunfo, sucesoras de Mónica Naranjo, Rock Rural, La Oreja de Van Gogh y... Céline) decía que era incapaz de distinguir si una canción era de su primer disco o del quinto. Así que la pobre se leía las críticas de los discos antiguos y las reeditaba cambiando los títulos de las canciones. Y nunca nadie se dio cuenta. Supongo que si siempre escuchaban el mismo disco, lo lógico era que leyeran la misma puta crítica.

En casa de Miguel me quedé asustado. Nunca había visto a mi amigo más tirado y más hecho polvo. Lloraba sin parar y se me abrazaba. Ese rollo de la desesperación es muy jodido de calmar. Me levanté y le preparé un colacao (su bebida favorita) y le hice que soltara por esa boca. Y es que, en realidad, según los parámetros de Chueca, no había hecho nada excepcional, pero claro, si contamos que no dejó su trabajo, sino que le despidieron por abofetear a un compañero que le quitó su grapadora de la suerte, si contamos que efectivamente se estaba pinchando testosterona y eso le afectaba el carácter a lo bestia, si contamos que llevaba dos meses de sexo casi diario con desconocidos (porque la testosterona le tenía en celo permanente), y si contamos que todo eso agota, y un nuevo trabajo de mierda y una mala situación económica no ayudan mucho, pues llegamos a la conclusión de que Miguel estaba pasando su primera Sobredosis Chuequil.

Todos, creo yo, hemos pasado alguna vez una Sobredosis Chuequil. Como todos somos de provincias, pues nada más llegar aquí esto nos parece jauja e inmediatamente queremos tener un novio para pasearnos de la mano por la Gran Vía, porque para un chico de provincias, eso es la hostia, es el colmo de la rebeldía, de la autoafirmación como ser humano maricón. Y si encima tu novio es un chulo que quita el sentido, pues mucho mejor. Pero hay veces en que la gente se empacha de libertad, y eso es complicado. Por supuesto que es mejor pasarse de liberal que convertirse en un dictador de mierda, claro que sí. Pero después de vivir aquí muchos años, hasta Miguel dice a veces que él ha visto cómo Chueca se ha tragado a mucha gente y que lo ve muy claro porque Chueca estuvo a punto de comérselo vivo. Por ejemplo, yo cuando llegué flipé con las saunas. Era una cosa que sabía que existía, pero que no tenía ni idea del efecto que puede causar en uno. Follar en Santander era realmente complicado. Si follabas una vez al mes te podías dar con un canto en los dientes. Y muchas veces no era precisamente un doble de Brad Pitt lo que te tirabas. Entonces llegas aquí, te vas a la Sauna Paraíso (que en aquel momento era la más limpia, y supongo que lo seguirá siendo), atraviesas ese arco de ladrillo —la sauna era antes un tablao flamenco, creo— y te encuentras de frente con una jauría de machos, locas, musculocas, bakalas y hasta osos buscando exactamente lo mismo que tú: SEXO.

Y es que el sexo en la sauna es muy distinto. En la sauna, con un poco de suerte lo mismo puedes participar en un trío, un cuarteto, una orgía, hacer de voyeur o exhibirte... vamos, como diría José Luis Moreno (un artista que me encanta)... ¡un sinfín de posibilidades! Y yo me enganché a eso una temporadita. Sin embargo, a Miguel le dio por lo de ser el perfecto maricón 10. Y puso un empeño digno de ser reconocido. Miguel, todo hay que decirlo, tenía mucho a su favor para conseguirlo, disponer de un trabajo cool y un físico a prueba de bombas (y encima pollón, que no lo había dicho hasta ahora) es un muy buen comienzo para ser un futuro maricón 10.

Y para sacarle de la sobredosis, entre los amigos y un servidor le llevábamos a comer por ahí, le regalábamos camisetas apretadísimas, le llamábamos unas trescientas veces al día, lo preparábamos citas a ciegas con verdaderos cuadros y hasta le acompañábamos a la sauna. Y poco a poco, con mucho cariño y muchas risas, Miguel volvió a ser el que era. Y volvió a tener ideas, y encontró un nuevo trabajo en una agencia como ideal, donde todo el mundo era súper creativo, supercool, súper vanguardista y superfashion. Y, por supuesto, donde todos odiaban a Céline Dion. Hombre, faltaría mas.

Lo único que nos saca de una sobredosis es la rutina. Esa de la que tanto nos quejamos y que tanto nos aburre. Aunque la rutina nos da un miedo terrible en todos los aspectos, es en realidad la que siempre nos baja de las nubes y nos pone los pies en el suelo. Y es que los maricones tenemos una facilidad para echar a volar y soñar despiertos que eso no lo tienen Lydia Lozano y Mariñas en su mejor día de tele predicadores del cuore. Yo siempre he pensado que Miguel aprendió más en aquellas dos semanas que en los casi tres años que llevaba en Chueca. Sin él saberlo, había dado un gran paso para convertirse en el maricón 10. No sé si el tipo de maricón 10 que él deseaba en su fuero interno, pero desde luego iba camino de convertirse en un maricón sensacional. Sobra decir que hubo algunos trucos que os van a venir de maravilla para ayudar a vuestros mejores amigos en épocas de depresión.

Trucos para salvar a un gay del desastre

• Regalarle un par de camisetas de una talla imposiblemente pequeña. Así, cuando se las intente poner y no le entren se le puede decir: «Claro, si es que te has puesto supercachas».

• Robarle a escondidas cualquier cd que tenga de Céline Dion o incluso, si las cosas se ponen fatal de la muerte, de Barbra Streisand. Ya sé que esto último es un pecado mortal, pero si es por ayudar a un amigo, Santa Kylie Minogue lo comprenderá y si cantas tres veces al día «I should be so lucky» te lo perdonará.

• Si hay que emborracharle, siempre marcas nacionales, Soberano, Dyc y la que nunca falla: Anís del Mono. El pedo que te agarras con esto te asegura un viaje para fliparlo. Hasta dicen que el Soberano en su justa dosis es mano de santo para las digestiones.

• Concierta citas a ciegas con maricones feos. Pero más feos que pegar a un padre. De esa manera, tu mejor amigo se sentirá algo así como Elle McPherson y su ego se irá levantado poco a poco. Hasta se sentirá un poco culpable y echará algún polvo de caridad. Puro karma.

• Crea una leyenda urbana sobre tu amigo. Mientras está deprimido en casa, vete al gimnasio donde entrena y pregunta por él como si no supieras nada. Y cuando la marica cotilla del gimnasio aparezca (siempre hay una así), coméntale que la última vez le viste en brazos de un actor americano conocidísimo entrando en el Hotel Palace y que estás súper preocupado. A los tres días, tu amigo recibirá unas 654 llamadas preguntándole si es verdad lo de Bruce Willis, o cualquier otro actor que se le haya ocurrido a la cotilla de gimnasio. Y así tu amigo creerá que es el centro del cotilleo y se le despertará otra vez el gusanillo. Y de paso, se forja el mito, que en el mundo gay es importantísimo. Tanto, que hasta Ana Obregón se hizo una foto con Andy Warhol. Ver para creer.





Nick: MAXMUSCLE

Cuando Internet llegó a la vida de Miguel, obviamente debíamos compartir juntos ese momento. Lo hicimos en un cibercafé que abrieron en la calle Augusto Figueroa. Nos fuimos muy decididos a abrir el primer perfil de la familia (o sea, de Miguel) en una web de contactos muy popular. Y el nick que le pones a tu perfil es superimportante. Esencial. Tiene que describirte pero tampoco pasarse, que se desvela el misterio y no interesas a nadie. Por ejemplo, da mucho más rollo conocer a «machote vasco» que a «méteme el brazo hasta la campanilla». No sé si me explico. Como Miguel estaba en plena ebullición anabólica, y conocía hasta a la señora del ropero de los clubs, decidió abrirse un perfil en una web para buscar novio, porque chulos los tenía a cientos. Y como al principio la comida entra por los ojos, se puso Maxmuscle. Al trabajar en esto del marketing y la publicidad decía que aquello era sonoro, un poco porno y totalmente fiel a la realidad. La perfecta imagen de un futuro (ex) marido.

Profesión: MIS LABORES

Yo le recomendé que no se le ocurriera poner en qué trabajaba, sobre todo porque al poner cuatro fotos en ropa interior y trajes de baño varios que le había hecho un amigo fotógrafo al que se tiraba los martes, pues la verdad es que a la gente le iba a dar igual si era ingeniero informático o ventrílocuo como José Luis Moreno, que no sé si lo he dicho, pero es un artista que me apasiona. Cuando uno ve esas tetas, ese paquete y esos muslos, uno se ciega. Menos es más, y si quieren saber, que pregunten.

Estatura: 1,80 CMS

Me habían dicho que había verdaderos enanos de circo diciendo que median 1,75 y cuando quedabas con ellos no sabías si ponerte de rodillas para comerles la boca o darles una hostia por mentirosos.

Tipo de cuerpo: MUSCULOSO

Por el amor de dios, ¡qué cojones vamos a poner aquí! En esta época los definidos eran delgados, los normales no interesaban y los gordos, para qué vamos a hablar de los gordos. Musculoso y punto.

Raza: CAUCÁSICA

Muchas locas cometen el error de poner latino. Y latino hoy en día quiere decir sudamericano. Uno que ha nacido en Alcorcón de padres blancos y alcorconeros es por narices caucásico. Y lo mismo para los de Segovia.

Pelo: MORENO

No había opción de pelucón, con mechas, calvo con flequillo (rollo Anasagasti), con extensiones, etc.

Ojos: VERDES

No nos complicamos mucho con esto.

Tipo de ropa: CASUAL

Y esto era un problema. Porque Miguel, al ser un aspirante al titulo de maricón 10, pues unos días iba súper formal, otros en chándal, otros de moderno y otros de musculoca apretada, pero como solo le dejaban elegir una opción, puso casual, que se supone que queda bien con todo. Y cuando uno viste casual, lo mismo te sirve para una cena romántica que para conocer a una futura suegra.

Tamaño del pene: MUY GRANDE

En este país cualquier cosa que sobrepasa los 18 centímetros puede ser considerado un pollón. Y según Miguel decía, él llegaba a los 20. Musculoca de ojos verdes y con pollón. Vamos, un peligro con patas.

Orientación: VERSÁTIL

Y eso era un grandísimo error. Miguel, yo mismo y el otro 99 por ciento de la población madrileña éramos más pasivos que un trapo mojado (esta expresión me la enseñaron en Sevilla y aún no tengo ni zorra idea de qué quiere decir). Pero el caso es que todos ponen que son versátiles porque les da un rollo moderno, abierto de mente y muy macho. Y al final la mayoría son unos antiguos, abiertos de piernas y muy... drama queens. Está comprobado científicamente por el Centro de Estudios Sociológicos Doctor Jeff E. Stryker: A más músculos, más drama, menos flexibilidad y una tendencia hiperdesarrollada a que te la metan a saco. Y si duele un poco, pues mejor.

Fumador: NO

Mentira cochina.

Alcohol: NO

Esto ya no se lo creía ni la madre que lo parió.

Drogas: NO

Aquí ya me puse a gritar en el cibercafé. Según el perfil de Miguel, las cuatro rayas y las dos pastillas que nos habíamos metido el último sábado debían ser peta-zetas y lacasitos. Para troncharse. Pero pensándolo bien, si lo que buscas es un novio formal alardeas de politoxicomanías, porque queda muy de los ochenta.

Después escribió un texto donde decía que además de músculos tenía alma y corazón, que le encantaba la playstation y que no le ponían nada cachondo ni los chinos ni los franceses (ignoramos si algún chino se le vistió de cupletista). También avisaba sobre la fobia que tenía a los hombres que se ponían bragas y medias, que él lo que buscaba era un macho como él, y si era español, mejor que mejor. En otra columna contaba que le encantaban la comida italiana, el arroz con pollo y la gente sana, que le gustaban el tecno y la música clásica, que la película Xanadú le dejó marcado (supongo que eso explica taaaaantas cosas) y que su escritor favorito era Stephen King. Para mí que no se había leído un libro de este en su puta vida, pero como habían hecho películas de todo Stephen King, pues Miguel quedaba como muy leído y muy como de seguir a un autor. Y Cujo es historia de la literatura moderna.

Y llegamos a la columna de su hombre ideal: según Miguel, debería ser caucásico o latino, más o menos de su edad, adicto al gimnasio, con un trabajo con nómina, moreno con pollón y preferentemente activo. Vamos, que solo le faltó decir que el chulo en cuestión tenía que ser multimillonario, tener un yate y hablar siete idiomas.

La verdad es que las fotos que puso ayudaban mucho y para ser sinceros, después de ver ese pedazo de chulo, uno no iba a leer lo de Xanadú (que se mire por donde se mire es un corta rollo de la hostia a nivel sexual) y le iba a dar igual absolutamente todo. Miguel se estaba vendiendo como un cacho de carne y ni él sospechaba hasta qué punto se pagaba eso.

Los días fueron pasando y Miguel estaba enganchadísimo a la web esa donde recibía tropecientos mensajes al día. Los dividía en:

• Invitaciones para dedicarse al estimulante mundo del porno.

• Invitaciones para hacerse chapero.

• Proposiciones de matrimonio de señores de provincia maduros.

• Mensajes guarros.

• Mensajes súper guarros.

• Mensajes tan guarros que daban miedo.

Pero un día llegó un mensaje distinto y apareció Carlos. Carlos, inmediatamente, se convirtió en cibernovio de Miguel. Y la cosa esta de Internet es más o menos así. Después de cruzarse en la web unos trescientos mensajes al día durante una semana, Miguel le daba su Messenger, que es una cosa que inventó Bill Gates. Y ahí empezaba el romance a consolidarse. Una semana después de aquello del Messenger, se daban los números de teléfono y ese sí que era un momento crucial. Porque, tras tanto mensaje, tanta charla, tanto intercambio de fotos en pareo y tanta webcam, ¿qué pasa si el chulo tiene la misma voz que Britney Spears? Vamos, que la voz es fundamental y una voz masculina es hipernecesaria si el supuesto pretendiente te va a poner mirando a Cuenca con cierta frecuencia.

Y la voz de Carlos era muy, pero muy masculina. Y Carlos era tan guapo, tan perfecto, tan musculoca y con los dientes tan blancos, que en el ambiente le llamaban Ken, como el novio de la Barbie. Para más inri, Carlos tenía dos carreras, hablaba cuatro idiomas y trabajaba en el departamento de marketing de un canal de televisión que era el colmo de lo moderno. Y decía que era de una buena familia de Toledo y su única hermana le adoraba, lo que para Miguel eran todas señales de que había encontrado al chulo de su vida.

—No te imaginas a la velocidad que me estoy colgando Ale... — me decía una tarde en las terrazas de Chueca.

—Hijo, yo qué sé, ve con cuidado, que dicen que en Internet hay mucho psicópata...

—Ya, pero es tan guapo y tan 10...

Yo ahí tenía dos cosas cruzadas. Por un lado, me daba un poco de envidia ver el pedazo de chulo que había conseguido Miguel; y por otra, había algo en Ken, perdón, Carlos, que hacía que los dientes me chirriaran. Tanta perfección a mí me resultaba un poco falsa, ese diente tan blanco era como un poco postizo, esa belleza... es esa sensación de que todo está tan bien, es tan ideal, tan perfecto, que al final da muy mal rollo y no haces más que pensar que el tipo este tiene un lado oscuro más grande que el de Mila Ximénez y Raquel Bollo juntas. Por cierto, que apellidarse Bollo siendo hetero me parece una ordinariez de cojones. Que conste.

—No seas paranoico —me decía Miguel—. Para tu tranquilidad, quiero decirte que nunca hasta ahora me habían tratado así de bien, hasta cuando entrenamos juntos siento una conexión distinta, tiene una conversación apasionante y estoy aprendiendo un montón de cosas. Además, es muy viajado, porque como ha estudiado en Estados Unidos y luego hizo un máster en Bruselas, pues eso, quieras que no, te da mucho saber estar.

Saber estar... ¡y una polla! Y mira que lo sentí por Miguel, pero es que a veces la vida te pone en unas situaciones extremas alucinantes. Resulta que por aquel entonces yo estaba manteniendo un idilio con un brasileño que estaba más bueno que el pan. Y al chico yo le gustaba muchísimo. Fernando (ese era su nombre) era muy cariñoso, sobre todo porque era chapero y cuando me llegaba a casa de trabajar, pues además del polvo quería mimos, y chico, unos abrazos y unos besos a veces son mejor que eso de «bájate los pantalones y déjame que te escupa en el culo». Para colmo, y debido a su profesión, estaba muy claro que ni yo me iba a enamorar de Fernando ni él de mí, pero mientras tanto lo pasábamos muy bien juntos.

Una tarde Fernando y yo nos fuimos al Champion de la calle Fuencarral, que también es un supermercado súper marica aunque más de clase media y de gay low profile. Y mientras yo hacía la cola para pagar y Fernando miraba la secciones de champuses y cremas hidratantes (qué les gusta a estos brasileños un cosmético, por favor), voy y me encuentro con Carlos que me saluda cariñosísimo, como si fuera su hermano.

—Tíooooooooo, qué alegría verteeeeee, ¿qué taaaaaaal?

Y es que el era muy así, todo sonrisas, alargando todaaaas las vocales.

—Pues mira aquí con un colega, que no teníamos nada en casa y como hemos alquilado unas pelis en el videoclub, pues a comprar cosas...

—¿O sea, que tienes novio? —me preguntó.

—No, qué va, es un rollete nada más, este te aseguro que no es de los que se casan.

—¿Y eeeeso? ¿Por quééééé?

Y antes de que pudiera contestar, apareció Fernando. Y ahí se desencadenó el primer acto de la tragedia. Al verle, Carlos se quedó más blanco que la prima de Casper, y no hacía falta ser Einstein para ver que a Fernando le había cambiado el color también. El caso es que Carlos dijo que tenía prisa y salió por la puerta como alma que lleva el diablo. Y prisa debía de tener, porque olvidó su carrito lleno de comida y también se olvidó de pagarlo. Vamos, que aquello olía raro.

Y al llegar a casa, mientras estaba cagando (ya sé que no es nada fino), oigo la voz de Fernando que me dice literalmente:

—¿Y tú de qué conoces a esa puta?

Por supuesto, ante tamaña exclusiva (que ya la querría para sí Chelo García Cortés), dejé de cagar y salí del baño con el pantalón por las rodillas.

—Pero, ¿qué dices? Es el novio de Miguel...

—¿Esa puta es el novio de Miguel? —me contestó casi ladrando.

Y, claro, yo lo de puta lo asociaba a promiscuo. Y como Fernando me vio que no me estaba empapando de la historia, una vez que conseguí deshacerme del trozo de papel higiénico que me colgaba del calzoncillo y me subí los pantalones me contó esta bonita historia:

—Este tío está como una cabra. Y además es un hijo de puta.

—Chico, explícate que no me entero —le contesté.

—El Carlos este está muy muy loco. Pero loco de remate. Este tuvo un novio en Barcelona que era chapero. Y Carlos estaba muerto de amor por él. Y el novio le dejó. Y este tipo después de intentar suicidarse como varias veces (luego nos enteramos de que además de Ken, le llamaban «La Valium») para llamar la atención del chapero, no tuvo otra idea el muy colgado que hacerse chapero también y robarle todos los clientes a su ex novio... y encima tirando los precios, que eso nos perjudica muchísimo a todos.

Este rollo sindicalista que le entraba a Fernando me estaba dejando aplastado, eso, a la vez que intentaba asimilar la burrada que me contaba. Tenía en mi cabeza a la vez una UGT de chaperos (se podría llamar OGT), la imagen de Carlos mamándosela a un abuelo de 75 años por despecho y a Miguel, en el que no podía dejar de pensar y al que había dejado el día anterior en un ciber mirando un catálogo de alianzas de boda online. Vamos, un puto desastre.

—Entonces —siguió Fernando—, en una de las chapas que hizo conoció a un tipo muy poderoso, y como este Carlos está chalado, se dejaba follar sin condón, y eso al viejo le flipaba. Tanto, que el piso de Carlos se lo ha comprado el viejo, y Carlos trabaja en el canal de televisión del que el viejo es consejero delegado. Y encima, cada vez que el ex novio viene a Madrid, pues Carlos va a la sauna donde todos trabajamos y nos jode el negocio a todos. Vamos, que es verle entrar por la puerta y ya sabemos que no hay negocio. Eso sí, el espectáculo está asegurado, que no te imaginas los pollos que le monta al ex.

En ese momento sonó el teléfono, y era Matilde que me decía que había ido a comprarse unos tacones para la boda de una amiga, y que no encontraba bolso a juego y que a ver si la acompañaba a encontrar un bolso, que para eso era su único amigo gay disponible y que tenía un gusto exquisito. Aunque la sangre me hierve cada vez que oigo a una mujer hablar del buen gusto que tenemos los maricones, lo bien que vestimos y lo dotados que estamos para el arte, decidí largar a Fernando con una mentira y largarme a buscar a Matilde. Porque esto, o yo lo hablaba con alguien o me iba a dar un jamacuco que ni a Lara Rodríguez el día que murió la pobre Carmina.

Obviamente a los cinco minutos de contarle con pelos y señales la historia y la movida en el supermercado, la pobre Matilde estaba como medio desmayada.

—No te puedo creer, no te puedo creer —repetía la infeliz.

—Ya guapa ya —le decía yo—, pero a ver qué narices hacemos ahora.

—¿Y qué vamos a hacer?

—Coño, pues contárselo a Miguel...

En ese momento a Matilde le entró la cordura (que para eso las mujeres son mucho más listas y mucho más manipuladoras) y me preguntó que si lo que me habían contado era fiable. Y hombre, yo le contesté que mi chapero no es que fuese precisamente comisario de la Interpol, pero que no le veía yo imaginación suficiente como para inventarse semejante dramón. Seducida, abandonada, loca y puta por amor. Es que era muy fuerte la historia. Y sobre todo conociendo a Carlos, que era tan guapo, tan limpio, tan cachas, y con una nómina tan ideal y un ático tan bien situado.

Matilde resolvió que, lo primero de todo y antes de tomar cualquier decisión dramática, teníamos que comprobar la veracidad de la historia. Por supuesto que en medio de este frenesí, de esta apoteosis chaperorromántica, hay que decir que Matilde encontró un bolso maravilloso en la calle Hortaleza. Y de ahí nos fuimos a casa a diseñar el plan de investigación. Y yo para mí que el ser maricón te da como una neurona extra para esto del espionaje (o del cotilleo, según se mire), porque en menos de veinte minutos, y mientras Matilde cocinaba sus famosos espaguetis carbonara que no engordan (no engordaban porque eran tan horribles que a los dos minutos los estabas vomitando pero te dejaban saciado a la vez), nos reafirmamos en la idea de que teníamos que verificar paso a paso la historia que nos había contado mi brasileño.

