En Formato DIGITAL se lee mejor. Adquiéralo para PC y Dispositivos
Móviles.
|
Formato Digital : $2,00
Otras formas de adquirir esta obra en
F. Digital
Transf/deposito bancario: IngresarLA TUMBA DE LAS LUCIÉRNAGAS
Estaba en la
estación Sannomiya, lado playa, de los ferrocarriles nacionales, el cuerpo
hecho un ovillo, recostado en una columna de hormigón desnuda, desprovista de
azulejos, sentado en el suelo, las piernas extendidas; aunque el sol le había requemado
la piel, aunque no se había lavado en un mes, las mejillas demacradas de Seita
se hundían en la palidez; al caer la noche contemplaba las siluetas de unos
hombres que maldecían a voz en grito—¿imprecaciones de almas
embrutecidas?—mientras atizaban el fuego de las hogueras como bandoleros; por
la mañana distinguía, entre los niños que se dirigían a la escuela como si nada
hubiera sucedido, los furoshiki[1] de color blanco y
caqui del Instituto Primero de Kobe, las carteras colgadas a la espalda del
Instituto Municipal, los cuellos de las chaquetas marineras sobre pantalones
bombachos de la Primera Escuela Provincial de Shôin, situada en la parte alta
de la ciudad; entre la multitud de piernas que pasaban incesantemente junto a
él, algunos, al percibir un hedor extraño—¡mejor si no se hubieran dado
cuenta!—, bajaban la mirada y esquivaban de un salto, atolondrados, a Seita,
que ya ni siquiera se sentía con fuerzas para arrastrarse hasta las letrinas
que estaban frente a él.
Los niños
vagabundos se arracimaban junto a las gruesas columnas de tres shaku[2]
de ancho, sentados uno bajo cada una de ellas como si buscaran la protección de
una madre; que se hubieran apiñado en la estación, ¿se debía, quizá, a que no
tenían acceso a ningún otro lugar?, ¿a que añoraban el gentío que la abarrotaba
siempre?, ¿a que allí podían beber agua?, ¿o, quizá, a la esperanza de una
limosna caprichosa?; el mercado negro, bajo el puente del ferrocarril de
Sannomiya, empezó justo entrar septiembre con bidones de agua, a cincuenta sen[3]
el vaso, en los que habían diluido azúcar quemado, inmediatamente pasó a
ofrecer batatas cocidas al vapor, bolas de harina de batata hervida, pastas,
bolas de arroz, arroz frito, sopa de judías rojas, bollos rellenos de pasta de
judía roja endulzada, fideos, arroz hervido con fritura y arroz con curry, y
también pasteles, arroz, trigo, azúcar, frituras, latas de carne de ternera,
latas de leche y de pescado, aguardiente, whisky, peras, pomelos, botas de
goma, cámaras de aire para bicicletas, cerillas, tabaco, calcetines, mantas del
ejército, uniformes y botas militares, botas de cuero... «¡Por diez yenes! ¡Por
diez yenes!»: alguien ofrecía una fiambrera de aluminio llena de trigo hervido
que había hecho preparar aquella misma mañana a su mujer; otro iba diciendo:
«¡Por veinte yenes!, ¿qué tal? ¡Por veinte yenes!», mientras sostenía entre los
dedos de una mano unos zapatos destrozados que había llevado puestos hasta unos
minutos antes; Seita, que había entrado perdido, sin rumbo, atraído simplemente
por el olor a comida, vendió algunas prendas de su madre muerta a un vendedor
de ropa usada que comerciaba sentado sobre una estera de paja: un nagajuban, un obi, un han'eri y un koshihimo[4], descoloridos tras
haberse empapado de agua en el fondo de una trinchera; así, Seita pudo
subsistir, mal que bien, quince días más; a continuación se desprendió del
uniforme de rayón del instituto, de las polainas y de unos zapatos y, mientras
dudaba sobre si acabar vendiendo incluso los pantalones, adquirió la costumbre
de pasar la noche en la estación; y después: un niño, acompañado de su familia,
que debía volver del lugar donde se había refugiado—llevaba la capucha de
protección antiaérea cuidadosamente doblada sobre una bolsa de lona y acarreaba
sobre sus espaldas, colgados de la mochila, una olla, una tetera y un casco—,
le dio, como quien se deshace de un engorro, unas bolas de salvado de arroz
medio podridas que debían haber preparado para comer en el tren; o bien, la
compasión de unos soldados desmovilizados, o la piedad de alguna anciana que
debía tener nietos de la edad de Seita, quienes, en ambos casos, depositaban en
el suelo con reverencia, a cierta distancia, como si hicieran una ofrenda ante
la imagen de Buda, mendrugos de pan o paquetitos cuidadosamente envueltos de
granos de soja tostada que Seita recogía agradecido; los empleados de la
estación habían intentado echarlo alguna que otra vez, pero los policías
militares que hacían guardia a la entrada de los andenes lo defendían a
bofetadas; ya que en la estación, al menos, había agua en abundancia, decidió
echar raíces en ella y, dos semanas después, ya no podía levantarse.
Una terrible
diarrea no lo abandonaba y se sucedían sus idas y venidas a las letrinas de la
estación; una vez en cuclillas, al intentar ponerse en pie, sentía que sus
piernas vacilaban, se incorporaba apretando su cuerpo contra una puerta cuyo
tirador había sido arrancado, y avanzaba apoyándose con una mano en la pared;
parecía, cada vez más, un balón deshinchado y, poco después, recostado en la
columna, fue ya incapaz de ponerse en pie, pero la diarrea lo seguía atacando
implacablemente y en un instante teñía de amarillo la superficie alrededor de
su trasero; Seita, aturdido, se sentía morir de vergüenza y, como su cuerpo
inerte era incapaz de emprender la huida, intentaba al menos ocultar aquel
tinte, arañaba con ambas manos la escasa arena y el polvo del suelo para
cubrirlo con ello, pero apenas lograba cubrir una parte insignificante; a los
ojos de cualquiera debía parecer que un pequeño vagabundo enloquecido por el
hambre estuviera jugueteando con la mierda que se había hecho encima.
Ya no tenía hambre,
ni sed, la cabeza le caía pesadamente sobre el pecho, «¡Puaff! ¡Qué asco!»,
«Debe de estar muerto», «¡Qué vergüenza que estén ésos en la estación! Ahora
que dicen que está a punto de entrar el ejército americano»: sólo vivían sus
oídos, distinguía los diversos sonidos que lo envolvían; de noche, cuando todo
enmudecía de súbito: el eco de unas geta[5] que andaban por el
recinto de la estación, el estruendo de los trenes que circulaban sobre su
cabeza, pasos que echaban a correr de repente, la voz de un niño: «Mamaaa...»,
el murmullo de un hombre que hablaba entre dientes cerca de él, el estrépito de
los cubos de agua arrojados violentamente por los empleados de la estación. «¿A
qué día debemos estar hoy? ¿A qué día? ¿Cuánto tiempo debo llevar aquí?», en
instantes de lucidez veía ante sus ojos el suelo de hormigón sin comprender que
se había derrumbado sobre su costado, el cuerpo doblado en dos, en la misma
postura que tenía cuando estaba sentado; y mirando absorto cómo la tenue capa
de polvo del suelo temblaba al compás de su débil respiración, con un único
pensamiento: «¿A qué día debemos estar hoy? ¿A qué día debemos estar hoy?»,
Seita murió.
En la madrugada del
veintiuno de septiembre del año veinte de Shôwa,[6] un día después de
que se aprobara la Ley General de Protección a los Huérfanos de Guerra, el
empleado de la estación que inspeccionaba medrosamente las ropas infestadas de
piojos de Seita descubrió bajo la faja una latita de caramelos e intentó
abrirla, pero, tal vez por estar oxidada, la tapa no cedió: «¿Qué es eso?», «¡Déjalo
ya! ¡Tira esa porquería!», «Este tampoco durará mucho. Cuando te miran con esos
ojos vacíos, ya no hay nada que hacer...», dijo uno de ellos, observando el
rostro cabizbajo de otro niño vagabundo, más pequeño aún que Seita, sentado
junto al cadáver que, antes de que vinieran a recogerlo del ayuntamiento,
seguía sin cubrirlo ni una estera de paja; cuando agitó la latita como si no
supiera qué hacer con ella, sonó un clic-clic, y el empleado, con un impulso de
béisbol, la arrojó entre las ruinas calcinadas de delante de la estación, a un
rincón oscuro donde ya había crecido la hierba espesa del verano; al caer, la
tapa se desprendió, se esparció un polvillo blanco y tres pequeños trozos de
hueso rodaron por el suelo espantando a veinte o treinta luciérnagas
diseminadas por la hierba que echaron a volar precipitadamente en todas
direcciones, entre parpadeos de luz, apaciguándose al instante.
Aquellos huesos
blancos eran de la hermana pequeña de Seita, Setsuko, que había muerto el
veintidós de agosto en una cueva de Manchitani, Nishinomiya; la enfermedad que
la condujo a la muerte era llamada enteritis aguda; en realidad, incapaz a sus
cuatro años de sostenerse en pie y rendida por la somnolencia, la muerte le
llegó, como a su hermano, por una debilidad extrema debida al hambre.
