jueves, 18 de mayo de 2017

Sol, Playa y Asesinato


En Formato DIGITAL se LEE  MEJOR.
Adquiéralo para PC y Dispositivos Móviles

Por $1.50











Obtenga más obras. Adquiera Paquete Promocional.








Sol, Playa y Asesinato


Susana vuelve al pueblo veraniego de sus abuelos creyendo que va a poder descansar y relajarse lejos del estrés de la gran ciudad.

Nada más lejos de la realidad.

Cuando un cliente del restaurante de su abuelo muere en extrañas circunstancias, acabará involucrado todo el pueblo: un exnovio de Susana, toda la familia del fallecido y su amante, camareros y hasta turistas.

Susana no tiene ni idea de investigar, pero acabará lanzándose para intentar resolver el caso. ¿Conservará la cordura con tantos giros inesperados, antiguos desamores, amistades descaradas y una trama desquiciante de posibles sospechosos que siempre acaba desembocando en algo que no espera?

Si a la mezcla añades a cuatro abuelas entrometidas y fisgonas y a su perrito simpático y descarado, esto va a parecer cualquier cosa menos una investigación de asesinato.

Serie Crímenes en la Playa:

1. Sol, Playa y Asesinato

2. Verano, Licor y una Muerte




Capítulo 1


–¿Y qué hace una adicta al trabajo como tú, aquí, en su día libre? –Lisa cruzó las piernas. Era una pose muy suya y muy femenina que ella adoptaba con naturalidad, sin ninguna clase de artificio.

Lisa era alta y delgada, y cuando cruzaba las piernas con la minifalda que llevaba, resultaba una bomba. Si añadías que era pelirroja y con los ojos verdes, ningún hombre podía dejar de mirarla. Pero ella vivía en su mundo y no se daba cuenta. Era mi mejor amiga y la jefa de cocina de la cafetería-restaurante del complejo turístico del Playamar.

El Playamar era un conjunto de hotel, restaurante, cafetería y balneario que mi abuelo había puesto en marcha después de jubilarse. Era el bastión de nuestro pueblo, El Azahar.

Cuando el abuelo me propuso que me hiciera cargo del puesto de gerente, no podía creerlo. Él siempre había insistido en que me formara en otros restaurantes y hoteles, pero desde hacía cuatro semanas, por fin, trabajaba en el Playamar.

Ese día, yo no estaba allí por trabajo, como pensaba Lisa o cualquiera que me conociera. No estaba tan, tan, tan obsesionada con el trabajo. Bueno, un poco. Pero aquel día había quedado con mi novio, Conrado.

–He venido a reservar mesa arriba –omití “accidentalmente” con quien había quedado para cenar porque a Lisa no le caía bien Conrado.

Había empezado a salir con él hacía dos meses e iba a invitarme a cenar en el famoso restaurante del Playamar. No sabía si habría influido en su invitación el sustancioso descuento que le prometió el abuelo la última vez que se vieron, pero Conrado venía a verme. Llegaría esa misma tarde desde Madrid y yo tenía muchas ganas de verlo. Trabajaba en una empresa de tecnología punta de la capital que no le dejaba mucho tiempo libre, pero esa vez se había cogido una semana de vacaciones y la iba a pasar conmigo.

–¡Uf! –Lisa frunció el ceño, adivinando que venía Conrado– ya estás otra vez con lo mismo. ¿Estás segura de que Conrado es realmente el hombre de tu vida? –dijo sarcástica–. Yo creo que te viene pequeño. Diminuto, mas bien. Tiene menos cerebro que un maniquí. Incluso parece uno, con su traje italiano y su pose de guaperas...

Lisa nunca había sido una romanticona, pero lo suyo con Conrado parecía una fijación. No lo tragaba. Cuando los presenté, lo pilló mirándole el escote, y por si fuera poco, un día dijo que la tarta de manzana que había preparado Lisa para merendar era de supermercado. Así que su aversión casi estaba justificada, pero yo hubiera preferido que se llevaran bien. Lisa siguió criticando a Conrado hasta que se quedó sin insultos creativos. Entonces decidió volver a las andadas.

–Desde que dejaste lo que fuera que tenías con Edu, no has acertado precisamente en lo que a hombres se refiere...

–No empieces...

Lo de Edu ocurrió en el pleistoceno. Y si Lisa empezaba por ahí, no callaría nunca. Cuando a Lisa le daba por rajar ... Mejor darle la razón o echar a correr. Si dejaba que empezara a hablar, iba a oír cosas que no me gustarían. Aunque fuera mi mejor amiga, podía ser muy arpía.

Conrado y yo nos conocíamos desde hacía muy poco tiempo. Y como pareja todavía menos. Sólo nos veíamos los fines de semana, y no todos. Me hubiera gustado verlo más, porque yo quería estar segura de que nuestra relación funcionaba. Y antes de abandonarlo todo en mi pueblo y marcharme con él a Madrid quería comprobar nuestra compatibilidad en el día a día. Últimamente había empezado a dudar tanto de esa compatibilidad como de nuestros mismos sentimientos, pero no iba a permitir que Lisa lo supiera. Ella sólo necesitaba un poco de cuerda para soltarse y decir lo que pensaba.

–Bueno, yo prefiero no opinar –dijo ella con retintín –. Realmente es muy atractivo y viste muy bien. Debe tener pasta. Es casi la única virtud que le veo –parecía bromear, pero yo no estaba segura.

–Ya sabes que no busco un novio rico.

Yo tampoco era una romántica sin remedio. Me curé de eso hacía mucho tiempo, cuando creía que empezaría algo con Edu. Vaya, hacía tiempo que no me venía tantas veces a la cabeza. Edu fue mi primer amor, un amor infantil-juvenil que terminó cuando él se fue a la universidad.

–Lo sé –seguía diciendo Lisa–, pero que sea rico puede indicar que él no necesita tu dinero. Puede malgastarse el suyo perfectamente, y de manera tonta si quiere.

Yo no necesitaba el dinero de nadie, me bastaba con el mío propio. La abuela me dejó unas acciones que me permitían vivir bien y, aunque a mí me gustaba trabajar, sobre todo teniendo a mi abuelo como jefe, no estaba mal disponer de dinero seguro.

Y mejor me iba, porque si no, acabaría lanzándole a Lisa algo a la cabeza. Esa tarde, Conrado y yo pasaríamos a tomar algo en la cafetería, y esperaba que ella se comportara.

Antes de irme a casa, pasé por mi despacho. El nuevo programa de contabilidad que me prometió el abuelo estaba sobre la mesa. ¡Genial! El abuelo siempre a la última.

Al morir mi abuela, el abuelo se quedó desconsolado y toda la familia le animó a que hiciera algo. Y lo hizo. Compró el viejo hotel Playamar, toda una institución en el pueblo. El Azahar era un pueblo pequeño de unos 4000 habitantes en temporada baja, y a sólo 10 km de la ciudad de Carmona. Estaba a orillas del Mediterráneo, y en temporada alta llegábamos a ser hasta 40 o 50.000 habitantes. A nuestro hotel venían tanto veraneantes fijos como turistas de temporada.

El Playamar era un edificio emblemático que se construyó a principios del siglo XX en estilo Art-decó. Cuando mi abuelo lo compró, era una ruina, pero lo restauró completamente respetando su espíritu original. Añadió baños modernos, calefacción, aire acondicionado, televisores de alta gama, wifi ... En fin, todo lo que un hotel de calidad necesitaba. Estaba situado junto a la playa, con unas vistas envidiables. En el enorme jardín, cerca del edificio principal, el abuelo hizo construir un balneario. Por supuesto respetando el mismo estilo arquitectónico. A Lisa y a mí nos encantaba pasar nuestros ratos libres en la zona de spa y relajación. No teníamos muchos de esos ratos libres, pero los aprovechábamos bien.

Estuve un rato instalando el programa, y al salir de mi despacho me crucé con el chef. Antonio, o Antoine, como a él le gustaba que lo llamásemos. Iba cargado con una bandeja de dulces.

–Qué buena pinta tiene eso, Antoine.

Me contestó con un ligero gruñido y siguió su camino hacia la cafetería. Iba murmurando por lo bajo y, como siempre, el gorro de chef se le bajaba un poco por la derecha.

Yo, como gerente, me encargaba de coordinar y cohesionar el restaurante de alta cocina situado en la planta baja y dirigido por Antoine, con la cafetería que dirigía Lisa. La cafetería estaba en la planta inferior y tenía una gran terraza que llegaba hasta la playa. Muchas veces, los clientes que cenaban en el restaurante preferían tomar el postre junto al mar, así que Antoine solía llevar algunas de sus exquisiteces dulces abajo, a la terraza-cafetería.

Pero la terraza inferior se encontraba bajo el dominio de Lisa y ella se quejaba de que Antoine era un snob, un estirado y un cascarrabias. El chef era un gran cocinero, pero tenía un pésimo carácter cuando le podían los nervios. El gerente anterior había chocado con él en uno de sus arrebatos y se había ido de la noche a la mañana. No me había ido mal eso, porque ahora la gerente era yo. Pero tenía que ir con pies de plomo cuando trataba con él. Por suerte Lisa se tragaba muchos de los cabreos del chef y no siempre me salpicaban sus manías. Menos mal, porque para llevarte bien con él era casi imprescindible hacerle la pelota, y eso a mí no se me daba nada bien.

* * *

A media tarde llegó Conrado. Vino cansado y de mal humor porque había encontrado varios atascos durante el viaje. Pero yo tenía tantas ganas de verlo que pasé por alto sus quejas. Dejó sus cosas en mi casa, se dio una ducha rápida y nos fuimos a la terraza del Playamar. Nos sentamos cerca de la playa a tomar unas cervezas y a charlar. Yo no podía disfrutar muy a menudo de un largo rato en la terraza, así que procuraba vivir el momento al máximo.

Cuando me cogió la mano y me dijo que me había echado de menos, me sentí completamente feliz. Conrado y yo, por fin, estábamos disfrutando de la tranquilidad de la tarde. Después de cenar, daríamos un paseo por la playa y luego iríamos a mi casa. Yo esperaba que esa noche fuera mágica. Hacía varios días que no nos veíamos y, a pesar de nuestras conversaciones telefónicas y del WhatsApp, necesitábamos el contacto presencial. O al menos yo lo necesitaba. Él no parecía necesitarlo tanto, pero no le di importancia.

Al poco rato llegó el abuelo. Lo distinguí a lo lejos, por su elevada estatura y su pelo de color blanco nieve. Con su traje oscuro y su estilo impecable, parecía un actor de Hollywood. Mi abuelo conocía poco a Conrado y yo no estaba segura de que se cayeran bien, pero se acercó a nuestra mesa para saludarlo. Pronto me di cuenta de que tenía el día bromista porque, después de los saludos iniciales, puso una de sus caras de bandido, la que indicaba que iba a gastar alguna broma pesada, y me guiñó un ojo. Me asusté de veras, y aunque yo no sabía de qué iba la cosa, lo que fuera que se le hubiera ocurrido, seguro que no era nada bueno.

–Vamos a ver muchacho, ¿tratas bien a mi nieta? –Preguntó a Conrado, enarcando una ceja– ¿Cómo vas a mantenerla si se va contigo a Madrid y no encuentra trabajo?

Mi abuelito nunca se cortaba a la hora de hacer preguntas. Él era así, y los interrogatorios eran su especialidad y aunque ya podía haberlo imaginado, me sonrojé intensamente, ya que Conrado podía ofenderse. Yo ya sabía que era algo quisquilloso, pero él no pareció nada molesto. Se rió con cierta condescendencia y dijo:

–Por supuesto que soy solvente, mis jefes pueden corroborarlo –aunque sonreía, su sonrisa me pareció algo forzada y falsa–. Y es muy fácil tratar bien a Susana. Es encantadora.

¡Que pelota! Y ya me hubiera gustado a mí que me tratara tan bien como decía. A veces Conrado perdía la paciencia y se pasaba.

Hacía justo un mes habíamos quedado en mi casa de Madrid para celebrar mi nuevo trabajo en el Playamar. Bueno, la casa era del abuelo, pero yo siempre la había considerado propia. Durante el tiempo que estuve trabajando en Madrid era mi cuartel general. No me quedaba en casa de mis padres, que también vivían allí y donde hubiera tenido menos trabajo, porque estaba disfrutando de mis primeros años de independencia. Esa era nuestra primera cena juntos y yo quería lucirme. Había pasado toda la tarde cocinando y preparándolo todo, pero Conrado llegó con retraso y de mal humor. Se quejó de que la cena estaba fría y dijo que no se la comería. ¡No podía creerlo! Sólo se enfrió el segundo plato y, además, por su culpa, porque había llegado una hora tarde. ¡Y el muy despreciable gusano se hizo un sándwich!

Ese día me replanteé nuestra relación. Se mostró grosero y maleducado y no me gustó. Pero, poco después, Conrado me compró una caja de bombones, me dio un besazo y varios arrumacos para compensar su falta de modales y su mal humor y lo perdoné. La verdad es que a veces este Conrado ... Pero eso no pensaba contárselo al abuelo, no iba a echar leña al fuego. Conrado y él seguían hablando amigablemente.

Iván, el ayudante de cocina, salió rápidamente en dirección al abuelo. Era muy simpático y aunque tenía más de 35 años, su aspecto era muy juvenil. No era el chico más listo del pueblo, pero sabía quién era el jefe y a quién tenía que halagar. Siempre estaba alrededor del abuelo.

–Don Fernando, ¡qué bien que ha llegado! –dijo estrechándole la mano ceremoniosamente e inclinando un poco la cabeza como solía hacer–. Las nuevas ensaladas gustan mucho a los clientes, pero a mí me gustaban más las del año pasado. Eran las mejores.

Sus comentarios iban cargados de buenas intenciones, pero casi siempre decía tonterías.

Le expliqué a Conrado que Iván no era fijo en el restaurante, que estaba cubriendo la baja de la ayudante de cocina que había sido mamá. Nati había traído al bebé aquí hacía unos días para que lo viéramos, era precioso y regordete. También nos dijo que quería incorporarse pronto al trabajo, que su madre se encargaría del niño mientras ella estuviera en la cocina. Desde ese momento, Iván se acercaba a hablar con el abuelo siempre que podía. Probablemente para hacerle un poco la pelota y que lo contratara fijo.

–¿Es normal? –me preguntó Conrado, con una sonrisa algo despectiva–. Quiero decir, ¿no parece un poco tonto?

–Claro que es normal –Este Conrado ... ¡qué cosas dice! Siempre criticando.

Le expliqué que Iván se esforzaba mucho en su trabajo y que, aunque a veces se equivocaba, lo compensaba con entusiasmo y buena voluntad. Que tal vez fuera un poco simple o ingenuo, pero que siempre intentaba rendir al máximo, dentro de sus posibilidades.

Iván era el resultado de una curiosa combinación genética: guapísimo y con una expresión de cara bondadosa y juvenil. Incluso cuando se enfadaba era agradable. Parecía que iba en broma y nadie se lo tenía en cuenta. Sin embargo no era muy listo. Si hubiera sido chica, seguro que algunos hubieran dicho de ella –Es guapa, pero tonta–. Pero a Iván todo el mundo lo quería.

En ese momento, Iván miraba a Conrado con fijeza. Conrado hizo un gesto de asco, pero no dijo nada. No estuvo bien. No me gustó que Conrado actuara así.

Hacia el final de la tarde fuimos un rato a mi casa a arreglarnos para la cena. Me maquillé con cuidado, para destacar el color ámbar de mis ojos. Para esa noche elegí un vestido de punto negro ceñido y elegante, que era a la vez severo y sofisticado. Y me dejé la melena suelta para que mi pelo oscuro cayera sobre el vestido. Perfecto, pensé. Con tacones de aguja y el collar de perlas de mi abuela, estaba increíble, aunque está mal que yo lo diga. Esperaba gustarle a Conrado, que siempre me decía que iba hecha una zarrapastrosa. No era cierto, pero él era muy exigente con el aspecto físico de sus allegados.

* * *

Durante la cena, en la parte noble del hotel, Conrado se esforzó en borrar esa imagen algo desagradable que me estaba formando de él. Me dijo que estaba guapísima y estuvo atento y simpático mientras tomábamos los aperitivos. Nos habían puesto flores y velas en la mesa y se veía la luna llena desde donde estábamos. Tomamos ensalada de frutos secos, tostas de queso de cabra con mermelada, langostinos de la casa y un tinto Rivera del Duero, mi favorito. Bromeamos, reímos, y yo lo estaba pasando en grande. Por encima del murmullo de las voces de los clientes se oía la música ambiental, que en ese momento era country. La velada prometía, y el ambiente era súper-romántico. Yo tenía hambre, no había tenido tiempo de comer a mediodía y estaba famélica.

Miré a mi alrededor y me di cuenta de que en otra mesa algo alejada, un hombre alto y delgado, con el pelo encanecido, discutía con otro más bajito y con algo de barriga. Los dos iban bien vestidos y tenían aspecto distinguido. Hablaban en voz muy alta. El de las canas quería comprarle al otro una empresa a bajo precio y el de la barriga, al parecer el dueño de la misma, no estaba de acuerdo. Discutían y gritaban acaloradamente, mientras el resto de los comensales les miraban con asombro. Estaban dando muy mala imagen del local. El Playamar era famoso por su tranquilidad, así que me acerqué para intentar que bajaran el tono de voz. Les dije que la casa les invitaba a un vino si solucionaban sus diferencias en otro momento.

Conrado, muy galante, acudió a mi lado para apoyar, pero se limitó a poner pose de chulito, y yo hubiera preferido que se quedara en nuestra mesa y me dejara arreglar el asunto a mí sola. Era una de las cosas que empezaban a molestarme de él.

El de la barriga dijo que ya se iba, pero antes de salir le soltó al de mayor edad:

–¡Ojalá que recoja exactamente lo que ha sembrado! –y luego continuó vociferando– La gente como él no debería estar suelta.

El bajito de la barriga se fue airadamente hacia el hotel. El anciano de pelo encanecido le lanzó un brindis y siguió bebiendo tranquilamente su cerveza. Este tipo de escenas no eran buenas para el negocio. Los clientes no habituales podrían pensar que había mal ambiente. Pero nadie hacía caso y, además, únicamente había clientes habituales, así que me tranquilicé.

Al poco rato, una chica espectacular, alta, rubia, de unos 30 años y con un minivestido azul turquesa muy ajustado, atravesó el comedor con aires de reina de la belleza. Se acercó al anciano de las canas y lo besó. Luego se sentó a su lado y empezaron a hacer manitas. Ella le sonreía con admiración. En su mesa también había flores y velas. El hombre se giró un momento a mirar a otro lado y la chica dejó de poner buena cara. En realidad, puso cara de repugnancia. Pero cuando el hombre volvió a mirarla de nuevo, ella tenía otra vez la misma expresión embobada.

Indudablemente, esa chica era una falsa y una interesada, pero yo entonces estaba más pendiente de mis propios asuntos. A lo largo de la cena, el humor de Conrado fue cambiando. Ya no estaba tan encantador. En ese momento me contaba que estaba agobiado por trabajo, que se iba a un viaje de negocios unos días. El estrés le debía pasar factura, porque no paraba de protestar en voz alta. Intenté hacerle pensar que eso era bueno para su profesión, pero en el fondo estaba defraudada y desilusionada. Apenas había venido a verme y ya se tenía que ir. Me visitaba poco, sólo algunos fines de semana. Y cuando tenía previsto pasar una semana entera conmigo, resulta que había cambio de planes. No sabía qué pensar. Además, cuando yo le proponía ir a verlo a Madrid, siempre era mal momento. Me decía que sería mejor en otra ocasión en la que podríamos pasar más tiempo juntos.

Estaba hecha un lio. Por un lado quería estar con él, entre otras cosas para comprobar que funcionábamos como pareja. Pero por otro lado, estaba contenta de que no me hubiera pedido que me fuera a vivir con él a Madrid. Todavía no estaba preparada para dejar el mejor trabajo que había tenido hasta el momento. Me encantaba trabajar en el Playamar y no me apetecía irme a Madrid.

Yo siempre había sido una chica sensata, así que acepté que el viaje del que hablaba Conrado era necesario para su profesión. No obstante, él se pasó un buen rato protestando del dichoso viajecito. Y no paró ahí. También se quejó de estar infravalorado en su trabajo, de que estaba harto, y de muchas más cosas en la misma línea. Además no lo decía en voz baja precisamente. Estaba realmente abochornada por sus malas maneras en público. Intenté que bajara la voz, pero únicamente conseguí que protestara más fuerte. Estaba más preocupada de que pudiera oírlo el abuelo y que pensara que no era el chico adecuado para mí, que de cualquier otra cosa. Pero el abuelo no estaba cerca, así que al poco rato dejé de preocuparme.

Una camarera, a la que no conocía, se acercó a nuestra mesa a tomar nota del primer plato. Unos días atrás, habíamos contratado personal nuevo para la temporada alta, y ésta debía ser una de las nuevas. Era una chica alta, morena, despampanante y muy estilosa. Antoine vigilaba mucho el aspecto del personal, pero esta chica era espectacular. Se debió quedar impactada con Conrado, porque no dejaba de mirarlo. Cuando nos entregó la carta, casi se olvidó de darme la mía por lo pendiente que estaba de él.

Conrado pidió cocochas con almejas, y yo pedí rape al Playamar, una especialidad que el chef nos dedicaba. Mientras apuntaba el pedido, la camarera se dirigió a mi novio.

–¿De dónde es usted, señor? –Le preguntó con una sonrisa coqueta– No solemos tener chicos tan guapos por aquí. Suele venir gente de más edad ¿Es usted actor? ¿O artista? Creo que su cara me suena.

A mí me ignoraba deliberadamente. Sonreí para mis adentros, seguro que no sabía que yo era su jefa. Mañana me pasaría a darle un pequeño sustito. Amistoso, desde luego, pero sustito. Cuando la camarera se fue, le pregunté a Conrado

–¿Estaba ligando contigo?

Conrado la miró otra vez un momento y pareció muy contento y algo engreído.

–Sí, ¿verdad? –dijo con una sonrisa.

A mí no me parecía demasiado bien, incluso me sentí algo molesta, pero no dije nada porque él estaba mucho más tranquilo y relajado. Esperaba poder disfrutar de la cena por fin.

En ese momento entró Lisa en la cocina para comentar algo con el chef. Cuando salió y nos vio, se acercó a saludar.

–Hola Conrado, ¿cómo estás? ¡Cuánto tiempo que no venías! –dijo con un ligerísimo tonillo de chanza.

–¡Bueno, bueno! ¿A quién tenemos aquí? ¡La amiga más guapa de mi chica! –dijo Conrado, sonriendo amablemente. Pero me constaba que a Conrado tampoco le caía bien Lisa. La antipatía era mutua.

Lisa sonrió y me miró con sorna. Como ella siempre se enteraba de todo, señalé disimuladamente hacia la mesa del anciano y la jovencita, y le pregunté:

–Lisa, ¿sabes quiénes son?

–Si –contestó ella, acercándose y bajando la voz–. Llevan una semana aquí en el hotel, en plan escapada romántica.

–No los había visto hasta hoy –dije en el mismo tono.

–Es la primera vez que cenan en el restaurante y parece que quieren que sea una ocasión especial: flores en la mesa, rincón íntimo, etc...

–Como nosotros –dijo Conrado sonriéndome con complicidad.

–El anciano es Estanis –continuó diciendo Lisa, ignorando deliberadamente el comentario de Conrado–, bueno ahora es don Estanislao Gutiérrez. Nació aquí, en el pueblo, pero se fue a vivir a Madrid e hizo muchísimo dinero.

–¿El que fue novio de Sole, la del chalé 4?

Sole y su hermana Elenita eran amigas de la tía Caro, mi tía abuela Carolina. Ellas y la tía Cris de Edu, también tía abuela suya, eran inseparables. Se iban de viaje juntas, salían de compras, a cenar, al cine... Las cuatro a la vez podían resultar un peligro público, porque se enteraban absolutamente de todo. Y podían conseguir lo que les diera la gana.

–El mismo. La familia de ella se opuso a la relación y consiguieron alejarle.

–Pues ahora que ha hecho tanto dinero, parece que a la vejez ha triunfado en el amor –dije risueña.

–Ja, ja. Eso parece. Desde luego, la que está con él es una chica joven y muy atractiva. Lo único que sabemos de ella que se llama Virginia.

Casualmente, les estaba atendiendo la misma camarera que a nosotros, pero no tonteaba con el viejecito, no. Cuando Lisa se fue, caí en la cuenta de que Conrado miraba mucho a esa Virginia, y no me hizo ninguna gracia. Parecía comérsela con los ojos.

–Desde luego, que la chica no va por el cuerpo serrano de ese viejo –dijo Conrado. Y soltó un exabrupto.

–Pues yo creo que no es asunto nuestro.

–Pero no me digas que no está claro como el agua –insistió Conrado.

–Lo que no entiendo es lo que puede importarnos a nosotros.

Yo estaba devorando mi plato de pescado, que estaba delicioso, cuando don Estanislao se desplomó. La cabeza le cayó sobre la mesa. Virginia se levantó precipitadamente y se puso a gritar y a pedir ayuda. Estaba histérica.

Una enfermera que estaba cenando en una mesa cercana, se acercó a ver lo que le ocurría. Le tomó el pulso y le miró los ojos. No estaba muerto, nos dijo, pero no se le podía reanimar allí, así que el abuelo llamó al S.A.M.U. para que lo llevaran al hospital.

No tardaron ni diez minutos en llegar, y los sanitarios que lo examinaron dijeron que parecía estar muy grave. Virginia insistió en acompañarlo.

–¡No pueden dejarme aquí! –exigió–. Es mi novio. ¡Más que eso! ¡Vamos a casarnos!

Por fin consiguió meterse en la ambulancia para ir al hospital. Los demás nos quedamos todos muy desorientados. Algunos clientes decían que parecía un ataque al corazón, pero una mujer regordeta y elegante, que parecía fuera de sí, exclamó:

–Puede que haya sido envenenado. No pienso comer nada más –dijo apartando su plato.

Su marido intentó hacerla entrar en razón, pero en vano. Mi abuelo, que los conocía bastante, intentó arreglar las cosas.

–Angelines –dijo–, no se preocupe. He trabajado para la policía y voy a comprobar ahora mismo que don Estanislao no ha sido envenenado.

El abuelo no había sido policía, pero siendo médico forense, había colaborado con la policía de Carmona en muchas ocasiones. Se acercó al plato de comida del anciano y lo olfateó. Sin tocar nada, observó el vino y la cerveza que había bebido y a continuación pidió que nadie tocara nada y que no se acercaran a la mesa.

Luego se dirigió a nosotros en voz baja.

–He notado un olor raro en la cerveza que bebía don Estanislao. Y también me parece que hay un polvillo blanco en el fondo. Feo asunto este, muy feo asunto –parecía preocupado.

–¿Estás seguro, abuelo? –dije yo, intentando negar lo evidente.