Me costó, la verdad es que me costó (y es que en esto del chaperismo son bastante elegantes y no van contando quién ejerce y quién no así a la primera de turno), pero al final Fernando me dijo quién era el ex novio de Carlos y en qué página web lo podíamos encontrar. Y a toda hostia al cibercafé. Y de grito en grito, porque al minuto de abrir la página, Matilde dio un respingo y salió como torpedeada hacia atrás, arrastrando a su vez a cinco maricones rollo ficha de dominó.

—Pero si es mi peluquero, mi Ramóóóóón —berreaba con los ojos en blanco y una espumilla que le salía por la comisura de los labios.

Para resumir, Matilde tenía una especie de amor platónico que era su peluquero Ramón. Según ella un cachas bisexual lleno de tatuajes y cuyo nombre de guerra era Hamlet. Hay que joderse. Por supuesto que Ramón-Hamlet se mostraba en unas bonitas poses de ojete abierto, gran erección, aseguraba ser pasivo y complaciente y además (fíjate que esto no lo sabíamos) decía que lo mismo te acompañaba a una cena de negocios, que te hacía unas mechas mientras te lo trincabas. Vamos, precioso.

El caso es que encontramos al novio de Carlos, que se hacía llamar Sherman (nombre real: Justino), y Fernando me prometió que en el momento en que Sherman apareciera en la sauna, me daba un toque inmediato.

Y los días pasaron. Y cada vez que Miguel me llamaba o llamaba a Matilde, siempre íbamos los dos juntos como para cerrarnos la boca en plan solidario y no caer en la tentación de largarlo todo hasta que tuviéramos pruebas. El momento de crisis máximo llegó en una cena donde yo conté que esa semana me había acostado con dos tipos a la vez, y entonces Carlos me dijo:

—Andaaa, qué putaaaa ereeeees.

Literal. El muy cabrón me lo dijo con esas mismas palabras. Se me pasó por la cabeza contestarle de todo. Se me pasó recordarle que yo puta, lo que es puta no era, sobre todo porque no cobraba, que mi alquiler me lo pagaba yo y no un señor con alzheimer que me la chupaba quitándose la dentadura postiza y que «pa puta y pa loca ella», y como oí una vez en la tele en un debate de esos muy intelectual: «de puta a puta, taconazo». La pobre Matilde cuando le oyó decir aquello decidió que tenía que maquillarse urgentemente, y tan nerviosa se puso que salió del baño media hora más tarde hecha una mezcla de Margaret Thatcher y Nina Hagen cuando se drogaba.

Pero me callé. Como una puta (nunca mejor dicho) me callé. Y de ahí nos fuimos al Ohm, que ya estábamos aburridos del Pasapoga, porque el Ohm era como menos de ligar, y es que Miguel y Carlos, desde que se habían hecho novios, pues aparte de ir vestidos iguales, cada vez que entraban en un garito no dejaban de abrazarse, besarse y tocarse como para marcar el territorio y demostrar que aquello no era una pareja abierta de las que hacen tríos y otras guarrerías del estilo.

A veces hasta yo me preguntaba si Fernando me habría contado esa historia por joder, si se la habría inventado, si habría exagerado, no sé, es que era un constante runrún a la lavadora que acababa agotado. Y todos sabemos que cuando nuestro mejor amigo se enamora hasta las trancas, nos llama a todas horas para contarnos lo feliz que es, cómo se lo ha follado (perdón, cómo le ha hecho el amor) el individuo la noche anterior y las ganas que tiene de tener un hijo con él. Y había veces que, de tanto pasteleo, me daban ganas de gritar como la señora aquella que me dijo que Fidel me iba a meter un misil por el culo, y en aquel momento entendí completamente a aquella pobre mujer. Al final hacía lo de siempre, aconsejarle que fuese con cuidado, que no se colgara demasiado, que si esto, que si lo otro, pero Miguel iba barranco abajo con la mejor de sus sonrisas y el culo permanentemente lubricado.

Y llegó en día en que Fernando llamó para avisarnos de que Sherman estaba trabajando en Madrid y que se iba a quedar quince días, según le había comentado Sherman a Marcus (qué nombre, joder), que era de total confianza. Por supuesto que a los dos minutos estaba con Matilde al teléfono y decidimos en menos que graba un disco Malena Gracia que esa tarde Matilde me acompañaría a la sauna chaperil y me esperaría en una cafetería abajo mientras yo hacía de Mata Hari.

Vamos a hacer un paréntesis para una pequeña confesión. En aquella época, yo estaba bastante mono y había una razón: también había sucumbido al mundo del anabolizante y de repente en tres meses me salieron tetas, bíceps, tríceps y un montón más de bultos que terminaban en ps.

Y allí que entro en la sauna y al principio veo que los chaperas (que estaban todos realmente buenos) me miraban como mal. Y como Matilde me dijo que, pasara lo que pasara, me tenía que fundir con el paisaje, lo que hice fui imitar lo que ellos hacían y comportarme como un chapero más. En la cafetería de la sauna me pasee delante de un grupo de señores que podían ser incluso bisabuelos míos, y les dediqué mi versión de una sonrisa seductora. Y en ese momento alguien me dijo:

—A ti no te había visto trabajar aquí... ¿eres nuevo?

Para rematar la faena, el que me hablaba era el mismísimo Sherman. El origen de la tragedia griega que estábamos viviendo, el causante de lo de «seducida, abandonada, loca y puta por amor». Y es que Sherman era como para hacerse puta a horario completo, porque Sherman es, directamente, el chulo más tremendo que yo he visto en mi vida. Y encima encantador.

Tan encantador que a los cinco minutos estábamos en una cabina comiéndonoslo todo. Literalmente todo. ¡Y gratis! A mí, mientras le hacía una mamada se me había olvidado que tenía que hacer de superespíainternacional y se me había olvidado hasta el día de mi cumpleaños. Sherman, su polla (más que una polla aquello era como el árbol de navidad que ponía mi madre cuando éramos pequeños) y su culo era lo único que importaba. Y Sherman era solo pasivo. Y aunque uno sea versátil, como yo estaba anabolizado, pues estaba de testosterona hasta las narices y yo me follaba lo que me pusieran por delante. Y si era Sherman, mejor. Y si Sherman era gratis, aquello ora la hostia puta, porque para mí que Sherman era el más caro de la sauna.

Fíjate qué majo era Sherman que cuando ya nos habíamos corrido siguió siendo majo y me dijo que la tarde estaba floja y que como no nos íbamos a comer nada en un buen rato, pues que me invitaba allí a un café, en la cafetería de la sauna mientras esperábamos a los clientes.

La verdadera tragedia griega, sangre incluida, comenzó al salir de la cabina con Sherman. Sherman la abandonó el primero y ahí empezaron los gritos de Carlos, que estaba al otro lado llamándole de todo menos bonito. Lo jodido fue cuando vio que era yo el que salía detrás de Sherman. La manta de hostias que me dio fue inenarrable. Ni Sherman, ni diez brasileños, tres cubanos, seis rumanos y uno de Algeciras al que llamaban «La Manoli» le pudieron parar.

—Hijo putaaaaa, yo a ti te matoooooo —me gritaba a la vez que me sacudía como a una estera.

Y ahí perdí yo el conocimiento, sangrando como un cerdo en medio de una sauna de chaperos. Y Matilde tomándose la decimotercera tila en la cafetería de abajo. Y los de la sauna llamando a una ambulancia diciendo que un cliente se les había resbalado por las escaleras, que había sangrado mucho y que había perdido el conocimiento. Y esa Matilde a la puerta de la sauna, alertada por la ambulancia y viéndome bajar inconsciente en una camilla con la misma cara que Celia Cruz (que en paz descanse) sin maquillar.

Tengo conciencia de que Matilde se puso a gritar como una loca y recuerdo lo que lloraba en la ambulancia. Y ahí me volví a quedar dormido.

Me desperté al día siguiente en una cama del hospital 12 de octubre con Miguel y Matilde a mi lado. Gracias a dios, Matilde, que es más lista que el hambre (para eso es mujer), había aprovechado el ataque de histeria que tenía encima para contarle absolutamente todo a Miguel. Así que cuando me desperté, lo hice con la bonita estampa de una Matilde en plan dóberman sedado y mi mejor amigo sentado en la cama, llorando como un niño de tres años y diciendo que lo sentía mucho, que todo era culpa suya. Yo intentaba abrir la boca para decir que todo estaba bien, pero como me habían partido tres dientes, el labio de abajo, me habían fracturado tres costillas, tenía un esguince en el tobillo derecho y una luxación de hombro, pues como que no era capaz de expresarme con claridad. Y el otro venga a llorar y la otra empezando a desparramar. Y es que mira que nos gusta un drama.

—Es que ya no se a dónde vamos a parar —bramaba medio grogui Matilde—, es que hay que ver cómo sois, que conocéis a uno en el Internet de los cojones y al día siguiente ya os estáis casando. Si es que tenéis que copiar un poco más el modelo heterosexual, joder, que te lleve a cenar, que te lleve al cine y te toque las tetas, que te presente a sus padres, y después ya follas todo lo que quieras, pero es que vosotros os enamoráis hasta las trancas y no sabéis ni cómo se apellida, y así no puede ser...

Ahora que recuerdo aquel momento, solo por la situación, me da un poco la risa. Yo tenía una cara que para sí la quisiera una mujer maltratada y famosa, Miguel descubriendo que su novio, además de puta por amor (que eso jode mucho), era una bestia; y Matilde intentando solucionar la problemática de las relaciones cibernéticas gays con dos valiums encima. Ya digo yo que esto no se le ocurre a Almodóvar, por muchos Oscars que tenga.





Tardaríamos aún algunos años en conseguir los derechos de igualdad y todo eso, pero Miguel, ya entonces lo decía clarísimo:

—Yo, hasta que no me case y tenga un hijo, no pienso parar.

La verdad es que yo no salía de mi asombro, porque la vida sentimental de Miguel era más arriesgada que la de Estefanía de Monaco. Pero el tipo estaba ciego con la idea. Parecía que eliminaba de su cabeza las malas experiencias y seguía confiando en el amor puro y verdadero. Y esta discusión era frecuente en nuestras cenas:

—Vamos a ver —le decía yo—, la cosa es que tú quieres encontrar lo que se dice un marido, marido...

—Exactamente.

—Pues yo creo que lo tienes muy chungo.

—¿Y se puede saber por qué? —me preguntaba con un tonillo indignado.

—Hombre, mira que eres mi mejor amigo, vamos, que te considero un hermano, pero es que me jode decirte cosas que te van a mosquear...

—Tú dale —me retaba—, tú no te cortes, que si después de todas las barbaridades que me has dicho seguimos así, no me voy a mosquear hoy.

Y yo lo que le contaba es que, lo primero de todo, y él más que nadie debería saberlo, la primera impresión es fundamental. Yolanda, una amiga que es azafata del AVE, me dice que en la preparación para ser azafata de tren (que por lo visto es casi como un máster en diplomacia) les repetían constantemente que para borrar una primera impresión errónea hacen falta 12 siguientes impresiones opuestas. Y basándome en la filosofía de Renfe, yo le decía a Miguel que si se anunciaba en Internet como un saco de músculos, pues que la verdad a la gente le iba a interesar bien poco otra cosa.

—Mira, yo pongo esas fotos —se justificaba— porque yo todavía estoy de buen ver, que para eso me lo curro como un cabrón en el gym (Nota para el lector heterosexual: un maricón NUNCA va a «hacer deporte» ni al «gimnasio». Un maricón va al «gym»). Hoy en día, más que nunca, la forma en que nos vemos es importantísima, sobre todo en el ambiente gay. Ser musculoca, como me llamas tú, me ha permitido acercarme a gente que de otra manera no hubiera podido...

—No me jodas, Miguel, que por tener esas tetas resulta que Gabriel García Márquez y Stephen Hawking se pelean por quedar contigo...

—¿Stephen Hawking?

—No te preocupes —le jodia yo—, es un actor de Hollywood...

Y él me decía que a ver por qué cojones se tenía que casar con un intelectual. Que un camarero, un gogó o un dependiente de Zara podían ser unos buenísimos maridos. Y siempre decía que a los intelectuales les volvían locos los cachas...

—Eso pasa —yo le intentaba convencer sin mucho éxito— porque los intelectuales no buscan su propio reflejo a la hora de buscar chulo. Como son más listos, buscan algo que les complemente. Si uno ya tiene el cerebro, pues se busca alguien con tetas, y creo yo que esa es la clave del éxito para buscar marido, que sea diferente, con hábitos diferentes y gustos distintos. Así uno aprende del otro y la cosa se enriquece permanentemente.

—Mira, yo lo veo de otra manera —me rebatía con verdadera pasión—. Si yo encuentro un chico que tenga gustos como los míos, está bien claro que vamos a compenetrarnos mucho mejor. Por ejemplo, ya sabes lo que me gustan las películas de terror. Pues sería la hostia tener un novio al que le encantaran, porque a mí me das un novio, por muy listo que sea, que me lleve a ver películas de José Luis Garci, y desde luego esa noche no follamos...

A mí me parece que Miguel, al ser tan apasionado, tan de Lo que necesitas es amor, se cegaba un poco y se quedaba en la superficie. Pero la verdad es que las charlas eran muy divertidas y las noches se nos hacían muy amenas. A Miguel, lo que le encantaba que contara cuando había mas gente es lo que yo llamo «El ciclo de apareamiento del maricón español de la gran urbe». Todo esto narrado, por supuesto, con un rollo Félix Rodríguez de la Fuente. Y lo explico a continuación.

Un maricón con posibles, es decir, con trabajo regular y nómina, suele tener un ciclo de apareamiento realmente llamativo. Digan lo que digan, ni a los maricones de Madrid ni a los de Alcántara del Ciruelillo les gusta estar solos. La soledad no nos gusta nada de nada y nos da mucha angustia. Pero el maricón urbano sigue unas pautas que yo he venido observando y que además vienen reputadísimas por el Instituto Susan Estrada de Wyoming, USA, que es toda una institución en esto.

Los meses de octubre y noviembre son los más propicios para el enamoramiento y el suicidio en la población homosexual. Y nos explicamos (Susan y yo): a finales del mes de agosto, un maricón de ciudad grande está veraneando en esas grandes cunas culturales llamadas Sitges, Torremolinos, Ibiza, Sitges o Miami, por citar algunas. Allí, entre mojito y raya de la droga que se lleve en ese momento, conoce a un francés/italiano/inglés/belga/croata que se siente tan solo como él y comienza el Apareamiento Veraniego Under The Stars. Todo arranca con unas miradas en la playa mientras el gay está con sus amigos.

—¿Habéis visto al chulazo enorme que acaba de pasar? —dice la víctima número uno.

—¡Vaya que sí! Por favor, cómo está el chulo —responden los dos amigos con los que veranea.

—Y encima, para mí que no te quita ojo —le dice uno de los amigos.

El maricón víctima sabe perfectamente que el superchulo le ha mirado, pero en un arranque de humildad sobrehumano dice:

—¿A mí? Qué vaaaaaaaa.

Pero el superchulo vuelve a pasar unas trescientas doce veces por delante de su tumbona y le mira, vaya que si le mira. Unos quince minutos después, el superchulo, que no ha dejado de mirar un segundo, se separa de su grupo de amigos (que le están diciendo exactamente lo mismo pero en otro idioma) y se va solo a pasear por la playa. Y en ese momento, uno de los amigos de nuestra víctima le dice: «Nena, este quiere que le sigas». Nuestra víctima duda.

—No séééé...

Y llega la apoteosis cuando el amigo número dos le dice: «Pues, mono, o te decides o voy yo».

Y en este momento se acabó la humildad de los cojones. Antes de que su amigo le levante el chulo y el resto de las vacaciones se convierta en un infierno, nuestra víctima se levanta como si le hubieran dado una descarga en los pezones y se va de paseo hasta que se encuentra con el chulo, y después de darse un morreo al final de la playa, lo trae tipo trofeo a la tumbona para presentárserlo a sus amigos:

—Chicos, este es Pierre/Jonathan/Giacomo/Iván/Nicolai (apliqúese un nombre a la nacionalidad que corresponda).

Y desde entonces, los amigos dejan de verle, porque nuestra víctima se muda al hotel de Pierre/Jonathan/Giacomo/Iván/Nicolai, donde viven un amor que es la pasión y la furia del Mediterráneo en una habitación.

Pero las vacaciones se acaban y nuestra víctima vuelve a su ciudad. A su misma casa, a su mismo trabajo, a su mismo gato (que es el único al que le cuenta todos los detalles) y a su mismo todo. Y claro, Pierre/Jonathan/Giacomo/Iván/ Nicolai ya no está ahí y la vida es un infierno. Así que, cuando ya no puede más, se va a mirar las ofertas de Internet en vuelos baratos y se va un fin de semana a mediados de septiembre a Grenoble/Londres/Roma/Riga o a Moscú si hace falta.

Y vuelve con el corazón destruido, porque se da cuenta de que Pierre/Jonathan/Giacomo/Iván/Nicolai tiene una vida completamente hecha en su país y que ese matrimonio es imposible, se mire por donde se mire. A partir de ahí tan solo quedarán unas llamadas de teléfono y poco más.

En ese momento, a nuestra víctima le da como un shock y se pone más «I Will Survive» que nunca cuando la soledad le ataca. Y para combatir esa soledad, lo mejor es un novio que viva en tu ciudad, y ya si es cerca de tu barrio, pues la hostia en verso. Y ni Susan ni yo sabemos cómo, pero a primeros de octubre, nuestra víctima ya tiene novio. Generalmente es un chico menos musculoso que Pierre/Jonathan/Giacomo/Iván/Nicolai, pero como duermen juntos todas las noches y eso, pues como que lo hace todo mucho más cómodo y menos arriesgado, que al final los extranjeros defraudan. Y pasan su primera nochevieja juntos, y si hay suerte, hasta un cumpleaños. Vamos, toda una vida, como diría María Dolores Pradera, que creo que es muy amiga de Massiel.

Y llega la primavera, y nuestra víctima ve salir el sol, y ya no hay que ir tapado hasta las cejas y con paraguas, y de repente saca las camisetas de tirantes del armario y, por supuestísimo hay que ir pensando en empezar a meterse un ciclo para que cuando llegue el Orgullo Gay su cuerpo esté en una plenitud espectacular. Y en estas circunstancias, para qué nos vamos a engañar, un novio molesta. Porque no se puede negar que cuando uno se pincha, se pone lo más apretado que tiene y se da mucho aceite Johnson para salir por la noche, pues no es para impresionar a tu novio. Porque a estas alturas ya has descubierto que tu novio se tira pedos, le huele el aliento por las mañanas y los pies están empezando a olerle también. Y además, tu gato nunca le ha soportado. Y los gatos son listísimos.

Cualquier excusa es buena, el caso es que nuestra víctima se quiere quitar al novio de encima y se lo quita. Porque lo que no entra en la cabeza es que, con ese ciclo que se ha puesto, esos modelos semitransparentes de Cavalli o Dolce e Gabbana y esos diez litros de aceite, te vayas a Sitges, Torremolinos, Ibiza, Sitges o Miami con novio.

Y de nuevo llega a Sitges, Torremolinos, Ibiza, Sitges o Miami y lo primero que hace (después de achicharrarse el primer día en la playa) es sacar los modelos de la maleta, cenar en una pizzería muy coqueta al lado del hotel, subir a la habitación y cascarse un modelo tremendo e hidratarse hasta las cejas. Después, se hace unas rayitas para levantar el espíritu y se sale a la calle con hambre de noche. Se sale a triunfar, a demostrar el poderío y sabiendo que son mega ganadores de la vida. Incluso a menudo se pone motes como «Los Ángeles de Charlie», «Las Destiny Child» o incluso (y esto lo oí yo en Torremolinos) «Las Spice».

Por supuesto que esa primera noche follan con un extranjero (que les da más rollo que uno de Murcia) y al día siguiente en la playa todo son risas. Pero al cuarto día...

Al cuarto día aparece el Pierre/Jonathan/Giacomo/ Iván/Nicolai de este verano y todo vuelta a empezar.

Fin de la exposición

Miguel es que se mea de la risa cada vez que lo cuento en una cena con amigos. Y aunque para hacerlo tengo que estar bastante pedo, me queda la cosa muy digna.

—Uy, eso no es así para nada. ¡Qué exageración! —siempre hay alguno en las cenas que dice esta frase. Ese, precisamente ese ha sido una víctima y un ejemplo viviente de mi tesis. Y jamás lo reconocerá. Porque a los maricones no solo no nos gustan nuestras desgracias, es que cuando vemos a un desgraciado huimos en bandada. Los problemas no molan nada, y mucho menos en un sitio como Chueca, donde uno vive permanentemente forzado a ser mono, cachas y popular. Las 24 horas.

Y lo que tenía de bueno Miguel, a mi modo de ver, es que él no entraba en mi teoría. Para Miguel, cualquier momento era bueno para enamorarse. Es más, no sé si para tocarme los cojones, o porque de verdad era distinto, Miguel se enamoraba más en primavera. En cuanto mayo se acercaba, Matilde, Celeste (una nueva incorporación al mundo del mariliendrismo que ya explicaremos luego) y un servidor, nos poníamos a temblar.

—Esta vez va a ser abogado y ludópata —decía Matilde.

—Para nada —se metía Celeste—, gogó y puto.

—Pero eso no es nada ni nuevo ni original —le interrumpía yo.

Lo bueno es que Miguel estaba al tanto de todo lo que hablábamos y se partía de risa, aunque se hiciera el ofendido cinco minutos y se metiera con nuestras malas elecciones, que darían para otro libro, pero es que este es el de Miguel.

Y a finales de Mayo, una noche cenando en el Kolabora, Celeste y yo escuchamos la terrible frase: «Creo que he conocido a alguien que me gusta para novio».

Celeste escupió la comida, yo me atraganté con el vino y diez minutos después, cuando habíamos podido controlar las arcadas y el temblor de manos, Miguel añadió:

—En serio, dejaros de coñas, que esta vez está todo mucho más controlado y no tiene nada que ver con lo anterior.

Y efectivamente, no tenía nada que ver con lo anterior. Porque Federico, que así se llamaba el nuevo novio de Miguel, parecía perfecto y por muchas razones. Primero, era un chico con estudios y trabajaba en una consultora. Segundo, iba con frecuencia a un gimnasio (que... ¡no era gay!) pero no tomaba ni batidos de proteínas. Tercero, le gustaba la ópera y Marta Sánchez le parecía enana y gorda.

Encima vivía a dos calles de Miguel y el tío, todo hay que decirlo, tenía educación y desde luego daba el pego de buen marido total.