El cinco de junio,
Kobe fue bombardeado por una formación de trescientos cincuenta B-29 y los
cinco barrios de Fukiai, Ikuta, Nada, Suma y Higashi-Kobe quedaron reducidos a
cenizas; Seita, estudiante de tercer año de bachillerato, movilizado en un
pelotón de trabajo, iba por entonces a la acería de Kobe, pero aquel día,
jornada de restricción de luz, se encontraba en su casa, cerca de la playa de
Mikage, cuando se anunció el estado de alerta, así que decidió enterrar en el
huerto, al fondo del jardín, entre tomates, berenjenas, pepinos y pequeñas
legumbres, un brasero de porcelana de Seto en el cual, según un plan
preconcebido, había metido el arroz, los huevos, la soja, el bonito seco, la
mantequilla, los arenques secos, las ciruelas conservadas en sal, la sacarina y
los huevos en polvo de la cocina, y lo cubrió con tierra, tomó en brazos a
Setsuko, de quien su madre, enferma, no podía ocuparse, y se la cargó a la
espalda, arrancó del marco una fotografía donde posaba en uniforme de gala su
padre, un teniente de navío de quien no tenían noticias desde que había
embarcado en una fragata, y se la escondió en el pecho; tras los dos bombardeos
del diecisiete de marzo y del once de mayo, sabía que, acompañado de una mujer
y de una niña, le sería completamente imposible sofocar una bomba incendiaria y
que la zanja excavada en el suelo de su casa no le ofrecería protección alguna;
así que, ante todo, envió a su madre al refugio antiaéreo reforzado con
hormigón que la comunidad de vecinos había instalado detrás del parque de
bomberos y, cuando empezaba a embutir en una mochila los trajes de paisano de
su padre que estaban en el armario ropero, todas las campanas de los puestos de
vigilancia antiaérea sonaron al unísono con un repiqueteo extrañamente alegre;
apenas hubo corrido al recibidor, Seita se vio envuelto por el estruendo de
bombas que se estrellaban contra el suelo; tras la primera oleada, debido a
aquel estrépito espantoso, tuvo la alucinación de que había vuelto de repente
el silencio, aunque el retumbar opresivo, ¡rrrrr!, ¡rrrrr!, de los motores de
los B-29 no cesaba un instante; hasta aquel día, al volverse y levantar los
ojos hacia lo alto, sólo había contemplado, agazapado en el refugio antiaéreo
de la fábrica, innumerables estelas que surcaban el cielo tras una infinidad de
puntitos diminutos que volaban hacia el este, o bien, apenas cinco días antes,
durante el bombardeo a Osaka, un enjambre parecido a un banco de peces que se
deslizaba entre las nubes, allá en lo alto, por el cielo de la bahía de Osaka;
pero ahora, aquellas enormes figuras volaban tan bajo que, en su ruta desde el
mar a la montaña, antes de desaparecer por el oeste, incluso podían
distinguirse las gruesas líneas trazadas en el vientre de los fuselajes y el
bascular de las alas; las bombas retumbaron de nuevo y Seita quedó inmóvil,
clavado en el suelo, como si el aire se hubiera solidificado de repente; se oyó
entonces un metálico clinc-clanc: una bomba incendiaria de color azul, cinco
centímetros de diámetro y sesenta de largo, había caído al suelo rodando desde
el tejado y brincaba en el camino como una oruga geómetra e iba esparciendo
aceite; Seita, aturdido, corrió a la entrada de la casa, pero al ver la
humareda negra que ya venía fluyendo despacio desde el interior, salió de
nuevo, aunque fuera sólo halló una hilera impasible de casas, un espacio
desierto y, frente a la casa, una escobilla de apagar el fuego y una escalera
de mano apoyada, de pie, contra la valla; debía llegar, como fuese, al refugio
donde estaba su madre y emprendió la marcha con Setsuko sollozando a su espalda
justo cuando empezaba a salir una humareda negra desde una ventana del primer
piso de la casa de la esquina y, simultáneamente, como por simpatía, prendieron
unas bombas incendiarias que debían de haber permanecido humeando en el desván
y se oyó crepitar los árboles del jardín; las llamas se extendieron por el
borde del alero y la puerta corredera, ardiendo, se desprendió y cayó; en un
instante, su campo visual se oscureció y la atmósfera se volvió abrasadora;
Seita echó a correr con todas sus fuerzas, como si lo empujaran, y huyó hacia
el este a lo largo de la vía elevada del ferrocarril de la línea Hanshin con el
propósito de llegar al malecón del río Ishiya, pero una muchedumbre que huía en
busca de refugio abarrotaba ya el camino: gente que arrastraba pesadas
carretas, hombres que cargaban colchones sobre sus espaldas, viejas que
llamaban a alguien con voz chillona... Seita, exasperado, se dirigió entonces
hacia el mar, mientras las chispas danzaban a su alrededor, envuelto aún por el
silbido de las bombas; en el camino, un tonel impermeable de sake de treinta koku[7]
roto y anegado en agua, hombres que se disponían a evacuar a los heridos en
angarillas; cuando creía haber llegado a una zona desierta, se topó, una calle
más allá, con un alboroto frenético de gente que, como en una limpieza general,
vaciaba sus casas llevándose incluso los tatami[8] cruzó la antigua
carretera nacional, siguió corriendo por callejas estrechas y, en las afueras
de un barrio donde, presumiblemente tras una huida precipitada, ya no quedaba
ni un alma, vio las negras bodegas del Gokyó de Nada, tan familiares para él...
En verano, cuando se acercaba a aquel barrio, un olor salobre impregnaba el
aire, la arena brillaba entre una bodega y otra, a espacios de unos cinco shaku, bajo el sol del verano, y el mar azul profundo
asomaba bajo un horizonte sorprendentemente alto; ahora esta imagen se había
extinguido y cuando Seita corrió hasta allí, como en un acto reflejo, pensando
que únicamente el agua podía salvarlo del fuego en una costa donde no había
abrigo alguno, encontró a otros que, azuzados por la misma obsesión, se habían
cobijado junto a los cabrestantes que servían para arrastrar las barcas de
pesca y las redes en aquella playa de arena de cincuenta metros de ancho; Seita
siguió hacia el oeste, hacia el río Ishiya, cuyas orillas habían sido elevadas
con dos terraplenes tras las inundaciones del año trece de Shôwa[9], y se ocultó en uno
de los huecos que se encontraban, a trechos, en el nivel superior; tenía la
cabeza al descubierto, pero, después de todo, le infundía confianza estar
escondido en un agujero; cuando se sentó, el corazón le palpitaba con fuerza,
estaba sediento y el mero esfuerzo de levantarse para desatar los lazos de su
espalda y tomar en brazos a Setsuko, en quien no había tenido apenas tiempo de
pensar hasta aquel momento, le hizo entrechocar las rodillas y estuvo a punto
de derribarlo, pero Setsuko ni siquiera lloraba y con su pequeña caperuza
estampada de protección antiaérea, una blusita blanca, los pantalones
estampados con el mismo motivo que la caperuza, unos tabi[10] rojos de franela y
con una sola de sus geta favoritas lacadas en negro,
aferraba con fuerza una muñeca y un monedero grande y viejo de su madre.
Traídos por el viento, el olor a quemado y el crepitar de las llamas parecían
muy cercanos; el fragor de las bombas, a ráfagas, como un aguacero de verano,
alejándose hacia el oeste; aterrados, hermano y hermana se arrimaban de vez en
cuando el uno al otro y entonces a Seita se le ocurrió sacar de la bolsa
especial antiaérea la fiambrera con los restos del arroz refinado que su madre
había cocido la noche anterior —el último arroz refinado que les quedaba y que
su madre había decidido que ya no valía la pena guardar más—, junto con el
arroz sin descascarillar con granos de soja de aquella mañana y tras destapar
la mezcla, medio blanca, medio negra, que ya empezaba a tener una consistencia
viscosa, hizo comer la parte blanca a Setsuko; al levantar los ojos hacia el
cielo y verlo teñido de color anaranjado, Seita recordó que su madre le había
contado una vez que la mañana del gran terremoto de Kantó las nubes se habían
vuelto amarillas.
«¿Y mamá? ¿A dónde
se ha ido?», «Está en el refugio. Dicen que el refugio que hay detrás del
parque de bomberos resiste incluso bombas de doscientos cincuenta kilos, aunque
caigan justo encima, así que no le pasará nada», dijo Seita como si él mismo
intentara convencerse, ya que toda la zona de la costa de Hanshin que
vislumbraba de vez en cuando a través de la avenida de pinos del dique vibraba
lentamente en una tonalidad escarlata; «Seguro que está cerca de Nihonmatsu, en
el río Ishiya. Descansaremos un rato y después iremos hacia allí», Seita se
había animado de repente diciéndose que su madre debía de haber escapado con
vida de aquellas llamas, «¿Estás bien, Setsuko? ¿No te ha pasado nada?», «He
perdido una geta», «Ya te compraré otras, y aún más
bonitas», «¡Yo también tengo dinero!», Setsuko mostró el monedero, «Ábrelo», al
abrir el recio cierre del monedero, aparecieron tres o cuatro monedas de uno y
cinco sen junto con una bolsita moteada de blanco y
unas fichas de ohajiki[11] rojas, amarillas y azules, iguales a aquella que se
había tragado Setsuko el año anterior, una que apareció al día siguiente por la
tarde tras hacerle hacer caca en el jardín sobre un periódico extendido.
«¿Nuestra casa se ha quemado?», «Creo que sí», «¿Y ahora qué haremos?», «Papá
nos vengará, ¡ya lo verás!», estas palabras no eran una respuesta, pero tampoco
Seita tenía ni la más remota idea de lo que iba a suceder a continuación:
únicamente un zumbido de motores alejándose y, poco después, una lluvia que
cayó torrencialmente durante cinco minutos; al ver las manchas negras que
dejaba sobre ellos, Seita pensó: «¡Ah! ¡Esta es la lluvia de los bombardeos!»,
y habiendo dominado finalmente el pánico, se levantó y contempló el mar cuya
superficie se había ennegrecido de pronto, repleta de innumerables desechos que
flotaban a la deriva; la imagen que ofrecía la montaña no había cambiado, pero
la parte izquierda del monte Ichió parecía haberse incendiado, porque una nube
de humo púrpura se extendía suavemente por el cielo... «¡Aupa! ¡Arriba!», sentó
a Setsuko en el borde del agujero y le dio la espalda para que la pequeña
montara sobre él; cuando lo hizo, la sintió terriblemente pesada, aunque
durante la huida ni siquiera había reparado en ella; agarrándose a las raíces
de las hierbas, se arrastró hasta la cima del dique.