–Según mi experiencia, no ha sido un ataque al corazón. No presenta los mismos síntomas. Creo que ha sido envenenado –dijo moviendo la cabeza con preocupación.

–¡No lo puedo creer! –dije en voz baja–. ¡Un intento de asesinato en tu hotel! ¡Es horrible!

–Esperemos que en el hospital puedan hacerle algún lavado de estómago o algo –dijo Conrado, que parecía desolado.

Al poco rato llamé al hospital y me comunicaron que don Estanilao había llegado ya muerto. Fue espantoso. Conrado estuvo a mi lado todo el rato y yo agradecí su apoyo. Era agradable que alguien se preocupara de mí para variar, alguien que no fuera de mi familia, pero al poco rato borró de un plumazo toda esa sensación positiva.

–Es una lástima –dijo tranquilamente, y añadió– ¡Qué pena que haya tenido que ocurrir algo así en el local de tu familia!

Me pareció muy insensible por su parte, pero aún lo estropeó más. Se encogió de hombros y dijo:

–Se nos va a enfriar el café –y se dirigió a nuestra mesa para sentarse y tomárselo, como si no hubiera ocurrido nada.

El abuelo se encargó de llamar a la policía. Le atendió una agente que se encargaba de la centralita y le aseguró que la policía judicial llegaría enseguida. Que ya estaban en camino porque les habían avisado desde el hospital. Como venían desde Carmona, llegarían enseguida.





Capítulo 2


Había que desalojar el comedor, y los clientes tenían que terminar su cena, así que los instalamos en el salón. Cuando acabasen de cenar, podrían esperar a la policía sentados en los sofás en lugar de estar incómodos en un rincón del comedor.

Alguien sugirió que debíamos ir a recoger a Virginia al hospital. Conrado se ofreció voluntario y salió hacia allí. Me sorprendió el gesto, pero se lo agradecí, porque a mí no me apetecía nada ir y todos los demás hacían falta para atender a los clientes. Estuvimos muy ocupados con los cambios, y ya eran casi las 10.00 cuando llegaron los policías. Les abrió el abuelo, pasaron al comedor y se identificaron: Inspector Sergio Ruiz y subinspector Eduardo Martín. Me dio un vuelco el corazón.

Era Edu.

Mi Edu.

Bueno, en realidad ya no lo era. Durante un tiempo lo fue, pero ya no.

Menos mal que no me ha visto.

Así disponía de unos minutos para tranquilizarme y prepararme para el saludo.

–¡Susana! –Oí que me llamaba, sacándome de mis pensamientos. Se acercó rápidamente con su sonrisa de siempre. Por un momento me pareció que iba a abrazarme, pero se frenó en el último instante–. ¡No te había visto! ¡Cuánto tiempo que no nos veíamos!

–Hola Eduardo –dije algo avergonzada, no podía pensar.

Me pareció que él también estaba algo cortado. O tal vez yo quería que lo estuviera. Se acercó a hablar con el inspector y, cuando volvió a mi lado, me cogió de la mano y tiró para sacarme a la terraza. Como si tuviéramos todavía 8 y 11 años respectivamente.

–No te he visto todavía por el paseo– me dijo, atropellando las palabras y evitando mirarme–. Sabía que trabajas en el hotel desde hace poco. No recuerdo quién me lo dijo –apartó la mirada. Parecía tan cortado como yo. Me sentí algo mejor, pero seguía nerviosa y aturdida.

–Sí –dije sonriendo como una idiota, trabajo aquí desde hace un mes–. No me salían las palabras. Debía parecer boba.

Perfecto, Susana, va a pensar que eres tonta.

–Yo estoy buscando piso en Carmona, pero hasta que lo encuentre, de momento, me estoy quedando en casa de mi tía abuela Cris. ¿Te acuerdas de ella?

–Claro que me acuerdo.

Y de su famoso helado de fresas. Todos los niños la adorábamos. Siempre me ha gustado la comida. Estaba delgada y en forma, pero me encantaba comer. El helado de fresas de la tía Cris de Edu fue uno de los pilares de mi carrera. A los 15 años, estuve investigando la receta durante meses, hasta que ella, amablemente, me la ofreció. A veces la preparaba como uno de los postres variados de la carta del chef gruñón. Antoine me pidió varias veces esa receta, pero no pensaba compartirla; era propiedad de la tía Cris.

Aunque no era momento de pensar en helados, se suponía que estaba hablando con Edu, y que se había cometido un crimen.

–¿Desde cuándo estás viviendo aquí? –pregunté nerviosa–. Yo tampoco te había visto.

–Salgo poco. Trabajo en Carmona y tengo poco tiempo libre –dijo encogiéndose de hombros–. Y cuando salgo no hay nadie por la calle.

Edu, Lisa y yo éramos amigos desde pequeños. Su tía Cris y mi tía Caro eran amigas y vecinas, así que nos conocíamos de toda la vida. Él era tres años mayor que nosotras, y siempre nos defendía cuando los mayores nos querían echar de los columpios, o de la pista de tenis o de donde fuera que estuviéramos jugando. No permitía que nadie abusara de los pequeños, e incluso conseguía que a veces jugáramos con los mayores, a polis y cacos o al escondite.

No sabía nada de él desde hace tiempo, pero le cuadraba mucho haber entrado en la policía. Y mucho más en la científica. Era una de las personas más inteligentes con las que había tratado, por no mencionar que era el chico más atractivo (y con diferencia) de El Azahar. Yo estaba con Conrado y no nos iba mal, pero no pude evitar recordar que había estado loca por él desde los 8 hasta los 16 años.

Edu me contó que cuando se enteró de que había una plaza de subinspector a 10 km de su pueblo no pudo resistirse y la solicitó. Estaba a la espera de ascender, pero mientras tanto estaba en Carmona. Ya llevaba siete semanas en el puesto y hasta ese momento no habían tenido ningún caso interesante en la zona.

–Es una lástima que haya tenido que pasar aquí –me dijo apenado. En ese momento, el inspector lo miró con impaciencia, así que se despidió con un suspiro–. Hemos de vernos un rato con calma y ponernos al día.

Era mucho más fácil tratar con Edu cuando éramos pequeños. Me vinieron a la mente miles de recuerdos y me alegró mucho verlo. Edu se dirigía hacia el inspector, que parecía irritado, con su calma habitual. Y aunque me arrepentí rápidamente, no pude evitar pensar que el uniforme le sentaba de miedo. Siempre había sido guapo, pero a los 28 años y con el rostro más curtido y bronceado, estaba más atractivo que nunca. Con su mirada, limpia y cálida, y sus ojos, de un gris tan intenso que parecían atravesarte. ¡Uff! No eran los pensamientos adecuados para una chica con novio. Y en un lugar donde se había cometido un crimen. Pero fui consciente de que ya no era rubio, de que se le había oscurecido un poco el pelo, y eso también le favorecía.

La policía despejó la sala del comedor y empezaron a tomar muestras de las sobras de comida y bebida, de posibles restos de ADN y de huellas. Observaron con cuidado todo el local por si había que analizar algo más.

Fui hacia el salón, donde Virginia y Conrado acababan de entrar. Ella estaba desconsolada. Se lamentaba de que hubiera muerto Estanis, de lo mucho que lo quería, etc ...

Como parecía bastante histérica, el inspector le dio permiso para que se fuera a su habitación a descansar un poco y el abuelo me pidió que la acompañara. A mí no me apetecía, y ella no me gustaba, pero era un huésped y había sufrido una tragedia, así que la acompañé.

Pero al entrar en la suite de la pareja, una de las mejores del hotel, encontramos un completo desbarajuste. Toda la ropa por el suelo o amontonada encima de la cama, los cajones abiertos y desordenados, el portátil encendido, las maletas rajadas y un montón de papeles arrugados y tirados en un rincón. Se las habían arreglado para abrir la caja fuerte. Nos quedamos paralizadas en la puerta y vi que Virginia palideció. Su mirada estaba fija en la caja fuerte abierta y vacía. ¿Por qué se ha puesto pálida? ¿Qué guardaba en la caja fuerte? Esa tía escondía algo.

Pero tenía que reaccionar rápido. Cerré la puerta para impedir que Virginia entrara y avisé por el móvil al abuelo. Enseguida vinieron dos agentes que se hicieron cargo de la situación. Me pidieron que averiguara si había alguna habitación libre por si acaso Virginia no podía pasar la noche en la suya. Después de que en recepción me confirmaran que quedaban dos habitaciones individuales libres, dije que prepararan una por si era necesaria.

Estábamos Virginia y yo en el pasillo decidiendo qué hacer, cuando llegaron el inspector y Edu. El inspector me había parecido algo quisquilloso en el comedor, pero ahora me pareció francamente insoportable y muy prepotente. Exigió que nos quitáramos todos de en medio, incluyendo a los agentes. Ordenó a Edu que se encargara de los testigos que estaban abajo, y a los agentes les mandó que se pusieran a tomar muestras. Edu me miró con resignación y yo le sonreí de la misma forma.

Cuando el inspector le preguntó a Virginia si faltaba algo, ella aclaró que creía que no faltaba nada, poniendo su cara de niña buena. Y fue sorprendente el cambio experimentado por el policía. Hasta él se enternecía con sus miraditas. ¿Quién lo hubiera pensado? ¡Era una experta en seducción! No pude evitar admirarla un poco y despreciarla mucho. Los hombres pueden ser muy tontos.

Mientras tanto, tomaron muestras de huellas y de ADN en la habitación, y después el inspector permitió que entraran dos limpiadoras a arreglar la suite. No sería necesario que Virginia cambiara de habitación.

Ya de vuelta en el salón, el abuelo había hecho un primer análisis rápido de la cerveza que bebía la víctima, sacando la conclusión de que había muerto por una sobredosis de pentobarbital, un barbitúrico de acción rápida que se encuentra en algunos somníferos y en medicamentos para animales. Como el abuelo estaba jubilado, su análisis no tenía validez oficial. Faltaba la confirmación del laboratorio de Madrid, pero estaba claro que se trataba de un asesinato, o puede que fuera un suicidio, aunque parecía poco probable. Don Estanislao tenía muchísimo dinero y alguien lo heredaría. Los agentes nos pidieron a todos los testigos reunidos allí que no abandonásemos el pueblo y el inspector también nos pidió a todos en general, y a mí en particular, que procurásemos no meternos en líos y que no cotilleásemos. No sabía por qué. Yo no le había hecho nada.

Este tío se cree que está rodando una película.

Insistió en que ese era su trabajo, y nos citó a declarar en la comisaría de policía de Carmona al día siguiente. Los agentes empezaron a apuntar nuestros nombres.

Fue en ese momento cuando se produjo el caos. Llegaron mi tía Caro y sus amigas. Todavía no las había visto, porque habían estado de viaje por México, visitando la capital, el conjunto arqueológico de Chichén Itzá y muchas de las maravillosas playas del país. Habían regresado el día anterior, y en cuanto llegaron a casa, casi sin descansar, salieron al cine y a cenar en el pueblo. Cuando volvían a sus casas debieron ver los coches de policía rodeando el hotel, y algo así era una tentación demasiado grande para ellas. Más tarde me explicó la tía Caro que ellas querían ayudar, pero desde luego yo no la creí. Nadie lo hubiera hecho. Querían husmear.

Mi tía abuela Carolina era la hermana soltera de mi abuelo, bastante más joven que él, como ella misma se encargaba de explicar siempre que podía. Vivía en el chalé de delante del mío, era de estatura media, esbelta y llevaba el pelo corto, de un tono castaño claro. La tía Cris de Edu vivía en el chalé de al lado, era alta, enjuta, y cuidaba especialmente su melena lisa para mantenerla de un tono blanco muy llamativo. Sus otras dos amigas eran hermanas, Elenita y Sole, las dos de constitución delicada, de mediana estatura y con melenita corta; Elenita, rubia; y Sole morena. Esta última era dura de oído y utilizaba audífonos. Vivían al lado de mi chalé, detrás del de la tía Cris. Ninguna de las cuatro hubiera confesado nunca su edad ni siquiera bajo tortura y siempre decían que tenían sesenta años. Aunque llevaban muchos años teniéndolos.

La tía Caro y su amiga Sole fueron las primeras en entrar en el comedor, con sus alegres vestidos. La tía Caro con una túnica estampada en tonos rosa y Sole con un conjunto de pantalón y casaca en azules, combinado con un chaleco a flores también azules.

–Susana, cariño ¿qué ha pasado?– preguntó mi tía.

No me dio tiempo a contestar ni a pedirles que se fueran a casa. El inspector lo hizo por mí.

–Señoras, aquí no hay nada que ver, ¡fuera de aquí! –ladró

Sorprendentemente, las dos señoras obedecieron. Al menos en apariencia, porque mientras salían, la tía Cris y Elenita, que estaban en la puerta, entraron tranquilamente. Ambas llevaban vestidos de punto hasta media pierna, también estampados. El de la tía Cris en amarillos, y el de Elenita, en verdes. El conjunto de las cuatro era espectacular. Parecían personajes de cuento.

El inspector puso cara de desesperación.

–Huy, Caro –dijo la tía Cris con cara de pilla– ¿Qué ha pasado? ¿Has visto ya a mi sobrino Edu? ¿Verdad que está guapo?

Edu se iba sonrojando por momentos.

–Tía, por favor...

La tía Caro lo acorraló junto a un sofá.

–¡Edu! –exclamó– ¡Qué guapo estás! ¡Cuánto tiempo que no te veía! ¿Qué ha pasado?

El inspector se iba cabreando más por momentos

–Señoras, esto no es asunto suyo, sino de la policía. Hagan el favor de salir. ¡Enseguida!

Elenita miró al inspector unos segundos y se dirigió hacia él con una sonrisa de oreja a oreja.

–¡Huy! Tú tienes que ser el hijo de Alfonso Pérez, ¡cuánto te pareces a tu padre!

Edu y yo nos miramos y sonreímos, porque el hijo de verdad de Alfonso Pérez, Héctor, era un hombre anodino, mediocre e incapaz de desempeñar ningún cargo. No se parecía en nada al inspector, que estaba muy desorientado además de muy cabreado.

–No soy el hijo de ese señor, no. Y no es el momento de buscar el pedigrí de nadie. Váyanse las cuatro.

Como habían pasado varias horas desde que llegara la policía y todos estábamos agotados, los camareros sacaron unas bandejas con refrescos, sándwiches y dulces. Fue idea del abuelo, siempre al tanto de las necesidades del momento.

–¡Bien! –exclamaron la tía Caro y Elenita entusiasmadas, y corriendo hacia las bandejas.

–¡Dulces! –dijo la tía Cris. Y lanzando grititos de alegría siguió a sus amigas.

Sole no dijo nada, pero cuando llegaron las demás, ella ya había cogido un sándwich de queso con salmón.

Creo que el inspector se planteó seriamente detenerlas y encerrarlas en el calabozo. Pero al final, se fue dando un portazo. Fue un respiro. Edu y los agentes tampoco se quedaron al tentempié. Ni Conrado, que se fue a casa malhumorado. Pero los demás tuvieron ocasión de reponer fuerzas.

Yo estuve pendiente de la comodidad de nuestros clientes y no tuve tiempo de tomar nada. Por eso, cuando se me acercó la camarera que había tonteado con Conrado con un plato lleno de pequeños sándwiches variados y una cerveza, me di cuenta del hambre que tenía. Alguien le había informado de quién era yo y de todo lo que me gustaba y, a pesar del drama que habíamos vivido, me sorprendí sonriendo con ironía. Vaya, vaya. Me dije. Ella parecía asustada.

–¿Puedo hacer algo? ¿Ayudar de alguna forma? –Me preguntó con mucha amabilidad.

Me compadecí. No soy rencorosa, y la veía muy apurada.

–No te preocupes –dije engullendo un sándwich–. Has sido muy amable de traerme todo esto. Justo todo lo que me gusta –expliqué comiendo con apetito–, y estaba tan cansada que no podía ni acercarme a cogerlo.

Me dijo que se llamaba Maite y que Antoine y el abuelo la contrataron tres meses atrás, pero que se incorporó al trabajo el día anterior porque la habían operado de apendicitis. Cuando se fue hacia la cocina, parecía más contenta. No me había olvidado de su comportamiento, no, pero si desempeñaba un buen trabajo como camarera, lo otro no tenía demasiada importancia. Aunque cuando casi estaba fuera de mi vista, la vi hacer un gesto de triunfo con el brazo. ¡Qué raro!

Pero todavía no había llegado el momento de descansar. Virginia me pidió que la ayudara a cambiar de habitación en el hotel, porque la otra le traía malos recuerdos. Lógicamente, le dije que sí, que ya le habían preparado otra cuando pensábamos que iban a precintar la suya, y que no había problema. Mientras hablábamos, Iván se nos acercó mirando embelesado a Virginia. Dio varias vueltas a nuestro alrededor y se quedó a dos metros de ella sin dejar de mirarla. Cuando vio que nos íbamos, le dijo que era muy guapa. Desde luego, no parecía tonto en lo que a chicas se refería, no.

* * *

Al día siguiente, en la comisaría de Carmona, la policía nos estuvo interrogando.

Varios testigos informamos de la discusión de la noche anterior entre don Estanislao y el otro señor, así que los agentes fueron al hotel a buscar al empresario bajito, el que tenía barriga, para traerlo a comisaría. Se llamaba Pedro Martínez, y llegó estresado y de mal humor. Había dormido mal, explicó a los agentes, y además ¿para qué lo iban a interrogar? Estaba muy enfadado.

El señor Martínez debía ser algo sordo, porque durante el interrogatorio hablaban tan alto, que pudimos oír toda la conversación. Los agentes le preguntaron si era verdad que no se llevaba bien con don Estanislao.

–¡Claro no me llevo bien con él! –contestó acaloradamente–. Y además le guardo rencor, mucho. Es más, ¡ojalá que le hubiera atropellado un tren hace diez años!

Después de que le informaran de que estaba muerto, no se mostró entristecido precisamente, se sorprendió pero dijo que se alegraba. Aunque cuando le aclararon que tal vez había sido envenenado, pareció algo asustado y declaró que él no había sido.

También explicó el porqué de su antipatía hacia la víctima. El señor Martínez tenía una explotación ganadera familiar en pleno funcionamiento, pero su rival consiguió neutralizarla para eliminarla del mercado, y después pretendía comprarla a bajo precio.

Al preguntarle la policía donde estaba a la hora del crimen, dijo que estaba cansado y que se había ido a dormir. No tenía coartada.

Edu nos informó de que lo iban a detener como sospechoso del asesinato de don Estanislao. No parecía el tipo de persona capaz de cometer un asesinato y me entristecí por él. Se le habría ido la cabeza en el momento del crimen o algo así, pero me alegré de que se resolviera pronto. Así descansaríamos todos.

Los agentes nos preguntaron si conocíamos a la familia de la víctima. Querían interrogarlos porque don Estanislao se iba a casar y ellos perderían una gran parte de su herencia, así que también podían ser sospechosos y querían investigarlos. El abuelo conocía a los hermanos de cuando eran jóvenes.

–Estanis tenía un hermano, Matías, y una hermana. Se fueron también a Madrid –explicó–. Y varios sobrinos, pero sólo me acuerdo del hijo de su hermano Matías.

–Sí –dije yo–. Al sobrino ese lo conozco, se llama Bernardo y, a veces, ha venido aquí de vacaciones.

Es un impresentable.

Era bajito, fornido, y metepatas. Cuando era adolescente, lo pillaron borracho unas cuantas veces y siempre se metía en problemas. Además, era muy bruto y siempre quería mandar.

–Un año vino con sus primos ¿te acuerdas? –dijo Lisa–. Cuando teníamos 15 años, creo. La chica era de nuestra edad, aunque sus hermanos eran algo mayores.

Sí, me acordaba de Alicia. Era una chica normal, guapa y agradable. Y me hubiera caído bien si no se hubiera dedicado todo el verano a perseguir a Edu. Sus hermanos, Mario y Carlos, no habían querido saber nada de la gente del pueblo, no se habían relacionado con nosotros. Todos ellos vivían en Madrid y sería fácil localizarlos.

Yo estaba preocupada, pero Conrado estaba sorprendentemente amable. Cuando volvíamos a casa en su coche, me dijo que no se iría al viaje de negocios que tenía previsto. Tenía que ir a unas reuniones de empresa en Barcelona, y decidió que no podía abandonarme en esas circunstancias. Que haría el viaje cada día, ida y vuelta. Tendría que madrugar y volvería tarde, pero estaría conmigo. Me dejó contentísima, aunque también bastante sorprendida. No lo esperaba, y su apoyo en esos momentos era muy importante para mí. Lo necesitaba.





Capítulo 3


A la mañana siguiente muy temprano, cuando se fue Conrado hacia Barcelona, me puse un chándal y unas zapatillas y salí a correr por el paseo marítimo. Era una costumbre que había adquirido en los últimos años y me ayudaba a pensar. En esos momentos necesitaba asumir muchas cosas: el crimen, las posibles consecuencias para el Playamar, y sobre todo, el carácter variable de Conrado, unas veces encantador y otras hecho un simio. Parecía el Dr. Jekyll y Mr. Hyde.

Estuve corriendo media hora. Me encantaba nuestro paseo marítimo, con sus palmeras y sus bancos. A esas horas había poca gente, sólo salían unos pocos paseantes y algunos corredores, y no ibas chocándote con otras personas. En temporada alta, desde junio hasta septiembre, si no madrugaba sabía que me tropezaría con una multitud. Y era agobiante.

Me encantaba correr, siempre me tranquilizaba. Al volver a casa, ya de mejor humor, me duché y me preparé para ir a trabajar. El puesto de gerente y mi parentesco con el dueño exigía que fuera arreglada. Me puse un pantalón negro y una blusa blanca de seda que me sentaba muy bien. Me encantaba ese conjunto. Lástima que a Conrado no. Vale, pero en ese momento él no estaba.

En el restaurante me encontré con Iván, sentado en la cocina y pelando patatas. Parecía completamente concentrado en algo y, cuando me vio, esbozó una amplia sonrisa y dijo que estaba feliz de trabajar. Estaba tan integrado entre nosotros que, en el momento en que se le acabara el contrato lo pasaría fatal.

Después de comprobar que iba todo bien, me fui a mi despacho y estuve arreglando el papeleo que tenía atrasado. A media mañana llamé a Lisa.

Mi trato con Lisa era cómodo y agradable. Éramos amigas desde el parvulario, fuimos juntas al colegio, después al instituto, y por último, a la universidad. Incluso estudiamos la misma carrera: Administración y Dirección de Empresas. Como a las dos nos encantaba cocinar, simultaneábamos nuestras clases en la universidad con un módulo de hostelería. Cuando las clases eran de asistencia obligatoria y no podíamos estar en los dos sitios a la vez, nos turnábamos y cada una de nosotras firmaba la asistencia de las dos. ¡Humm...! no es que eso estuviera bien, pero teníamos que sobrevivir. También intercambiábamos apuntes y cotilleos. Y nos desahogábamos cuando teníamos que criticar a alguna fresca que nos hubiera quitado al novio, o poníamos a caldo al novio en cuestión, según era el caso.

Cuando Lisa contestó al teléfono y le pregunté si comíamos juntas, su respuesta entusiasta me indicó que deberíamos hacerlo más a menudo. Sería divertido. Y más tarde, mientras comíamos en la terraza, estuvimos cotilleando como en los viejos tiempos. Sobre todo estuvimos criticando a Virginia. Fue fácil porque no nos caía bien a ninguna de las dos y disfrutamos mucho. También hablamos de Iván.

–Es muy simpático y siempre saluda a todos amablemente– le dije mientras removía el café–. Tal vez deberíamos plantearnos algo permanente.

–Además le gusta mucho pasear por la playa y hablar con los turistas –dijo Lisa mientras bebía su infusión de té verde–. Es feliz aquí.

Yo le comenté que parecía muy encariñado con mi abuelo, que a veces incluso también le llamaba abuelo. Las dos sabíamos que se disgustaría cuando tuviera que irse. A menudo decía que le encantaría trabajar en el Playamar para siempre. Pero tampoco era el empleado perfecto. Lisa me dijo que indudablemente era feliz de poder trabajar en el restaurante, pero que se equivocaba muchas veces y que todos estaban un poco hartos. Aunque se lo perdonaban porque era muy simpático y muy servicial. Fue una comida agradable y relajada.

A media tarde entré en la cocina del restaurante para comprobar las existencias de postres, cuando se me acercó Iván con su sonrisa de siempre.

–¡Qué guapísima es tu amiga!

–¿Quién? –pregunté sonriendo también–. ¿Lisa?

–No, la otra, la rubia, la que ha ido a tu casa hace un ratito. ¡Es tan guapa!

¿Virginia? Pensé sorprendida.

–¿Por qué dices que es mi amiga?

–Ha ido dos tardes a tu casa a verte. Bueno, a lo mejor no te ha encontrado porque estás aquí, pero ella seguro que te quiere mucho y prueba a ver si estás.

No entendía la situación. Iván era muy simple, y si decía algo, era verdad. Pero ¿qué podía querer Virginia de mí?

–Ha ido a verte hace un ratito –insistió Iván.

Fui a mi casa a ver si me había dejado alguna nota o algo. No entendía por qué no había venido al Playamar si sabía que yo estaba allí todas las tardes. O por qué no me había telefoneado. A lo mejor Iván estaba un poco loco y eso era todo. Seguro que estaba equivocado ...

Pillé a Conrado y a Virginia en la cama e in fraganti.

Me mareé y me entraron ganas de vomitar. No podía asimilarlo. Les dije que se largaran inmediatamente. Y a Conrado, que no volviera. Virginia parecía algo avergonzada y se vistió con rapidez, pero Conrado intentó justificarse y a decirme que yo era verdaderamente importante para él, que no volvería a ocurrir, que me quería... Cuando vio que yo no cedía, empezó a insultarme, a decir que era una pesada, que le resultaba cargante, que a él le traía sin cuidado mi cuerpo serrano, que se había acostado con Virginia por mi culpa. Intentó que pareciera yo la mala y, mientras salía a la calle, iba gritándome insultos y acusaciones.

No dije nada más, amontoné sus cosas en la puerta, junto con su maleta, y le volví a decir que no volviera. Cerré la puerta y me derrumbé.

No sé cuánto tiempo pasó, cuando oí que llamaban a la puerta. No hice caso, no estaba de humor para ver a nadie. Pero no sirvió de nada que me quedara callada. Insistieron. Pensé que podría ser algo urgente y al final salí a abrir. Era Eduardo. ¡Lo que faltaba!

–Susana... –dijo.

–Vete –dije yo–. No tengo ganas de ver a nadie. Intenté cerrarle la puerta, pero la sujetó con la mano.

–No es necesario que hablemos. Déjame prepararte un café. O mejor un té y luego me voy.

–No quiero compañía. Ni quiero hablar de nada.

–Vale. Te hago el té y me voy. No te molestaré mucho rato.

Le dejé pasar. ¡Qué remedio! Por suerte Conrado se había llevado sus cosas porque ya no estaban en la puerta.

