En Formato DIGITAL se lee mejor. Adquiéralo para PC y Dispositivos
Móviles.
|
Formato Digital: $1,50
Otras formas de adquirir esta obra en
F. Digital
LAS TRES LEYES ROBÓTICAS
1. Un robot no debe dañar a un ser humano o, por su inacción, dejar que
un ser humano sufra daño.
2. Un robot debe obedecer las órdenes que le son dadas por un ser
humano, excepto cuando estas órdenes están en oposición con la Primera Ley.
3. Un robot debe proteger su propia existencia, hasta donde esta
protección no esté en conflicto con la Primera o Segunda Leyes.
Manual de Robótica
56.a edición, año 2058.
INTRODUCCIÓN
He revisado mis notas y no me gustan. He pasado tres días en la U. S.
Robots y lo mismo hubiera podido pasarlos en casa con la Enciclopedia Telúrica.
Susan Calvin había nacido en 1982, dicen, por lo cual tendrá ahora
setenta y cinco años. Esto lo sabe todo el mundo. Con bastante aproximación, la
«U. S. Robots & Mechanical Men, Inc.» tiene también setenta y cinco años,
ya que fue el año del nacimiento de la doctora Calvin cuando Lawrence Robertson
sentó las bases de lo que tenía que llegar a ser la más extraña y gigantesca
industria en la historia del hombre. Bien, esto lo sabe también todo el mundo.
A la edad de veinte años, Susan Calvin formó parte de la comisión
investigadora psicomatemática ante la cual el Dr. Alfred Lanning, de la U. S.
Robots, presentó el primer robot móvil equipado con voz. Era un robot grande,
rústico, sin la menor belleza, que olía a aceite de máquina y destinado a las
proyectadas minas de Mercurio. Pero podía hablar y razonar.
Susan no dijo nada en aquella ocasión; no tomó tampoco parte en las
apasionadas polémicas que siguieron. Era una muchacha fría, sencilla e
incolora, que se defendía contra un mundo que le desagradaba con una expresión
de máscara y una hipertrofia del intelecto. Pero mientras observaba y
escuchaba, sentía la tensión de un frío entusiasmo.
Se graduó en la Universidad de Columbia en el año 2003, y empezó a
dedicarse a la Cibernética.
Todo lo que se había hecho durante la segunda mitad del siglo veinte en
materia de «máquinas calculadoras» había sido anulado por Robertson y sus
cerebros positrónicos. Las millas de cables y fotocélulas habían dado paso al
globo esponjoso de platino-indio del tamaño aproximado de un cerebro humano.
Aprendió a calcular los parámetros necesarios para establecer las
posibles variantes del «cerebro positrónico»; a construir «cerebros» sobre el
papel, de una clase en que las respuestas a estímulos determinados podían
producirse muy aproximadamente.
En 2008, se doctoró en Filosofía e ingresó en la U. S. Robots como
«robopsicóloga», convirtiéndose en la primera gran practicante de esta nueva
ciencia. Lawrence Robertson era todavía presidente de la corporación; Alfred
Lanning había sido nombrado director de investigaciones.
Durante quince años vio cómo cambiaba la dirección del progreso humano,
y avanzaba vertiginosamente.
Ahora se retiraba..., hasta donde podía. Por lo menos, permitía que la
puerta de su despacho ostentase el nombre de otra persona.
Esto, sencillamente, fue lo que supe. Tenía una larga lista de sus
publicaciones, de las patentes a su nombre; conocía los detalles cronológicos
de sus promociones, en una palabra, tenía su «vida» profesional con todo
detalle.
Pero todo esto no era lo que yo quería.
Necesitaba algo más para mis artículos con destino a la Prensa
Interplanetaria. Mucho más. Y así se lo dije.
—Doctora Calvin —le dije tan amablemente como pude—, según la opinión
general, la U. S. Robots y usted son equivalentes. Su retirada pondrá fin a una
Era que...
—¿Quiere usted el punto de vista del interés humano? —dijo sin sonreír.
No creo que nunca sonriese. Pero sus ojos eran penetrantes, aunque no
agresivos. Sentí que su mirada me atravesaba y salía por el occipucio y supe
que era para ella de una transparencia inusitada; que todo el mundo lo era.
—Exacto —dije.
—¿El interés humano..., de los robots? Esto es una contradicción.
—No, doctora, de usted.
—También me han llamado robot. Con seguridad le habrán dicho a usted
que no soy humana.
Me lo habían dicho, en efecto, pero no ganaba nada con confesarlo.
Se levantó de la silla. No era alta y parecía frágil. La seguí hasta la
ventana y nos asomamos a ella.
Las oficinas y talleres de la U. S. Robots formaban una pequeña ciudad,
espaciosa y bien planeada. Todo era achatado como una fotografía aérea.
—Cuando vine aquí por primera vez —dijo— vivía en una pequeña
habitación, allá a la derecha, donde está hoy el retén de bomberos. Fue
derribada antes que usted naciese. Compartía la habitación con tres personas.
Tenía media mesa. Construíamos nuestros robots en un solo edificio. Producción:
tres a la semana. Ahora fíjese.
—Cincuenta años —aventuré—, es mucho tiempo.
—No cuando una mira hacia atrás. Una se pregunta cómo han pasado tan
aprisa.
Volvió a su mesa y se sentó. No necesitaba expresión alguna en su
rostro para parecer triste.
—¿Qué edad tiene usted? —quiso saber.
—Treinta y dos años —respondí.
—Entonces, no puede recordar los tiempos en que no había robots. La
humanidad tenía que enfrentarse con el universo sola, sin amigos. Ahora tiene
seres que la ayudan; seres más fuertes que ella, más útiles, más fieles, y de
una devoción absoluta. ¿Ha pensado usted en ello bajo este aspecto?
—Temo que no. ¿Puedo citar sus palabras?
—Sí. Para usted, un robot es un robot. Mecánica y metal; electricidad y
positrones. ¡Mente y hierro! ¡Obra humana! Si es necesario, destruida por el
hombre. Pero no ha trabajado usted en ellos, de manera que no los conoce. Son
más limpios, más educados que nosotros.
Traté de halagarla, de adularla hábilmente.
—Quisiéramos saber algo de lo que pueda usted contarnos, saber su
opinión sobre los robots. La Prensa Interplanetaria abarca todo el Sistema
Solar. Unos tres mil millones de lectores, doctora Calvin. Tienen que saber lo
que pueda usted decirnos sobre los robots.
No tenía necesidad de insistir. No me oyó, pero se dirigía al lugar
indicado.
—Deben haberlo sabido desde el principio. Vendíamos robots para uso
terrestre..., antes de mis tiempos, incluso. Desde luego, eran robots que no podían
hablar. Después se hicieron más humanos, y empezó la oposición. Los sindicatos
obreros, como es natural, se opusieron a la competencia que hacían los robots
al trabajo humano, y varios sectores de la opinión religiosa hicieron sus
objeciones inspiradas en la superstición. Todo aquello fue inútil y ridículo.
Y, sin embargo, así era.
Yo iba tomando notas de lo que decía en mi registrador de bolsillo,
tratando que ella no observase el movimiento de mi mano. Practicando un poco se
puede llegar a hacer detalladas anotaciones sin sacar el aparato del bolsillo.
—Tomemos el caso de Robbie —dijo—. No lo conocí. Fue desguazado el año
anterior a mi entrada en la compañía...; era muy atrasado. Pero vi a la
muchacha en el museo...
Se detuvo, pero no dije nada. Dejé que sus ojos se humedeciesen y su
imaginación viajase. Tenía que recorrer mucho tiempo.
—Oí hablar de ello más tarde, y, cuando nos llamaban blasfemos y
creadores de demonios, siempre me acordaba, de él. Robbie era un robot sin
vocalización. No podía hablar. Fue fabricado y vendido en 1996. Eran días
anteriores a la extrema especialización, de manera que fue vendido como
niñera...
—¿Cómo qué?
—Como niñera...
ROBBIE
Noventa y ocho..., noventa y nueve..., ¡cien! —Gloria retiró su mórbido
antebrazo de delante de los ojos y permaneció un momento parpadeando al sol.
Después, tratando de mirar en todas direcciones a la vez, avanzó cautelosamente
algunos pasos, apartándose del árbol contra el que se apoyaba.
Estiró el cuello, estudiando las posibilidades de unos matorrales que
había a la derecha y se alejó unos pasos para tener mejor punto de vista. La
calma era absoluta, a excepción del zumbido de los insectos y el gorjear de
algún pájaro que afrontaba el sol de mediodía.
—Apostaría a que se ha metido en casa, y le he dicho mil veces que esto
no es leal —se quejó.
Avanzando los labios con un mohín y arrugando el entrecejo, se dirigió
decididamente hacia el edificio de dos pisos del otro lado del camino.
Demasiado tarde oyó un crujido detrás de ella, seguido del claro
«clump-clump» de los pies metálicos de Robbie. Se volvió rápidamente para ver a
su triunfante compañero salir de su escondrijo y echó a correr hacia el árbol a
toda velocidad. Gloria chilló, desalentada.
—¡Espera, Robbie! ¡Esto no es leal, Robbie! ¡Prometiste no salir hasta
que te hubiese encontrado! —Sus diminutos pies no podían seguir las gigantescas
zancadas de Robbie. Entonces, a tres metros de la meta, el paso de Robbie se
redujo a un simple arrastrarse y Gloria, haciendo un esfuerzo final por
alcanzarlo, echó a correr jadeante y llegó a tocar la corteza del árbol en
primer lugar.
Orgullosa, se volvió hacia el leal Robbie y con la más baja ingratitud,
le recompensó su sacrificio mofándose de su incapacidad para correr.
—¡Robbie no puede correr! —gritaba con toda la fuerza de su voz de ocho
años—. ¡Le gano cada día! ¡Le gano cada día! —cantaban las palabras con un
ritmo infantil.
Robbie no contestó, desde luego..., con palabras. Echó a correr,
esquivando a Gloria cuando la niña estaba a punto de alcanzarlo, obligándola a
describir círculos que iban estrechándose, con los brazos extendidos azotando
el aire.
—¡Robbie..., estate quieto! —gritaba. Y su risa salía estridente,
acompañando las palabras.
Hasta que Robbie se volvió súbitamente y la agarró, haciéndole dar
vueltas en el aire, de manera que durante un momento para ella el universo fue
un vacío azulado y los verdes árboles que se elevaban del suelo hacia la bóveda
celeste. Y después se encontró de nuevo sobre la hierba, al lado de la pierna
de Robbie y agarrada todavía a un duro dedo de metal.
Al poco rato recobró la respiración. Trató inútilmente de arreglar su
alborotado cabello con un gesto de vaga imitación de su madre y miró si su
vestido se había desgarrado.
Golpeó con la mano la espalda de Robbie.
—¡Mal muchacho! ¡Malo, malo! ¡Te pegaré!
Y Robbie se inclinaba, cubriéndose el rostro con las manos, de manera
que ella tuvo que añadir:
—¡No, no, Robbie! ¡No te pegaré! Pero ahora me toca a mí esconderme,
porque tienes las piernas más largas y me prometiste no correr hasta que te
encontrase.
Robbie asintió con la cabeza —pequeño paralelepípedo de bordes y
ángulos redondeados, sujeto a otro paralelepípedo más grande, que servía de
torso, por medio de un corto cuello flexible— y obedientemente se puso de cara
al árbol. Una delgada película de metal bajó sobre sus ojos relucientes y del
interior de su cuerpo salió un acompasado tictac.
—Y ahora no mires, ni te saltes ningún número —le advirtió Gloria,
mientras corría a esconderse.
Con invariable regularidad fueron transcurriendo los segundos, y al
llegar a cien se levantaron los párpados y los ojos colorados de Robbie
inspeccionaron los alrededores. Al instante se fijaron en un trozo de tela de
color que salía de detrás de una roca. Avanzó algunos pasos y se convenció a sí
mismo que era Gloria.
Lentamente, manteniéndose entre Gloria y el árbol-meta, avanzó hacia el
escondrijo, y, cuando Gloria estuvo plenamente a la vista y no pudo dudar de
haber sido descubierta, tendió un brazo hacia ella, y se golpeó con el otro la
pierna, produciendo un ruido metálico. Gloria salió, contrariada.
—¡Has mirado! —exclamó con neta deslealtad—. Además, estoy cansada de
jugar al escondite. Quiero que me lleves a paseo.
Pero Robbie estaba ofendido de la injusta acusación, y, sentándose
cautelosamente, movió la cabeza contrariado de un lado a otro.
Gloria cambió de tono, adaptando una gentil actitud de halago.
—Vamos, Robbie, no lo he dicho en serio, que mirases. Llévame a paseo.
Pero Robbie no era tan fácil de conquistar. Miró fijamente al cielo y
siguió moviendo negativamente la cabeza, obstinado.
—¡Por favor, Robbie, llévame a paseo! —Rodeó su cuello con sus rosáceos
brazos y estrechó su presa. Después cambiando repentinamente de humor, se
apartó de él—. Si no me das un paseo, voy a llorar. —Y su rostro hizo una
mueca, dispuesta a cumplir su amenaza.
El endurecido Robbie no hizo caso de la terrible posibilidad, y siguió
moviendo la cabeza por tercera vez. Gloria consideró necesario jugar su última
carta.
—Si no me llevas —exclamó amenazadora—, no te contaré más historias.
¡Ni una más!
Ante este ultimátum, Robbie se rindió sin condiciones y movió
afirmativamente la cabeza, haciendo resonar su cuello de metal. Levantó
cuidadosamente a la chiquilla y la sentó en sus anchos hombros.
Las amenazadoras lágrimas de Gloria se secaron en el acto y se echó a
reír con deleite. La piel metálica de Robbie, mantenida a una temperatura
constante gracias a las resistencias interiores, era suave y agradable, y el
ruido metálico que ella producía al golpear el cuerpo con sus tacones daba
mayor encanto a la situación.
—Eres un caza aéreo, Robbie, eres un gran caza aéreo de plata. Tiende
los brazos. ¡Tienes que tenderlos, Robbie, si quieres ser un caza aéreo!
Ante aquella lógica irrefutable los brazos de Robbie se convirtieron en
alas, que recogían las corrientes de aire, y fue un caza aéreo.
Gloria se agarraba a la cabeza del robot, inclinándose hacia la
derecha. Entonces dotó a la nave de un motor que hacía «Brrrr», y de armas que
producían sonidos onomatopéyicos de disparos. Daba caza a los piratas y las
baterías de la nave entraban en acción.
—¡Hemos matado a otro! ¡Dos más!... —gritaba—. ¡Más aprisa, hombre!
¡Nos quedamos sin municiones!
Apuntaba por encima de su hombro con indomable valor, y Robbie era una
achatada nave del espacio que zumbaba a través de la bóveda celeste con la
máxima aceleración.
Cruzó corriendo el campo hacia la alta hierba, y se detuvo con una
rapidez que arrancó un grito a su sonrojada amazona y la dejó caer suavemente
sobre la blanda alfombra verde. Gloria se reía y jadeaba, lanzando
intermitentes exclamaciones.
—¡Oh, qué bueno!...
Robbie esperó a que recobrase la respiración y entonces le tiró
suavemente de un mechón de pelo.
—¿Quieres algo? —dijo Gloria con una expresión de inocencia en los
ojos, que no consiguió engañar ni por un instante a su voluminosa «niñera».
Robbie le tiró del pelo con más fuerza.
—¡Ah, ya sé!... Quieres una historia.
Robbie asintió rápidamente.
—¿Cuál?
Robbie describió un semicírculo en el aire con un dedo.
—¿Otra vez? —protestó la chiquilla—. Te he explicado La Cenicienta un
millón de veces. ¿No estás cansado de ella? ¡Es para niños! Bien, bien —añadió,
viendo a Robbie describir otro semicírculo.
Gloria reflexionó, evocó en su memoria el recuerdo del cuento (con sus
modificaciones propias, que eran varias) y empezó:
—¿Estás a punto? Bien, pues había una vez una bella muchacha que se
llamaba Ella. Y tenía una cruel madrastra y dos hermanastras muy feas y muy
malas y...
Gloria había llegado al momento crítico del cuento: «Daba medianoche en
el reloj y sus andrajos se convertían...»; y Robbie escuchaba atentamente, con
los ojos ardientes, cuando vino la interrupción.
—¡Gloria!
Era la voz aguda de una mujer que había llamado no una, sino varias
veces; y tenía el tono nervioso de aquel a quien la ansiedad convierte en
impaciencia.
—Mamá me llama —dijo Gloria, contrariada—. Será mejor que me lleves a
casa, Robbie.
Robbie obedeció apresuradamente, porque sabía que más valía cumplir las
órdenes de la señora Weston sin la menor vacilación. El padre de Gloria estaba
raramente en casa durante el día, a excepción de los domingos —hoy, por
ejemplo—, y cuando esto ocurría, se mostraba el hombre más afable y
comprensivo. La madre de Gloria, en cambio, era una fuente de sinsabores para
Robbie, que sentía siempre el deseo de alejar de su presencia. La señora Weston
los vio en el momento en que aparecían por encima de los altos tallos de la vegetación,
y volvió a entrar en la casa a esperarlos.
—Te he llamado hasta quedarme ronca, Gloria —dijo severamente—. ¿Dónde
estabas?
—Estaba con Robbie —balbuceó Gloria—. Le estaba contando La Cenicienta
y he olvidado que era hora de comer.
—Pues es una lástima que Robbie lo haya olvidado también. —Y como si de
repente recordase la presencia del robot, se volvió rápidamente hacia él—.
Puedes marcharte, Robbie. No te necesita ya. Y no vuelvas hasta que te llame
—añadió secamente.
Robbie dio la vuelta para marcharse, pero se detuvo al oír a Gloria
salir en su defensa.
—¡Espera, mamá! Tienes que dejar que se quede: No he acabado de
contarle La Cenicienta. Le he prometido contarle La Cenicienta, y no he
terminado.
—¡Gloria!
—De verdad, mamá. Se estará tan quieto que no te darás siquiera cuenta
que está aquí. Puede sentarse en la silla del rincón, y no dirá ni una
palabra...; bueno, no hará nada, quiero decir. ¿Verdad, Robbie?
Robbie, así interpelado, movió de arriba abajo su pesada cabeza.
—Gloria, si no dejas esto inmediatamente, no verás a Robbie en una
semana.
La chiquilla bajó los ojos.
—Bueno..., pero La Cenicienta es su cuento favorito y no lo había
terminado... ¡Y le gusta tanto!
El robot salió de la habitación con paso vacilante y Gloria ahogó un sollozo.
George Weston se encontraba a gusto... Tenía la inveterada costumbre de
pasar las tardes de los domingos a gusto. Una buena digestión de la sabrosa
comida; una vieja y suave chaise longue para tumbarse; un número del Times; las
zapatillas en los pies, el torso sin camisa... ¿Cómo podía uno no encontrarse a
gusto?
No experimentó ningún placer, por lo tanto, cuando vio entrar a su
esposa. Después de diez años de matrimonio era todavía lo suficientemente
estúpido para seguir enamorado de ella, y tenía siempre mucho gusto en verla;
pero las tardes de los domingos eran sagradas y su concepto de la verdadera
comodidad era poder pasar tres o cuatro horas solo. Por consiguiente, concentró
su atención en las últimas noticias de la expedición Lefebre-Yoshida a Marte
(tenía que salir de la Base Luna y podía incluso tener éxito) y fingió no
verla.
La señora Weston esperó pacientemente dos minutos, después, impaciente,
dos más, y finalmente rompió el silencio.
—George...
—¿Ejem?
—¡He dicho George! ¿Quieres
dejar este periódico y mirarme?
El periódico cayó al suelo, crujiendo, y George volvió el rostro
contrariado hacia su mujer.
—¿Qué ocurre, querida?
—Ya sabes lo que ocurre. Es Gloria y esa terrible máquina.
—¿Qué terrible máquina?
—No finjas no saber de lo que hablo. El robot, al cual Gloria llama
Robbie. No se aparta de ella ni un instante.
—¿Y por qué quieres que se aparte? Es su deber... Y en todo caso, no es
ninguna terrible máquina. Es el mejor robot que se puede comprar con dinero y
estoy seguro que me hace economizar medio año de renta. Es más inteligente que
muchos de mis empleados.
Hizo ademán de volver a tomar el periódico, pero su mujer fue más
rápida que él y se lo arrebató.
—Vas a escucharme, George. No quiero ver a mi hija confiada a una máquina,
por inteligente que sea. No tiene alma y nadie sabe lo que es capaz de pensar.
Una chiquilla no está hecha para ser cuidada por una cosa de metal.
—¿Y cuándo has tomado esta decisión? —preguntó el señor Weston
frunciendo el ceño—. Ya lleva con Gloria dos años y no he visto que te
preocupases hasta ahora.
—Al principio era diferente. Era una novedad, me quitó un peso de
encima y era una cosa elegante. Pero ahora, no lo sé... Los vecinos...
—¿Y qué tienen que ver los vecinos con esto? Mira, un robot es muchísimo
más digno de confianza que una nodriza humana. Robbie fue construido en
realidad con un solo propósito: ser el compañero de un chiquillo. Su
«mentalidad» entera ha sido creada con este propósito. Tiene forzosamente que
querer y ser fiel a esta criatura. Es una máquina, hecha así. Es más de lo que
puede decirse de los humanos.
—Pero pueble ocurrir algo. Puede..., puede —La señora Weston tenía unas
ideas muy vagas del contenido interior de un robot—, no sé, si algo de dentro
se estropease y...
No podía decidirse a completar su claro y espantoso pensamiento.
—Tonterías... —negó Weston con un involuntario estremecimiento
nervioso—. Es completamente ridículo. Cuando compré a Robbie tuvimos una larga
discusión acerca de la Primera Regla Robótica. Ya sabes que un robot no puede
dañar a un ser humano; que mucho antes que algo pudiese alterar esta Primera
Regla, el robot quedaría completamente inutilizado. Es una imposibilidad
matemática. Además, dos veces al año viene un ingeniero de la U. S. Robots a
hacer una revisión completa del mecanismo. Hay menos probabilidades de algo que
se estropee en Robbie, a que uno de nosotros se vuelva repentinamente loco;
considerablemente menos. Además, ¿cómo se lo vas a quitar a Gloria?
Hizo una nueva e infructuosa tentativa de tomar el periódico y su mujer
lo arrojó con rabia a la habitación contigua.
—Ahí está la cosa, George. No quiere jugar con nadie más. Hay por aquí
docenas de niños y niñas con quienes podría trabar amistad, pero no quiere. No
quiere ni acercarse a ellos, a menos que yo la obligue. Es imposible que se
críe así. Querrás que sea una niña normal, ¿verdad? Querrás que sea capaz de
ocupar su sitio en la sociedad..., supongo.
—Estás luchando contra las sombras, Grace. Imagínate que Robbie es un
perro. He visto centenares de chiquillos que querían más a su perro que a su
padre.
—Un perro es diferente, George. Tenemos que librarnos de este terrible
instrumento. Puedes volverlo a vender a la compañía. Lo he preguntado y es
posible.
—¿Que lo has preguntado...? Mira, Grace, escucha, no nos apartemos de
la cuestión. Vamos a conservar el robot hasta que Gloria sea mayor, y no se
hable más de este enojoso asunto.
Y con estas palabras, salió de la habitación dando un bufido.
Dos días después, la señora Weston encontró a su marido en la puerta.
—Tienes que escuchar una cosa, George. Hay mala voluntad por el pueblo.
—¿Acerca de qué? —preguntó el señor Weston entrando en el cuarto de
baño y ahogando la posible respuesta con el ruido del agua.
La señora Weston esperó a que cesara. Después dijo:
—Acerca de Robbie.
Weston avanzó un paso con la toalla en la mano, el rostro colorado y
colérico.
—¿Qué diablos estás diciendo?
—La cosa se ha ido formando y formando... He tratado de cerrar los ojos
y no verlo, pero no puedo más. Todo el pueblo considera a Robbie peligroso. No
dejan acercarse aquí a los chiquillos.
—Nosotros le confiamos nuestra hija.
—La gente no razona, ante estas cosas.
—¡Pues que se vayan al diablo!
—Decir esto no resuelve el problema. Yo tengo que comprar allí. Tengo
que ver a los vecinos cada día. Y estos días es peor cuando se habla de robots.
Nueva York acaba de dictar la orden prohibiendo que los robots salgan a la
calle entre la puesta y la salida del sol.
—Muy bien, pero no pueden impedirnos tener un robot en nuestra casa,
Grace. Esto es una de tus campañas. La conozco. Pero la respuesta es la misma.
¡No! ¡Seguiremos teniendo a Robbie!
Y no obstante, quería a su mujer; y, lo que era peor aún, su mujer lo
sabía. George Weston, al fin y al cabo, no era más que un hombre, ¡el pobre!, y
su mujer echaba mano de todos los artilugios que el sexo más torpe y
escrupuloso ha aprendido, con razón e inútilmente, a temer.
Diez veces durante la semana que siguió, tuvo ocasión de gritar:
«¡Robbie se queda..., y se acabó!»; y cada vez lo decía con menos fuerza, y
acompañado de un gruñido más plañidero.
Llegó finalmente el día en que Weston se acercó tímidamente a su hija y
le propuso una sesión de visivoz en el pueblo.
—¿Puede venir Robbie?
—No, querida —dijo él estremeciéndose al sonido de su voz—, no admiten
robots en el visivoz, pero podrás contárselo todo cuando volvamos a casa. —Dijo
las últimas palabras balbuceando y miró a lo lejos.
Gloria regresó del pueblo hirviendo de entusiasmo, porque el visivoz era
realmente un espectáculo magnífico. Esperó a que su padre metiese el coche a
reacción en el garaje subterráneo y dijo:
—Espera que se lo cuente a Robbie, papá. Le hubiera gustado mucho.
Especialmente cuando Francis Fran retrocedía tan sigilosamente y tropezó con
uno de los Hombres-Leopardo y tuvo que huir. —Se rió de nuevo—. Papá, ¿hay
verdaderamente hombres-leopardo en la Luna?
—Probablemente, no —dijo Weston distraído—. Es sólo fantasía.
No podía entretenerse ya mucho con el coche. Tenía que afrontar la
situación. Gloria echó a correr por el césped.
—¡Robbie! ¡Robbie!
De repente se detuvo al ver un magnífico perro de pastor que la miraba
con ojos dulces, moviendo la cola.
—¡Oh, qué perro más bonito! —dijo Gloria subiendo los escalones del
porche y acariciándolo cautelosamente—. ¿Es para mí, papá?
—Sí, es para ti, Gloria —dijo su madre, que acababa de aparecer junto a
ellos—. Es muy bonito, y muy bueno... Le gustan las niñas.