Desde la cumbre,
las dos escuelas populares de Mikage y la sala de actos municipal se veían tan
cercanas como si se hubieran desplazado andando hasta allí; las bodegas y los
barracones del ejército, así como la caserna de bomberos y el pinar, habían
desaparecido por completo; el terraplén del ferrocarril de Hanshin se veía a
dos pasos y, en el lugar donde cruzaba con la carretera nacional, había tres
vagones detenidos en la vía interceptando el paso; los escombros calcinados se
extendían a lo largo de una suave pendiente hasta el pie del monte Rokkó; el
horizonte aparecía velado y había quince o dieciséis lugares de donde brotaban
todavía el humo y las llamas; de repente se oyó un fuerte estrépito: ¿quizá una
bomba que no había prendido hasta aquel momento?, ¿una de explosión retardada,
tal vez? No, eran planchas de cinc que un torbellino de viento hacía volar por
los aires mientras silbaba como el cierzo invernal; Seita sintió cómo Setsuko
se apretujaba contra su espalda y decidió hablarle: «Fíjate, no ha quedado
nada, qué despejado está todo, ¿verdad? ¡Mira, aquélla es la sala de actos
adonde fuimos los dos a comer zósui[12]!», pero no hubo
respuesta. «¡Un momento!», Seita se detuvo a enrollarse bien las polainas y,
cuando reemprendió la marcha por lo alto del dique, descubrió a su derecha tres
casas que se habían salvado de las llamas, la estación Ishiyagawa de la línea
Hanshin reducida a su armazón y, unos pasos más allá, un santuario sintoísta
completamente arrasado donde únicamente quedaba la pila de las abluciones; conforme
iba andando, aumentaba el número de personas: familias exhaustas sentadas al
borde del camino, apenas con ánimos de mover los labios, calentando agua en una
tetera suspendida de unos palos sobre una hoguera de carbón mineral donde
también asaban hoshiimo[13]; Nihonmatsu estaba más allá, a la derecha,
siguiendo por la carretera nacional hacia la montaña; cuando lograron, a duras
penas, llegar hasta allí, no encontraron a su madre por ninguna parte y, al ver
que todos miraban hacia el lecho del río, Seita se asomó: allí abajo, sobre la
arena seca del cauce, vio cinco cadáveres de muertos por asfixia, unos de
bruces contra el suelo y otros boca arriba, con los brazos y las piernas
extendidos; Seita decidió comprobar si entre ellos estaba su madre.
Su madre padecía
del corazón desde el nacimiento de Setsuko; por las noches, cada vez que tenía
una crisis, pedía a Seita que le refrescara el pecho con agua fría y cuando el
dolor era muy agudo, él la ayudaba a incorporarse y la recostaba sobre una pila
de cojines amontonados a su espalda; su seno derecho, incluso a través del
camisón, se veía vibrar violentamente al compás de los latidos; su tratamiento,
a base de medicina china, consistía en unos polvos rojos que tomaba mañana y
noche; sus muñecas eran tan delgadas que se podían dar dos vueltas con una
mano. Como no podía correr, Seita cuidó de que ella los precediera en ir al
refugio antiaéreo, pero más tarde, aún sabiendo que si el refugio quedaba
rodeado por las llamas podía convertirse en su tumba, Seita había huido a toda
prisa, olvidando la seguridad de su madre, sólo porque el fuego interceptaba el
camino más corto que conducía hasta allí y ahora se culpaba a sí mismo por
ello, aunque, ¿qué habría podido hacer, en realidad, de haber estado con ella?
por otra parte, su madre le había dicho bromeando: «Tú huye con Setsuko, yo ya
me las apañaré sola. Si os pasara algo a vosotros, ¿qué excusa le daría a papá?
¿Me has entendido bien?»
En la carretera
nacional, dos camiones de la armada corrían hacia el oeste, un hombre del
cuerpo civil de defensa antiaérea montado en una bicicleta gritaba algo por el
megáfono, un niño de la edad de Seita le decía a un amigo: «Nos han caído dos
bombas justo encima. Nosotros queríamos arrojarlas afuera envolviéndolas con
una estera de paja, pero, no veas, soltaban aceite por todas partes...» «¡ A
los habitantes de Uenishi, Kaminaka y Ichirizuka: agrúpense en la Escuela
Popular de Mikage!»; habían nombrado su barrio y Seita pensó al instante en la
posibilidad de que su madre se hubiera refugiado en la escuela; cuando se
dispuso a bajar la pendiente del dique, volvían a oírse explosiones, el fuego
seguía llameando entre los escombros y, si no tenían una anchura considerable,
el aire ardiente que inundaba las calles impedía avanzar por ellas, «Quedémonos
un poco más aquí», le dijo a Setsuko quien, como si hubiera estado aguardando a
que le dirigiera la palabra: «¡Seita, pipí!», «¡Vamos! ¡Abajo!», la depositó en
el suelo, la levantó cogiéndola por los muslos y la sostuvo en vilo con las
piernas abiertas: el chorro de orina brotó con una fuerza inesperada; después
la enjugó con una toallita, «Ya puedes quitarte la caperuza» y, al ver que
tenía la cara ennegrecida de hollín, humedeció el otro extremo de la toalla con
agua de la cantimplora: «Este lado está limpio, ya lo ves», y le lavó la cara,
«Me duelen los ojos», debido al humo los tenía inyectados en sangre, «Te los
lavarán cuando lleguemos a la escuela», «¿Y a mamá, qué le ha pasado?», «Está en
la escuela», «¿Por qué no vamos allí, entonces?», «Aunque queramos, no podemos
pasar todavía. Todo está ardiendo», Setsuko se echó a llorar diciendo que
quería ir a la escuela; su llanto no era el de una niña mimada y ni siquiera se
debía al dolor, más bien parecía el lamento de una persona adulta. «Seita, ¿ya
has visto a tu madre?», la hija solterona de la casa de enfrente lo llamó, en
el patio de la escuela, cuando se disponía a ponerse de nuevo en la cola para
que los soldados del cuerpo sanitario volvieran a lavarle los ojos a Setsuko,
ya que después de la primera vez seguían doliéndole, «Aún no», «Date prisa,
está herida», y antes de que Seita pudiera preguntarle si podía cuidar de
Setsuko, la mujer dijo: «Yo me quedaré con ella. ¿Has tenido miedo, Setchan?
¿Has llorado?», hasta aquel día, no habían tenido apenas relación con ella, por
lo tanto, ¿no se debería tanta amabilidad a que la mujer conocía la gravedad
del estado de su madre?, Seita se alejó de la fila y, al llegar a la enfermería
que tan familiar le era después de haber estudiado seis años en aquella
escuela, vio una palangana llena de sangre, los trozos de vendas, el suelo y
las batas blancas de las enfermeras teñidos de rojo, un hombre con el uniforme
civil-patriótico tumbado boca abajo, inmóvil; una mujer con una pierna vendada
asomando bajo unos pantalones hechos jirones; Seita, sin saber qué debía
preguntar, permaneció allí de pie, mudo e inmóvil, hasta que se le acercó el
señor Oobayashi, el presidente de la comunidad de vecinos, «¡Ah, Seita! Te
estábamos buscando, ¿estás bien?», le puso una mano sobre la espalda: «Por
aquí», lo condujo al pasillo y cuando, tras ausentarse unos instantes, regresó
de la enfermería, desenvolvió un anillo de jade depositado en el fondo de una
cubeta quirúrgica y se lo entregó: «Es de tu madre»; Seita, ciertamente,
recordaba el anillo.
El aula de trabajos
manuales se encontraba en un rincón apartado de la planta baja: allí habían
instalado a los heridos graves y, de entre ellos, los que estaban todavía más
cerca de la agonía yacían en la sala de profesores, al fondo de todo; la madre
tenía la parte superior del cuerpo completamente envuelta en vendas, sus brazos
parecían bates de béisbol y, en el vendaje que se enrollaba en espiral
alrededor de la cara, se abrían unos agujeros negros únicamente sobre la boca,
la nariz y los ojos; el extremo de su nariz recordaba el rebozado del tempura[14],
los pantalones estaban tan quemados que apenas se reconocían y, por debajo de
ellos, asomaban unas medias gruesas de color pelo de camello, «Por fin se ha
quedado dormida. Sería mejor ingresarla, si encontráramos algún hospital. Ahora
lo están preguntando. Dicen que el hospital Kaisei de Nishinomiya no se ha
quemado, ¡pero vete a saber!», más que dormir, estaba en coma, por eso su
respiración era tan irregular, «Oiga, mi madre padece del corazón, si pudiera
darle algún medicamento...», «¡Ah, lo intentaremos!», dijo asintiendo con un
movimiento de cabeza, pero incluso Seita comprendió que era imposible. Junto a
su madre, yacía un hombre que, cuando espiraba, echaba unos espumarajos
sanguinolentos por la nariz y la boca, y una colegiala con traje marinero, a
quien tal vez horrorizaba aquella visión o, tal vez, a causa del asco que
sentía, lo enjugaba con una toallita mientras lanzaba miradas furtivas a su
alrededor; frente a ella, una mujer de mediana edad, completamente desnuda de
cintura para abajo, exceptuando el pubis que cubría una gasa, tenía una pierna
amputada a la altura de la rodilla; «¡Mamá!», Seita la llamó en voz baja, pero
sintió que aquella situación era irreal; ante todo le preocupaba Setsuko y,
cuando salió al patio, la encontró con la vecina en el cuadro de arena, bajo la
barra fija de gimnasia, «¿La has visto?», «Sí», «Lo siento mucho. Si pudiera
hacer algo, no dudes en decírmelo. ¡Ah!, por cierto, ¿ya te han dado los
bizcochos?», y como Seita hizo un gesto negativo, la mujer se fue, diciendo:
«¡Voy a buscártelos!»; mientras tanto, Setsuko jugaba con una cuchara de helado
que había encontrado en la arena. «Este anillo, guárdalo bien en el monedero.
¡No lo pierdas!», lo metió dentro; «Mamá ahora está enferma, pero enseguida se
pondrá bien», «¿Dónde está?», «En el hospital, en Nishinomiya. Hoy dormirás
conmigo en la escuela y mañana iremos los dos a casa de la tía de Nishinomiya,
¿la conoces, verdad? Vive al lado de un estanque», Setsuko permanecía aún en
silencio, haciendo bolas de arena; la vecina volvió con dos bolsas marrones
llenas de bizcochos, «A nosotros nos toca una clase del primer piso. Los demás
ya están allí, ¿por qué no venís?», pero debió de pensar que, al reunirse con
familias cuyos padres estaban sanos y salvos, la pobrecita Setsuko o, incluso
antes que ella, el mismo Seita se echaría a llorar, y añadió: «¡Ya vendréis más
tarde!»; «¿Quieres comer?», «¡Quiero ir con mamá!», «Mañana iremos. Ahora es
demasiado tarde», se sentaron al borde del cuadro de arena, «¡Ya verás qué
bueno soy!», Seita se arrojó hacia la barra fija, con un fuerte impulso saltó
sobre ella y empezó a girar sin cesar, una y otra vez... en esta misma barra,
la mañana en que empezó la guerra, el día ocho de diciembre, Seita, alumno de
tercer año de la escuela popular, había conseguido batir un récord al dar
cuarenta y seis vueltas seguidas hacia adelante. Al día siguiente, Seita se
dispuso a llevar a su madre al hospital y, como no podía llevarla a hombros,
decidió al fin alquilar una jinrikisha[15] que había cerca de
la estación Rokkómichi, que se había salvado del fuego, «¡Va! Monta tú hasta la
escuela», y Seita subió por primera vez en su vida a una jinrikisha,
pero cuando, tras recorrer un camino lleno de ruinas calcinadas, llegaron a la
escuela, su madre ya estaba agonizando y ni siquiera pudo moverla; el conductor
de la jinrikisha rechazó el importe del viaje con un
gesto negativo de la mano y se fue; aquella misma noche, su madre, debilitada
hasta la extenuación a causa de las quemaduras, expiró; «¿Podría verle la
cara?», ante la petición de Seita, un médico que acababa de quitarse la bata
blanca y mostraba ahora un uniforme militar repuso: «Es mejor que no la veas.