Las cosas fueron bastante fáciles, y antes de que nos diéramos cuenta, Miguel y Federico ya llevaban un año juntos. Y Miguel estaba contento y relajado. Apenas salían de noche, no había nada de drogas... vamos, como dicen los heteros «eran una pareja súper normal». Y tengo que decir, en honor a la verdad, que lo eran. A mí me encantaba ver que Miguel cambiaba Ibiza por Tailandia, y que en vez de ir a la fiesta de la espuma iba de vez en cuando a la ópera en el Teatro Real. Incluso se le desarrolló una personalidad cariñosa y dependiente de Federico, estaba mucho más dulce y nosotros creíamos que había cambiado mucho, pero es que el cambio parecía muy bueno. Si hasta estaba más guapo.

Por supuesto que los padres de Miguel conocieron a Federico y los de Federico a Miguel. Y hasta hablaron de hacerse pareja de hecho. Matilde, Celeste y yo vivimos aquellos días con una verdadera alegría. Y hasta ellas, viendo la felicidad de nuestro amigo, se ponían pesadas tipo madre y me decían que cuándo iba a sentar la cabeza y a encontrar un buen chico como Federico.

Y ahora tengo que contar en qué cambia la vida de un maricón cuando se lía de verdad y se enamora. En el caso de Miguel la cosa era bastante fácil. Nadie se fue a vivir a casa de nadie. Como los dos vivían tan cerca, unas veces era en casa de uno y otras en la del otro. Y eso, quieras que no, es genial, porque el día que te peleas te vas a tu casa, porque no tienes la sensación de estar arriesgándolo todo y por muchas razones más.

Al mes de estar saliendo juntos, nosotros nos dimos cuenta de que la cosa iba en serio cuando Miguel, en una de nuestras cenas de los jueves nos dijo:

—He borrado para siempre mi perfil de Internet.

—¿No es un poco drástico, amor? —le preguntó Matilde.

—Pues igual sí —contestó con mucho aplomo—, pero es que siento que ahora no me hace falta, y la verdad es que estoy tan a gusto con Federico... y tampoco quiero seguir con este rollo de Internet, que te pilla una noche mala y caes en la tentación, y por ahora, pues como que paso de caer...

Vamos, todo razonadísimo, todo muy real y muy lógico y todo muy poco gay. Y es que hay veces que el gay vive a tope su faceta gay y se olvida de la de persona humana. Y esto que nos contaba Miguel era muy de persona. Podría haberse enamorado de una tía y hubiera sonado igual. Era una cosa personal, no homosexual. La vida para Miguel era una Fotonovela, como la canción de Iván, que nosotros bailábamos entonces en la versión Pumpin' Dolls. Federico era su estrella y su corazón a todo color. Todo estaba bien. Solo había una cosa que nos mosqueaba, pero que tampoco importaba, y era que Federico no trataba demasiado con nosotros. Como si no le hiciésemos mucha gracia. Y nosotros tenemos tanta gracia que a veces parece que nos hemos tragado a Miliki o así.

Todos los jueves, como ya he contado antes, un grupo fijo de amigos nos reunimos para cenar y nos contamos las anécdotas de la semana. Federico, como pareja de Miguel, estaba más que invitado. Y sin embargo, en dos años tan solo vino una vez.

—Es que él quiere que yo esté con vosotros, que así podemos hablar de nuestras cosas y estar a nuestro rollo —explicaba Miguel.

—Para mí que le parecemos una pandilla de tarados —le decía yo.

—Qué va, Ale. Ya sabes que Fede lleva un rollo más tranquilo, y además como le encanta quedarse en casa leyendo esos tochos de filosofía, pues la verdad que a mí no me importa... jajajá, y de paso no paso vergüenza cuando escucho las barbaridades que habéis hecho últimamente.

Las barbaridades esa semana eran que Matilde se estaba tirando a un policía escultural que hacía ballet (juro que es cierto), que Celeste, en medio de un pedo colosal, se había dejado comer el cono por una amiga (este fue el tema principal de conversación en la cena) y que yo estaba aspirando al puesto de redactor jefe en la revista y, por lo tanto, haciendo méritos y metiendo muchas horas.

Los meses pasaban, todo iba genial. Matilde se hartó del policía bailarín, Celeste borró el lesbianismo de su agenda para siempre y yo me fui a trabajar a otra revista, ocupando directamente el puesto de redactor jefe, lo que llenó a mi madre de un orgullo que aún recuerdan las vecinas de su escalera. Y una mañana de domingo, también en mayo, Miguel me llamó y me dijo que necesitaba hablar conmigo, que tenía que contarme algo y que quedáramos a solas en el Mama Inés de la calle Hortaleza. La verdad es que no noté nada raro ni de mal rollo en su voz. Me intrigó aquello de quedar a solas, pero me imaginé que me iba a contar que habían decidido hacerse pareja de hecho, o que se iban a comprar un piso a medias o un perro o algo así. Lo único que tenía claro es que me iba a contar algo de Federico. Y así fue.

—Federico me ha dejado.

—¿Cómo? —le pregunté pensando que había oído mal.

—Que me ha dejado.

—¿Cómo que te ha dejado? Anda, no me jodas Miguel, que os habréis mosqueado y ya esta.

—No Ale, de verdad que me ha dejado.

Y aquí se le cambió la cara, y como me di cuenta de que la cosa era chunga, le saqué del bar y nos fuimos paseando dirección al Retiro. Lo que más me preocupó es que estuvimos caminando unos diez minutos en silencio, y Miguel ni lloraba ni nada. Estaba como muy zombi, pero aquello era diferente, como más maduro, más calculado. Y a mí cada minuto me gustaba menos lo que pasaba.

—No entiendo nada, Ale —me empezó a contar—, nada de nada. El fin de semana pasado estuvimos visitando a sus padres en el pueblo y tuvimos una bronca, pero una bronca boba, porque hablábamos de política. Y cuando llegamos otra vez a casa estaba raro.

—¿Y no le preguntaste qué le pasaba?

—Pues claro, se lo pregunté un montón de veces, pero él me decía que todo bien, que no pasaba nada, que estaba un poco estresado, que no me rayase con el asunto.

—¿Y? —le pregunté porque no entendía nada.

—Pues nada, el viernes por la mañana, que teníamos los dos el día libre, se levantó de la cama y me dijo que se iba. Y yo entendí que se iba a su casa, pero él me dijo que se iba. QUE SE IBA PARA NO VOLVER. Que quería que lo dejáramos.

—No me jodas. —Yo estaba boquiabierto.

—Y le pregunté que qué coño pasaba, que a ver si era por la bronca del fin de semana, y él me decía que no, que nada que ver, solamente que quería dejar la relación, que ya no quería más y que no se sentía con ganas de seguir. Y lo que más me ha jodido, Ale, es que todo me lo ha dicho sin levantar la voz y sin pestañear...

—Hombre, es que Federico no es un tío como de montarte un escándalo.

—Ya lo sé, pero, ¡joder!, me estaba mandando a la mierda después de dos años, ¡que son dos años, joder! Y no entiendo nada de nada de lo que está ocurriendo, y el viernes me pasé todo el día en casa pensando, y ayer me dio una crisis de ansiedad de cojones y le llamé por teléfono.

—¿Y qué te dijo?

—No me cogió el teléfono hasta la quinta llamada —aquí sí que se puso a llorar—, y solo me dijo que no podía explicar nada, que lo que tenía que decir ya lo había dicho y que por favor nos diésemos un tiempo antes de hablar, que para él también era duro...

—¿No habrá conocido a otro?

—El me dice que no, y te lo juro que le creo.

—Pero Miguel, joder, algo ha tenido que pasar...

—Te juro que aparte de esa discusión tonta, no ha pasado nada de nada, si yo llevo un mes currando como un cabrón y él ha estado súper liado... ¡si es que no hemos tiempo ni para que haya problemas!

Y ya sé que suena muy raro, pero nunca supimos qué le pasó por la cabeza a Federico. Yo le llamé una vez por teléfono y el tío, muy educado pero muy frío, me dijo que me preocupara de Miguel y que él no tenía nada que decir. Que era una decisión muy dolorosa para él también y que por favor le respetara.

Por supuesto, las siguientes semanas fueron horribles. Yo no entendía nada, y mira que investigué. Lo único que descubrí es que al parecer a Federico le gustaba el sexo un poco duro y en lugares «especiales» como clubs de sexo en grupo, sitios leather y cosas así. Pero es que tampoco era tan raro. No es como si follara con animales y se vistiera de mujer para hacer la carrera con camioneros (que ahora que lo pienso tampoco es raro, solo pintoresco).

Miguel cayó en una depresión severa y por primera vez en su vida acudió a visitar una vez a la semana a un psicólogo que le recomendó nuestro amigo Mario. Una de las cosas buenas que tiene Madrid es que hay de todo, incluso psicólogos gays para gays. Y Miguel estuvo visitándole durante medio año. Y le vino bien de cojones, aunque seguía muy triste. Había vuelto al gimnasio, y de vez en cuando le arrastrábamos a salir, pero le daba por agarrarse unas borracheras enormes y nos lo llevábamos a casa porque le daban lloronas. Y llorar en un club gay aparentemente te quita 125.369 puntos en lo de ser el maricón 10. Y yo seguía apoyando la candidatura de mi amigo más que nunca.

Quiero terminar este capítulo mostrando el e-mail que recibió de Federico a los siete meses de haber roto la relación. Este mail respondía a uno de Miguel donde (a petición de su psicólogo) le pedía que al menos le contase qué había pasado para que él pudiese entender y así intentar superar todo mejor. Reproduzco este mail con el consentimiento de Miguel:

De: xxxxxxxxx@telefonica.net

A: xxxxxxxxxx@yahoo.es

Querido Miguel:

Sé lo impaciente que eres, en parte ese era uno de tus encantos, esa fuerza y esa curiosidad por saber, y por eso te escribo este mail. Por tu tranquilidad, esperando que, al menos, disperse tu dudas y te traiga paz. Quiero que sepas que has brindado a mi vida unos momentos de felicidad imborrables y eternos en mi mente. Tú, y solo tú, conseguiste por momentos desnudar mi alma y dejar salir esa parte de mí que tiende a esconderse por inercia. Querría más que nada en este mundo poder explicarte las razones que me llevarón a interrumpir definitivamente nuestra relación. Muchas veces quise hacerlo, y muchas veces cedí, a veces por cariño, a veces por comodidad o a veces por el desasosiego que causa la duda de saber si uno hace lo correcto. Yo podría intentar explicarte lo que pasó, pero en el fondo no puedo hacerlo porque no me vas a entender. Entonces, ¿para qué contártelo? ¿Para crearte mas tristeza y confusión?

Siempre supe que éramos distintos a nivel intelectual. Siempre supe que ocupaba una posición mental por encima de ti. Tú leías a Jackie Collins (¿se escribe así?) y yo releía a Sartre. Tú escuchabas a esas cacofónicas Spice Girls y yo seguía emocionándome con Turandot.

Nunca traté de imponerte mis miras y muchas veces traté de bajar y adaptarme a ese mundo tan intenso y a la par inocuo que habitas. Y quizá, solo quizá, ese desequilibrio haya sido una pieza fundamental de la debacle.

Quiero que sepas que te recuerdo con un inmenso cariño y tan solo espero que los días, los meses y los lustros te conviertan en un hombre maduro, inteligente y cultivado.

Te mando un gran abrazo con mis mejores deseos. Federico

PD: Desearía que, hasta nueva orden, este fuese el ultimo contacto que tengamos. El tiempo es sabio y espero que algún día esa sabiduría nos vuelva a acercar en el flujo incesante de la vida.

Como a mí aún me da dolor de estómago leer esto, vayamos directamente a las

Conclusiones

• «El ciclo de apareamiento del maricón español de la gran urbe» existe, digan lo que digan tus cien mejores amigos íntimos.

• Afortunadamente, todos, alguna vez, nos lo saltamos a la torera.

• Por ser de fuera un chulo no es necesariamente mejor. Lo que pasa es que París y Wisconsin suenan mucho más exótico que Pedrezuela o Badajoz. Y a nosotros nos gusta mucho más un maricón .de Beverly Hills, dónde va a parar. Supongo, asimismo, que nos gusta tanto porque nunca hemos tomado café con su ex novio.

• Un novio con nómina, sin drogas y al que le guste la ópera no es una garantía de marido para toda la vida. Ni de seriedad. Las Spice Girls eran la hostia, hombre.

• Un novio que utilice expresiones como «has brindado a mi vida unos momentos de felicidad imborrables» o «espero que los días, los meses y los lustros te conviertan en un hombre maduro» es un verdadero gilipollas. Más tonto que un zapato y destinado a ser un paria toda su vida. Así te atragantes escuchando El anillo de los Nibelungos», subnormal.

• Es lógico que a un novio que te envía un mail así le encante el sexo duro. Matilde, Celeste y yo, aún a día de hoy esperamos que le hostien, le pongan el culo a caldo y le meen vivo en cualquier cuarto oscuro. Porque, definitivamente, eso es lo suyo.

• Quiero afirmar rotundamente que Marta Sánchez nunca ha sido enana. Ni gorda.





Todos los libros tienen un capítulo que es un poco coñazo. Y supongo que este es el momento aburrido de nuestra historia. Miguel Bosé cantaba por entonces «Hacer por hacer» y mi Miguel vivía exactamente esa situación.

Un impasse es terriblemente necesario en la vida de un candidato al título de maricón 10; es ahí donde más va a aprender. Porque no nos vamos a engañar, un maricón 10 y un maricón -25 tienen exactamente la misma cantidad de miserias en sus vidas. Lo que cambian son las prioridades, la presión social y las marcas de ropas que visten. Con el tiempo me he ido fijando en que, no se por qué, aquellos que son esclavos de su imagen y no pueden vivir sin el último fetiche de Prada, son infinitamente más propensos al rollo drama queen.

En los pueblos las cosas se ven de otra manera. No digo que mejor, sino diferente. Los crímenes rurales son infinitamente más novelescos y creativos que los de las ciudades. Aquellas hermanas de Puerto Hurraco son ya parte de la historia killer de España.

—Hay que joderse, a ver si me voy a tener que ir a vivir a Aldea del Fresno para encontrar un chulo —me decía Miguel.

—Si no es eso, Miguel, si lo único que te digo es que aquí estas condicionadísimo...

—Miguel —nos interrumpió Matilde—, si hay una cosa que yo no quiero ser en mi próxima vida es maricón. Sois los únicos que conozco que tenéis más presión que las mujeres...

—Pues ya me explicarás —le decía Miguel con desgana.

—Mira, hasta a las mujeres se nos permiten socialmente ciertos trucos estéticos que a vosotros no. Nosotras nos podemos desde maquillar hasta cambiarnos el color del pelo o, ya en situaciones verdaderamente extremas, ponernos una faja. Por no hablar de la ceja depilada, que aunque seas lerda y con cara de pastora, si te la depilan bien, te queda una cara de mala ideal.

—¿Y eso que tiene que ver con los gays? —pregunté yo.

—Muy fácil. Nosotras podemos permitirnos el lujo de ser artificiosas, vosotros no. Vuestras tetas tienen que ser de verdad, no os podéis maquillar porque socialmente se va a decir que sois unas locas afeminadas y eso no mola nada en el ambiente, a no ser que seas anoréxica y vivas disfrazada de siniestra. Vosotros tenéis que tener los dientes blancos, un contorno de pecho que ni Monica Bellucci y Sofía Loren juntas, un culo de acero, la polla grande...

—Tienes razón —admití—, pero es que la carrera de un maricón 10 es un poco como la de una miss. Mucho esfuerzo durante meses y años y luego solo tienes el minutito ese de la discoteca para brillar...

—Yo no voy a los sitios a brillar —se quejó Miguel.

—Miguel —saltó Matilde, a punto de mosquearse—, entonces ya me explicarás si pasearse desnudo, vestido de sireno, con unos 15 litros de aceite corporal en lo alto de un camión en medio del orgullo gay... no me jodas que eso no es exactamente querer brillar.

—El Orgullo Gay es una ocasión puntual, quizá eso sí se parezca más a lo de las misses, pero yo creo que no es así en general.

—Yo estoy más con la versión de Matilde —aventuré.

—A ver, sorpréndenos con tu punto de vista.

—Hombre, hay que reconocer que en nuestro mundo, una gran parte gira alrededor del sexo...

—No necesariamente —me interrumpió Miguel.

—¡Qué va! Por eso hay solo cuatrocientas saunas, trescientos bares con cuartos oscuros y no hay una sola biblioteca para maricones. Hay que asumir que la cultura no es lo nuestro. Joder, yo estoy seguro de que Jesús Vázquez lee libros y hasta de que Boris Izaguirre los escribe, pero cada vez que les ves en la prensa es o en una fiesta llena de tipas con vestidos carísimos y joyas prestadas o en el yate de Ibiza con sus novios en bañador... el sexo es lo que mejor ha vendido siempre, y los maricones nos agarramos a una oportunidad publicitaria como a un clavo ardiendo.

—Eso que dices es solo tu opinión —me contestó.

—Y también la mía —dijo Matilde—, porque yo cuando salgo con vosotros siempre me doy cuenta de una cosa: hasta el más feo en un garito gay va arreglado, a su estilo, pero arreglado. Las mujeres y los gays son la última esperanza mundial del glamour. Hay veces en que somos malas, pero es que eso viene con el diploma de mariliendre, y hay veces en que nos morimos de la risa de los cuadros que vemos por la noche, pero aun así, tú sabes que ellos se han estado arreglando para brillar como perras, porque un sábado noche cualquiera es una oportunidad de encontrar novio. Y aunque ellas tengan los espejos pintados de negro, ellas se arreglan.

—No todos los gays queremos tener novio —replicó Miguel, que seguía en sus trece.

Y eso sí hay que decirlo. Miguel por entonces no quería novio para nada. Había vuelto a follar poco a poco y de manera gradual. Una vez vino a la sauna conmigo, otra vez salió a tomar café con un actor porno...

Hagamos una breve pausa para darle un poco de pimienta al capítulo y hablemos de los actores porno. Cuando yo era pequeño y Bárbara Rey enseñaba una teta en una película, mi madre la relegaba directamente al mundo de la prostitución hardcore y mi abuela decía que era una «tanguista». Desnudarse en una pantalla no era una cosa aceptada socialmente. Aquellas grandes mujeres del destape (gracias a Dios por ellas y su valentía) eran deseadas por todos los machos del país, pero a la hora de la verdad, ellos siempre querían casarse con una chica decente de buena familia y a ser posible sumisa. Como si lo de enseñar las tetas no fuera decente. Y hasta en este tema, el mundo gay es absolutamente distinto.

Al llegar a Madrid, a Miguel y a mí nos sorprendió enormemente lo aceptado que era el chaperismo. «Fulanito es chapero y es genial y encantador» era una cosa que a mí me dejaba a cuadros. En Santander yo nunca conocí a un chapero. Bueno, una temporada hubo un cubano que hacía striptease y del que decían que las señoras le pagaban y eso por pases privados. Pero ese había sido todo mi contacto con el mundo de la prostitución cuando llegué a Madrid. Imaginaos el shock que Miguel y yo tuvimos una noche en una cena con esta lista de invitados:

• Un gogó del Pasapoga.

• Un camello fino (te vendía en casa o te mandaba un mensaka, nunca en la disco).

• Un chico superviril que se había puesto tetas, pero seguía vistiendo de hombre y con mucho pelo en el pecho.

• Un chapero cubano.

• Un chapero argentino.

• Un profesor de gimnasia de un colegio católico que se vestía de mujer.

• La madre del camello, que era el anfitrión.

Recuerdo que en medio de la cena, estando la madre del camello presente, el chapero argentino nos contó un truco que hacía en su trabajo para fingir una eyaculación, y era algo así (acento argentino incluido):

«Mirá, no te voy a engañar. La mashoría de los clientes son horrendos, ¿viste? Vos te querés matar cuando los ves. Entonces lo que hasés es siempre provocarles que te foshen a lo perrito, a cuatro patas, como disen por acá. Y mientras el cliente te penetra, vos vas formando en la boca una gran masa de saliva, y hasés que cresca lo más que podés, y cuando vos tenés la boca bien reshena de saliva, comensás a batirla con la lengua como cuando hasés una clara de nieve. Y en un momento que el cliente no te ve, vos te escupís en la mano y pones toda esa masa blanca en la sábana. Unos dies segundos después, vos comensás a aullar como loco fingiendo el mejor orgasmo que tuviste, che. Y el cliente se corre enseguida, y cuando vos te movés el cliente ve esa masa blanca y enorme en la cama y obvio que cree que él te provocó la mejor corrida de tu vida. Y te deja más propina.»

Para quedarse muerto. Y la cara de la madre del camello estaba como si le hubiesen contado la receta del bacalao a la bilbaína. Ella supernatural, tomando nota de todo y asintiendo relajadísima a la explicación. Y esa es una de las cosas maravillosas que tiene vivir en una ciudad tan loca como Madrid. Yo se lo contaba una vez a mi amiga Merche de Santander por teléfono y al principio ella creía que le tomaba el pelo, pero cuando se lo creyó empezó a preocuparse seriamente por mi vida y me preguntaba si me hacía los análisis del SIDA y cosas así. Incluso me preguntó si tomaba heroína. Y es que yo reconozco que desde Santander es difícil imaginarse esto.

Pero volvamos a lo de los actores porno. Una vez que se instalaron en Chueca, llegaron para quedarse. Y el primero de todos era un chico de buenísima familia al que le hacía muchísima ilusión eso, ser actor porno. Ni ingeniero, ni fiscal del estado ni nada de nada: él quería ser actor porno. Y vaya si lo consiguió. A veces he pensado que él es el responsable de la producción de películas porno en España, porque fue verdaderamente pionero. Hasta le llamaban de programas de televisión para que contara su historia, porque si un tío es actor porno hetero tiene ese morbo del supermacho con superpolla superfollador de supercoños. Pero ya si era gay, había ahí una incógnita que le daba mucho más misterio al asunto. Y desde que todos estos chicos llegaron para quedarse, nuestras escalas de valores cambiaron para siempre. Y desde entonces, todo aquel que no se ha tirado a una estrella del porno es como si no hubiera follado en serio. En el ambiente gay, un «pornstar» (se llaman así yo creo que porque en inglés todo suena como más ideal) es un objetivo a conseguir. Liarse con un pornstar se supone que te da un caché en la cama, porque estos chicos, al ser profesionales del sexo, pues son súper selectivos para follar, y si además te vas con uno de ellos un sábado por la noche en medio de trescientos mil maricones que están al quite, ahí es donde tu reputación empieza a crecer, y para bien.

Miguel, en su etapa de «hacer por hacer», tuvo su primera experiencia en el mundo del porno gay. Y las experiencias de Miguel lo bueno que tienen es que son todas muy traumáticas, pero muy completas, por eso este libro es sobre él y no sobre mi vecina del quinto, que es encantadora, pero es un puto muermo la pobre.