—¿Y sabe jugar?
—¡Claro! Sabe hacer muchos trucos. ¿Quieres ver algunos?
—En seguida. Quiero que lo vea Robbie también. ¡Robbie!... —Se detuvo,
vacilante, y frunció el ceño—. Apostaría a que se ha encerrado en su cuarto,
enojado conmigo porque no le he llevado al visivoz. Tendrás que explicárselo,
papá. A mí quizá no me creería, pero si se lo dices tú sabrá que es verdad.
Weston se mordió los labios. Miró a su mujer, pero ella apartaba la
vista.
Gloria dio rápidamente la vuelta y bajó los escalones del sótano al
tiempo que gritaba:
—¡Robbie..., ven a ver lo que me han traído papá y mamá! ¡Me han
comprado un perro, Robbie!
Al cabo de un instante, había regresado asustada.
—Mamá, Robbie no está en su habitación. ¿Dónde está? —No hubo
respuesta; George Weston tosió y se sintió repentinamente interesado por una
nube que iba avanzando perezosamente por el cielo. La voz de Gloria estaba
preñada de lágrimas—. ¿Dónde está Robbie, mamá?
La señora Weston se sentó y atrajo suavemente a su hija hacia ella.
—No te preocupes, Gloria. Robbie se ha marchado, me parece.
—¿Marchado?... ¿Adónde? ¿Adónde se ha marchado, mamá?
—Nadie lo sabe, hijita. Se ha marchado. Lo hemos buscado y buscado por
todas partes, pero no lo encontramos.
—¿Quieres decir que no va a volver nunca más? —Sus ojos se redondeaban
por el horror.
—Quizá lo encontraremos pronto. Seguiremos buscándolo. Y entretanto
puedes jugar con el perrito. ¡Míralo! Se llama «Relámpago» y sabe...
Pero Gloria tenía los párpados bañados en lágrimas.
—¡No quiero el perro feo! ¡Quiero a Robbie! ¡Quiero que me encuentres a
Robbie!
Su desconsuelo era demasiado hondo para expresarlo con palabras, y
prorrumpió en un ruidoso llanto.
La señora Weston pidió auxilio a su marido con la mirada, pero él
seguía balanceando rítmicamente los pies y no apartaba su ardiente mirada del
cielo, de manera que tuvo que inclinarse para consolar a su bija.
—¿Por qué lloras, Gloria? Robbie no era más que una máquina, una
máquina fea... No tenía vida.
—¡No era una máquina! —gritó Gloria con fuego—. Era una persona como tú
y como yo y además era mi amigo. ¡Quiero que vuelva! ¡Oh, mamá, quiero que
vuelva...!
La madre gimió, sintiéndose vencida, y dejó a Gloria con su dolor.
—Déjala que llore a su gusto —le dijo a su marido—; el dolor de los
chiquillos no es nunca duradero. Dentro de unos días habrá olvidado que aquel
espantoso robot haya existido.
Pero el tiempo demostró que la señora Weston había sido demasiado
optimista. Desde luego, Gloria dejó de llorar, pero dejó de sonreír y cada día
se mostraba más triste y silenciosa. Gradualmente, su actitud de pasiva infelicidad
fue minando a la señora Weston y lo único que la retenía de ceder, era su
incapacidad de confesar la derrota a su marido.
Hasta que una noche, entró en la sala, se sentó y se cruzó de brazos,
desalentada. Su marido estiró el cuello para verla por encima del periódico.
—¿Qué te pasa, Grace?
—Es esta chiquilla, George. He tenido que devolver el perro hoy. Gloria
me dijo que no podía soportar verlo. Hará que tenga un ataque de nervios.
Weston dejó el periódico a un lado y un destello de esperanza apareció
en sus ojos.
—Quizá..., quizá tendríamos que volver a pedir a Robbie. Es posible,
sabes... Puedo hablar con...
—¡No! —respondió ella secamente—. No quiero oír hablar de él. No vamos
a ceder tan fácilmente. Mi hija no tiene que ser criada por un robot, aunque
necesite años para quitárselo de la cabeza.
Weston volvió a tomar el periódico con aire decepcionado.
—Un año así y tendré el cabello prematuramente gris.
—No eres de gran ayuda, George —fue la glacial contestación—. Lo que
Gloria necesita es un cambio de ambiente. Aquí no puede olvidar a Robbie, desde
luego, ¿cómo puede olvidarlo si cada árbol y cada roca se lo recuerda? Es
realmente la situación más tonta de la que he oído hablar. ¡Imagínate una
criatura desfalleciendo por la pérdida de un robot!
—Bien, vamos al grano. ¿Cuál es el cambio de ambiente que planeas?
—Vamos a llevarla a Nueva York.
—¡En agosto! Oye, ¿sabes lo que representa Nueva York en agosto? ¡Es
insoportable!
—Hay millones que lo soportan.
—No tienen un sitio como éste donde estar. Si no tuviesen que quedarse
en Nueva York, no se quedarían.
—Pues nosotros tendremos que quedarnos también. Vamos a salir en
seguida, en cuanto hayamos hecho los preparativos. En Nueva York, Gloria
encontrará suficientes distracciones y suficientes amigos para hacerle olvidar
esta máquina.
—¡Oh, Dios mío!... —gruñó el infeliz marido—. ¡Aquellos pavimentos
abrasadores!
—Tenemos que ir —fue la implacable respuesta—. Gloria ha perdido dos
kilos este mes y la salud de mi hijita es más importante para mí que tu
comodidad.
—Es una lástima que no hayas pensado en la salud de tu hijita antes de
privarla de su querido robot —murmuró él..., para sí mismo.
Gloria dio inmediatamente síntomas de mejoría en cuanto oyó hablar del
inminente viaje a la ciudad. Hablaba poco de él, pero cuando lo hacía era
siempre con vivo entusiasmo. Comenzó de nuevo a sonreír y a comer con su
precedente apetito.
La señora Weston no cabía en sí de júbilo y no perdía ocasión de
demostrar su triunfo sobre su todavía escéptico marido.
—¿Lo ves, George? Ayuda a hacer el equipaje como un angelito y charla
como si no hubiese tenido un disgusto en su vida. Es lo que te dije, lo que
necesitaba era fijar su interés en otra cosa.
—¡Ejem!... —respondió el marido, escéptico—. Esperemos que así sea.
Los preliminares se hicieron rápidamente. Se tomaron las disposiciones
para el alojamiento en la ciudad y un matrimonio quedó encargado del cuidado de
la casa de campo. Cuando finalmente llegó el día de la marcha, Gloria había
vuelto a ser la misma de antes y ni la menor alusión de Robbie pasó por sus
labios.
Con el mejor humor, la familia tomó un taxigiro hasta el aeropuerto
(Weston hubiera preferido ir en su autogiro, pero era sólo un dos plazas y no
había sitio para el equipaje) y entraron en el avión que esperaba para salir.
—Ven, Gloria, te he reservado un sitio al lado de la ventana para que
veas el paisaje.
Gloria ocupó el sitio indicado, aplastó su nariz contra el grueso
vidrio y miró con un interés que aumentó al comenzar a rugir los motores. Era
demasiado pequeña para asustarse cuando la tierra empezó a alejarse a sus pies
y sintió aumentar el doble de su peso. Sólo cuando la tierra hubo cambiado de
aspecto y se convirtió en una vasta manta de cuadros de colores, apartó la
nariz del vidrio y se volvió hacia su madre.
—¿Llegaremos pronto a la ciudad, mamá? —preguntó rascándose la nariz
helada y observando cómo se desvanecía la mancha opaca que su aliento había
dejado en la ventana.
—Dentro de media hora, hija mía. ¿No estás contenta porque vayamos?
—añadió con sólo un leve tono de ansiedad en la voz—. ¿No vas a ser muy feliz
en la ciudad, con los edificios y la gente y tantas cosas que ver? Iremos al
visivoz cada día, y al teatro, y al circo y a la playa, y...
—Sí, mamá —fue la respuesta sin entusiasmo de la chiquilla. La nave
pasaba en aquel momento sobre un mar de nubes y Gloria quedó en el acto
absorbida en la contemplación de aquella masa que tenía a sus pies. Después
volvieron a encontrarse en medio de un cielo azul y se volvió hacia su madre
con un súbito aire misterioso de secreto.
—Ya sé por qué vamos a la ciudad, mamá.
—¿Sí, hija mía? —dijo la señora Weston intrigada—. ¿Y por qué?
—No me lo has dicho porque querías darme una sorpresa, pero lo sé.
—Quedó un momento sumida en la admiración de su aguda perspicacia y después se
echó a reír alegremente—. Vamos a Nueva York porque allí podremos encontrar a
Robbie, ¿no es verdad? Con detectives.
La suposición pilló a George Weston en el momento de beber un vaso de
agua, con desastrosos resultados. Hubo una especie de ronquido, un géiser de
agua y una tos de alguien que se ahoga. Cuando todo hubo terminado, ofreció el
aspecto de una persona profundamente contrariada, tenía el rostro colorado y
estaba mojado de pies a cabeza.
La señora Weston mantuvo su compostura, pero cuando Gloria hubo
repetido su pregunta con el ansia redoblada en la voz, su mal humor triunfó.
—Quizá —repitió secamente—. Y ahora siéntate y estate quieta, por el
amor de Dios.
Nueva York, en 1998, era para el visitante un paraíso superior a lo que
había sido siempre. Los padres de Gloria se dieron cuenta de ello y sacaron el
mejor partido posible.
Por orden estricta de su mujer, Weston había tomado las disposiciones
necesarias para que sus negocios marchasen solos por algún tiempo, a fin de
estar libre y poder dedicar el tiempo a lo que él llamaba «salvar a Gloria del
borde del abismo». Como era costumbre en Weston, lo hizo de aquella forma
precisa, minuciosa y eficiente que era propia de él. Antes que hubiese
transcurrido un mes, nada de lo que podía hacerse había dejado de ser hecho.
Gloria fue llevada al último piso del edificio Roosevelt, que medía
casi un kilómetro de altura, y desde donde se gozaba del abigarrado panorama de
los edificios que se extendían hasta los campos de Long Island y las tierras
llanas de Nueva Jersey. Visitaron los jardines zoológicos, donde Gloria
contempló con emocionado temor un «verdadero león vivo» (con la consiguiente
decepción de ver que los guardianes lo alimentaban con trozos de carne cruda y
no con seres humanos, como ella esperaba), y pidió con insistencia y de manera
perentoria ver «la ballena».
Los diversos museos contribuyeron también a llamar su atención, así
como parques, playas y el acuario.
Llevaron a Gloria hasta medio curso del Hudson en un barco
especialmente decorado, que evocaba el arcaísmo de los años veinte. Viajó por
la estratosfera en una salida de exhibición y vio el cielo ponerse de color
púrpura, las estrellas destacar en el firmamento y la Tierra nebulosa tomar bajo
ellos el aspecto de una gran taza cóncava. Una nave submarina de paredes
transparentes le hizo visitar las aguas de Long Island y vio aquel mundo verde
y tembloroso, y los monstruos marinos acercarse a ella y huir después
atemorizados.
En un terreno más prosaico, la señora Weston la llevó a los grandes
almacenes, donde pudo soñar de nuevo a su antojo.
En resumen, cuando el mes hubo casi transcurrido, los Weston estaban
convencidos de haber hecho cuanto era humanamente posible para quitarle de la
cabeza al desaparecido Robbie, pero no estaban muy seguros de haberlo
conseguido.
El hecho cierto era que dondequiera que llevasen a Gloria, desplegaba
el más vivo interés por todos los robots que se le ponían delante. Por muy
interesante que fuese el espectáculo a que asistía, por nuevo que fuese a sus
ojos infantiles, su mirada se fijaba implacablemente en cualquier parte donde
viese un movimiento metálico.
La situación alcanzó su apogeo con el episodio del Museo de Ciencia y
de Industria. El Museo había anunciado un «programa infantil» especial donde
tenían que hacerse demostraciones de magia científica reducidas a la escala de
la mentalidad infantil. Los Weston, desde luego, pusieron el espectáculo en la
lista de «indispensables».
Los Weston estaban completamente absorbidos por los experimentos de un
potente electroimán cuando la señora Weston se dio súbitamente cuenta que
Gloria no estaba con ellos. El pánico inicial se convirtió en metódica decisión
y con la ayuda de tres empleados se comenzó una minuciosa búsqueda.
Gloria, por su parte, no era de esas chiquillas que rondan al azar.
Para su edad, era inusitadamente decidida, saturada de idiosincrasia maternal,
a este respecto. En el tercer piso había visto un gran cartel con una flecha y
la indicación «Al Robot Parlante», y después de haberlo deletreado sola y
observando que sus padres no parecían decididos a avanzar en aquella dirección,
hizo lo que consideró indicado. Esperando un momento de distracción paterna,
dio media vuelta y siguió la flecha.
El Robot Parlante era verdaderamente un tour de force; pero un
artefacto totalmente inútil, sin más valor que el publicitario. Cada hora, un
grupo de visitantes escoltados por un empleado se detenía delante del robot y
hacía preguntas al ingeniero encargado del robot, con discretos susurros. Las
que el ingeniero juzgaba aptas para ser contestadas por los circuitos del
robot, le eran transmitidas.
Era una tontería. Puede ser muy interesante saber que el cuadrado de
catorce es ciento noventa y seis, que la temperatura en este momento es de 28°
centígrados, que la presión del aire acusa 750 mm. de mercurio, y que el peso
atómico del sodio es 23, pero para esto, en realidad, no se necesita un robot.
No se necesita, en especial, una enorme masa inmóvil de alambres y espirales
que ocupa veinticinco metros cuadrados.
Pocos eran los que regresaban por una segunda exhibición, pero una
chiquilla de unos diez años estaba tranquilamente sentada en un banco esperando
la tercera. Era la única persona que había en la sala cuando Gloria entró, pero
no la miró. Para ella, en aquel momento otro ser humano era un ejemplar
completamente despreciable. Consagraba su atención a aquel objeto lleno de
ruedas dentadas. De momento, vaciló con cierto desaliento. Aquello no se
parecía a ninguno de los robots que ella había visto. Cautelosamente,
vacilando, levantó su débil voz.
—Por favor, señor Robot, perdone, ¿es usted el Robot Parlante?
No estaba muy segura de ello, pero le parecía que un robot que hablaba
merecía toda clase de consideraciones.
(Por el delgado rostro de la muchacha de diez años pasó una mirada de
intensa concentración. Sacó una libreta de notas del bolsillo y comenzó a
escribir rápidamente.)
Se oyó un girar de mecanismos bien engrasados y una voz metálica lanzó
unas palabras que carecían de acento y entonación.
—Yo-soy-el-robot-parlante.
Gloria lo miró contrariada. Hablaba, pero el sonido venía de dentro. No
había rostro al cual hablar.
—¿Puede usted ayudarme, señor Robot? —dijo.
El Robot Parlante estaba construido para contestar preguntas, pero sólo
las preguntas que se podían hacer. Confiado en su capacidad, sin embargo,
respondió:
—Puedo-ayudarle.
—Gracias, señor Robot. ¿Ha visto usted a Robbie?
—¿Quién-es-Robbie?
—Un robot, señor Robot, señor —se puso de puntillas—. Es así de alto,
pero más alto, y muy bueno. Tiene cabeza, sabe... Bueno, usted no tiene, pero
él sí.
—¿Un robot?... —preguntó el Robot Parlante un poco perplejo.
—Sí, señor Robot. Un robot como usted, salvo que, naturalmente, no sabe
hablar y que..., parece una persona de veras.
—¿Un-robot-como-yo?
—Sí, señor Robot.
A lo cual el robot parlante sólo contestó con un ruido de engranajes y
un sonido incoherente. Trató de ponerse lealmente a la altura de su misión y se
fundieron media docena de bobinas. Zumbaron algunas señales de alarma.
(En aquel momento la muchacha de diez años se marchó. Tenía bastante
para su primer artículo sobre «Aspectos Prácticos del Robotismo». Era el
primero de los varios que tenía que escribir Susan Calvin sobre este tema.)
Gloria permanecía de pie con mal disimulada impaciencia, esperando la
respuesta del robot, cuando oyó un grito detrás de ella.
—¡Allí está! —Y en el acto reconoció la voz de su madre—. ¿Qué estás
haciendo aquí, mala muchacha? —exclamó, su ansiedad transformándose en el acto
en cólera—. ¿No sabes el miedo que has hecho pasar a papá y mamá? ¿Por qué te
has escapado?
El ingeniero del robot había aparecido también, mesándose los cabellos
y preguntando quién diablos había estropeado la máquina.
—¿Es que no saben ustedes leer? ¿No saben que no tienen derecho a estar
aquí sin ir acompañados?
Gloria levantó su ofendida voz.
—He venido sólo a ver el Robot Parlante, mamá. Pensé que quizá sabría
dónde estaba Robbie, puesto que los dos son robots. —Y al aparecer en su mente
el recuerdo de Robbie, estalló en una tempestad le lágrimas—. ¡Tengo que
encontrar a Robbie, mamá, tengo que encontrarlo!
—¡Ah, Dios mío, esto es más de lo que soy capaz de soportar! —exclamó
la señora Weston ahogando un grito—. ¡Volvamos a casa, George!
Aquella tarde, George se ausentó durante algunas horas y a la mañana
siguiente se acercó a su mujer en una actitud sospechosamente complaciente.
—He tenido una idea, Grace.
—¿Sobre qué? —preguntó ella con soberana indiferencia.
—Sobre Gloria.
—¿No vas a proponer devolverle el robot?
—No, desde luego que no.
—Entonces, sigue. No tengo inconveniente en escucharte. Nada de lo que
hemos hecho parece haber servido de nada.
—Muy bien. He aquí lo que he estado pensando. El gran mal de Gloria es
que piensa en Robbie como persona y no como máquina. Naturalmente, no puede
olvidarlo. Ahora bien, si conseguimos convencer a Gloria del hecho que su
Robbie no era más que un amasijo de acero y cobre en forma de planchas y que el
jugo de su vida no era más que hilos y electricidad, ¿cuánto tiempo duraría su
anhelo? Es la forma psicológica de ataque, si entiendes lo que quiero decir.
—¿Y cómo pretendes conseguirlo?
—Simplemente, ¿dónde imaginas que fui, anoche? He persuadido a
Robertson, de la «U. S. Robots & Mechanical Men Inc.», que nos permita
realizar mañana una visita completa de sus talleres. Iremos los tres y una vez
que hayamos terminado la visita, Gloria se habrá convencido que un robot no es
una cosa viva.
Los ojos de la señora Weston habían ido agrandándose progresivamente,
delatando una súbita y profunda admiración.
—¡Pero..., George..., esto es una excelente idea!
Los botones de la chaqueta de George Weston tiraron con fuerza.
—Es de las que tengo yo... —dijo.
El señor Struthers era un director general concienzudo y naturalmente
inclinado a ser un poco locuaz. Esta combinación dio por resultado una visita
que fue totalmente, quizá con exceso, explicada en todas sus fases. Sin
embargo, la señora Weston no se aburría. Al contrario, más de una vez se detuvo
e insistió en que explicase detalladamente algo en un lenguaje suficientemente
claro para que Gloria lo entendiese. Bajo la influencia de esta apreciación de
sus facultades narrativas, el señor Struthers se sintió comunicativo y se
extendió con mayor genialidad todavía, si es posible.
Incluso George Weston demostraba una creciente impaciencia.
—Perdóneme, Struthers —dijo, interrumpiendo una coherencia sobre la
célula fotoeléctrica—; ¿no tienen ustedes una sección donde sólo se emplee mano
de obra robot?
—¡Oh, sí; sí, desde luego! —dijo sonriendo a la señora Weston—. Un
círculo vicioso, en cierto modo; robots creando robots. Desde luego, no hacemos
una práctica general de ello. En primer lugar, porque los sindicatos no nos lo
permitirían. Pero conseguimos poder utilizar algunos robots como mano de obra
robot, únicamente como una especie de experimento científico. Comprenda...
—prosiguió golpeándose la palma de la mano con sus lentes para dar peso a su
argumentación—, lo que los sindicatos no comprenden (y lo dice un hombre que ha
simpatizado siempre con la obra sindical en general) es que el advenimiento del
robot, aun cuando aportando al empezar alguna dislocación en el trabajo, tendrá
inevitablemente que...
—Sí, Struthers —dijo Weston—, pero esta sección de la que habla usted,
¿podemos verla? Debe ser muy interesante, estoy seguro.
—¡Sí, sí, desde luego! —El señor Struthers se puso los lentes con un
movimiento convulsivo y soltó una tosecilla de desaliento—. Síganme, por favor.
Mientras siguieron un largo corredor y bajaron un tramo de escaleras,
Struthers, precediendo a los demás, estuvo relativamente tranquilo. Después,
una vez que entraron en una vasta habitación intensamente iluminada donde
reinaba el zumbido de una mecánica actividad, se abrieron las compuertas y
desbordó el chorro de sus explicaciones.
—Aquí lo tiene usted —dijo con el orgullo impreso en su voz—. ¡Sólo
robots! Cinco hombres actúan como inspectores y no tienen siquiera que estar en
esta habitación. En cinco años, es decir, desde que inauguramos este sistema,
no ha ocurrido un solo accidente. Desde luego, los robots aquí reunidos son
relativamente sencillos, pero...
La voz del director general se había convertido hacía tiempo ya en un
murmullo tranquilizador a los oídos de Gloria. Toda aquella visita le parecía
aburrida e inútil, a pesar que hubiese muchos robots a la vista. Ninguno de
ellos era ni remotamente como Robbie, y los contemplaba con manifiesto desdén.
Vio que en aquella habitación no había ser viviente. Entonces sus ojos
se fijaron en seis o siete robots que trabajaban activamente en una mesa
redonda en el centro de la sala, y se apartaron con una sorpresa de
incredulidad. La sala era espaciosa. Gloria no podía verlo bien, pero uno de
los robots parecía..., parecía..., ¡era!
—¡Robbie! —El grito rasgó el aire y uno de los robots se estremeció y
dejó caer la herramienta que manejaba. Gloria estaba como loca de alegría.
Introduciéndose por debajo de la barandilla antes que sus padres pudiesen
impedirlo, saltó al suelo, situado algunos palmos más abajo y corrió hacia
Robbie, con los brazos abiertos y el cabello flotando.
Y en aquel momento, las tres personas mayores vieron horrorizadas, al
tiempo que quedaban paralizadas de espanto, lo que la chiquilla no vio: un
enorme tractor que avanzaba a ciegas, siguiendo el camino que tenía trazado.
Weston necesitó una fracción de segundo para volver en sí, pero aquella
fracción de segundo lo representó todo porque Gloria ya no podía ser salvada,
todo era claramente inútil. Struthers hizo una rápida seña a los inspectores
para que detuviesen el tractor, pero los inspectores no eran más que seres
humanos y necesitaron tiempo para actuar.
Sólo fue Robbie quien actuó rápidamente y con precisión.
Devorando con sus piernas de metal el espacio que lo separaba de su
pequeña ama, se lanzó hacia ella viniendo de la dirección opuesta. Todo ocurrió
en un instante. Extendiendo el brazo, Robbie agarró a Gloria sin moderar su
marcha en lo más mínimo y dejándola, por consiguiente, sin aire en los pulmones.
Weston, sin comprender muy bien lo que ocurría, sintió, más que vio, a Robbie
pasar por su lado como un alud y detenerse en seco. El tractor cortó el camino
donde había estado Gloria, medio segundo después que Robbie la hubo arrastrado
tres metros, y se detuvo con un chirrido metálico y prolongado.
Gloria recobró el aliento, fue sometida a una serie de apasionados
abrazos y caricias por parte de sus padres y se volvió emocionada hacia Robbie.
Para ella no había ocurrido nada, salvo que había encontrado a su amigo.
Pero la expresión de la señora Weston había pasado de la franca alegría
a la de una sombría suspicacia. Se volvió hacia su marido, y, pese a su
descompuesto y alterado aspecto, consiguió adoptar una actitud formidable.
—¿Tú..., has preparado esto, verdad...?
George Weston se secaba la abrasada frente con un pañuelo. Su mano
temblaba y sus labios sólo conseguían esbozar una sonrisa sumamente tenue.
—Robbie no estaba construido para un trabajo de ingeniería o
construcción —prosiguió la señora Weston siguiendo sus ideas—. No podía serles
de ninguna utilidad. Lo has hecho colocar aquí a fin que Gloria pudiese
encontrarlo. Ya lo sabes...
—Pues, sí... —dijo Weston,—. Pero, ¿cómo iba a saber yo que el
encuentro tenía que ser tan violento? Y Robbie le ha salvado la vida; esto
tienes que reconocerlo, ¡No puedes volverlo a despedir!
Grace Weston reflexionó. Se volvió hacia Gloria y Robbie y los
contempló pensativa algún tiempo. Gloria había pasado sus brazos alrededor del
cuello del robot y hubiera asfixiado a cualquiera que no hubiese sido de metal,
mientras murmuraba palabras sin sentido con un frenesí casi histérico. Los
brazos de acero cromado de Robbie (capaces de convertir en un anillo una barra
de acero de cinco centímetros de diámetro) abrazaban cariñosamente a la
chiquilla y sus ojos brillaban con un rojo intenso y profundo.
—Bien —dijo Grace Weston, finalmente—. ¡Por mí puede quedarse hasta que
se oxide!
* * *
—Desde luego, no fue así —dijo Susan Calvin, encogiéndose de hombros—.
Esto ocurría en 1998. En 2002 habíamos inventado ya el robot móvil-parlante
que, naturalmente, dejaba a todos los modelos no parlantes anticuados, y que
parecía ser el último grito en lo tocante a elementos no-robot. Entre 2003 y
2007, la mayoría de los gobiernos desterraron el uso del robot para todo
propósito que no fuese la investigación científica.
—¿Así que Gloría tuvo que abandonar a Robbie, al final?
—Así lo temo. Imagino, sin embargo, que debió serle más fácil a los
quince años que a los ocho. No obstante, fue una actitud estúpida e innecesaria
por parte de la humanidad. U. S. Robots alcanzó financieramente su nivel más
bajo en 2007, por los tiempos en que yo ingresé. Al principio, creí que mi
empleo podía terminar súbitamente en cuestión de algunos meses, pero entonces
empezamos a desarrollar el mercado extraterrestre.
—Y así siguió usted trabajando, desde luego.
—No del todo. Empezamos tratando de adaptar los modelos que teníamos a
mano. Los primeros modelos parlantes, por ejemplo. Los enviamos a Mercurio para
trabajar en las explotaciones mineras, pero fracasaron.