Edu me dijo que se había enterado de todo por su tía, que por cierto no estaba presente en el altercado, pero en el pueblo no se podían tener secretos. Todo el mundo se enteraba de los asuntos de los demás.

Al entrar en la casa, Edu se dirigió a la cocina tranquilamente. Conocía bien mi casa. De pequeños había venido cientos de veces y siempre se sintió en ella como en la suya propia. Yo me senté, y él puso a calentar el agua mientras me miraba con preocupación. Ninguno de los dos habló. Cuando el té estuvo preparado, lo colocó en una bandeja junto con unas tazas y salimos al jardín. Mi padre había hecho construir una glorieta cerca de la casa y fuimos a sentarnos allí. Estaba a pocos metros de los chalés del otro lado, pero era un rincón privado, fresco y agradable. De jóvenes habíamos organizado varias meriendas allí.

Eduardo estuvo fenomenal. No me consoló ni se compadeció de mí. Se limitó a hacerme compañía. No vino a verme el policía, vino mi amigo.

–Ese tío me parecía un bobo arrogante –me dijo al cabo de un rato–. No podía entender qué le habías visto. Tenía mucha fachada, eso sí. Las dos o tres veces que le vi, iba muy trajeado y muy engominado.

Intentaba bromear, pero yo no podía ni hablar. Estaba muy compungida.

–Apenas lo conocía –continuó–, pero se nota que es necio e insulso, en el mejor de los casos. Y además, es mucho más feo que yo –dijo con ironía.

¡Es verdad! Conrado es guapo, pero parece un gremlin al lado de Edu.

Sonreí. Consiguió levantarme el ánimo y creo que se alegró de conseguir que yo sonriera. Me dijo que Conrado no era digno de mí, y que aunque no hubiera ocurrido lo de hoy, no entendía cómo me había enamorado de semejante patán.

–Un mequetrefe chulito –lo calificó–. De verdad que no entendía cómo podías ser tan tonta –dijo enfadado.

–¡Oye! –exclamé indignada–. Que lo que tú traías no era mucho mejor ¿eh?

Tuve que explicarle que al principio Conrado no era así, que podía resultar encantador cuándo se lo proponía y que lo que yo no podía perdonar era la mentira y el engaño. A medida que me fui tranquilizando, empezamos a hablar de otras cosas.

Hablamos de cuando íbamos al mar a bañarnos en verano, de las medusas, y del cine en la playa. De muchos de mis recuerdos más agradables. Nos pusimos un poco nostálgicos, pero también hablamos de nuestras familias y de cómo estaban todos. Y sobre todo, hablamos de cocina. De lo gran cocinera que era mi abuela y de las meriendas en su casa, a las que venían todos los niños del pueblo.

–El abuelo compró el hotel por eso –expliqué–. Con las recetas de mi abuela, sabíamos que sería una buena inversión.

Me encontraba mucho más sosegada. Al cabo de un rato, Edu salió un momento para llamar a la comisaría, porque estaban pendientes de encontrar a los familiares de don Estanislao. Cuando me quedé sola, noté que se oían ruidos y voces en la valla cercana al chalé de enfrente, el de las dos hermanas, Elenita y Sole.

–... déjame los audífonos ... –se oyó un murmullo.

–... no. Si te los dejo, yo no oigo ... –otra voz también en susurros.

–... yo lo podría oír todo mejor con tu aparato ...

–... ¡basta ya! ...

–... te lo contaré después ...

Eran mis vecinas. Y estaban al acecho. Si ellas estaban por allí escuchando, mi tía no andaría lejos. Ni la tía Cris tampoco. ¡Menos mal que hablábamos en voz baja!

Edu entró para despedirse. Tenía trabajo. Comprobó que yo estaba más tranquila, y se despidió. Le acompañé hasta la puerta y se fue agitando una mano de despedida.

En aquellos momentos estaba hasta sorprendida de sentirme tan bien. Estaba dolida por la traición y por la humillación, desde luego, pero comprobé que Conrado ya no me importaba. ¡Bien! ¡Que se lo quede “esa”! ¡Y que le aproveche! ¡Todo para ella!

Volví al jardín a retirar las tazas. La tía Caro y sus tres amigas estaban hablando en voz alta, sin cortarse y de una casa a otra, ya que sus tres viviendas tenían una esquina en común con la mía. Hablaban de nosotros, de Edu y de mí.

–De jovencitos se gustaban, ¿verdad Caro? –era la voz de la tía Cris.

–Sí, pero no llegaron a aclarar las cosas –contestó mi tía.

–Yo pensaba que se harían novios de mayores –Elenita siempre hacía especulaciones.

–Sí, cuando mi sobrino se fue a la universidad, pensé que se declararía en las vacaciones.

–Y vino con aquella barbie – Sole parecía enfadada.

–¡Ah! ¡Sí! Aquella rubia estupenda tan guapa. ¡Y tan tonta! Llamaba más la atención por tonta que por guapa –decía la tía Caro.

–Pero él no podía quitarle las manos de encima –explicó innecesariamente Elenita.

–¡Qué tonto! Se dejó dominar por sus hormonas –era la voz de la tía Cris.

–Elenita, ¿te acuerdas de aquel día en la playa? ¿Del numerito que montaron? –Sole tenía una memoria de elefante.

Me puse roja de vergüenza. Menos mal que no sabían que las había oído, hubieran aprovechado para decirme algo. En ese momento, mi tía aclaraba que yo entonces era muy delgada, que no tenía tetas y por lo tanto no tenía nada que hacer frente a la rubia.

¡Qué horror!

Lo recordé todo como si hubiera pasado ayer. Edu me rompió el corazón de verdad. Lo odié durante años. Y después de esa primera rubia descerebrada, siguió una auténtica colección de Barbies clónicas e igual de tontas. Hasta que se fue a Valencia a hacer unas prácticas y dejó de venir a lucir sus conquistas. Durante ese tiempo yo tuve un par de novietes, bastante majos, pero no llegué a una relación seria con ninguno de ellos. La voz de la tía Cris me sacó de mis recuerdos.

–Oye Susana, ¿verdad que no te has buscado novio hasta hace poco, porque todavía te gustaba Eduardo?

–¡Ojalá que salga bien ahora! –dijo tía Caro con fervor.

Me di cuenta de que había sido descubierta escuchando, así que tuve que aclarar que entre Edu y yo no había nada. Que sólo éramos amigos. Y que yo no quería saber nada de novios, que estaba hasta las narices de los hombres y que no eran de fiar.

–¡Y además, eso es asunto mío! –exclamé indignada.

En realidad, sabía que Eduardo sí era de fiar, pero también sabía que era un mujeriego de barbies. Y además, pertenecía al pasado.

–No seas tonta y ve a por él –dijo tía Cris–. Estáis hechos el uno para el otro –siempre me había tratado como de la familia.

–Si yo fuera 20 o 30 años más joven, no lo dudaría –dijo la tía Caro. ¡Que descarada podía ser mi tía!

–Creo que me lo voy a plantear yo misma ahora. Tengo dinero ... –empezó a decir Elenita.

Yo no sabía si hablaba en broma o en serio. Seguramente en broma ... La tía Cris la riñó y le dijo que ni se le ocurriera pensarlo. Que si estaba de pitorreo, le preguntó. Parecía horrorizada.

–Ja, ja, ja –Elenita reía con descaro.

Eran maravillosas. Consiguieron alejar a Conrado de mis pensamientos. Dejé de compadecerme de mí misma y me di cuenta de que me había librado de él.

¡Que le den!

Fui a mi habitación, quité las sábanas, las llevé a la chimenea, la encendí y allí las quemé. Disfruté del fuego mientras ardían. Luego llamé a una empresa de desinfección para que limpiaran a fondo toda la habitación. Por fin me había librado de cualquier rastro de Conrado. Puse música y estuve un buen rato saltando sobre la cama.

* * *

Durante los siguientes días tuve otras preocupaciones. No relacionadas con Conrado y Virginia, no. Estas eran de índole profesional. Un envenenamiento en un restaurante no era la mejor propaganda. Y muchos clientes del hotel no venían sólo por la playa, venían por la comida.

El Playamar era muy caro de mantener. Habíamos hecho reformas recientemente, teníamos una hipoteca elevada y, el año anterior, el abuelo contrató al nuevo chef. Antoine salía muy caro, pero elevado sueldo compensaba si teníamos muchos clientes. En caso contrario, peligraba el futuro del restaurante, el del hotel y el de todo el conjunto. El restaurante era conocido en toda la zona por su cocina de calidad y eso era lo que mantenía al hotel en funcionamiento y con ganancias. Si el restaurante cerraba, el hotel no podría mantenerse solo. El Azahar era un pueblo costero, con mucha oferta turística. Sin el aliciente de la comida casera y exquisita del restaurante, la actividad a pleno rendimiento del hotel se limitaría a la temporada alta, y eso no sería rentable.

Cuando me encontraba con Maite, la camarera que me había ignorado durante mi cena con Conrado, siempre me saludaba con mucha corrección. Aunque en algunas ocasiones me miraba de una forma un tanto extraña que no sabía identificar.

Por las noches dormía poco, me desvelaba buscando soluciones. La clientela había bajado drásticamente y yo no sabía qué hacer. No creía que el abuelo se hubiera dado cuenta aún, o por lo menos no del todo, pero desde luego, yo sí. Y me preocupaba.

Una mañana iba pensando en todos nuestros problemas mientras me dirigía a la farmacia a comprar gominolas. Había estado corriendo y todavía llevaba el chándal porque no me había dado tiempo de pasar por casa, pero necesitaba reponer fuerzas. Las gominolas eran mis golosinas favoritas y el dulce me ayudaba a pensar.

En la puerta de la farmacia estaba Sole tomando el sol, con su vestido estampado de flores naranja, sus gafas oscuras y un pañuelo a juego. Parecía estar dormitando. Dentro estaban las otras tres mareando al farmacéutico.

–Quiero unas pastillitas para la tos –decía Elenita, con su vestido estampado en verdes y su pamela de paja. Se inclinaba sobre el mostrador sonriendo–. Pero que sean buenas de sabor. Las últimas eran asquerosas. Muy amargas. Había que tragarlas con agua porque eran malísimas.

–Tengo éstas con sabor a fresa y estas otras con sabor a menta –explicó el farmacéutico pacientemente, señalando varias cajas.

La tía Cris miraba las lociones para el sol y la tía Caro los anticelulíticos. Las dos iban con pantalones y camiseta a juego. Una en rojos y la otra en azules. Llevaban sus pamelas en la mano.

Sole entró rápidamente.

–¡Ya vienen! ¡Ya vienen! –avisó risueña. Entendí que habían estado haciendo tiempo.

Al momento entraron el inspector y Eduardo. Con el semblante serio, preguntaron al farmacéutico si había vendido algún tipo de somníferos de acción rápida recientemente.

–Somníferos exactamente, no –contestó pensativo.

–¿Qué quiere decir? –preguntó Edu.

–He vendido varias cajas de un medicamento de uso veterinario que contiene barbitúricos. El lunes por la mañana –especificó.

El farmacéutico siempre era muy preciso y continuó explicando que se los había vendido a un señor bajito, bien vestido y con algo de barriga. Mencionó también la marca del preparado y les enseñó la receta del veterinario, que era imprescindible para su venta a particulares.

Eduardo me sonrió radiante, parecía que por fin se estaba aclarando el asunto. Mientras tanto, el inspector informaba al farmacéutico que don Estanislao había muerto por una sobredosis de pentobarbital. Lo había confirmado la autopsia que hizo el forense en Carmona. Su muerte se debió al mismo principio activo de los preparados veterinarios que se habían vendido en la farmacia el lunes anterior. Faltaba la confirmación del laboratorio forense de Madrid de que el pentobarbital se encontraba también en los restos de la cerveza que bebía la víctima. Pero el caso parecía resuelto.

Una vez aclarado un punto importante, los inspectores salieron a la calle. Pero antes de salir, Eduardo se acercó y me dijo en voz baja que ya me vería más tarde. La tía Caro tenía una amplia sonrisa y sus amigas murmuraban complacidas. Todas nosotras salimos a la calle casi a la vez que los policías, ya que ellas ya no tenían nada que hacer allí y yo debía pasar por casa.

El inspector hablaba en voz baja con Eduardo, y como estaban un poco alejados de nosotras, era difícil oír lo que decían. Sole debió notar que estaba intentando escuchar, porque me ofreció sus audífonos. Uff, qué vergüenza. Por supuesto me negué. Pero la tentación era muy grande, así que, venciendo mis escrúpulos, yo misma le pedí el audífono y pude escuchar la conversación con claridad. Por lo menos la parte importante.

El inspector seguía creyendo que el empresario rival, Pedro Martínez, era el culpable, pero Edu creía que podría haber sido Virginia. Sobre todo después de saber que se entendía con mi ex. Pero ninguno de ellos descartaba a nadie, incluyendo a la familia de la víctima. De momento todos eran sospechosos, aunque el único detenido era Pedro Martínez. Se hacía sospechoso por partida triple: tenía motivos, había comprado el pentobarbital y no tenía coartada. Otro de los puntos en su contra era que la hora aproximada en que la víctima tomó las pastillas coincidía con la presencia del empresario en el restaurante. Pero tampoco se podía descartar a Virginia, por su proximidad a la víctima y por su doble relación, con Estanislao y con Conrado.

La tía Caro empezó a hablar en voz alta. Sin intención aparente, pero yo empezaba a sospechar que ellas nunca hacían nada por casualidad.

–¿Barbitúricos? –dijo asombrada– ¿No se suicidó Marilyn Monroe con eso? –La tía Caro era muy culta y tenía una memoria prodigiosa.

–Huy, Caro, ¡qué cosas dices! –dijo la tía Cris.

–Seguro que se lo suministró Virginia –sentenció Sole–, porque Estanis estaba forrado y así ella heredaría.

–Si, después de ganar tanto dinero ya no te volvió a mirar ¿eh Sole? –continuó su hermana para mortificarla.

El inspector se giró y me pilló con el audífono.

¡Glups! ¡Tierra trágame!

El inspector puso tal cara de cabreo que hubiera asustado a cualquiera, pero Eduardo me sonrió ligeramente. El inspector vio la sonrisa y dirigió su cabreo hacia él.

–Que se larguen –bramó con malos modos–. Que no se metan en los asuntos de la policía .

–Oiga Héctor, ¿cómo está su padre? Hace mucho tiempo que no veo a Alfonso –dijo Elenita sonriendo y dando un paso hacia adelante.

–Que no es mi padre, ¡lárguense de una vez! ¡Eduardo! ¡Diles que se vayan a casa y que se olviden de mí! ¡Y del caso! ¡Esto es inaudito! ¡Me las tropiezo a cada momento!

–Menuda forma de renegar de su familia –dijo la tía Cris con cara de pena.

–Es un desagradecido –la voz de la tía Caro indicaba que no daba crédito.

Eduardo me miró con cara de circunstancias, sonrió disimuladamente, y se alejó con el inspector.

–A mí me sorprende este comportamiento de Héctor –explicaba Sole a las demás, mientras los policías se alejaban–. Su padre, Alfonso, es una bellísima persona.

No se notaba nada que se estaban recochineando.





Capítulo 4


Unos días después Conrado desapareció. Como testigo implicado en un caso de asesinato debía estar localizable, y sin embargo nadie sabía dónde estaba. Se había estado alojando en una habitación de un conocido hostal del pueblo, pero hacía dos días que la había dejado y, desde entonces, nadie sabía nada de él. Avisaron a la policía de Madrid para intentar localizarlo en su casa, pero tampoco estaba allí. Así que la policía me pidió que fuera a la comisaría de Carmona para contestar algunas preguntas e intentar averiguar dónde podía estar. Fui esa misma tarde y allí me encontré con Virginia.

Pasamos al despacho del inspector. Estaba situado en la planta baja, y en la puerta había un letrero en tonos dorados en el que se leía: “Sergio Ruiz. Inspector”. Cuando entramos, el inspector estaba sentado ante su mesa de despacho. Era una mesa grande, de caoba, y tenía dos sillones enfrente. Aunque su expresión era amable, las dos entendimos que nos iba a interrogar a fondo. Y a la vez. Yo me sentí muy incómoda y me pareció que Virginia tampoco estaba mucho mejor.

El inspector nos resumió en pocas palabras la desaparición de Conrado y por qué nos había llamado. Cuando empezó con sus preguntas, advertí que yo sólo había visto su aspecto más desagradable, ya que en esos momentos se comportaba como un profesional competente. Nos hacía preguntas coherentes y su tono era amable, incluso parecía ser consciente de la incomodidad de la situación.

–¿Alguna de ustedes tiene idea de dónde puede estar ahora este señor? –preguntó mirándonos con atención a ambas– ¿O saben ustedes algo que pueda servir para localizarlo?

Virginia, poniendo su carita de buena, comenzó a intentar justificar el haberse ido a la cama con Conrado. Ella estaba muy triste y necesitaba consuelo. Él estaba dolido por mi falta de atenciones, pues según contó Virginia, yo siempre estaba trabajando cuando él venía a verme. Pero eso no era cierto, las pocas veces en que venía Conrado, él era lo más importante. Pero en aquel momento no discutí nada, el comisario la miraba con gentileza y yo no tenía forma de demostrar otra cosa. Y tampoco tenía ganas.

Virginia seguía hablando,

–¡Estoy tan arrepentida! –se dirigió a mí, con mirada suplicante.

Cuando Conrado empezó a consolarla por la muerte de Estanis, siguió contando, una cosa llevó a otra. Y necesitaba que yo la perdonara. Curiosamente, me daba pena. Y sí que la perdoné. No parecía mala chica, sólo un poco ligera de cascos.

El comisario, que la miraba encantado, insistió en preguntar si alguna de las dos sabíamos dónde estaba Conrado. Lo preguntó de varias formas y en varios momentos, pero nuestras respuestas siempre fueron las mismas: No sabíamos dónde estaba. Entonces nos pidió que si recordábamos algo, cualquier cosa, aunque no fuera importante, que nos pusiéramos en contacto con su oficina.

–Con el subinspector o conmigo –dijo mirándome con cierta sorna–, con cualquiera de los dos.

Yo no sabía por qué me miraba así. Pero me olvidé rápidamente, porque cuando salimos del despacho, Virginia me cogió del brazo y me aseguró que había sido sincera y que lo sentía mucho. Se esforzó verdaderamente en ser amable conmigo y yo no podía seguir enfadada con ella. Además, Conrado ya no me importaba lo más mínimo. Ella se dirigía hacia al parking para coger su coche y se ofreció a llevarme. Se lo agradecí pero yo tenía el mío en la calle, así que allí nos despedimos. Cuando atravesó el vestíbulo de la comisaría para coger el ascensor que bajaba al sótano, dos o tres agentes volvieron la cabeza para mirarla. Era realmente guapa. Todos los hombres se ponían tontos con ella. En mayor o menor grado, pero tontos.

En fin, qué se le va a hacer. Si un tío quiere hacer el memo, ¡tiene todo el derecho!

En cuanto pisé la calle, me asaltaron cuatro ancianas alegres y energéticas. Habían venido en autobús hasta Carmona, me explicaron.

–No te preocupes, “ese” es un sinvergüenza y “esa” es una oportunista y un pendón –empezó diciendo Elenita cogiéndome por la cintura. Ese día ella llevaba un vestido de punto lila, con falda de vuelo y un collar de cuentas. Estaba impactante, como siempre.

–A tu tía le pasó lo mismo –siguió Sole. Iba algo más discreta. Su vestido, también de punto, era azul marino. Pero las gafas blancas le daban un cierto aire retro, estilo años 50, que resultaba fantástico.

–Ni hablar. No fue así. Teólifo no era tan tonto –aclaró la tía Caro.

Ella y la tía Cris también se habían arreglado. Mi tía llevaba un conjunto turquesa de falda tubo y casaca, y la tía Cris llevaba un pantalón blanco con una camiseta verde pistacho. Todo de punto y muy cómodo. Nunca dejarían de sorprenderme esas cuatro ancianas, o “señoras de la segunda edad”, como les gustaba a ellas denominarse. Parecían condesas, o actrices de primera fila de los años cincuenta, o cualquier otra cosa menos amables ancianitas.

–Pero se fue con aquella ... –insistía la tía Cris.

–Sí, sí, yo me acuerdo. Aquella rubia de las tetas –parecía que Sole también se acordaba.

–¡Ah, sí! Aquella. ¡Y qué disgusto te llevaste! –Elenita quería que todo quedara claro.

–No fue así, os equivocáis. Lo dejé yo –aclaró mí tía.

Me figuré que estaba indignada o que lo fingía muy bien, porque en el fondo parecía tan regocijada como las demás.

–¡Sí, claro! Cuando los pillaste en la cama –Sole me guiñó un ojo–. ¿Ves? –dijo dirigiéndose a mí–. Igualito que ahora, contigo y “ese”.

Por fin se acordaban de mí

–Por cierto, ¿qué quería el hijo de Alfonso? –preguntó Elenita. Se negaba a reconocer que el inspector no era Héctor, el hijo de Alfonso Pérez.

Sonreí. No podía evitarlo. Me gustaban todas por separado, pero las cuatro juntas eran irresistibles. Como un torbellino; eran algo especial. Pero no podía contarles nada, así que les dije que me tenía que ir.

–No te vayas, cuéntanoslo todo, que nos aburrimos mucho –me pidió la tía Caro, cogiéndome de la mano. Como cuando era pequeña.

–Sí, sí, por favor. Que no hay entretenimientos para ancianitas –si alguien llamaba “anciana” a la tía Cris, estaba perdido, pero ahora era ella la que utilizaba el adjetivo.

–Además, casi lo hemos oído todo desde la ventana. Estábamos justo al lado –aclaró Sole.

–Que me tengo que ir. De verdad –dije casi huyendo. Además de encantadoras podían ser muy peligrosas.

–¡Ah, mira! Por ahí sale mi sobrino. ¡Eduardo! Ven y cuéntanos.

–Justo ahora íbamos a merendar. Venid los dos con nosotras –nos invitó Elenita con alegría.

–No señoras. No puedo ir, porque estoy de servicio. La tentación es muy grande, pero me espera el comisario.

–Bueno, pues os dejamos y nosotras nos vamos a merendar. En este momento estáis solteros los dos, ¿verdad?– la tía Cris también nos guiñó el ojo.

Edu y yo empezamos a protestar a la vez.

–¡Que remilgados son hoy en día!– iba diciendo Elenita mientras se alejaban alegremente hacia “Los Panales”, su pastelería favorita de Carmona.

–¿Crees que se resolverá pronto este crimen? –pregunté a Edu–. Vienen menos clientes al restaurante y estoy preocupada.

–Hemos confirmado que el señor Martínez, el empresario, estaba en apuros por culpa de don Estanislao –me contó Edu–. Y como la hora en que suponemos que la víctima se tomó los barbitúricos coincide con la presencia de Martínez en el restaurante, él sigue siendo el principal sospechoso. Tuvo la oportunidad de echar las pastillas a la cerveza.

También había que tener en cuenta, razonaba, que durante los interrogatorios a los trabajadores de la empresa del señor Martínez, algunos de ellos habían contado a la policía que su jefe se sentía traicionado.

Al poco rato nos despedimos, Edu tenía trabajo. Pero ambos dijimos que nos veríamos pronto. Esperaba que fuera así. Me gustaba ver a Edu.

* * *

Aquel día, de finales de la primavera, era nublado y neblinoso, con esa niebla del tipo calima que casi no deja ver. Me había acostumbrado a salir a correr por las mañanas, porque antes de las siete no hacía calor y era el mejor momento del día. Y aunque por esa época solía hacer muy buen tiempo, aquel era un día en el que, sin hacer frío, no había casi visibilidad. Yo iba corriendo por el paseo con un trote regular, el adecuado para mi ritmo cardíaco. De repente, en el cruce del paseo marítimo con la calle Martos, salió otro corredor que siguió su camino unos metros por delante de mí. Era alto y estilizado, pero no era flaco. Llevaba un ritmo rápido y fluido. Como si no le costara. ¡Que tío! yo misma me sorprendí al impactarme tanto. Su forma de correr hizo que algo se despertara en mi interior.

Uff, no quiero saber nada de hombres, recordé.

Pero aceleré para alcanzarlo. Sólo para saber quién era, me dije. Si era un turista, no arriesgaba nada por mirarlo bien. Pero iba demasiado rápido para mí. Al poco rato me dejó atrás. ¡Lástima! Me dije. Ni siquiera había podido verlo bien.

* * *

Después de ducharme, me puse un vestido blanco de tirantes y pasé por el restaurante. Estaba casi vacío. No había nadie, ni en la terraza ni en la barra, y únicamente dos mesas ocupadas en el comedor. Era la hora del desayuno y en un día normal hubiera debido haber bastante gente. Hasta hacía unos días, la mitad de las mesas hubieran estado llenas a esa hora. En los dos sitios. Era importante que se resolviera el crimen y que condenaran al culpable. Entonces volveríamos a tener clientes.

Lisa me vio llegar y vino a mi encuentro. Me dijo que, a pesar de la falta de clientes, se me veía contenta. O por lo menos bastante animada, me aclaró.

Nos sentamos en una de las mesas cercanas a la playa y nos pedimos unos cafés. Ya se había despejado la niebla y había salido el sol, así que nos broncearíamos un poco. Era conveniente que ambas tuviéramos buen aspecto, lo que incluía un tono de piel adecuadamente moreno para estar en un lugar turístico. Mientras disfrutábamos del sol, le conté que había visto a un tío buenísimo corriendo por el paseo.

–No sé quién es –le dije–, pero tiene un culo estupendo.

En la universidad solíamos hacer ese tipo de comentarios, y recordarlo me levantaba el ánimo.

–¿Y el resto? ¿Qué tal sus otras características anatómicas?– me preguntó Lisa con una sonrisa de complicidad.

–Sin palabras, perfecto. No solamente su culo, sino todo él en general. Está en forma. Al menos visto de espaldas.

–¿Y lo has visto bien? ¿Sabes quién es?

Lisa tampoco tenía novio en ese momento. Había tenido varios, pero todos resultaron ser unos miserables gusanos. No tenía suerte con los chicos. Igual que yo.

–No he podido alcanzarlo. Iba rápido. No lo había visto nunca, pero corre como un atleta.

–Si lo ves otro día, ¿intentarás conocerlo? –Me miró con picardía– ¿O preferirías dejármelo a mí? –se notaba que quería picarme.

–Sólo era una visión, una visión magnífica, por cierto –contesté–. Y de momento, y hasta que tú te aficiones a correr, ¡es mío! Pero no veo clientes.– Dije para cambiar de tema.

Mi amiga me confirmó que venía muy poca gente desde que había ocurrido el crimen. Era fundamental encontrar una solución.

Al cabo de un rato me pasé por el restaurante para hacer unas gestiones y Maite salió a mi encuentro. Me saludó amablemente, como siempre, pero parecía que me estaba haciendo la pelota. Ya trabajaba en el Playamar con un contrato fijo ¿qué ganaba de congraciarse?