Por medio de Internet, cómo no, Miguel conoció a Cario (nombre ficticio, por supuesto) que acababa de llegar a Madrid para instalarse. Cario era el colmo del macho versátil, a juzgar por sus interpretaciones en películas como El ojete de mi deseo, Eso no me cabe a mí y la obra cumbre de su carrera hasta el momento, Memorias de un geisho superdotado, donde a pesar de su aspecto más siciliano que la mortadela, Cario interpretaba a un director de una escuela de geishos en el Alto Ampurdán, y claro, entre que te enseño a leer poesía, que te hago caligrafías en las tetillas y que te pongo hasta las trancas de sake, pues Cario se pasaba por la piedra a todo el reparto. Y es que Cario estaba más bueno que el pan. Cachas como un mulo pero sin ofender, polla grande pero sin ser caballuna, completamente versátil y a veces velludo y a veces sin un pelo. Sus genes italianos (aunque su madre era de Ayamonte, Huelva) le daban un aspecto entre tierno y bruto. Y le mandaba a Miguel unos tres mil mensajes al día para que le hiciera caso. «Yo, para mí —me contaba Miguel— que este o se ha equivocado o no ha visto bien mis fotos.» Todos, absolutamente todos los adictos al gimnasio, aunque midan 1,75 y pesen cien kilos, se siguen viendo delgados y feos. Increíble pero cierto.

—Anda, no te hagas de rogar y queda con él —le insistía yo.

—Pero, ¿para qué? Si es puta.

—Pues eso que te ahorras, guapo.

Y así le estuve convenciendo para que quedara con Cario. Y como Miguel tenía una época «hacer por hacer», le daba lo mismo ocho que ochenta, porque aún arrastraba la tristeza de su ruptura con Federico y no le apetecía mucho follar. Se trataba en esos momentos de sobrevivir, de seguir adelante. No estaba deprimido, estaba simplemente pasota. Pero al final quedó con Cario una mañana para desayunar.

Miguel, que siempre ha sido puntualísimo, llegó el primero al café y se puso a leer el periódico. Cario llegó cinco minutos después. «Qué guapo eres», le dijo nada más sentarse. Y es que los actores porno y los chaperos que yo he conocido han sido todos encantadores, cariñosos y un pelín engatusadores. Y Cario, según lo que contaba Miguel, no era una excepción, porque a los cinco minutos, medio en serio medio en broma, ya le estaba diciendo que a ver si quería ser su novio. Claro que no tenía ni idea de la aversión que Miguel tenía a la palabra novio.

—Mira, Ale —me contaba—, si voy a quedar con Cario es porque es territorio seguro.

—¿Territorio seguro?

—Por supuesto. Cario, además de estrella del porno, es puta. Y conociéndome como me conoces, sabes que lo último que haría en la vida es liarme con una persona de esta profesión.

—Es que eres muy convencional, Miguel. Y muy antiguo.

—Pues igual tienes razón, pero como es mi vida estoy en el derecho de escoger lo que quiero...

A mí tampoco me parecía mal lo que decía, pero yo para eso soy mucho más abierto de miras, y creo que de piernas. Que Cario sea hoy puta y megaestrella del porno no quiere decir necesariamente que lo vaya a ser siempre. Hasta Cicciolina se retiró del porno por amor, según tengo entendido. Igual es que al final yo soy más romántico y menos de fijación que Miguel, pero para mí no es un impedimento lo que alguien haya sido, me importa más lo que puede ser.

—Pero, ¿tú qué quieres, Ale? —me decía enfadado—. ¿Que todos los maricones de Chueca se la casquen en su casa viendo cómo folla mi novio? A mí me daría un ataque, con lo celoso que soy.

Hombre, no es plato de gusto ver cómo diez culturistas se benefician a tu novio, claro que no. Y es que yo, entre blanco y negro he visto siempre mucho tipo de gris, mientras que Miguel era de extremos. Por eso, y por esa dignidad mal entendida, solo accedió después de aquel café a ir a entrenar con Cario a su mismo gimnasio. Y Cario era simpatiquísimo, y aparte de estar más bueno que el pan y tener un culo que tenía vida propia, pues al menos era un divertimento, un pequeño oasis después del cuadro de lo de «Federico la culta», que es el mote que le pusimos y con el que se ha quedado el muy imbécil.

Una semana después de conocerle, Miguel me llamó por teléfono, cómo no, a las doce y media de la noche.

—Ale, te quiero preguntar una cosa...

—Joder, qué horas, hijo. A ver, dime...

—¿Te parece mal si me voy a pasar la noche con Cario? —me preguntó así, como en voz baja.

—¿Mal? —le contesté—. Lo que me parece mal es que a estas alturas no te lo hayas follado, y encima yo sufro el doble, porque yo sí que me lo hubiese tirado en dos minutos y dios da pan al que no tiene boca y qué poca vergüenza, y, y...

Y Miguel se estuvo una noche entera follándose a Cario. Porque aunque el italiano tenía ese aspecto de súper bruto que te va a partir el alma y el culo, pues Cario en su vida privada, era solo pasivo. Y según cuenta Miguel, cuando al italonubense le vio el cimbrel, casi sale corriendo a la calle a comprar unas alianzas. Y después de aquella noche, cuando los compromisos profesionales de Cario lo permitían (ejem), quedaban a dormir. Y ese creo que fue el primer follamigo («fuckbuddy» para los sofisticados) de Miguel. Y se lo pasaban pipa y hasta desarrollaron una amistad. Un poco rara, pero amistad. Y otro día me llamo Miguel, también a las tantas, para darme una noticia.

—Ale, que mañana me voy a Praga —me dice así, tan pancho.

—¿A Praga? ¿Y a ti qué se te ha perdido en Praga?

—Pues mira, que Cario va a rodar una película así como muy hardcore, que dice que está harto del porno americano, que ya no le llama nada la atención tanto polvo en la piscina, que acaba con la piel achicharrada, y que un director muy arty le ha propuesto hacer una peli extrema, con meadas, lapos, latigazos y todo eso.

—¿Y a ti te han dado un papel? —dije en broma.

—Pero qué imbécil eres —se reía—, nada que ver, bobo. Que me ha invitado a ir con él y a ver el rodaje.

Y allí que se fue, rumbo a Praga, a ver el rodaje del ya clásico Perros y Pajas, que como todo el mundo sabe, es un título imprescindible para coleccionistas y virtuosos varios del hardcore. Y lo que aquí relato es absolutamente verídico, lo que es más, no es la primera vez que ocurre.

Cario y Miguel llegaron a Praga y Miguel se tuvo que hacer pasar por amigo (no follamigo) porque la productora les prohibía por contrato a las estrellas mantener ningún tipo de relación sexual durante el rodaje. A Miguel no le hacía mucha gracia, pero cuando vio el ganado que había allí, se le alegró el ojillo e hizo de tripas corazón. Primero estuvieron rodando los exteriores y las escenas de diálogo (esas que todo el mundo avanza con el ff del mando a distancia). Y el tercer día ya llegaron al estudio. Un pedazo de estudio, por cierto. Y Miguel me llamaba cada cinco minutos para contarme lo que era aquello. Una pena que en aquel entonces no había ni videoconferencia ni lo de los móviles con cámara, que me hubiese puesto las botas.

El rodaje avanzó según lo planeado y Cario, que era la estrella absoluta, interpretaba a un amo sado que conocía a un moro en un mercado de Praga y terminaba haciéndose sumiso por amor. Un poco como Pretty Woman pero en plan sado y con treinta pollas por plano. Ya he contado que aquella producción era hardcore. Muy, pero que muy bruta. Todos los escenarios eran de rollo industrial llenos de cadenas, de arneses, de dildos gigantes y de dos señoras praguenses que eran las de peluquería y maquillaje. Para los que no lo sepan, los actores porno van pintados como puertas, a veces con maquillaje resistente al agua, porque trabajando en el porno se dice que se suda más que en una mina. Y cuando a uno se le corren cinco a la vez en la cara, incluso en ese momento tiene que estar guapísimo.

Ya he contado que las experiencias de Miguel son muy traumáticas, gracias a Dios, que si no estaría yo escribiendo un libro de recetas. Y esta vez el trauma fue para Cario, y me explico. La última escena que se rodaba era la de un fist fucking. Para los no iniciados (si es que hay alguno), el fist fucking es cuando te meten medio brazo por el culo y terminas pareciéndote a Monchito, el de José Luis Moreno (un artista español que siempre me ha fascinado, no sé si lo he dicho antes). Y el chico que iba a ser penetrado con el brazo por Cario era un rubito de Barcelona con el que Miguel hablaba mucho, porque era español y era bastante dulce. Es más, Miguel desayunó con él aquella mañana en el hotel y le oyó quejarse de que había pasado una noche fatal por culpa de una mala digestión. Y el porno no es como trabajar en Caja Madrid, que si te pones enfermo siempre hay uno para sustituirte en la caja. Por lo visto al chico le hacia falta la pasta, y aunque le doliera el estómago, él no perdía el dinero de la escena.

Así que llegó el gran momento y comenzó el rodaje. Cario lo ataba a un potro y le azotaba el culo con todo tipo de artefactos (mientras esto ocurría, las dos señoras praguenses se tomaban un café con leche y hablaban entre ellas, y para mí que les estaban llamando de maricones para arriba, pero bueno). Y el rubito ponía una cara de dolor que quedaba genial, y el director entusiasmado con aquello. Y en los planos cortos, Cario miraba a Miguel y le guiñaba un ojo, como para distraerse y para demostrarle que aquello solo era un trabajo, y que si tenía la polla como una roca era por el pedazo de viagra que se había tomado. El momento del fist fucking llegó y rodaron una escena de Cario poniéndole una especie de mantequilla barata en el culo, que es lo mejor para estas cosas. La cosa tenía un aspecto horrible. Al rubito solo le faltaba una manzana en la boca y cada vez estaba más pálido. Pero debía estar súper metido en el papel de sufrir porque no decía ni mu. Y Cario empezó a meterle un dedo, y luego otro, y la mano entró en un santiamén. Según me contó Miguel, estaba fascinado por la capacidad de dilatación del rubito, que parecía el pobre preparado para dar a luz allí mismo. Y lamento decirlo, y repetirme, pero una nueva tragedia estaba a punto de estallar. Literalmente.

Cuando Cario tenía ya el brazo metido hasta el codo, el rubito le empezó a chillar que parara y gritó el nombre del director. Y todos empezaron a gritar, que un drama se contagia muy rápidamente. Hasta las dos señoras gritaban, yo creo que para no desentonar. Estaba claro que Cario tenía que sacarle el brazo, que el otro iba a parir de un momento al otro. Y en el mismo instante en que Cario terminó de sacar el último dedo, el rubito explotó. Un geiser de diarrea que ya lo quisiera para sí el Parque Yellowstone se estampó en las caras de Cario, del director, de un ayudante de realización, de un electricista y de una de las dos señoras, porque la otra se tiró al suelo en plan trinchera. Aquella muestra de gotelé humano los dejó a todos así, estampados.

Dicen que los gritos aún resuenan en aquel plato. Y aquella noche Miguel decidió que no podía seguir siendo follamigo de Cario. Aunque era encantador, no podía. Y es que Miguel tiene fijación con los traumas. Es sufrir un trauma y ya no puede soportar nunca aquello que lo provocó. Y Cario le olía fatal desde entonces. No podía ni soportar tenerlo cerca y cada vez que el pobre Cario (este año ha ganado el Oscar del porno gay en la categoría «Mejor penetración vestido de fallero»), que sigue siendo encantador, viene a saludarnos, Miguel siempre sale como si hubiera un incendio justo a su lado.

Por lo tanto:

• Dramas hay en todos lados. En Villa Pizarro y en Manhattan. El drama es inherente a la condición gay.

• A más músculos, según el prestigioso Instituto de investigación Susana Reche, de Vladivostok, más posibilidades de contraer dramaqueenismo.

• Las mujeres opinan que los maricones tenemos glamour. Dejemos a las pobres que lo sigan creyendo. Ellas incluso llevan faja, y por eso hay que perdonarlo todo.

• Un marido es un marido, aunque sea trapecista, sexador de pollos o actor porno.

• Las madres de los camellos a veces son una caja de sorpresas. Al loro con ellas.

• Un rodaje porno no es, necesariamente, una experiencia excitante y puede ocasionalmente, ser una experiencia laxante.

• Cuando vuestros polvos os digan que ya se han corrido, exigid certificado de esperma garantizado. No os conforméis con la saliva batida.





Una noche nos fuimos Miguel, Celeste, Matilde y yo a ver el show que Diossa y Malyzzia hacían en el XXX Café. Poco sabía yo que una frase de su show iba a desatar un debate apasionado en nuestras vidas gays y que a la larga iba a ser el punto de partida para un capítulo de este libro que entonces ni existía en mi imaginación.

En medio de uno de sus monólogos, Diossa se quejaba de lo fea que era la gente y decía algo así como: «Antes te tirabas a una fea horrorosa de la muerte y te lo callabas. Ahora dices: ¡Me he tirado a un oso!, y te quedas tan ancha.»

Efectivamente, este capítulo trata de los osos y de otras tribus urbanas gays. Para aquellos heterosexuales que en este momento estén aterrorizados pensando que esta historia trata de sexo con animales... que se tranquilicen, que todo llegará. O no. Como dice Rajoy, que es un político que a mí me da mucha curiosidad. Este capítulo habla de las nuevas tribus urbanas gays. Y la que más destaca sobre todas es la de los osos.

Aún no tengo yo muy claro qué es un oso exactamente. Lo que parece ser fundamental es que el individuo en cuestión sea peludo. Con eso, ya se es un oso. Pero a mí no me parecen las cosas tan fáciles, es un concepto demasiado amplio como para referirse a un gueto, a una tribu. Generalmente, las tribus urbanas son fáciles de distinguir a mil kilómetros. Tú a un heavy o a un siniestro los ves venir ya de lejos, y como van maqueados de arriba abajo con su uniforme, pues es fácil ubicarlos.

Una noche, en una cena multitudinaria en casa del dueño de un gimnasio gay (cómo no), salió la conversación, y como la sala estaba dividida entre mujeres (genéticas), musculocas, porreros hippies y marimodernos varios pues la cosa se animó mucho. Aparte de toda esta fauna, había un chico de Burgos que se llamaba Gustavo, que era oso y que hasta había ganado un premio de belleza osuna. A mí me parecía simplemente que era gordo y muy simpático, pero él insistía en ser oso. Y vaya si lo era.

—Pues a mí me parecéis un grupo de feas que como no os coméis un rosco en el Cool, os habéis abierto un par de bares entre vosotros para así sentiros menos despreciados —dijo Julito, una marimoderna que estaba siempre a la última y que trabajaba de buscador de tendencias para una revista de esas maravillosas que nadie lee.

—Mira, eso que dices es un error garrafal —comenzó Gustavo el oso—, desde siempre la gente tiende a agruparse en sitios que les hacen la vida más cómoda y donde son comprendidos. El mundo oso simplemente escapa de esa estética de gimnasio tan implantada desde Estados Unidos y que en realidad no sirve para nada.

—Hombre, bonito —intervino Miguel—, entre otras cosas digo yo que servirá para tener un buen sistema cardiovascular y que no te dé un infarto a los 40 mientras estás intentando buscarle la polla a tu novio entre los michelines.

La cosa se ponía jodida, pero como Gustavo el oso sabía que tenía una audiencia, se puso a explicarnos las diferentes categorías de osos, para que nos diéramos cuenta de que ellos eran un mundo aparte. Y yo, que voy con una libretita y un boli a todos lados, lo apunté todo, todito, todo (al menos lo que dijo Gustavo el oso), y estas son las categorías en el mundo osuno:

• OSO se le llama a un hombre barbudo en la cara y velludo en el cuerpo. Su complexión puede variar, pero generalmente son fornidos y de huesos anchos. Un oso también es un hombre maduro. Nada por debajo de los 30 es un oso en condiciones. Por supuestísimo que lo suyo es la belleza natural, detestan la ropa de marca y huyen de las cremas depilatorias como alma que lleva el diablo. Su lema es «Donde hay pelo, hay alegría». Un ejemplo de oso podría ser desde Chanquete a Constantino Romero, pasando por Don Johnson, que está hecho una foca últimamente.

• CHUB o CHUBBY es lo que se llama vulgarmente «una loca gorda». Es decir, un hombre obeso. Y a este no se le pide que tenga barba, bigote y pelo hasta en las entretelas. Se puede ser chubby sin ser peludo. Un prototipo de esto puede ser Iñigo de Gran Hermano (aquel que se comía los mocos y se echaba pedos).

• Un CACHORRO es un futuro oso, es decir, un niñato gordo y peludo que aún no se ha convertido en un hombre hecho y derecho. Eso sí, obligatoriamente tiene que ser peludo en un futuro cercano. El Piraña de Verano Azul es lo primero que me viene a la cabeza en el mundo del cachorrerío.

• CHASER es alguien que se vuelve loco por los osos, sean del tipo que sean. En inglés quiere decir cazador y se dedica a eso, a ir de caza a bares de osos y saunas de osos (esta tribu tampoco se reúne en bibliotecas municipales precisamente). Un chaser no tiene por qué ser peludo ni gordo ni nada de eso; cualquiera puede ser un chaser. Cualquiera con el suficiente estómago, quiero decir.

• MUSCLE BEAR: Esto es el típico leñador de las películas porno que nos pone enfermos y hace que las bragas se nos caigan en cero coma tres segundos. Es súper musculoso, súper viril y tiene una voz profunda. Y con solo mirarte, ya sabes que te va a poner el culo que no te vas a sentar en un mes.

• DADDY O PAPÁ OSO. Este no tiene nada que ver con el cuento de los tres ositos. Este es un señor mayor gordo y peludo al que le van los niñatos jóvenes, gordos y peludos. Se me ocurren unos trescientos ejemplos de Papás Osos, pero por miedo a las querellas, como que prefiero no nombrarlos.

• UNA NUTRIA O UN DELFÍN es como se llama en el ambiente oso a un maricón flaco y lleno de pelo. Un oso anoréxico. Vamos, una puta tragedia, para qué nos vamos a engañar.

• UN LOBO. Mamá que me come el lobo: pues de eso también hay en el ambiente ursino. Un lobo en realidad es un mediocre, porque es un tipo peludo que no es ni gordo ni flaco, ni alto ni bajo, ni nada de nada. Un lobo es el noventa por ciento de la población masculina española.

• EL OSO POLAR. Un señor con un pie en la barra del bar y otro en la tumba. Son personas osas de una avanzadísima edad (a no ser que sean albinos) y que tienen todo el pelo blanco. A mí estos me dan una ternura tremenda; no tengo ni idea de por qué, pero me encantan. Si alguna vez me hiciera cazador de osos, yo iría a por estos. Supongo que debe ser el parecido con Papá Noel.

Y así estaban las cosas. Yo la verdad es que me hallaba un poco sobrecogido con la especialización existente en semejante grupo, pero Miguel tenía una opinión muy distinta sobre el tema.

—Los osos son un cuadro espantoso de ver —decía furioso—, son y serán los responsables de la fragmentación de la cultura gay y se están convirtiendo en un lobby peligroso.

—Hijo, ¿te has tomado una copa de más o qué? —le dije.

—Joder, Ale, es que no tiene sentido. Los maricones hemos sido perseguidos desde siempre por nuestra orientación sexual, siempre estigmatizados, siempre señalados con el dedo, y lo único que nos ha salvado en los últimos años es que se nos ha visto como un grupo enorme, unido y, sobre todo, con capacidad por decidir a quién van a votar en las elecciones...

—No me jodas que vamos a hablar de política.

—Nada que ver Ale, pero yo no veo el ambiente gay tan normalizado como para estar separándose y haciendo pequeños guetos dentro de un gueto que tampoco es tan grande. Que no se te olvide que Vallecas es mucho más grande que Chueca...

—Pero chico, si a ti no te gustan, pues no vayas a sus bares y ya está, que yo tampoco les veo a ellos matándose por bailar en el podium del Cool.

—Sabes que tengo razón —me decía, ya un poco pesadito—, y te lo voy a demostrar. ¿En patología clínica, la obesidad es una enfermedad, no?

—Sí, supongo que sí.

—Entonces, si yo abro un bar de personas con obesidad es como si abriera un bar para diabéticos, hemofílicos o seropositivos, ¿no?

—Hombre, sobre el papel, y si todas las personas que van a ese bar son diagnosticadas de obesidad, pues supongo que sí. —Aquí ya me puse serio.

—Hasta ahí todo bien —prosiguió—. Entonces, si a mí me sale de los huevos abrir un bar para obesos y promover la cultura de la obesidad, también me tendría que parecer bien que dos ex modelos abrieran un garito para anoréxicas (que es la otra cara estética de la obesidad) en el que se mirase mal a todo aquel que pesase más de diez kilos. ¿Qué te parece?

—Me parece —le dije— que estás llevando las cosas un poco lejos, nene.

—Perdona guapo —contestó a la velocidad del rayo—, pero como sabes, estoy haciendo una consultoría para una empresa farmacéutica, y la cantidad de gente que se muere al año por accidentes cardiovasculares es acojonante. Y una gran parte de ellos son obesos.

—Bueno ya, pero...

—Ni peros ni hostias Ale. Que bastante llevamos escuchando todo tipo de insultos desde hace siglos para que ahora vengan trescientas locas y nos conviertan en el hazmerreír.

—Y encima —entró Mario en la conversación— el 90 por ciento de ellos son pasivos y eso es un shock. Porque si tienes una noche mala y te llevas a Grizzly Adams a casa, es para que Grizzly te ponga contra la pared. Joder, tanta camisa de cuadro, tanto pelo, tanto beber cerveza y tanta actitud, y luego son unas señoras que encima tienen voz de pito. Y a todos les encantan Rosana y Chavela Vargas, que no sé qué coño tendrán en común.

—¡Eso es rotundamente incierto! —bramó desde el fondo de la sala Gustavo el oso.

Yo a esas alturas ya estaba descojonado y empezaba a pensar que estos dos debían haber tenido un trauma de pequeños con una señora gorda, porque si no aquello no se entendía. Y del apasionante mundo oso, pasamos de golpe al mundo de las lesbianas, para desmayo de Celeste, que aún estaba traumatizada por aquella comida de coño de su amiga, ahora ex amiga.

—Pues yo antes quería ser de mayor Paris Hilton o Jennifer López, pero me he dado cuenta de que en mi próxima vida quiero ser lesbiana. Definitivamente torti. Bollo Forever.