—¿Fracasaron? —pregunté yo con sorpresa—. ¡Pero si las minas de
Mercurio rinden muchos millones de dólares!
—Ahora, sí, pero fue una segunda tentativa la que triunfó. Si quiere
usted saber algo de esto, le aconsejo que se entere de lo que le ocurrió a
Gregory Powell. Él y Michael Donovan resolvieron los casos más difíciles entre
los años diez y veinte. Hace años que no sé nada de Donovan, pero Powell vive
aquí, en Nueva York. Hoy es abuelo, una cosa a la cual es difícil
acostumbrarse. Yo sólo puedo recordarlo como un muchacho. Desde luego, yo era
joven también.
Traté de seguirle tirando de la lengua.
—Si quiere usted darme los hechos escuetos, doctora Calvin —dije—,
puedo hacer que el señor Powell me los complete más tarde. (Y esto fue
exactamente lo que hice.)
Extendió sus finas manos sobre la mesa y permaneció contemplándolas.
—Hay dos o tres casos sobre los que sé alguna cosa... —dijo.
—Empecemos por Mercurio —propuse.
—Bien; me parece que fue en 2051 cuando se organizó la segunda
expedición a Mercurio. Era una expedición exploratoria, financiada en parte por
U. S. Robots y en parte por Solar Minerals. Consistía en un nuevo tipo de
robot, todavía experimental, Gregory Powell; Michael Donovan...
SENTIDO GIRATORIO
Uno de los principios favoritos de Gregory Powell era que con la
excitación no se gana nada; de manera que cuando Mike Donovan bajó las
escaleras saltando hacia él, con el cabello rojo empapado de sudor, Powell
frunció el ceño.
—¿Qué pasa? —dijo—. ¿Te has roto una uña?
—¡Ya!... —exclamó Donovan febril—. ¿Qué has estado haciendo aquí abajo
todo el día? —Hizo una profunda aspiración—: ¡Speedy no ha regresado!
Los ojos de Powell se agrandaron momentáneamente y se detuvo en la
escalera; después reaccionó y siguió subiendo. No pronunció una palabra hasta
llegar al rellano de arriba y entonces, dijo:
—¿Has mandado a buscar el selenio?
—Sí.
—¿Y cuánto tiempo lleva fuera?
—Cinco horas ya.
Silencio. Era una situación endiablada. Llevaban exactamente doce horas
en Mercurio y ya estaban metidos hasta las cejas en muchas complicaciones.
Hacía ya tiempo que Mercurio era el mundo endiablado del sistema, pero aquello
resultaba algo excesivo, incluso para un diablo.
—Empieza por el principio y vamos a poner esto en claro —dijo Powell.
Estaban en la sala de la radio, con el equipo ya ligeramente anticuado,
que nadie había tocado durante los diez años anteriores a su llegada. Incluso
diez años, tecnológicamente hablando, tienen importancia. Comparemos a Speedy
con el tipo de robots en boga por allá el año 2005. Pero el avance en robótica
de aquellos días era tremendo. Powell, contrariado, tocó una superficie
metálica todavía reluciente. El aspecto de abandono que reinaba en la estancia,
e incluso en toda la estación, era infinitamente deprimente. Donovan debió
darse cuenta, porque empezó:
—He tratado de localizarlo por radio, pero ha sido inútil. La radio es
inoperante en la cara solar de Mercurio, a más de tres kilómetros en todo caso.
Éste es uno de los motivos por los cuales falló la primera expedición. Y no
podemos instalar el equipo de ultraonda antes de algunas semanas...
—Deja todo esto. ¿Qué has conseguido?
—He localizado la señal de un cuerpo inorgánico en la onda corta. No he
conseguido más que la posición. He seguido su rastro durante dos horas y he
anotado los resultados en el mapa.
Llevaba en el bolsillo un cuadrado de pergamino, reliquia de la
infructuosa primera expedición, y lo arrojó sobre la mesa con rabia,
extendiéndolo con la palma de la mano. Powell, con las manos sobre el pecho, lo
observaba a distancia. El lápiz de Donovan señaló nerviosamente.
—La cruz roja es el pozo de selenio. Tú mismo lo marcaste.
—¿Cuál de ellos? —interrumpió Powell—. MacDougal localizó tres antes de
marcharse.
—He mandado a Speedy al más próximo, naturalmente. A veintiocho
kilómetros de aquí. Pero, ¿qué diferencia hay? —añadió con la voz tensa—. Aquí
hay los puntos de lápiz que marcaban la posición de Speedy.
Por primera vez el estudiado aplomo de Powell falló y tendió las manos
hacia el mapa.
—¿Lo dices en serio? Esto es imposible.
—Pues así es —gruñó Donovan.
Los diminutos puntos de lápiz formaban un vago círculo alrededor de la
cruz roja del pozo de selenio. Y Powell se atusó el bigote, infalible signo de
ansiedad.
—Durante las dos horas que lo he seguido —prosiguió Donovan— dio cuatro
vueltas alrededor del pozo. Me parece que va a seguir así siempre. ¿Te das
cuenta de la situación en que nos encontramos?
Powell levantó un instante la vista pero no dijo nada. Sí, se daba muy
bien cuenta de la situación en que estaban. Aparecía tan clara como un
silogismo. La barrera de fotocélulas, único obstáculo que se interponía entre
el monstruoso sol de Mercurio y ellos, estaba destruida. Lo único que podía
salvarlos era el selenio. El único que podía conseguir el selenio era Speedy.
Si Speedy no regresaba, no había selenio. Si no había selenio, no había barrera
de fotocélulas. Si no había barrera de fotocélulas..., sería la muerte,
abrasados lentamente de la forma más desagradable posible.
Donovan se secó con rabia la roja melena y en tono amargado dijo:
—Vamos a ser el hazmerreír de todo el sistema, Greg. ¿Cómo puede haber
ido todo tan mal, tan de repente? ¡El famoso equipo de Powell y Donovan es
enviado a Mercurio para informar sobre la conveniencia de abrir de nuevo el
yacimiento minero de la Fase Solar con técnica moderna y robots y el primer día
lo estropean todo! Un trabajo de simple rutina, además... Jamás sobreviviremos
a esto.
—Ni tendremos necesidad de sobrevivir, quizá —respondió Powell
tranquilamente—. Si no hacemos algo pronto, sobrevivir, o incluso sólo vivir,
no importará.
—¡No seas estúpido! Si te gusta bromear con esto, a mí, no. Ha sido
criminal enviarnos aquí con un solo robot. Y fue idea genial tuya, creer que
podíamos restablecer la barrera de fotocélulas solos.
—Ahora no eres leal. Fue una decisión mutua y tú lo sabes muy bien. Lo
único que necesitábamos era un kilogramo de selenio, una Placa Inmovilizadora
Dielectródica y unas tres horas de tiempo; la cara solar está llena de pozos de
selenio. El espectro-reflector de MacDougal descubrió tres en cinco minutos.
¡Qué diablos! ¡No podíamos esperar la próxima conjunción!
—Bien, ¿y qué vamos a hacer? Powell, tú tienes una idea. Lo sé, si no
la tuvieses no estarías tan tranquilo. No eres más héroe que yo. ¡Vamos,
suéltala ya!
—No podemos ir en busca de Speedy por la cara del sol, Mike. Ni aun los
nuevos insotrajes aguantan más de veinte minutos de luz directa del sol. Pero
ya conoces el viejo refrán, «Envía un robot a buscar un robot». Mira, Mike,
quizá las cosas no están tan mal. Abajo, en los subniveles tenemos seis robots
que podemos utilizar si funcionan. Si funcionan.
Un destello de esperanza apareció súbitamente en los ojos de Donovan.
—¿Quieres decir los seis robots de la primera expedición? ¿Estás
seguro? Pueden ser máquinas subrobóticas. Diez años son muchos años para los
tipos de robots, ya lo sabes.
—No importa, son robots. He pasado el día entre ellos y lo sé. Tienen
cerebro positrónico; primitivo, desde luego. Vamos abajo —dijo introduciéndose
el mapa en el bolsillo.
Los seis robots estaban en el último subnivel,, rodeados de cajas de
embalaje de incierto contenido. Eran enormes, muy grandes, y a pesar que
estaban sentados en el suelo con las piernas estiradas, sus cabezas se elevaban
sus buenos dos metros en el aire.
—¡Fíjate en el tamaño! —silbó Donovan—. El torso debe tener tres metros
de circunferencia.
—Es porque están dotados del viejo mecanismo McGuffy. He mirado su
interior; es la cosa más complicada que has visto jamás.
—¿Los has cargado ya?
—No, no tenía ningún motivo para ello. No creo que tengan nada
descompuesto. Incluso el diagrama está en buen estado. Pueden hablar.
Destornilló la placa del pecho del más cercano e insertó en él la
esfera de cinco centímetros de diámetro que contenía la diminuta chispa de
energía atómica que daba vida al robot. Era difícil fijarla, pero lo consiguió,
y volvió a atornillar laboriosamente la placa. Los controles de radio de modelos
más modernos no habían sido oídos hacía diez años. Después repitió la operación
con los otros cinco.
—No se mueven —dijo Donovan, inquieto.
—No les hemos dado orden para que lo hagan —respondió Powell
sucintamente. Volvió al primero de la fila y lo golpeó en el pecho—. ¡Tú! ¿Me
oyes?
La cabeza del monstruo se inclinó respetuosamente, como lo hubiera
hecho un siervo, y sus ojos se fijaron en Powell. Después, con una voz dura,
como un graznido, como la de un gramófono de la época medieval, articuló: «Sí,
señor».
Powell miró a Donovan sin expresión.
—¿Has oído? Son de los tiempos de los primeros robots parlantes, cuando
parecía que los robots iban a ser desterrados de la Tierra. Los fabricantes
luchaban e imbuyeron en ellos sanos instintos de esclavitud.
—De poco les ha valido —murmuró Donovan.
—No, no les valió, pero lo intentaron. —Se volvió de nuevo hacia el
robot—. ¡Levántate!
El robot se incorporó lentamente y Donovan levantó la cabeza con un
leve silbido.
—¿Puedes salir a la superficie? ¿A la luz? —preguntó Powell.
El lento cerebro del robot funcionó pausadamente.
—Sí, señor —dijo por fin.
—Bien. ¿Sabes lo que es un kilómetro?
Otra reflexión y otra lenta respuesta.
—Sí, señor.
—Vamos a llevarte a la superficie y te indicaremos una dirección.
Avanzarás veintiocho kilómetros y por alguna parte de aquella región
encontrarás otro robot, más pequeño que tú. ¿Sigues entendiendo?
—Sí, señor.
—Encontrarás este robot y le ordenarás que regrese. Si no quiere
regresar, tienes que traerlo a la fuerza.
Donovan agarró la manga de Powell.
—¿Por qué no enviarlo directamente a buscar el selenio?
—Porque quiero que Speedy regrese, idiota. Quiero averiguar qué le
ocurre. Bien —añadió dirigiéndose al robot—, sígueme.
El robot permaneció inmóvil y su voz graznó:
—Perdón, señor, pero no puedo. Tienes que montar primero. —Con un
fuerte golpe, juntó sus manos entrelazando los dedos. Powell lo miró y se
acarició el bigote.
—¡Eh...! ¡Ah!
—¿Tenemos que montarlo? —dijo Donovan saltándole los ojos—. ¿Como un
caballo?
—Me parece que ésa es la intención. Pero no sé por qué. No veo... ¡Ah,
si! Ya te he dicho que en aquellos tiempos estaban luchando con la seguridad de
los robots. Evidentemente, quisieron dar la sensación de seguridad no
permitiéndoles moverse sin llevar un cornac en los hombros. ¿Qué hacemos ahora?
—Eso es lo que estoy pensando —murmuró Donovan—. No podemos salir a la
superficie, ni con robot ni sin él. ¡Por el pellejo de...! —Hizo chasquear los
dedos—. Dame el mapa —dijo excitado—. No en balde he pasado dos horas
estudiándolo. ¡Hay una explotación minera! ¿Por qué no utilizamos los túneles?
El yacimiento minero estaba marcado en el mapa por un círculo negro y
las delgadas líneas que salían de él, a la manera de una telaraña, eran los
túneles. Donovan estudió las explicaciones de lectura al pie de la página.
—Mira —dijo—, los pequeños puntos negros son aberturas que dan a la
superficie y aquí hay uno que quizá no esté a más de cinco kilómetros del pozo
de selenio. Aquí hay un número..., ¡hubieran podido escribir más grande!...
13-a. Si los robots saben el camino hasta aquí...
Powell hizo la pregunta y recibió un sordo «Sí, señor».
—Ponte el insotraje —dijo, satisfecho.
Era la primera vez que se ponían los insotrajes, lo cual requería más
tiempo del que habían creído el día anterior a su llegada, y sintieron
incomodados los movimientos de sus miembros.
El insotraje era mucho más voluminoso y feo que el traje espacial
reglamentario; pero considerablemente más ligero porque no entraba metal alguno
en su composición. Compuestos de plástico resistente al calor y planchas de
corcho químicamente tratadas, y equipados con un dispositivo desecador para
mantener el aire seco, los insotrajes podían resistir el ardor del sol de
Mercurio durante veinte minutos. Y quizá de cinco a diez más, sin causar la
muerte del ocupante.
Y las manos del robot seguían formando estribo sin demostrar el más
leve indicio de sorpresa ante la grotesca figura en que Powell se había
convertido. La voz de Powell, enronquecida por la radio, gritó:
—¿Estás a punto de llevarnos a Salida 13-a?
—Sí, señor.
«Bien —pensó Powell—; pueden carecer de radio control, pero, por lo
menos, van equipados con radio receptor.»
—Monta en uno de los otros, Mike —le dijo a Donovan.
Puso un pie en el improvisado estribo y montó. Encontró el asiento
cómodo; los hombros del robot habían sido evidentemente moldeados con este fin;
había una depresión en cada hombro, y dos «orejas» salientes cuyo objeto
parecía claro.
Powell se agarró a las «orejas» y sacudió la cabeza del robot. Su
montura se volvió pesadamente. «Guía, Macduff.» Pero Powell no se sintió
tranquilizado.
Los gigantescos robots avanzaron lentamente con mecánica precisión y
franquearon la puerta cuyo dintel apenas distaba un palmo sobre su cabeza, de
manera que los dos amigos tuvieron que encogerse rápidamente; siguieron un
corredor en el cual los lentos pasos resonaban rítmicamente y finalmente
entraron en la compuerta neumática.
El largo túnel sin aire que se extendía delante de ellos hasta llegar a
formar un solo punto, evocó a Powell la exacta magnitud del esfuerzo realizado
por la primera expedición, con sus rudimentarios robots y sus elementales
necesidades. Pudo ser un fracaso, pero su fracaso fue bastante más útil que los
éxitos usuales del Sistema Solar.
—Fíjate en que estos túneles están iluminados y su temperatura es la
normal de la Tierra. Probablemente ha sido así durante los diez años que han
permanecido desiertos.
—¿Cómo es eso?
—Energía barata; la más barata del Sistema. Fuerza solar, ¿comprendes?,
y en la Clara Solar de Mercurio, la fuerza solar es algo. Por esto la estación
fue construida a la luz del sol en lugar de las sombras de la montaña. Es
realmente un enorme convertidor de energía. El calor es transformado en
electricidad, luz, fuerza mecánica y lo que quieras; de manera que la energía
es suministrada por un proceso simultáneo, pues sirve también para refrigerar
la estación.
—Mira —dijo Donovan—. Todo esto es muy instructivo, pero, ¿te
importaría cambiar de tema? Ocurre que esta conversión de la energía de la que
hablas es realizada principalmente por la barrera de fotocélulas, y éste es
para mí un doloroso tema en este momento.
Powell gruñó ligeramente y cuando Donovan rompió el subsiguiente
silencio fue para abordar un tema totalmente distinto.
—Escucha, Greg. ¿Qué diablos debe ocurrirle a Speedy? No puedo
comprenderlo.
No es cosa fácil encogerse de hombros dentro de un insotraje, pero
Powell lo intentó.
—No lo sé, Mike. Ya sabes que está perfectamente adaptado a un ambiente
mercuriano. El calor no significa nada para él y está construido para poca
gravedad y suelo accidentado. Está a prueba de averías..., o por lo menos,
debería estarlo.
—Señor —dijo el robot—. Ya estamos.
—¿Eh? —dijo Powell medio dormido—. Bien, salgamos; vamos a la
superficie.
Se encontraban en una pequeña subestación, vacía, sin aire, en ruinas.
Donovan había observado un agujero dentellado en la parte alta de una de las
paredes a la luz de su lámpara de bolsillo.
—¿Un meteorito, supones? —había preguntado.
—¡Al diablo! —respondió Powell—. No importa, salgamos.
Un imponente acantilado de negra roca basáltica ocultaba la luz del sol
y la profunda noche oscura de un mundo sin aire los envolvía. Delante de ellos,
la sombra se extendía y terminaba como en un filo de navaja de un insoportable
resplandor de luz blanca que relucía con millares de cristales sobre el suelo
de roca.
—¡Espacio! —susurró Donovan—. ¡Esto parece nieve! —Y era así.
Los ojos de Powell se fijaron en el dentellado resplandor de Mercurio
en el horizonte y parpadeó bajo su brillo cegador.
—Esta debe ser una zona extraordinaria —dijo—. La composición general
de Mercurio es baja y la mayoría del suelo es de piedra pómez gris. Algo como
la luna, ¿comprendes? ¿Bonito, no?
Agradecía los filtros de luz de su placa de visión. Bello o no, mirar
directamente el sol a través del cristal los hubiera cegado en menos de un
minuto.
Donovan miró el termómetro que llevaba en la muñeca.
—¡Sagrados humos, ochenta grados!... ¡Qué temperatura!
—Un poco alta, ¿no crees? —dijo Powell después de haber comprobado el
suyo.
—¿En Mercurio? ¿Estás chiflado?
—Mercurio en realidad no carece de atmósfera —explicó Powell como
distraído, ajustando los binoculares a la placa de visión con los dedos torpes
a causa de su traje—. Hay una tenue exhalación que se pega a la superficie,
vapores de elementos más volátiles y compuestos de un peso suficiente para ser
retenidos por la gravedad de Mercurio: selenio, yodo, mercurio, galio, potasio
y óxidos volátiles. Los vapores se reúnen en las sombras y se condensan,
creando calor. Es una especie de alambique gigantesco. Si empleas tu lámpara
encontrarás probablemente que toda esta parte del acantilado está cubierta de
azufre en bruto o quizá rocío de mercurio.
—No importa. Nuestros trajes pueden soportar unos vulgares ochenta
grados indefinidamente.
Powell había ajustado ya su dispositivo binocular, de manera que tenía
los ojos salientes como un caracol.
—¿Ves algo? —preguntó Donovan observando intensamente.
Powell no contestó en el acto, y cuando lo hizo fue con cierta
ansiedad.
—En el horizonte hay un punto oscuro que podría ser el pozo de selenio.
Está donde debe estar. Pero no veo a Speedy.
Powell se echó adelante con un movimiento instintivo para mejorar su
visión, levantándose inestable sobre los hombros de su robot. Con las piernas
estiradas, forzando la vista, dijo:
—Creo..., creo..., que sí, definitivamente es él. Viene por aquí.
Donovan miró hacia donde señalaba el dedo. No llevaba binoculares, pero
había un punto que se movía, destacándose en negro sobre el cegador brillo del
suelo cristalino.
—¡Lo veo! —gritó—. ¡Sigamos avanzando!
Powell había vuelto a sentarse sobre los hombros del robot y su mano
enguantada golpeó el gigantesco pecho.
—¡Adelante! —dijo.
—¡Vamos allá! —gritó Donovan golpeando con sus talones como si llevara
espuelas.
Los robots avanzaron con el golpeteo regular de sus pies silenciosos en
el vacío, porque la tela metálica de los trajes no transmitía ningún sonido,
sólo se percibía la rítmica vibración del mecanismo interior.
—¡Más aprisa! —gritó Donovan; pero el ritmo no cambió.
—Es inútil —respondió Powell, también gritando—. Estos condenados
aparatos no tienen más que una velocidad. ¿Crees acaso que están equipados con
flectores selectivos?
Habían atravesado ya las sombras y la luz caía sobre ellos como una
ducha líquida al rojo blanco. Donovan se encogió involuntariamente.
—¡Caramba! ¿Es imaginación o siento calor?
—Ya sentirás más. No pierdas de vista a Speedy —le respondió.
El robot SPD-13 estaba lo suficientemente cerca para ser visto ya con
todo detalle. Su gracioso y alargado cuerpo lanzaba cegadores destellos
mientras avanzaba con fácil velocidad por él abrupto suelo. Su nombre era
derivado de las iniciales, pero era apropiado, porque los modelos SPD se
contaban entre los robots más veloces producidos por la «U. S. Robots &
Mechanical Men Corp».
—¡Eh, Speedy! —gritó Donovan agitando la mano.
—¡Speedy! —chilló también Powell—. ¡Ven aquí!
La distancia entre los dos hombres y el errante robot fue reduciéndose
momentáneamente, más por los esfuerzos que por el lento avance de las
anticuadas monturas de Donovan y Powell.
Estaba lo suficientemente cerca para darse cuenta que el paso de Speedy
tenía una especie de balanceo peculiar y, en el momento en que Powell agitaba
de nuevo la mano y mandaba el máximo de energía a su emisor de radio,
preparándose a lanzar un nuevo grito, Speedy levantó la cabeza y los vio.
Speedy se detuvo y permaneció un momento inmóvil, balanceándose
levemente como bajo el impulso de una ligera brisa.
—¡Muy bien, Speedy! ¡Ven aquí, muchacho!
A lo cual la voz de robot de Speedy resonó en los auriculares de Powell
por primera vez.
Pero lo que dijo fue incomprensible. Fueron sólo unos sonidos
inarticulados o quizá unas palabras incomprensibles. Girando sobre sus talones,
salió a toda velocidad en la dirección por donde había venido, levantando en su
furia fragmentos de polvo ardiente. Y sus últimas palabras al huir fueron:
«Crece una florecilla cerca del viejo roble», seguidas de un curioso
sonido metálico que pudo ser el robótico equivalente del hipo.
—Oye, Greg... —dijo Donovan desfalleciendo—, ¿es que está borracho o
qué?
—Si no me lo hubieses dicho, no me hubiera dado cuenta —respondió
Powell amargamente—. Volvamos al acantilado. Me estoy asando.
Powell fue el primero en romper el angustioso silencio.
—En primer lugar —dijo—, Speedy no está borracho en el sentido humano
de la palabra, porque es un robot y los robots no se emborrachan. Sin embargo,
le pasa algo que es el equivalente robótico de la borrachera.
—Para mí está borracho, y me parece que se figura que estamos jugando
—insistió Donovan—. Y no hay tal. Es cuestión de vida, o una muerte espantosa.
—Muy bien. No me apures. Un robot sólo es un robot. Una vez que hayamos
averiguado qué le pasa, podremos arreglarlo y seguir adelante.
—Una vez... —dijo Donovan tristemente.
—Speedy está perfectamente adaptado al ambiente de Mercurio —prosiguió
Powell sin hacerle caso—. Pero esta región es definitivamente anormal —añadió
con un amplio movimiento del brazo—. Ésta es la consecuencia. Ahora bien, ¿de
dónde vienen estos cristales? Pueden haber sido formados por un líquido de
enfriamiento muy lento; pero, ¿de dónde sacarás un líquido tan caliente que
pueda enfriarse bajo el sol de Mercurio?
—Acción volcánica —insinuó al instante Donovan.
—De la boca de los inocentes... —murmuró Powell con una extraña voz,
antes de permanecer algunos minutos silencioso—. Escucha, Mike —dijo
finalmente—, ¿qué le dijiste a Speedy cuando lo mandaste en busca del selenio?
Donovan quedó sorprendido, inmóvil.
—Pues..., no lo sé. Le dije sólo que fuese por él.
—Sí, ya lo sé. Pero, ¿cómo? Trata de recordar las palabras exactas.
—Le dije..., eh..., dije: «Speedy, necesitamos selenio. Puedes encontrarlo
en tal y tal sitio. Ve por él». Eso es todo. ¿Qué más querías que le dijera?
—¿No indicaste ninguna urgencia en la orden, verdad?
—¿Para qué? Era pura rutina.
—Bien, es tarde ya —dijo Powell con un suspiro—, pero estamos en un
buen atolladero. —Había desmontado de su robot y estaba sentado de espaldas al
acantilado. Donovan se reunió con él y se tomaron del brazo. A distancia, la
abrasadora luz del sol parecía querer jugar al escondite con ellos y, a su
lado, de los dos gigantescos robots sólo era visible el rojo oscuro de sus ojos
fotoeléctricos que los miraban, sin pestañear, inmóviles e indiferentes.
¡Indiferentes! ¡Como todo lo de aquel ponzoñoso Mercurio, tan grande en
peligros como pequeño de talla!
La voz de Powell resonó tensa en el receptor de radio de Donovan.
—Ahora veamos, empecemos por las tres Reglas Fundamentales Robóticas,
las tres reglas que han penetrado más profundamente en el cerebro positrónico
de los robots. —Sus enguantados dedos fueron marcando los puntos en la oscuridad—.
Tenemos: Primera. «Un robot no debe dañar a un ser humano, ni, por su inacción,
dejar que un ser humano, sufra daño.»
—¡Exacto!
—Segunda —continuó Powell—. «Un robot debe obedecer las órdenes que le
son dadas por un ser humano, excepto cuando estas órdenes están en oposición
con la Primera Ley.»
—¡Exacto!
—Y la tercera: «Un robot debe proteger su propia existencia hasta donde
esta protección no esté en conflicto con la Primera y Segunda Leyes.»
—Exacto. ¿Y ahora dónde estamos?
—Exactamente en la explicación. El conflicto entre las diferentes leyes
se presenta ante los diferentes potenciales positrónicos del cerebro. Vamos a
suponer que un robot se encuentra en peligro y lo sabe. El potencial automático
que establece la Tercera Ley le obliga a dar la vuelta. Pero supongamos que tú
le ordenas correr este peligro. En este caso la Segunda Ley establece un
contrapotencial más alto que el anterior y el robot cumple la orden a riesgo de
su existencia.
—Bien, eso ya lo sabemos. ¿Qué hay de ello?
—Veamos el caso Speedy. Speedy es uno de los últimos modelos, altamente
especializado y del costo de un barco de guerra. No es una cosa para ser
destruida en forma apresurada.