* * *

Más tarde, en el jardín de mi casa, estaba podando unos rosales, cuando me llamó Eduardo desde la valla del chalé de su tía.

–Hola, Susana –dijo entrecerrando los ojos para protegerlos del sol de la tarde–. ¿Estás ocupada o puedo pasar a tomar un café?

–Ven –le dije–. Tengo también unas galletitas que le he mangado al chef.

Nos sentamos en la glorieta de mi jardín. En el mismo sitio en el que estuvimos el día que vino a consolarme cuando pillé a Conrado y a Virginia en mi cama.

Hablamos de muchas cosas. Yo estaba preocupada porque la mala publicidad afectaba al restaurante y cada vez venían menos clientes. Le dije que estaba deseando que encerraran al culpable. El que fuera. Que me daba pena el señor Martínez pero, si era culpable cuanto antes lo condenaran mejor para todos.

Edu pensaba que no estaba tan claro que el asesino fuera Pedro Martínez. Desde luego era el más probable, pero no habían descartado ni a Conrado, ni a Virginia, ni a la familia de la víctima, a la que acababan de localizar.

–Podría haber sido Conrado –dijo Eduardo–. Si no, ¿por qué se ha largado?

Mis amables vecinas intervinieron en la conversación con toda naturalidad, como si fuera lo más lógico.

–Yo creo que sí. Que ha sido el memo ese que tenías por novio–. Expuso la tía Caro con contundencia.

–¿Cómo han podido oírnos? –pregunté a Edu muy sorprendida–. Hablamos en voz muy baja.

–Ja, ja, ja –Elenita se reía–. Todas nos hemos comprado audífonos –explicó desde el otro lado de la valla–. Han resultado ser muy útiles.

–Yo he comprado uno de última generación, ultra potente –explicó Sole–. Oigo hasta el vuelo de las moscas con esto.

Edu y yo nos miramos sorprendidos y divertidos a la vez.

–Pues eso –continuó la tía Caro–, que seguro que fue ese exnovio tuyo. Nunca me gustó.

–A mí tampoco me gustó ese majadero –le dio la razón tía Cris–, pero yo creo que el asesino fue el Martínez ese. Es un anciano muy atractivo, eso sí, pero creo que él es el malo.

–Pues yo creo que fue Virginia –dijo Elenita muy convencida–. Vamos a ver, no es lógico que una jovencita tan atractiva quiera casarse de verdad con un viejo deteriorado como Estanis.

–No estaba tan deteriorado –lo defendió Sole, la que fue novia suya.

–Bastante más que nosotras, desde luego –le recordó Elenita a su hermana–. Y cuando era tu novio no era tan tonto.

Antes de que Sole pudiera decir nada, Eduardo intervino en la conversación para protestar.

–Señoras, que se trata de una investigación de la policía.

–Tienes razón, Elenita –continuó Sole como si nada, ignorando el comentario de Edu–. Estanis siempre fue un poco pardillo. ¡Mira que querer casarse con una elementa semejante! ¡Si sólo iba por su dinero!

Le sugerí a Edu, bromeando en voz baja, que podría contratarlas de ayudantes. Oímos varias voces al unísono:

–¡Si, si, por favor! –dijo Elenita.

–Desde ahora mismo –pidió Sole–. Yo ya estoy preparada.

–A mí me encantaría –suplicó tía Caro.

–Es mi sueño desde que era jovencita –exclamó tía Cris.

Eduardo se disculpó y me dijo que se tenía que ir. Como se había establecido un cierto grado de compincheo o de tonteo entre nosotros, yo ya no sabía cómo despedirme. Y él parecía tan confuso como yo.

–Hasta luego –dijimos los dos a la vez. Nos dio un poco de risa.

–Pues eso –añadimos también a la vez.

Mientras él se alejaba riendo, mis vecinas empezaron a comentar en voz alta lo buena pareja que hacíamos. Edu casi echó a correr.

* * *

Por la noche acudí al restaurante para ver el ambiente y hablar con los empleados. Lisa y los camareros de los dos locales estaban preocupados, aunque no alarmados. Pero Antoine, el chef, me amenazó con que estábamos incumpliendo su contrato. Que una de las condiciones del mismo era que dábamos a conocer su cocina a un público amplio.

–No te preocupes –intenté tranquilizarlo–. Tu contrato exige que se te pague igual.

Pero él no estaba de acuerdo. Y era difícil razonar cuando estaba de tan mal humor. Me dijo que si no venía gente a comer, o a cenar, no se reconocería su calidad como chef. En esas condiciones no le interesaba quedarse y se iría. Era lo que faltaba. Hasta parecía ansioso por cambiar de trabajo. No lo entendía, porque su sueldo era magnífico, pero él parecía deseoso de irse.

Si no se resolvía pronto el crimen, el restaurante tendría que cerrar. Tal vez pronto dejaríamos de necesitar chef, porque nadie venía ya a comer o a cenar aquí, ni siquiera a tomar los aperitivos o las meriendas en la terraza. Tenían miedo de ser envenenados, o eso era lo que se decía por el pueblo. Incluso los pocos que venían, pedían refrescos e insistían en abrir las botellas ellos mismos. No se fiaban, y eso era insultante.





Capítulo 5


Al día siguiente se me hizo tarde y no pude salir a correr. Así que me duché rápidamente y me arreglé para ir a trabajar. No me había dado tiempo de desayunar en casa, así que bajé a la terraza del hotel para tomarme un café con leche. Y aproveché para cotillear con Lisa. También había niebla, pero hacía una temperatura agradable. La poca visibilidad me recordó al corredor.

–Quería salir a correr esta mañana por si veía al tío bueno de ayer –dije a Lisa bromeando.

Como hecho adrede, de repente vimos a un chico de las mismas características que el mío, corriendo por la playa. Bueno, no podía decir que fuera mío, era como el que yo había visto el día anterior. Tampoco se le veía la cara y no podíamos saber quién era.

–¡Tenías razón! ¡Sí que está bien! –dijo Lisa encantada–. Es sexi.

–Muy sexi.

–¿Quién será?

–A mí también me gustaría saberlo.

La terraza estaba vacía de clientes y Lisa, que parecía estar de cachondeo, le silbó para llamar su atención.

–¡Tío bueno! –le gritó. Y añadió en voz alta– ¡Está macizo, ¿verdad?

El corredor paró un poco, como para contestar, pero pareció que cambiaba de idea y siguió su camino. Era muy estiloso corriendo. Movía los brazos y las piernas con una sincronización de atleta ¡y estaba buenísimo! Casi hizo que me reconciliara con el género masculino.

Mis encantadoras y cotillas vecinas habían venido a desayunar y, por supuesto, se habían puesto a nuestro lado. Pidieron café y pastas e intervinieron en la conversación con toda naturalidad.

–¡Fíjate bien, Susana! –dijo la tía Cris, sonriendo con picardía–. ¡Fíjate en ese magnífico ejemplar masculino!

–Últimamente habías bajado mucho el listón– continuó mi tía.

–Ese está bueno de verdad –dijo Elenita mientras se comía un trozo de bizcocho de chocolate y ponía los ojos en blanco. No sabía si era por el corredor o por el bizcocho.

–No como el de los trajecitos italianos –Sole lo tenía muy claro. Nunca le cayó bien Conrado y siempre lo demostró. Las otras habían sido más discretas.

–Pues el último que te trajiste tú, Lisa, también era un poco ... sucio, diría yo, con aquellas rastas ... –a la tía Caro tampoco le había gustado el último novio de Lisa.

–Vosotras dos no os esforzáis demasiado a la hora de elegir chicos ¿eh? –siguió diciendo la tía Cris–. Deberíais seleccionar mejor.

–Elenita y Sole tienen un sobrino de vuestra edad, se llama Pepe –dijo la tía Caro, dirigiéndose a Lisa – Yo creo que te gustaría si lo conocieras, Lisa.

–Y a mí, ¿también me gustaría? –pregunté para hacerla enfadar.

–No –dijo Sole–. A ti el que te tiene que gustar es Edu.

¡Qué barbaridad! Se pasaban mucho y se atrevían a decir cualquier cosa.

–Pero a lo mejor a mí no me gusta el sobrino ese –siguió Lisa en la misma línea que yo–. ¿Y si me gustara Edu a mí?

Nada más lejos de la realidad. Lisa nunca había mostrado el menor interés por Edu.

–Pues se siente –dijo Elenita–. A cada una lo suyo.

–¿Y si a mí me gustara el corredor?– pregunté para sonsacarlas.

Aprovechamos para preguntarles si sabían quién era el chico que corría, pero se hicieron las locas, empezaron a divagar sobre veraneantes estupendos y cambiaron de tema. Empezaron a hablar de sus audífonos.

–Son muy útiles –dijo Sole.

–Han demostrado su efectividad –continuó Elenita.

–Podríamos llamaros “Club Cotilla” –dije yo.

–¿Por qué? –preguntó Sole con inocencia.

–Porque sois unas cotillas –dije sonriendo. No quería ofenderlas, pero lo eran.

–¡Muy bueno eso! –dijo Lisa aplaudiendo. Luego se dio cuenta de que podrían molestarse y aclaró– siempre habéis funcionado como un equipo, como si pertenecierais al mismo club.

–“Club Cotilla” –repitió tía Cris pensativa–. Me gusta.

–Y a mí –dijo Sole–. Queda como de espías, o algo así.

–Hagámonos tarjetas de visita –propuso Elenita encantada, mientras apuraba su café con leche.

–Y que nos diseñen un logo –propuso la tía Caro, que estaba muy al tanto de las nuevas tendencias de las empresas.

–Pondremos nuestros nombres por orden de edad. Yo voy la primera, que soy la más joven –dijo Sole.

–Ni hablar –dijo la tía Caro–. Todas tenemos sesenta años, así que será por orden alfabético.

Claro, llevaban tantos años teniendo sesenta, que no se podía saber quién era la más joven. Se lo pasaban en grande, siempre viendo el lado alegre de la vida. Yo quería envejecer así. De mayor quería ser como ellas. Como cualquiera de ellas. ¡Y serían capaces de diseñarse las tarjetas! Vaya Club.

* * *

Teníamos concertado un congreso de transportistas en el hotel para la semana siguiente que supondría un respiro para nuestros ingresos. Iba a ser un acontecimiento importante para el sector del transporte, pero también para nosotros. Cualquier acontecimiento que dejara dinero era bienvenido.

Como necesitaba un vestido de cóctel, una mañana fui a Carmona de compras. Buscaba algo cómodo, elegante y, tal como estaban las cosas, reutilizable. Encontré lo que buscaba en la boutique “Sedas”, mi favorita para comprar vestidos de fiesta. Mientras me lo probaba, recordé que Virginia se había puesto pálida al ver que no había nada en la caja fuerte de su habitación del hotel, el día que mataron a don Estanislao.

Podía ser algo importante, así que compré el vestido y luego pasé por la comisaría para contarles ese detalle, a Edu o al inspector. Prefería hablar con Edu, claro, y por suerte lo encontré en su despacho. Me hizo pasar y me pidió que me sentara. Estaba raro.

–¿Qué ocurre? –me preguntó.

No me miraba y ordenaba y desordenaba compulsivamente un montón de folios que tenía sobre su mesa. Le conté todo lo que recordaba. Y me dijo que tal vez no tuviera importancia, pero que lo tendrían en cuenta. Edu estaba muy extraño. Parecía algo confuso, o cortado. Y no podía imaginar por qué.

Estaba amable, como siempre, pero no me miró a la cara ni una sola vez durante toda la conversación.

Él sabía que yo estaba preocupada por el hotel, así que empezó a contarme que habían averiguado que el señor Martínez era inocente y que lo habían soltado. Pero no tuvo tiempo de contarme nada más. Oímos alegres voces que llegaban de la antesala del despacho de Edu, y me imaginé lo que ocurría: el Club Cotilla atacando de nuevo.

–Debí haberlo imaginado –murmuró Edu–. Yo mismo las he traído en mi coche hasta la Plaza Mayor –me explicó–. Soy un ingenuo. Me han dicho que necesitaban ir de compras al centro comercial y yo las he creído. ¡Seré tonto!

Salimos rápidamente. Yo no podía evitar sonreír ante la audacia de estas mujeres, pero eran un problema para Eduardo, y ellas no eran conscientes. Seguro que dirían que habían venido a ayudar.

En la antesala lo primero que vi fue la cara de desconcierto de un joven agente que estaba en la antesala. El Club Cotilla, y nunca mejor aplicado, había entrado allí como Pedro por su casa. Y esa sala hacía de archivo, allí se guardaban los expedientes que se estaban investigando en ese momento.

Sole nos vio salir y puso cara de felicidad. Aprovechó para cerrarnos el paso.

–¡Qué bien! ¿Habíais quedado? ¿Ya estáis saliendo?

–¡No!– dijimos los dos a la vez.

Nos acorraló en un rincón y empezó a hacernos preguntas. Cada una más impertinente que la anterior, si eso era posible.

–Esta vez no haréis el tonto, ¿verdad? –dijo sonriente–. ¿Pensáis casaros? ¿O no lo tenéis decidido todavía?

Se puso a hablar rápidamente y sin dejarnos escapar. Nos habló del impresentable del novio que me había buscado yo, o sea de Conrado, y de la gran colección de rubias tontas que se había ligado él cuando estaba en la universidad.

–Y supongo que después seguiste en la misma línea. Pero ya no las traías.

Tardamos un tiempo en reaccionar y en darnos cuenta de que era una maniobra de distracción. Estaba ganando tiempo para que las otras tres investigaran por su cuenta.

Los agentes estaban desorientados y no se atrevían a eludir las preguntas del Club Cotilla. Eran respetables ancianitas, no delincuentes. Y ellas se aprovechaban al máximo. La tía Cris estaba haciendo preguntas al agente jovencito, que la miraba casi asustado. Elenita estaba inclinada sobre la mesa de la agente que trabajaba en el archivo, ojeando unas carpetas. Y la tía Caro estaba buscando directamente en el ordenador. ¡Inaudito!

Elenita ya había toquicheado y ojeado varios expedientes, cuando Edu le quitó las carpetas. A continuación, echó a mi tía del ordenador y mandó al agente interrogado por la tía Cris a traer unos informes. Menos mal que el inspector tenía el despacho en la otra parte del edificio. No se había enterado del jaleo.

Me las llevé conmigo para que no siguieran molestando allí, y por el camino hicieron la puesta en común de la información que habían conseguido. La policía había encontrado en el hotel los frascos de pentobarbital que había comprado Pedro Martínez, y estaban intactos. El señor Martínez los utilizaba en su ganadería, por eso llevaba la receta del veterinario, y los tenía escondidos porque sabía que eran muy peligrosos. Había quedado libre de sospechas y lo habían soltado. Esto coincidía con lo que me había contado Edu. Todas estaban contentas porque decían que era un señor muy atractivo.

–Era una pena que un caballero tan distinguido fuera un asesino desalmado –dijo Elenita.

La policía había hecho un estudio comparativo de las huellas encontradas en la habitación de la víctima, y la mayoría eran de los ocupantes o del personal de limpieza. Sólo había una excepción, no habían conseguido identificar una de las huellas. Me maravillé de todo lo que habían conseguido averiguar con su descaro. Y no pude evitar seguir escuchando muy interesada.

–Somos el Club Cotilla –me aclaró Sole.

–Os estáis ganando muy bien el nombre. Club Cotilla. O Super Cotilla, debería ser –les dije.

Pero todavía había más: la policía había localizado por fin a la familia de la víctima. Sus hermanos habían muerto hacía unos años, pero quedaban los sobrinos. Don Estanislao tenía más trato con Bernardo porque trabajaba para él; a los otros apenas los veía, pero se comunicaban con frecuencia por correo electrónico y por teléfono.

Bernardo, no tenía coartada, y estaba muy estresado. Siempre había sido un poco tonto, pero en los interrogatorios había despertado recelos por su falta de coherencia. Se le consideraba sospechoso desde hacía varios días, aunque aún no había una acusación formal contra él.

Por el contrario, parecía que sus primos no estaban involucrados porque estaban en el extranjero, cada uno de ellos en un sitio diferente: Alicia estudiaba un máster en Reino Unido, Mario trabajaba en Suecia, y Carlos hacía unas prácticas de empresa en Dinamarca. Se les había localizado y vendrían a Carmona en unos días.

Lo que había averiguado la tía Caro era más reciente y más sustancioso. Leopoldo, un vecino del pueblo, recordaba haber visto a Bernardo en El Azahar la tarde del crimen y cerca del hotel. La policía se estaba planteando la posibilidad de que Bernardo fuera el asesino ya que había estado en la escena del crimen, tenía motivos para matar a Estanislao, y no tenía coartada. Todavía no estaba detenido, pero se le había sugerido que no saliera de Carmona. En ese momento parecía el sospechoso principal.

–Podría ser él –dijo Elenita pensativa mientras bajábamos al parking donde yo tenía el coche.

–Cuando dejó la bebida empezó a trabajar para Estanis, pero no tenía preparación –me explicó Sole sentándose en el asiento de atrás.

–Y siempre necesitaba dinero –dijo la tía Caro, entrando a continuación–. Tal como lo ganaba, lo gastaba en tonterías.

–Pero de pequeño era simpatiquísimo –recordó la tía Cris sonriendo mientras entraba en el coche.

–Sí, por eso sus padres lo malcriaron y le permitieron hacer lo que le diera la gana –explicó Elenita, que se sentó delante–. Se lo toleraban absolutamente todo.

–En unos años pasó de ser un pillastre a convertirse en un sinvergüenza –recordó Sole–. Por eso aquí nadie quería saber nada de él.

También estaba el asunto de aquella chica, recordé mientras arrancaba. La que tuvo el bebé. Ella siempre dijo que el padre del niño era Bernardo y yo la creía. Pero él no quiso saber nada. No era sólo un irresponsable, también era egocéntrico y egoísta. Pasó de ella y del niño y nadie sabía qué habría sido de ellos. Pero aunque la madre parecía bastante tonta en lo que a Bernardo se refería, también la recordaba fuerte y decidida. Ojalá que hubieran salido adelante.

–Y no os olvidéis de las drogas –recordó la tía Caro–. Las tomó durante muchos años y tal vez le hayan dejado secuelas.

Tenían claro que era culpable. Yo no estaba tan segura, pero si lo era, quería que lo acusaban pronto y lo encerraran. El culpable debía pagar por lo que había hecho, y además así los clientes volverían al Playamar. Durante el trayecto de vuelta al pueblo callaron un rato, debían estar cansadas. Incluso Elenita y la tía Cris se durmieron.

* * *

Al día siguiente me encontré con Virginia en el banco.

–Hola Susana –me dijo. Parecía algo avergonzada, pero se esforzaba en ser amable.

–Hola –Le contesté con una sonrisa.

No tenía nada contra ella, incluso le estaba agradecida. Gracias a ella me había librado de una relación sin futuro. Conrado no era mi príncipe azul, como yo pensé en algún momento, ni siquiera era mi “rana verdosa”. Ahora lo veía totalmente distinto, sin espejismos.

Independientemente de si tenía algo que ver o no con el crimen, de si me había engañado o no, yo ya tenía claro que a mí no me convenía. Por fin lo veo como lo que es, ¡necio y presumido! Me había librado de él.

–He ido a ver a mi abogado –me estaba contando Virginia.

Me dijo que en la caja fuerte de la habitación del hotel, la que compartía con Estanislao, habían guardado su testamento. Estanis la nombraba heredera universal. Me explicó también que ese testamento estaba redactado hacía poco más de un mes, y que en él ponía que dejaba todo su dinero, todas sus empresas y el resto de sus bienes a la señorita Virginia Blasco. No se los dejaba a su esposa, sino a ella, fuera o no fuera su esposa.

–Me preocupé cuando vi que la caja fuerte estaba abierta y vacía –me dijo–. Era horrible pensar que el testamento había desaparecido.

Pero luego había hecho averiguaciones. Su abogado le dijo que en la notaría donde se había otorgado el testamento, guardaban otra copia, así que claramente ella era la heredera. Y ya ejercía de tal, pues había comprado ropa de diseño, zapatos italianos, joyas ... Me enseñó, un anillo con una gran esmeralda y brillantes a su alrededor. ¡Que presumida! Pero me había dejado claro el por qué se había puesto pálida al ver la caja fuerte vacía. Seguramente era una interesada, como decía el Club Cotilla, y muy avariciosa. Pero no parecía que estuviera relacionada con el crimen. Llamé a Eduardo para decírselo. La policía no tenía todavía este dato, así que tomó nota para la investigación.

–¿Qué vas a hacer esta tarde? –me preguntó con cierta vacilación.

–Nada especial –le contesté–. No hay mucho que hacer en el Playamar. Siguen sin venir clientes. No sé lo que pasará. ¡Y mi abuelo no es consciente!

–¿Quieres merendar conmigo? ¿Unas pizzas, como en los viejos tiempos?

–Vale –contesté– ¿En tu casa o en la mía? –¡Huy! ¡Qué mal sonaba!

–Ja, ja –él no podía parar de reír–. Esa proposición me gusta más.

–No seas tonto –dije algo avergonzada–. Merendaremos en mi casa y así no molestaremos a tu tía.

Mi casa estaba muy bien acondicionada. Era la de mis padres, que me la cedieron cuando se fueron a Madrid. Mi padre tenía una empresa de exportación de aceite de oliva, que empezó siendo una empresita pequeña. La materia prima procedía inicialmente de los olivos de El Azahar, pero cuando empezó a expandirse y pasó a necesitar gran cantidad de aceite procedente de toda España, mis padres decidieron trasladar la razón social a Madrid. Actualmente era una gran empresa que exportaba aceite a toda Europa y a los Estados Unidos. Mis padres se compraron un ático en la capital y me cedieron su casa. La casa donde yo había crecido.

Edu y yo nos despedimos. Por supuesto que era mejor merendar en mi casa. Si íbamos a la suya, la tía Cris llamaría al Club Cotilla al completo para controlarnos, y se pondrían demasiado contentas al dar como ciertas, cosas que no lo eran. No es que no me atrajera Edu, claro que me atraía. Era que nuestra época de novietes había pasado hacía tiempo y en ese momento sólo éramos amigos. Tal vez un poco especiales, pero amigos. Yo no quería saber nada de emparejarme y parecía que él estaba igual. Y desde luego no quería que me controlase nadie. Ni siquiera esas fantásticas entrometidas.





Capítulo 6


Preparé la mesita del sofá, en el salón. No podíamos arriesgarnos a merendar en la glorieta, porque seguro que las del Club Cotilla nos espiarían otra vez. Y sacarían sus propias conclusiones, por supuesto totalmente descabelladas.

Edu me trajo una peli para que la viéramos durante la merienda: Aladín. De pequeña me gustaba mucho, la vi cientos de veces, y hasta llegué a saberla de memoria.

–¡Ala! ¡Que chula!

–La encontré el otro día y me acordé de que te gustaba –dijo Edu–. Siempre estabas hablando de ella.

-Dejé de verla a los 10 años, pero porque todos me hacíais burla.

¡Qué majo!

Nos sentamos frente a la tele y nos pedimos unas pizzas. La mía, carbonara con pepinillos, y la de Edu, calzone abierta. Como siempre, desde que yo podía recordar. Las comimos en el sofá y bebimos refrescos de cola, como hacíamos de niños. Y a medida que avanzaba la película, fuimos recordando cosas. Que él me estiraba de las coletas y me llamaba “gordita sebosa”. Que yo le llamaba “Ardo” (de Edu–ardo), porque de pequeña yo creía que si todos le llamaban “Edu”, alguien tenía que compensar su nombre llamándole “Ardo”. A él no le gustaba nada que le llamara así, pero a mí tampoco me gustaba lo de “gordita sebosa”, ni los tirones de coletas. Yo le decía entonces que de mayor sería delgada, pero que él siempre sería Ardo. De pequeño eso le enfurecía, pero ese día nos daba risa a los dos.

Oímos al Club Cotilla que salía a pasear con Sir Lucas, el perrito de Elenita y Sole, un caniche enano de color blanco y muy simpático que ladraba a los desconocidos. Por eso solían pasearlo cuando había poca gente, para que no creara problemas.

Viendo que no había peligro y como había acabado la película, tomamos el té en el jardín. Era una tarde soleada, así que sacamos las tazas con las infusiones y nos sentamos en las hamacas de la piscina. Y seguimos hablando de cuando éramos pequeños, de las pelis y los juegos que nos gustaban, de nuestros amigos comunes ... pero siempre en voz baja por precaución. Aunque no tardamos en comprobar que lo del paseíto con Sir Lucas era sólo una trampa.

–A mí me gustaba mucho jugar a polis y cacos –estaba diciendo yo–. Podíamos jugar con los mayores, y era más divertido.

–Una vez estuvisteis escondidos juntos mucho rato, ¿verdad? –dijo la tía Cris, interviniendo de repente en la conversación–. Detrás del coche de Elenita en la calle de atrás.

Habían vuelto silenciosamente.

–¡Tía! ¡No empieces! Éramos pequeños –justificó Edu.

Yo recordaba bien ese día. Fue uno de los más felices de aquellos tiempos. Yo tenía 11 años y Edu 14. Estuvimos escondidos juntos mucho rato, como decía la tía Cris, pero sólo hablamos. Éramos pequeños.

Volvieron a callar, como si se hubieran ido. Nosotros hablábamos casi en susurros. Ni con audífonos podrían oírnos. Así que al poco rato se pusieron a hablar entre ellas como si nosotros no estuviéramos delante.

–Hoy por hoy, creo que a Edu únicamente le debe interesar una relación seria –decía Elenita–. Hace mucho tiempo que no trae barbies por aquí.

–Yo creo que a él le gusta ella –dijo la tía Cris–. Cuando se instaló en mi casa, me preguntó si sabía algo de Susana.

–Pero no debe espantarla –señaló Sole.

–Es verdad –continuó mi tía–. Ella está muy sensible ahora, después de su noviazgo fallido con el mamarracho.

Y siguieron hablando con todo descaro y dando sus opiniones no solicitadas. Aclarando que yo me mantenía distante por estar escarmentada, que él no sabía cómo empezar, que si los dos éramos tontos ... Pero que, por supuesto, estábamos predestinados a acabar juntos.

Eso pensaba yo años atrás. Cuando éramos adolescentes, estaba colada por él. Un verano, antes de que Edu se fuera a la universidad, yo creía que él también sentía lo mismo por mí, pero no tardé en llevarme un buen chasco. Se fue a estudiar a Barcelona y, en las primeras vacaciones, se trajo a la rubia aquella del tipazo. Bueno, tipazo, sí, pero tenía demasiado culo. Y demasiadas tetas. Ojalá que ahora sea una vaca burra y con las tetas caídas. Hacía mucho tiempo que no recordaba a la tetuda del culo gordo y del bikini pequeño. Y ahí estaba yo ante el amor de mi juventud, con mis hormonas controlando mis pensamientos.

No le pongas ojitos, no le pongas ojitos. No le sonrías. ¿En qué estás pensando? ¡Acabas de dejarlo con Conrado!