Es mejor así», la madre estaba inerte, completamente envuelta por los vendajes
y, a través de ellos, supuraba la sangre atrayendo a un enjambre de moscas que
se arracimaban a su alrededor; el hombre de la hemorragia y la mujer de la
pierna amputada también habían muerto; un policía preguntaba algo a los
familiares, tomaba quién sabe qué notas y, a continuación, dijo sin dirigirse a
nadie en particular: «No hay más remedio que abrir una fosa en el jardín del
crematorio de Rokkó e incinerarlos dentro. Tendremos que llevárnoslos hoy mismo
en el camión, porque con este calor...», luego saludó militarmente y se fue;
sin flores, sin incienso, sin ofrendas de pasteles de arroz, sin la lectura de
los sutras, sin nadie que los llorara; una mujer, pariente de uno de ellos, se
hacía peinar por una anciana mientras permanecía con los ojos cerrados, otra
daba el pecho a un bebé con un seno descubierto y un joven que asía en una mano
una edición extraordinaria del periódico de tamaño tabloide, ya arrugada,
exclamó con acento emocionado: «¡Fantástico! ¡De trescientos cincuenta aviones
que han venido a bombardear, hemos derribado el sesenta por ciento!», Seita, a
su vez, calculó que el sesenta por ciento de trescientos cincuenta era
doscientos diez, algo que no tenía relación alguna con la muerte de su madre.
Antes de nada, dejó
a Setsuko al cuidado de unos parientes lejanos que vivían en Nishinomiya con
quienes habían convenido acogerse mutuamente en caso de incendio; la familia se
componía de una mujer viuda, un hijo que estudiaba en la Escuela de Marina
Mercante y una hija, y alojaban además a un huésped, empleado en las aduanas de
Kobe. El siete de junio al mediodía, el cadáver de su madre debía ser
incinerado al pie del monte Ichió; al quitarle las vendas que envolvían sus
muñecas para sujetar con alambre la placa de identificación, la piel de la
madre, que Seita podía ver al fin, apareció tan ennegrecida que nadie hubiera
creído que perteneciera a un ser humano y, en el momento de cargarla sobre una
parihuela, multitud de gusanos cayeron rodando rítmicamente al suelo; bajó la
mirada, cientos, miles de gusanos se retorcían sobre el pavimento del aula de
trabajos manuales, ignorados por quienes los iban aplastando bajo sus pies con
gesto impasible mientras sacaban los cadáveres: cuerpos ennegrecidos similares
a troncos quemados que envolvían en una estera de paja antes de cargarlos en un
camión, o bien cadáveres de muertos por asfixia, por heridas, y aun otros, que
iban alineando, sin envolver siquiera, dentro de un autobús desprovisto de
asientos.
En una explanada al
pie del monte Ichió, una fosa de unos diez metros de diámetro donde se
amontonaban desordenadamente vigas, pilares de madera y shoji[16] de edificios
derruidos como medida de seguridad; depositaron los cadáveres sobre aquel
montón y los miembros del cuerpo de vigilancia antiaérea fueron vaciando en la
fosa cubos de petróleo con ademanes que recordaban los ejercicios de
entrenamiento de extinción de incendios; luego encendieron un trapo y, al
arrojarlo dentro, se levantó una humareda negra y el fuego empezó a arder; los
cadáveres, envueltos en llamas, que caían rodando eran prendidos con un gancho
de palo largo y devueltos a la hoguera; a su lado, sobre una mesa cubierta por
una tela blanca, se alineaban a centenares cajas de madera de apariencia
miserable: era en ellas donde más tarde depositarían los huesos.
Alejaron a los
parientes, diciendo que entorpecían el trabajo y, durante la noche que siguió a
aquella incineración que no había oficiado siquiera el monje más mísero,
repartieron los huesos metidos en las cajas de madera, donde figuraba el nombre
del difunto escrito con carboncillo, como si, ¡qué gran utilidad la de la placa
de identificación!, dieran a cada cual su parte en la cola del racionamiento.
Pese al humo negro que se había alzado de la hoguera, los huesos eran
inmaculadamente blancos.
Ya era plena noche
cuando Seita llegó, al fin, a la casa de Nishinomiya, «¿Mamá todavía está
malita?» «Se ha herido en el bombardeo», «¿Y el anillo, ya no se lo pondrá más?
¿Me lo ha dado a mí?» Seita escondió la caja con los huesos dentro de un
pequeño armario empotrado que había encima de una estantería y, por un momento,
imaginó el anillo ciñendo aquellos huesos blancos; horrorizado, alejó enseguida
esta visión de su pensamiento, «Este anillo es muy valioso, guárdalo», le dijo
a Setsuko que estaba sentada sobre un colchón, jugando con las fichas de ohajiki y con el anillo. Seita no lo sabía, pero su madre,
como medida de seguridad, había enviado a casa de los parientes de Nishinomiya
quimonos, ropa de cama y mosquiteras; la viuda, señalando los paquetes
envueltos en unos furoshiki de estampado arabesco que
se amontonaban en un rincón del pasillo, dijo en un tono dulzón que ocultaba a
duras penas la envidia: «¡Qué suerte pertenecer a la armada, ¿no? Todo te lo
llevan en camión!»; al abrir una canasta de mimbre, aparecieron la ropa
interior de Seita y de Setsuko y los quimonos de uso diario de la madre; dentro
de un baúl para guardar vestidos occidentales había quimonos de paseo de largas
mangas; el olor a naftalina que los impregnaba le hizo sentir nostalgia.
Les asignaron una
habitación de tres tatami al lado del recibidor; como
tenían cédula de damnificados, les correspondía una ración especial de arroz,
latas de salmón, carne de ternera y legumbres cocidas; además, cuando excavó
entre escombros y cenizas ya frías el lugar que supuso correcto dentro de un
perímetro de dimensiones tan reducidas que lo sorprendió: «¿Aquí vivíamos todos
nosotros!», encontró en perfecto estado los víveres que había guardado en el
brasero de cerámica Seto; alquiló una carreta e invirtió todo un día en
transportarlos, cruzando los cuatros ríos: Ishiya, Sumiyoshi, Ashiya y
Shukugawa, hasta dejar apilada toda aquella comida en el recibidor; con todo,
la viuda siguió con sus reproches: «¡Vaya vida de lujo se dan las familias de
los militares!», mientras iba, con aire satisfecho, repartiendo orgullosamente
entre los vecinos unas ciruelas conservadas en sal que no le pertenecían; había
restricciones en el suministro de agua y contar con un joven fuerte como Seita
para acarrearla desde un pozo que estaba a trescientos metros de la casa
representaría una gran ayuda; la hija, alumna de cuarto año de la escuela
superior femenina movilizada en la fábrica de aviones Nakajima, incluso cuidó
por unos días de Setsuko durante su permiso.
En el pozo, una
mujer de la vecindad cuyo marido estaba en el frente y un estudiante de la
universidad de Dóshisha, que paseaba con el torso desnudo y con una gorra en la
cabeza, tenían la osadía de aparecer cogidos de la mano, convirtiéndose, así,
en la comidilla del vecindario; no se hablaba menos de Seita y de Setsuko,
aquellos pobres niños, hijos de un teniente de la armada, que habían perdido a
su madre en un bombardeo y a quienes todo el mundo compadecía después de que la
viuda pregonara interesadamente su historia por todo el barrio.
Al anochecer, las
ranas croaban en un depósito de agua cercano y, a ambos lados de la caudalosa
corriente que venía fluyendo desde el depósito a través de la hierba espesa,
las luciérnagas titilaban posadas una sobre cada hoja; al alargar la mano hacia
ellas, su luz se veía parpadear entre los dedos, «¡Mira, cógela!», depositaba
una sobre la palma de la mano de Setsuko, pero ésta la cerraba con todas sus
fuerzas y aplastaba la luciérnaga en un instante: en la palma de su mano
quedaba un penetrante olor acre, arropados en la negra placidez de las
tinieblas de junio, porque en Nishinomiya, al pie de la montaña, los ataques
aéreos se sentían todavía como algo ajeno.
Envió una carta a
la base naval de Kure dirigida a su padre a la que nadie respondió, luego fue a
comprobar cuánto dinero tenían en la agencia Rokkó del banco de Kobe y en la
agencia Motomachi del Sumitomo, bancos que recordaba muy bien porque un día, de
regreso, había importunado a su madre para que le comprara ya no sabía qué;
anunció a la viuda que en la cuenta había un os siete mil yenes y ella se
henchió de orgullo, «¡Pues a mí, cuando murió mi marido, me dieron setenta mil
yenes de gratificación del retiro!», y añadió, presumiendo ahora de su hijo:
«Yukihiko estaba sólo en tercer año de bachillerato, pero saludó con tanta
corrección al presidente de la compañía, que lo felicitó y todo. ¡Mi hijo vale
mucho!», eran palabras llenas de sobreentendidos, dirigidas a Seita, quien no
podía evitar dormirse por las mañanas, ya que tenía dificultades en conciliar
el sueño y se despertaba por las noches gritando de terror; en menos de diez
días, las ciruelas del tarro, los huevos en polvo y la mantequilla se habían agotado,
las raciones especiales para damnificados también habían desaparecido y, de sus
dos raciones de tres shaku de arroz, la mitad se
convirtió en soja, cebada y maíz; la viuda temía que aquellos dos niños en
pleno crecimiento acabaran comiéndose incluso su ración y, poco después, al
servir las gachas de arroz aguado con legumbres que tomaban tres veces al día,
hundía pesadamente el cazo hasta el fondo de la olla y daba el arroz a su hija,
mientras a Seita y a Setsuko les llenaba el tazón de caldo y legumbres; debía
remorderle la conciencia de vez en cuando porque solía decir: «Como la niña
está trabajando para la patria, debe comer bien para tener fuerzas», sin
embargo, en la cocina, se la oía rascar sin descanso la olla con el cazo para
desprender el arroz que se había adherido al fondo, el arroz más suculento,
aromático y pastoso, sin duda alguna; al imaginar a la viuda devorándolo con
fruición, Seita, más que enfadarse, sentía cómo se le hacía la boca agua. El
huésped que trabajaba en aduanas conocía todos los recovecos del mercado negro
y solía regalarle a la viuda latas de carne de ternera, almíbar y salmón para
ganarse su favor, porque le gustaba mucho la hija.