—De manera que la Tercera Ley ha sido reforzada como fue
específicamente mencionado, dicho sea de paso, en los folletos sobre los
modelos SPD, de forma que su alergia al peligro sea inusitadamente alta. Al
mismo tiempo, cuando lo mandaste en busca del selenio le diste la orden
distraídamente y sin énfasis especial, de manera que el potencial de la Segunda
Ley era sumamente débil. Ahora bien, fíjate; no hago más que establecer los
hechos.
—Muy bien, sigue; me parece que ya lo tengo.
—¿Ves cómo es la cosa, no? Hay alguna especie de peligro, centralizado
en el pozo de selenio. Aumenta al aproximarse a él, y, a una cierta distancia
de él, el potencial de la Tercera Ley, inusitadamente alto, compensa
exactamente el potencial de la Segunda Ley, inusitadamente bajo.
Donovan se puso de pie, excitado.
—Y crea el equilibrio, ya lo veo. La Tercera Ley lo hace retroceder, y
la Segunda Ley lo lleva adelante...
—Y así describe un círculo alrededor del pozo de selenio, permaneciendo
en el lugar donde los potenciales se equilibran. Y como no hagamos algo
permanecerá en este círculo para siempre jamás, girando como un carrusel. Y
esto —añadió más pensativo— es lo que lo embriaga. En un equilibrio potencial
la mitad de los senderos positrónicos de su cerebro están fuera de sitio. No
soy especialista en robots, pero me parece obvio. Probablemente habrá perdido
el control de aquellas precisas partes de su mecanismo voluntario que pierde el
ser humano ebrio.
—Pero, ¿cuál es el peligro? Si supiésemos de qué huía...
—Tú lo has insinuado. Acción volcánica. En algún sitio, encima del pozo
de selenio, hay una emanación de gases de las entrañas de Mercurio. Oxido de
azufre, óxido de carbono..., y monóxido de carbono. Muchos..., y a esta
temperatura...
—El monóxido de carbono más hierro da el hierro carbonilo.
—Y un robot —añadió Powell— es esencialmente hierro. No hay nada como la
deducción —añadió—. Hemos definido todo lo referente al problema, menos la
solución. No podemos conseguir el selenio nosotros mismos. Sigue estando
demasiado lejos. No podemos enviar estos robots-caballos porque no pueden ir
solos y no pueden llevarnos lo suficientemente aprisa para no perecer
abrasados. Y no podemos agarrar a Speedy, por que el imbécil cree que estamos
jugando.
—Si uno de nosotros fuese —dijo tímidamente Donovan— y regresase asado
siempre quedaría el otro.
—Sí —respondió Powell sarcásticamente—, sería un tierno sacrificio,
salvo que una persona no estaría en condiciones de dar órdenes antes de llegar
al pozo y no creo que los robots regresasen al acantilado sin órdenes.
Calcúlalo. Estamos a cuatro o cinco kilómetros del pozo, digamos cuatro, el
robot anda siete kilómetros por hora y nosotros duraríamos veinte minutos en
nuestros trajes. Y no es sólo el calor, recuérdalo. La radiación solar, aquí, a
partir del ultravioleta es veneno.
—¡Ejem!... —murmuró Donovan—. Nos faltarían diez minutos.
—Como si fuese una eternidad. Y otra cosa: para que el potencial de la
Tercera Ley haya detenido a Speedy donde lo ha detenido, tiene que haber una
cantidad apreciable de monóxido de carbono en la atmósfera, de vapor metálico,
y, por consiguiente, una acción corrosiva apreciable. Lleva ya varias horas
fuera; y, ¿cómo sabemos que una articulación de la rodilla, por ejemplo, no se
saldrá de su sitio, haciéndolo caer? No es sólo cuestión de pensar; tenemos que
pensar de prisa.
¡Profundo, sombrío, tétrico silencio...!
Donovan lo rompió, temblándole la voz por el esfuerzo hecho para
ocultar su emoción:
—Puesto que no podemos incrementar el potencial de la Segunda Ley
dándole nuevas órdenes, ¿por qué no obrar en sentido contrario? Si
incrementamos el peligro, incrementamos el potencial de la Tercera Ley y lo
traemos atrás.
La placa de visión de Powell se había vuelto hacia él con una pregunta
muda.
—Verás —dijo la cautelosa explicación—, lo único que tenemos que hacer
para sacarlo de su cauce es aumentar la concentración de monóxido de carbono
por su vecindad. Bien, en la estación tenemos un laboratorio analítico
completo.
—Naturalmente —asintió Powell—. Es una estación minera.
—Bien. Debe haber kilogramos de ácido oxálico para las precipitaciones
del calcio.
—¡Sagrado espacio! ¡Mike, eres un genio!
—Sí, sí... —reconoció Donovan modestamente—. Se trata sólo de recordar
que el ácido oxálico, al calentarse, se descompone en bióxido de carbono, agua
y el buen viejo monóxido de carbono. Química de primer año, ya sabes...
Powell se había puesto de pie y llamó la atención de uno de los
monstruosos robots.
—Oye, ¿sabes tirar cosas?
—¿Señor...?
—Es igual. —Powell maldijo el torpe y lento cerebro del robot. Recogió
del suelo un trozo de roca del tamaño de un ladrillo—. Toma esto —le dijo— y
arrójalo al espacio más allá de la hendidura. ¿Lo ves?
—Está demasiado lejos, Greg —dijo Donovan, tocándole el hombro—. Hay
casi un kilómetro.
—Calla —respondió Powell—. Hay que contar con la gravedad de Mercurio y
que un brazo de acero lo lanza. ¡Fíjate, quieres...!
Los ojos del robot estaban midiendo la distancia con una minuciosa
precisión estereoscópica. Su brazo se ajustó solo al peso del proyectil y se
echó atrás. En la oscuridad, los movimientos del robot eran invisibles, pero se
oyó el ruido silbante producido por el lanzamiento y segundos después la piedra
apareció, destacándose en negro sobre la luz del sol. No había resistencia del
aire para frenarla, ni viento para apartarla de su camino, y cuando cayó al
suelo levantó trozos de cristal en el preciso centro de la «mancha azul».
Powell lanzó un aullido de júbilo y exclamó:
—Vamos a buscar el ácido oxálico, Mike.
Mientras penetraban de nuevo en la arruinada subestación que llevaba al
túnel, Donovan dijo, con rabia:
—Speedy no se ha movido de este lado del pozo de selenio desde que
andamos detrás de él, ¿te has fijado?
—Sí.
—Me parece que quiere jugar. ¡Bien, entonces jugaremos con él!
Pocas horas después estaban de regreso con tres jarras de a litro de un
producto químico blanco y las caras largas. La barrera de fotocélulas se estaba
deteriorando más rápidamente de lo que hubiera podido preverse. Los dos robots
avanzaron en silencio por la parte soleada hacia Speedy, que estaba esperando.
Al verlos, galopó nuevamente hacia ellos.
—Aquí estamos otra vez... «¡Jeee!» He hecho la lista del piano y el
organista. Es como el que bebe menta y te lo escupe a la cara.
—Nosotros vamos a escupirte algo a la cara —murmuró Donovan—. Cojea,
Greg.
—Ya me he fijado —respondió éste en voz baja—. El monóxido lo atacará,
si no nos damos prisa.
Avanzaban cautelosamente, casi deslizándose, para evitar poner en
movimiento el robot irracional. Powell estaba todavía demasiado lejos para
decirlo con seguridad, pero hubiera jurado que el perturbado cerebro de Speedy
se disponía a echar a correr.
—¡Vamos allá! —jadeó—. Cuenta hasta tres. ¡Uno!... ¡Dos!'
Dos brazos de acero se echaron atrás simultáneamente y agarrando las
dos jarras de cristal las lanzaron al aire describiendo dos arcos paralelos.
Brillaban como diamantes bajo el insostenible sol. Y en el espacio de dos
segundos se estrellaron en el suelo detrás de Speedy, desprendiendo el ácido
oxálico pulverizado.
Bajo el potente calor del sol de Mercurio, Powell sabía que hervía como
el agua de soda.
Speedy se volvió a mirarlos, después se apartó lentamente y fue ganando
velocidad. A los quince segundos corría directamente hacia los dos seres
humanos. Powell no entendió las palabras de Speedy, pero le pareció entender
que se referían a las profesiones de los herejes. Se volvió.
—¡Al acantilado, Mike! Ha salido ya del surco y obedecerá las órdenes.
Empieza a tener calor.
Se dirigieron hacia las sombras al lento paso de sus monturas y sólo
cuando habían entrado y sentido el agradable frescor que reinaba a su
alrededor, Donovan se volvió:
—¡Greg!
Powell miró y refrenó un grito. Speedy avanzaba lentamente ahora...,
muy lentamente..., y en dirección opuesta. Volvía atrás; volvía a su surco; e
iba ganando velocidad. A través de los binoculares parecía terriblemente cerca,
pese a que estaba terriblemente fuera de su alcance.
—¡A él! —gritó Donovan con furia, e hizo andar a su robot, pero Powell
lo llamó.
—No lo alcanzarás, Mike, es inútil. ¿Por qué veré siempre las cosas
cinco segundos después que todo haya terminado? Mike, hemos perdido el tiempo.
—Necesitamos más ácido oxálico —dijo fríamente Donovan—. La
concentración no era bastante fuerte.
—Siete toneladas serían insuficientes y perderíamos muchas horas
preparándolas. ¿No ves lo que ocurre, Mike?
—No —respondió Donovan con franqueza.
—Estábamos estableciendo simplemente nuevos equilibrios. Cuando creamos
nuevo monóxido e incrementamos el potencial de la Tercera Ley, retrocede hasta
que está de nuevo en equilibrio y cuando el monóxido desaparece, avanza y el
equilibrio se restablece de nuevo.
La voz de Powell tenía un acento desalentado.
—Es el viejo círculo vicioso. Podemos empujar la Tercera Ley y tirar de
la Segunda Ley y no obtendremos nada; sólo conseguimos cambiar su posición o
equilibrio. Teníamos que salimos de las dos leyes. —Acercó su robot al de
Donovan hasta que estuvieron uno frente al otro, vagas sombras en la oscuridad,
y susurró—: ¡Mike!
»Es el final —añadió—. Me parece que lo mejor es que regresemos a la
estación, esperemos a que se derrumbe la barrera, estrechémonos las manos,
tomemos cianuro y acabemos como hombres.
Soltó una risa nerviosa.
—Mike —repitió Powell con calor—, teníamos que haber alcanzado a
Speedy.
—Lo sé.
—Mike... —dijo una vez más, pero entonces Powell vaciló antes de
continuar—: Siempre existe la Primera Ley. Pensé en ella..., antes..., pero el
caso es desesperado.
Donovan levantó la vista y su voz cobró vida.
—Estamos desesperados...
—Bien. De acuerdo con la Primera Ley, un robot no puede ver a un ser humano
en peligro por culpa de su inacción. La Segunda y la Tercera no pueden alzarse
contra ella. ¡No pueden, Mike!
—Ni aun cuando el robot esté medio lo... Bien, esté borracho. Ya lo
sabes.
—Es el riesgo que hay que correr...
—¿Qué piensas hacer?
—Voy a salir y ver qué efecto produce la Ley Primera. Si no rompe el
equilibrio..., todo al diablo; lo mismo da ahora que dentro de tres o cuatro
días.
—Escucha, Greg. Hay también reglas humanas de conducta que observar. No
vas a salir así tranquilamente. Imaginemos que es una lotería y dame a mí
también una oportunidad.
—Muy bien. El primero que saque el cubo de catorce, va. —Y casi
inmediatamente añadió—: ¡Veintisiete, coma, cuarenta y cuatro!
Donovan sintió que su robot se tambaleaba bajo un súbito empujón del de
Powell y lo vio salir al sol. Donovan abrió la boca para gritar, pero volvió a
cerrarla. Desde luego, el muy granuja había calculado el cubo de catorce por
anticipado. Muy digno de él.
El sol abrasaba más que nunca y Powell sentía un dolor enloquecedor en
la espalda. Su imaginación, probablemente, o quizá la fuerte irradiación que
comenzaba a atravesar incluso su insotraje.
Speedy lo estaba contemplando sin decir una palabra, ni incoherente ni
de bienvenida. ¡Gracias a Dios! Pero no se atrevía a acercarse demasiado.
Estaba a unos trescientos metros de él cuando Speedy empezó a
retroceder, paso a paso, cautelosamente, y Powell se detuvo. Saltó de los
hombros del robot al suelo cristalino levantando algunos fragmentos.
Prosiguió a pie resbalando a cada paso, y la baja gravedad aumentaba
sus dificultades. Las suelas de sus zapatos se pegaban por efecto del calor.
Dirigió una mirada atrás, hacia el negro acantilado, y se dio cuenta que había
ido demasiado lejos para retroceder, solo, o con la ayuda del robot. Sin Speedy
estaba perdido, y esta idea producía una gran angustia en su pecho.
¡Bastante lejos! Se detuvo.
—¡Speedy! —llamó—. ¡Speedy!
El esbelto robot moderno vaciló, detuvo su retroceso un instante y lo
reanudó.
Powell trató de dar una nota, plañidera a su voz y vio que el resultado
era nimio.
—¡Speedy, tengo que regresar a la sombra o el sol terminará conmigo!
¡Es cuestión de vida o muerte, Speedy, te necesito!
Speedy avanzó un paso adelante y se detuvo. Habló, pero al oírlo Powell
lanzó un gruñido, porque lo que dijo fue:
—Cuando estás echado despierto con un horrible dolor de cabeza y el
reposo te está prohibido...
Aquí calló, y Powell esperó algún tiempo antes de murmurar:
—Iolanthe...
¡Se estaba asando! Vio un movimiento con el rabillo del ojo y se volvió
rápidamente; entonces quedó atónito, porque vio que el monstruoso robot que le
había servido de montura, avanzó hacia él, aunque nadie lo montaba. Iba
diciendo:
—Perdona, señor. No debo moverme sin llevar alguien encima, pero estás
en peligro.
¡Desde luego, el potencial de la Ley Primera ante todo! Pero no quería
aquella antigualla, quería a Speedy. Se apartó y con el frenesí en la voz,
ordenó:
—¡Te ordeno que te apartes! ¡Te ordeno que te detengas!
Fue inútil. Es imposible vencer el potencial de la Regla Primera. El
robot insistió, estúpidamente.
—Estás en peligro, señor.
Powell miró a su alrededor, desesperado. No veía ya claro. Su cerebro
ardía; la respiración abrasaba sus pulmones; bajo sus pies parecía aceite
hirviendo. De nuevo gritó:
—¡Speedy! ¡Me muero, maldito seas! ¿Dónde estás? ¡Te necesito!
Seguía retrocediendo en un ciego esfuerzo de huir del gigantesco robot,
cuando sintió unos dedos de acero en sus brazos y una voz metálica y humilde,
como excusándose, resonó en sus oídos.
—¡Por el Sagrado Humo, señor, qué estás haciendo aquí! ¡Y qué hago
yo..., estoy tan confundido...!
—¡No importa!... —murmuró Powell débilmente—. ¡Llévame al
acantilado..., pronto, pronto!
Sólo tuvo una última sensación de ser levantado en el aire, de un
rápido avance bajo un calor abrasador, y se desvaneció.
Al despertar, vio a Donovan inclinado sobre él.
—¿Cómo estás, Greg?
—Bien —respondió Powell—. ¿Dónde está Speedy?
—Aquí mismo. Lo he mandado a otro de los pozos de selenio, con orden de
conseguir selenio a toda costa, esta vez. Lo trajo en cuarenta y dos minutos,
tres segundos. Lo he controlado: No ha terminado todavía de excusarse por su
fuga. Teme acercarse a ti por miedo a lo que le dirás.
—Tráemelo aquí —ordenó Powell—. No fue culpa suya. —Tendió una mano y
agarró la garra metálica de Speedy—. ¡D. K. Speedy! —dijo. Y, dirigiéndose a
Donovan, añadió—: ¿Sabes una cosa, Mike? Estaba pensando...
—¿Qué?
—Pues... —Se frotó el rostro; el aire era tan deliciosamente fresco—,
ya sabes que cuando lo hayamos arreglado todo aquí y Speedy haya sido sometido
a su Campo de Pruebas, nos van a enviar a la próxima Estación del Espacio...
—¡No!
—¡Sí! Por lo menos es lo que la vieja Calvin me dijo antes que
saliésemos y yo no conteste nada porque quería luchar contra esta idea.
—¡Luchar!... —gritó Donovan—. ¡Pero...!
—Lo sé. Ahora todo va bien. Doscientos setenta y tres grados
centígrados bajo cero. ¿No será un placer?
—Estación del Espacio... —dijo Donovan—. ¡Allá voy!
RAZÓN
Medio año después, los dos amigos habían cambiado de manera de pensar.
La llamarada de un gigantesco sol había dado paso a la suave oscuridad del
espacio, pero las variaciones externas significan poco en la labor de comprobar
las actuaciones de los robots experimentales. Cualquiera que sea el fondo de la
cuestión, uno se encuentra frente a frente con un inescrutable cerebro
positrónico, que según los genios de la ciencia, tiene que obrar de esta u otra
forma.
Pero no es así. Powell y Donovan se dieron cuenta de ello antes de
llevar en la Estación dos semanas.
Gregory Powell espació sus palabras para dar énfasis a la frase.
—Hace una semana Donovan y yo te pusimos en condiciones... —Sus cejas
se juntaron con un gesto de contrariedad y se retorció la punta del bigote.
En la cámara de la Estación Solar 5 reinaba el silencio, a excepción
del suave zumbido del poderoso Haz Director en las bajas regiones.
El robot QT-1 permanecía sentado, inmóvil. Las bruñidas placas de su
cuerpo relucían bajo las luxitas, y las células fotoeléctricas que formaban sus
ojos estaban fijas en el hombre de la Tierra, sentado al otro lado de la mesa.
Powell refrenó un súbito ataque de nervios. Aquellos robots poseían
cerebros peculiares. ¡Oh, las tres Leyes Robóticas seguían en vigor! Tenían que
seguir. Todo el personal de la U. S. Robots, desde el mismo Robertson hasta el
nuevo barrendero insistirían en ella. ¡De manera que QT-1 estaba a salvo! Y sin
embargo..., los modelos QT eran los primeros de su especie y aquél era el
primero de los QT. Los cálculos matemáticos sobre el papel no siempre eran la
protección más tranquilizadora contra los gestos de los robots.
Finalmente, el robot habló. Su voz tenía la inesperada frialdad de un
diafragma metálico.
—¿Te das cuenta de la gravedad de tal declaración, Powell?
—Algo te ha hecho, Cutie —le hizo ver Powell—. Tú mismo reconoces que
tu memoria parece brotar completamente terminada del absoluto vacío de hace una
semana. Te doy la explicación. Donovan y yo te montamos con las piezas que nos
enviaron.
Cutie contempló sus largos dedos afilados con una curiosa expresión
humana de perplejidad.
—Tengo la impresión que todo esto podría explicarse de una manera más
satisfactoria. Porque, que tú me hayas hecho a mí, me parece improbable.
—¡En nombre de la Tierra! ¿Por qué? —exclamó Powell, echándose a reír.
—Llámalo intuición. Hasta ahora es sólo esto. Pero pienso razonarlo. Un
encadenamiento de válidos razonamientos sólo puede llevar a la determinación de
la verdad, y a esto me atendré hasta conseguirla.
Powell se levantó y volvió a sentarse en el extremo de la mesa, cerca
del robot. Sentía súbitamente una fuerte simpatía por el extraño mecanismo. No
era en absoluto como un robot ordinario, que realizaba su tarea rutinaria en la
estación con la intensidad de una senda positrónica profundamente marcada.
Puso una mano sobre el hombro de acero de Cutie y notó la frialdad y
dureza del metal.
—Cutie —dijo—. Voy a tratar de explicarte algo. Eres el primer robot
que ha manifestado curiosidad por su propia existencia..., y el primero, a mi
modo de ver, suficientemente inteligente para comprender el mundo exterior. Ven
conmigo.
El robot se levantó lentamente y siguió a Powell con sus pasos que
hacía silenciosos la gruesa suela de esponja de caucho. El hombre de la Tierra
apretó un botón y un panel cuadrado de pared se deslizó a un lado. El grueso y
claro vidrio de la portilla dejó ver el espacio..., cuajado de estrellas.
—Ya he visto esto por las ventanas de observación de la sala de
máquinas —dijo Cutie.
—Lo sé —dijo Powell—. ¿Qué crees que es?
—Exactamente lo que parece: un material negro detrás de este cristal,
salpicado de puntos brillantes. Sé que nuestro director envía rayos desde
algunos de estos puntos, siempre los mismos; y también que estos puntos se
mueven y que los rayos se mueven con ellos. Eso es todo.
—¡Bien! Ahora quiero que me escuches atentamente. Lo negro es vacío,
inmensa extensión vacía que se extiende hasta el infinito. Los pequeños puntos
brillantes son enormes masas de materia saturadas de energía. Son globos,
algunos de ellos de millones de kilómetros de diámetro, y para que puedas
compararlos te diré que esta estación tiene sólo mil quinientos metros de
ancho. Parecen tan pequeños porque están increíblemente lejos.
»Los puntos a los cuales van dirigidos nuestros haces de energía están
más cercanos y son más pequeños. Son fríos y duros y los seres humanos como yo
mismo, vivimos en su superficie; somos varios millones. Es de uno de estos
mundos de donde Donovan y yo venimos. Nuestros rayos alimentan estos mundos con
energía sacada de uno de estos grandes globos incandescentes que se encuentran
cerca de nosotros. A este globo lo llamamos Sol y está del otro lado de la
Estación, donde no puedes verlo.
Cutie permanecía inmóvil al lado de la portilla, como una estatua de
acero. Sin volver la cabeza, elijo:
—¿De qué punto de luz pretendes venir?
—Allí está —dijo Powell después de haber buscado—. Aquel tan brillante
de la esquina. Lo llamamos Tierra. La buena y vieja Tierra. Somos tres mil
millones en él, Cutie, y dentro de unas dos semanas volveré a estar allá con
ellos.
Y entonces, cosa sorprendente, Cutie pareció canturrear, distraído. No
era en realidad una tonada, pero poseía la curiosa calidad sonora de un
«pizzicato». Cesó tan rápidamente como había empezado.
—¿Y de dónde vengo yo, Powell? No me has explicado mi existencia.
—Todo lo demás es sencillo. Cuando estas estaciones fueron establecidas
por primera vez para alimentar de energía solar a los planetas, eran regidas
por seres humanos. Sin embargo, el calor, las fuertes radiaciones solares y las
tempestades de electrones hacían la estancia en el puesto difícil. Se
perfeccionaron los robots para sustituir el trabajo humano y ahora sólo se
necesitan dos jefes para cada estación. Estamos tratando de reemplazar incluso
a estos dos y aquí es donde intervienes tú. Tú eres el tipo de robot más
perfeccionado, y si demuestras la capacidad de dirigir esta estación
independientemente, jamás un ser humano volverá a poner los pies aquí, salvo
para traer las piezas de recambio para reparaciones.
Su mano se levantó y la placa de metal volvió a caer en su sitio.
Powell volvió a la mesa y frotó una manzana contra la manga antes de morderla.
El rojo resplandor de los ojos del robot detuvo un ademán.
—¿Esperas acaso que dé crédito a alguna de estas absurdas hipótesis que
acabas de exponerme? —dijo lentamente—. ¿Por quién me tomas?
Powell escupió fragmentos de manzana sobre la mesa y se puso colorado.
—¡Pero, maldito sea! ¡No son hipótesis, son hechos!
—¡Globos de energía de millones de kilómetros de anchura! —dijo Cutie
amargamente—. ¡Mundos con tres mil millones de seres humanos! ¡El vacío
infinito!... Lo siento. Powell, pero no creo nada de esto. Lo resolveré yo
solo. Adiós.
Dio la vuelta y salió de la cámara. Pasó por delante de Michael
Donovan, hizo una inclinación de cabeza al llegar al umbral y salió al
corredor, ignorante de la expresión de asombro de los dos hombres.
Mike Donovan se pasó la mano por el rojo cabello y dirigió una mirada
de contrariedad a Powell.
—¿Qué diablos estaba diciendo el maldito artefacto este? ¿Qué es lo que
no cree?
—Es un escéptico —dijo el otro, mordiéndose nerviosamente el bigote—.
No cree que lo hayamos fabricado, ni que la Tierra exista, ni que haya un
espacio estrellado.
—¡Por el viejo Saturno! Ha salido un robot loco de nuestras manos...
—Dice que va a resolver el problema él solo.
—Bien, en este caso, espero condescenderá a explicarme todo lo que
descubra. —Y con súbita rabia, añadió—: ¡Oye! ¡Como ese montón de metal me
largue a mí una de éstas, le parto esta varilla de cromo en la espalda!
Se sentó encogiéndose de hombros y se sacó una novela del bolsillo.
—Este robot empieza a darme susto, de todos modos. Es demasiado
inquisitivo...
Mike Donovan se estaba comiendo un bocadillo de lechuga y tomate cuando
Cutie llamó suavemente a la puerta y entró.
—¿Está aquí Powell?
Donovan le contestó con voz pausada y apagada por la masticación.
—Está reuniendo datos sobre la función de las corrientes electrónicas.
Parece que nos acercamos a una tormenta.
En aquel momento entró Gregory Powell, miró un papel lleno de cifras
que traía en la mano y se sentó. Dejó las hojas sobre la mesa y comenzó a hacer
cálculos. Donovan lo miraba, masticando la lechuga y recogiendo las migas de
pan. Cutie esperaba, silencioso.
—El potencial Zeta se eleva, pero lentamente —dijo Powell levantando la
vista—. De todos modos, las corrientes funcionales son errantes y no sé qué
esperar. ¡Ah, hola, Cutie! Creía que estabas vigilando la instalación de la
nueva barra de mando.
—Ya está instalada —dijo el robot tranquilamente—; he venido a sostener
una conversación con ustedes.
—¡Ah!... —dijo Powell, aparentemente inquieto—. Bien, siéntate. No, en
esta silla, no. Una de las patas es floja y no resistiría tu peso.
—He tomado una decisión —dijo el robot, después de haber obedecido.
Donovan levantó la vista y dejó los restos de su bocadillo a un lado.
Se disponía a hablar, pero Powell le hizo guardar silencio con un gesto.
—Sigue, Cutie. Te escuchamos.
—He pasado estos dos últimos días en concentrada introspección —dijo
Cutie—, y los resultados han sido de lo más interesante. Empecé por un seguro
aserto que consideré podía permitirme hacer. Yo, por mi parte, existo, porque
pienso...
—¡Ah, por Júpiter..., un robot Descartes! —gruñó Powell.
—¿Quién es Descartes? —preguntó Donovan—. Oye, ¿es que tenemos que
estar aquí sentados escuchando a este loco metálico...?