Acababa de tener una ruptura traumática. ¿Qué me pasaba? Y también estaba perdiendo la cabeza por el corredor misterioso. Seguro que hiciera lo que hiciera, acabaría estallándome todo en las narices. Mi historial amoroso no era mucho mejor que eso. Y no es que yo fuera pensando en chicos a todas horas, no.

¿De verdad?

Era una revancha, me había salido mal una relación y mi mente, inconscientemente, buscaba otra.

Venga, Susana, no te pases.

Edu también se había quedado pensativo. Las ancianas debieron darse cuenta de que tal vez habíamos dejado de escuchar sus comentarios, porque pasaron a darnos información interesante: habían estado interrogando a Virginia por su cuenta.

Averiguaron que ella creía que tal vez Conrado estuvo en la habitación de Estanis, y que al verla toda revuelta, cogió el testamento. Que él ya se pondría en contacto con ella más adelante para reclamar la herencia. Pero que, como en la notaría había otra copia y ella era la heredera, así que no habría problema en reclamarla ya, y es lo que pensaba hacer en cuanto se lo indicara su abogado. La pusieron a caldo.

–Menuda elementa –dijo Elenita.

–Y menudo tontaina –señaló Sole.

–¿Quién, Conrado? –preguntó la tía Cris.

–No, Estanis –contestó Sole.

Estuvieron hablando de la familia de don Estanislao. Sole aprovechó su relación con Estanis para ponernos al día, y estaba encantada de ser el centro de atención. Su sobrino Bernardo, que a Lisa y a mí nos había amargado más de una fiesta, gastaba más que un marinero borracho. Era incompetente, engreído y no tenía conciencia. Coincidía totalmente con ellas. Pasaron del resto de la familia porque eran gente normal y no había nada que criticar.

Antes, yo consideraba a todas las señoras de Club Cotilla, unas chismosas. Pero después de saber todo lo que habían averiguado, comenzaba a confiar en su criterio. Pero también eran unas fisgonas, sobre todo en lo que a Edu y a mí se refería. Y detrás de su apariencia de amables viejecitas algo anticuadas y muy curiosas, se escondían unas mentes peligrosas que me daban miedo. Y estaba segura de que a Edu también.

Mi tía Caro era una anciana cariñosa y amable. Cuando estaba conmigo o con mi familia nunca era cotilla, ni siquiera excesivamente curiosa. Pero cuando se reunía con el resto ... Lo mismo pasaba con cada una de ellas por separado, todas eran dulces y educadas. Pero, juntas, no cabía duda de que eran de armas tomar, como dirían ellas mismas.

Edu dijo en voz baja, que lo que estaban diciendo las ancianas del Club Cotilla (ya empezó a llamarlas así él también), estaba bastante de acuerdo con lo que yo le había contado de mi encuentro con Virginia en el banco, y que la policía tendría que interrogarla como sospechosa.

–No les puedo dar las gracias, porque se envalentonarían todavía más –me dijo en un susurro mientras se iba sigilosamente–, pero me han ayudado bastante .

* * *

El sábado por la mañana temprano, salí a correr por el paseo, pero sólo pude ver al corredor de lejos. O yo creí que era el corredor, porque a esa distancia no conseguí distinguir más que su altura y su estilo. Puede que no fuera él, pero tal vez sí.

Era un día cálido así que, después de ducharme, pensé que las plantas de mi jardín necesitaban algo de agua. Me puse manos a la obra y, cuando estaba regando los hibiscos junto a la valla, las ancianitas del Club Cotilla vinieron a contarme chismes. También habían madrugado. ¡Qué casualidad! Y estaban paseando a Sir Lucas. Se quejaron de que el día anterior habían estado en la comisaría de Carmona y estaban muy enfadadas porque el inspector las había echado. Todas estaban muy ofendidas con “Héctor”. Seguían llamándolo así aunque sabían perfectamente que no era su nombre, que se llamaba Sergio Ruiz y que no era el hijo de Alfonso Pérez.

–Héctor es un mentecato –dijo Sole–. Ayer nos echó de la comisaría. No tiene ninguna educación.

–Y oye, Cris –acusó Elenita señalándola con el dedo–, tu sobrino es un blandengue porque no le dijo nada y lo permitió.

–Pero es su jefe –protestó la tía Cris.

–¡Nos dijo que no volviéramos! –la tía Caro estaba ofendidísima.

–¡Como si nos hiciera falta entrar! –aclaró Elenita– Tenemos otros métodos.

–Ja, ja. Si ellos supieran ... –empezó a decir Sole–. ¡Sir Lucas! ¡No! ¡No te comas ese bicho! Es que luego tiene diarreas –me explicó, mientras el perrito intentaba comerse algo que parecía una cucaracha. Menos mal que se le escapó.

No necesitaban entrar en la comisaría para enterarse de todo. Igual lo habían conseguido. Por el método de los audífonos junto a la ventana y las preguntas a los investigadores cuando iban a tomar un café a la hora del almuerzo. Hubieran sido unas fantásticas espías, y ese día lo parecían especialmente. Las cuatro llevaban vestidos estampados de distintos colores, gafas de sol y adornos para la cabeza: Sole llevaba un turbante azul eléctrico, la tía Cris lo llevaba naranja y las otras dos se habían puesto sombreritos. Podrían pasar por espías geriátricas y salidas de una película de los sesenta.

Como siempre, habían averiguado muchas cosas. Los principales sospechosos eran, en ese momento, Bernardo y Virginia. La policía los había interrogado y resultaba que se conocían. Tal vez se conocían demasiado, incluso parecía que “se entendían”. ¡Vaya, vaya con Virginia! ¡Menuda elementa!

* * *

A media mañana me puse uno de mis vestidos favoritos de verano, de algodón verde, y me acerqué al Playamar. El restaurante estaba, como de costumbre en los últimos días, casi vacío. Y Antoine estaba de muy mal humor. Los camareros se quejaron de que les amargaba la vida y Maite dijo que deberíamos echarlo. Que el restaurante ganaría en tranquilidad, y los camareros también.

Iba murmurando insultos hacia don Estanislao. Me pareció deducir que había venido a comer al restaurante hacía unos meses, y que se había quejado de casi todos los platos que le habían servido.

–Toda la culpa es del maldito Estanis –decía en medio de sus gruñidos–. Yo mismo le ...

No entendí bien lo que dijo a continuación, porque siguió murmurando en voz baja.

Me bajé a la terraza, y allí había dos parejas tomando unos aperitivos, nadie más. Lisa me dijo que había habido algo de movimiento por la mañana temprano, pero poco.

–¿Qué haréis si esto sigue así? –preguntó quitándose el delantal. Su vestido veraniego, largo hasta la rodilla, de color azul y muy elegante, llamó la atención de un chico joven que casi se chocó contra una columna, por ir mirándola a ella.

–No podremos mantener el hotel abierto. Los gastos de mantenimiento son muy altos y, además, tenemos la hipoteca.

–Es una pena. No puedo entender por qué no vienen más clientes. El envenenamiento no tuvo nada que ver con nosotros.

–Aunque si se resolviera el crimen, la gente volvería a comer y a cenar aquí.

–Supongo, ¡ojalá se resuelva pronto!

La clientela seguía bajando. Y yo estaba más preocupada que nunca. El abuelo era mayor y no se daba cuenta del todo, o por lo menos no se le notaba. Pero si la situación empeoraba, tendríamos que plantearnos la venta.

–¡Hola Susana! –Iván se había acercado de repente.

–¡Hola Iván! ¿Sabes dónde está el abuelo?

–Claro. Viene por ahí –dijo señalando la puerta de la cocina.

Cuando salió el abuelo, hicimos como si habláramos de otras cosas. No quería que se preocupara antes de que fuera imprescindible vender. Iván dejó de prestarnos atención y se puso a hablar con mi abuelo. Como siempre.





Capítulo 7


Yo solía tomarme unas horas libres por las tardes, ya que esos días había tan poco trabajo que no hacía falta que estuviera continuamente en el Playamar. Así aprovechaba para actualizar algunas ofertas del complejo; como cupones para el balneario, regalados con la estancia de una noche; una cena para dos, en caso de pasar más de una noche em el hotel, etc ... Esperaba que revitalizara un poco la situación. El congreso de transportistas había ido bien, había venido mucha gente, sin embargo sólo había supuesto un pequeño respiro. Hacía falta más movimiento si queríamos salvar el Playamar.

Una tarde, Edu vino a verme a casa. Traía unas pastas. Caseras, me aclaró. Y su intención era compartirlas conmigo. Me alegré de verlo, hacía días que no lo veía y lo echaba de menos. Saqué una botella de vino blanco dulce y pusimos los pastelillos en la mesita del sofá, había pasteles de boniato, de crema y de mermelada de naranja. Nos sentamos en el salón, y esta vez no saldríamos al jardín para evitar al Club Cotilla. Los pastelitos me parecieron increíblemente buenos. Y la compañía también.

–¿Dónde los has conseguido? –le pregunté.

–Adivina quienes los han traído a la comisaría –me contestó, sonriendo.

–¿Qué? ¿A la comisaría? ¿Ellas? ¿Qué pretenden? –me preocupaba que metieran a Edu en un problema. Su jefe podría enfadarse.

Pero Edu me contó que las viejecitas del Club Cotilla últimamente estaban muy amables, incluso discretas. Que sabían muchas cosas, y querían ayudar a la policía. También me describió, algo risueño, la evolución del inspector respecto al Club Cotilla. Ahora parecían caerle bien, aunque lo disimulaba y siempre les decía que se fueran. Ellas seguían llamándole Héctor, le daban recuerdos para su padre, y lo atiborraban de dulces caseros. Pero el inspector estaba un poco mosqueado por la cantidad de cosas que sabían las ancianas. Incluso le preguntó a él, si sabía a quién se le había escapado tanta información.

–¿Sabes algo tú? –me preguntó.

Ellas sabían mucho más que yo y así se lo dije. Casi todo lo que yo sabía del caso lo sabía por ellas. El Club Cotilla me mantenía informada. De lo que Edu no se había enterado aún era de que se ponían todas ellas audífonos y se situaban junto a la ventana del despacho del inspector. Y eso que habían presumido mucho de su sistema infalible. Pero Edu me aclaró que las últimas veces que habían interrogado a alguien, había sido en la sala de reuniones, que no tenía ventanas a la calle. No habían podido utilizar los audífonos para averiguar las últimas novedades, y sin embargo las sabían.

Me estaba comiendo uno de los deliciosos pastelitos de boniato, cuando lo vi todo claro. Ya sabía cómo estaban consiguiendo la información. ¡Eran listas!

–Cuando van a la comisaría ¿cómo se comportan?, ¿qué es lo que hacen? –le pregunté.

Desde hacía unos pocos días, llegaban a la comisaría a la hora del almuerzo con pastelitos, unos días dulces, y otros salados, y los exponían sobre la mesa de la recepción. Llevaban incluso refrescos y un mantel de papel.

–Nos reunimos todos alrededor del almuerzo y, mientras estamos comiendo las viejecitas empiezan a hablar entre ellas –siguió diciendo Edu.

Hablaban de cómo iba la investigación, de quién era sospechoso y quién no, o de lo que se les ocurriera en ese momento.

–Saben muchísimo –siguió Edu–, y nadie entiende cómo lo han averiguado.

–¿Aciertan siempre? –pregunté.

–Bueno, no siempre. Pero demuestran que están al corriente de casi todo –contestó.

Esto confirmó lo que yo pensaba: mientras ellas hablaban y expresaban en voz alta sus especulaciones, algún agente las corregía cuando se equivocaban. Como los pasteles estaban deliciosos y todos estaban contentos, nadie se daba cuenta de que les estaban sonsacando. Eduardo estaba asombrado de lo listas y astutas que eran.

–Tendré que decírselo al inspector y les prohibirá la entrada en la comisaría.

–Se lo tienen merecido –dije yo–. Pero luego seguro que vendrán a contármelo todo. Así que no pasa nada si tú mismo me explicas de qué se han enterado.

Fue muy interesante. Los primos de Bernardo habían llegado y estaban colaborando todo lo que podían. No veían mucho a su tío, pero los tres lo apreciaban. Le previnieron en contra de Virginia, y no porque fueran a perder su herencia, sino porque ella no les parecía de fiar. No les gustaba que se casara con Estanis por su dinero. Ellos veían desde el primer momento que Virginia era una farsante y que su afecto por su tío era simulado, que fingía que lo quería para casarse con él porque era rico. También habían llegado a un acuerdo con su tío, y éste había hecho un testamento nuevo.

–Parece que habían conseguido que don Estanislao desconfiara de Virginia –continuó diciéndome–. Habían contratado un detective para que la investigara.

Y el detective la había fotografiado cenando con hombres jóvenes, mientras se suponía que don Estanislao y ella eran novios. También había hablado con una amiga de Virginia que, creyendo que el detective era un novio despechado, intentó consolarlo aclarándole que Virginia sólo se casaría con un hombre muy rico. A partir de los datos aportados por el detective, don Estanislao había decidido que se casaría con ella, pero que no sería su heredera. De hecho pensaba decírselo al declararse: le iba a pedir que se casara con él pero indicándole que no recibiría nada cuando él falleciera. Así, si se casaba con él, estaba claro que no era por su dinero. Y si el dinero era fundamental para casarse, en cuanto le dijera que no lo heredaría, ella no querría casarse con él y todo quedaría claro también. Después de haber llegado tan lejos con sus negocios, no pensaba dejarse tomar el pelo. Me pareció muy inteligente por parte de don Estanislao. No en vano había conseguido hacerse tan rico. No sabía Virginia con quién estaba jugando. También me contó que uno de los sobrinos, Carlos, tenía muchas ganas de venir a El Azahar, porque tenía a su novia trabajando en el pueblo.

Pero yo seguía preocupada. Todo eso estaba muy bien, pero si el crimen no se resolvía pronto, no volveríamos a tener clientes. Edu intentó animarme.

–¡Y decíamos que las del Club Cotilla eran astutas! Tú también me has sonsacado toda la información. Eres tan peligrosa como ellas.

Me reí y me comí otro pastelito. Él sonrió también.

Le dije que no habían descubierto datos relevantes de la investigación y que, en realidad, compensaba que se hubieran enterado de algo a cambio de esos maravillosos pasteles.

–Estos pastelitos están increíbles –dije–. Todos. Y para la próxima vez podrías pedirlos salados –sugerí–. Y quiero la receta. Si las abuelas pueden investigar, nosotros también.

Fui a la cocina a preparar café y Edu se vino conmigo para hacerme compañía. Había estado tantas veces sentado en la silla de la cocina cuando éramos pequeños, y también siendo adolescentes, que era como si formara parte de la casa.

Mientras enchufaba la cafetera, le pedí que me contara lo del testamento nuevo. Porque, cuando hablé con Virginia, ella estaba muy convencida de que era la heredera. Los sobrinos dijeron que en el último testamento, el que se firmó en Carmona al día siguiente de su llegada a El Azahar, don Estanislao repartía casi toda su fortuna por partes iguales entre todos los miembros de su familia, y dejaba una pequeñísima parte a Virginia. A ella sólo le correspondía una pequeña renta procedente del alquiler de un piso en Carmona. Pero ni siquiera el piso era suyo. Únicamente tenía derecho a recibir el alquiler, aunque éste era suficiente para vivir con cierto desahogo. Y también confirmaron que si no aceptaba casarse en esas condiciones, pues que no se casarían. Don Estanislao no era tan tonto como ella pensaba. Cada uno de ellos tenía una copia del testamento. Y el notario guardaba el original en su protocolo.

Nos tomamos el café en la cocina y Edu me ayudó a meter las tazas en el friegaplatos. Antes de irse, me cogió de la mano y me miró con una intensidad que me sorprendió.

–Cuídate –me dijo–, y no te preocupes. Resolveremos el crimen pronto y recuperaréis la clientela del restaurante.

¡Qué bien lo habíamos pasado! Al rato, caí en la cuenta, tal vez demasiado complacida, del chasco que se llevaría Virginia cuando se enterara de que apenas heredaba nada. ¡Bien! ¡Ja, ja!

* * *

Antes de cenar recibí otra visita. El Club Cotilla, acompañando a Sir Lucas, que volvían de dar un paseo. Esta vez iban casi discretas, todas de blanco intenso. La tía Caro llevaba un vestido por la rodilla, con un cinturón verde pistacho. La tía Cris llevaba un vestido largo y vaporoso, con un cinturón lila. Elenita llevaba unos piratas y una camiseta blancos con un cinturón magenta. Y Sole lucía un pantalón largo con un blusón ligero, también blancos, y un cinturón turquesa. Un detalle más: Sir Lucas llevaba una correa de color naranja sobre su pelo blanco. Seguro que todos las miraban por el paseo. Y más aún cuando iban con Sir Lucas. Parecía como si hubieran contratado recientemente a algún asesor de imagen. Tal vez fuera eso, estaban fantásticas.

Se habían encontrado con Edu cuando salía de mi casa y venían a husmear. También querían contarme todo lo que sabían y, por supuesto, sonsacarme lo que sabía yo. Empezaron con Virginia.

–Es una buscona que no merecía a Estanis –empezó Elenita.

–Y Estanis otro que tal. Menudo asno –siguió tía Caro.

–No puedo entender que, después de fijarse en alguien como tú –dijo tía Cris dirigiéndose a Sole con cariño–, terminara con alguien como ella.

–Eso fue hace muchos años –aclaró Sole con tranquilidad–. Pero yo nunca fui tan superficial, interesada y falsa como “esa”.

–¡Y también eras más guapa! –Dijeron las otras tres a la vez.

–Mis padres tenían razón. Me costó aceptarlo en su momento, pero Estanis era bastante simple, a pesar de su habilidad para los negocios. ¡De buena me libre!

Aún no había retirado los restos de mi merienda con Edu, y cuando los vieron sobre la mesita del sofá, se lanzaron al ataque. Eran unas viejas astutas. Cuando querían que te enteraras de algo que ellas consideraban importante, se lo decían unas a otras y no te lo decían directamente.

–¡Mira! –la tía Cris estaba encantada–. Quedan restos de los pastelitos de esta mañana.

–¿Los de la comisaría? –preguntó innecesariamente Sole.

–Sí, sí, y están sobre la misma bandeja –explicó la tía Caro.

–Si hubiéramos sabido que Edu iba a compartirlos con ella habríamos hecho más –Elenita me miraba risueña–,¿verdad?

–¡Qué bien que los haya probado Susana! –exclamó la tía Caro–. Así nos dará su opinión de experta.

–Y qué bien que hayan pasado la tarde juntos –dijo la tía Cris–. Ya eran horas.

Se sentaron tranquilamente en el sofá y me pidieron agua. Obviamente no podía echarlas, así que saqué unas botellas de agua y unos refrescos, los puse en una bandeja junto con unos vasos que me había regalado la tía Caro, añadí unas aceitunas y unas almendras fritas, y lo saqué todo al salón. Sir Lucas era un buen perrito, se comió dos aceitunas y se durmió al lado del sofá.

Ellas, por su parte habían investigado muchas más cosas desde que salieron de la comisaría. Cosas que no sabía Edu.

Fueron a la notaría donde se firmó el último testamento. Y no sé cómo, pero averiguaron todo lo que querían, confirmaron la existencia del testamento nuevo, y averiguaron su contenido.

Hablaron con Bernardo, que sabía que se había firmado ese último testamento, pero que no se le ocurrió decirlo a la policía. Era tonto, pero ahora no parecía tan culpable. Sin embargo tampoco se le veía inocente del todo.

–Aún tiene muchas cosas que explicar –estaba advirtiendo Elenita–, sobre todo su presencia en el pueblo y cerca del hotel en el momento del crimen.

También habían visitado a Virginia. La habían pillado comiendo en la terraza y se sentaron con ella. No me explicaron sus artimañas, pero averiguaron muchas cosas interesantes. Como que Virginia y Conrado eran amantes desde hacía tiempo, y que se habían puesto de acuerdo en que ella se ligara al viejo para quedarse con su dinero cuando muriera. Sabían que era bastante mayor y propietario de grandes extensiones de tierra en esta zona, cuyo valor iba en alza. Que también tenía ganado, fábricas, con cientos de trabajadores, y varias casas señoriales.

Virginia consiguió que le presentaran a Estanis en una fiesta de recaudación de fondos de una ONG. Se hizo la modosita y, hábilmente asesorada por Conrado, consiguió que se fijara en ella. Después de hablar un rato con él y, debido a sus comentarios agudos, ya lo tuvo en el bote. Stanislao creía realmente que Virginia se había fijado en él por su personalidad, no por su dinero. Que Virginia estaba encantada de sus opiniones maduras y sensatas, y creía que no estaba cómoda con jóvenes de su edad. Virginia y Conrado decidieron que ella le propondría al viejo un viaje de una semana a El Azahar, le diría que era un lugar muy romántico. Así sería fácil suponer de antemano que él se enternecería y le propondría matrimonio en esa ocasión.

Virginia era muy decidida, pero no era demasiado lista y, necesitaba en todo momento el consejo de Conrado, además de una visión masculina de la situación. Conrado siempre andaba cerca cuando Virginia estaba con Estanis, y no había problema mientras estaban en Madrid. Pero en un pueblo pequeño era necesario justificar una estancia prolongada antes de comenzar la temporada estival. No valía decir que era un turista común, porque tendría que estar cerca de Virginia con frecuencia. Entonces, a Conrado se le ocurrió hacerse novio de una chica del pueblo y así tendría justificación para estar allí. Estudió la posibilidad de ligarse a Lisa, pero ella era más impredecible que yo, así que decidió que yo era mejor. Porque mi casa estaba más cerca del hotel, porque era más fácil conocerme y conquistarme, ya que por entonces aún vivía en Madrid, o porque yo era más tonta. Por lo que fuera. Yo ya pasaba algunos fines de semana y parte de mis vacaciones en el pueblo, así que era una buena candidata. Recordé que Conrado había empezado a mostrar mucho interés por el pueblo.

¡Que tonta, qué tonta y qué rematadamente tonta!

Hacía dos meses que nos habíamos hecho novios, y así él ya tenía su excusa para poder vigilar. Pero las cosas mejoraron aún más para ellos, puesto que yo había empezado a trabajar aquí. Así que a partir de ese momento, pusieron en marcha todo el plan. Este plan incluía que Conrado conociera a Estanis a través del hotel y como mi novio, así no despertaría sospechas. Posteriormente intentaría trabajar en alguna de las empresas que tenía. Y luego, a saber hasta donde podrían haber llegado. Parece que, antes de dejarme, también pretendía desplumarme a mí, haciéndome vender mis acciones, las que me había dejado la abuela. ¡Cerdo miserable!

Sir Lucas interrumpió la conversación cuando sacó al salón una de mis zapatillas de ir por casa. Parecía pensar que era un magnífico juguete y no podíamos quitársela.

Cuando pudimos reanudar nuestra conversación, después de comprobar los destrozos sufridos por mi zapatilla, no quisieron decirme cómo habían averiguado todo. Pero deduje que Virginia, que no era muy lista, cuando empezaron a halagarla y a decirle lo inteligente que era, y lo buena pareja que hacía ella con Conrado, debió presumir de sus logros y les contó todo. ¡Qué tías!

Después de soltarme semejantes bombas informativas, el Club Cotilla se llevó a Sir Lucas y se fueron tranquilamente a casa, dejándome agotada física y psíquicamente, y con la zapatilla destruida.

* * *

Pasé una mala noche. Me sentía tonta y utilizada. Conrado me había tomado el pelo.

Al día siguiente llamé a Edu para contarle todo lo que habían averiguado las ancianitas y me dijo que vendría a verme al salir del trabajo. Ese día yo no fui a trabajar, estaba fatal.

Edu llegó a las seis con una tarrina de helado de chocolate negro. Mi favorito. Durante el invierno se reducía la oferta de helados en el restaurante del Playamar, así que hacía meses que no lo probaba. Edu había pasado por allí y, al verlo, pensó que me convenía tomarme una buena ración.

–Para subirte le moral –me dijo sonriendo.

Lo serví en unos cuencos y lo tomamos en la cocina. Mientras nos atiborrábamos de helado, me puso al día de las investigaciones de la policía. Después de todo lo que había averiguado el Club Cotilla, ellos creían que Virginia y Conrado eran culpables. Los dos. Y estaban buscando a Conrado antes de detener a Virginia para no levantar sospechas. Yo estaba deseando que los detuvieran por muchas razones. Y no todas eran nobles.

Al poco rato oímos alegres ladridos junto con voces femeninas: el Club Cotilla estaba paseando a Sir Lucas por la calle de atrás.

–Ahora Susana necesita todo el apoyo posible –decía la tía Cris a voz en grito.

–Pero no lo pide. Es un poco cabezota –le contestó la tía Caro.

–Y no os olvidéis de que sigue preocupada por el Playamar –dijo Elenita–. Soporta mucha presión.

–Hemos de hacer algo –continuó Sole.

¡Qué majas eran! Pero estaban vociferando mi vida privada. Y siguieron así durante un buen rato.





Capítulo 8


Virginia estaba tan tranquila. Como si nada de lo ocurrido tuviera que ver con ella. Todavía no la habían detenido, probablemente, estarían buscando pruebas que la incriminaran, pero de momento seguía alojada en el hotel. Eso sí, últimamente gastaba menos dinero. Tal vez ya sabía algo del testamento nuevo. Además, si te fijabas bien, podías ver su cara de preocupación. Por lo menos era humana.

Un día, durante el desayuno, vi que Iván no se apartaba de su lado. No impedimos que el personal alterne un poco con los clientes, para comprobar que todo está en orden, pero la política del abuelo era impedir cualquier tipo de familiaridad excesiva entre el personal y los huéspedes. Además, atender a los clientes me correspondía a mí, o a los chefs, no a Iván.

Virginia estaba poniendo mala cara. Solía ser paciente con las excentricidades de Iván, siempre dentro de su estilo falso y amable. Pero ese día parecía harta. Me acerqué disimuladamente a su mesa para averiguar qué era lo que pasaba, y para intentar llevarme a Iván. Lisa se acercó desde el otro lado.

–¿Te gusta el desayuno? Te lo he preparado yo –decía Iván en aquel momento.

–Si –contestó Virginia.

–Estás muy guapa.

Virginia emitió un sonido indeterminado.

–El paisaje que se ve desde tu ventana es muy bonito.

Ella no contestó, y miró hacia otro lado.

–Estás contenta ahora, ¿verdad? Aquel viejo te daba asco.

–¿Qué dices? –preguntó ella sorprendida.

–Oí que lo decías por teléfono un día. Que te daba asco y sólo estabas tranquila cuando dormía.

–Lárgate. Eres un pesado.

Teníamos que apartarlo de ella.

–Hola Iván –le dije–, ¿por qué no vas a la cocina a ayudar con las verduras? Me han dicho que eres el mejor con las lechugas.

–No. Estoy haciendo compañía a Virginia.

–Yo no quiero que me haga compañía. Quiero que se largue y que me deje desayunar tranquila.

–Iván –dijo Lisa con suavidad– Susana es nuestra jefa y debemos obedecerla.