«¿Vamos a la
playa?», un día despejado de la estación de las lluvias, Seita, preocupado por
el terrible sarpullido que cubría la piel de Setsuko, pensó que las manchas
desaparecerían si las frotaba con agua salada; era difícil adivinar qué
razonamientos habría seguido la mente infantil de Setsuko para explicarse la
desaparición de su madre, pero lo cierto era que apenas preguntaba por ella y
que había pasado a depositar toda su confianza en su hermano mayor, «¡Oh, sí!
¡Qué bien!»; hasta el verano pasado, su madre alquilaba una casa en Suma donde
solían pasar todo el verano: Seita dejaba a Setsuko sentada en la arena e iba y
venía nadando desde la orilla hasta las boyas de vidrio de las redes de los
pescadores que flotaban mar adentro; en la playa había un puestecillo que, pese
a ser un sencillo merendero, servía un sake dulce con
sabor a jengibre y ellos dos lo bebían soplando; de regreso les esperaba el hattaiko[17]
que había hecho su madre: Setsuko se lo embutía en la boca y, al atragantarse,
su cara acababa embadurnada, toda, de hattaiko... «¿Lo
recuerdas Setsuko?», tenía ya estas palabras en los labios, pero se dijo que
era mejor no despertar los recuerdos de la niña hablando sin ton ni son.
Se dirigieron a la
playa bordeando el riachuelo; en el camino asfaltado que corría en línea recta,
había detenidas unas carretas de tiro donde iban cargando diversos fardos que
sacaban de las casas; un joven rechoncho, con gafas y una gorra de la Escuela
Primera de Bachillerato de Kobe, llevaba entre los brazos un montón de libros
muy voluminosos y los depositó en la carreta mientras el caballo sacudía la
cola con apatía; tras girar a la derecha, desembocaron en el dique del río
Shukugawa; a medio camino, estaba la cafetería Pabonii donde servían agar-agar con sabor a sacarina y allí solían detenerse a
tomar uno; la pastelería Yühaimu de Sannomiya que había permanecido abierta
hasta el final; medio año antes, con motivo del cierre de la tienda, habían
hecho una hornada de tartas montadas y su madre había comprado una; el dueño de
la pastelería era judío, por cierto, como lo era también aquella multitud de
refugiados que el año quince de Shôwa[18] llegó a la mansión
de ladrillo rojo que se encontraba cerca de Shinohara, donde Seita estudiaba
matemáticas: aunque eran jóvenes, todos llevaban barba, a las cuatro de la
tarde se dirigían en fila india al baño público y, pese al calor del verano, se
cubrían con un grueso abrigo; había uno que calzaba los dos zapatos del pie
izquierdo y andaba cojeando, ¿qué habrá sido de ellos?, ¿los habrán obligado a
trabajar en una fábrica, como es de suponer tratándose de prisioneros? Los
prisioneros trabajan duramente; así lo dicen: en cuanto a esfuerzo, éstos se
sitúan en primer lugar; en segundo, los estudiantes; en tercero, los
movilizados y, en cuarto lugar, los obreros de verdad; éstos suelen hacer
tabaqueras metálicas con duraluminio, reglas con resina sintética y cosas por
el estilo; con gente como ésa, ¿cómo diablos se va a ganar una guerra? El dique
del río Shukugawa se había convertido en una huerta donde se abrían las flores
de la calabaza y del pepino; en la zona que se extendía hasta la carretera
nacional no se veía ni un alma y, dentro del bosquecillo que la bordeaba, unos
aviones de tamaño mediano, de reserva para la lucha final en territorio
japonés, permanecían en silencio, cubiertos por una exigua red de camuflaje que
no era más que una simple excusa. En la playa, niños y ancianos llenaban
botellas de un sho[19] con agua de mar, «Setsuko, desnúdate», Seita empapó
una toallita de agua, «Puede que esté un poco fría», y frotó repetidas veces
las zonas de aquella piel tersa, ya de mujercita, donde se multiplicaban las
manchas rojas, en los hombros y en los muslos; el baño en Manchitani iban a
tomarlo a casa de unos vecinos que vivían dos casas más allá; eran siempre los
últimos en entrar y, al bañarse envueltos en las tinieblas de las restricciones
de luz, Seita jamás tenía la sensación de haberse lavado; el cuerpo desnudo de
Setsuko, que veía de nuevo, era blanco como el de su padre; «¡Mira! ¿Qué le
pasa a aquel hombre? ¿Está durmiendo?», al lado del dique de protección había
un cadáver cubierto con una estera de paja bajo la que asomaban unas piernas desmesuradamente
grandes en comparación al cuerpo, «¡Déjalo! ¡Es mejor que no lo mires! Oye, en
cuanto haga un poco más de calor, podremos nadar. Yo te enseñaré», «¡Si
nadamos, tendremos aún más hambre!», también Seita se veía acuciado, en los
últimos tiempos, por una insoportable sensación de hambre, hasta el punto de
que, cuando se sacaba alguna espinilla caprichosa que le había aparecido en el
rostro, se metía inconscientemente aquella grasa blanca en la boca; le quedaba
algún dinero, pero carecía de experiencia en la compra clandestina, «¿Por qué
no intentamos pescar algún pez?», pensó que no debería ser difícil atrapar un bera, o quizá un tenkochi[20]; como último
recurso, decidieron buscar algas, pero sólo había algunos sargazos podridos
flotando al vaivén de las olas.
Cuando se anunció
el estado de alerta, decidieron volver a casa y, al pasar por delante del
hospital Kansei, de súbito oyeron resonar la voz de una joven: «¡Eh, mamá!»,
una enfermera se arrojó a los brazos de una mujer de mediana edad que llevaba
una bolsa al hombro, su madre recién llegada del campo, sin duda; Seita,
embobado, contempló la escena medio con envidia, medio con fascinación,
pensando: «¡Qué expresión tan bonita tiene esta enfermera!»; «¡Evacuación!»,
Seita dirigió maquinalmente la mirada hacia el mar: unos B-29 sobrevolaban las
aguas profundas de la bahía de Osaka en vuelo rasante arrojando minas; debían
haberse agotado ya todos los objetivos a incendiar, porque en los últimos días
los bombardeos a gran escala se habían ido alejando cada vez más.
«Los quimonos de tu
madre, me sabe mal decírtelo, pero ya no sirven para nada, ¿qué te parece si
los cambiamos por arroz? Ya hace tiempo que yo voy intercambiando esto y lo
otro para poder completar lo que nos hace falta», la viuda añadió que su madre
se hubiera alegrado por ello; sin esperar siquiera una respuesta, abrió el baúl
de vestidos occidentales y, con mano experta, que delataba las repetidas veces
que debía haber registrado el contenido del baúl mientras ellos estaban
ausentes, sacó dos o tres quimonos y los puso encima del tatami, «Con eso creo
que podremos conseguir un to[21] de arroz. Tú
también tienes que alimentarte bien, Seita, tienes que ponerte fuerte para
cuando seas soldado.»
Eran los quimonos
que llevaba su madre cuando era joven; Seita recordó el día en que la
asociación de padres había asistido a su clase, el orgullo con que había
contemplado a su madre tras comprobar, al volverse, que era la más hermosa;
recordó también las visitas que hacían a su padre en Kure: en estas ocasiones,
su madre aparecía inesperadamente con un atuendo mucho más juvenil y, en el
tren, él no hacía más que acariciarla contento... Pero, ahora, ¡un to de arroz!; Seita, con sólo oír estas palabras, «un to», se estremeció de alegría, ya que las inciertas raciones
de arroz que les correspondían a él y a Setsuko no llenaban siquiera medio
cestillo de bambú y, además, con esta cantidad tenían que subsistir cinco días.