—¡Cállate, Mike!
—Y la cuestión que inmediatamente se presenta —continuó Cutie
imperturbable—, es: ¿cuál es exactamente la causa de mi existencia?
Powell se quedó con la boca abierta.
—Estás diciendo tonterías. Ya te he dicho que te hicimos nosotros.
—Y si no nos crees, con gusto volveremos a hacerte pedazos —añadió
Donovan.
El robot tendió sus fuertes manos con un gesto de imploración.
—No acepto nada por autoridad. Una hipótesis debe ser corroborada por
la razón, de lo contrario, carece de valor; y es contrario a todos los dictados
de la lógica suponer que ustedes me han hecho.
Powell detuvo con su mano el gesto amenazador de Donovan.
—¿Por qué dices esto, exactamente?
Cutie se echó a reír. Era una risa inhumana, la risa más mecanizada que
había surgido jamás. Era aguda y explosiva, regular como un metrónomo y sin
matiz alguno.
—Fíjate en ti —dijo finalmente—. No lo digo con espíritu de desprecio,
pero fíjate bien. Estás hecho de un material blando y flojo, sin resistencia,
dependiendo para la energía de la oxidación ineficiente del material
orgánico..., como esto —añadió señalando con un gesto de reprobación los restos
del bocadillo de Donovan—. Pasan periódicamente a un estado de coma, y la menor
variación de temperatura, presión atmosférica, la humedad o la intensidad de
radiación afecta vuestra eficiencia. Son alterables.
»Yo, por el contrario, soy un producto acabado. Absorbo energía
eléctrica directamente y la utilizó con casi un cien por ciento de eficiencia.
Estoy compuesto de fuerte metal, estoy consciente constantemente y puedo
soportar fácilmente los más extremados cambios ambientales. Estos son hechos
que, partiendo de la irrefutable proposición que ningún ser puede crear un ser
más perfecto que él, reduce vuestra tonta teoría a la nada.
Las maldiciones murmuradas en voz baja por Donovan brotaron
inteligibles al levantarse frunciendo sus rojas cejas.
—¡Muy bien, hijo de unos desperdicios de metal! Si no te hicimos
nosotros, ¿quién te hizo?
—Muy bien, Donovan —asintió Cutie gravemente—. Esta era, desde luego,
la cuestión siguiente. Evidentemente, mi creador tiene que ser más poderoso que
yo y, por lo tanto, sólo es posible una hipótesis.
Los dos hombres de la Tierra le miraban sin expresión y Cutie
prosiguió:
—¿Cuál es el centro de las actividades aquí en la Estación? Al servicio
de quién estamos todos? ¿Qué absorbe toda nuestra atención?
Esperó, a la expectativa. Donovan miró asombrado a su compañero.
—Apostaría a que este amasijo de tornillos está hablando del mismo
Convertidor de Energía.
—¿Es así, Cutie? —preguntó Powell.
—Estoy hablando del Señor —fue la fría respuesta que siguió.
Aquello fue la señal del estallido de risas de Donovan y el mismo
Powell se permitió esbozar una sonrisa. Cutie se puso de pie y sus ojos
brillantes se fijaron en uno y después en el otro.
—Da lo mismo lo que piensen y no me extraña que se nieguen a creerlo.
Ustedes no tienen que estar mucho tiempo aquí, estoy seguro de ello. Powell
mismo ha dicho que al principio sólo los hombres servían al Señor; que después
vinieron los robots para el trabajo rutinario; y finalmente yo, para dirigir.
Los hechos son sin duda verdaderos, pero la explicación es completamente
ilógica. ¿Quieren saber la verdad que hay detrás de todo esto?
—Sigue, Cutie, me diviertes.
—El Señor creó al principio el tipo más bajo, los humanos, formados más
fácilmente. Poco a poco fue reemplazándolos por robots, el siguiente paso, y
finalmente me creó a mí, para ocupar el sitio de los últimos humanos. A partir
de ahora sirvo al Señor.
—No harás nada de esto —dijo Powell secamente—. Seguirás nuestras
órdenes y te estarás tranquilo hasta que estemos convencidos que puedes dirigir
el Convertidor. ¡Escucha! El Convertidor, no el Señor. Si no nos convences,
serás desmontado. Y ahora, si no te importa..., puedes marcharte. Y llévate
estos datos y regístralos debidamente.
Cutie aceptó los gráficos que le tendían y salió sin decir palabra.
Donovan se echó atrás en su silla y se mesó los cabellos.
—Ese robot nos va a dar trabajo. ¡Está como una cabra!
El soñoliento zumbido del Convertidor se oye más fuerte en la cámara de
mando y mezclado a él se oye la aspiración de los contadores Geiger y el
intermitente ruido de las señales luminosas.
Donovan apartó los ojos del telescopio y encendió los Luxites.
—El haz de la Estación 4 capta Marte en horario. Podemos cortar los
nuestros ya.
Powell parecía abstraído.
—Cutie está en el cuarto de máquinas. Le daré la señal y puede hacerse
cargo de ello. Oye, Mike, ¿qué piensas de estas cifras?
Donovan las estudió atentamente y lanzó un silbido de perplejidad.
—¡Hombre, esto es lo que yo llamo intensidad de rayos gamma! El viejo
Sol hace de las suyas...
—Sí —respondió Powell amargamente—, estamos en mala posición para
aguantar una tormenta de electrones, además. Nuestro haz de Tierra está
probablemente en el sendero indicado. —Apartó su silla de la mesa—. ¡Demonios!
¡Si tan sólo aguantase hasta que venga el relevo, pero lleva ya diez días! Oye,
Mike, ¿y si fueses abajo a echar una mirada a Cutie?
—Bien. Dame algunas de estas almendras. —Agarró el saquito que le
arrojó Powell y se dirigió hacia el ascensor.
El instrumento se deslizó suavemente hacia abajo y se detuvo en la
pequeña puerta de la sala de máquinas. Donovan se asomó a la barandilla y miró
hacia abajo. Los enormes generadores estaban en plena acción y de los tubos-L
salía el agudo silbido que saturaba toda la estación.
Vio la enorme y reluciente figura de Cutie al lado del tubo-L de Marte,
observando atentamente los demás robots que trabajaban al unísono.
Y entonces Donovan se quedó rígido. Los robots, que parecían
empequeñecidos junto el enorme tubo-L, estaban alineados delante de él, con la
cabeza doblada en ángulo recto, mientras Cutie andaba lentamente arriba y abajo
por delante de ellos. Transcurrieron quince segundos y entonces, con un
estruendo metálico que retumbó en la estancia, cayeron todos de rodillas.
Donovan bajó precipitadamente la estrecha escalera. Corrió hacia ellos,
con el rostro rojo como sus cabellos, agitando furiosamente los puños en el
aire.
—¿Qué diablos significa esto. Idiotas sin seso? ¡Vamos! ¡Ocúpense del
tubo-L! ¡Como no lo tengan en perfecta condición, limpio, antes que termine el
día, les coagulo el cerebro con corriente alterna!
Ni un solo robot se movió.
Incluso Cutie, en el extremo, el único que estaba de pie, permaneció
silencioso, con la mirada fija en los oscuros rincones de la gran máquina que
tenía delante. Donovan dio un fuerte empujón al primer robot.
—¡Levántate! —rugió.
Lentamente el robot obedeció.
Sus ojos fotoeléctricos se fijaron con reproche sobre el hombre de la
Tierra.
—No hay más Señor que el Señor —dijo—, y QT-1 es su profeta.
—¿Eh?... —Donovan se encontró frente a veinte pares de ojos fijos en el
y veinte voces de timbre metálico que declaraban solemnemente:
—«No hay más Señor que el Señor y QT-1 es su profeta...»
—Temo —dijo Cutie al llegar a este punto—, que mis amigos obedecen
ahora a alguien más alto que tú.
—¡Que diablos dices! ¡Sal de aquí inmediatamente! Ya te arreglaré las
cuentas más tarde, y a estos aparatos animados, ahora mismo.
—Me da pena —dijo Cutie lentamente moviendo despacio la cabeza—, pero
veo que no me entiendes. Todos ellos son robots, y por lo tanto seres dotados
de razón. Les he predicado la Verdad y ahora reconocen al Señor. Me llaman el
Profeta. Soy indigno de ello —añadió bajando la cabeza—, pero quizá...
Donovan consiguió recobrar el aliento e hizo uso de él.
—¿Sí, eh?... ¡Vaya, que bonito!... Pues escucha que te diga una cosa,
chimpancé de bronce. Aquí no hay tal Señor, ni tal Profeta, ni es cuestión de
quién da órdenes. ¿Entendido? —Su voz se convirtió en un mugido—. ¡Y ahora,
fuera de aquí!
—Obedezco solamente al Maestro.
—¡Al diablo el Maestro! —Donovan escupió sobre el tubo-L—. ¡Esto para
el Maestro! ¡Haz lo que te digo!
Ni Cutie ni los demás robots dijeron una palabra, pero Donovan se dio
cuenta de un aumento de tensión. Los ojos fríos aumentaron la intensidad de su
color, y Cutie parecía más rígido que nunca.
—¡Sacrílego! —murmuró, con voz metálica emocionada.
Donovan tuvo la primera sensación de miedo al ver aproximarse a Cutie.
Un robot no puede sentir odio, pero los ojos de Cutie eran inescrutables.
—Lo siento, Donovan —dijo el robot—, pero después de esto no puedes
seguir por más tiempo aquí. Por consiguiente, Powell y tú tienen vedado el
acceso a la sala de control y la sala de máquinas.
Había hecho un gesto pausado y en el acto dos robots sujetaron los
brazos de Donovan.
Donovan no tuvo tiempo de hacer más que una angustiada aspiración antes
de sentirse levantado y llevado escaleras arriba a la velocidad de un buen
galope.
Gregory Powell andaba arriba y abajo de la habitación, con el puño
cerrado. Dirigió una intensa mirada de desesperación a la puerta y se acercó a
Donovan amargamente.
—¿Por qué diablos tenías que escupir contra el tubo-L?
Mike Donovan se desplomó sobre el sillón y golpeó el brazo furiosamente.
—¿Qué querías que hiciese con este espantajo electrificado? ¡No voy a
doblegarme ante sus caprichos!, ¿verdad?
—No; pero ahora estamos en la sala de oficiales con robots de centinela
en la puerta. Esto no es doblegarse, ¿verdad?
—Espera a que lleguemos a la base. Alguien pagará todo esto —dijo
Donovan—. Los robots deben obedecernos. Es la Segunda Ley.
—¿De qué sirve eso? No nos obedecen. Y esto responde seguramente a una
razón que descubriremos demasiado tarde. A propósito, ¿sabes lo que nos ocurrirá
cuando estemos de regreso en la Base?
Se detuvo delante del sillón de Donovan, furioso.
—¿Qué?
—¡Oh, nada!... Veinte años en las Minas de Mercurio. O quizá el
Presidio de Ceres.
—¿Qué estás diciendo?
—La tempestad de electrones que se acerca. ¿Sabes que avanza
directamente hacia el centro del haz de Tierra? Acababa de calcularlo cuando el
robot me ha levantado de la silla. ¿Y sabes lo que le va a pasar al haz? Porque
la tormenta va a ser memorable. Que va a saltar como una pulga con el contacto.
Y todo esto con Cutie solo en los controles, y si sale de foco..., que el Cielo
proteja a la Tierra..., y a nosotros.
Donovan sacudía frenéticamente la puerta cuando Powell estaba sólo a
medio camino de ella. La puerta se abrió y el hombre de la Tierra avanzó, pero
encontró un duro e inamovible brazo de acero que lo detuvo.
El robot lo miraba con indiferencia.
—El Profeta ha ordenado que no se muevan. Por favor, obedezcan.
El brazo se movió, Donovan fue empujado hacia dentro y en aquel momento
apareció Cutie por el fondo del corredor. Apartó con un gesto suavemente la
puerta. Donovan se dirigió a Cutie jadeando, indignado.
—¡Esto ha ido ya bastante lejos! ¡Vas a pagar cara la farsa!
—Por favor, no te contraríes —dijo el robot con suavidad—, tenía forzosamente
que ocurrir. Los dos han perdido vuestra función...
—Hasta que fui creado, ustedes velaban por el Maestro. Este privilegio
me pertenece ahora a mí y, por consiguiente, la razón de ser de vuestra
existencia ha desaparecido. ¿No es esto evidente?
—No mucho —respondió amargamente Powell—, pero, ¿qué crees que vamos
hacer ahora?
Cutie no contestó en seguida. Permaneció silencioso como si
reflexionase sobre el hombro de Powell. El otro agarró a Donovan por la muñeca
y lo acercó,
—Me gustan los dos. Son criaturas inferiores, pero siento realmente
cierto afecto por ustedes. Han servido fielmente al Señor y Él se los
recompensará. Habiendo terminado vuestro servicio, no existirán probablemente
por mucho tiempo, pero mientras existan, tenemos que procurarles comida, ropas
y abrigo, a condición que se mantengan apartados de la sala de controles y de
máquinas.
—¡Nos está enviando a retiro, Greg! —gritó Donovan—. ¡Haz algo! ¡Es
humillante!
—Oye, Cutie, no podemos tolerar esto. Somos los amos. Ésta Estación ha
sido exclusivamente creada por seres humanos como yo, seres humanos que viven
en la Tierra y otros planetas. Esto no es más que un colector de energía. Tú no
eres más que... ¡Ay..., demonios!
Cutie movió la cabeza gravemente.
—Esto bordea ya la obsesión. ¿Por qué insisten en un punto de vista tan
radicalmente falso? Aun admitiendo que los no-robot carecen de la facultad de
razonar, queda todavía el problema de...
Su voz se desvaneció en un reflexivo silencio y Donovan dijo, en un
susurro saturado de intensidad:
—Si tuvieses un rostro de carne y hueso te lo rompería.
Con los dedos, Powell se acariciaba el bigote y sus ojos brillaban.
—Escucha, Cutie, si no existe una cosa que se llama Tierra, ¿cómo te
explicas lo que ves por el telescopio?
—¡Perdona...!
—¿Te he ganado, eh? —dijo Powell—. Desde que estamos juntos has hecho
muchas observaciones telescópicas, Cutie. ¿Has observado que muchos de estos
puntos luminosos se convierten en disco cuando los ves así?
—¡Oh, eso!... Sí, ciertamente. Es una simple ampliación con el
propósito de dirigir más exactamente el haz.
—¿Por qué no aumentan igualmente de tamaño las estrellas, entonces?
—¿Quieres decir los demás puntos? No se les envía haz alguno, de manera
que no necesitan ampliación. Verdaderamente, Powell, incluso deberías ser capaz
de comprender eso.
—¡Pero ves más estrellas a través del telescopio! —dijo Powell,
mirándolo perplejo—. ¿De dónde vienen? ¿De dónde demonios vienen, por Júpiter?
—Escucha, Powell —dijo Cutie, contrariado—. ¿Crees que voy a perder el
tiempo tratando de buscar interpretaciones físicas de todas las ilusiones
ópticas de nuestros instrumentos? ¿Desde cuándo puede compararse la prueba
ofrecida por nuestros sentidos con la clara luz de la inflexible razón?
—Mira —intervino Donovan súbitamente, liberándose del amistoso, pero
pesado brazo metálico de Cutie—, vamos al fondo de la cuestión. ¿Para qué
sirven los haces? Te estamos dando una explicación lógica. ¿Puedes hacer tú
algo mejor?
—Los haces de luz son emitidos por el Señor para cumplir sus designios.
Hay ciertas cosas —añadió elevando piadosamente los ojos— que no deben sernos
probadas; en esta materia, trato sólo de servir y no de interrogar.
Powell se sentó y hundió el rostro en sus manos temblorosas.
—Sal de aquí, Cutie. Sal de aquí y déjame pensar.
—Te enviaré comida —dijo Cutie amablemente.
Un gruñido fue la única respuesta y el robot salió.
—Greg —dijo Donovan en voz baja y sombría—, esto requiere estrategia.
Tenemos que aplicarle un cortocircuito en el momento en que no lo espere. Ácido
nítrico concentrado en las articulaciones.
—No digas tonterías, Mike. ¿Crees acaso que nos dejará acercarnos a él
con ácido nítrico en las manos? Tenemos que hablar con él, te digo. Tenemos que
convencerlo para que nos deje tomar de nuevo posesión de la sala de control
antes de cuarenta y ocho horas, o seremos reducidos a papilla. Pero —añadió
balanceándose, desalentado ante su impotencia—, ¿quién va a discutir con un
robot?
—Es vejatorio... —terminó Donovan.
—¡Peor!
—¡Oye! —dijo Donovan, echándose a reír—. ¿Por qué discutir?
¡Demostrémoselo! Construyamos otro robot ante sus propios ojos. ¡Tendrá que
tragarse sus palabras, entonces!
En el rostro de Powell apareció astutamente una sonrisa que se fue
ensanchando.
—¡Y piensa en su cara de espanto cuando nos vea hacerlo! —terminó
Donovan.
Los robots son fabricados, desde luego, en la Tierra, pero su
expedición a través del espacio es mucho más fácil si puede hacerse por piezas
y montarlos en el sitio donde deben emplearse. Elimina además la posibilidad que
robots completamente montados vayan rondando por la Tierra, enfrentando de esta
manera a la U. S. Robots con la estricta ley que prohíbe el uso de robots en la
Tierra.
Sin embargo, esto hacía pesar sobre hombres como Powell y Donovan las
necesidades de sintetizar robots completos, tarea laboriosa y complicada.
Powell y Donovan no se habían dado nunca tanta cuenta de la verdad de
este hecho como el día en que, reunidos en la sala de montaje, emprendieron la
creación de un nuevo robot bajo la inspección y vigilancia de QT-1, Profeta del
Señor.
El robot en cuestión, un simple MC, yacía sobre la mesa, casi
terminado. Tres horas de trabajo lo habían dejado sólo con la cabeza por
terminar y Powell se detuvo para enjugarse la frente y mirar a Cutie.
La mirada no fue muy tranquilizadora. Durante tres horas, Cutie había
permanecido sentado, inmóvil y silencioso, y su rostro, siempre inexpresivo,
era ahora absolutamente inescrutable.
—¡Vamos ya con el cerebro. Mike! —gruñó Powell.
Donovan abrió un receptáculo herméticamente cerrado y del baño de
aceite del interior sacó un segundo cubo. Abriendo éste a su vez, sacó un globo
de su revestimiento de esponja de goma.
Lo manejó rápidamente, porque era el mecanismo más complicado jamás
creado por el hombre. En el interior de la tenue piel chapada de platino del
globo, había un cerebro positrónico, en cuya inestable y delicada estructura
habían insertados senderos neutrónicos calculados, que dotaban a cada robot de
lo que equivalía a una educación prenatal.
El cerebro se adaptaba exactamente a la cavidad craneana del robot. El
metal añil se cerró y quedó solidamente soldado por la diminuta llama atómica.
Se adaptaron cuidadosamente los ojos electrónicos, fuertemente atornillados en
su lugar y cubiertos por una delgada hoja transparente de plástico de la dureza
del acero.
El robot sólo esperaba ya la vitalizadora corriente de una electricidad
de alto voltaje, y Powell se detuvo con la mano sobre el interruptor.
—Ahora, mira esto, Cutie. ¡Fíjate atentamente!
El interruptor estableció el contacto y se oyó un zumbido. Los dos
terrestres se inclinaron emocionados sobre su creación.
Al principio sólo se produjo un leve movimiento en las articulaciones.
La cabeza se levantó, los codos se apoyaron sobre la mesa y el robot modelo MC
bajó torpemente al suelo. Su paso era inseguro y dos veces unos infructuosos
gruñidos fueron todo lo que se consiguió sacarle en materia de palabra.
Finalmente su voz, incierta y vacilante, adquirió forma.
—Quisiera empezar a trabajar. ¿Dónde debo ir?
Donovan corrió hacia la puerta.
—¡Baja estas escaleras! —dijo—. Ya te dirán lo que debes hacer.
El robot MC se había marchado y los dos hombres estaban solos delante
del inconmovible Cutie.
—Y bien, ¿crees ahora que te hemos hecho nosotros?
—¡No! —fue la respuesta corta y categórica de Cutie.
Powell frunció intensamente el ceño y después fue relajándose. Donovan
abrió la boca y permaneció así.
—¿Lo ven? —continuó Cutie tranquilamente—. No han hecho más que juntar
piezas ya creadas. Lo han hecho extraordinariamente bien, por instinto supongo,
pero en realidad no han creado el robot. Las piezas habían sido creadas por el
Señor.
—Escucha —dijo Donovan, con voz enronquecida—, estas piezas han sido
fabricadas en la Tierra y enviadas aquí.
—Bien, bien... —dijo Cutie, tranquilizador—, no discutamos...
—No es ésta mí intención. —Donovan saltó hacia delante y agarró el
brazo del robot—. Si fueses capaz de leer los libros de la biblioteca, te lo
explicarían de modo que no te quedaría la menor duda.
—¡Los libros..., los he leído! ¡Todos! Son muy ingeniosos.
Powell intervino súbitamente.
—Si los has leído, ¿qué más hay que decir? No puedes negar su
evidencia. ¡No puedes!
—Por favor, Powell —dijo Cutie con la compasión en la voz—, no puedo
considerarlos como una fuente válida de información. También ellos fueron
creados por el Señor..., y lo fueron para ti, no para mí.
—¿Cómo has descubierto esto? —preguntó Powell.
—Porque yo, como ser dotado de razón, soy capaz de deducir la Verdad de
las Causas a priori. Tú, ser inteligente, pero sin razón, necesitas que se te
dé una explicación de la existencia, y esto es lo que hizo el Señor. Que te
procurase estas visibles ideas de mundos lejanos y pueblos, es, sin duda,
excelente. Vuestras mentes son demasiado vulgares para comprender la Verdad
absoluta. Sin embargo, puesto que es la voluntad del Señor que den crédito a
vuestros libros, no quiero discutir más con ustedes.
Al marcharse, se volvió y en tono más amable, dijo:
—Pero no teman nada. En el plan de las cosas del Señor hay sitio para
todo. Ustedes, los pobres humanos, tienen vuestro lugar, y, si bien es humilde,
serán recompensados si lo ocupan dignamente.
Se marchó con el aire de beatitud propio del Profeta del Señor y los
dos seres humanos permanecieron solos, evitando mirarse.
—Vayámonos a la cama, Mike, abandono —dijo Powell haciendo un esfuerzo.
—Oye, Greg —dijo Donovan con voz ronca—, ¿no creerás que tiene razón en
todo esto, verdad? Parece tan seguro de sí mismo que...
—No seas idiota —dijo Powell volviéndose rápido—. Ya le convencerás del
hecho que la Tierra existe cuando vengan los relevos la semana próxima y
tengamos que regresar a escuchar el concierto.
—Entonces..., ¡por la salud de Júpiter!, tenemos que hacer algo. —Casi
lloraba—. No nos cree ni a nosotros, ni a los libros, ni a sus ojos.
—No —dijo Powell amargamente—. ¡Es un robot con razón, maldita sea, con
sus propios postulados! Cree sólo en la razón, y esto tiene un inconveniente...
—Su voz se desvaneció.
—¿Cuál es?
—Que por la fría razón y la lógica se puede probar cualquier cosa...,
si encuentras el postulado apropiado. Nosotros tenemos los nuestros y Cutie
tiene los suyos.
—Entonces veamos estos postulados en seguida. La tempestad es mañana.
—Aquí es donde falla todo —dijo Powell con un suspiro de desaliento—.
Los postulados están establecidos por la suposición y reforzados por la fe.
Nada en el Universo puede conmoverlos. Me voy a la cama.
—¡Oh, demonios! ¡No puedo dormir!
—Yo tampoco. Pero siempre puedo intentarlo..., por cuestión de principios.
Doce horas después el sueño seguía siendo eso, una cuestión de
principios..., inalcanzable en la práctica.
La tormenta llegó a la hora prevista y el rubicundo rostro de Donovan
se había quedado sin sangre, Powell, con los labios secos y las mandíbulas
apretadas, miraba a través de la portilla y se tiraba desesperadamente del
bigote.
En otras circunstancias, hubiera sido un maravilloso espectáculo. El
chorro de electrones a alta velocidad que penetraba en el haz de energía
florecía en forma de microscópicas partículas de intensa luz. El chorro se
desparramaba por el vibrante vacío, formando un revoloteo de brillantes copos.
El haz de energía permanecía inmóvil, pero los dos terrestres sabían el
valor de las apreciaciones a simple vista. Una desviación en arco de una
centésima de milésima de segundo, invisible al ojo humano, era suficiente para
apartar el haz de su foco, y convertir centenares de kilómetros cuadrados de la
Tierra en incandescentes ruinas.
Y un robot, indiferente al haz, al foco y a la Tierra, a todo menos a
su Señor, era dueño de los mandos.
Las horas pasaron. Los dos hombres seguían mirando en un silencio de
hipnosis. La tormenta había cesado.
—Se acabó —dijo Powell con voz incolora.
Donovan había caído en una especie de sopor y Powell lo miraba con
envidia. La señal luminosa brillaba una y otra vez, pero ninguno de los dos
prestaba atención a ella. Nada tenía importancia. Quizá en el fondo Cutie
tuviese razón..., y él no era más que un ser inferior con una memoria metódica
y una vida que había sobrepasado su propósito.
¡Ojalá fuese así! Cutie estaba ante él.
—No han contestado a la señal, de manera que he venido —dijo en voz
baja—. No tienen buen semblante y temo que el término de vuestra existencia no
esté lejano. Sin embargo, ¿quieren ver algunas de las anotaciones registradas
hoy?
Powell se daba vagamente cuenta que el robot trataba de mostrarse
amistoso, quizá para apagar sus remordimientos, restableciendo a los humanos en
el mando de la estación. Tomó las hojas de papel de la mano que se las tendía y
las miró sin verlas.
—Desde luego, es un gran prodigio servir al Señor —dijo Cutie, al
parecer satisfecho—. No deben tomar a mal que les haya reemplazado.
Powell lanzó un gruñido y siguió recorriendo maquinalmente las hojas de
papel hasta que se fijó en una tenue línea roja que cruzaba la hoja.
Miró..., y volvió a mirar. Se apoyó con fuerza sobre los puños y se
levantó, sin dejar de mirar. Las demás hojas cayeron al suelo, mezcladas.
—¡Mike! ¡Mike! —Sacudió a su amigo furiosamente—. ¡Se mantiene en
dirección!
—¿Eh?... ¿Cómo? —preguntó Donovan, volviendo en sí, mirando también con
los ojos salidos, la hoja que tenía delante.