Esto lo decía Iñaki, un chico de Bilbao graciosísimo que era actor de teatro y hacía monólogos en restaurantes temáticos para ganarse la vida hasta que le descubriera Almodóvar. Y comenzó su discurso:

«Mira, los maricones estamos todo el día intentando parecer divinos. Una lesbiana es pura esencia, pura actitud y nada de artificio. Yo ya estoy hasta los huevos de esto de lo gay. Y encima es que ser gay es una ruina. Vamos por partes. Un gay se supone que tiene mucho gusto y que va siempre estupendo, y para ir de Armani, de Versace (al que Dios tenga en su gloria), o de Dsquared, uno tiene que tener una Visa a prueba de bombas. Una lesbiana es otra historia. Anda que no va ella apañada con esas camisas de cuadros y esos vaqueros que se compra en la sección de moda del Carrefour. Eso ya solo supone un ahorro de un treinta por ciento del sueldo. Una lesbiana sale con las amigas y lo último que hacen es ir a baretos y clubs de diseño, como nosotros. Con lo que nosotros pagamos por una entrada del Cool, ellas se cogen un pedo de cerveza que les dura tres días. Ellas ni saben lo que es un Cosmopolitan, ni les importa. Ellas con su botellín, su chica y una tarde en la bolera o en los futbolines están felices. O sea, que más ahorro. Y el ocio es fundamental. Nosotros nos vamos de vacaciones a Ibiza y pagamos una pasta por unos alquileres indecentes. Sin embargo, la lesbiana es mucho más rural, más como de comunicarse con la naturaleza, más de irse a la casa del pueblo. Por eso todas las lesbianas tienen piso, porque a ellas se la trae floja el último perfume de Gian-franco Ferré, ellas se compran el bote familiar de Varón Dandy y están perfumadas para una década. Y a un precio súper asequible. No se gastan un duro en cremas hidratantes (ellas siguen dándose Oíd Spice) ni en rayos Uva. A una lesbiana le da igual estar pálida en diciembre, y eso te da una libertad mental que te cagas. Y ya no vamos a hablar del sexo. Porque una lesbiana por supuesto que no va al gimnasio, ni a Pilates ni a nada de eso. Donde iba a parar, por Dios. Las lesbianas son mucho más de enamorarse y de durar muchísimo con la misma pareja, y si alguien se mete en medio, le dan dos hostias y asunto solucionado. Vamos, que lo que os decía, que yo creo que el futuro es de las lesbianas. Yo, en mi próxima vida solo quiero ser lesbiana, porque aparte de la cantidad de estrés que reduces, a los treinta ya tienes un piso en propiedad. Y eso es el futuro chicos...»

A estas alturas, yo empecé a pensar que me habían echando droga en la copa, porque no podía ser cierto lo que estaba escuchando. Y Mario le echó mas leña al fuego. «Ya, entonces ¿qué me dices de las lipstick lesbians?».

Las lipstick lesbians son unas lesbianas ultra femeninas, guapísimas y casi todas directoras o altas ejecutivas de algo, y se supone que se aparean entre ellas y hacen viajes formidables como al norte de África y otros paraísos. Una amiga me dijo que Marrakech era súper lipstick lesbian. Vaya usted a saber por qué.

Y Miguel seguía ladrando en el otro lado de la habitación en contra de los osos, las lesbianas, los siniestros y los marimodernos. Miguel quería una civilización gay como estupenda. Todos guapos, todos sanos y todos de uniforme, y aunque todos le dijimos que era un poquito radical, él seguía erre que erre. Ni Pedro Zerolo ni Maria Patiño (dos grandes oradores de nuestro tiempo) ponían tanto énfasis en sus exposiciones.

La única que lo tenía claro (a pesar de los veinticinco gintonics que llevaba encima) era Celeste.

—Mira —decía—, a mí me vuelve a comer una amiga el coño sin avisar y la mato.

—Pues para mí que eso es un lesbianismo reprimido —le dijo José, un estilista de catálogos de venta por correo.

—Reprimida tengo yo otra cosa que no te voy a decir, pedazo de maricón, para que no agarres el bolso y te vayas a casa llorando.

—Eres una vulgar —le contestó muy ofendido el pobre José.

—Y tú eres una fea disfrazada de moderna. Y te pones esos modelos imposibles, y te haces esos cortes de pelo espantoso, solo para que la gente y tus amigas superfashioncool no se den cuenta de que eres de Alpedrete, porque tú eres de Alpedrete, de Al-pe-dre-te, maricón —le soltó Celeste, y se fue a por otro gintonic... a cuatro patas.

Y aquello ya fue el desastre. El estilista dijo que mejor ser de Alpedrete que borracha de la vida que se hace mariliendre porque ningún hetero la soporta. Y la otra le dijo que ya tenían algo en común, que los padres de José eran heteros y tampoco soportaban al engendro de bujarra que habían criado. Y el otro le suelta que ella es una gogó fracasada y que sus clases de Pilates no sirven para nada. Y la otra se bebió de un trago el gintonic y le estampó el vaso en la cara. Y el mejor amigo de la marimoderna gritaba por la casa que le habían desfigurado a su amigo. Y la marimoderna, con media ceja partida y sangrando como un cerdo, buscando un piercing que había perdido en la batalla. Y Celeste desmayada. Y ahí se acabo la discusión.

Conclusiones:

• Los guetos ni son ni serán nunca buenos.

• El morbo esta en el tío, no en su talla de cintura.

• Los hipopótamos no son sexis y las gambas tampoco.

• Liarte con una lesbiana es mejor que cualquier fondo de inversiones.

• Israel y Palestina se llevan mejor que las mujeres borrachas y los estilistas alpedretenses.

• Que una amiga te coma el coño es una cosa que te marca para toda la vida. Y de mala manera.

• Por fin un puto capítulo donde no se habla de Marta Sánchez.





Bienvenidos al capítulo de los pasotes. Toda crisis tiene su fin, y a pesar de que Miguel fue saliendo adelante poco a poco después de lo de Federico con la ayuda de sus amigos, varios libros de esos de «conocerte a ti mismo» y el pobrecito pornstar, llegó un día en que se dio cuenta de muchas cosas y se enfadó.

—Estoy rabioso —me dijo una mañana de sábado en la piscina del Lago.

—¿Por qué?

—Pues porque todo es una mierda Ale. Yo no voy a encontrar jamás un novio en esta ciudad. Es simplemente imposible.

—No tienes razón, cualquiera puede encontrar un novio en Madrid. Quizá lo que pasa es que no estás buscando en los sitios adecuados... o que te has cerrado en un prototipo de chulo que, simplemente no existe.

—Hombre, si te parece bien lo que hago es ir en tanga al supermercado cantando un bolero de Machín para a ver si así llamo la atención de un buen mozo que se case conmigo y me preñe encima de un colchón Lo Monaco.

—No se trata de eso, Miguel. Lo que quiero decir es que estás siempre en los mismos sitios, con la misma gente y haciendo lo mismo, y supongo que es muy difícil que alguien invada esa rutina social y te sorprenda.

Y Miguel se lo pensaba, sobre todo porque sabía que yo le quería como a un hermano y que a mí era al que más ilusión le hacía verle feliz. Además, yo había encontrado novio y llevaba casi un año de felicidad constante y sobre todo, tranquila.

—A ti no te ha sido nada difícil encontrarlo —me recriminó.

—Ya, pero eso también es porque mi actitud a la hora de buscar novio es distinta. Y además, un novio no se busca. Un maricón casadero como nosotros tiene que ir siempre como los taxis, con la luz verde, pero de una manera relajada. Porque si se nota que buscas novio, no te sale ni uno. Está científicamente comprobado. Es lo que la doctora Carmen Horn Yllos llama «la atenta despreocupación».

—Y entonces... ¿Qué hago?

—Pues para empezar, cambiar ese perfil de Internet donde pareces un cruce de Sylvester Stallone y Tania Doris. Muéstrate a la gente más como eres por dentro y un poco menos como luces por fuera. Que pongas una foto en traje de baño me parece de puta madre, porque tu cuerpo es parte de ti, pero hay veces que la gente quiere ver más allá y sería estupendo verte con una camisa, que te quedan fenomenal, por cierto.

Miguel no me hizo ni puto caso. Y la cosa iba fatal. Y de estar deprimido, un poco asustado y solo, pasó a estar más mosqueado que La Veneno en el polígrafo y se tiró por un barranco emocional. Para empezar, comenzó a salir con un grupo de mamarrachos que solo sabían drogarse y hablar de estupideces. Todos ellos eran maricones de clase A, pero en el fondo lo que eran era unos imbéciles de clase Z. Un colaborador de televisión con tanto botox en la cara que Nicole Kidman a su lado parecía PoZi, un ejecutivo de cuentas de una compañía telefónica conocido como «La Culo roto» (perdónenme ustedes pero no me veo con fuerzas para explicar por qué le llamaban así), un diseñador de moda ex flaco y ahora aspirante a cachas que seguía siendo igual de calvo e igual de feo, pero en versión hinchada, un productor de eventos que tenía tatuada en la espalda la lista de drogas que se había metido en su vida (a estas alturas me imagino que debe estar tatuándose ya los tobillos) y una cantante de un grupo que actuaba en play back que aportaba la cuota de mariliendrismo necesaria en un grupo gay de alto standing que se precie.

Todos ellos iban en manada al Cool, al Ohm y al Space y se metían lo que no está en los escritos. Por supuesto que todos ellos se morreaban con cuatrocientos cada noche, follaban en los baños y luego hacían chill outs en el piso de un pintor feo como un demonio pero apañadísimo porque tenía mucha pasta y seguía financiando las drogas cuando al grupito se le acababan. Yo aquellos días los pasé bastante separado de Miguel, que incluso había cambiado de carácter. Y es que mezclar drogas y anabolizantes a mí me parece que es de estar de la cabeza, igual que la viagra y el poppers, que tiene un peligro de cojones. Pero por entonces ni se podía hablar con Miguel. Y esto lo comentábamos en una de nuestras cenas de los jueves por la noche a la que, por primera vez en años, él no vino.

—Yo creo que se le pasará —decía Alfonso, un amigo que ya era fijo en las cenas.

—Pues a mí no me parece tan fácil —replicaba Matilde—, porque uno se puede meter lo que quiera los fines de semana, pero lo que no es normal es que entre semana estés hecho un ogro y no tengas ni un minuto para visitar a una amiga en el hospital.

Esto lo decía Matilde porque nuestra pobre Celeste había tenido un accidente de tráfico cuando iba con su nuevo novio, que era un ex camello y ahora constructor. La versión oficial decía que se habían saltado un ceda al paso al ser deslumhrados por los faros de un coche que les venía de frente. Pero la realidad era muy distinta. Nuestra querida Celeste, en un alarde de originalidad y sentido común, le iba haciendo una mamada a su novio mientras conducía, y claro, en medio de un éxtasis hay que reconocer que es complicado atender a las señales. Claro que los del samur algo se olieron cuando llegaron y se encontraron a Celeste semi inconsciente y con el cuello dislocado y a su novio absolutamente inconsciente y con un bocado en la polla que parecía que le había atacado una serpiente pitón. Y Celeste pasó una semana en el hospital con un collarín y tres vértebras hechas polvo, y Miguel nunca tuvo tiempo para ir a verla. De cómo quedo la polla del novio (ahora ex novio) ya hablaremos en otro momento.

—Bueno, no importa —le disculpó Celeste—, algo le pasará...

—De eso se trata —dije—, de que algo le pasa y a mí me da muy mala espina esta vez. Porque llevo un mes sin recibir una llamada suya a las tres de la madrugada para contarme lo que se ha tirado, o cualquier idiotez de esas que me suele contar y que me alegran mucho la vida.

—Pues si te cuento la última, vas a alucinar —nos dijo Mario—. Resulta que el otro día en el Space estaban bailando súper juntos Miguel y «La Culo roto», y se les acercó un chulo, creo que australiano de esos talla XXL, y se fueron los tres al baño. Y los tres se montaron un número tan escandaloso que los de seguridad del garito los sacaron casi a hostias.

—Tampoco es tan grave —repuse—, todos hemos follado alguna vez en los baños de la disco...

—No, lo jodido es lo de las fotos del momento... —dijo Mario.

—¿Qué fotos? —gritamos todos como cuando a María Patiño se le hincha la vena.

—Aparentemente, el australiano este tiene una página web donde cuelga unos vídeos y unas fotos que se hace con el teléfono móvil mientras folla por los cinco continentes. Y la página, que traducida se llama algo así como «lo que yo me he comido no lo sabe nadie punto com», tiene cientos de miles de visitas diarias. Y, aparentemente, nuestro Miguel y su amigo son las nuevas estrellas del ciberespa-cio. Un amigo de Eugenio, ese amigo mío que trabaja en el Carrefour, las ha visto y estoy esperando a que me manden el link para ver si es verdad o es alguna historia que se ha montado un maricón malo.

La noticia nos dejo más alucinados que cuando nos enteramos de lo de Carmina Ordóñez. ¡Por fin teníamos un escándalo sexual en la familia! Y es que eso viste mucho. Fijaos en lo que les sucedió muchos años después a Paris Hilton y a Colin Farrell: sus carreras se dispararon a la velocidad de la luz después de los sex tapes. Y además quedó claro que Paris tenía un gusto soberbio (probablemente heredado de su familia), porque el chulo de la cinta no solo estaba bueno sino que además tenía una polla coji-nera. Una polla cojinera es ese tipo de polla que, después de haberte follado, te obliga a reposar tu culo en cojines durante al menos 48 horas. Vamos, una señora polla.

Aquella noche no paramos hasta que hablamos con el amigo del amigo de la prima de un amigo y conseguimos la dirección de la página web. Y como estábamos cenando cerca de Sol, nos fuimos a un cibercafé que estaba en la calle Montera y que abría las 24 horas. Hubo casi una pelea de perros para ver quién cogía el mando del teclado. Y gané yo.

La página web, cuyo nombre completo no pienso poner aquí para no dar publicidad a ese indeseable, efectivamente existía. Un fondo rosa, unas letras espantosas como de cumpleaños infantil en hamburguesería y un dibujo de un señor con la polla de un caballo nos invitaban a entrar en la nueva galería que se llamaba «Three in Madrid». Acto seguido aparecieron ante nuestros ojos unas veinte fotos de tres chulos liados en un cubículo. Lo bueno de todo esto es que solo había una foto donde se distinguía más o menos bien a Miguel: la verdadera estrella de la fiesta era «La Culo roto», que hacía una actuación memorable y dejaba claro el porqué de la expresión «tragárselas dobladas». O sea que Miguel estaba a salvo, siempre podría negar como una perra que aquel fuera él. Y nosotros, sus amigos, ya nos encargaríamos de decir que aquello era un montaje y que era una leyenda urbana y que ni siquiera existía aquella página. No me cansaré de advertir de los peligros de las fotos de Internet. Por favor, siempre que impliquen actos sexuales, procurad que no se os vea la cara, que nunca se sabe si esas fotos pueden acabar en el correo electrónico de tu madre como venganza por parte de un ex novio rencoroso.

Eso sí, al día siguiente acorralamos a Miguel. Matilde estaba realmente mosqueada, Celeste y su collarín eran la parte comprensiva y yo tenía ganas de arrearle dos guantazos, a ver si se espabilaba el maricón.

Quedamos para cenar en su casa por una sencilla razón: se presumían gritos e histerias varias, entonces mucho mejor hacerlo en un espacio controlado que no en el restaurante de moda, que eso quita muchos puntos en la carrera de un maricón 10, y aunque nosotros estábamos mosqueados con Miguel, seguíamos apoyando su candidatura.

Y aquella noche nos encontramos a un Miguel relajado y dispuesto a darnos una explicación. Según él tenía, el «síndrome Cher», que consistía en bajar a los infiernos, quedarse una temporada y sentirse como una absoluta mierda para, así, poder resurgir de sus cenizas, como el ave fénix, que es una cosa muy gay. Lo tuvo que explicar un buen rato, porque desde que dijo la palabra Cher, los tres nos pusimos a buscar cicatrices en su cara.

—Sé muy bien todo lo que he hecho —comenzó—, así que no os pongáis como bestias, que soy muy consciente de todo. Sé que os he tenido abandonados y sé, Celeste, que he sido un capullo por no ir a verte...

—No pasa nada —dijo Celeste.

—También sé que me he pasado con las drogas y con el sexo. He follado más que un tonto y me he metido de todo, pero supongo que eso era el capítulo final de esta fase de mi vida. Lo único bueno que me ha quedado de esto supongo que es que puedo contarlo y que vosotros seguís ahí.

Aquí ya nos ganó por completo, y nos ganó porque era sincero, y aunque se puso a llorar, no lo hacía para dar pena, lo hacía para desahogarse con las personas que quería. Y cuando los ánimos se calmaron un poco y habíamos llorado todos unos diez litros, Miguel nos contó que también le había dado por practicar sexo en grupo y eso, quieras que no, relaja cualquier drama y te aporta un montón de nuevas experiencias.

Para resumirlo, diremos que Miguel fue contactado por un grupo que organizaba fiestas sexuales solo para guapos y cachas en Internet. Y hasta tuvo que pasar un casting con el jefe del grupo. Los detalles del casting me los callo, que son de vergüenza ajena, pero Miguel fue admitido. Y por problemas de esos de demandas, etc., y sin dar iniciales, podemos afirmar que en aquellas fiestas había:

• Un presentador de televisión que había empezado de Mister algo y juraba ser heterosexual.

• Dos futbolistas de equipos de primera división. Uno casado y otro con novia. Y es que tanto vestuario no puede ser bueno, todo el santo día viendo pollas, pues conduce a lo que conduce. Y si no, atención a esos abrazos que se dan cuando marcan un gol. Yo no voy y le como la boca a la chica de las fotocopias cada vez que consigo una entrevista increíble para la revista.

• Un modelo de ropa interior famoso por ser el novio de un productor de televisión muy importante.

• Un político de derechas y otro de izquierdas a los que daba gloria ver en acción, porque el de izquierdas se follaba al de derechas a lo bestia y aquello era como asistir a una nueva revolución política pero en sexy, nada que ver con el congreso de los diputados.

• Un actor de televisión que hacía de gay en una serie, pero que en la vida real estaba casado y había adoptado con su señora dos gemelas chinas.

• Un electricista al que se había tirado el jefe del grupo y que encajaba fenomenal.

A partir del electricista ya no nos interesaba la cosa, a nosotros lo que nos gustaba era el rollo chisme, de políticos para arriba. Y la lista era como para quedarse pasmado. Yo, desde entonces, no he vuelto a ver los telediarios de la misma forma, y que nadie me pregunte la razón.

Telediarios aparte, lo gracioso de la historia es que Miguel y uno de los futbolistas se hicieron fuck buddies y hasta desarrollaron una amistad. Una amistad que quedó tan cimentada que el futbolista le invitó a su boda, siempre que se hiciera pasar por heterosexual y fuera acompañado por una mujer. Al principio pensamos en llamar a La Prohibida o a La Chicago, que además de dos grandes artistas, son dos mujeres muy interesantes, pero al comprobar (viendo un documental sobre skinheads) que el mundo del fútbol no era muy agradecido con las homosexualidades, descartamos la idea.

Y la elegida fue Matilde. Por una razón muy sencilla. La boda de la modelo y el futbolista iba a aparecer en toda la prensa a bombo y platillo. Y la ilusión de Matilde de toda la vida (de Matilde y de cualquier persona con dos dedos de frente) era aparecer fotografiada en el ¡Hola!. Nuestra amiga se compró un modelo que era una imitación perfecta de Vittorio y Luchino, o como coño se llamen, y se hizo unos bucles en la peluquería de su barrio que daba gloria verla.

Lo gracioso del bodorrio fue que en un momento en que la novia estaba solicitadísima para eso de los valses (qué espanto solo de pensarlo), el futbolista hizo una seña a Miguel para que le siguiera... al baño. Varios compañeros estaban allí y ellos dos se metieron en uno cerrado como si se fueran a meter una raya, que aparte de futbolistas maricones, también los hay que se meten, igualito que pasa con los ciclistas, que el Tour de Francia últimamente parece el Cool un sábado por la noche de lo puestos que van todos.

Y mientras mi amigo era succionado por la boca del pichichi, no pudo evitar oír cómo los compañeros comentaban que ya hora de que se casara el muchacho, que no se podía ser tan putero y que a ver si ahora sentaba la cabeza y metía aún mas goles.

Miguel me contó que al salir del baño se sintió un pelín asqueado y un poco solo ante tanto teatro. Y decidió que ya había tenido suficiente de sexo grupal y futbolistas (supuestamente) bisexuales. Por mi parte, puedo decir que desde entonces veo partidos de fútbol y no sé por qué, pero se me hacen muy entretenidos.

Conclusiones

• El sexo en grupo es tan bueno como el psicoanalista. Y además adelgaza y se hacen nuevos amigos. Y puedes hasta ir al fútbol gratis, si me apuras.

• Ten mucho cuidado con los teléfonos móviles en circunstancias especiales, si no quieres salir en Salsa Rosa en todo tu esplendor. Recuerda que tu madre no sabe lo que es el Space, pero el Salsa Rosa no se lo pierde un día.

• Por favor, abandonemos la práctica de las mamadas al conducir. Está ya muy visto y además es como de heteruzo.

• Yo sigo shockeado con lo de Carmina, que me encantaba, y se le echa terriblemente en falta. Sin ella, la palabra «desahogados» ya no tiene sentido.

• Por cierto, el hijo pequeño de Carmina es totalmente carne de musculoca. Sigan atentos a sus pantallas.





Después del momentito de las drogas y el sexo en grupo, las aguas volvieron a su cauce, bueno, es un decir, porque no hay cosa menos encauzada en la historia que la vida de un grupo de gays y la carrera de cantante de Sonia Monroy, la de las Sex-Bomb.

Y hablando de grandes cantantes, un día nos dimos cuenta Miguel y yo de que en España casi cualquier persona podía grabar un disco. Tirando de archivo en la revista, nos pusimos a buscar una colección de discos frikis y con cuatro porros de por medio nos hicimos una jam session que no se la salta un gitano. Y es que el mundo friki musical español es alarmantemente gracioso. Desde el «No cambié» de Tamara o como coño la pobre se llame ahora, hasta el «Loca» de Malena Gracia (una vez la conocí en un desfile y es encantadora y muy delgada), existen verdaderas joyas que algún ejecutivo discográfico debería recopilar y sacar al mercado con dvd y edición de lujo.

Estábamos nosotros escuchando por séptima vez el «Hoy voy a salir a por ti» de Yurena o Ámbar o Mari Luz, cuando sonó el teléfono de Miguel. «Es Matilde, qué raro, a estas horas».

—¿Qué pasa, nena? ¿Qué haces despierta?

Y ahí, a Miguel le cambio la cara. Yo me daba cuenta de que ella estaba pegando unos alaridos del quince, porque a veces Miguel se apartaba el teléfono del oído y se escuchaba la plenitud del griterío de nuestra amiga. En cuanto le colgó me dijo: «Coge el abrigo y llama a un taxi, que vamos a casa de Matilde».

Y en el taxi me contó que estábamos en una situación límite y de carácter heterosexual, porque Matilde le había llamado entre el grito y el llanto diciéndole que estaba preñada. Totalmente preñada. Súper preñada. Y sin ningún tipo de dudas. Y como le había entrado una crisis del copón y no sabía si reír o llorar, pues nos fuimos a todo correr en un taxi, que sabíamos que Matilde tenía lexatin en casa y no era cuestión de que se comiera una caja y luego le saliera el niño como apagado. En diez minutos estábamos atravesando la puerta de casa de Matilde que, elegante ella, nos recibió en bragas y sujetador y con el maquillaje corrido, lo que le daba un aspecto de koala en lencería que era impagable.