En los alrededores
de Manchitani vivían muchos campesinos y la viuda no tardó en regresar con un
saco de arroz: llenó hasta los bordes el tarro de Seita, el mismo que había
contenido las ciruelas, y vació el resto en un cofre de madera para uso de su familia;
durante dos o tres días comieron arroz hasta la saciedad, pero enseguida
volvieron a las gachas y, cuando se dejaron oír las protestas de Seita, «Tú ya
eres mayor y tienes que pensar en cooperar con los demás. Tú no ofreces ni
siquiera un puñado de arroz y, ¿dices que quieres comerlo? ¡Esto no puede ser
de ninguna manera! ¡No tienes ninguna razón!»; con razón o sin ella, gracias a
los quimonos de la madre, la viuda había conseguido el arroz con que preparaba,
ufana, la comida que su hija llevaba al trabajo y las bolas de arroz para el
huésped, mientras el almuerzo de Seita y Setsuko consistía en una mezcla de
soja desgrasada que la niña, aún con el sabor del arroz en los labios, se
negaba a comer; «Diga usted lo que diga, ¡el arroz era nuestro!», «¿Quieres
decir con eso que os engaño? ¡Vas demasiado lejos! Acojo a dos huérfanos y
encima tengo que oír eso! ¡Muy bien! A partir de ahora, haremos la comida
aparte. Así no habrá quejas, ¿no? Además, Seita, tú tienes parientes en Tokyo,
¿verdad? En casa de la familia de tu madre, hay un tal no sé qué, ¿por qué no
le escribes? En cualquier momento bombardearán Nishinomiya», la viuda no llegó
a ordenarles que se marcharan enseguida, pero soltó a gusto todo lo que tenía
en mente, y lo cierto es que también ella tenía sus razones: los dos huérfanos
se habían instalado en su casa sin intención aparente de marcharse cuando ella
no era más que la esposa de un primo de su padre; tenían parientes más cercanos
en Kobe, pero todos habían perdido su casa entre las llamas y no sabían cómo
encontrarlos. En una tienda de utensilios domésticos, Seita compró una cuchara
hecha con una concha a la que habían aplicado un mango, una cazuela de barro,
una salsera de soja y, además, regaló a Setsuko un peine de boj que valía diez
yenes; mañana y noche, pedía prestado un hornillo, cocía arroz y, de
acompañamiento, preparaba tallos de calabaza hervidos, caracoles del estanque
en salsa de soja o calamares secos puestos en remojo y cocidos, «No hace falta
que te sientes tan correctamente», al tomar asiento frente a aquella pobre
comida depositada, sin bandeja, directamente sobre el tatami, Setsuko lo hizo
con mucha formalidad, tal como le habían enseñado, y después de la comida,
cuando Seita se tumbó en el suelo con aire negligente, ella le advirtió: «¡Te
convertirás en una vaca!» Utilizando la cocina por separado se sentían más
cómodos, pero él no podía dar abasto a todos los quehaceres y, pronto, al pasar
el peine de boj por el pelo de Setsuko, era difícil adivinar dónde los habría
cogido, pero caían rodando de su cabellera piojos y liendres, y si tendía la
ropa sin tomar precauciones, «¡Quieres que nos vean los aviones del enemigo o
qué!», la viuda tenía palabras de reproche incluso sobre la colada; los
esfuerzos de Seita no impedían que la suciedad fuera cada vez más ostensible;
para empezar, les prohibieron bañarse en casa de los vecinos y, cuando
finalmente los dejaron entrar, una vez cada tres días, en el baño público, fue
a condición de que llevaran el combustible para calentar el agua, una tarea
ardua y pesada que daba pereza; Seita se pasaba el día tumbado, leyendo las
revistas femeninas a las que había estado suscrita su madre y que él compraba
en la librería de viejo de delante de la estación de Shukugawa y, cuando sonaba
la alarma de bombardeo, si la radio anunciaba la llegada de una gran formación
de aviones, se negaba a ir al refugio ordinario, cogía a Setsuko y se metía en
una cueva profunda que había detrás del estanque, cosa muy mal vista por los
vecinos del barrio, quienes, encabezados por la viuda, estaban ya hartos de los
dos huérfanos y decían que un joven de su edad debería ser núcleo de las
actividades civiles de extinción de incendios, pero Seita, tras haber vivido en
su propia piel el estrépito de las bombas estrellándose contra el suelo y la
velocidad de las llamas, si hubieran sido uno o dos aviones aún lo habría
hecho, pero tratándose de toda una formación, ¡ni pensarlo!
El seis de julio,
bajo las últimas lluvias de la época de los monzones, los B-29 bombardearon Akashi;
desde la cueva, Seita y Setsuko contemplaban distraídamente las ondas
concéntricas que las gotas de lluvia torrencial dibujaban en la superficie del
estanque; Setsuko abrazaba la muñeca, que no abandonaba fuera adonde fuese,
«¡Quiero volver a casa. No quiero vivir más con la tía!», lo dijo lloriqueando,
aunque no se había quejado nunca hasta aquel momento, «Nuestra casa se ha
quemado, ya no tenemos casa», sin embargo, no podrían estar ya en casa de la
viuda mucho más tiempo: una noche en que Setsuko, dormida, estuvo llorando de
miedo, la viuda apareció de repente como si hubiera estado aguardando la
ocasión, «¡Mi hija y mi hijo están trabajando para la patria, así que tú, por
lo menos, podrías hacer algo para que dejara de llorar, como mínimo, vamos; ¡Con
este escándalo no hay quien duerma!», y cerró la puerta corredera con una
violencia que hizo sollozar a la niña con más fuerza; Seita la sacó a las
tinieblas de la calle, entre las luciérnagas eternas; por un instante pensó:
«Si al menos no estuviera Setsuko...», pero el cuerpecillo de la pequeña, que
había vuelto a dormirse apoyada en su espalda, parecía, extrañamente, mucho más
liviano, su frente y sus brazos estaban llenos de picaduras de mosquito que,
cuando se rascaba, supuraban pus. Aprovechando que la viuda acababa de salir,
levantaron la tapa del viejo armonio de la hija:
«he-to-i-ro-ha-ro-i-ro-to-ro-i, he-to-i-ro-i-ho-ni»; cuando las escuelas
pasaron a llamarse «populares», el «do-re-mi-» se convirtió en
«ha-ni-ho-he-to-i-ro-ha»; recordaba haber tecleado con inseguridad la melodía
del Koinobori[22], la primera canción que aprendió tras aquel cambio
y, al tararearla con Setsuko: «¡Dejad de cantar! ¡Estamos en guerra y voy a ser
yo quien sufra las consecuencias! ¡Qué falta de sentido común!», gritó,
enfadada, la viuda, que había regresado inadvertidamente, «¡Con vosotros, ha
caído una calamidad sobre esta casa! En los bombardeos, no sirves para nada. Si
te preocupa tanto tu vida, ¿por qué no vives siempre en la cueva?»
«Esta será nuestra
casa. A esta cueva no vendrá nadie y tú y yo podremos vivir como queramos.» La
cueva tenía forma de U, y los soportes que la apuntalaban eran gruesos,
«Compraremos paja a los campesinos y la extenderemos por el suelo, y si aquí
colgamos el mosquitero, no estará tan mal», Seita se sentía movido, a medias,
por un impulso a la aventura muy propio de su edad y, cuando hubo pasado el
estado de alarma, empezó a recoger sus cosas en silencio, «Gracias por habernos
tenido en casa tanto tiempo. Nosotros nos vamos», «¿Que os vais? ¿A dónde?»,
«Todavía no lo hemos decidido», «Bueno, ¡cuidaos entonces! ¡Adiós, Setenan!», y
con una sonrisa forzada, la viuda desapareció en el interior de la casa.
A duras penas logró
arrastrar hasta la cueva la canasta de mimbre para guardar ropa, el mosquitero,
los utensilios de cocina y, además, el baúl de ropa occidental y la caja con
los huesos de su madre; «¿Aquí vamos a vivir?», pensándolo bien, era una cueva
normal y corriente, y Seita empezó a sentirse desanimado, pero en la primera
granja adonde se dirigió, al azar, le dieron paja e incluso le vendieron
algunos nabos; además, Setsuko estaba entusiasmada, «¡Esto es la cocina; y aquí
está el recibidor!», se detuvo un instante con aire dubitativo, «¿Y dónde
pondremos el lavabo?», «¡No importa!, en cualquier sitio va bien. Ya te
acompañaré yo», Setsuko se sentó con delicadeza encima de un montón de paja; su
padre había dicho una vez: «Esta niña, cuando crezca, va a ser hermosa y
distinguida», al preguntarle Seita el significado de la palabra distinguida, que no entendía, su padre aventuró: «Pues,
vendría a ser algo así como elegante, supongo», y, en
efecto, Setsuko era una belleza elegante y digna de compasión.
Estaban
acostumbrados a la oscuridad de las restricciones de luz, pero, sumergido en
las tinieblas de la noche, el interior de la cueva parecía realmente pintado de
negro; una vez se metían dentro del mosquitero colgado de los puntales, no
podían confiar en otro punto de referencia que en el zumbido incesante de los
mosquitos que pululaban en el exterior, los dos se arrimaron instintivamente el
uno al otro y, al abrazar con el bajo vientre las piernas desnudas de Setsuko,
Seita sintió una excitación que le producía un dolor sordo, la abrazó con más
fuerza: «¡Seita, me haces daño!», dijo Setsuko llena de pánico.
«¿Paseamos?», como
no podían conciliar el sueño, salieron al exterior e hicieron pipí los dos
juntos; sobre sus cabezas unos aviones japoneses se dirigían hacia el oeste
haciendo parpadear las luces de señales, azules y rojas, «¡Mira, las unidades
especiales de ataque[23]!»,
«¡Ah!», Setsuko asintió con la cabeza sin comprender lo que querían decir
aquellas palabras, «Parecen luciérnagas», «Sí, es verdad», si cogieran
luciérnagas y las metieran dentro del mosquitero, ¿no darían, tal vez, un poco
de luz? Y de este modo, y no es que pretendieran imitar a Shain[24], fueron atrapando
todas las luciérnagas que se pusieron a su alcance, una tras otra, y cuando las
soltaron dentro del mosquitero, cinco o seis emprendieron el vuelo con
suavidad, mientras las otras se posaban en la tela... ¡Oh!, ¡ya eran cien las
luciérnagas que volaban ahora por el interior del mosquitero!; seguían sin
poder distinguirse las facciones el uno al otro, pero el vuelo de las
luciérnagas les daba una sensación de serenidad y sus ojos se cerraron mientras
iban siguiendo aquellos movimientos suaves; las luces de las luciérnagas, en
hilera: la revista naval del emperador a las Fuerzas de la Armada en octubre
del año diez de Shôwa[25]; ornaron la ladera del monte Rokkó con una gran
luminaria en forma de nave; desde la cima, la flota y los portaaviones anclados
en la bahía de Osaka parecían palos flotando sobre las aguas, los toldos
blancos se extendían desde la proa; su padre formaba parte de la tripulación de
la hágala Maja y Seita la buscó desesperadamente, pero
el puente cortado en vertical, parecido a un barranco, característico de la
fragata Maya, no se veía por ninguna parte; ¡oh!, ¿era
la banda de la Universidad de Comercio?, entrecortadamente, sonaba el himno de
la Marina: «¡Si hay que defenderse, o también que atacar, en el flotante acero
debemos confiar!», «¿Dónde estará haciendo la guerra papá?», su fotografía,
manchada del sudor de Seita... ¡Ataque de aviones enemigos!, ¡ta-ta-ta-ta-ta!,
imaginó que las luces de las luciérnagas eran proyectiles del enemigo, ¡sí!, en
el bombardeo de la noche del diecisiete de marzo, ¡fuua! ¡fuua!, los
proyectiles de las baterías antiaéreas se elevaban zigzagueantes, como
luciérnagas, para ser engullidos por el cielo, ¿podrían dar realmente en el
blanco, con aquellas máquinas?
Por la mañana,
habían muerto la mitad de las luciérnagas y Setsuko las enterró a la entrada
del refugio, «¿Qué estás haciendo?», «La tumba de las luciérnagas», y, sin
levantar la mirada del suelo, «A mamá también la han metido en una tumba,
¿verdad?», mientras Seita vacilaba sobre qué debía responder, «Me lo dijo la
tía, me dijo que mamá había muerto y que estaba en una tumba», y a Seita, por
primera vez, se le anegaron los ojos en lágrimas, «Algún día iremos a visitar
la tumba de mamá. Setsuko, ¿no te acuerdas del cementerio de Kasugano, el que
está cerca de Nunobiki? Mamá está allí.» Debajo de un alcanforero, en una tumba
pequeña: Sí, hasta que no pongamos sus huesos allí, mamá no podrá descansar en
paz.