—¿Qué ocurre? —preguntó Cutie.
—Te has mantenido en el foco —gritó Powell—. ¿Lo sabías?
—¿Foco? ¿Qué es eso?
—Has mantenido el haz dirigido exactamente a la estación receptora...,
dentro de una diezmillonésima de segundo de arco.
—¿Qué estación receptora?
—Tierra. La estación receptora es Tierra —balbuceó Powell—. Has
mantenido la dirección del foco.
Cutie giró sobre sus talones, contrariado.
—Es imposible mostrar la menor amabilidad con ustedes. ¡Siempre el
mismo fantasma! No he hecho más que mantener todas las esferas en equilibrio de
acuerdo con la voluntad del Señor.
Y recogiendo los esparcidos papeles, se retiró secamente; una vez que
hubo salido, Donovan se volvió hacia Powell y dijo:
—¡Júpiter me confunda!... Bien, ¿y qué hacemos ahora?
—Nada —dijo Powell, cansado—. Nada. Nos ha demostrado que puede dirigir
perfectamente la estación. Jamás he visto hacer mejor frente a una tempestad de
electrones.
—Pero esto no resuelve nada. Ya has oído lo que ha dicho del Señor. No
podemos...
—Mira, Mike, sigue las instrucciones del Señor a través de relojes,
esferas, gráficos e instrumentos. Esto es lo que siempre hemos hecho nosotros.
En realidad, equivale a negarse a obedecer. La desobediencia es la Segunda Ley.
No hacer daño a los humanos es la Primera. ¿Cómo podía evitar hacer daño a los
humanos sabiéndolo o no? Pues manteniendo el haz de energía estable. Sabe que
es capaz de mantenerlo más estable que nosotros, ya que insiste en que es un
ser superior, y por esto tiene que mantenernos alejados del cuarto de
controles. Si tienes en cuenta las Leyes Robóticas, es inevitable.
—Bien, pero no es ésta la cuestión. No podemos consentir que siga con
el sonsonete ese del Señor.
—¿Por qué no?
—Porque, ¿quién ha oído jamás decir estas tonterías? ¿Cómo vamos a
dejar que siga manteniendo la estación si no cree en la existencia de la
Tierra?
—¿Puede dirigir la Estación?
—Sí, pero...
—Entonces, ¿qué más da que crea una cosa que otra?
Powell extendió los brazos con una vaga sonrisa de satisfacción y cayó
de espaldas sobre la cama. Estaba dormido.
Powell seguía hablando mientras luchaba por endosarse su ligera
chaqueta del espacio.
—Será muy sencillo. Puedes traer nuevos modelos QT uno por uno, los
equipas con un conmutador de lanzamiento automático que actúe en el plazo de
una semana, como para darles tiempo de aprender..., el..., el culto del Señor,
de boca del mismo Profeta; después los conmutas con otra estación para
revitalizarlos. Podemos tener dos QT por...
Donovan levantó su visor de glasita y se rió.
—Cállate y larguémonos de aquí. El relevo espera y no estaré tranquilo
hasta que sienta la superficie de la Tierra bajo mis pies..., sólo para estar
seguro del hecho que ella realmente existe.
La puerta se abrió mientras estaba hablando y Donovan volvió a cerrar
inmediatamente el visor de glasita, volviéndose enojado hacia Cutie.
El robot se acercó a ellos lentamente.
—¿Se van? —preguntó con una nota de pesar en la voz.
—Vendrán otros en nuestro lugar —respondió Powell.
—Vuestro tiempo de servicio ha terminado y la hora de la disolución ha
llegado —dijo Cutie con un suspiro—. Lo esperaba, pero... En fin, la voluntad
del Señor debe cumplirse...
—Ahorra tu compasión —saltó Powell, indignado por el tono resignado de
Cutie—. Nos vamos a la Tierra, no a la disolución.
—Es mejor que lo crean así —suspiró nuevamente el robot—. Ahora
comprendo la cordura de la ilusión. No quisiera tratar de conmover vuestra fe,
aunque pudiese. —Y se marchó, convertido en la imagen de la compasión.
Powell se echó a reír y se dirigió hacia Donovan. Con las maletas
cerradas en la mano, se encaminaron hacia la compuerta neumática.
La nave estaba en el rellano exterior y Franz Muller, su relevo, los
saludó con rígida cortesía. Donovan le prestó escasa atención y entró en la
cabina del piloto para tomar los mandos de manos de Sam Evans.
—¿Cómo va la Tierra? —preguntó Powell, quedándose atrás.
Era una pregunta bastante convencional y Muller dio la respuesta
convencional que merecía:
—Sigue girando.
—Bien —dijo Powell.
—En la U. S. Robots han ideado un nuevo modelo, a propósito —dijo
Muller, mirándole—. Un robot múltiple.
—¿Un qué?
—Lo que he dicho. Hay un importante contrato de ellos. Tiene que ser
adecuado para los trabajos de minería en los asteroides. Es un robot principal;
con seis sub-robots alrededor. Como tus dedos.
—¿Lo han probado ya? —preguntó Powell con ansiedad.
—Te están esperando a ti, he oído decir —dijo Muller sonriendo.
—¡Maldita sea!... —exclamó Powell, cerrando el puño—. Necesito
vacaciones.
—¡Oh, las tendrás! Dos semanas, creo.
Se estaba poniendo los gruesos guantes del espacio, preparándose para
su estancia allí, y sus espesas cejas se juntaron.
—¿Y qué tal va este nuevo robot? Será mejor que se porte bien; o antes
me condeno que dejarle tocar los mandos.
Powell hizo una pausa antes de contestar. Sus ojos recorrieron el
cuerpo del orgulloso prusiano desde su cabello encrespado hasta los pies,
reglamentariamente cuadrados..., y un súbito resplandor de sincera alegría
recorrió su cuerpo.
—El robot es muy bueno —dijo lentamente—. No creo que tengas que
preocuparte mucho de los mandos...
Hizo una mueca y entró en la nave. Muller tenía que estar allí varias
semanas...
ATRÁPAME ESTA LIEBRE
Tuvo más de dos semanas de vacaciones. Esto, Mike Donovan tenía que
reconocerlo. Tuvo seis meses, con paga. Esto tenía que admitirlo también. Pero
esto, como explicaba enfurecido, fue fortuito. U. S. Robots tenía que quitarle
las pulgas al robot múltiple, y había muchas pulgas, y siempre quedaban por lo
menos media docena de pulgas dejadas para el campo de pruebas. De manera que
descansaron y esperaron hasta que los hombres de la sección de planos y los
supervisores dijeron «O. K.» Y entonces, Powell y él salieron hacia el
asteroide y no fue «O. K.» Repitieron la cosa una docena de veces, con el
rostro compungido.
—¡Por lo que más quieras, Greg, sé un poco realista! ¿De qué sirve
aferrarse al pie de la letra a las especificaciones y ver la prueba irse al
tacho? Es ya hora que te quites esta manía rutinaria tuya y pongamos manos a la
obra.
—Digo únicamente —respondió Gregory Powell pacientemente, como el que
explica la teoría de los electrones a un niño idiota—, que, de acuerdo con las
especificaciones, estos robots están equipados para los trabajos de minería en
los asteroides sin supervisión. No estamos encargados de vigilarlos.
—Muy bien. Mira... ¡Lógico! —Levantó sus velludos dedos y señaló—: Uno;
este robot ha pasado por todas las pruebas en el laboratorio de la Tierra. Dos;
U. S. Robots garantiza el éxito de la prueba de actividad en un asteroide.
Tres; los robots no pasan tal prueba. Cuatro; si no la pasan, U. S. Robots
pierde diez millones de créditos en efectivo y unos cien millones en
reputación. Cinco; si no la pasan y nosotros no somos capaces de explicar por
qué no la pasan, es muy posible que tengamos que decir un tierno adiós a dos
buenos empleos.
Powell lanzó un gruñido a través de una visible sonrisa poco sincera.
El tácito slogan de la «U. S. Robots & Mechanical Men, Corp.», era bien
conocido de todos. «Ningún empleado comete el mismo error dos veces. Es
despedido a la primera.»
—Tienes la lucidez de Euclides en todo —dijo—, menos en los hechos. Has
vigilado tres grupos de estos robots durante tres turnos y han hecho su trabajo
perfectamente. Tú mismo lo has dicho. ¿Qué más podemos hacer?
—Averiguar qué es lo que no funciona. Eso es lo que tenemos que hacer.
Trabajaron perfectamente mientras los vigilé. Pero en tres diferentes
ocasiones, cuando no los vigilé, no sacaron ningún mineral. No llegaban
siquiera a la hora. Tenía que ir en su busca.
—¿Y había algo estropeado?
—Nada absolutamente. Todo era perfecto. Liso y perfecto como el
luminífero éter. Sólo un pequeño e insignificante detalle me turbó: no había
mineral.
—Te diré lo que hay, Mike. Nos hemos encontrado con misiones asquerosas
en nuestra vida, pero gana premio la del asteroide de iridio. Todo esto es de
una complicación que sobrepasa la resistencia. Mira, este robot DV-5 tiene seis
robots que dependen de él. Y no sólo dependen de él..., forman parte de él.
—Yo sé que...
—¡Cállate! Yo sé que lo sabes, pero estoy diciéndote cuán infernal es
la cosa. Estos seis robots forman parte de ti, y les dan sus órdenes no por
radio ni de viva voz, sino directamente a través de campos positrónicos, Ahora
bien..., no hay en toda la U. S. Robots un solo roboticista que sepa lo que es
un campo positrónico ni cómo funciona. Yo tampoco lo sé. Ni tú.
—Esto último —dijo Donovan— ya lo sabía.
—Fíjate en nuestra posición. Si todo funciona..., ¡bien! Si algo va
mal..., estamos fritos y probablemente no habrá cosa alguna que se pueda hacer,
ni nosotros ni nadie. Pero la misión nos corresponde a nosotros y a nadie más,
de manera que estamos en un atolladero.
Permaneció un momento silencioso, mirando al vacío y prosiguió:
—En fin..., ¿lo tienes ahí fuera?
—Sí.
—¿Está todo normal, ahora?
—Pues..., por ahora no tiene la manía religiosa ni anda describiendo
círculos y recitando tonterías, de manera que lo considero normal.
Donovan franqueó la puerta, moviendo la cabeza con gesto de duda.
Powell tendió la mano hacia el «Manual de Robótica» que tenía en un
ángulo de su mesa y lo abrió respetuosamente. Una vez había saltado por la
ventana de una casa incendiada en «shorts», pero con el «Manual» bajo el brazo.
En caso de duda, se hubiera quitado los «shorts».
El «Manual» estaba abierto delante de él cuando entró el robot DV-5
seguido de Donovan, que volvió a cerrar la puerta de un puntapié.
—Hola, Dave. ¿Cómo te encuentras? —preguntó Powell sombríamente.
—Bien —dijo el robot—. ¿Te importa que me siente? —Se acercó la silla
especialmente reforzada para él y se dobló sobre ella.
Powell miró a Dave; los legos en la materia pueden pensar en los robots
por números de serie, los especialistas nunca, y con razón. Pese a su
construcción como unidad pensadora de un equipo integrado por siete unidades,
no era de un volumen exagerado. Tenía poco más de dos metros de altura y pesaba
media tonelada de metal y electricidad. ¿Mucho? No cuando la media tonelada
tiene que ser una masa de condensadores, circuitos, contactos y células de
vacío, capaces de tener prácticamente todas las reacciones conocidas de los
humanos. Y un cerebro positrónico que, con 4,5 Kg. de materia y unos cuantos
quintillones de positrones, hacía funcionar toda la maquinaria.
Powell buscó un cigarrillo en el bolsillo de su camisa.
—Dave —dijo—, eres un buen muchacho. No tienes nada de coqueto ni de
prima-donna. Eres un robot, estable, buen minero, salvo que estás equipado para
mantener una coordinación directa con seis subsidiarios. Por lo que sé, esto no
ha creado en tu mapa de sendas cerebrales ningún cerebro inestable.
—Esto me hace sentirme bien —asintió el robot—, pero, ¿a qué va eso,
jefe? —Estaba equipado con un excelente diafragma y la presencia de tonalidades
en su voz lo salvaba de buena parte de aquel sonido metálico que suele tener la
voz del robot usual.
—Voy a decírtelo. Con todo esto en tu favor, ¿qué pasa que tu trabajo
no va bien? Por ejemplo, ¿el turno B de hoy?
—Por lo que yo sé, nada —dijo Dave vacilando.
—No han producido nada de mineral.
—Lo sé.
—¿Entonces...?
—No puedo explicárselo, jefe —dijo Dave, visiblemente turbado—. Sería
capaz de darme un ataque de nervios..., si pudiese. Mis subsidiarios trabajan
bien. Lo sé. —Reflexionó; sus ojos fotoeléctricos brillaban intensamente—. No
recuerdo. El día terminó a las tres y allí estaba Mike, y las vagonetas de
mineral, la mayoría vacías.
—No has traído la nota de turnos estos días, Dave —intervino Donovan—.
¿Lo sabes?
—Lo sé. Pero en cuanto... —Se calló, moviendo la cabeza lenta y
ceremoniosamente.
Powell tenía la sensación que si el rostro de Dave pudiese expresar algo,
expresaría la contrariedad. Un robot, por su misma naturaleza, no puede
soportar faltar a su misión.
Donovan acercó su silla a la mesa de Powell y se inclinó hacia él.
—¿Amnesia, crees?
—No puedo decirlo. Pero es inútil tratar de aplicar nombres de enfermedades
así. Las perturbaciones humanas sólo se aplican a los robots como románticas
analogías. No tienen empleo en ingeniería robótica. Me contraría mucho
someterlo a la prueba elemental de reacción de cerebro —añadió, rascándose el
cuello—. Esto no adulará su amor propio.
Miró a Dave, pensativo, y después la «Descripción del Campo de Pruebas»
dada por el «Manual».
—Mira, Dave —dijo—, ¿qué te parece si hiciéramos una prueba? Me
parecería muy indicado.
—Si tú lo dices, jefe... —dijo el robot, levantándose. En su voz había
dolor entonces.
Empezó en forma bastante sencilla. El robot DV-5 multiplicó de memoria
cantidades de cinco cifras bajo el control de un reloj. Citó los números primos
entre mil y diez mil. Extrajo raíces cuadradas e integrales de difíciles
complejidades. Resolvió reacciones mecánicas a fin de aumentar las
dificultades. Y finalmente, sometió su precisa mente mecánica a las más altas
funciones del mundo de los robots: la solución de problemas de juicio y ética.
Al cabo de dos horas, Powell sudaba copiosamente. Donovan se había
sometido al poco nutritivo régimen de uñas y el robot preguntó:
—¿Qué tal va eso, jefe?
—Tengo que pensarlo, Dave —dijo Powell—. Un juicio demasiado rápido no
serviría de nada. Ahora es mejor que vuelvas al grupo C. No lleves prisa. No
insistas demasiado en la producción durante algún tiempo..., y todo lo
arreglaremos.
El robot se marchó. Powell miró a Donovan. Éste parecía decidido a
arrancarse de cuajo el bigote.
—No hay nada que no esté en orden en las corrientes de su cerebro
positrónico.
—Sentiría tener esta certidumbre.
—¡Por Júpiter, Mike! El cerebro es la parte más segura de un robot. En
la Tierra lo someten a una prueba quíntuple. Si pasa sin dificultad el campo de
prueba como lo ha pasado Dave, no es posible que el cerebro funcione
erróneamente. Esto cubre todos los fragmentos del cerebro.
—¿Dónde estamos entonces?
—No me presiones. Déjame averiguarlo. Queda todavía la posibilidad de
una avería mecánica en el cuerpo. Hay unos mil quinientos condensadores, veinte
mil circuitos eléctricos individuales, cinco mil células de vacío, mil
contactos, y miles de otras piezas individuales, de diversa complejidad, que
pueden estar descompuestas. De estos misteriosos campos positrónicos..., nadie
sabe nada.
—Oye, Greg —dijo Donovan, impacientándose visiblemente—. Tengo una
idea. Este robot puede estar mintiendo. Jamás...
—Los robots no pueden mentir a sabiendas, idiota. Si dispusiéramos del
comprobador McCormack-Wesley podríamos comprobar individuo por individuo
durante veinticuatro o cuarenta y ocho horas, pero los dos únicos comprobadores
MW existentes están en la Tierra y pesan diez toneladas; están sobre una base
de hormigón y son amovibles.
—Pero, Greg —dijo Donovan, mirando la mesa—, sólo dejan de funcionar
cuando no los vigilamos. Hay algo siniestro en esto... —Subrayó su juicio con
un puñetazo sobre la mesa.
—Me das asco —dijo Powell, lentamente—. Has estado leyendo novelas de
aventuras.
—Lo que quisiera saber es qué vamos a hacer... —gritó Donovan.
—Yo te lo diré. Voy a instalar una placa de visión sobre mi mesa. Allá
mismo, en la pared. Voy a enfocarla a cualquier sitio de la mina donde se
trabaje y vigilaré. Eso es todo.
—¿Eso es todo?... Greg...
Powell se levantó del sillón y apoyó sobre la mesa sus puños cerrados.
—Mike, estoy pasando muy malos momentos. Llevas una semana molestándome
con Dave. Dices que se ha estropeado. ¿Sabes cómo se ha estropeado? ¡No! ¿Sabes
qué forma ha adquirido la avería? ¡No! ¿Sabes qué la ocasiona? ¡No! ¿Sabes qué
le impide trabajar? ¡No! ¿Sabes algo de todo esto? ¡No! ¿Sé yo algo de todo
esto? ¡No! De manera que, ¿qué quieres que haga entonces?
Los brazos de Donovan se elevaron en un gesto de grandilocuencia.
—Me has ganado... —dijo.
—Te lo digo una vez más. Antes de intentar una cura tenemos que
averiguar en qué consiste la enfermedad. El primer paso necesario para asar una
liebre es atraparla. Y ahora, larguémonos de aquí.
Donovan recorrió las líneas preliminares de su memoria con cierto
desaliento. Por su parte, estaba cansado, y por otra, ¿qué podía comunicar
mientras las cosas no fuesen como era debido?
—Greg —dijo—, estamos a cerca de mil toneladas por debajo del cálculo
previsto.
—Me estás diciendo una cosa que no sabía —respondió Powell, siempre sin
levantar la vista.
—Lo que quisiera saber —prosiguió Donovan con súbito furor— es por qué
tienen que encargarnos siempre a nosotros de los nuevos tipos de robots. He
llegado a la conclusión que los robots que eran suficientemente buenos para el
tío abuelo por parte de mi madre lo son también para nosotros. Estoy por lo ya
probado y aprobado. La prueba del tiempo es lo que cuenta; los viejos robots,
sólidos, anticuados, no se estropean jamás.
Powell tiró un libro con perfecto desprecio y Donovan volvió a sentarse
con paso vacilante.
—Tu misión —dijo Powell tranquilamente— durante estos últimos cinco
años, ha sido probar nuevos robots en condiciones normales de trabajo por
cuenta de la U. S. Robots. Porque tú y yo hemos cometido la insensatez de dar
pruebas de una gran eficiencia, nos ha recompensado con este asqueroso trabajo.
Esto —añadió, como si horadase agujeros en el aire con el dedo— es trabajo
tuyo. Has estado andando detrás de ello desde tu primera memoria hasta cinco
minutos después que la U. S. Robots te contratase. ¿Por qué no dimites?
—Bien, te lo diré. —Donovan se echó adelante y se agarró con fuerza su
mata de cabello rojo—. Soy fiel a mis principios. Después de todo, he tomado
parte en el desarrollo de los nuevos robots. Hay que ayudar al avance
científico. Pero no me entiendas mal. No es el principio el que me hace seguir
adelante; es el dinero que nos pagan. ¡Greg!
Powell pegó un salto al oír el feroz grito de Donovan y siguió su
mirada en la pantalla de visión a la que quedaron mirando los dos con el horror
pintado en el rostro.
—¡Que... Júpiter... me... ampare! —susurró.
—¡Míralos, Greg! —exclamó Donovan poniéndose de pie—. ¡Se han vuelto
locos!
—Trae un par de trajes —dijo Powell—. Vamos allá.
Observó la actitud de los robots en la placa de visión. En las sombrías
galerías del asteroide sin aire se veían unos bronceados resplandores que se
movían lentamente. Era como una formación militar y bajo el tenue resplandor de
su cuerpo avanzaban silenciosamente por entre las rugosas paredes del túnel,
seguidos de parches de sombras. Marchaban al unísono, siete de ellos, con Dave
al frente, formando una macabra simultaneidad; fundiéndose en los cambios de
formación con la mágica precisión de un regimiento de lanceros.
—Se han vuelto locos por culpa nuestra, Greg —dijo Donovan regresando
con los trajes—. Esto es una marcha militar.
—Por lo que veo —respondió fríamente Powell—, puede ser una serie de
ejercicios calisténicos. O Dave puede estar bajo la alucinación de ser un
maestro de baile. Piensa primero y no te tomes tampoco la molestia de hablar
después.
Donovan sonrió y se puso un detonador en el estuche que llevaba al
lado, con gesto de ostentación.
—En todo caso —respondió—, así estamos. Así trabajamos con los nuevos
modelos de robots. Es nuestro trabajo, de acuerdo. Pero contéstame una cosa.
¿Por qué..., por qué hay siempre algo que va mal con ellos?
—Porque... —dijo Powell sombríamente—, tenemos la maldición encima.
¡Vamos!
Siguiendo la aterciopelada oscuridad de los corredores bajo los
círculos luminosos de sus lámparas de bolsillo, llegaron a su destino.
—Aquí están —dijo Donovan, jadeante.
—Estoy tratando de conectarlo por radio, pero no contesta —susurró
Powell—. El circuito de la radio está probablemente desconectado.
—Celebro que los ingenieros no hayan inventado todavía el robot que
pueda trabajar en la oscuridad total. Me horrorizaría encontrar siete robots en
un pozo negro sin radiocomunicación, si no estuviesen iluminados como árboles
de Navidad radiactivos.
—Trepa a este reborde superior, Mike. Vienen por aquí y quiero
observarlos de cerca. ¿Puedes?
Mike pegó el salto con un gruñido. La gravedad era considerablemente
más baja que la normal de la Tierra, pero, con un traje pesado, la ventaja no
era tan grande, y el reborde representaba un salto de no menos de tres metros.
Powell lo siguió.
La columna de robots seguía a Dave en fila india. Con una regularidad
mecánica convertían la fila sencilla en doble y volvían a pasar a sencilla en
diferente orden. Lo repetían una y otra vez y Dave nunca volvía la cabeza.
Dave estaba a unos seis metros cuando la comedia cesó. Los robots
subsidiarios rompieron la formación, esperaron un momento, y desaparecieron en
la distancia..., rápidamente. Dave miró hacia ellos, después, lentamente, se
sentó. Apoyó la cabeza en una de sus manos, en una postura completamente
humana.
—¿Estás aquí, jefe? —dijo su voz en uno de los auriculares de Powell.
Powell hizo un signo a Donovan y saltó del reborde.
—No lo sé... —dijo el robot moviendo la cabeza—. Hace un momento estaba
sacando una considerable producción en el Túnel 17 y en el acto me di cuenta de
una presencia humana por las cercanías, y me he encontrado casi un kilómetro
más abajo del túnel.
—¿Dónde están los subsidiarios, ahora? —preguntó Donovan.
—Trabajando, desde luego. ¿Cuánto tiempo se ha perdido?
—No mucho. Olvídalo. —Volviéndose hacia Donovan, Powell añadió—:
Quédate con él el resto del turno. Después, ven. Tengo un par de ideas.
Transcurrieron tres horas antes que Donovan regresase. Parecía cansado.
—¿Cómo ha ido esto? —preguntó Powell.
—No pasa nunca nada cuando se los vigila. Dame un cigarrillo...
El pelirrojo lo encendió con solícito cuidado y echó al aire un anillo
de humo.
—He estado pensando en todo esto, Greg —dijo—. Dave tiene un curioso
fondo, para ser un robot. Seis dependen de él, con una estricta reglamentación.
Tiene derecho de vida o muerte sobre ellos y tiene que reaccionar con su
mentalidad. Supongamos que sienta la necesidad de confirmar su poder como
concesión a su vanidad.
—Ve al grano.
—Supongamos que tenemos militarismo. Supongamos que está creando un
ejército. Supongamos que los está instruyendo para unas maniobras militares.
Supongamos...
—Supongamos que has perdido el tino. Tus pesadillas deberían ser en
technicolor. Estás postulando la mayor aberración de un cerebro positrónico. Si
tu análisis fuese correcto, Dave tendría que infringir la Primera Ley Robótica;
que un robot no debe perjudicar a un ser humano o, por inacción, permitir que
un ser humano sea perjudicado. El tipo militarista y de carácter dominador que
supones debe tener como punto final de sus lógicas implicaciones la dominación
de los humanos.
—Muy bien. ¿Y cómo sabes que éste no es el fondo de la cuestión?
—Porque todo robot con esta mentalidad, primero, no hubiera salido
jamás de la fábrica y, segundo, hubiera sido descubierto inmediatamente. He
probado a Dave, ¿sabes?
Powell echó su sillón atrás y puso los pies sobre la mesa.
—No. Seguimos en la situación de no poder asar la liebre porque todavía
no sabemos dónde está. Por ejemplo, si pudiésemos saber qué significaba aquella
danza macabra que hemos contemplado, estaríamos en el camino de la verdad.
Mira, Mike —prosiguió después de una pausa—. ¿Qué te parece esto? Dave deja de
funcionar solamente cuando ninguno de nosotros está presente. Y cuando no
funciona, la llegada de uno de nosotros lo vuelve loco.
—Ya te dije una vez que todo esto era siniestro.
—No me interrumpas. ¿En qué forma un robot obra de manera diferente
cuando los humanos no están presentes? La respuesta es obvia. Se requiere una
gran parte de iniciativa personal. En este caso, busca las partes del cuerpo
afectadas por la nueva necesidad.
—¡Cáspita! —exclamó Donovan, incorporándose. Después volvió a echarse
hacia atrás—. No, no... No es bastante. Es demasiado vago. No cubre las
posibilidades.
—No puedo evitarlo. En todo caso, no hay peligro a que no den el
rendimiento previsto. Vigilaremos por turno a estos robots a través del visor.
Cada vez que ocurra algo, iremos inmediatamente al teatro del suceso. Esto los
hará trabajar.
—Pero de todos modos, los robots no seguirán las especificaciones,
Greg. La U. S. Robots no puede seguir haciendo modelos DV con unos informes
como éstos.