–Vaaaaale –contestó él–. Ya me voy. No sé por qué está enfadada Virginia.

–Ese tipo me pone de los nervios. Está siempre merodeando a mi alrededor –informó Virginia enfadadísima.

–A todos nos parece un poco pesado a veces. Pero siempre es muy amable con todo el mundo –dijo Lisa.

–A mí me repele. Me pone los pelos de punta. Y no quiero tenerlo cerca.

–No te lo tomes a mal. Es un buen chico y solamente quiere ayudar –le dije yo.

–Tengo ahora otras preocupaciones. No sé qué será de mí –dijo Virginia en tono lastimero. Incluso le saltó una lagrimita.

¡Qué bruja!

La solución ideal sería que Virginia fuera la asesina. Así se solucionarían todos nuestros problemas. Y de todos los sospechosos, era la que peor me caía. No podía evitar sentir rencor, porque entre ella y Conrado me habían tomado por tonta y me habían utilizado. Estaba más enfadada que dolida, pero seguía estando muy resentida. Lo peor de que te tomen el pelo y te utilicen, es que después te sientes muy poca cosa.

–Me molesta que esté siempre dando vueltas a mi alrededor –estaba diciendo Virginia–, y no quiero que se me acerque. Y no veo por qué he de tener ninguna clase consideración aunque sea algo deficiente. Me da asco. Mira, no tengo más remedio que quedarme aquí hasta que averigüen quién mató a Estanis, pero si ese tipo sigue molestándome me iré a una pensión, si es necesario.

Era una mujer malvada y egoísta. Pero luego nos pidió disculpas y nos dijo que estaba preocupada por su futuro. Sabía que era sospechosa y que, aunque no la condenaran, si no averiguaban quién era el verdadero culpable, siempre quedaría la duda sobre ella. Además, sin todo el dinero del viejo y habiéndose gastado todos sus ahorros en conquistarlo, su futuro económico era incierto. Tendría algo de dinero, sí, pero sus deudas actuales eran muy elevadas.

No nos dio pena, tenía lo que se merecía. En cambio todos nos dimos cuenta de que Iván estaba triste y cabizbajo. Se había enamorado de Virginia y ella no le hacía caso. Peor aún, en cuanto Iván iba a hablarle o se le acercaba, ella se iba por otro lado diciéndole algún exabrupto.

–Lárgate. No te me acerques.

Iván caía bien a todos. No hacía el mejor trabajo, y se equivocaba muchas veces, pero se esforzaba mucho. Estábamos preocupados por él. No sabíamos cómo se tomaría un rechazo tan evidente de Virginia. Siendo tan simple, puede que no se enterara del todo, pero acabaría enterándose y sería peor.

Los camareros me dijeron que, como había poco trabajo, podrían hacer ellos las tareas de Iván, y así él podría tomarse un día libre e irse de pesca con el abuelo, que se prestó encantado. Le encantaba pescar y no siempre tenía ocasión. Cuando el abuelo le planteó a Iván un día de pesca, se alegró de inmediato. El abuelo prepararía las cañas y los aparejos, e Iván sólo tendría que ir a la tienda a recoger el cebo, que el abuelo habría encargado y pagado ese mismo día. Iván parecía otra vez el de siempre.

Salieron al día siguiente de madrugada. El abuelo siempre decía que, “una cosa es ir a pescar y otra distinta, coger peces. Para coger peces, has de tener el corcho en el agua antes del amanecer”. Ellos iban a ir a las rocas del acantilado. Antes, en un descampado cercano, cogerían unos caracolillos de color blanco que atraerían a las herreras, o mabras, como decíamos en mi pueblo. Estos peces eran muy abundantes en el Mediterráneo y al abuelo le fascinaba pescarlos. Si la pesca era abundante, la carta del chef aumentaría.

Y de hecho aumentó. El plato estrella de la cena consistió en un pescado fresquísimo a la sal, aunque únicamente lo degustaron unos pocos clientes, ya que el restaurante estaba muy vacío. No obstante, se alcanzó el objetivo: Iván volvió a estar contento.

* * *

Las cuatro ancianas del Club Cotilla podían ser un incordio, pero se podía contar con ellas. Analizaron la situación del hotel e hicieron propaganda entre sus amistades para que no tuviéramos que cerrar. Estuvieron acudiendo durante días a diversos acontecimientos: un club de lectura, exposiciones de arte, degustación de pastas, concurso de pintura, charlas, etc. Llevaban folletos de propaganda del hotel y en todos esos lugares insistían en que el culpable no tenía nada que ver con el restaurante, que éste había estado funcionando durante años sin ningún problema, y que sólo habían surgido problemas cuando habían venido extraños.

Consiguieron que acudieran unos pocos clientes al restaurante del primer piso. Por curiosidad o por esnobismo, pero daba igual. Les ofrecimos las especialidades del chef a bajo precio: un menú degustación como promoción.

Carlos y Mario, los sobrinos de Estanislao, fueron algunos de los que vinieron a cenar al restaurante y Maite me pidió permiso para sentarse un rato con ellos, porque estaba saliendo con Carlos desde hacía más de un año. Me sorprendió el dato, pero por supuesto que le dije que sí.

La cena fue muy elogiada, y los postres resultaron un gran éxito. Los había preparado yo. Esa tarde había estado centrada en el trabajo para evitar preocupaciones y aproveché para preparar una torta de almendra. Una receta de mi abuela, que la llamaba “Torta de patata”. El chef, que era algo celosillo, se mosqueó un poco y me pidió la receta, pero no se la podía dar porque era un secreto de familia.

Sin embargo sí que la compartí más tarde con el Club Cotilla. Las hermanas comentaron ligeras variaciones en las cantidades de patata y almendra que la hacían más sabrosa. Bueno, eso según ellas, porque yo no lo creía así, aunque tampoco lo discutí.

Al final de la noche, cuando ya me iba a casa, vi a Maite hablando por teléfono en un rincón del restaurante.

–No puedo hacer eso –decía.

Su interlocutor debía estar diciéndole algo.

–Es imposible –contestó a lo que le estaba diciendo la otra persona–. Me descubrirían.

Se dio cuenta de que yo estaba cerca y podía oír lo que estaba diciendo, así que se giró, dijo algo rápidamente y en voz baja, y colgó. Pasó por mi lado con un breve saludo y se fue.

* * *

Al día siguiente, la terraza volvía a estar vacía. Yo estaba desayunando con Lisa y hablábamos del crimen y de lo que estaba afectando al negocio.

–Nunca se resolverá –le dije. Ese día estaba algo deprimida–. Y tendremos que cerrar. Vienen muy pocos clientes.

–Ayer cenó mucha gente en el restaurante de arriba –dijo Lisa intentando animarme.

–Los clientes de ayer únicamente fueron un pequeño respiro –dije apenada–. Dejarán de venir cuando se acaben las ofertas.

Yo no quería preocupar al abuelo, pero había empezado a pensar ya en posibles compradores para el Playamar. Si el abuelo tenía que vender, por lo menos ayudaría a conseguir el mejor precio. No quería que lo vendiera como saldo.

Cada vez estaba más segura de que la culpable era Virginia, pero también pensaba que la policía no podría demostrarlo. Seguro que no encontraban pruebas que la incriminaran, pues ella las habría borrado muy bien. Tal vez fuera más lista de lo que imaginábamos.

Lisa me vio preocupada, así que intentó distraerme:

–¿Has salido a correr últimamente? ¿Has visto al corredor buenorro?

–No, y no. No estoy de humor para ninguna de las dos cosas –le contesté. Pero me daba cuenta de su intención de animarme y no quería ser borde–. Espero verlo en algún momento –continué con una sonrisa– porque estaba realmente bien.

–Sí, muy, muy bien. Alto, estilizado, moreno, atractivo ..., pero seguimos sin saber quién es.

–Ni idea. El día que lo averigüemos igual nos llevamos un chasco porque se va de aquí al día siguiente.

–Pues ahora estoy soltera yo también. Si a ti no te gusta, o no te preocupas por encontrártelo, igual me aficiono yo misma a correr para ver si me lo ligo.

–Ja, ja. ¡Pero si nunca deja que lo alcance! Bueno, igual contigo corre menos y se deja alcanzar.

Lisa siempre conseguía animarme.

Pero cuando me quedé sola seguía con mis cavilaciones, pensando en que Virginia era culpable y que no podrían probarlo. Ella debía tenerlo todo preparado desde hacía tiempo. Incluso pudo ligarse a Conrado para despistar. Sí, cada vez estaba más convencida. Así, mientras parecía una fresca desahogada, en realidad era una asesina. Vale, que le había salido el tiro por la culata porque había conseguido muy poco dinero, pero eso no quitaba que hubiera matado ella misma a don Estanislao. Me acordé de la palidez que tenía cuando vio que habían vaciado la caja fuerte y que toda la habitación estaba revuelta. No podía ser únicamente por la falta del testamento. Seguro que guardaba algo que podría incriminarla y la policía no lo había encontrado. Me ponía furiosa al recordar que Virginia se entendía con Conrado y que me habían tomado el pelo, pero por fin sabía más cosas.

Cada vez más enfadada y más convencida de su culpabilidad, me dirigí hacia su habitación en el hotel para intentar averiguar algo que la inculpara. Estaba segura de que ocultaba alguna cosa y yo quería descubrirlo. El Playamar estaba en juego y no me detendría hasta hacerla confesar.

No tenía ganas de hablar con nadie. En lo único en lo que podía pensar era en atrapar a Virginia. Pero, de camino hacia su habitación, me encontré con algunas personas que tuve que esquivar.

Primero con el abuelo.

–Susana, hace días que no nos sentamos a charlar un ratito tú y yo. Podríamos tomar un café ahora –me dijo sonriendo y quitándose el sombrero con ademán teatral.

–Claro, abuelo, pero ahora tengo algunas cosas urgentes que hacer. Esta tarde estaría bien que tomáramos ese café, o cuando quieras.

Me apetecía charlar con el abuelo, pero no tenía tiempo. Me disculpé como pude y seguí mi camino. Al pasar por recepción me encontré con Iván, pero por suerte iba despistado y no me vio. Menos mal, porque cada vez que me veía era para quejarse de algo o para decirme algo de Virginia. Por último, y donde menos me lo esperaba, me crucé con Antoine que salía del ascensor, mientras refunfuñaba por lo bajo. Murmuraba palabras incomprensibles, pero cuando me vio, me dijo con una sonrisa:

–Hola Susana. El otro día me comporté como un imbécil desalmado. Con todo lo que estáis pasando, y yo preocupándome de tonterías.

–No te preocupes, Antoine. Todos estamos un poco tensos –yo no tenía idea de lo que me estaba diciendo.

–Sí. Pero todo se arreglará al final. Ya lo verás.

–Sí, todo se arreglará –dije pensativa.

También vi a Carlos y a Maite que estaban sentados en una mesa cogiéndose las manos. Los dos ponían cara de preocupación.





Capítulo 9


Al llegar a la habitación de Virginia vi la puerta entreabierta y llamé. Pero como no contestó nadie, me asomé un poco para ver si ella estaba dentro o había salido. No vi a nadie, pero se veían unos frascos de medicamentos sobre la mesita de noche. Me resultó un poco irregular y tuve una clara sensación de alarma. Entré en la habitación para verlos de cerca y entonces la vi.

Virginia estaba en el suelo, junto a la cama. No se movía. Le tomé el pulso y noté que aún respiraba, pero que no reaccionaba. Ni tampoco respondía a mis gritos. Me asusté mucho, pero me esforcé por mantener la mente fría. Si yo no la ayudaba, Virginia moriría, y ya entonces empecé a dudar de todas mis convicciones respecto a ella. No quería que muriera, y menos aún porque yo no hubiera sabido controlar la situación. Así que me tranquilicé e intenté incorporarla, aunque tampoco sirvió de nada. No podía hacerla despertar.

Sabía que no podía tocar nada, para no interferir en la investigación de la policía, pero también sabía que los primeros momentos eran fundamentales para salvarle la vida. Miré de cerca los frascos que había sobre su mesita de noche. Contenían pentobarbital, el principio activo que había acabado con la vida de don Estanislao. También eran para uso veterinario. Había tres frascos abiertos y vacíos, por lo que seguramente habría ingerido una dosis mortal. Así que llamé al hospital para que mandaran rápidamente una ambulancia y para que me indicaran qué era lo podía hacer yo mientras llegaban los médicos. Sabía que debía intentar despertarla, pero no sabía nada más. Allí me dieron por teléfono instrucciones muy precisas que intenté seguir al pie de la letra, y por fin llegó la ambulancia. Mientras la colocaban en la camilla, hice varias fotos de los frascos de pentobarbital para enseñarlas en el hospital. Sabía que no podía contaminar esos frascos con mis huellas, pero era importante que allí supieran exactamente lo que probablemente la había intoxicado. Después me subí a la ambulancia con ella.

Me sentía culpable por haber pensado que Virginia era una asesina sin conciencia. Por supuesto que podía ser la asesina, y podía haber intentado suicidarse por remordimientos. O podía ser inocente y el asesino había intentado matarla también a ella para que no lo delatara. Ya no sabía qué pensar, pero la policía tenía que saber lo ocurrido, así que, mientras iba en la ambulancia, llamé a Edu y se lo conté todo.

–Quédate en el hospital, voy hacia ahí –me dijo Edu.

Tardamos unos pocos minutos en llegar, pero me parecieron horas. En urgencias estaban ya preparados y la atendieron al instante.

–¿Qué ha tomado exactamente? –me preguntó uno de los doctores que la atendieron.

–Esto, creo –le dije enseñándole la foto de mi móvil.

Se la llevaron y yo me quedé preocupada en la salita de espera. Al poco rato una enfermera me dijo que habían conseguido reanimarla, pero que estaba muy grave. Le hicieron varios lavados estomacales, le suministraron unos medicamentos que no entendí bien para qué eran, pero me pareció que eran para neutralizar los efectos de los barbitúricos, y la ingresaron en la UVI. En esos momentos le estaban haciendo diálisis para que eliminara el pentobarbital, aunque no estaban seguros de que pudiera sobrevivir. La enfermera debía anotar los datos de la paciente, así que yo informé de lo poco que sabía de ella. Me preguntó si era familia suya y al aclararle que no, me dijo que era conveniente avisar a sus familiares. Entonces fui consciente de que no sabía nada de Virginia.

Menos mal que llegó Edu con dos agentes. Aunque, naturalmente, ni sabían nada de la familia de Virginia, ni podían interrogarla en esos momentos. Uno de los agentes dijo que probablemente había intentado suicidarse por remordimientos. Puede que llevara razón, pero a mí me parecía que no. Virginia no parecía el tipo de persona que se suicida por remordimientos. Cuando supimos que Virginia estaba estabilizada y que era cuestión de esperar a ver cómo reaccionaba a la medicación, Edu me llevó a casa. Casi no hablamos durante el trayecto. Al llegar, bajó del coche, me cogió por la cintura y me acompañó hasta la puerta. No hacían falta las palabras.

–Esta tarde pasaré a verte –me dijo.

Asentí, agité la mano de despedida y fui directamente a la cocina. Me preparé un té y me senté en el sofá del salón. En ese momento yo ya no estaba nada convencida de que la culpable fuera ella. Es más, a medida que le daba vueltas en mi cabeza a todo lo ocurrido, menos segura estaba. Todos habíamos estado totalmente equivocados y caí en la cuenta de que el asesino podía ser Conrado. Tuvo mucho interés en conocerme y conquistarme. Se tomó muchas molestias para que nos hiciéramos novios enseguida. Demasiada precipitación. Al menos desde mi punto de vista. Ya entonces me parecía insólito y no sabía por qué. Pero se mostró tan encantador que tuve que darle una oportunidad.

Nos conocimos en un viaje a Italia organizado por una conocida agencia durante unas vacaciones. Íbamos unas cincuenta personas: dos o tres parejas jóvenes, varios matrimonios no tan jóvenes, un grupito de ancianas que me recordaban al Club Cotilla, pero mucho más discretas, y más aburridas, y algunos solitarios como yo. Y como Conrado, que también viajaba solo, aunque en el avión no reparé en él. Cuando llegamos a Nápoles, después de instalarme en la habitación del hotel, me fui a dar un paseo para conocer la ciudad. Iba sola y quería disfrutar del entorno sin interferencias. Estuve un rato paseando, mirando escaparates, y paré en un tenderete para comprar un pañuelo precioso que me llamó la atención. Estaba intentando entenderme con el vendedor, porque yo no hablaba italiano, cuando apareció a mi lado un chico guapísimo. Me sonaba de algo, pero en aquel momento no supe de qué. Hablaba italiano perfectamente, estuvo hablando un rato con el vendedor, regateando, parecía, y por último, compró el pañuelo para mí. Naturalmente me sentí muy halagada y estuvimos paseando juntos. Descubrí que era español y que pertenecíamos al mismo grupo de turistas. Me alegré mucho.

Fuimos a una heladería para probar los famosos helados italianos de los que siempre había oído hablar, y me contó que trabajaba para una empresa puntera en tecnología de la alimentación en Madrid. Me agradó saber que podríamos vernos alguna vez, ya que en aquel momento yo también vivía y trabajaba en la capital, pero él pensaba ir mucho más rápido. Después entendí por qué, tenía que poner en marcha sus planes.

A partir de aquel día, me acompañaba a todas partes. Era entretenido, amable, simpático y culto. Todo esto, añadido a su atractivo y a su elegancia, me nublaron el buen juicio del que yo siempre me enorgullecía. Disfrutamos de la cultura, de la gastronomía, del clima ... creí sinceramente que me había enamorado de él. Naturalmente, estaba todo preparado. ¡Tonta de mí! ¡Y no me di cuenta de nada!

Mientras visitábamos Nápoles, Roma, Florencia, y por último Venecia, se me hizo totalmente imprescindible. Por su encanto y por hablar italiano. Sin embargo, algo me avisaba de que no todo era tal y como parecía, aunque no supe identificarlo. Por eso, entre otras cosas, quería pasar más tiempo con él. Para estar segura de que éramos compatibles. Pero él no se dejaba conocer y, después de todo lo que había ocurrido, entendí por qué nuestra relación había empezado tan rápido. Claro, porque Conrado tenía prisa.

Pero la situación actual podía ser peor de lo que yo imaginaba. En la investigación que se siguió por el asesinato de don Estanislao, tal vez la policía había pasado por alto las verdaderas intenciones de Conrado. Puede que fuera él quién estuviera detrás de todo, que fuera el verdadero culpable. En ese momento Virginia ya estaba estabilizada, pero hubiera muerto si yo no la hubiera encontrado tan pronto.

Puede que Conrado no sólo envenenara a Estanislao sino también a Virginia. Si había sido él, entonces también había utilizado a Virginia. Y mientras algunos de nosotros pensábamos que la asesina era Virginia, él estaba tan tranquilo escondido en algún sitio. Tenía que contar todo eso a la policía, concretamente, debía contárselo a Edu. Pero me daba tanta vergüenza contar lo tonta que yo podía llegar a ser, que decidí esperar un poco.

Por otro lado, no podía esperar mucho, porque si Conrado se había arriesgado tanto como para aparecer por el hotel, llegar a la habitación de Virginia y envenenarla, tenía que estar desesperado. Él no era tan tonto como para correr tantos riesgos. O tal vez, partiendo de esa premisa, de que Conrado no era tonto, podría ser que él no hubiera intentado asesinar a Virginia, sino que ella misma hubiera tomado los barbitúricos por remordimientos, aunque eso no parecía probable. Todo era muy complicado.

* * *

Por la tarde, mientras estaba en mi despacho del hotel haciendo el papeleo de la semana, vi pasar a Iván por delante de la puerta. Parecía triste. Iba mirando el suelo y arrastraba un poco los pies. La alegría del día de pesca le había durado muy poco. Y encima ya sabía que Virginia estaba muy grave en el hospital. Tenía que hablar con el personal para ver qué se podía hacer por él, pero ante todo debía intentar que se aminara un poco. Salí rápidamente para alcanzarlo.

–¡Eh, Iván! ¿Qué tal va todo? –le dije cogiéndolo del brazo.

–Bien, Susana –me contestó apartándose un poco.

–¿Cómo fue la pesca? –insistí.

–Bien.

–¿Cogisteis algún pez? –yo no me rendía fácilmente.

–Sí, yo cogí seis mabras y tu abuelo cogió cinco –levantó la cabeza y casi sonrió–. Le gané.

–Pues no las sirvieron todas en el restaurante.

–No, algunas nos las comimos nosotros al día siguiente. Estaban requetebuenas.

Parecía más animado cuando se acordaba del día de pesca. Deberían repetirlo, al abuelo le encantaba pescar en compañía.

Se alejó un poco más contento. Di por hecho que estaba tan alicaído debido a la salud de Virginia, aunque también podía ser porque pronto se le terminaba el contrato. Nati, la ayudante de cocina, volvería al trabajo en unos días. O podría ser por ambos motivos. Pobre chico.

Pero tenía muchas otras cosas en las que pensar. Tenía que hablar con el personal del hotel, el del balneario y el de los dos restaurantes. El tiempo pasaba, los gastos aumentaban y no volvían los clientes. Si había que vender, tenían que estar preparados.

Primero fui a hablar con los camareros y con el personal de la cocina. Había poco trabajo, así que nos sentamos en una mesa de la terraza para charlar. Quería oír sus propuestas para aumentar la clientela. Y también quería comentarles que, si nos veíamos obligados a vender, negociaría con los compradores para que sus puestos de trabajo se mantuvieran. Eran muy competentes y trabajadores y se merecían seguridad.

Lisa y Antoine dijeron que si se vendía el Playamar, ellos no querían quedarse. Lisa por lealtad hacia mí y hacia mi abuelo; y Antoine no sabía muy bien por qué, pero me daba un poco igual.

También hablamos de Iván. A todos les preocupaba.

–A mí me ayuda con los manteles de las mesas, aunque no sea su trabajo –me contó un camarero joven.

–Pues a mí me ayuda doblando las servilletas. Tiene mucha gracia para doblarlas de formas bonitas –me dijo Maite.

Curiosamente, esta chica se había convertido en una de las mejores trabajadoras del restaurante. A veces las apariencias engañan, me dije. Parecía un poco “cabeza de chorlito” cuando la conocí, pero se había convertido en una profesional seria y cumplidora. Siempre estaba muy por encima del resto del personal, por su aspecto y por sus maneras. Lo único que me preocupaba era que, a veces, parecía ausente, y su comportamiento, en general, era un poco raro.

–Lo que no se le da bien a Iván –continuó uno de los cocineros medio en broma, medio en serio–, es cargar los platos y vasos en los friegaplatos. Casi siempre rompe algo. Pero prepara muy bien las ensaladas.

Antes de la bajada tan drástica de clientes, habían pensado en pedir al abuelo que lo contratara fijo, además de Nati. Pero ahora no podría ser. No había presupuesto. Sabían que no se podía contratar a nadie más.

Cuando todos se fueron a sus quehaceres, Lisa se quedó un rato hablando conmigo. Tenía algo que proponerme. Algo que me pareció más bien descabellado al principio, pero que me gustaba más a medida que me lo planteaba: en el caso de que tuviéramos que vender, podíamos irnos las dos a correr aventuras. Con nuestra preparación y con las fantásticas referencias que nos daría el abuelo, tendríamos un currículo inmejorable. Pediríamos trabajo en los mejores restaurantes del mundo hasta que nos contrataran. Además de conocer otros lugares, podíamos ganar dinero y experiencia. Me alegré de poder contar con ella.

El abuelo vino a charlar un rato con nosotras. Había estado pensando que tal vez tuviéramos que vender, y en ese caso le gustaría que siguiéramos trabajando juntas.

–Un amigo mio tiene un hotel en la playa de Almería y necesita personal –nos explicó–. Tal vez no os ofrezca los mismos puestos que tenéis aquí, pero seguro que os propone algo bueno.

¡Y yo pensando que el abuelo no se había dado cuenta del peligro que suponía la falta de clientes! El ya lo tenía todo organizado, había hablado con posibles compradores y tenía varias ofertas bastante sustanciosas sobre la mesa. Una de ellas le incluía como socio del complejo.

* * *

El Club Cotilla se enteró de lo que le había ocurrido a Virginia, y se presentaron inmediatamente en mi casa sin darme opción a cerrarles la puerta. Según ellas, habían venido a consolarme pero, naturalmente, no habían venido sólo a eso, también habían venido a enterarse de todo.

Esta vez se habían vestido todas de rojo y negro. Bien los zapatos, o los cinturones o los pañuelos, los detalles en rojo sobre negro aportaban estilo a las ancianas. Cada día iban más conjuntadas. Se me ocurrió pensar que tal vez ponían la lavadora las cuatro a la vez y así no mezclaban colores. Era una posibilidad interesante y ellas tenían mucho sentido práctico. También tenían sentido estético, porque las cuatro juntas por la calle llamaban la atención. Poseían una elegancia algo decadente, pero muy llamativa. Y a ellas les gustaba llamar la atención.

–Susana, cariño, te hacemos la cena y un ratito de compañía y nos vamos –dijo la tía Caro.

–Hemos traído cervecitas frías y canapés. Te prepararemos una ensaladita, y listo –Elenita estaba poniendo un mantel en la mesa del comedor, como si estuviera en su propia casa.

En ese momento llamó Edu a la puerta.

–¡Huy, Edu! ¡Qué bien! Ahora que Susana tiene compañía, nosotras podemos irnos –dijo la tía Cris.

–¿Habéis descubierto algo, Edu? ¿Se ha intentado suicidar Virginia? –preguntó Sole, acercándose rápidamente.

–¿O es que han intentado matarla? ¿Es eso lo que ha pasado? –preguntó Elenita, ofreciéndole una cervecita fría a Edu.

No llevaban intención de irse hasta que se enteraran de todo, y él no podía contárselo, así que yo les conté lo que le había ocurrido a Virginia para intentar que se olvidaran de Edu. Y cuando acabé de contarles todo, tratamiento médico incluido, empecé a hablar de la playa y del clima para seguir entreteniéndolas. Pero no se dejaron distraer, eran como un perro con su hueso: no lo soltaban.

–¿Y qué piensa Héctor? –Elenita seguía a lo suyo. Sabía de sobra que el inspector se llamaba Sergio.

–Elenita –intervine yo –, Edu no puede decirnos nada. La policía debe investigar en secreto y nosotras no podemos preguntar, porque estamos poniendo a Edu en un compromiso.

–¡Qué mona, ella! ¡Mírala como lo defiende! –dijo Sole, cogiendo una cerveza para ella.

¡Uff! ¡Qué vergüenza! A veces las estrangularía.

–Chicas, creo que esta vez funcionará –dijo la tía Cris guiñando un ojo. No se cortaba por nada. Menos mal que era la tía de Edu y no la mía.

Pero Edu estaba aún peor. Empezó a retirarse hacia la puerta y parecía estar huyendo. Pero ellas se dieron cuenta de que Edu se marcharía si ellas continuaban allí, porque se despidieron rápidamente y se fueron. Dijeron que querían ir a ver una película de alienígenas que proyectaban en el cine. Eran peligrosísimas pero, desde que había empezado todo este asunto habían rejuvenecido diez años cada una. Les sentaba fenomenal eso de investigar por su cuenta.