Cambiaba los
quimonos de su madre por arroz en las granjas; la gente del vecindario lo veía
cuando iba al pozo y, por eso, todos adivinaron enseguida que vivían los dos en
la cueva, pero nadie apareció por allí; Seita recogía ramas para cocer el
arroz, si no le alcanzaba la sal, cogía agua de mar; algún P-15 los tiroteaba
de vez en cuando en el camino, pero pasaron unos días apacibles, con las
luciérnagas velando sus noches, se habían habituado ya a vivir en la cueva,
aunque a Seita le salió un eczema entre los dedos de las dos manos y Setsuko se
iba debilitando cada vez más.
Por la noche se sumergían
en las aguas del estanque; Seita buscaba caracoles mientras bañaba a Setsuko;
los omoplatos y las costillas de la niña cada día sobresalían más: «Tienes que
comer mucho, Setsuko», miró fijamente el lugar donde croaban las ranas y pensó
en la posibilidad de atrapar alguna, pero era imposible; aunque dijera que
tenía que comer más, los quimonos de la madre se habían acabado, un huevo
costaba tres yenes; un shó de aceite, cien; cien momme[26]
de carne de ternera, veinte yenes; un shó de arroz,
veinticinco yenes: los precios del mercado negro, si no se conocía bien, eran
inalcanzables. Viviendo tan cerca de la ciudad, los campesinos no pecaban de
candidez y se negaban a vender el arroz a cambio de dinero; pronto volvieron a
las gachas de soja y, a finales de julio, Setsuko cogió la sarna, además de
estar infestada de pulgas y piojos que, pese a los esfuerzos de Seita para
acabar con ellos, reaparecían a la mañana siguiente pululando por las costuras
del vestido de la niña; cuando Seita pensaba que la gotita roja de sangre de
los piojos grises pertenecía a Setsuko, se enfadaba tanto que los torturaba
arrancándoles, una a una, sus minúsculas patitas, pero era en vano; llegó a
preguntarse si podrían comerse también las luciérnagas y, pronto, Setsuko debió
sentirse ya sin fuerzas, porque, sólo proponerle ir a la playa, decía: «Te
espero aquí», y permanecía acostada en el suelo abrazando la muñeca; Seita,
cada vez que salía, robaba de los huertos tomates verdes y pepinos pequeños
como un dedo meñique que hacía comer a Setsuko; una vez vio a un niño de unos
cinco o seis años que mordisqueaba una manzana como si fuera un tesoro: se la
arrancó de la mano y regresó corriendo, «¡Setsuko, una manzana! ¡Cómetela!», a
la niña, como era de esperar, se le iluminaron los ojos, pero al hincarle los
dientes, dijo enseguida: «¡No, no es una manzana!», y cuando Seita la mordió,
vio que era un trozo crudo de batata pelada; Setsuko, decepcionada, con la miel
en los labios, empezó a llorar, «¡Aunque sea un trozo de batata, no importa!
¡Cométela enseguida! ¡Si no te la comes tú, me la comeré yo!», Seita habló con
severidad, pero había lágrimas en su voz.
¿Qué había pasado
con el racionamiento? De vez en cuando le daban sal gema, cerillas y arroz,
pero por no pertenecer a una asociación de vecinos, no tenía acceso a los
artículos de racionamiento que anunciaban esporádicamente en el periódico;
Seita, al caer la noche, no sólo robaba en los pequeños huertos de delante de
las casas, sino que cogía batatas de los campos, arrancaba caña de azúcar y
hacía beber el líquido a Setsuko.
La noche del
treinta y uno de julio sonó la alarma antiaérea mientras estaba robando en un
campo; siguió arrancando batatas, ignorándola, pero unos campesinos que se
habían cobijado en una zanja que se encontraba en las inmediaciones lo
descubrieron y lo apalearon; cuando la alarma hubo cesado, lo arrastraron hasta
la cueva donde enfocaron con una linterna las hojas de batata que guardaba para
hervir: una prueba irrefutable, «¡Perdón! ¡Perdón!», delante de la aterrorizada
Setsuko, pidió perdón de rodillas, pero no se conmovieron, «Mi hermana está
enferma, si no estoy yo, morirá», «¿Qué estás diciendo? ¡En tiempos de guerra,
robar en los campos es un delito muy grave!», le echaron la zancadilla, lo
tiraron al suelo y lo agarraron por la nuca, «¡Vamos! ¡Andando! ¡Te meteremos
entre rejas!»; sin embargo, una vez en comisaría, el policía no se inmutó:
«Dicen que el bombardeo de esta noche ha sido en Fukui», calmó a los indignados
campesinos, sermoneó a Seita y lo dejó ir enseguida; salió a la calle, era
imposible adivinar cómo habría podido llegar, pero allí estaba aguardando
Setsuko. Volvieron al refugio y, como Seita seguía sollozando, Setsuko le
acarició la espalda, «¿Dónde te duele? Te encuentras muy mal, ¿verdad?
Tendremos que llamar al doctor para que te ponga una inyección», dijo en tono
maternal.
A principios de
agosto, las escuadrillas procedentes de los portaaviones bombardeaban a diario;
Seita aguardaba a que sonara la alarma antiaérea para salir de rapiña; esperaba
a que todos se agazaparan en los refugios, aterrados ante la visión de aquellas
luces que centelleaban a lo lejos en el cielo de verano y que se transformaban,
de súbito, en ráfagas de metralla que se precipitaba sobre sus cabezas; entraba
a hurtadillas en las cocinas por las puertas abiertas de par en par y cogía
todo lo que encontraba; la noche del cinco de agosto ardió el centro de la
ciudad de Nishinomiya y, por primera vez, temblaron de terror los habitantes de
Manchitani, aquellos que se creían libres de todo peligro, pero, para Seita,
representó una fuente de ganancias: bajo el estruendo entrecruzado de
diferentes tipos de bombas, entró furtivamente en un barrio donde no había ni un
alma, parecido a aquellos que había visto el cinco de junio, y cogió todo lo
que encontró: quimonos para cambiar por arroz, mochilas abandonadas y, lo que
no podía acarrear con una mano, mientras, a su paso, apartaba las chispas de
fuego con la otra, lo escondió bajo las losas de piedra de las cloacas; ¡Una
oleada de gente en busca de refugio se abalanzaba sobre él! Seita se puso en
cuclillas para evitar aquella vorágine y, cuando levantó la mirada hacia el
cielo de la noche, los B-29 volaban hacia la montaña y giraban de nuevo hacia
el mar, rozando a su paso el humo de los fuegos; Seita, que había perdido ya el
pánico, sintió incluso el impulso de ponerse a dar brincos, mientras agitaba
los brazos en el aire, gritando ¡yuhuuu!
Aunque hurtaba
aprovechando la confusión del momento, cuidaba en elegir los quimonos más
llamativos, que pudiera cambiar con provecho, aquellos de largas mangas,
tejidos de colores tan brillantes que dejaban sin aliento; se los embutía
debajo de la camisa y del pantalón y, mientras andaba, se iba sosteniendo aquel
vientre hinchado como el de una rana; intercambiaba los quimonos en las
granjas, pero, como había indicios de que la cosecha sería mala, los campesinos
pronto se negaron a desprenderse del arroz; Seita temía, como es lógico, a la
gente de los alrededores y, en su búsqueda, se desplazaba hasta Nikawa y
Nishinomiya-kitaguchi, donde recorría, de punta a punta, unos arrozales que
mostraban los enormes boquetes de las bombas, pero lo máximo que conseguía eran
tomates, alubias y brotes verdes de soja.
Setsuko sufría de
diarrea crónica, la parte derecha de su cuerpo estaba tan pálida que
transparentaba; la izquierda estaba cubierta por las llagas de la sarna y,
cuando la lavaba con agua de mar, le escocía tanto que no hacía más que llorar.
Visitaron un médico, delante de la estación de Shukugawa: «Tiene que tomar
alimentos nutritivos», se limitó a auscultarle el pecho, como simple
formulismo, sin darle siquiera una medicina; alimentos nutritivos como el
pescado blanco, la yema de huevo, la mantequilla o el chocolate de Shangai que
le enviaba su padre y que encontraba en el buzón al volver de la escuela, o las
manzanas cuyo zumo tomaba al menor síntoma de indigestión, después de rallarlas
y tamizarlas con una gasa; le parecía que todo aquello pertenecía a una época
muy lejana, pero hasta dos años atrás lo habían tenido todo, ¡no!, incluso dos
meses antes su madre cocía melocotón en almíbar, abría latas de cangrejo, y él
se negaba a tomar yókan[27] diciendo que no le gustaban las cosas dulces; la
comida con arroz importado de China del día de la Gran Asia que tiró diciendo
que olía mal; aquella comida vegetariana, poco apetitosa, del templo Manpuku
del monte Oobaku; las bolas de harina con las que se atragantó, al comerlas por
primera vez, ¡ahora parecían un sueno!
Setsuko ya ni
siquiera tenía fuerzas para sostener la muñeca que había llevado siempre
consigo, abrazada, y que balanceaba la cabeza a cada paso de su dueña, ¡no!,
¡peor aún!, los brazos y las piernas ennegrecidos por la mugre de la muñeca
eran más carnosos que los de Setsuko; Seita se sentó en el dique del río
Shukugawa; a su lado, un hombre que acarreaba hielo en el remolque de su
bicicleta lo iba cortando con una sierra; Seita fue recogiendo aquel polvo de
hielo y lo metió entre los labios de Setsuko. «Tengo hambre», «Sí, yo también»,
«¿Qué quieres comer?», «Tempura, sashimi[28]... agar-agar», tiempo atrás, tenían un perro llamado «Beru», y
Seita, que odiaba el tempura, lo guardaba a escondidas y se lo arrojaba al
perro, «¿Nada más? Di lo que te gustaría comer, aunque sea sólo eso, es bueno
recordar el sabor de estas comidas, ¿verdad?», el uosuki[29] de Maruman, en
Dótonbori, que tomaban al regresar del teatro: tocaba a un huevo por cabeza,
pero su madre ofrecía el suyo a Seita; la comida china del mercado negro de
Nankinmachi adonde fue con su padre; y cuando, ante los hilos pegajosos de
batata cocida azucarada, Seita dijo: «¿No estará podrido?», se rieron de él;
los caramelos negros de las bolsas que preparaban para los soldados, de donde
hurtaba uno; también había robado, a menudo, la leche en polvo de Setsuko; y
canela, en los puestos de golosinas; los pasteles y la limonada de las
excursiones; una vez había compartido su manzana con un niño pobre que no
llevaba más que caramelos... «iSí! ¡Tengo que alimentar bien a Setsuko!»,
sentía una terrible inquietud al pensarlo, la cogió en brazos de nuevo y volvió
al refugio.