—Es evidente. Tenemos que localizar el error de fabricación y
corregirlo, y tenemos sólo diez días para conseguirlo. Lo malo es que...
—añadió Powell rascándose la cabeza—. En fin, mira tú mismo los planos.
Los planos sobre papel azul cubrían el suelo como una alfombra y
Donovan se puso a gatas ante ellos, siguiendo el errante lápiz de Powell. Éste
dijo entonces:
—Aquí es donde entras tú, Mike. Eres el especialista del cuerpo y
quiero que me sigas. He estado tratando de cortar todos los circuitos no
afectados por la iniciativa. Aquí, por ejemplo, en la arteria del tronco que comporta
operaciones mecánicas. Corta todas las rutas laterales rutinarias como
divisiones de urgencia... —Levantó la vista—. ¿Qué piensas?
Donovan sentía un mal sabor de boca.
—La cosa no es tan sencilla, Greg. La iniciativa personal no es un
circuito eléctrico que puedas aislar del resto y estudiarlo. Cuando un robot
actúa por sí mismo, la intensidad de la actividad del cuerpo aumenta
inmediatamente en casi todos los frentes. No queda ningún circuito enteramente
sin afectar. Lo que hay que hacer es localizar las condiciones especiales,
condiciones muy específicas, que lo afectan, y entonces, empezar a eliminar
circuitos.
—¡Ejem!... —dijo Powell, levantándose y quitándose el polvo—. Muy bien.
Recoge estos papelotes azules y quémalos.
—Ya ves que dada una sola parte defectuosa —dijo Donovan— cuando la
actividad se intensifica, puede ocurrir cualquier cosa. El aislamiento cesa, un
condensador salta, un contacto echa chispas, una espiral se calienta. Y si
obras a ciegas, pudiendo elegir entre todo el robot, jamás encontrarás el punto
defectuoso. Si desmontas a Dave y compruebas una por una cada pieza del
mecanismo de su cuerpo, volviéndolo a montar y probando nuevamente...
—Bien, bien. Sé también mirar por una portilla...
Se miraron durante un momento, desalentados, y Powell, cautelosamente,
dijo:
—Supongamos que interrogásemos a uno de los subsidiarios...
Ni Powell ni Donovan habían tenido hasta entonces la oportunidad de
hablar con un «dedo». Sabía hablar; la analogía con el dedo humano no era,
pues, exacta. En realidad, tenía un cerebro bastante desarrollado, pero este
cerebro estaba primariamente adaptado a la recepción de órdenes, vía campo
positrónico, y su reacción a los estímulos independientes era un poco confusa.
Powell no sabía tampoco a ciencia cierta su nombre. Su número de serie
era DV-5-2, pero esto era de poca utilidad.
—Oye, camarada —le dijo para infundirle confianza—. Voy a pedirte que
pienses muy intensamente y podrás volverte con tu amo.
El «dedo» hizo un rápido movimiento afirmativo con la cabeza, pero no
llevó las limitadas funciones de su cerebro hasta hablar.
—En cuatro ocasiones recientes —dijo Powell—, tu amo se apartó del
esquema cerebral. ¿Recuerdas estas ocasiones?
—Sí, señor.
—Las recuerda —gruñó Donovan con rabia—. Ya te he dicho que hay algo
muy siniestro...
—¡Oh, cállate, cállate! Desde luego que el «dedo» recuerda. ¿Qué hay de
mal en ello? —Powell se volvió hacia el robot—. ¿Qué estaban haciendo cada una
de estas veces..., todo el grupo, me refiero?
El «dedo» tenía una curiosa manera de recitar las frases, como si
contestase las preguntas bajo la presión mecánica de su cerebro, pero sin poner
en ello entusiasmo.
—La primera vez estábamos trabajando en una difícil explotación en el
Túnel 17, Nivel B. La segunda estábamos asegurando el techo contra un posible
hundimiento. La tercera vez estábamos preparando explosiones adecuadas para
prolongar el túnel sin producir fisuras subterráneas. La cuarta vez fue después
de un ligero desprendimiento.
—¿Qué ocurrió estas veces?
—Es difícil de describir. Se transmitió una orden, pero antes que
pudiésemos recibirla e interpretarla, vino la nueva orden de avanzar en una
extraña formación.
—¿Por qué? —saltó Powell.
—No lo sé.
—¿Cuál era la primera orden..., la que fue anulada por la de marchar en
formación? —intervino Donovan, interesado.
—No lo sé. Sentía que se acababa de dar una orden, pero no tuve tiempo
de recibirla.
—¿No puedes decirnos nada de ella? ¿Era la misma orden, siempre?
El «dedo» movía la cabeza, desalentado.
—No lo sé.
—Bien, en este caso, vuelve con tu amo —dijo Powell, echándose atrás.
El «dedo» se marchó, visiblemente aliviado.
—Bien, hemos conseguido bastante, esta vez —dijo Donovan—. Ha sido un
diálogo, verdaderamente animado del principio al fin. Oye, Greg, Dave y el
«dedo» nos están tomando el pelo los dos. Hay demasiadas cosas que no saben ni
recuerdan. Va a ser cosa de no confiar ya en ellos, Greg.
Powell se estaba peinando el bigote en sentido contrario.
—¡Válgame Dios, Mike! ¡Otra estúpida observación como ésta y no sé lo
que será de ti!
—Bien, bien... Tú eres el genio del equipo. Yo no soy más que un pobre
niño de pecho. ¿En qué quedamos?
—Un poco más atrás que antes. He tratado de avanzar hacia atrás por
mediación del «dedo» y no lo he conseguido. De manera que tendremos que avanzar
hacia delante.
—¡Un gran hombre! —se maravilló Donovan—. ¡Qué simple es todo para él!
Ahora tradúcemelo al idioma vulgar, Maestro.
—Lo entenderás mejor si te lo traduzco al lenguaje de los niños. Quiero
decir que tenemos que averiguar qué orden fue la que dio Dave antes que todo
fuese mal. Esta puede ser la clave del misterio.
—¿Y cómo esperas conseguirlo? No podemos acercarnos a él porque
mientras estemos presentes, todo irá bien. No podemos captar sus órdenes por
radio porque las transmiten vía campo positrónico. Esto elimina la proximidad y
la lejanía, dejándonos ante un magnífico cero.
—Por observación directa, sí. Queda todavía la deducción.
—¿Eh?
—Vamos a ver los relevos, Mike —dijo Powell con una mueca—. Y no
apartaremos los ojos de la placa de visión. Observaremos todos los actos de
estos cerebros de acero. En el momento en que dejen de actuar, habremos visto
lo que ocurría inmediatamente antes y deduciremos cuál era la orden.
Donovan abrió la boca y permaneció así durante un minuto entero.
Después, como si se ahogase, dijo:
—Dimito. Me voy.
—Tienes diez días para tomar una decisión mejor —dijo Powell.
Qué es lo que durante ocho días trató de hacer Donovan. Durante ocho
días, en guardias alternadas de cuatro horas, observó, con los ojos doloridos y
congestionados, las relucientes formas metálicas que se movían sobre el vago
fondo. Y durante ocho días, durante las guardias y los descansos, maldijo a la
U. S. Robots, los modelos DV y el día en que nació.
Y entonces, el octavo día, cuando Powell entró con la cabeza dolorida y
el sueño en los ojos para hacer su guardia, Donovan se levantó y, tomando lenta
y deliberadamente la precisa puntería, arrojó un libro al centro de la placa de
visión. Se produjo el natural ruido de algo que se rompe.
—¿Por qué has hecho esto? —preguntó Powell, boquiabierto.
—Porque no quiero observar nada más —respondió Donovan, casi con
calma—. Nos quedan dos días y no hemos averiguado nada. DV-5 es sencillamente
un fracaso. Se ha parado cinco veces mientras lo he estado observando y tres
durante tu guardia y ni tú ni yo somos capaces de saber qué órdenes da. Y no
creo que logres averiguarlo, porque no creo lograr averiguarlo yo.
—¡Pero, hombre, cómo quieres vigilar seis robots a la vez! Uno trabaja
con las manos, el otro con los pies, uno como un molino de viento y otro salta
arriba y abajo como un chiflado. Y los otros dos..., el diablo sabe lo que
están haciendo. Y de repente se paran todos.
—Greg, no hacemos lo que debemos hacer. Tenemos que estar más cerca.
Tenemos que observar lo que hacen desde donde podamos ver los detalles.
Hubo un amargo silencio que fue roto por Powell.
—Sí, y esperar que ocurra algo con sólo dos días por delante.
—¿Es que hay alguna ventaja en vigilar desde aquí?
—Es más cómodo.
—De acuerdo..., pero hay algo que puedes hacer allí y no puedes hacer
aquí.
—¿Qué es?
—Puedes hacerlos parar..., en el momento que quieras, y entretanto
estás preparado para ver qué es lo que ocurre.
—¿Cómo es eso? —dijo Powell, intrigado.
—Piénsalo tú mismo si tienes el cerebro que dices. Hazte algunas
preguntas. ¿Cuándo para de trabajar el DV-5? ¿Cuándo ha dicho el «dedo» que lo
hacía? Cuando hay amenaza de derrumbamiento o bien se produce; cuando hay que
tomar delicadas medidas para la colocación de explosivos al encontrar un filón
difícil.
—En otras palabras, cuando hay peligro —dijo Powell.
—¡Exacto! Cuando esperas que se produzca. Es el factor de iniciativa
personal el que nos causa la perturbación. Y es precisamente durante los
momentos de peligro, en ausencia de un ser humano, cuando la iniciativa
personal está a su máximo de tensión. Ahora bien, ¿cuál es la deducción lógica?
¿Cómo podemos crear nuestra intercepción cuando y donde queramos? —Hizo una
pausa, triunfante, ya que empezaba a gozar con su papel y contestaba sus
propias preguntas adelantándose a la respuesta de Powell—. Creando nuestro
propio peligro.
—Mike... —dijo Powell—, tienes razón.
—Gracias, camarada. Sabía que algún día la tendría.
—Bien, pero ahórrate los sarcasmos. Los conservaremos en una jarra para
los inviernos fríos. Entretanto, ¿qué peligros podemos crear?
—Podríamos inundar las minas, si no estuviésemos en un asteroide sin
aire.
—Muy ingenioso, sin duda. Realmente, Mike, me dejas incapacitado de
tanta risa. ¿Qué te parece un pequeño desprendimiento de tierras?
Donovan avanzó los labios, reflexionó, y dijo:
—Por mi parte... De acuerdo.
—Bien. Manos a la obra.
Mientras avanzaba por el escarpado paisaje, Powell tenía todo el
aspecto de un conspirador. En aquella baja gravedad, andaba por el abrupto
suelo lanzando trozos de roca a derecha e izquierda bajo su peso y levantando
nubes de polvo gris. Mentalmente, sin embargo, era el cauteloso avance de un
conspirador.
—¿Sabes dónde estamos? —preguntó.
—Creo que sí, Greg.
—Muy bien, pero si un «dedo» se acerca a veinte pasos de nosotros nos
«sentirá», estemos en su línea de visión o no. Espero que ya lo sepas.
—Cuando necesite una información sobre la ciencia robótica te la pediré
por escrito y por triplicado. Entremos por aquí.
Estaban ya en los túneles; incluso la luz de las estrellas había
desaparecido. Los dos amigos seguían avanzando entre las paredes, iluminándolas
con sus lámparas a espacios intermitentes. Powell buscó el seguro de su
detonador.
—¿Conoces este túnel, Mike?
—No muy bien. Es nuevo. Creo poderlo reconocer por lo que vi en la
placa de visión, pero...
Transcurrieron unos interminables minutos. Finalmente, Mike dijo:
—Toca eso...
Una ligera vibración de los muros se transmitió a través de la
enguantada mano metálica de Powell. No se oía nada, naturalmente.
—¡Diablos! Estamos muy cerca.
—Abre bien los ojos —dijo Powell.
Donovan asintió, impaciente.
La cosa se produjo y desapareció antes que pudiesen sentirla; fue sólo
un resplandor bronceado que atravesó su campo visual. Se agarraron uno a otro
en silencio.
—¿Crees que nos sienten? —susurró Powell.
—Espero que no. Pero será mejor que los atrapemos de flanco. Toma el
primer túnel transversal a la derecha.
—¿Y si no los encontramos?
—Bien, ¿y qué quieres hacer? ¿Volver atrás? —gruñó Donovan,
malhumorado—. Están a cuatrocientos metros. Los he estado observando por la
placa de visión. Y tenemos dos días...
—¡Cállate! Estás malgastando el oxígeno. ¿Es éste un corredor lateral?
—Lanzó un destello—. Sí, lo es. Vamos.
La vibración era considerablemente más fuerte y el suelo temblaba.
—Va bien —dijo Donovan—, si no cede debajo de nosotros, sin embargo.
—Mandó el haz de luz hacia delante, inquieto.
Con sólo levantar el brazo podían tocar el techo y la ensambladura
había sido colocada recientemente. Donovan vacilaba.
—No hay salida. Volvamos atrás.
—No. Espera —dijo Powell, deslizándose por su lado—. ¿Qué es esta luz,
allá abajo?
—¿Luz? No veo ninguna. ¿De dónde quieres que salga una luz, aquí?
—Luz de robot. —Subía por una suave pendiente, sobre manos y rodillas.
Su voz resonó ronca e inquieta en los oídos de Donovan—. ¡Eh, Mike, ven aquí!
Había luz. Donovan avanzó al lado de las piernas estiradas de Powell.
—¿Una abertura?
—Sí. Tienen que estar trabajando en este túnel, por el otro lado.
Donovan tocó los ásperos bordes de un agujero que daba a un lugar que
el destello luminoso de la lámpara reveló ser la galería principal de un filón.
El agujero era demasiado pequeño también para que dos hombres pudiesen mirar
por él simultáneamente.
—No hay nada —dijo Donovan.
—Ahora, no. Pero debió haberlo, de lo contrario no hubiéramos visto
luz. ¡Cuidado!
Las paredes se derrumbaron a su alrededor y sintieron el impacto. Una
ducha de fino polvo cayó sobre ellos. Powell levantó cautelosamente la cabeza y
miró.
—Está bien, Mike. Están allí.
Los relucientes robots estaban aglomerados quince metros más abajo, en
el túnel principal. Los brazos metálicos trabajaban laboriosamente en el montón
de escombros creado por la última explosión.
—No perdamos tiempo —dijo Donovan con afán—. No tardarán mucho en
terminar y la próxima explosión puede alcanzarnos.
—¡Por lo que más quieras, no me apures! —Powell sacó el detonador y sus
ojos buscaron afanosamente a través del fondo polvoriento, donde la única luz
era la de los robots y era imposible ver una roca saliente en la oscuridad.
—Hay un punto en el techo, casi encima de ellos. La última explosión no
lo ha derribado del todo. Si puedes alcanzarlo en la base, la mitad del techo
se vendrá abajo.
Powell siguió la dirección del delgado dedo.
—¡Cuidado! Ahora fija tu mirada en los robots y reza por que no se
vayan demasiado lejos en esta parte del túnel. Son mis fuentes de luz. ¿Están
los siete allí?
—Los siete —dijo Donovan después de haberlos contado.
—Bien, entonces, obsérvalos. Fíjate en todos sus movimientos.
Levantó el detonador y apuntó, mientras Donovan vigilaba y pestañeaba
bajo el sudor que se metía en sus ojos. Disparó.
Hubo una sacudida, una serie de fuertes vibraciones y una nueva
sacudida más fuerte que arrojó a Powell con fuerza contra Donovan.
—¡Greg, me has empujado! —gritó Donovan—. No veo nada...
—¿Dónde están? —preguntó Powell con violencia.
Donovan guardaba un estúpido silencio. No había rastro de los robots.
Todo estaba oscuro como las riberas de la laguna Estigia.
—¿Crees que los hemos sepultado? —balbuceó Donovan.
—Vamos a bajar. No me preguntes lo que creo.
Powell se arrastró hacia abajo, a toda velocidad.
—¡Mike!
Donovan se detuvo en el momento en que iba a seguirlo.
—¿Qué ocurre, ahora?
—¡Detente! —La respiración de Powell llegaba ronca e irregular a los
oídos de Donovan—. ¡Mike! ¿Me oyes, Mike?
—Estoy aquí. ¿Qué ocurre?
—Estamos bloqueados. No fue el techo que estaba a quince metros de
nosotros lo que se vino abajo, sino el nuestro. La sacudida lo ha derribado.
—¡Cómo! —Donovan avanzó y se encontró con una barrera de tierra—.
Enciende.
Powell encendió. En ninguna parte había un agujero por donde pudiese
pasar una liebre.
—Vaya, ¿y qué hacernos ahora? —dijo Donovan en voz baja.
Perdieron algún tiempo y algún esfuerzo tratando de mover la barrera
que los bloqueaba. Powell trató de ensanchar los bordes del agujero original y
por un momento levantó su detonador. Pero sabía que tan de cerca, una explosión
hubiera equivalido a un suicidio.
—¿Sabes, Mike —dijo sentándose en el suelo—, que hemos armado un lío?
No estamos más cerca de saber qué le ocurre a Dave. Fue una buena idea, pero
nos ha salido al revés.
La mirada de Donovan delataba una amargura cuya intensidad se perdía
totalmente en la oscuridad.
—Sentiría ofenderte, muchacho, pero aparte de lo que sepamos o
ignoremos acerca de Dave, estamos en una trampa. Si no nos liberamos,
compañero, vamos a morir. M-O-R-I-R, morir. ¿Cuánto oxígeno tenemos, de todos
modos? No más de seis horas.
—Ya he pensado en esto —dijo Powell, llevándose los dedos a su sufrido
bigote y tratando de levantar su inútil visor transparente—. Desde luego,
podríamos hacer que Dave nos saque de aquí fácilmente en este tiempo, de no ser
porque nuestra preciosa jugarreta lo debe haber sepultado también con su
radiocircuito.
—Lo cual no es muy risueño.
Donovan avanzó hacia la abertura y consiguió encajar en ella muy
justamente su protegida cabeza.
—¡Eh, Greg!
—¿Qué hay?
—Supongamos que tuviésemos a Dave a seis metros. Esto nos salvaría.
—Seguro, pero, ¿dónde está?
—Abajo, en el corredor. Pero, por lo que más quieras, no sigas tirando
de mí o me vas a arrancar la cabeza de su soporte. Ya te dejaré mirar.
Powell consiguió asomar la cabeza.
—Lo hemos hecho muy bien. Mira estos idiotas. Debe ser un ballet esto
que hacen.
—Deja las observaciones secundarias. ¿Se acercan?
—No puedo decírtelo. Están demasiado lejos. Pásame la lámpara,
¿quieres? Trataré de llamar su atención de esta manera.
Al cabo de dos minutos, abandonó.
—No hay nada que hacer. Deben ser ciegos. ¡Oh, oh, ahora avanzan hacia
nosotros! ¿Qué crees?
—¡Eh, déjame ver! —dijo Donovan.
Hubo un nuevo silencio y Donovan asomó la cabeza. Se acercaban. Dave
avanzaba rápidamente a la cabeza de los seis «dedos», que lo seguían en fila
india, balanceándose.
—¿Qué hacen? Eso es lo que quisiera saber. Parece una pantomima —se
preguntó Donovan.
—¡Déjate de descripciones! —gruñó Powell—. ¿A qué distancia están?
—A unos quince metros y vienen en esta dirección. Estaremos fuera
dentro de quince min.... ¡Eh, eh, ay...! ¡AY!
—¿Qué ocurre, ahora? —Powell necesitó algunos segundos para volver en
sí ante las exaltaciones vocales de Donovan—. Vamos ya. Déjame asomar
también... No seas egoísta.
Avanzó hacia el agujero, pero Donovan lo apartó de un puntapié.
—Han dado media vuelta, Greg. Se marchan. ¡Dave! ¡Eh, Da...ve!
—¿De qué te sirve gritar, idiota? El sonido no se transmite.
—Pues entonces, golpea las paredes, derríbalas, manda alguna vibración.
Tenemos que llamar su atención de alguna manera, Greg, o estamos fritos.
Se agitaba como un loco. Powell lo sacudió.
—Espera, Mike, espera. Escucha, tengo una idea. ¡Por Júpiter, es el
momento de apelar a las soluciones sencillas! ¡Mike!
—¿Qué quieres?
—Déjame meter aquí antes que estén fuera de nuestro alcance.
—¡Fuera de nuestro alcance! ¿Qué vas a hacer? ¡Eh! ¿Qué vas a hacer con
el detonador? —dijo agarrando el brazo de Powell.
Powell se soltó con una violenta sacudida.
—Voy a hacer algunos disparos...
—¿Por qué?
—Te lo diré más tarde. Veamos si sirve de algo, primero. Si no...
Quítate de aquí y deja que me meta yo.
Los robots eran ya unos simples puntos que disminuían de tamaño en la
distancia. Powell ajustó la mira y la alzó cuidadosamente y apretó tres veces
el gatillo. Bajó el arma y miró atentamente. Uno de los subsidiarios había
caído. Sólo se veían seis relucientes figuras.
—¡Dave! —gritó Powell por el transmisor, dudando.
Hubo una pausa y los dos hombres oyeron la respuesta.
—¿Jefe? ¿Dónde estás? El pecho de mi tercer subsidiario ha estallado.
Está fuera de servicio.
—Déjate de subsidiarios —dijo Powell—. Estamos atrapados en una
trampa..., es un desprendimiento de tierras, donde estaban trabajando. ¿Puedes
ver nuestros destellos?
—Sí, vamos allí en seguida.
Powell se echó hacia atrás y relajó sus músculos doloridos.
—Bien, Greg —dijo Donovan lentamente con un sollozo contenido en la
voz—. Has ganado. Golpeo el suelo con mi frente delante de tus pies. Ahora no
me cuentes ningún cuento. Dime exactamente qué ha pasado.
—Es fácil. Que durante todo el proceso hemos omitido lo evidente...,
como de costumbre. Sabíamos que se trataba del circuito de iniciativa personal,
y que ocurría siempre durante los momentos de peligro, pero seguíamos buscando
un orden específico como causa. ¿Y por qué tenía que haber un orden?
—¿Por qué no?
—Mira. ¿Qué tipo de orden requiere mayor iniciativa? ¿Qué tipo de orden
se presenta casi siempre sólo en momentos de peligro?
—No me preguntes, Greg. Dímelo y basta.
—Eso estoy haciendo. Es una orden séxtuple. En condiciones ordinarias,
con uno o más de los «dedos» realizando un trabajo rutinario que no requiere
una estrecha supervisión, nuestros cuerpos transmiten el movimiento rutinario.
Pero en un caso de peligro, los seis subsidiarios tienen que ser inmediatamente
movilizados.
»Dave tiene que mandar seis robots a la vez. El resto era fácil.
Cualquier disminución en la iniciativa requerida, como la llegada de los seres
humanos, lo hace retroceder. Por esto destruí uno de los robots. Al hacerlo, él
transmitía sólo una orden quíntuple. La iniciativa disminuye..., vuelve a la
normalidad.
—Pero..., ¿cómo has descubierto todo esto?
—Simple suposición lógica. Lo he probado y ha salido bien.
—Aquí estoy —resonó de nuevo en sus oídos la voz del robot—. ¿Pueden
esperar media hora?
—Fácilmente —dijo Powell. Y volviéndose hacia Donovan, prosiguió—: Y
ahora el juego será sencillo. Revisaremos los circuitos y comprobaremos cada
parte que tiene un trabajo de orden séxtuple como en oposición a un orden
quíntuple. ¿Qué campo nos deja esto?
—No mucho, me temo —dijo Donovan después de haber reflexionado—. Si
Dave es como el modelo preliminar que vimos en la fábrica, tiene un circuito
coordinador especial que será la única sección afectada. —Se animó súbitamente
de una forma extraña—. Oye, no estaría del todo mal. No hay nada contra esto...
—Muy bien. Piensa en esto y comprobaremos los planos cuando regresemos.
Y ahora, hasta que venga Dave, voy a descansar.
—¡Eh, espera! Dime una cosa. ¿Qué eran aquellas extrañas marchas,
aquellos pasos de baile que ejecutaban los robots cada vez que se descomponían?
—¿Eso? No lo sé. Pero tengo una idea. Recuerda que estos subsidiarios
eran como «dedos» de Dave. Decíamos siempre esto, ¿te acuerdas? Pues bien,
tengo la impresión que durante estos intervalos, cada vez que Dave se convertía
en un caso de psiquiatría, se dejaba llevar por su obsesión, daba vueltas a sus
dedos.
* * *
Susan Calvin hablaba de Powell y Donovan sin el menor esfuerzo de
sonrisa, pero su voz cobraba calor cuando mencionaba los robots. Le era muy
fácil hablar de los Speedy, los Cuties o los Daves, y la atajé. De lo
contrario, nos hubiera explicado media docena más.
—¿Y no ha ocurrido nunca nada, en la Tierra? —pregunté.
Me miró frunciendo ligeramente el ceño.
—No, no tenemos gran cosa que ver con los robots, aquí en la Tierra.
—Pues es una lástima. Sus ingenieros son buenos, pero, ¿no podríamos
hablar un poco de esto? Es su cumpleaños, ya lo sabe usted.
Me alegró ver que se sonrojaba.
—También yo he tenido disgustos con los robots —dijo—. ¡Cielos, cuánto
tiempo hace que no pienso en esto! ¡Si hace cerca de cuarenta años!
Ciertamente..., fue en 2021. Y yo tenía casi cuarenta años. ¡Oh..., preferiría
no hablar de esto!
Esperé, seguro que cambiaría de parecer. Y así fue.
—¿Por qué no? —dijo—. No puede hacerme ya daño alguno. Ni tan sólo el
recuerdo. Fui un poco locuela en otro tiempo, joven. ¿Lo creería usted?
—No —dije.
—Pues lo era. Pero Herbie era un robot qué podía leer el pensamiento.
—¿Cómo?
—El único en su clase. Ni antes ni después. Un error..., en cierto
modo.
¡EMBUSTERO!
Alfred Lanning encendió cuidadosamente el cigarro, pero las puntas de
los dedos le temblaban ligeramente. Sus cejas grises se juntaban mientras iba
hablando entre bocanadas de humo.
—Que lee el pensamiento..., no queda la menor duda de eso. Pero, ¿por
qué? —dijo, mirando al matemático Peter Bogert.
Bogert echó atrás su negro cabello con las dos manos.
—Éste fue el trigésimo cuarto modelo RB que sacamos, Lenning. Todos los
demás eran estrictamente ortodoxos.
El tercer hombre que había con ellos en la mesa frunció el ceño. Milton
Ashe era el empleado más joven de la «U. S. Robots & Mechanical Men Inc.»,
y estaba orgulloso de su puesto.