Cuando se fueron, Edu dijo que seguro que habían querido dejarnos solos. A mí no me importó, desde luego. Y a él tampoco pareció importarle. Estábamos cómodos y bien alimentados con todo lo que nos habían preparado. Estuvimos viendo la tele y no hablamos del caso, ni de Virginia ni de Conrado ni de nada. Yo aún no tenía ánimos para contarle que creía que Conrado era el que había matado a Estanislao, ni que pensaba que también había intentado matar a Virginia. Ya se lo contaría en otro momento.

El, por su parte, me contó que uno de los sobrinos de Estanislao, Carlos, tenía graves problemas económicos. Entonces entendí por qué estaban tan serios él y Maite el día en que los vi sentados en una mesa y preocupados. Y por qué trabajaba ella en el restaurante. Siempre me había sorprendido que una chica que parecía una “celebrity” estuviera trabajando de camarera. En un restaurante de lujo y con un buen sueldo, desde luego, pero claramente ella podía aspirar a algo más.





Capítulo 10


Por supuesto que Edu me atraía, pero no quería reconocer, ni siquiera ante mí misma, que también me gustaba encontrarme con el corredor habitual de las mañanas. ¿Qué me pasaba? Salir a correr temprano se estaba convirtiendo en una obsesión para mí, y me encantaba coincidir con el otro deportista que, además, parecía estar buenísimo. Eso no era normal y me preocupaba.

Ese día no vi al corredor por ningún lado, y eso que di varias vueltas al paseo por si acaso. Fue una lástima, porque hacía un día soleado y, si lo hubiera visto de cerca, hubiera podido verle la cara. En fin, puede que después de todo resultara feísimo, pero a mí no me lo había parecido, no.

Corriendo me concentraba mejor, podía pensar en mis cosas y, a veces, encontraba la solución a mis problemas. Mi problema principal en aquel momento eran Conrado y Virginia. Había una huella en la habitación que compartían ella y Estanislao, que la policía no había podido identificar. La relacioné con Conrado. Podía ser suya, lo difícil sería probarlo porque Conrado había desaparecido.

Pero recordé que Conrado tenía la costumbre de tocar el pájaro verde. Era una figurita de cristal de Murano que habíamos comprado en Venecia durante el viaje en el que Conrado y yo nos conocimos. La tenía colocada sobre la mesita del teléfono en el salón de mi casa. Mi asistenta había estado enferma durante el último mes y no había podido trabajar, así que, exceptuando la empresa que desinfectó mi habitación, nadie había venido a limpiar. Yo había intentado mantener la casa más o menos ordenada, pero con todo lo que había ocurrido no había profundizado demasiado en la limpieza, así que seguramente las huellas de Conrado seguirían en la figurita. Si la llevaba a la comisaría podrían comparar huellas de Conrado con la huella desconocida de la habitación de la víctima.

Justo en ese momento vi a Edu a unos pocos metros. Iba vestido de calle, no de trabajo. Con su estilo deportivo habitual, vaqueros, camiseta y náuticos, estaba guapísimo. Yo iba corriendo con mallas y zapatillas y me sentí en inferioridad de condiciones: él estaba muy atractivo, y yo toda sudada.

Cuando me crucé con él, me paré para saludarlo, y de paso para hablarle de la huella. Pero a veces la mente te juega malas pasadas.

–¿Corres conmigo? –le pregunté de sopetón.

¿Qué estás haciendo? ¿Te has vuelto loca de verdad?

–Así te comentaré algunas cosas en las que he estado pensando –continué como pude–. Sobre huellas y todo eso.

–No llevo el calzado adecuado –me contestó–. Mis zapatos son cómodos, pero no son zapatillas.

–¿Tienes miedo de que te gane una chica?

–¿Miedo? ¿Quieres jugar según tus reglas? –Me miró intensamente–. Luego jugaremos según las mías.

Se me alteró el pulso. Tenía que disimular.

–¿Pero quieres correr? ¿O eres un gallina?

–Nadie, me llama, gallina –dijo como Martin en “Regreso al Futuro”.

Y empezamos a correr. Le conté todas mis sospechas sobre Conrado. Le dije también que tal vez pudiéramos comparar la huella no identificada de la habitación de Estanis, con las de Conrado, aunque él estuviera desaparecido. Y entonces le expliqué lo del pájaro verde.

–¿Crees que tuvo ocasión de envenenar a Estanislao? –me preguntó algo jadeante–. Porque hemos de considerar todas las opciones.

–¡Claro que sí! –dije convencida.

Y le expliqué que durante la discusión de don Estanislao con Pedro Martínez, el empresario rival, me acerqué a hablar con ellos para que bajaran el tono de voz, y Conrado también acudió a mi lado, como para apoyarme. Pero estuvo hablando con don Estanislao un buen rato, tranquilizándolo, me explicó después. Pero durante ese rato, pudo ponerle los barbitúricos en la cerveza. Yo estaba completamente convencida de su culpabilidad.

Recordé además que, cuando estábamos cenando aquella noche, con las velas y las flores que tanta ilusión me hacían, Conrado salió un rato. Según él, para hablar con su secretaria y organizar el viaje de negocios que tenía previsto. Pero pudo ir a la habitación de Virginia y Estanislao a buscar el testamento. Y puede que al final lo encontrara.

–Si hubiera salido todo bien –continué–, el testamento habría aparecido a los pocos días, y Virginia hubiera reclamado su herencia.

–Y Conrado te habría dejado y seguramente se habría casado con ella.

Seguro que me hubiera dejado, pero antes me habría sacado algún dinero, tal como me había contado el Club Cotilla. Continué diciéndole que Conrado habría huido para no ser condenado a 30 años por lo menos.

–Estoy segura de que es culpable –dije convencida–, y de que fue él quien puso los barbitúricos en la cerveza. Y la comparación de las huellas lo demostrará –añadí.

Ya me faltaba el resuello. Correr con Edu podía ser muy duro, ya que incluso con zapatos y vaqueros iba demasiado rápido para mí. Pero yo no estaba dispuesta a quejarme, si alguien paraba, sería él.

–Una pausa, por favor. Estos zapatos me impiden correr bien y no me dejan concentrarme –dijo Edu. Paró, y se puso a hacer estiramientos.

Menos mal. No podía más.

–Pues no sé qué hubieras hecho con zapatillas. Casi desfallezco intentando ir a tu ritmo –me puse a estirar los músculos a su lado.

No parecía cansado, pero sí que estaba incómodo por algo. No sabía por qué, y era curioso, porque siempre había habido confianza entre nosotros, incluso durante la época de las barbies.

Como yo seguía preocupada por el Playamar, Edu, intentando animarme, me dijo que la falta de clientes en el restaurante sería algo pasajero y que en poco tiempo la gente se olvidaría del crimen y volvería. También me dijo que tal vez Conrado no fuera el culpable, que a veces el culpable no era el que más lo parecía.

Iba a contestarle, cuando Sir Lucas se acercó a saludarnos. Estuvo ladrando alegremente y corriendo a nuestro alrededor. Edu le lanzó un palito que encontró en el cerco de una palmera, y Sir Lucas casi se volvió loco de felicidad. Hizo dos o tres cabriolas y se lanzó en persecución del palo. Lo dejó a los pies de Edu con tal mirada de adoración, que éste tuvo que lanzárselo de nuevo. Enseguida llegó el Club Cotilla, y nos dijeron que se iban a la playa. Las cuatro llevaban bañadores estampados, camisolas, pamelas, gafas de sol, sombrilla...

–¿Qué hacéis, chicos? –preguntó Sole con cara de ingenua.

–¿Has estado corriendo, Edu? –preguntó su tía–. Ve a darte una ducha y cámbiate. No puedes ir por ahí con esa facha.

¡Qué simpática! Le reñía como si fuera pequeño. El abuelo a veces me reñía a mí de la misma forma.

–Nosotras nos vamos a la playa, ¿queréis venir? –dijo Elenita, bajándose un poco las gafas de sol.

–No –dije–, tengo trabajo. Tengo el tiempo justo de ducharme y acudir volando al hotel. Me están esperando.

–Yo tampoco puedo –dijo Edu. Y no pudo continuar hablando,

–¡Sir Lucas! ¡Ven aquí! ¿No ves que ese perro es cuatro veces más grande que tú? –la tía Caro se dio cuenta de que Sir Lucas estaba ladrando a un enorme pastor alemán, que no parecía nada contento.

Se produjo un pequeño altercado porque Sir Lucas no veía ningún peligro en ladrarle a un perro grande. Tuvieron que ponerle la correa y apartarlo del otro, que había empezado a ladrar con irritación.

–Tenemos que ponernos al día, Susana –dijo Elenita animadamente–. Nosotras estamos muy aburridas porque nadie nos cuenta nada.

–Edu –recalcó Sole con retintín–, no nos cuenta nada –y le dirigió una mirada acusadora.

–Ya ni siquiera podemos ir a la comisaría –se quejó la tía Caro, enfurruñada–. Héctor no nos deja aparecer por allí.

–Caro, sabes que se llama Sergio –dijo Edu con paciencia.

–Da lo mismo. No nos deja ir. Deberías decirle que nos portaremos bien y que os ayudaremos –dijo la tía Cris.

–Tía, eso no es serio. No podéis presentaros en comisaría como si fuera vuestra casa. Allí estamos trabajando.

–Si Susana no nos cuenta lo que pasa, no sé lo que será de nosotras –Elenita suspiró y se llevó una mano al corazón.

–Podemos cocinar algo e ir a verla después –propuso Sole, cuchicheando, mientras se dirigían hacia la playa.

–¡Sir Lucas! ¡No! ¡No puedes hacer eso ahí! ¡Espera a llegar al pipi can! –Elenita corrió hacia el perrito.

Sir Lucas la miró con candor. Hubiera jurado que él sabía perfectamente que no debía hacer sus cositas en el paseo. Y ellas tuvieron que sacar la bolsa que siempre llevaban para ese tipo de situaciones.

Las miré sonriendo mientras se alejaban. Sir Lucas iba delante trotando alegremente. Les adelantó un chico patinando y el perrito se puso a ladrarle con ferocidad. Tuvieron que sujetarlo. Podía ser un chucho malcriado cuando quería, pero era simpatiquísimo y yo estaba más animada.

Edu me dijo que ese día tenía que trabajar hasta muy tarde y que me vería al día siguiente. Mejor. Tenía mucho en lo qué pensar.

* * *

En el restaurante había poco trabajo. Igual que en los últimos días. Así que después de comer me metí en mi despacho para analizar la posibilidad de que Conrado pudiera ser el asesino.

¿Dónde estaba Conrado? y ¿por qué había desaparecido? Estaba segura de que la solución a todos los problemas estaba en la respuesta a esas dos preguntas. Le estaba dando vueltas a todo esto en la cabeza, cuando recordé la casa de la montaña. Así la llamaba Conrado. Era una especie de masía que estaba alejada de la civilización y a unas tres horas de El Azahar. Era propiedad de los padres de Conrado, que vivían en Madrid pero estaban jubilados y pasaban en el campo los meses de calor, desde marzo hasta noviembre. Allí tenían un huerto de temporada y algunos animales que les cuidaba un vecino durante los meses fríos.

Un día, durante la época en que se esforzaba por ser encantador, me llevó a aquella casa para presentarme a sus padres. Sabiendo ahora que su interés por mí era fingido, probablemente me llevó para que vieran que salía con una chica normal y no con una fresca. Me cayeron bien, ellos eran gente convencional que no jugaban a elegantes y snobs como su hijo. Les gustaba la comida sana y la vida apacible, y no creía que estuvieran implicados en el crimen, pero podían saber algo de su hijo. Puede que Conrado les hubiera dado alguna información que delatara dónde estaba escondido.

Pero el padre de Conrado estaba delicado del corazón. Había tenido un pequeño infarto el año anterior, y debía llevar una vida relajada y sin sobresaltos. No era conveniente que apareciera la policía por su casa haciendo preguntas sobre su único hijo. Podían llevarse ambos un buen susto, pero en el caso del padre, podía resultar fatal.

Si yo le explicara a la policía su estado de salud, los agentes podrían ir de paisano y hacer las preguntas con mucho tacto. Pero me pareció más sencillo encargarme yo misma del asunto. No diría nada a nadie, ni siquiera a Edu. No estaba segura de que pudiera entenderlo.

En el caso de que consiguiera averiguar algo, lo llamaría enseguida para que la policía lo detuviera allá donde estuviera escondido. Pero si los padres de Conrado no sabían nada, entonces les evitaría el susto, que bastante tenían con tener un hijo así. También podrían mentirme, pero yo no lo creía, parecían buenas personas.

¡Ojalá que pueda ayudar a atrapar a Conrado y que se pudra en la cárcel!

Conrado ya no me importaba nada, pero me había tomado el pelo de tal forma, que me hacía falta desquitarme un poco.

Acababa de tomar esa decisión, cuando apareció la tía Caro que estaba preocupada por mí. La tranquilicé, y se quedó tan convencida de que yo estaba bien, que al poco rato volvió con el Club Cotilla, muy bronceadas todas ellas. Querían indagar.

–Niña, tu no compartes información –me echó en cara la tía Cris.

–Edu no tiene derecho a prohibirte nada –Elenita intentó picarme para que hablara– tú eres libre de hacer y decir lo que quieras.

–Nosotras te contamos todo y tú no nos cuentas nada. No es justo –dijo Sole.

La tía Caro no dijo nada. Creo que seguía un poco intranquila por mí. Pero las otras intentaron hacerme hablar.

–Ni siquiera sabemos si Edu y tú sois novios –insistió Elenita.

–Pero deberías serlo. Si no sois duros de mollera, esta vez acabaréis casados –dijo la tía Cris.

–Estáis hechos el uno para el otro –me explicó Sole, como si yo fuera una niña pequeña y además, tonta.

–Eso es cierto –afirmó la tía Cris–. Con Edu estarías mucho mejor que con el dandi aquel.

–¡Ja! ¡Menudo dandi! Liado con aquella mientras salía contigo de mentiras. Únicamente para disimular –dijo Sole con desagrado.

–Aunque ahora esté en el hospital, igual no estuvo bien–, la tía Caro aún estaba enfadada con ellos.

Les pedí que me dejaran trabajar y las acompañé hasta la puerta. Podían ser agotadoras y necesitaba organizarme. No podía dejar que me sonsacaran nada, y además seguro que no me entenderían.

Más tarde, me reuní con Antoine y con Lisa para dejar planeadas las comidas y las cenas de los menús degustación del día siguiente. Lisa estuvo muy sensata y muy prudente. No sé lo que sospecharía, pero no me preguntó nada. Se lo agradecí. Ya se lo contaría cuando todo hubiera acabado.

Tampoco le dije nada al abuelo. Se hubiera venido conmigo y yo prefería ir sola.

Mientras terminaba de preparar las ofertas del día siguiente, estuve buscando información en internet. El ordenador de mi despacho estaba conectado a la red wifi del Playamar, que era muy rápida. Y ganaba tiempo buscando desde allí. Quería averiguar cómo llegar hasta la casa de la montaña. Me bajé los mapas de las rutas y los imprimí. Durante el viaje los compararía con la ruta que me diera el G.P.S.

Maite me trajo un café y me dijo que le gustaría hablar conmigo un día en el que yo tuviera tiempo.

–Por supuesto –le dije–. Ahora estoy muy ocupada y mañana no estaré. ¿Te parece bien que quedemos pasado mañana a la hora del desayuno?

–Perfecto –me contestó con seriedad–. Hasta pasado mañana entonces. Mientras salía del despacho pensé que Maite era demasiado elegante para el puesto de trabajo que ocupaba.

* * *

Al día siguiente madrugué para ponerme en camino antes de que se levantara nadie de la vecindad. Desayuné rápidamente en mi cocina porque no tenía tiempo de ir al hotel y porque quería evitar que me viera alguien y me preguntara adónde iba.

Pero al sacar el coche del garaje, vi al Club Cotilla en la calle. ¡Qué mala suerte! Habían madrugado y estaban paseando a Sir Lucas. Me habían visto, así que tuve que parar, pero ya había tenido tiempo de buscar una excusa convincente.

–¿Dónde vas a estas horas? –dijo mi tía–. No son ni las siete de la mañana.

–Voy a Carmona, al mercado central. Antoine necesita algunas especias frescas y las compraré allí.

Sabían que estaba mintiendo, pero no me dijeron nada. Sólo se miraron unas a otras de tal forma, que pensé que tenían comunicación telepática. Y no era la primera vez que lo hacían.

Sir Lucas levantó sospechosamente la patita de atrás cerca de mi rueda delantera.

–¡No! ¡Sir Lucas, ahí no se hace pipí! –Elenita estiró de la correa para apartarlo de mi coche.

Se quedaron las cuatro mirándome, como esperando alguna otra explicación más verosímil, pero yo no la podía dar. Las saludé con la mano para decirles adiós y me fui. Sabía que le irían con el cuento a Edu, pero era imposible que supieran hacia donde me dirigía. Así que no me preocupé, era libre para localizar a los padres de Conrado y preguntarles dónde podría estar él. Si conseguía que lo atraparan, dejaría de sentirme como una idiota, y podría reanudar mi vida.





Capítulo 11


Durante las tres horas que duró el viaje, terminé de convencerme. Habíamos estado equivocados respecto a Virginia. Conrado era el culpable y el cerebro de todo el plan.

Llevaba una hora de viaje cuando sonó mi móvil y tuve que parar en el arcén para ver quién llamaba. Era Edu. No contesté, no podía explicarle lo que estaba a punto de hacer. Después de esa primera llamada llegaron otras, pero ya no miré siquiera el teléfono. Seguí conduciendo y pensando.

Me equivoqué alguna que otra vez en los desvíos, pero conseguí llegar sin demasiados problemas. La casa de la montaña no parecía habitada, pero el Mercedes de Conrado estaba aparcado en la puerta. ¡Conrado estaba allí! Y parecía que no hubiera nadie más. Aparqué justo detrás y vi que su coche tenía el maletero abierto. Conrado se iba. ¿A dónde? ¿Estaba huyendo otra vez?

Salió cargado con dos maletas y pareció sorprendido de verme. Mientras terminaba de cargar el coche, le culpé de haber asesinado a Estanislao.

Él me juró que no tenía nada que ver con el asesinato.

–¿Y Virginia? –le acusé–. ¿Tampoco has intentado matarla a ella, para que no te delate?

Palideció.

–¿Alguien ha intentado matar a Virginia? ¿Cómo está?

Estaba preocupado de verdad. Lo tranquilicé en ese aspecto. A mí me había tomado el pelo, pero seguramente a Virginia la quería.

–Sigue grave, pero los médicos creen que se recuperará. Sin secuelas.

Pareció más tranquilo, pero yo tenía más cosas que decirle.

–Y yo, ¿qué te crees que soy? ¿Una tonta? ¿Una ingenua y una incauta? ¿Cómo pudiste ser capaz de tratarme así? ¡Cerdo insensible!

Mientras se metía en el coche, sonrió con su sonrisa de medio lado y me dijo:

–También me gustabas un poco.

Y volvió a insistir en que no tuvo nada que ver con ninguna muerte.

–Entonces, ¿por qué huyes?

–He tenido muchos gastos últimamente –sonrió con cierta tristeza–. Así que tomé algún dinero prestado de la empresa. Bueno, bastante dinero prestado.

Me lo contó todo. Dijo que merecía una explicación. Él llevaba intención de dimitir de su cargo en la empresa y trabajar para Estanislao. Seguramente sus jefes no se darían cuenta de que había cogido dinero, y si lo hacían ya no podrían demostrar que había sido él. Sonrió con descaro y me dijo que pretendía sacármelo a mí y reponerlo, pero que no tuvo tiempo porque lo descubrieron demasiado pronto. Me hubiera pedido que vendiera algunas acciones, aunque me aseguró que no me hubiera arruinado, solamente me habría esquilmado un poco. Pero tuvo que huir porque estando en el hostal de El Azahar recibió un aviso de un cómplice indicándole que lo habían descubierto y que tenía que escapar o lo meterían en la cárcel. Había pasado unos días en la casa, pero sus padres volverían pronto y no podían enterarse de sus andanzas. Tenía que largarse ya. Me lanzó un beso al aire y se fue.

Mientras él escapaba, me senté en los escalones de la puerta y me puse a llorar. Había pasado tanta tensión, pensando que por fin íbamos a averiguar algo, que ya no pude soportarlo más.

No sabía cuánto tiempo llevaba allí, cuando el sonido del motor de un coche me indicó que alguien se acercaba. Pensé que era Conrado que volvía, que habría olvidado algo, y me preparé para irme. No quería verlo otra vez. Pero no era su coche, era el de la policía. Llegaba Edu con dos agentes. Los agentes bajaron rápidamente del vehículo, sacaron su arma y rodearon la casa.

–No está –les expliqué–. Ha huido.

Edu bajó también dando un portazo, y con cara de pocos amigos.

–¿Te has vuelto loca? –me soltó.

No parecía sorprendido de encontrarme allí.

–¿Qué haces aquí? –quise saber yo.

–Arreglar tus enredos –parecía cada vez más enfadado–. ¿Te das cuenta de que has venido sola a enfrentarte a un posible asesino? ¿Se puede ser más imprudente y atolondrada?

–He venido a hablar con los padres de Conrado –dije enfadada–, no con él. Y además, a ti ¿qué te importa?

Pero como parecía preocupado, intenté explicarle mis motivos. Sin embargo Edu no estaba nada receptivo y estuvo echándome la bronca durante un buen rato. Mientras tanto, los agentes miraban por los alrededores buscando pistas, o haciendo como que las buscaban y dejándonos intimidad.

Cuando me pareció que se había desahogado lo bastante, le pregunté:

–¿Cómo sabías que estaba aquí?

Me lo explicó. Un poco a regañadientes, pero me lo contó todo. El Club Cotilla había ido a verle y le había sugerido que viniera.

Por supuesto. Ellas tenían que ser. Al verme salir por la mañana y no decirles a donde iba, habían sospechado algo raro. No era normal que yo saliera de casa tan temprano. Sabían que el día anterior había estado toda la tarde en el despacho, así que fueron allí y encendieron la pantalla del ordenador. Yo había salido con tanta prisa que no había apagado el portátil, y me dejé abierto el navegador con el mapa de la ruta. Así que había sido fácil deducir hacia dónde me dirigía. Lo difícil fue relacionar la ruta trazada con Conrado. Pero ellas eran astutas como ardillas: descartaron a todos los demás sospechosos, igual que yo, y concluyeron que el asesino era Conrado. Pensaron que había ido a buscarlo porque era el único sospechoso posible y para resolver el crimen de una vez. No sabían nada de los padres de Conrado y pensaron que era él quién estaba allí.

Acertaron. De casualidad, pero allí estaba él. Y si era el culpable, entonces podía ser peligroso. Se preocuparon inmediatamente, porque si había envenenado a Estanislao y había intentado matar a Virginia, yo podía estar en peligro. ¡Y me había ido sola! Así que fueron a avisar a Edu y se lo esplicaron todo. Él también creía que Conrado era el asesino, de modo que, en cuanto el Club Cotilla le dijo cuáles eran mis intenciones, vino corriendo a buscarme. Por eso estaba tan enfadado. Se había preocupado de lo que pudiera ocurrirme.

Le expliqué que no pensaba que Conrado estuviera allí, sino que estarían sus padres. Pero que me lo había encontrado justo cuando se iba y que, después de hablar con él, pensaba que tal vez no fuera el asesino. Que me había asegurado que no tenía nada que ver ni con el crimen ni con el intento de asesinato de Virginia. Y que parecía sincero. Le expliqué también todo lo que me había contado sobre la sustracción de dinero a su empresa y que se había visto obligado a huir. Yo ya no tenía ni idea de quién podía ser el asesino.

Cuando Edu se enteró de que había hablado con Conrado porque estaba en la casa cuando llegué, volvió a enfadarse. Había venido a rescatarme, pero no estaba nada contento. Me echaba la culpa de algo. No sabía de qué, pero de algo. Y no creía que fuera sólo por mi imprudencia, que no era tal, porque yo ignoraba que Conrado estaba allí. Así que también estaba empezando a enfadarme. ¿Quién se creía que era?

–¿Es que estás celoso? –dije intentando distraerlo. Si lo picaba un poco, tal vez dejaría de reñirme.

Estuvo refunfuñando un buen rato. No paraba de protestar y sugerir que decía tonterías. Pero sí que parecía celoso y yo fui la primera sorprendida.

–Podrías dejar que me centre en el caso. ¡Y has venido sola a ver a tu ex! ¿Lo echas de menos, acaso?

No podía imaginar que Edu estuviera interesado en mí realmente. Y parecía que sí. En los últimos días, se había establecido una dinámica distinta entre nosotros, pero no me imaginaba ni en sueños que él tuviera verdadero interés hacia mí.

Le aclaré que en absoluto echaba de menos a Conrado. Que incluso cuando lo pillé con Virginia, me había sentido liberada. Un poco ofendida también, desde luego, pero sobre todo libre y segura de que no me convenía.

Cómo él seguía enfurruñado, intenté fustigarlo un poco y ponerle más celoso, o tal vez espantarlo del todo. Le hablé del chico macizo que corría por las mañanas.

–Desde luego, ese no ha de parar porque le duelen los zapatos –le aclaré con tonillo de chanza.

–¿Tienes algo con ese corredor? –me dijo con un tono de voz extraño.

–Desde luego que no.

–A lo mejor es gay –me dijo ya más risueño.

–Seguro que no lo es. Se le ve muy masculino cuando corre. Sería una pena que fuera gay.

–El último día te sacó una buena ventaja ¿eh? –Edu seguía sonriendo–. Si no comieras tantos dulces, te pesaría menos el culo y podrías alcanzarlo.

–Oye ... –empecé a decir muy ofendida.

–Ja, ja, no te ofendas, era broma –me aclaró, ya más tranquilo–. Además me encanta tu culo.

Lo miré sorprendida, pero él continuó:

–Espero que la próxima vez puedas acelerar y pasarme. Así podré mirarte ese fantástico trasero mientras corres –dijo sin mirarme.

¿Era posible? Me quedé algo desorientada. Nunca me lo hubiera imaginado. Y estaba encantada también. ¡Los dos chicos que me gustaban eran el mismo!

Me contó el corte que le hicimos pasar cuando Lisa le piropeó. Creyó que nos habíamos dado cuenta de que era él y que queríamos avergonzarlo.

–Después no podía mirarte a la cara –me explicó.

¡Que mono!

Debía ser cuando arreglaba folios y no me miraba. De repente se acercó y me besó.

–Hablaremos cuando todo esto acabe –me dijo mirándome intensamente–. Y no vuelvas a darme otro susto de estos.

Me quedé atónita y maravillada.