—¿Y ahora qué hago? ¿Quééééé hagoooo? —gritaba con un cigarro en cada mano.

—Pues hija, quéé vas a hacer —le dije—, bajarte al Vips, comprar unas botellas de champán y llamar a tu novio para que venga a celebrarlo.

—Es que... es que él no lo sabe aún —confesó por lo bajinis.

—¿Quééééé? —gritamos los dos al más puro estilo Hermanas Hurtado.

—Pues que no me atrevo, que me da pavor su reacción, que imagínate que me deja sola y con un bombo... —Y venga a llorar otra vez.

Así que me tocó llamar a Juanjo, que era el novio de Matilde, y decirle que viniera a casa de su novia, que teníamos algo que contarle. Y llegó Juanjo con el corazón en la boca, y mientras hablaban, Miguel y yo nos fuimos al Vips de Quevedo a comprar champán. Porque dos maricones en esta situación lo primero que hacen es alegrarse porque van a ser tíos, porque a ellos les da igual el embarazo de su amiga, el dinero, el dolor del parto y lo que sea, porque en ese momento solo piensan que van a tener un sobrino moreno de ojos azules, con un nombre exótico y, por supuestísimo, maricón. Así, los titos le podrán enseñar todos los secretos del cancaneo y del camino para ser maricón 10.)

Cuando volvimos a la casa, Juanjo nos recibió con lágrimas en los ojos de emoción y con una frase feliz típicamente heterosexual. «¡Ay que ver lo maricones que sois, que no me habíais dicho nada!»

Que quede clara una cosa. En este libro, la palabra maricón esta sobreutilizada, y solo por una razón: porque me da la real gana. Primero porque «gay» es una palabra extranjera,y no me mola. «Marica» queda muy femenino y tampoco me hace gracia. De «mariquita» no vamos a hablar (aunque Marujita Díaz sigue utilizando este vocablo con cierta gracia). «Homosexual» a mí siempre me ha sonado a enfermedad. Por lo menos «maricón» me parece una palabra rotunda y como muy de macho. Pero una cosa es que nosotros usemos esa palabra y otra muy distinta es el uso que le dan los heteros, que es absolutamente peyorativo, aunque ese no era el caso de Juanjo, que para ser bombero era bastante despierto y además tenía a Matilde como una reina.

—¡Ayyy, la cara de los compañeros mañana cuando se lo digaaaaaa! —decía el pobre Juanjo, más emocionado que mi amigo Julián viendo el final de Falcon Crest.

Resumiendo: que Juanjo se portó como un campeón, que a Matilde la puso directamente en un trono y que ni siquiera cuando descubrió que venían gemelos frunció una ceja. Juanjo tenía todo lo bueno que se le supone a un macho español y muy poco de lo malo, si descartamos ese empeño en hacer que nos gustaran U2 y los Estopa, que son los grupos que nunca gustarán a un gay aunque su vida dependa de ello.

Los nueve meses pasaron en un santiamén, y antes de que Matilde diera a luz, yo me quedé sin novio (cosas que pasan) y Miguel se colgó de otro de los futbolistas de su grupo de sexo. Gracias a Dios que la cosa no pasó a mayores, que ya le veía yo haciendo posados de verano para la revista Zero mientras los ultras del equipo ponían precio a su cabeza. Eso sí, el otro futbolista tuvo el detalle de invitarle a su boda con su novia modelo siempre que fuera acompañado de una mujer. Se nos ocurrió la idea de ir con alguna amiga drag queen como La Distinta, pero lo descartamos, porque alguien nos dijo que la gente del fútbol no tenía mucho humor para esto de las homosexualidades.

Pero Miguel fue a la boda, vaya que si fue. Y de pareja se llevó de nuevo a Matilde, porque una de las ilusiones de toda la vida de Matilde (y de cualquier persona con dos dedos de frente) era salir en el Lecturas, después de haber salido en el ¡Hola! Y dijeron a todo el mundo que Matilde era su mujer, y que Miguel y el futbolista habían sido compañeros de pequeños en el colegio. Y para rematar la faena, en un momento en que la novia (de nuevo) estaba solicita-dísima para eso de los bailes, el otro futbolista se metió (de nuevo) en un baño con Miguel como haciendo que se iban a meter una raya, y le hizo una follada de esas que entran en los anales (nunca mejor dicho) de la historia. Y mientras tanto, los compañeros de equipo hablando de que ya era hora de que el futbolista sentara la cabeza, porque era un rompecorazones y las traía de calle. Si ellos supieran.

Pero sigamos. Matilde dio a luz un 22 de noviembre en una clínica privada de Madrid. Y todos estábamos allí con ella. Los padres de Matilde y de Juanjo, alucinados y agradecidos de tener a semejante panda de animadores atendiendo el parto. Ya se sabe que un maricón se lleva fenomenal con las madres, y entonces nos turnábamos para entretenerlas, llevándolas a tomar café, dándoles consejos de peluquería o directamente hablándoles de lo increíble que iba a ser, que en unas horas serían abuelas, y que con lo jóvenes y guapas que estaban, nadie se lo iba a creer. Vamos, que les acercábamos el mito de la Preysler a sus vidas. O lo que el Instituto de Investigaciones Sociológicas Anna Rose Kintan de Utah llama «el extraño caso de la abuela adolescente».

Las gemelas eran guapas. Y mira que es raro, porque todos los bebés recién nacidos que he visto me recordaban a Jordi Pujol o a Yoda el de La Guerra de las Galaxias, que viene a ser lo mismo. Y en el hospital fuimos fieles a esa costumbre del reparto de puros por parte del padre, llegaron el champán y todo el jolgorio mientras la pobre madre estaba desvencijada por el esfuerzo del parto.

Matilde volvió a casa a los dos días y si te he visto no me acuerdo, porque entre pañales y biberones era imposible verla con tranquilidad más de cinco minutos, y eso que Juanjo, las dos abuelas y una batallón de tías de pueblo la ayudaban muchísimo. Algún día debería escribir un libro sobre las tías que vienen del pueblo, que son unas benditas y siempre están cuando hacen falta.

Yo, por mi parte, con mi nueva soltería comencé otra vez a salir con Miguel. Y era un no parar de reírse. A primera hora íbamos al Liquid a ver a esa pandilla de muermos hacer como que ligaban con camisas de Ralph Lauren de mercadillo, y después íbamos a un sitio al que llamábamos «el bar de las feas». Imaginaos el nivel de la clientela para que bautizáramos así al garito.

La tragedia correspondiente a este capítulo se fraguó allí mismo. Para empezar hay que contar que ese bar fue abierto por una pareja de lesbianas y tenía un rollo modernuqui que estaba como muy bien, se suponía que iba a ser el primer bar de bollos de la zona con un cierto nivel en música y decoración. Pero ocurrió lo inevitable. En menos de un mes, las pobres lesbianas quedaron arrinconadas por los cinco mil maricones que llenaban el local noche tras noche. Era un ambiente pintoresco, porque te podías encontrar desde la lesbiana masculina, con vaqueros Wrangler y patillas, hasta la lipstick lesbian más ideal que te puedas imaginar. Y en el otro 90 por ciento del garito había maricones de todos los colores: maricones folclóricos que venían a ver a las drag queens, maricones de diseño que querían mezclarse con la plebe, maricones botelloneros, musculocas, maricones turistas nacionales y extranjeros, en fin, una amalgama de colores que no se vio ni en los mejores días de Cantares, del recordado Lauren Postigo.

Miguel y yo ya nos habíamos tomado un par de redbules con vodka en el Liquid, y si a eso le sumamos las tres botellas de vino de la cena, pues se entenderá que íbamos un poco cocidos. Al entrar en el bar de las feas, todo parecía normal, aquello estaba hasta las trancas y ponían una canción de Chenoa que habían remezclado los Pumpin' Dolls. Y Miguel, que es experto en encontrar agujas en los pajares, me dio un codazo nada más entrar. «Ale, mira ese pedazo de chulo.»

Me costo enfocar la visión, pero lo conseguí. Y efectivamente era un pedazo de chulo. Guapo, alto, cachas y moreno como le gustan a Miguel. Y como el destino es así de caprichoso, pues el chulo en cuestión también se fijó en Miguel. Bendito sea Dios.

Nos pedimos un par de rondas de vodka a palo seco y estábamos ya a punto de desmayarnos cuando se cortó la música y anunciaron por megafonía: «Atención, rogamos a nuestro distinguido público que abandone el escenario ya que nuestro show esta a punto de comenzar.» Y seguidamente se oyó: «Seguridad, desalojen a la fea de la camiseta de flores. Repito: Seguridad, desalojen inmediatamente a la fea que se niega a bajar del escenario.»

Nadie podrá comprender la gracia que nos hizo aquello de «Seguridad: desalojen a la fea». Estuvimos usando esa coletilla durante meses, porque nos venía fenomenal en cualquier situación. ¿Que estábamos en el cine y se nos colocaba alguien muy alto delante? Ya estábamos: «Seguridad, desalojen a la fea.» ¿Que había una horrible delante de nosotros en la cola del supermercado? Pues lo mismo.

Y el show comenzó con la actuación estelar de La Distinta, que era una drag queen que hacía copla electrónica y que mezclaba en un solo play back a Marc Almond con La Paquera de Jerez y se estaba haciendo famosa en el circuito underground. De hecho, es la primera drag queen que conocí que tenía My Space. Si es que hoy la que no triunfa es porque no le da la real gana.

El caso es que en mitad del show, cuando La Distinta se retiró para dar paso a Flavio (un stripper brasileño con una polla como el obelisco de Buenos Aires), el chulo al que habíamos visto al entrar se nos acercó. Bueno, se le acercó a Miguel. Y con el pedo tan tremendo que tenía mi amigo, pues como que se empezaron a sobar, a frotar y de todo allí, en mitad de la barra. Yo, para dejarles intimidad en medio de aquellas cinco mil personas, me acerqué como pude al escenario para ver si lo que se decía de la polla de Flavio era cierto. Y vaya que si lo era, que el tipo pasó por mi lado y su polla me rozó la coronilla. Totalmente verídico.

Yo, de vez en cuando, miraba para atrás y veía que Miguel seguía enredadísimo con el moreno. Y de nuevo, a petición popular, volvió al escenario La Distinta, esta vez para hacer una performance que mezclaba el «Voyage Voyage» de Desireless con una de Luis Eduardo Aute. Y aquello ya era el delirio, porque esta vez ponía la voz en directo y aquello no era ni play back ni nada. Una verdadera artista.

El desastre aconteció fue cuando, a punto de atacar el tercer estribillo de «Voyage, Voyage», La Distinta dejó de cantar y, con la música de fondo sonando, se acercó al borde del escenario y se colocó la mano sobre los ojos, como cuando te deslumhra el sol, que en este caso eran los focos. Su cara se puso lívida, y micrófono en mano gritó: «¡Pero tú qué hases, maricóóóóóón!» Y no me digáis cómo, que ya sé que parezco la niña de Poltergeist, pero me imaginé que aquello tenía que ver con Miguel. Y así era. El moreno, guapo y cachas era el novio de la artista. Y la artista escondió su lado femenino, se quitó los tacones y pegó un salto rollo estrella del rock sobre su público. Yo, que me lo olía todo, me abrí paso entre la multitud a empujones porque me imaginaba que a Miguel, de un momento a otro, le iban a clavar un par de peinetas. O algo peor.

El caso es que La Distinta (que se llamaba José Manuel y no era de Cádiz, como decía, sino de Cuenca) alcanzó a Miguel y a su novio en décimas de segundo. Y se puso a repartir hostias como el mejor maromo del pressing catch. Miguel, el pobre, lo único que podía hacer era protegerse con las manos. La peineta salió disparada hacia la derecha y aterrizó en las tetas de una lipstick lesbian que se puso a gritar como si le hubieran contagiado la rabia, la peluca voló hacia la izquierda y acabó en la cabeza de otra lesbiana que inmediatamente se convirtió en la doble de Punset, el de Redes. Alguna marica mala lanzó al aire los tacones de la artista y uno me aterrizó a mí en la frente, mientras el otro impactaba en la boca de una camarera con ortodoncia que, como la lipstick lesbian, se puso a gritar como las locas corriendo de un lado a otro de la barra, aplastando a sus compañeras en el ataque de histeria. Y alguna buena persona llamo a la policía. Y cuando la policía llegó, aquello parecía una pelea de ultras entre los del Madrid y los del Barcelona. Cinco mil maricas pisándose por salir, tacones volando, pelucas por los aires, mujeres sospechosamente lesbianas gritando y corriendo sin control y, lo más sorprendente, Eduard Punset ligando con una rubia como si con él no fuera la cosa.

—¡Me cagüen la hostia puta! ¡Policía!—gritaba el pobrecillo que se abría camino a porrazos.

Y llegaron al núcleo del conflicto y claro, en la academia de policía te pueden preparar incluso para enfrentarte a Bin Laden si te lo encuentras en una estación de metro, pero para detener a La Distinta en plena histeria y ataque de celos, para eso precisamente no les preparaban.

Y La Distinta, que ya parecía un dóberman con rabia, en cuanto vio al policía al lado, no tuvo otra ocurrencia el muy maricón que quitarle la pistola al policía y pegar un tiro al techo.

—¡¡¡¡¡A ver, hijas de puta, a ver si tenéis ahora el coño de decirme que soy mala!!!!!

Y claro, después del segundo tiro al techo todos al suelo y callados como putas (que por cierto, no entiendo esta expresión, porque todas las putas que conozco son simpatiquísimas y muy habladoras).

El aspecto de local era de horror posnuclear. Y justo en el momento en que llegaron los Geos, La Distinta se desmayó y la pistola se disparó arrancando la peluca de la lesbiana Punset y su amiga, que seguían charlando como si nada. Y es que hay drogas que son maravillosas.

Total, que dos horas más tarde, La Distinta, su novio, Miguel y yo estábamos en un calabozo de la comisaría de la calle Leganitos. Aquello hay que vivirlo para creerlo. Porque mientras esperábamos a que nos vinieran a sacar, me hice amigo de Tábata María, una travestí uruguaya que había sido encarcelada por agresión a un cliente. Y es que Tábata María estaba siendo follada por un cliente en los alrededores de un céntrico parque madrileño, y cuando el cliente sacó su pene del culo de Tábata María, por lo visto estaba todo manchado de caca. Y el cliente, horrorizado por la situación, le dijo: «Pero esto... ¿Qué es esto?». Y la uruguaya, más ancha que larga le contestó: «¿Y qué querés por 15 euros? ¿Arrosss con poshoooo?». Y el otro, por lo visto, le dio un bofetón. Y Tábata María, que antes de Tábata María se llamaba Ildefonso y era descargador de fruta en el muelle de Montevideo, se mosqueó y empezó a hostias con el cliente. Y una patrulla de la policía que pasaba por allí casi atropella al cliente que intentaba escapar de la furia de mi amiga. Vamos, un novelón.

Al día siguiente nos sacaron del calabozo sin cargos. Matilde y su marido nos recogieron en comisaría y la pobre Mati casi vuelve a parir allí de la impresión que le dimos. Su novio, el angelito, se encargaba de tranquilizar los ánimos y de hacer como que no pasaba nada, con ese buen hacer y esa calma espectacular que solo tienen los bomberos.

Conclusiones

• Jamás se te ocurra ni mirar de reojo al novio de una travestí. Por tu propia salud.

• Lo de regalar puros cuando nace un niño, aparte de absurdo, es absolutamente irracional. Hace diez años que no se puede fumar en los hospitales.

• Technotronic y María Jiménez jamás serán una buena combinación, por mucho que se empeñen los redactores de ciertas revistas de tendencias.

• Tábata María dejó lo de puta y se hizo adivina. Jura por su madre que es capaz de leer el futuro en las verrugas genitales. Y aunque parezca imposible, la tía acierta.

• La lipstick lesbian del garito sigue chillando, pero ahora encerrada en la celda de un manicomio. Aseguró ante un juez que la culpa de todo la tenía Eduard Punset, que aquella noche le había levantado la novia.





Con este título, rindo un sincero homenaje a la figura de Marta Sánchez, que ya parece el hilo conductor de este libro y cuya apoteosis gay llegó de la mano de ese himno del despecho y la autoafirmación que es «Soy yo» y que, de nuevo, produjeron los Pumpin' Dolls, que si te fijas son un poco la banda sonora de la vida de un maricón en Chueca.

Se acabó el homenaje, que a Marta nunca le habían nombrado tantas veces en un libro.

Estamos ya situados desde hace tiempo en el dos mil algo y pagando en euros. Por cierto, qué caro se ha puesto todo con lo del euro (hasta la entrada a las saunas), pero qué le vamos a hacer, es el precio de la globalización. La que se mosqueó mucho con esto del euro es mi tía Ana Mari, que es coleccionista de billetes y monedas, y con la uniformidad, media colección se le ha ido a tomar por culo.

En euros pagamos un viaje de trabajo y placer a Miami. Aprovechando que yo tenía que hacer un número especial sobre la música latina, Miguel se cogió una semanita libre y se vino conmigo. Porque para ser un maricón 10, triunfar en un sitio como Miami es fundamental.

En la redacción ya se habían cerrado los detalles y la portada sería X, un cantante internacionalmente famoso que estaba despegando en todo el mundo por su mezcla de tangos, reggaeton y cumbia. Le llamamos X por una sencilla razón. X es lo más homosexual armarizado que me he encontrado en toda mi vida. Por tener, X tiene hasta una pluma que haría palidecer a un Boris Izaguirre con cinco martinis encima. Pero de cara a la opinión pública, X era un supermacho. Según su biografía, X había roto los corazones (y los culos) de toda starlette suramericana que se precie. Se las había tirado a todas (casadas incluidas), y todas habían sido abandonadas, locas de amor por X.

Lo que en realidad sucedía es que en Suramérica, como en todas partes, había mucha artista lesbiana. Hiperfemeninas, pero lesbianas. Y a todas estas les cascaban un romance con X. Se les organizaban unas fotos en una playa, luego asistían en plan amigos a una entrega de premios, después se les hacía un falso robado en un restaurante y para terminar la faena, dos meses después se grababa en vídeo a una falsa distancia la pelea que acabaría con ese amor tórrido. Y vuelta a empezar. Todo hecho, eso sí, con una profesionalidad admirable. Desde entonces yo solo me creo estos romances cuando ella se queda preñada y el bebé se parece al padre. Como la niña de Tom Cruise, que es idéntica a él.

Pero centrémonos en el viaje. Volamos a Miami con una compañía francesa en un vuelo horrible. Ya se sabe lo que se dice de los azafatos y sus vidas llenas de glamour. Vamos, que un vuelo transoceánico puede ser una oportunidad para ligar y echar un polvo. Nada más lejos de la realidad. En cuanto embarcamos, el jefe de cabina se dio cuenta de que éramos maricones. Y no sé por qué, porque tampoco íbamos vestidos como para participar en «Miss Drag Queen USA». El jefe de cabina era claramente homófobo (u «homofago», como dice Celeste), porque nos trató todo el vuelo como una mierda. Y el único azafato maricón, que nos lanzaba miradas cómplices, tenía las cejas depiladas de tal forma que hacían que Sara Montiel pareciese el Yeti. Otro día hablaremos de la depilación de cejas en el mundo gay, que es un desastre de proporciones descomunales y nadie hace nada.

En Miami, claro, nos alojamos en South Beach, invitados por un megaproductor al que tenía que entrevistar y que era el dueño del hotel. Para aquellos que no lo conozcan, South Beach es el Torremolinos estadounidense. O sea, una ciudad de vacaciones donde siempre hace mucho calor y donde la población se divide a partes iguales entre maricones y horteras. Incluso estos grupos a veces se mezclan y el resultado es un maricón de color naranja con camisa hawaiana, pantalones piratas blancos y unas cien cadenas y pulseritas de oro. Así, se puede comprender que José Luis Rodríguez El Puma sea un ídolo bien macho, a pesar de que lleva mas laca en el pelo que Joan Collins y Linda Evans juntas.

Pero es llegar a Miami y te invade la alegría, las ganas de salir, de emborracharte, de follar y de vestirte con colores flúor. Esto último es un tremendo error, que conste. Pero a pesar de estar machacados del vuelo, nos duchamos, nos pusimos el modelo de turno y nos tiramos a las calles. Cenamos en un restaurante horrible al lado del hotel y después nos fuimos al primer bar gay. Se llamaba Twist y el nombre era acertadísimo.

El Twist era una casa que parecía pequeña por fuera, pero dentro era aquello un parque de atracciones. Nada más entrar te encontrabas un bar de esos de película yanqui con mesa de billar, una diana para jugar a los dardos y unos cuarenta abuelos gays carbonizados por el sol y borrachos de tanta cerveza. Y como allí lo más excitante que nos podría pasar era ser atropellados por algún tacataca (andador) del público, le preguntamos al camarero, que nos sugirió ir a la sala techno. La sala techno era como si en tu casa tiras los tabiques del salón y dos habitaciones. Y era techno de cojones. Techno machacón. Y con las paredes de color rosa.

La sala estaba petada. En aquel espacio tan pequeño había unos mil maricones floridenses puestos hasta arriba de todo y bebiendo cerveza. Y la única luz que había era la de un flash que te dejaba ciego. Como en los USA todos van de súper buen rollo, mientras atravesamos la sala de lado a lado casi nos hacen una colonoscopia (sobre todo a Miguel), y yo no sé si era por el jet lag, pero a mí me estaban dando ganas de matar a alguien. Vamos, que salimos de la sala techno echando pestes. Y buscando la salida, que aquella casa para lo pequeña que era, era un puto laberinto, nos encontramos en el patio trasero de la propiedad, donde había un bar como de chill out caribeño. Y como no aprendemos, allí nos fuimos.

Quiero recordar en este momento un pequeño detalle. En ese viaje, los dos nos encontrábamos en nuestra plenitud muscular, porque para ir a Miami y triunfar, uno tenía que estar cachas. Yo me había puesto bastante aceptable, pero Miguel estaba como de portada del Playgirl, esa revista para las mujeres a las que les gusta ver hombres gays desnudos (sin erección).

Aclarado esto, volvamos al bar. El sitio era una especie de cabaña tropical con música salsera y la barra en medio.

Y el camarero más guapo que habíamos visto nunca. Y para ligar con un camarero guapo, hay que pasar mucho tiempo en la barra. Traducción: en una hora estábamos completamente cocidos. Llevábamos un cesto que ni Caperucita. Yo me fui al baño a mear y ocurrió una de esas cosas que cada vez que Miguel la recuerda, se descojona vivo. Cuando llegué al baño, había cola, y yo me estaba meando como una señora mayor, andaba con las piernas cruzadas de todo del pis que me hacía. Y es que no me aguantaba, estaba a punto de hacérmelo encima. Así que cuando se quedo un meadero libre, a pesar del pedo, salté a por él como una gacela.