Setsuko dormitaba,
tendida en el suelo, abrazando la muñeca: Seita la observaba, «¿Y si me hiciera
un corte en un dedo y le hiciera beber la sangre? ¡No! ¡Ni que me faltara uno,
no pasaría nada! ¿Y si le hiciera comer la carne del dedo?», sólo el pelo le
crecía abundante y vigoroso: «Setsuko, ¿te molesta el pelo?», la incorporó y
empezó a hacerle una gruesa trenza; los dedos que se deslizaban entre su
cabello iban sintiendo, mientras tanto, el tacto de los piojos, «¡Gracias,
Seita!», con el pelo recogido, sus ojos se veían tan hundidos que llamaban la
atención. ¿Qué debía estar pensando Setsuko?, era difícil adivinar con qué
motivo lo hacía, pero cogió dos piedras que había al alcance de su mano,
«¡Seita, toma!», «¿Qué?», «¿Te apetece comer algo? ¿Quieres tomar un té?», la
niña parecía haberse animado de repente, «Después te daré orujo de soja
cocido», y, como si jugara a las casitas, alineó piedrecitas y terrones de
tierra, «¡Toma, sírvete! ¿No te apetece comer?»
El mediodía del
veintidós de agosto, cuando Seita volvió al refugio después de nadar en el
estanque, Setsuko estaba muerta. Su cuerpo no era más que huesos y piel,
durante los dos o tres días anteriores ya ni hablaba, no apartaba siquiera unas
hormigas grandes que se paseaban por su rostro; sólo al caer la noche parecía
que iba persiguiendo con la mirada las luces de las luciérnagas, «Sube, baja,
se ha parado», murmuraba bajito; una semana antes, tras anunciarse la
rendición, Seita había gritado lleno de cólera: «¡Y qué está haciendo la flota!»,
al oírlo, un anciano que había a su lado afirmó con contundencia: «La flota se
hundió hace tiempo y ya no queda ni un barco», «Entonces, ¿se habrá hundido
también la fragata de papá?», mientras andaba, contempló la fotografía
completamente arrugada que llevaba siempre junto a su piel, «¡Papá también ha
muerto! ¡Papá también ha muerto!», su muerte le pareció mucho más real que la
de su madre y, finalmente, aquel ánimo que le impulsaba a seguir con vida, a
luchar por sobrevivir, él y Setsuko, desapareció y le embargó un sentimiento de
indiferencia hacia su suerte. A pesar de ello, por su hermana, siguió
recorriendo las cercanías; en el bolsillo tenía varios billetes de diez yenes
que había sacado del banco y, a veces, conseguía algún pollo por ciento cincuenta
yenes; o arroz, cuyo precio había subido, en un santiamén, a cuarenta yenes el shó, y lo ofrecía a Setsuko, pero la niña ya no podía
aceptar la comida.
Noche de tormenta:
Seita estaba agazapado en la oscuridad de la cueva con el cadáver de Setsuko
sobre sus rodillas; aunque se adormeciera de vez en cuando, se despertaba al
instante y seguía acariciando su cabello, con la mejilla apretada contra
aquella frente helada, incapaz de soltar una lágrima. Entre la tormenta que
bramaba enfurecida, ¡fiuu! ¡fiuu!, haciendo temblar violentamente las hojas de
los árboles, creyó oír el llanto de Setsuko; y tuvo la ilusión de que empezaba
a sonar, en alguna parte, el himno de la armada.
Al día siguiente,
una vez hubo pasado el tifón, bajo aquel cielo sin nubes bañado por la luz del
sol, que ya se había teñido de los colores otoñales, Seita subió a la montaña
llevando a Setsuko en brazos; había ido a solicitar la incineración al ayuntamiento,
pero le habían dicho que el crematorio no daba abasto y que aún quedaban por
incinerar los cadáveres de la semana anterior, y tan sólo había recibido un
saquito de carbón vegetal en el reparto especial, «Si es un niño, puedes pedir
que te dejen incinerarlo en un rincón del templo. Desnúdalo, y si enciendes la
hoguera con cascarilla de soja, arde muy bien», le había advertido el hombre
del reparto con aires de estar acostumbrado a tales explicaciones.
Cavó una fosa en la
colina, a cuyos pies estaba Manchitani, puso a Setsuko en la canasta de mimbre,
embutió a su alrededor ropa, el monedero y la muñeca, extendió la cascarilla de
soja tal como le habían aconsejado, amontonó bien la leña, vació sobre ésta el
saco de carbón vegetal, puso encima la canasta de mimbre, encendió una astilla
con azufre y, al arrojarla dentro, ¡patchi!, el fuego prendió, crepitando, en
la cascarilla de soja; aquella humareda que danzó, indecisa, durante unos
instantes, pronto se convirtió en una columna que apuntaba con vigor hacia el
cielo; Seita sintió, en aquel momento, la necesidad de ir de vientre y se puso
en cuclillas mientras contemplaba las llamas; también Seita estaba afectado por
una diarrea crónica.
Al anochecer se
levantó un poco de viento y, a cada ráfaga, el carbón vegetal rugía en tono
quedo y se avivaba el rojo de las ascuas; en el cielo del atardecer, las
estrellas; al mirar hacia abajo, en las hileras de casas del valle, libres
desde hacía dos días del control de alumbrado, se veían, acá y allá, las luces
añoradas; cuatro años atrás, cuando él había venido con su madre a recoger
algunos datos sobre una candidata para la boda de un primo de su padre,
recordaba haber contemplado desde el mismo lugar la casa de la viuda; era como
si nada hubiera cambiado, en absoluto.
El fuego se
extinguió a altas horas de la noche y, al no poder orientarse en las tinieblas
para recoger los huesos, se acostó junto a la fosa; a su alrededor había una
multitud de luciérnagas que Seita ya no intentó atrapar: con ellas, Setsuko no
se sentiría tan sola» las luciérnagas la acompañarían..., subiendo, bajando,
desviándose de repente hacia los lados, dentro de poco, también ellas
desaparecerán, pero tú, Setsuko, irás al cielo con las luciérnagas. Se despertó
al amanecer, recogió los huesos blancos, divididos en fragmentos diminutos,
parecidos a trocitos de talco, y bajó de la montaña; en el fondo de una
trinchera, detrás de la casa de la viuda, encontró la ropa interior del quimono
de su madre hecha un ovillo y empapada de agua —sin duda la había olvidado en
la casa y la viuda la había arrojado allí—, la recogió, se la puso sobre un
hombro y se fue; ya no regresaría jamás a la cueva.
La tarde del
veintidós de septiembre del año veinte de Shôwa[30] Seita, que había
muerto como un perro abandonado en la estación de Sannomiya, fue incinerado
junto a los cadáveres de otros veinte o treinta niños vagabundos en un templo
de Nunobiki y sus huesos fueron depositados en el columbario, los restos de un
muerto desconocido.
Notas
[1] Pañuelo para envolver
paquetes. (N. de los T.)
[2] Unidad de longitud
japonesa. Un shaku equivale a 30.3 centímetros. (N. de los T.)
[3] Moneda japonesa. Cien
sen equivalían a un yen. (N. de los
T.)
[4] Diferentes piezas que
forman parte del quimono. El nagajuban es una prenda
parecida a la combinación que se lleva debajo del quimono. El obi es el cinturón ancho que ciñe el quimono y el koshihimo, el cordón ceñidor que se pone debajo del obi. El han'eri es el cuello que se
aplica al juban y que va debajo del quimono. (N. de los T.)
[5] Sandalias de madera. (N. de los T.)
[6] Año 1945 de nuestro
calendario. (N. de los T.)
[7] Unidad de volumen. Un
koku equivale a 180 litros. (N. de
los T.)
[8] Estera gruesa de paja
cubierta con un tejido de juncos japoneses que se instala sobre el suelo de
madera. (N. de los T.)
[10] Calcetines
japoneses. (N. de los T.)
[11] Juguete que consta
de unas fichas de cristal, redondas y de un centímetro de diámetro
aproximadamente. Se juega de una forma similar a las canicas. (N. de los T.)
[12] Gachas de arroz y
legumbres. En época de guerra, la gente las comía debido a la gran escasez de
arroz. (N. de los T.)
[13] Batata cortada fina
y secada al sol. (N. de los T.)
[14] Plato de origen
portugués que se compone de pescado y verduras rebozadas. (N.
de los T.)
[15] Carrito tirado por
un hombre. (N. de los T.)
[16] Puerta corredera
enrejada con papel. (N. de los T.)
[17] Cascarilla de arroz
y trigo tostada y molida. Se come disolviendo este polvo en agua y azúcar. (N. de los T.)
[19] Unidad de volumen
que equivale a 1,8 litros. (N. de los T.)
[20] Peces de pequeño
tamaño que se encuentran en aguas cálidas y poco profundas, especialmente entre
las rocas. (N. de los T.)
[21] Unidad de volumen
que equivale a 18 litros. (N. de los T.)
[22] Carpa de tela. Las
carpas simbolizan la fuerza ya que remontan la corriente. El día 5 de mayo,
festividad de los niños varones, se alzan, ensartadas en un palo largo, una
carpa negra y una roja, que simbolizan al padre y a la madre, y otra pequeña
que representa al hijo, con la finalidad de que los niños crezcan fuertes y
sanos. (N. de los T.)
[24] Se refiere a Che
Yin, un hombre de letras del siglo IV, quien, según la leyenda, estudiaba por
las noches a la luz de las luciérnagas. (N. de los T.)
[26] Unidad de peso. Un momme equivale a 3.75 gramos aproximadamente. (N. de los T.)
[27] Pasta de judías
endulzadas. (N. de los T.)
[28] Lonjas de carne
cruda de pescado. (N. de los T.)
[29] Plato que consiste
en pescado y verduras cocidas. Suele cocinarse, como el sitkiyaki,
en la mesa con un hornillo y se moja el pescado y las verduras en huevo crudo
antes de comerlos. (N. de los T.)
No hay comentarios:
Publicar un comentario