Pero volvieron los agentes y le dijeron a Edu que no habían encontrado nada. Estuvieron hablando los tres y comprobé que no estaban de acuerdo conmigo respecto a Conrado. Yo empezaba a dudar de que fuera el asesino, pero estaba hecha un lío y ellos estaban seguros de que sí que lo era. No les parecía suficiente motivo que Conrado hubiera huido por el asunto de las deudas. No sabía qué pensar. Por un momento me había convencido de su inocencia, pero recordando cómo me había engañado al fingirse mi novio, empecé a dudar de mis convicciones. Al fin y al cabo ellos eran los profesionales.

Llamaron a la comisaría para informar al inspector.

–¿Sabes dónde ha podido escapar esta vez? –me preguntó uno de los agentes.

No lo sabía. Pero describí su coche, un Mercedes azul marino, y aunque no sabía el modelo, les apunté el número de su matrícula. Ellos avisaron a las patrullas de la zona, pero no hubo suerte. Al cabo de una hora, encontraron su coche vacío, pero ni rastro del dueño. Había conseguido escapar.

Los agentes se fueron en el coche de la policía y Edu se quedó conmigo. Estuvimos hablando de las posibilidades que teníamos de resolver el crimen. Mi principal preocupación en aquellos momentos era que yo tal vez había dejado escapar al culpable y hasta que se resolviera este enredo seguiríamos sin clientes en el restaurante. Pero también tenía otras cosas en mi cabeza, como el beso de Edu y lo que pudiera significar. No podía quitármelo de la cabeza, aunque estaba convencida de que no podría involucrarme en ninguna relación seria. Sin embargo con Edu ... tal vez mereciera la pena arriesgarse.

Sonó el móvil. Era la tía Caro. Las cuatro ancianas estaban inquietas y querían saber cómo había ido todo y si yo estaba a salvo. Les dije que me la habían jugado, pero que todo estaba en orden.

–Dile que aproveche la situación con Edu –dijo una voz algo distorsionada, puede que fuera la de La tía Cris.

¡Habían puesto el altavoz! Seguro que estaban todas al otro lado de la línea. Hice como si no oyera.

–No tengáis prisa en volver –me dijo la tía Caro con picardía–. Podríais ir a comer a un restaurante que tenéis por ahí cerca, se llama “La Langosta”.

–No sé –contesté–. No creo que sea el mejor momento.

–Guau, guau, –se oyó como sonido de fondo.

–No seas melindrosa, los dos necesitáis un respiro –era Sole.

–Aquí no hacéis falta –siguió Elenita–. Hemos hablado con Héctor y nos ha dicho que Edu puede acudir mañana a la comisaría. Que hoy ya no tiene nada que hacer allí.

–Sergio, Elenita. Siempre te equivocas.

–Da lo mismo. El año pasado fuimos un día a comer a “La Langosta” –era la tía Cris atacando de nuevo–. La comida nos pareció exquisita y el servicio impecable. Os gustará. Además encontraréis ambiente romántico y todo eso.

–Vale, ya veremos.

Colgué y se lo conté a Edu. Nos reímos un rato. Eran incombustibles, fisgonas y mandonas. Pero imaginé lo preocupadas que habrían estado y decidí que más tarde iría a verlas para cotillearles todo. No era ningún secreto de investigación, nadie me había pedido que no contara nada. Y ellas estaban acostumbradas a desenredar embrollos, seguro que aportaban algunas ideas para atrapar a Conrado.

Me mandaron un WhatsApp con la dirección y el teléfono de “La Langosta” y fuimos a comer al dichoso restaurante. Las ancianitas tenían razón, la comida era casera y exquisita, y el ambiente relajado. Por supuesto pedimos el plato estrella, langosta. Estaba recién capturada y no era de criadero. Me apunté varias ideas para comentarlas con Antoine y con el abuelo, entre otras, la posibilidad de imitar aquella receta. Me encantó el restaurante.

Después de comer, dejé que Edu llevara mi coche de vuelta a El Azahar. Le gustaba conducir y yo estaba muy cansada. Llegamos hacia las seis de la tarde. Estaba agotada, pero tranquila y contenta. No sabía por qué. No habíamos resuelto el crimen, pero estaba feliz. Incomprensible. O puede que no tanto ...





Capítulo 12


Edu me acompañó a casa. Esperó pacientemente en el salón a que yo me duchara y me arreglara para ir al Playamar. Luego se vino conmigo.

Nos cruzamos con Iván en la terraza. Iba cabizbajo, como solía ir estos últimos días. No nos dijo nada, sólo nos miró con cara de pena. Edu se compadeció y le dijo:

–No te preocupes, Iván, todo saldrá bien.

Esperaba que se refiriera a que Virginia se pondría bien, no a que ella le pudiera hacer caso algún día, porque eso no era posible. Y no era bueno despertarle falsas esperanzas, porque luego el chasco sería mayor.

Iván no respondió. Nos miró con su aire ausente y siguió su camino. ¡Hay que ver cómo ha cambiado este chico!

Nos sentamos junto a la barandilla y nos pedimos unas cervecitas. Empezaba a relajarme, y comparé ese momento con el día en que me había sentado con Conrado en la misma mesa. Mi situación personal era mil veces mejor en esos momentos. Conrado no era lo que yo pensaba. Y aunque no hubiera sido un asesino, tampoco me convenía. Ahora lo tenía claro, no era comparable a Edu. Él siempre había sido especial para mí, aunque yo no sabía si Edu sentía lo mismo. Le gustaba, claro, pero no sabía hasta qué punto.

Lisa salió a vernos.

–¡Antoine se va! –nos informó–. Ha recibido una oferta de ese famoso restaurante de Francia donde estuvo haciendo las prácticas.

–¡Lo que nos faltaba! –sentí que la tierra se abría bajo mis pies.

–No te preocupes –dijo Lisa, al verme tan angustiada–. Tampoco era tan especial como él se creía. Encontraremos a alguien. Al fin y al cabo, los platos que más éxito tenían eran los vuestros. Los basados en las recetas de tu abuela.

Era cierto. Las recetas de mi abuela eran un éxito asegurado. No siempre las podíamos ofrecer, porque casi todas utilizaban ingredientes de temporada, pero cuando lo hacíamos, gustaban bastante más que las del chef. Y eso lo ponía furioso, sobre todo porque no las compartíamos con él. Pero su presencia era necesaria, ya que algunos de los platos de Antoine eran famosos y el restaurante era muy conocido gracias a él.

–Ha dicho que se queda hasta el fin de semana próximo –aclaró–. Y que no cree que esté haciendo nada malo porque no habéis cumplido su contrato.

Claro, no se le daba difusión a su cocina y tenía prisa por irse. Lisa nos contó también que Antoine decía que ya no podía aguantar más.

¡Menudo cretino!

De momento tendría que ponerme yo misma en la cocina, pero esta solución no serviría para mucho tiempo. Mi preparación culinaria no era tan específica como la que requería el restaurante.

–¿Te acuerdas de Carla? –me preguntó Lisa pensativa.

–¿La sibarita? ¿La que preparaba aquellas delicias en la escuela de hostelería? –pregunté–. Claro que me acuerdo. ¡He intentado imitar sus recetas miles de veces!

–Pues está sin trabajo. Se ha despedido a la francesa en el restaurante donde trabajaba –siguió explicando Lisa.

Nos contó que el hijo del dueño de ese restaurante quería su puesto y le hacía la vida imposible. Entre otras cosas, le estropeaba algunos de sus platos cuando los tenía listos para sacarlos al comedor, y todo lo hacía por celos y para ponerla en evidencia. Ella se lo contó a su jefe, pero éste no la creyó. Es más, la acusó de intentar camuflar sus errores acusando a su hijo de algo tan grave. Le preguntó si estaba loca y le dio a entender que su hijito era perfecto. Así que se largó sin despedirse de nadie.

–¡Vaya! –exclamé–. Desde luego era muy buena cocinando. Seguro que el tío ese no hubiera conseguido su puesto limpiamente.

–Pero éste jugaba desde una posición de poder –dijo Lisa frunciendo el ceño. Estaba enfadada–. Era el hijo del jefe. Ha hecho muy bien de irse. ¡Y ahora puede venir aquí!

–Desde luego, no hay mal que por bien no venga –dije algo más animada–, pero hubiera preferido que Carla no hubiera tenido que pasar por eso.

Carla se hizo amiga nuestra en la escuela de hostelería. Nos pasaba los apuntes cuando nosotras no podíamos ir a clase y nos preparó algunas recetas deliciosas. El hecho de que hubiera tenido un problema tan desagradable me hizo recapacitar. Yo estaba preocupada por el futuro del Playamar, pero lo suyo había sido peor. Ese tío, el hijo de su jefe, era despreciable.

Cuando Lisa se fue, Edu y yo nos quedamos un rato hablando e intentando resolver nuestro problema actual: detener a Conrado. Le dábamos vueltas y vueltas a la situación. ¿Dónde estaba Conrado? y ¿cómo lo atraparíamos? Algo se nos escapaba, pero no sabíamos que era.

Y cada vez era más urgente capturarlo. Si no resolvíamos el crimen, tal vez ni siquiera sería necesario conseguir que Carla viniera a trabajar aquí. Ya no haría falta.

Le pedí a Edu que se quedara a cenar conmigo en la terraza. Aceptó, pero me dijo que tenía que pasar antes por su casa, bueno, la casa donde vivía, la de su tía Cris. Había olvidado su móvil y quería recogerlo antes de cenar. Y también aprovecharía para hacer unas llamadas. Quedamos en el restaurante para más tarde.

Fui a mi despacho a arreglar unos papeles, y no sé por qué, pero me vino a la mente Iván. Con su carita de buen chico y su sonrisa, ayudando a Maite a doblar las servilletas. Me pasé por la cocina a preguntar por él. Hacía mucho rato que nadie lo veía y nadie sabía dónde podía estar. Se suponía que tenía que preparar unas verduras, pero no lo había hecho. Las había tenido que preparar Maite, y no estaban como le gustaban a Antoine, así que éste estaba enfadado y gritaba a todos. Como siempre que se le torcía algo.

Algo me puso en alerta. Maite tampoco estaba por ningún lado. Maite, me dije a mi misma. Con su estilo impecable y con sus aires de actriz o modelo. ¿De dónde había salido esta chica? Pero eso no era asunto mío. Era la novia de Carlos y él era un chico muy válido, según decían todos. Aunque, pobrecillo, tenía problemas económicos. ¿De qué querría hablarme ella? Recordé el día en que los vi a ellos dos sentados en la mesa del rincón y tan serios ... ¿sería posible? Ella atendió la mesa de Estanis el día en que murió. Era la novia de un sobrino con problemas económicos, que heredaría una gran cantidad de dinero si su tío fallecía ¿sería ella la asesina? Puede que mi razonamiento fuera un poco rebuscado, pero no se me ocurría nadie más.

Tenía que contárselo a Edu y salí rápidamente hacia la casa de su tía Cris. Durante el corto trayecto recordé también a Maite hablando en la cocina con Iván. Una idea me llevaba a otra y siempre salía Iván. ¿Y si no era Maite la asesina, sino Iván? No, no era posible. Yo sabía que Iván espiaba a Virginia porque me lo contó él mismo sin darse cuenta, pues creía que ella era amiga mía. Me dijo que a Virginia le gustaba él (Iván), y no Estanislao. Que siempre hablaba con él y lo saludaba con una sonrisa. Como a todos, pensé yo entonces, era su máscara de guerra ante la gente.

Pero ¿dónde estaba Iván? Nadie lo había visto en la última hora. ¿Por qué estaba tan raro últimamente? ¿Tenía algo que ver con el asesinato? Era posible, siempre estaba cerca de Virginia, y por lo tanto también cerca de Estanislao. Además estaba obsesionado con ella, incluso puede que no fuera tan simple como parecía. A veces le había visto una expresión astuta que me había sorprendido. Parecía que por fin estaba atando cabos, pero empezaba a preocuparme de veras. ¿Sería posible qué todos hubiéramos estado equivocados respecto a Iván? ¿Era algo retrasado o era un loco? Y sobre todo ¿qué tramaba?

¡Ya me acordaba! Lo había visto en la puerta de la casa de la tía Cris cuando salí a buscar a Maite. Edu estaba también allí y no sabía nada de Iván. ¡Edu podía estar en peligro! Si Iván era el asesino, ¿qué podía estar haciendo en la casa de la tía Cris si no era esperar a Edu?

Eché a correr.

Me resulta difícil contar lo que vi al llegar. Desde lejos vi que Iván le ofrecía algo a Edu. Parecía un vaso. Edu se apartó e Iván le puso la zancadilla para que cayera. Una vez en el suelo, lo inmovilizó. Edu era fuerte y estaba entrenado, pero Iván lo había pillado desprevenido y poseía la fuerza que da la locura. Llevaba las de ganar. ¡Quería matarlo! Lo tenía inmovilizado contra el suelo y parecía que le obligaba a que bebiera algo que había en un vaso.

Tuve que reaccionar con rapidez. Rodeé la casa sigilosamente y lo golpeé por detrás con una silla de jardín. Utilicé toda mi fuerza pero Iván no perdió el sentido del todo. Aunque por lo menos Edu pudo incorporarse y entre los dos lo pudimos sujetar.

¡El asesino había sido Iván! Mientras Edu le ponía las esposas me pasaron miles de imágenes por mi cabeza. Iván mirando embelesado a Virginia cuando ella lo saludada. Iván contándome que Virginia había hablado tal día por teléfono, e incluso todo lo que había dicho a su interlocutor: que se casaría pronto porque esperaba que Estanis se declarara esa misma noche, que el viejo le daba asco y que menos mal que tenía dinero, que sólo estaba contenta cuando él dormía y que esperaba que durmiera mucho cuando se casaran. Iván se fijó en que reía cuando decía eso. No era que sintiera una especie de adoración por Virginia, como pensábamos todos, no. Era que la estaba acosando, la espiaba continuamente. Y yo no le di importancia en aquel momento ¡Qué tonta!

Si su intención era que Estanislao durmiera mucho y que Virginia estuviera contenta y con más tiempo libre, pudo matarlo él mismo con el pentobarbital. Tuvo acceso a la cerveza que tomó la víctima. Y yo misma lo había visto salir del hotel cuando Virginia tomó los barbitúricos.

En ese momento, llegaron a la vez el Club Cotilla y el inspector. Las ancianas nos contaron que al llegar de su paseo, habían visto a Iván en la puerta de la casa de la tía Cris. Y que más tarde, mientras merendaban en casa de las dos hermanas, estuvieron hablando y analizando los hechos. Como llegaron a la misma conclusión que yo, llamaron a Sergio y se lo contaron todo. Sergio vino inmediatamente, y ellas en cuanto oyeron ruidos, acudieron a ver qué era lo que ocurría.

Sergio llamó a la comisaría y, mientras llegaban los agentes, Iván confesó que todo lo había hecho él. Que había puesto el pentobarbital en la cerveza de Estanislao. Que había obligado a Virginia a tomarlo en un vaso de agua. Y que también quería matar a Edu, porque pensó que sabía que había sido él el asesino. La frase que le había dicho al llegar “... todo saldrá bien ...” le había sentenciado. Iván no parecía arrepentido y demostró no ser tan tonto como aparentaba. Nos había tomado el pelo a todos fingiendo ser tan simple.

–¿Por qué te hacías el tonto? –no pude evitar preguntarle.

–Así me daban trabajo donde quería –se limitó a decir con cierta arrogancia–. Y trabajaba menos que los demás por el mismo sueldo. Si me equivocaba muchas veces, otros hacían gran parte de mi trabajo y yo podía descansar o dedicarme a otras cosas.

Como si eso lo explicara todo. Ya no tenía aquella expresión de niño bueno. Había experimentado un cambio radical. Los mismos rasgos, pero con otra expresión de cara. Ni parecía buen chico, ni parecía simple, era un asesino.

Edu me contó lo que había ocurrido al llegar a la casa de la tía Cris. Era de noche y no había nadie en los alrededores. Iván estaba muy serio en la puerta. Sin venir a cuento, le explicó que no quería hacerlo y que tampoco quería matarlo a él, pero que no quedaba más remedio.

Fue entonces cuando le ofreció un vaso de limonada en el que también había puesto barbitúricos. Pero Edu ya sospechaba algo y no quiso beberlo. El resto ya lo vi yo misma.

–Señoras –dijo Sergio solemnemente dirigiéndose al Club Cotilla–. Aunque no estoy de acuerdo con que metan ustedes sus astutas naricillas en los asuntos de la policía, he de agradecerles que me avisaran tan rápido.

–No hacen las cosas con mala intención –dije yo, que no sabía si el inspector estaba enfadado o contento.

–Lo sé. Si no llegas a venir tú tan rápido y si ellas no me hubieran avisado –dijo preocupado–, no que qué hubiera pasado con Eduardo.

–Hubiera acabado con él –dijo Edu con cierta chulería y frotándose los moretones de los brazos.

* * *

Iván fue interrogado más tarde en la comisaría y Edu vino a contármelo todo en cuanto pudo.

Admitió haber matado a Estanislao porque estaba enamorado de Virginia. Se había obsesionado con ella y se dedicaba a acosarla. No lo vimos nadie. ¡Iván era tan simple! Virginia se quejaba de tenerlo siempre cerca, pero todos creíamos que era una egoísta, no una víctima. Todo lo que hacía Iván de rondar alrededor de Virginia, como si fuera algo tonto, era para disimular el acoso al que la estaba sometiendo. Y mató a Estanislao para que siguiera sola y a su alcance. No era tonto, desde luego. Estaba loco.

Compró el pentobarbital por internet para no dejar rastro. Incluso dijo la página web que se lo había suministrado, y la policía ya había tomado medidas para cerrarla. Una vez conseguidos los barbitúricos, como sabía que su efecto era rápido, los utilizó en gran cantidad con Estanislao. Por eso murió enseguida.

Fue él quien destrozó la habitación de Estanis y Virginia la noche del asesinato. Su intención era asustarla lo bastante para poder tener una oportunidad con ella. Cuando le confesara que no era tonto, sino que lo fingía, pensó que ella se dejaría proteger por un hombre si estaba lo bastante asustada. Pero cuando Virginia se hartó de verlo siempre a su lado y fue brusca con él, pensó que lo había descubierto y decidió eliminarla también. Además, tampoco perdía nada, porque Virginia no sólo lo ignoraba, sino que lo trataba con desdén. En este caso tuvo el detalle de aparentar un suicidio, por lo que debía dejar los frascos en la habitación y no debía morir rápidamente para parecer más verosímil. Le puso una dosis mortal, pero que no actuaría de forma instantánea. Por eso la encontré todavía viva.

Reconoció también que a Edu le había puesto una dosis elevadísima, capaz de matarlo al momento con un único trago.

El examen del forense vino a confirmar todas mis sospechas. Iván no era un disminuido psíquico, sino todo lo contrario. Su inteligencia era algo superior a la media y eso le permitía despistarnos a todos, pero quiso abarcar demasiado y terminó delatándose. Desde luego, estaba en su sano juicio y recibiría el castigo merecido. Le caerían unos cuantos años.

Estuvieron muy ocupados esa mañana en la comisaría. Las huellas de Conrado coincidían con la huella desconocida. Estaba claro que no era el asesino, pero la existencia de una huella suya en la habitación de Estanis el día en que murió, aún resultaba inexplicable. Aunque como Conrado estaba en paradero desconocido, no podría aclarar el misterio.

Edu tenía más noticias, Virginia se recuperaba. No tendría dinero, pero seguía viva. Había recobrado el conocimiento y había explicado que Iván entró en su habitación, la cogió del cuello y le hizo beber a la fuerza un vaso de agua con los barbitúricos. Declaró también que la pilló desprevenida y que ella se sorprendió mucho porque, aunque le resultaba un pesado, nunca pensó que fuera un asesino.

Edu y yo fuimos a visitarla. Ella quería verme para agradecerme el haberle salvado la vida, y yo quería comprobar que estaba bien, porque me sentía culpable por haber pensado tan mal de ella. Virginia estaba muy contenta, nos dijo que sus padres venían a recogerla, y también nos aclaró el misterio de la huella de Conrado en su habitación. Mientras estaba cenando conmigo, Conrado fue a dejarle una nota y, al ver la habitación revuelta, decidió coger el testamento por si acaso. Abrió la caja fuerte porque sabía la combinación y por eso no había sido forzada. Virginia lo supo todo al día siguiente, porque cuando Conrado fue a buscarla al hospital, estaban demasiado preocupados por el crimen de don Estanislao y temieron que los involucraran en el asunto. Pensaron que podrían ser sospechosos y Conrado no se acordó de contarle lo del testamento.

Aquella tarde, Maite y yo por fin pudimos hablar. Estaba embarazada. ¡De mellizos! No podría seguir trabajando en el restaurante porque se iba a casar con Carlos y se iban a Dinamarca. Él debía bastante dinero, pero en cuanto cobrara la herencia, se solucionarían sus problemas. Habían discutido mucho, y habían barajado otras posibilidades para no dejar a nadie en la estacada, pero ya lo tenían todo resuelto. Les deseé lo mejor, pero tenía una última duda.

–¿Por qué te dirigiste a Conrado de aquella forma cuando nos atendiste durante la cena –le pregunté.

Y su explicación consiguió sorprenderme más todavía. Conrado era el novio de una amiga suya y ella no entendía que estaba haciendo allí conmigo. Quiso ponerlo en evidencia con su tonteo exagerado, pero como él no la reconoció, se quedó tan tranquilo, incluso halagado. Esa noche, después de que se fuera la policía, Maite llamó a su amiga y le contó las andanzas de su supuesto chico. La dejó fatal pero, a medida que le daba nuevas noticias de su presunto novio, su amiga estaba cada vez más contenta. Le había pasado lo mismo que a mí.

Virginia lo confirmó al día siguiente cuando vino al hotel a despedirse. Antes de decidir venir a El Azahar con el fin de que Estanislao se declarara, pensaban ir a otro pueblo, aunque usando el mismo plan, que Conrado fuera el novio de alguna chica de allí. El mismo esquema pero con distinta chica. Fue entonces cuando lo conoció Maite, cuando salía con su amiga. Al cambiar de escenario para la declaración, Conrado también cambió de novia. Y me eligió a mí. Bffffff.

El padre de Virginia le había encontrado trabajo en Madrid y se iban al día siguiente. Necesitaría unos días más de reposo, nos dijo, pero ya podía usar el portátil y esa misma mañana había recibido un e-mail de Conrado. Estaba en un paraíso fiscal que no tenía tratado de extradición con España y ella esperaba reunirse con él, aunque no sabía ni cuándo ni cómo. Claro que tampoco nos lo diría si lo supiera. De momento trabajaría en Madrid.

–¿Tenías algo con Bernardo? –le pregunté con curiosidad. El Club Cotilla pensaba que sí, y él había sido sospechoso durante un tiempo.

Ella se rió y aclaró que no, que ni de lejos tendría nunca nada con “ese sapo”. Lo conocía porque trabajaba para Estanis y habían coincidido varias veces en su despacho, pero lo consideraba competencia, porque él también quería sacarle dinero a su tío.

* * *

Al día siguiente me dirigía hacia el Playamar, cuando me crucé con el Club Cotilla que estaba paseando a Sir Lucas. Ese día llevaban los colores del parchís en sus vestidos de punto. En fin, les gustaba dar que hablar, pero me aclararon otro misterio.

–Hemos averiguado cosas de Bernardo –dijo la tía Cris.

–¡Se ha reunido con la madre de su hijo! –nos dijo la tía Caro entusiasmada.

–El día que lo vio Leopoldo, había venido a hablar con los padres de la chica –dijo Sole.

–Nos costó desembrollar el misterio –explicó Elenita tirando de la correa de Sir Lucas–, pero lo conseguimos.

El perrito pretendía enfrentarse a un enorme gato que casi duplicaba su tamaño. Era un valiente o un insensato. O puede que supiera que sus dueñas no le dejarían enfrentarse al gato y solamente estaba presumiendo.

Mientras Sole le lanzaba un palito para distraerlo y que fuera a buscarlo, el Club Cotilla me contó las novedades. Poco después de decir a la pobre chica que no quería saber nada de ella ni del niño Bernardo se arrepintió, pero ella se había ido a Valencia y no la pudo localizar hasta un año después. Desde entonces había estado ingresándole una pensión que ella se negaba a cobrar porque estaba muy dolida, pero recientemente había conseguido que aceptara el dinero y, por fin, podría conocer a su hijo. El niño ya tenía siete años, Bernardo estaba eufórico y las ancianas muy emocionadas. Incluso hablaban de celebrar una fiesta.

El abuelo nos vio desde lejos y vino a sermonearme.

–¿Cómo se te ocurre ir tú sola a rescatar a Edu? –me dijo amenazándome con el dedo.

Le expliqué que no tuve tiempo de nada. Que todo se precipitó porque yo pensaba que la asesina era Maite, y que solamente a última hora, me dí cuenta de que había sido Iván. Pero el abuelo estaba bromeando, se había enterado de todo y fingía enfado para tapar su preocupación.

Por cierto, el abuelo nos informó de que tanto el restaurante como la cafetería estaban llenos a todas horas, y ofreció uno de los salones privados del hotel para la fiesta de Bernardo. El Club Cotilla se brindó a organizarla inmediatamente.

* * *

Durante los siguientes días, Edu estuvo un poco raro. Después de que me besara en la casa de la montaña, no habíamos vuelto a hablar del tema. Yo no sabía cómo sacarlo y parece que él tampoco. Cuando nos veíamos, decíamos tonterías y bromeábamos como cuando éramos jovencitos. Uno de esos días me soltó:

–Me alegro de que Virginia se recupere –dijo sonriendo con malicia–, está realmente buena.

Lo mandé amistosamente a la porra.

–¿Tienes algo que hacer esta noche? –me pregunto con timidez.

–¿Pretendes meterte en otro lio para que tenga que ir a salvarte?

Edu se me acercó y colocó sus brazos alrededor de mi cintura. El corazón se me aceleró y levanté la vista. Él me miraba, podían haber pasado minutos, horas o días y no nos hubiéramos dado cuenta. Las comisuras de su boca se levantaron formando una sonrisa.

–Eso depende –me dijo–. ¿Me dejas invitarte a cenar después de que me salves?

–Vale, pero si las bebidas las sirve Iván, te las bebes tú –contesté intentando bromear. Era un momento muy especial y no sabía cómo reaccionar.

–Me salvaste la vida –me dijo, con una sonrisa rara–. Ahora tendrás que casarte conmigo.

No sabía si hablaba en serio o en broma. No podía arriesgarme. Lo tomé como broma.

–Claro –dije en el mismo tono distendido que había usado él–, mañana mismo.

Me cogió la mano y me dijo:

–Lo digo en serio. ¿Quieres?

Y yo quería. Por supuesto que quería.

–Pero en el próximo caso que os ayude a resolver –añadí más tarde–, cobraré un plus por rescatar chicos guapos.

–Siempre que no dejes entrar al Club Cotilla en casa a rebuscar entre mis papeles, estoy de acuerdo.

* * *








No hay comentarios:

Publicar un comentario