Y con esas prisas me la saque y empecé a mear. Hasta ahí todo normal. Lo raro fue que sentí una sensación calentita que descendía por mi pierna. Al bajar la cabeza, vi claramente el horror: con las prisas y el pedo, en vez de la polla, me había sacado un huevo por la bragueta, lo que quiere decir que yo mismo a mí mismo me estaba haciendo una lluvia dorada por la pata abajo. Y como hasta borracho uno debe controlar, cuando terminé sacudí la patita con mucha dignidad y después me lave la pierna allí mismo, muerto de la risa. Y volví al bar, donde se lo conté a Miguel, que se cayó del taburete de la risa. Con tanto jijí jajá no nos dimos cuenta de que había empezado un show de strippers.

Y en un momento dado, Miguel giró la cabeza y vio al stripper de turno en un podio. Y pensando que era un cliente como él, y que la muy puta le iba a quitar la atención del camarero, Miguel y sus 37 caipirinhas se quitaron la camiseta, los pantalones y se quedaron en gayumbos y se pusieron a bailar una de Gloria Estefan. Y esto al stripper, que era cubano y se llamaba Néstor, no le hizo gracia, sobre todo cuando vio que los quince abueletes del bar metían los billetes en el calzoncillo de Miguel y no en su tanga fucsia. Así que el stripper se bajo de podium, se acercó a Miguel y le dijo: «Eso no se hase en mi territorio, chico». Y acto seguido le pegó un puñetazo en la nariz. Total, que de nuevo nos encontramos en medio de un pollo. Y es que para ser escandaloso y atraer el peligro, está visto que cualquier sitio vale. Cinco minutos más tarde, dos mamotretos de seguridad nos pusieron de patitas en la calle. Yo, meado y más mareado que Massiel en Salsa Rosa y Miguel en ropa interior y sangrando de la nariz. Vamos, lo que cualquier madre desea para sus hijos.

No pienso describir la cara de las pobrecitas de la recepción cuando nos vieron. Yo creo que una de ellas aún no lo ha superado, porque era vernos aparecer en recepción y esconderse tras el mostrador cual avestruz.

Al día siguiente teníamos que entrevistar al megaproductor y todo fue como la seda. El tipo era realmente encantador y nos hizo un tour por su imperio que nos hizo sentirnos estrellones. Además, pudimos escuchar en primicia varios temas que se estaban mezclando en aquellos momentos del nuevo disco de X, lo cual me venía fenomenal para la entrevista. Por supuesto, nosotros ya habíamos pensado que esa noche teníamos que estar guapísimos, ya que el día siguiente lo pasaríamos con X. Y nos habíamos comprado hasta unas mascarillas de aloe vera para demostrarle a X que uno podía ser periodista y monísimo a la vez, y como Miguel hacía de mi asistente, pues para qué te voy a contar más. Pero el productor nos jodio los planes:

—Esta noche quiero que os consideréis mis invitados. Hoy es la inauguración de mi nuevo restaurante temático en el Downtown y quiero que forméis parte de la mesa de honor, y así conocéis a X y a su chica, que también vienen.

Cena. Inauguración. Invitados de honor. Conocer a X. Y nosotros sin un modelo decente que llevarnos al cuerpo. Imaginaos el estado de histeria que le invade a uno en ese momento. Salimos de los estudios, y de camino en el taxi que nos lleva de vuelta, le preguntamos al taxista que dónde había ropa maravillosa para una cena de gala. Y el taxista, que era cubano y hablaba perfectamente castellano, como que no nos entendía. Y allí entro Miguel que le dio ciertas indicaciones. Al taxista se le abrieron los ojos y llamó a la emisora: «Atensión, sentral, que tengo dos loquitas de la madre patria en el coche y hay que llevar a las lindas flores a comprar vestidos de lujo para una cena. Y es urgente mi amol.»

Aquello de loquitas, de la madre patria y de las flores me tocó los huevos. Vamos, ni que fuéramos Lolita y Rosarillo (Flores) que nos hubieran robado las maletas y tuviéramos que cenar con Julio Iglesias. No me jodas. Pero era la madre patria la que nos iba a salvar, más que nunca. Gracias a Dios por Zara. ¡Miami tiene como cuatro Zaras! Por favor, qué poderío. Que en Zara te compras un trapo y parece que vas totalmente de Armani o Dolce. Y por cuatro perras.

Y nos presentamos a la inauguración guapísimos. Guapísimo Miguel, yo apañadísimo. Cuando dijimos nuestros nombres al señor de la alfombra roja, vinieron dos de seguridad. Y fue uno de esos momentos en que no sabes si se han equivocado y en vez de escoltarte a la mesa, te van a escoltar a comisaría por intentarte colar. Pero todo salió genial. La cena fue inenarrable. X, a pesar de todo lo que se decía, a nosotros nos parecía hetero completamente, y hasta la novia era encantadora y súper real. De allí nos fuimos al cuartito vip del club de moda y todo gratis, porque donde iba X se abrían los mares, como a Charlton Heston. Mira que intentamos controlar con el alcohol. Mira que estuvimos cautos, educados y encantadores. Y mira que casi decimos que no cuando X, muy discreto él, nos dice que le acompañemos al baño a meterse una raya. Y como a X no le decía nadie que no, pues nosotros tampoco. Que drogarse con una superestrella te hace mucha más leyenda.

El baño era Miami total. Hasta neones de colorines tenía. Y ese rollo de estar con una superestrella metiéndote una raya era ideal. Nos pareció un poco raro que X se pusiera de rodillas entre nosotros para hacerse las rayas, pero lo que X decía y hacía era palabra de santo. X se hizo las rayas y después de meterse él la primera (y la más gorda), nos pasó el espejito, primero a Miguel y luego a mí. Y en ese momento, X dijo: «Ahora sáquense las pingas que las quiero chupar».

Quédate muerto, maricón. Tal cual como lo cuento. Y Miguel, que es mucho más decidido que yo, sacó la pinga y se la metió al otro hasta la campanilla. Y mientras el otro estaba ocupado desabrochándome el pantalón, el hijo puta de Miguel me hacía señales de que siguiera el rollo, que allí no pasaba nada, que todo fenomenal y que actuásemos como si eso nos pasara todos los días. ¡Que no pasaba nada! Vamos a ver. Mi amigo estará más bueno que el pan, pero si somos amigos entre otras cosas es porque no ha habido tensión sexual entre nosotros. Y mira que me encanta que me cuente todas las cochinadas que hace cuando folla, pero de ahí a participar en un trío con él iba un abismo.

Total, resumiendo que en esto no me quiero explayar: X nos hizo una mamada espectacular y además Miguel y yo no tuvimos que interactuar en ningún momento. Porque solo de pensar en semejante número de incesto y lesbianismo, se me daba la vuelta el estómago. X, además, quería que nos corriésemos en su cara, así que le dejamos un mapa bien bonito. Y cuando terminamos, el tío, súper educado, nos dio las gracias, el teléfono de su asistente personal, y nos aseguró que cualquier cosa que necesitásemos en Miami estaba a nuestra disposición, drogas y putas incluidas. En serio. No sé si me da más rabia que la gente sepa inmediatamente que soy maricón o que parezca el típico que se va de putas. Y encima nos lo dijo con pluma. Vamos, que X era completamente bipolar, porque cuando volvimos a nuestro reservado, estaba otra vez hablando con voz de macho con su novia. Y la pobre, en un aparte nos dijo: «Por favor, no dejen a X ir mucho al baño, que últimamente está tomando mucha coca y todas las noches que salimos se mete al baño con dos amigotes y tarda una hora en salir. Y yo quiero que lo deje, que tanto no es sano».

Angelito. Es que nos dio la pobre hasta ternura. Noche tras noche su novio haciendo de tragasables y ella pensando que era yonqui. Es lo que tiene Suramérica, que aún le quedan una ingenuidad y una inocencia (en ciertos temas) que a los europeos nos las han quitado a golpes hace siglos.

Un día después

Nos levantamos con un ataque de nervios, ya que habíamos dormido unas dos horas. Y es que al llegar al hotel, borrachos perdidos (susto de la recepcionista incluido), no pudimos evitar comentar la jugada.

—Muy fuerte, la cosa es muy fuerte —decía Miguel—, y lo peor de todo es que no se lo podemos contar a nadie, porque no nos van a creer.

Y yo pensaba en Matilde, que era fan acérrima de X y defendía la heterosexualidad del mozo diciendo: «Es que los maricones pensáis que todo el mundo entiende, y no es así. Miguel Bosé, Ricky Martin, Chayanne y Bustamante son heteros, y a vosotros eso os jode. Ya os gustaría a vosotros que entendieran, pero va a ser que no, bonitas».

Hace unos diez años, Matilde hacía lo mismo cuando Jesús Vázquez era novio de Marlene Morreau y nosotros decíamos que aquello no cuadraba. Ella dice ahora que no se acuerda de aquel momento.

Matilde aparte, nos plantamos a la hora convenida en el set, donde X ya estaba guapísimo, vestidísimo y maquilladísimo posando para la sesión de fotos de la portada. Y el hijo puta no tenía ni una ojera. Supongo que por eso él es una superestrella y yo no, porque tiene esa algo especial que aunque le pase un autobús por encima, el tío no se despeina.

La entrevista fue relajadísima y X fue el profesional que se supone. Nos contó la ilusión que le hacía cantar un tema en gallego y castellano por primera vez en su carrera, que alcanzaba la madurez y ya pensaba en tener hijos, que su última novia le había acercado mucho a la espiritualidad y que él no sería nada sin sus fans. De ahí nos íbamos a comer juntos, y el temblor vino al final del postre, cuando X me dijo al oído que quería subir a nuestra habitación a meterse una raya. En unos 15 segundos ya estábamos los tres en el ascensor. Y nada más cerrar la puerta de la habitación, de nuevo se inició el ritual de la mamada doble. Pero con sorpresa esta vez, porque X quería penetración. Menos mal que me sonó el móvil nada más dejarle la cara como Pamplona, porque así me pude escapar y Miguel se quedaba a cargo del asunto de la penetración.

Pero la de la discográfica, que para mí que era la mariliendre más mala de todo Florida, a los quince minutos se empezó a mosquear, por lo que me aparté para llamar a Miguel al móvil.

—Oye, que aquí se están poniendo nerviosos.

—Pues di que enseguida bajamos.

Y oí la voz de X que entre jadeo y jadeo preguntaba que qué pasaba, y Miguel entre empujón y empujón trataba de explicarle. Y X se puso al teléfono: «Oye, dile a Cinthia (la de la discográfica) que se ponga.»

Volví a la mesa y le pasé el teléfono a Cinthia. La pobre fue del rojo al amarillo en cero coma tres segundos. Y no sé lo que le dijo X, pero Cinthia decidió que nos iba a hacer un tour por las islas que nos llevaría exactamente unas tres horas. Un coñazo de tour donde la pobre Mariliendre gritaba:

«Y acá la casa de Gloria Estefaaaaan, y acá la de Shakiraaaaa y mas allá la de Rickyyyyyy...»

Y es que a mí me daba igual. Me centré en pensar en lo que nos estaba pasando. Todo era increíble, y me moría de la risa al pensar que Miguel no se lo iba a poder contar a nadie. Solo a Matilde, porque a nuestra mariliende preferida había que dejarle ciertas cosas bien claras y ponerle los puntos sobre las íes. Me adelanto para decir que, tras contárselo, Matilde estuvo una semana desaparecida, y cuando volvió lo hizo para decir que hiciésemos lo que hiciésemos nunca nos podríamos tirar a Tom Cruise. Y es que la fe de una mariliendre es inquebrantable. Benditas sean.

Total, que Miguel le estuvo borrando el cerito (aprendí esta expresión viendo una entrevista a Yola Berrocal en Tómbola) a X media tarde, y cuando volví al hotel, ya no había rastro de la superestrella y Miguel cantaba en la ducha su último hit.

Pasamos unas vacaciones cojonudas. Salimos todas las noches y por las mañanas, mientras Miguel se iba al gimnasio y hacía nuevos amigos, yo trabajaba en la historia de portada para la revista. «Un buen sabor de boca» era el titulo llevaba el reportaje. Porque si uno no le pone humor a su vida no se lo pone nadie.

Concluyendo, que se nos hace tarde:

• Miami es muy Torremolinos, solo que con mucho mas traficante y un millón de imitadoras de J.Lo y Beyoncé. Imagínate un Torremolinos dividido en una guerra sin cuartel entre partidarias de la Sánchez y la Naranjo.

• Las superestrellas no tendrán ojeras, pero se las tragan dobladas como tú y como yo.

• Prohibido terminantemente quitar el trabajo a un stripper. Eso es intrusismo, igual que lo de las modelos actrices. Y además te pueden romper la nariz.

• ¿Seran las eyaculaciones faciales el secreto de un cutis terso?

• Una mariliendre es capaz de jurar por sus hijos que fulanito es heterosexual, y aunque le lleves a los del CSI con las fotos y las pruebas periciales no se lo va a creer. Me han dicho que con las folclóricas sucede lo mismo.

• Antes de mear, siempre, siempre, siempre asegúrate de que no es un huevo lo que asoma por la bragueta.





Miguel se levantó de la cama y al poner los pies en el suelo si dio cuenta de que algo iba mal. El día anterior, al salir del trabajo, había tenido que coger un taxi para llegar a casa. Estaba agotado y le costaba caminar. Y cuando se despertó aquel viernes, su cuerpo no le respondía. Decidió llamarme.

—Ale, necesito que vengas a casa urgentemente.

—¿Qué pasa?

—Pues que ayer al salir de trabajar, ya me encontré realmente mal. Tuve una reunión por la tarde y te juro que ni tenía fuerzas para hablar. Y nada más llegar a casa, me metí en la cama. Y esta mañana cuando me he levantado... es que casi no puedo andar. Y no sé qué me pasa, pero necesito ir a urgencias inmediatamente. Algo va mal, Ale.

Ni que decir tiene que en menos de diez minutos ya tenía el coche aparcado a la puerta de su casa. Debió ser un milagro, porque aparcar en el centro de Madrid es más difícil que conseguir que La Veneno recite la lista de los Reyes Godos.

Miguel me estaba esperando ya vestido y en el sofá. Y la impresión de verle casi me corta la respiración. Tenía los ojos hundidos, un color de piel cetrino y el aspecto general era de alguien que estaba muy, pero que muy enfermo.

Llegamos a urgencias, y como ya casi ni se tenía en pie, le atendieron enseguida. Mientras esperaba, llamé a Matilde y a Mario, que llegaron justo después de comer. No quise telefonear a los padres de Miguel antes de saber de qué iba la cosa, porque las madres son hipersensibles y les da un ataque de nervios si su niño tiene un simple resfriado.

Nos llamaron por megafonía unas cuatro horas después de haber llegado. Y entramos Matilde y yo, porque Mario se había hecho amigo de un enfermero y, aparentemente le estaba revisando el pecho. Entramos en una pequeña consulta donde no había rastro de Miguel.

—¿Son ustedes sus familiares? —me preguntó el doctor, al que desde entonces llamamos el Doctor Amor, de lo guapo que era.

—Más o menos —le dije.

—O sea, que usted es su pareja —me dijo el tío tan tranquilo.

Y como uno no sabe que contestar en esos momentos, le dije que sí, porque igual si decía que no, el tío se negaba a decirme qué pasaba y llamaban a los padres de Miguel y teníamos allí un circo que ni el Hotel Glam en noche de nominación.

—Pues Miguel —nos dijo el Doctor Amor— está bastante mal.

—Pero, ¿qué ha pasado? —preguntó Matilde.

—Básicamente, tiene un envenenamiento.

—¿Cómo dice usted? —casi grité yo.

—Vamos a ver, me explico —comenzó el Doctor Amor—. Miguel sufrió hace menos de un mes una doble perforación de tímpanos por causa de un vuelo viniendo de Miami, ¿correcto?

—Sí, es así —respondí— por eso vinimos al hospital y le pusieron un tratamiento.

—Y ese tratamiento es el que le ha producido el envenenamiento, que se traduce en una hepatitis química o farmacológica.

Mira que somos ignorantes. Yo toda la vida había pensado que había tres clases de hepatitis: la A, la B y la C. La segunda es esa que creo que hemos pasado todos los gays del mundo y sin enterarnos. La primera también puede ser de transmisión sexual, y es más jodida y tienes que quedarte unas cuantas semanas en cama. Y la tercera es jodida de verdad, y por lo visto, solo existe un tratamiento con una cosa que se llama Interferón o algo así, y si eso no te funciona dicen que vas directamente a la lista de transplantes.

—Miguel tiene una sobredosis del antibiótico que ha tomado, que se llama Pantomicina 500. El problema es que no sé qué animal le ha recetado que se tome esto durante 21 días, porque la Pantomicina es un antibiótico muy fuerte que usamos sobre todo en postoperatorios para evitar el riesgo de infecciones. Y Miguel ha estado tomando esta bomba durante veintiún días, lo que le ha dejado el hígado al borde de una cirrosis.

—Como a mi tío Manolo, el alcohólico —dijo Matilde.

—Probablemente —me dijo el medico que, no sé por qué, pero me hablaba a mí todo el rato y pasaba en moto de Matilde—, porque a una cirrosis se puede llegar por causas varias. El nivel de transaminasas de Miguel está justo en el límite, y lo que tenemos que empezar urgentemente es el tratamiento para que no cruce ese límite.

—¿Y qué le van a hacer? —pregunté.

—Bueno, esa es la cosa. Que para estos casos no existe ningún tratamiento. Miguel debe permanecer ingresado unos tres meses, si todo va bien. Absoluto reposo, pero entiéndeme, absoluto significa absoluto, y una dieta desprovista de grasas. Su hígado esta hecho puré, para que me entendáis, y un golpe podría partirlo. Lo de la dieta en grasas es simplemente para no forzar al hígado a trabajar. Tenemos que tener ese hígado entre algodones si no queremos complicar de manera grave el diagnóstico.

Con solo pensar en todo lo que me estaba contando se me empezaron a caer unos lagrimones por la cara, que el Doctor Amor, en un alarde de modernidad nunca vista por mí en la Seguridad Social me dijo: «No te preocupes, que tu novio se va a poner bien».

Y yo me quedé a cuadros, porque para empezar, no sabíaa yo que se me notaba tanto lo maricón que era. Perfectamente podía haber pasado por el marido de Matilde.

—No es su novio —dijo Matilde—, es su mejor amigo, son como hermanos.

Y fíjate tú que en ese momento vi yo un brillo especial en los ojos del Doctor Amor, que se llamaba Rodrigo, por cierto.

Total, que inmediatamente el Doctor Amor, perdón Rodrigo, había ingresado a Miguel en una cama en planta.

Y después de realizarle una revisión, nos dejó a pasar verle.

Y el espectáculo no era maravilloso, por decirlo de alguna manera: Miguel estaba tumbado en la cama más amarillo que Citronio, el novio de Naranjito, y con una cara que le colgaba hasta los pies.

—¿Cómo estás? —quise saber.

—Pues mal.

Y se puso a llorar.

—Bueno, tranquilo que nosotros estamos aquí.

—Ay, Miguel, no llores —pidió Matilde— que me pongo yo también.

Y es que después del parto, Matilde se había quedado hipersensibilizada a todo. Hasta un día se nos puso a llorar en la parada de un autobús mirando un anuncio donde Maribel Verdú promocionaba unas bragas nuevas. Ya sabemos que Maribel Verdú no es Cindy Crawford, pero hija, tampoco era para ponerse así.

—No quiero estar aquí encerrado tres meses, Ale, no puedo.

—Vamos a hacer un trato, Miguel. —ahora era Rodrigo el que hablaba—. Vamos a tenerte aquí muy bien cuidado durante una semana, y entonces te haremos una nueva analítica. Si observamos que los valores han mejorado, te mandamos a casa para que estés allí. Pero me tienes que prometer que no te vas a mover de la cama, al menos en mes y medio. Ya te he dicho que el único tratamiento es el reposo absoluto.

Eso ya le alegró un poco, porque a nadie le gusta estar en una habitación de hospital y por muchas razones. Primero, porque estás enfermo; segundo, porque vete tú a saber con quién te toca compartir la habitación. Imagínate que estas tú allí, deshecho con una hepatitis farmacológica, y te ponen al lado un señor que la está cascando de un cáncer de páncreas, y toda la familia llorando 24 horas a su lado. Y encima, los sábados no te dejan ver el final de Salsa Rosa porque hay que dormir y no se puede despertar al del cáncer de páncreas. Hay que joderse, si total el pobre hombre la va a cascar, por lo menos que se vaya al otro barrio sabiendo que ocurrió de verdad entre Pipi Estrada y Terelu.

Aquella semana pedí libre en la revista, bueno, libre no, solo que trabajaba desde el hospital con un portátil, y no me separé de Miguel más que para ir a casa a cambiarme de ropa. Y aquí tengo que ser sincero. No quiero parecer el mejor amigo del mundo (que lo soy), pero es que había una razón para estar allí permanentemente, y era Rodrigo, que desde que se enteró de que Miguel no era mi novio, empezó con un acoso y derribo que eso no se ha visto desde lo de Lo que necesitas es amor. Vamos, que yo estaba pensando seriamente en darme un ladrillazo en la cara para que me ingresaran y no separarme nunca de él, que no estaba el Doctor Amor como para decirle que no, precisamente. No se me olvidará nunca lo romántico que fue, que me pidió que nos hiciéramos novios la última noche que Miguel pasaba ingresado, después de pegarme un polvo digno de película porno en el cuarto de las escobas. Con los pantalones aún bajados y sudando como un pollo me lo pidió, y ese es un detalle precioso que no se te olvida en la vida. Hasta mi madre se emocionó cuando lo conté en casa. Mi padre, no tanto.

Miguel volvió un domingo por la tarde a su casa, y para entonces yo ya había trasladado allí mi cuartel general. Y la verdad, a día de hoy, tanto Miguel como yo creo que le estamos muy agradecidos a aquella hepatitis química, porque a la larga sirvió para un montón de cosas.

Para empezar, aprendimos a cambiar pañales y hacer biberones, porque Matilde se pasaba allí media vida con las gemelas. Las siestas que se pegó Matilde en aquella casa mientras los tíos se ocupaban de las niñas aún las recuerda con nostalgia. Como Miguel no podía hacer nada de nada, por las noches nos metíamos unos atracones de videoclub de agárrate y no te menees: dos veces tuvimos que cambiar de establecimiento, que los dejábamos secos en un par de semanas. Imagina que una noche hicimos un doble programa con Delta Forcé 2, de Chuck Norris (esa mente inspiradora), y Marujas asesinas, que la alquilamos porque sale Mónica Naranjo haciendo de psicóloga, y todavía no nos hemos repuesto de aquello. Para mí que las transaminasas de Miguel se volvieron a revolucionar un rato aquella noche.

El pobrecillo salió a la calle por primera vez un mes después de llegar a casa, y lo hizo para pesarse en la farmacia de enfrente y tomar una agua mineral en el café Colby de la calle Fuencarral. Pero a los cinco minutos ya estaba agotado y volvimos a subir. Y es que Miguel se deprimió mucho aquel día porque descubrió que había perdido 12 kilos en un mes, y eso en el mundo del musculoquismo es una tragedia más grande que La casa de Bernarda Alba. Una verdadera pesadilla. Años y años ganando masa muscular para que luego venga una hepatitis química y te la joda en menos de un mes.

A la vez, estaba pasando un mono. El mono de no ir al gimnasio, que a veces es peor que el de la heroína, porque hay que ver cómo se comía la cabeza pensando que se estaba convirtiendo en una especie de freak al que la gente le iba a huir por la calle. Eso, y la anulación social, que los maricones son muy malos y lo primero que iban a decir es que tenía un SIDA como una catedral. Porque basta con que un maricón adelgace y deje de estar moreno para que comience el bulo. Ya sé que parece exagerado, pero es así.

Al mes y medio de estar en casa, y con la segunda analítica, hasta Rodrigo (que ya era de la familia) se quedó alucinado de lo rápido que se recupera el hígado. A Miguel le entraron ganas de trabajar, y aunque estaba de baja absoluta, hablaba varias veces al día con la agencia. Al parecer, se estaba gestando un concurso de ideas para la nueva imagen corporativa de un banco, y como Miguel tenía mucho tiempo libre, me encargó que le comprara un nuevo portátil para ponerse con el proyecto del banco. Total, por intentarlo no se perdía nada.

Entrando en el tercer mes, empezamos a dar un paseo diario. Nos bajábamos desde Chueca a Recoletos, paseábamos con Matilde y las gemelas, y de vuelta a casa. Fueron unos días geniales. Miguel estaba empezando a mutar en lo que yo llamo una persona normal: el mono del gimnasio había desaparecido, estaba muy poco a poco volviendo a su peso y, no sé por qué, se había vuelto mucho más callado. Como si le estuviera creciendo un mundo interior a la vez que se le recuperaba el hígado. Y es que una musculoca con mundo interior es una rara avis en esto del ambiente. Seguro que los hay, pero yo no los he visto, a excepción de mi amigo. Digo esto porque una vez, al final del tratamiento, Miguel se metió en el baño y a mí me extrañó que a la hora no hubiera dicho ni mu, y no se oía el ruido de la ducha o del lavabo. Y llamé a la puerta.

—Nene, ¿qué haces?

Y no me contestó.

—Oye, ¿estás bien? —pregunté ya un poco más ansioso.

—Sí —me dijo.

Como no me quedé contento con aquella respuesta, abrí la puerta y me lo encontré sentado entre el lavabo y el bidé con los ojos llenos de lágrimas y fumando un cigarro.

—Oye...

—No te preocupes —me dijo— que no pasa nada.

—Miguel, si a ti te parece normal encerrarte en al baño y que una hora después te encuentre medio recostado en el bidé, fumando y con los ojos llorosos, pues no me parece a mí que no pase nada.

—De verdad, que no pasa nada, Ale, no te preocupes.

Aquel día no se habló más del asunto. Nunca supe qué le pasó, tampoco le quise dar muchas vueltas, que a veces llorar es muy bueno y te desahogas mucho, y como Rodrigo me decía que la evolución era buenísima, pues no pensé mucho en aquello.

Un mes después

Un viernes por la noche me encontraba sentado en el salón del Hotel Ritz haciendo, de nuevo, de pareja de Miguel en una cena. Aquel día, en el transcurso de la velada, el banco anunciaría qué proyecto había elegido, y el de Miguel era uno de los cinco finalistas. Nos habíamos puesto guapos y nos habían colocado en una mesa reservada para la agencia de Miguel, y todos le dábamos ánimos y le decíamos que se lo iba a llevar de calle y que si no, no pasaba nada, que llegar allí ya era un triunfo absoluto, y que fíjate qué bien le ( había venido la hepatitis para desarrollar nuevas ideas.

Y ganó. Y en el momento en que oí su nombre y el de la agencia, me quedé absolutamente petrificado y no supe ni qué hacer. Solo le agarré la mano muy fuerte y solo se la solté cuando le llevaron casi en volandas al pequeño escenario donde el ganador tenía que decir unas palabras junto al presidente de la entidad. Y esto fue lo que dijo Miguel, palabra por palabra.

«Es un verdadero honor para mí y para mi equipo el encargarnos de este proyecto. Aunque fue concebido en unas circunstancias que se alejan de lo normal en estos casos, esos momentos fueron lo que me llevaron al diseño final del proyecto. Quiero dar las gracias, especialmente a mi hermano Alejandro, que se encuentra entre nosotros esta noche, ya que él es el responsable de la elección del color rojo como color corporativo. Alejandro y su madre siempre han dicho que el rojo le sienta bien a todo el mundo y que incluso en esos días en que una persona se siente triste, al ponerse algo rojo, se le ilumina la cara, le da un aspecto saludable, un poco apasionado, pero definitivamente vivo. Para mi hermano Alejandro, mi eterna gratitud.»

Claro, uno no se espera eso, igual que no se espera recibir un Oscar. Siempre piensas que eso no te va a pasar a ti, sobre todo cuando no has hecho nada especial, solo ser amigo. Y encima, en una entrega de premios, que es lo más gay del mundo, por el amor de Dios.

Media hora después, cuando aquella marabunta dejó de felicitarle, nos fuimos los dos solos caminando a casa, y cuando le pregunté por qué había hecho aquello, Miguel, mirando al frente me dijo estas palabras: «Porque nos merecemos un final feliz».





Nunca pude olvidarme de aquellas palabras de Miguel: «Nos merecemos un final feliz». Se repetían sin parar una y otra vez en mi cabeza. «Nos merecemos un final feliz». Y es que era verdad. Casi todo el mundo, probablemente se lo merece. Pero a mí, aparte del mío propio, me importaba muchísimo el final feliz de Miguel. Porque en su empeño por ser el maricón 10 había pasado por muchas cosas, y como a estas alturas ya he contado algunas, ya se sabe que no todas eran precisamente buenas. Mi amigo se merecía un final feliz y punto.

Escribo estas últimas líneas con una total convicción porque acabo de llegar de la boda de Miguel. Así, como lo cuento. Miguel se ha casado. Pero para que no nos hagamos un lío, echemos la vista 11 meses atrás.

Después de la hepatitis farmacológica, Miguel se había quedado absolutamente demacrado. Bueno, eso según su criterio. Yo lo veía un pelín flaco, pero como era tan guapo y tan buen mozo, pues hasta delgado parecía un chulazo. De cara, eso sí, estaba bastante chupado, pero el asunto se solucionó rápidamente haciéndose un relleno de colágeno (creo) y a los cinco minutos (milagros de la nueva cirugía estética) parecía que había engordado de cara como cinco kilos.

El médico le siguió recomendado una vida tranquila y el gimnasio seguía absolutamente prohibido. Cuando uno ha estado al borde de una cirrosis, lo último que debe hacer es levantar 150 kilos en press de banca. Cualquier sobreesfuerzo o golpe accidental puede ser una verdadera desgracia. De ahí que empezara a hacer rehabilitación con la ayuda de Celeste.

Como Miguel se veía espantoso, ni se le ocurrió volver al gimnasio de Chueca ni acercarse por la zona, mientras que el gimnasio donde ella trabajaba estaba a las afueras de la ciudad y daban clases de stretching (estiramientos) y Pilates (que es buenísimo para todo, pero sigo sin saber explicar lo que es). Mi amigo necesitaba sobre todo tonificar los músculos, empezar a coger tono muscular muy poquito a poco, y como aún estaba de baja, se iba todos los días con Celeste y se pasaba la mitad del día en el gimnasio haciendo un poquito de bicicleta, un poquito de estiramientos, un poquito de Pilates y un muchito de jacuzzi.

Y como el destino le sacude a uno en los morros cuando menos se lo espera, Miguel, que en ese momento estaba relajado y solo pensaba en ponerse guapísimo, era la víctima perfecta de un ladrillazo del destino. Un día apareció en las clases de Celeste un alumno nuevo. Se llamaba Felipe, era francés de madre española, rondaba los cuarenta, estaba divorciado y tenía un hijo. Desde el primer momento (y a pesar de ser francés) se llevaron bien, sobre todo porque eran los dos únicos hombres en las clases de Pilates. Que Felipe fuera hetero también tranquilizaba mucho a Miguel, que no tenía el coño para ruidos. Y claro, a pesar de todo, Felipe estaba muy bueno. No en el sentido musculoca de la palabra, pero sí en el sentido general. Felipe era rubio, tenía los ojos azules, un montón de tatuajes y un cuerpo que podríamos definir como de ex cachas. Probablemente el francés había sido muy cachas, pero ya no lo era y, probablemente, al ser papá, había dejado el gimnasio y conservaba el volumen y las formas, pero no la dureza.

Una noche fui a recoger en el coche a Celeste y a Miguel y les vi despedirse en la puerta de Felipe.

—¿Quién es ese pedazo de chulo?

—Mi próximo ex novio —dijo Celeste.

—Un amigo de Pilates —añadió Miguel.

—¿Así que es hetero?

—Divorciado y con un hijo —contestaron a la vez.

Os juro que en aquel momento yo presentí algo especial. El ver la cara de Felipe al despedirse de Celeste y Miguel me hizo pensar que iba a ser amigo nuestro, que de alguna manera ya me era muy familiar y que, aunque no sabía por qué, se iba a quedar en nuestras vidas. Esto no lo superan ni la bruja Lola y Aramis juntas.

—A mí me tiene loca —confesó Celeste—, pero no me hace ni caso, y mira que yo lo intento. Si no estuviera divorciado y tuviera un niño, yo aseguraría que este es gay.

—Ni de coña —la cortó Miguel—, se ve a la legua que no es gay, lo que es un tío superenrollado y encantador, si fuera gay ya me hubiera dado cuenta yo...

—Bueno, tranquilizaos —les dije en broma—, a ver si ahora nos vamos a pelear por un hetero y se va a romper esta bonita amistad.

Conforme pasaban los días, Miguel y Felipe se hicieron muy amigos. Miguel cambió el turno del gimnasio para ir por la tarde y, como los demás estábamos muy liados, muchas veces cenaban juntos ellos dos y Celeste, con la que el francés también había hecho muy buenas migas. Desde entonces, Celeste asegura que Felipe es el hombre ideal, porque es muy macho, porque es padre (y los papás tienen un morbo a veces que marea) y porque, además, tiene un punto maricón que le hace irresistible.

Felipe era nuevo en Madrid. Se había casado con su novia de la adolescencia y se habían ido a vivir a Barcelona cuando tuvieron el niño. El divorcio, aparentemente, había sido de muy buen rollo y se llevaba genial con la mujer. Pero la custodia del niño la tenía él, porque su ex se había tenido que trasladar a Estados Unidos por cosas del curro, y el niño vivía en Madrid, donde además residían las dos hermanas de Felipe, que le ayudaban a cuidar del pequeño.

Alguna vez quedamos todos (Felipe ya era bienvenido en la pandilla) para cenar, ir al cine o lo que fuese. Y estábamos encantados, porque por primera vez teníamos un hombre heterosexual en el grupo, y en los momentos de borrachera le preguntamos cosas verdaderamente horribles sobre el rollo hetero que hasta nuestras amigas se negarían a contestar. Y Felipe parecía encantado con todo aquello.

Miguel, por su parte, había vuelto al trabajo poco a poco, había engordado algunos kilos y ¡oh, maravilla!, había decidido que quería estar sano y no volver a parecer un Mihura. Por lo tanto, él solito dijo adiós a los anabolizantes (lo de las proteínas seguimos intentando que lo deje y no hay manera) y en vez de hacer tanta pesa, se tiró como loco a varias disciplinas: aeróbic, aerobox, yoga, taichi... menos ganchillo y macramé, hacía de todo.

Y un sábado por la tarde sucedió lo inesperado. Inesperado por todos menos por mí, que tenía mi vena Ara-mis superdesarrollada y me olía lo que iba a pasar aunque nunca jamás dije ni media palabra, que todos somos amigos pero nos gusta un cotilleo más que a un tonto un lapicero. Yo presentía que se acercaba un momento que cambiaría nuestras vidas. Por eso preferí quedarme calladito y ver si mi intuición era la correcta. Total, no había nada que perder.

Felipe había quedado un sábado por la noche para ir al cine con Celeste, su novio y Miguel. Pero a eso de las tres, Celeste les llamó para disculparse, la hermana de su novio se había escapado del centro de Proyecto Hombre donde estaba ingresada y tenían que salir a buscarla, que la chica era dejarla sola y se metía hasta la cal de entre los azulejos. Media hora después, Felipe llamó a Miguel.

—Oye, que al final yo tampoco puedo quedar esta noche.

—Joder, pues vaya plan —respondió Miguel.

—Es que a mi hermana la han llamado del hospital para hacer una guardia y me tengo que quedar con el niño, y había pensado llevarle al cine esta tarde.

Gracias a Dios, a Miguel se le apareció la Virgen, porque sin pensárselo le dijo: «Oye, y por qué no os recojo a los dos con el coche y nos vamos a la Ciudad del Ocio, que además de cine, tiene un montón de cosas para crios. Y de paso me presentas a tu hijo, que hace falta valor, que el niño tiene como seis tíos postizos y aún no nos conoce»...

Y es verdad que ninguno de nosotros conocíamos a Stephan, el niño de Felipe. Bueno, Celeste le vio una vez y dijo que en cuanto tuviera treinta años más, la tía Celeste le iba a enseñar los misterios de la vida. A Felipe, solo de pensarlo, se le cortó la digestión. Pero aquella tarde, cuando Miguel le propuso el plan, aceptó sin dudarlo. Media hora más tarde, Miguel les recogió a la puerta de casa.

Tiempo después, mi amigo me contó que de camino a casa de Felipe se sentía terriblemente nervioso. Como cuando uno tiene una primera cita, pero aún mas nervioso. Y tan solo iba a conocer a un niño de cinco años, así que no entendía nada, porque él se llevaba fenomenal con los niños y era el ídolo de sus sobrinos.

Y allí estaban Felipe y Stephan, que era la viva imagen de su padre pero sin tatuajes y con treinta y cinco años menos. Nada más ver a Miguel, el crío le dio un abrazo y un beso de esos que solo los niños saben dar, y durante toda la tarde hicieron equipo contra su padre, que se hacía el mártir en plan de broma y le decía a su hijo que ya no le quería nada. Pasaron una tarde genial en el centro de ocio y se montaron en todo lo que Stephan quería. Miguel estaba radiante y feliz, porque, por muy extraño que pareciera, con Stephan tuvo una sensación distinta desde el primer momento. Fueron al cine a ver una película de Disney y al salir, el niño dijo que quería una hamburguesa, y lo que el niño decía era palabra de santo y se tenía que hacer.

Como Miguel les había invitado al cine y a las palomitas, Felipe dijo que él pagaba la cena, y mientras esperaba el pedido en la caja, la Virgen María actuó usando de instrumento al niño, quien agarró la mano de Miguel y le preguntó: «¿Tú eres el novio de mi papá?».

Decir que en ese momento a Miguel se le abrieron las carnes sería poco. Lo que le pasó es que se le llenaron al instante los ojos de lágrimas, y solo pudo mirar con ternura a aquel niño y acariciarle la cara.

—No, yo no soy... —no acertaba a decir más.

—Sí, sí, sí, sí —canturreaba el niño—, tú eres el novio de mi papá.

Y entonces Miguel lo sentó en sus rodillas y le dio un abrazo muy fuerte porque se dio cuenta de que no había nada que desease más que ser el novio de su papá, por muy hetero que fuese su papá. Y mientras se abrazaban mucho, pero mucho, no se dieron cuenta de que Felipe les estaba viendo en todo momento y sabía perfectamente lo que estaba pasando. Por eso tardó más de lo debido en recoger el pedido, y solo regresó a la mesa cuando Miguel volvió a sentar al niño y se hubo secado las lágrimas.

—Aquí traigo la comida —dijo con un tono muy alegre.

—Hamburguesa, hamburguesa, hamburguesa —cantaba Stephan.

Y aquello era un poema, porque el niño cantaba como loco de alegría, Miguel tenía los ojos completamente rojos y Felipe se veía obligado a hacer como si no supiera nada. Pero el mocoso de los cojones (gracias a Dios y a su madre por ese niño) lo complicó todo aún más cantando «Miguel es el novio de papi, Miguel es el novio de papiiiiiiii». Y Miguel estaba ya a punto de que le diera un coma hepático. Y Felipe a punto estuvo de tirarles las dos bandejas por encima.

—Ya ves —dijo Miguel tartamudeando— las cosas que le da por decir al niño.

—¿Y qué dice el niño?

—Pues parece que se la metido en la cabeza que somos novios...

—¡Ah! —dijo Felipe como el que oye llover— ¿Y por qué dices eso, Stephan?

—Porque Miguel es tu novio, Miguel es tu novio. —Y . dale el niño con la cancioncita.

—¿Y a ti qué te parece? —preguntó Felipe riéndose.

—¿El qué? —contestó Miguel, a punto ya de desmayarse por el sofocón.

—Pues eso, que seamos novios —dijo Felipe así de clarito, con dos cojones.

Y en ese momento, el niño, que era más listo que el hambre, se puso con la hamburguesa y el juguete de turno como si él no existiera allí aunque, eso sí, no perdía detalle. Para mí que ese niño o era maricón, o desde luego afición tenía el jodido.

—Pues hombre, teniendo en cuenta que tú eres heterosexual, padre de familia y divorciado y yo soy gay, soltero y tengo una vida con más vueltas que una peonza, pues me parece complicado a la vez que imposible.

—¿Y a ti quién te ha dicho que yo soy hetero?

Y en ese momento, ante la atenta mirada de su hijo, se levantó de la mesa, se acercó a Miguel, le acarició la cara y le dio un morreo que quitaba el suspiro, allí, ante trescientas parejas heterosexuales que no sabían dónde mirar.

—¡Besos, besos, besos, besos! —cantaba Stephan.

Stephan se levantó también y les abrazó. Y en ese instante se convirtieron en una familia. Hubiera dado media vida por poder verlo, pero solo ver la cara de Miguel mientras me lo contaba al día siguiente era suficiente. Nada en mi vida había sido más gratificante que aquella amistad, nada había sido tan importante y nada me había dado nunca tanta esperanza y tantas ganas de vivir.

Y es que Felipe nunca había dicho que era bisexual por la sencilla razón de que nadie se lo había preguntado. Cuando le preguntaban, por ejemplo, cómo le gustaban las mujeres, él respondía. Porque también le gustaban un poco las mujeres. Entonces, como Felipe respondía con total naturalidad a todo, nadie sospechaba nada. Y es que a los maricones nos gusta mucho poner las cosas en pequeñas cajitas donde lo ordenamos todo. Y si un hombre no sabía lo que era el Space y tenía un hijo, por cojones tenía que ser hetero. Y la explicación de Felipe era muy simple. El se había casado con su novia de la adolescencia por una cuestión de cariño, y ella siempre supo que a Felipe le gustaban los chicos más que las chicas porque él jamás la engañó respecto a eso. Lo que pasa es que Felipe no encajaba bien en los parámetros de lo gay, y se refugió en el cariño que había encontrado en ella, que siempre sería mejor que el drama de la vida gay, porque desde siempre había querido casarse y tener un hijo. Exactamente igual que Miguel. Por eso se casó, porque su novia se quedó embarazada después de una noche de borrachera y porque ese niño necesitaba una familia. El divorcio ocurrió cuando Stephan tenía ya casi dos años y nunca hubo rencores por ninguna parte. La ex mujer de Felipe, después de tantos años de cariño, le había hecho el mejor regalo que le podía hacer, y no es que no quisiera a su hijo, pero tenía bien claro que ese niño siempre iba a ser de su padre. Y así fueron las cosas.

Por supuesto que el impacto de la noticia provocó infartos, mareos, lipotimias varias y cerró algunas bocas que pensábamos imposibles de cerrar ni debajo del agua. Y casi un año después, aquí estamos. En la boda de Miguel y Felipe. Y con el niño haciendo de paje. Es una boda maravillosa en la que hemos llorado y reído a partes iguales. Es el momento en que Miguel, por fin, se ha convertido en el maricón 10. En realidad, Miguel siempre fue el maricón 10, aunque el nunca lo supo. Era más que eso, era un hombre 10, porque siempre fue alguien que nunca se olvidó de su sueño. Porque peleó, porque tiró la toalla y porque la volvió a recoger. Porque me repitió innumerables veces que «nos merecemos un final feliz». Porque su camino le llevó a tener un marido y un hijo y porque la felicidad propia hay que ganársela, a veces cometiendo unos errores terribles para poder salir de ellos con la esperanza de que quizá nos quede un pasito menos para alcanzar ese sueño.

Nunca pensé que llegaría un momento en mi vida en el que pudiera estar desprovisto de todo el egoísmo que las personas (y los gays) podemos tener. Y siempre recordaré como un triunfo en parte personal esa boda, ese minuto en el que el mundo se paró y mi amigo consiguió su sueño delante de todos nosotros. Supongo que por eso seguimos amando, llorando y enamorándonos de personas imposibles que nos van a hacer la vida un lío. Porque ese sufrimiento es imprescindible en nuestro aprendizaje. Porque sin una colección de malos novios, quizá nunca hubiésemos podido apreciar lo importante que era un Felipe en nuestras vidas. Supongo que lo hacemos porque siempre queremos que al final del túnel esté nuestro Felipe esperándonos, con una sonrisa tranquila. Lo hacemos porque queremos llegar a ese final, porque Miguel se merecía un final feliz, y porque queríamos oír esas palabras mágicas que llevábamos deseando oír toda nuestra vida: «Ya puedes abrir los ojos, ya te puedes despertar. Bienvenido a tu vida.»





¿Qué horrible secreto escondía el novio bombero de Matilde y que se descubrió el día de la boda?



¿Qué paso con la novia de X y un fontanero de Chamberí?



¿Quién se sometió a una operación de cambio de sexo y se convirtió en la primera estrella transexual de danza contemporánea?



¿Quién incendió la sala donde se celebraba la primera edición de Míster Chueca y quién acabó desfigurado/a en aquel desastre?



¿Quién sacó del armario a X?



¿Por qué Celeste volvió a perpetrar sexo lésbico y esta vez, con consecuencias devastadoras?



¿Quién se quedó embarazada, de quién y cómo?



¿Por qué Marta Sánchez no deja de imitar a Madonna?



To be continued...





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