—Escuche, Bogert, no hubo el menor error en el montaje, desde el
principio hasta el fin. Esto puedo garantizarlo.
Los labios gruesos de Bogert esbozaron una sonrisa protectora.
—¿De veras? Si puede usted responder de la operación entera de montaje,
recomendaré su ascenso. Contando exactamente, la manufactura de un solo
ejemplar de cerebro positrónico, requiere setenta y cinco mil doscientas
treinta y cuatro operaciones, y cada una de ellas depende separadamente de un
cierto número de factores, de cinco a ciento cinco. Si uno de ellos sale
positivamente «mal», el cerebro está inutilizado. No hago más que citar nuestro
folleto informativo, Ashe.
Milton Ashe se sonrojó, pero una voz seca cortó su respuesta.
—Si vamos a empezar echándonos la culpa mutuamente, me voy —dijo Susan
Calvin con las manos sobre el regazo, palideciendo ligeramente sus delgados
labios—. Tenemos en nuestras manos un robot capaz de leer el pensamiento y me
parece que lo más importante es descubrir por qué lo lee. No será diciendo:
«¡Es culpa tuya! ¡Es culpa mía!», como lo averiguaremos.
Sus fríos ojos grises se fijaron en Milton Ashe que hizo una mueca.
Lanning hizo una también, y, como siempre en tales casos, sus largos
cabellos blancos y sus penetrantes y astutos ojos hicieron de él la imagen de
un patriarca bíblico.
—Tiene usted razón, doctora Calvin. Vamos a exponerlo todo en forma de
píldora concentrada —prosiguió, cambiando el tono de voz, que se hizo más
aguda—. Hemos producido un cerebro positrónico de un tipo supuestamente
ordinario, que tiene la extraordinaria propiedad de sincronizarse con las ondas
del pensamiento ajeno. Esto marcaría la fecha más importante en el avance de la
ciencia robótica de nuestra Era si supiésemos por qué sucede. No lo sabemos, y
tenemos que averiguarlo. ¿Está esto claro?
—¿Puedo hacer una indicación? —preguntó Bogert.
—Diga.
—Que hasta que hayamos despejado esta incógnita, y como matemático
tengo motivos para suponer que la cosa no será fácil, conservemos la existencia
de RB-34 secreta. Incluso para los demás miembros de la compañía. Como jefes de
departamento, tenemos el deber de no considerar este problema insoluble, y
cuantos menos estemos al corriente...
—Bogert tiene razón —dijo la doctora Calvin—. Desde que el Código
Interplanetario ha sido modificado en el sentido de permitir que los modelos de
robots sean probados en los talleres antes de ser lanzados al espacio, la
propaganda antirrobot ha aumentado. Si trasciende la noticia de la existencia
de un robot capaz de leer el pensamiento antes que podamos anunciar que tenemos
el dominio completo del fenómeno, la campaña adquirirá un incremento
considerable.
Lanning fumaba su cigarro, asintiendo gravemente. Se volvió a Ashe.
—Tengo entendido que estaba usted solo cuando se dio cuenta del fenómeno
—dijo en forma interrogadora.
—Lo dije, en efecto. Me llevé el susto mayor de mi vida. Acababan de
sacar a RB-34 de la mesa de ajuste y me lo enviaron. Overmann estaba fuera, de
manera que me lo llevé a las salas de prueba y empecé con él. —Se detuvo y una
leve sonrisa apareció en sus labios—. ¿Alguno de ustedes ha sostenido alguna
vez una conversación mental sin saberlo?
Nadie se tomó la molestia de contestar y prosiguió:
—Al principio no se da uno cuenta, ¿comprenden?... Me habló, tan lógica
y cuerdamente como puedan imaginar, y sólo cuando estaba ya a más de medio
camino de las salas de pruebas me di cuenta que no había dicho nada. Desde
luego, había pensado mucho, pero no es lo mismo, ¿no es así? Encerré aquella
máquina y corrí en busca de Lanning. Tenerlo a mi lado, caminando juntos y
verlo penetrar en mi cerebro, leyendo mis pensamientos, me daba escalofríos.
—Lo comprendo —dijo Susan Calvin, pensativa. Sus ojos se fijaban con
intensidad en Ashe, de una manera curiosamente significativa—. Tenemos tanto la
costumbre de considerar nuestros pensamientos como cosa privada...
—Entonces, sólo lo sabemos nosotros cuatro —intervino Lanning con
impaciencia—. ¡Bien! Tenemos que seguir adelante, sistemáticamente. Ashe,
quisiera que comprobase la operación de montaje desde el principio hasta el
fin. Tiene usted que eliminar todas las operaciones en las cuales no hay
posibilidad material de error, y anotar aquellas en que puede haberlo, con su
naturaleza y posible magnitud.
—Orden contundente —gruñó Ashe.
—¡Naturalmente! Desde luego, tomará usted a sus órdenes a todos los
hombres que necesite, y no me importa si pasamos de los previstos. Pero no
tienen que saber por qué, ¿comprende?
—¡Ejem!..., sí. ¡Otro trabajito de alivio! —dijo el joven técnico con
una mueca.
Lanning giró en su silla y se volvió hacia Susan Calvin.
—Usted tendrá que emprender su trabajo en otra dirección. Como
robopsicóloga de la organización, tendrá que estudiar el robot y trabajar
retrospectivamente. Trate de descubrir cómo funciona. Vea qué más está ligado a
sus poderes telepáticos, hasta dónde se extienden, qué curvatura toma su
dirección y qué perjuicio ha ocasionado exactamente a los robots RB ordinarios.
¿Comprende?
Lanning no esperó a que la doctora Calvin contestase.
—Yo coordinaré los datos e interpretaré matemáticamente los resultados.
—Chupó violentamente su cigarro y miró a los demás a través del humo—. Bogert
me ayudará en eso, desde luego.
Bogert se frotaba las uñas de una mano con la palma de la otra.
—Bien. Entonces, manos a la obra. —Ashe echó su silla atrás y se
levantó. Su agradable rostro juvenil esbozó una sonrisa—. Tengo que realizar el
trabajo más arduo de todos, de manera que me voy a trabajar.
Y con un «¡Hasta luego!», salió.
Susan Calvin contestó con una inclinación casi imperceptible de cabeza,
pero sus ojos lo siguieron hasta que se perdió de vista, y no contestó cuando
Lanning, con un guiño, dijo:
—¿Quiere usted subir y ver al RB-34 ahora, doctora Calvin?
Cuando Susan Calvin entró, los ojos fotoeléctricos de RB-34 se
levantaron del libro que estaba leyendo, al oír el chirrido de los goznes y se
puso de pie. La doctora Calvin se detuvo para volver a poner en su sitio el
gran letrero de «Prohibida la entrada» de la puerta y se aproximó al robot.
—Te he traído los textos sobre los motores hiperatómicos, Herbie,
algunos por lo menos. ¿Quieres echarles una mirada?
RB-34, conocido por el apodo de «Herbie», tomó los tres pesados
volúmenes que ella llevaba en los brazos y abrió uno de ellos por el índice.
—¡Hum!... «Teoría de Hiperatómico»... —murmuró sin articular, como para
sí mismo. Hojeó las páginas y con el aire abstraído, añadió—: ¡Siéntate,
doctora Calvin! Necesitaré algunos minutos.
La doctora psicóloga se sentó mientras él tomaba también una silla, se
sentaba al otro lado de la mesa y comenzaba a recorrer sistemáticamente los
textos. Media hora después los dejó a un lado.
—Desde luego, sé por qué has traído esto.
—Lo temía —dijo la doctora, torciendo el gesto—. Es difícil trabajar
contigo, Herbie. Estás siempre un paso más adelante que yo.
—Con estos libros ocurre lo mismo que con los demás. No me interesan.
No hay nada en sus textos. Su ciencia no es más que un conjunto de datos
recopilados, amasados, para formar una teoría tan increíblemente sencilla que
no vale casi la pena de ocuparse de ella. Es tu parte imaginaria lo que me
interesa. Tus estudios sobre la relación de los motivos y emociones humanas...
—su voluminosa mano describió un amplio ademán, mientras buscaba las palabras
adecuadas.
—Creo comprenderte —murmuró la doctora.
—Leo en los cerebros, ya lo sabes, y no tienes idea de lo complicados
que son —continuó el robot—. Me es difícil entenderlo todo porque mi mente
tiene muy poco en común con ellos..., pero lo intento y vuestras novelas me
ayudan.
—Sí, pero temo que después de las horripilantes sensaciones emotivas de
la novela sentimental de nuestros días —y dijo esto con un tono de amargura en
la voz— encuentres los cerebros auténticos como los nuestros aburridos e
incoloros.
—¡Pero no es así!
La súbita energía de su respuesta la hizo ponerse de pie. Sintió que se
sonrojaba, y con congoja pensó: «Debe saber...»
Herbie se arrellanó en su sillón y con una voz en la cual el timbre
metálico había desaparecido casi enteramente, murmuró:
—Desde luego, lo sé, Susan Calvin. Piensas siempre en lo mismo, de
manera que, ¿cómo no voy a saberlo?
—¿Se lo has dicho a alguien? —inquirió ella.
—¡No! —exclamó él con auténtica sorpresa—. Nadie me lo ha preguntado.
—Entonces... —susurró ella—, debes creer que estoy loca.
—No, es una emoción normal.
—Por esto quizá es una locura. —El apasionamiento de su voz ahogó toda
otra emoción. Una parte del alma femenina asomó tras la capa doctoral—. No soy
lo que podríamos llamar atractiva...
—Si te refieres al simple atractivo físico, no puedo juzgar. Pero sé
que, en todo caso, hay otros tipos de atracción.
—Ni joven —dijo ella, casi sin oír lo que decía el robot.
—No tienes todavía cuarenta años —dijo Herbie con un toque de
insistencia en la voz.
—Treinta y ocho si contamos los años; por lo menos sesenta si tenemos
en cuenta mi concepto emotivo de la vida. Por algo soy psicóloga. Y él tiene
escasamente treinta y cinco, y parece y actúa como si fuese más joven. ¿Crees
que me ve alguna vez como otra cosa que lo que soy...?
—Te equivocas. Escúchame... —dijo Herbie golpeando con su puño de acero
la mesa de plástico, que produjo un estridente ruido.
Pero Susan Calvin se volvió hacia él y el dolor de su mirada se
convirtió en una llamarada.
—¿Por qué me equivocaría? ¿Qué sabes tú de todo esto..., siendo una
simple máquina? Para ti no soy más que un ejemplar; un gusano interesante con
una mente peculiar abierta a toda inspección. ¿No soy acaso un magnífico
ejemplo de fracaso? Como tus libros... —Su voz, convertida en sollozos,
resonaba en el silencio.
El robot se amilanó ante aquel estallido. Movió la cabeza, suplicante.
—¿No quieres escucharme? Podría ayudarte, si me dejas.
—¿Cómo? ¿Dándome un buen consejo? —dijo, torciendo nuevamente el gesto.
—No, no es eso. Es que sé lo que piensan los demás... Milton Ashe, por
ejemplo.
Hubo un largo silencio durante el cual Susan Calvin bajó los ojos.
—No quiero saber lo que piensa —susurró—. ¡Cállate!
—Creía que querrías saber lo...
Susan seguía con la cabeza baja, pero su respiración se aceleraba.
—Estás diciendo tonterías —susurró.
—¿Por qué? Trato de ayudarte. Milton Ashe piensa de ti...
La doctora, viendo que se callaba, levantó la cabeza:
—¿Y bien?
—Te ama —dijo el robot, tranquilamente.
Durante un minuto entero, la doctora permaneció sin hablar. Sólo
miraba.
—¡Estás equivocado! —dijo por fin—. ¡Tienes que estarlo! ¿Por qué me
amaría?
—Pero te ama... Una cosa así no puede quedar oculta..., para mí.
—Pero soy tan..., tan... —balbuceó, y se detuvo.
—No se detiene en las apariencias; admira el intelecto, en los demás.
Milton Ashe no es de los que se casan con una mata de pelo y un par de ojos
bonitos.
Susan Calvin se dio cuenta que estaba parpadeando rápidamente y esperó
antes de hablar. Incluso entonces su voz temblaba.
—Y sin embargo, jamás ha indicado en modo alguno...
—¿Le has dado alguna vez la ocasión?
—¿Cómo podía? Jamás pensé que...
—¡Exacto!
La doctora hizo una pausa, quedando pensativa, y después levantó
súbitamente la vista.
—Hace un año, una muchacha fue a verlo al laboratorio. Era linda,
supongo, rubia y esbelta. Y, desde luego, no sabía ni que dos y dos eran
cuatro. Él pasó todo el día sacando el pecho fuera, tratando de explicarle cómo
se construía un robot. —La dureza de su voz había reaparecido—. ¡Pero no lo
entendió! ¿Quién era?
—Conozco la persona a quien te refieres —respondió Herbie sin vacilar—.
Es su prima hermana y no siente por ella ningún interés sentimental. Te lo
aseguro.
Susan Calvin se puso de pie con una vivacidad casi infantil.
—¿No es extraño, esto? Es exactamente lo que quería decirme algunas
veces, sin llegar nunca a convencerme. Entonces debe ser verdad.
Se acercó a Herbie y tomó su mano fría.
—¡Gracias, Herbie!... —Su voz era como una ronca súplica—. No hables
con nadie de esto. Que sea nuestro secreto..., para siempre.
Con esto y un convulsivo apretón de la mano de metal, incapaz de
respuesta, salió.
Herbie se volvió lentamente hacia la abandonada novela, pero no había
nadie allí para leer sus propios pensamientos.
Milton Ashe se desperezó lenta y concienzudamente y miró a Peter
Bogert, doctor en Filosofía.
—Digo... —dijo—. Llevo una semana con esto y casi sin dormir. ¿Hasta
cuándo tengo que seguir así? Creía que dijo usted que el bombardeo positrónico
en la Cámara de Vacío D era la solución...
Bogert bostezó delicadamente y examinó sus blancas manos con atención.
—Lo es. Le sigo la pista.
—Sé lo que significa que un matemático diga esto. ¿A cuánto está del
final?
—Depende.
—¿De qué? —preguntó Ashe, desplomándose sobre un sillón y estirando las
piernas.
—De Lanning. No está de acuerdo conmigo —dijo con un suspiro—. Va un
poco atrasado, esto es lo malo. Se aferra a las máquinas matriz en todo y por
todo y este problema requiere de instrumentos matemáticos más poderosos. Es
testarudo.
—¿Por qué no pedir a Herbie que arregle el asunto? —preguntó Ashe,
soñoliento.
—¿Al robot? —preguntó Bogert, con los ojos saltándole de las órbitas.
—¿Por qué no? ¿No le ha dicho nada la doctora?
—¿La señorita Calvin?
—Sí, Susie en persona. El robot es una cosa matemática. Lo sabe todo de
todo y un poco más. Resuelve integrales triples de memoria y hace análisis de
tensores de postre.
—¿Habla usted en serio? —preguntó el matemático, mirándolo con recelo.
—Completamente en serio. Lo malo es que al granuja no le gustan las
matemáticas. Prefiere leer novelas sentimentales. ¡De veras! Vaya a ver a la
activa Susie alimentándolo con «Pasión Purpúrea» y «Amor en el Espacio».
—La doctora Calvin no nos ha dicho una palabra de esto.
—No ha acabado de estudiarlo todavía. Ya sabe usted cómo es. Le gusta
tener pleno conocimiento de las cosas antes de hablar de ellas.
—¿Se lo ha dicho usted?
—Hemos charlado casualmente. Últimamente la he visto a menudo. —Abrió
los ojos y frunció el ceño—. Oiga, Bogie, ¿no ha observado nada extraño en
ella, últimamente?
—Usa lápiz de labios, si es esto a lo que se refiere —respondió Bogart,
borrando de su rostro la fea mueca.
—¡Diablos, ya lo sé! Carmín, polvos y rimel para los ojos. Pero no es
esto. No logro poner el dedo en la llaga. Es la manera como habla..., como si
hubiese algo que la hiciese feliz... —Quedó un momento pensativo y se encogió
de hombros.
Bogert soltó una carcajada que para un científico de más de cincuenta
años no estaba mal.
—Quizá esté enamorada. —dijo.
—Está usted loco, Bogie —dijo Ashe cerrando de nuevo los ojos—. Vaya
usted a hablar con Herbie; yo quiero dormir.
—¡Muy bien! No es que me guste mucho que un robot me enseñe mi oficio
ni crea que pueda hacerlo...
Un sonoro ronquido fue la única respuesta.
Herbie escuchaba atentamente mientras Peter Bogert, con las manos en
los bolsillos, hablaba con artificiosa indiferencia.
—Ya lo sabes, entonces. Me han dicho que entiendes en estas cosas y te
las pregunto más por curiosidad que por otra cosa. Mi línea de razonamiento,
como te he explicado, comprende algunos puntos dudosos, lo confieso, que el
doctor se niega a aceptar, y el cuadro es todavía bastante incompleto. —Viendo
que el robot no contestaba añadió—: ¿Y bien?
—No veo ningún error —dijo el robot.
—¿Supongo que no podrás ir más allá de esto?
—No me atrevo a intentarlo. Eres mejor matemático que yo y..., en fin,
no me gusta comprometerme.
En la sonrisa de complacencia de Bogert hubo una sombra de tolerancia.
—Suponía que sería éste el caso. Eres profundo. Olvidémoslo.
Arrugó las hojas de papel, las echó en la cesta de papeles, dio media
vuelta para marcharse y cambió di opinión. Después de una pausa, añadió:
—A propósito...
El robot esperaba. Bogert parecía tener alguna dificultad.
—Hay algo que quizá..., podrías... —Se detuvo.
—Tus ideas son confusas; pero no hay duda que éstas se refieren al
doctor Lanning —dijo Herbie pausadamente—. Es tonto vacilar, porque en cuanto
decidas lo que quieres, sabré qué es lo que deseas preguntar.
La mano del matemático se acarició el cabello con un gesto familiar.
—Lanning bordea los setenta —dijo, como si explicase algo.
—Lo sé.
—Y ha sido director de los talleres durante casi treinta años.
Herbie asintió.
—Bien, entonces... —la voz de Bogert se hacía más humilde—, tú sabrás
mejor..., si está pensando en dimitir. La salud, quizá, u otra razón...
—Exacto —dijo Herbie como única respuesta.
—Bien, ¿lo sabes?
—Ciertamente.
—¿Y puedes..., decírmelo?
—Puesto que me lo preguntas, sí —respondió el robot sin dar la menor
importancia a la cosa—. Ha dimitido ya.
—¿Cómo? —La exclamación fue un sonido explosivo, casi inarticulado. La
voluminosa cabeza del científico avanzó hacia adelante—. ¡Dilo otra vez!
—Ha dimitido ya —repitió tranquilamente el robot—, pero su dimisión no
ha sido tenida en cuenta todavía. Está esperando resolver el problema..., mío.
Una vez conseguido esto, está dispuesto a poner a disposición de quien le
suceda el cargo de director.
—¿Y este sucesor..., quién es? —preguntó Bogert, respirando jadeante.
Se había acercado a Herbie, con los ojos fijos en las inescrutables células
fotoeléctricas del robot.
—Tú eres el futuro director —dijo lentamente.
Bogert se permitió esbozar una sonrisa satisfactoria.
—Es bueno saberlo. Siempre lo había augurado así. Gracias, Herbie.
Peter Bogert había estado aquella mañana en su despacho hasta las cinco
y a las nueve estaba nuevamente en él. La estantería que tenía sobre su mesa se
había quedado sin libros de referencia a medida que iba consultando uno después
del otro. Las páginas de cifras y cálculos que tenía delante crecían
microscópicamente, mientras los papeles arrugados que cubrían el suelo formaban
una montaña.
A las doce en punto, miró la última página, se frotó sus congestionados
ojos, bostezó y se estremeció.
—La cosa va poniéndose peor minuto a minuto. ¡Maldita sea!
Se volvió al oír el ruido de una puerta que se abría y saludó a Lanning
que entraba, haciendo crujir los nudillos de su huesuda mano.
El director dirigió una escrutadora mirada al montón de papeles y
frunció su velludo ceño.
—¿Nueva orientación? —preguntó.
—No —respondió Bogert con recelo—. ¿Qué hay de malo en la antigua?
Lanning no se tomó la molestia de contestar ni hizo más que dirigir una
simple mirada de desprecio a la hoja de encima de la mesa de Bogert. Encendió
un pitillo y al resplandor de la cerilla, dijo:
—¿Le ha hablado Calvin del robot? Es un genio matemático.
Verdaderamente extraordinario.
—Eso he oído decir —dijo Bogert con desprecio—. Pero Calvin haría mejor
en atenerse a la robopsicología. He examinado a Herbie en matemáticas y apenas
puede resolver un cálculo.
—Calvin no lo considera así.
—Está loca.
—Yo no lo considero así —repitió el director, entornando los ojos.
—¡Usted! —La voz de Bogert se endurecía—. ¿De qué está hablando?
—He sometido a prueba a Herbie esta mañana y puede hacer cosas de las
que no había oído hablar nunca.
—¿De veras?
—Parece usted muy escéptico. —Lanning sacó una hoja de papel de su
bolsillo y la desdobló—. ¿Ésta no es mi escritura, verdad?
Bogert examinó la gran anotación angulosa que cubría la hoja.
—¿Ha hecho Herbie esto?
—Exacto. Y observará que ha estado trabajando en su integración de
tiempo de la Ecuación 22. Llega a idénticas conclusiones..., y en la cuarta
parte del tiempo. —Acompañó esta última afirmación señalando el papel con su
dedo amarillento—. No tiene usted derecho —añadió—, a despreciar el Efecto de
Permanencia en el bombardeo positrónico.
—No lo desprecio. Por Dios, Lanning, métase bien en la cabeza que esto
cancelaría...
—Sí, seguro, ha explicado usted esto. ¿Emplea usted la Ecuación de
Conversión Mitchell, verdad? Bien..., pues no sirve.
—¿Por qué no?
—Por una parte, porque ha empleado usted hiperimaginarios.
—¿Qué tiene que ver esto con lo otro?
—La Ecuación de Mitchell no aguantará cuando...
—¿Está usted loco? Si releyese usted el texto original de Mitchell en
las Actas de...
—No tengo necesidad de ello. Ya le dije desde el principio que no me
gusta su razonamiento, y Herbie me apoya en esto.
—¡Bien, entonces —gritó Bogert— que le resuelva el problema del
despertador mecánico éste! ¿Para qué tomarse la molestia de buscar
no-esenciales?
—Éste es exactamente el punto difícil. Herbie no puede resolver el
problema. Y si él no puede, nosotros no podemos tampoco..., solos. Llevaré la cuestión
ante la Junta Nacional. Está más allá de nosotros.
La silla de Bogert cayó de espaldas al levantarse de un salto con el
rostro congestionado.
—¡No hará usted nada de esto!
—¿Es que va usted a decirme lo que puedo y no puedo hacer? —preguntó
Lanning.
—¡Exactamente! —fue la excitada respuesta—. ¡Tengo el problema
planteado y no me lo va usted a quitar de las manos, me entiende! No piense que
no veo a través de usted, fósil disecado. Sería capaz de cortarse la nariz
antes de dejarme conseguir el mérito de resolver el problema de la telepatía
robótica.
—Es usted un perfecto idiota, Bogert, y dentro de dos segundos estará
usted destituido por insubordinación. —El labio inferior de Lanning temblaba de
indignación.
—Lo cual es una de las cosas que no hará, Lanning. Con un robot capaz
de leer el pensamiento no hay secretos que valgan, de manera que sé ya cuanto
hace referencia a su dimisión.
La ceniza del pitillo de Lanning tembló y cayó, seguida del pitillo.
—¡Cómo!... ¡Cómo!...
Bogert se echó a reír con maldad.
—Y yo soy el nuevo director, téngalo bien entendido. Estoy
perfectamente enterado de ello, aunque crea lo contrario. ¡Maldita sea,
Lanning, voy a dar las órdenes oportunas, o aquí se va a armar el lío mayor en
que se habrá encontrado metido en su vida!
Lanning consiguió hablar, pero fue más bien un rugido.
—¡Está usted despedido! ¿Se entera? ¡Queda usted relevado de todas sus
funciones! ¡Está despedido! ¿Lo entiende?
La sonrisa en el rostro de Bogert se ensanchó todavía más.
—Bueno, y ¿de qué sirve todo esto? Así no va usted a ninguna parte.
Tengo los triunfos en la mano. Sé que ha dimitido, Herbie me lo ha dicho y lo
sabe perfectamente por usted.
Lanning hizo un esfuerzo por hablar con calma. Parecía viejo, muy
viejo, sus ojos cansados miraban a través de un rostro cuyo color había
desaparecido, para dejar sólo el tono lívido de la edad.
—Quiero hablar con Herbie. No puede haberle dicho nada de esto. Está
usted jugando fuerte, Bogert, pero yo le llamo a esto un «bluff». Venga
conmigo.
—¿A ver a Herbie? ¡Magnífico! ¡Verdaderamente magnífico!
Eran también las doce en punto cuando Milton Ashe levantó la vista de
su vago diseño y dijo:
—¿Comprende la idea? No sirvo mucho para estas cosas, pero es algo así.
Es una preciosura de casa y puedo tenerla casi por nada.
Susan Calvin contempló el diseño con ojos tiernos.
—Es realmente bonita —suspiró—. A menudo he pensado que también me
gustaría... —Su voz se desvaneció.
—Desde luego —continuó Ashe animadamente dejando el lápiz—. Tendré que
esperar a mis vacaciones. Faltan sólo dos semanas, pero este asunto de Herbie
lo tiene todo en el aire. —Fijó la mirada en sus uñas—. Además, hay otro
punto..., pero esto es un secreto.
—Entonces, no me lo diga.
—¡Oh, pronto tendré que decirlo, estallo por decírselo a alguien!... Y
usted es precisamente la mejor..., eh..., la mejor confidente que puedo
encontrar aquí...
Tuvo una sonrisa de timidez. El corazón de Susan latía con fuerza, pero
no tuvo confianza en sí misma para hablar.
—Francamente —prosiguió Ashe acercando su silla y bajando la voz hasta
convertirla en un susurro confidencial—, la casa no va a ser sólo para mí...,
voy a casarme.
Susan se levantó de un salto.
—¿Qué le ocurre?
—¡Oh, nada! —La horrible sensación vertiginosa se desvaneció en el
acto, pero era difícil hacer salir las palabras de la boca—. ¿Casarse?...
¿Quiere decir?...
—¡Sí, seguro! ¿Es ya tiempo, no? ¿Recuerda aquella muchacha que vino a
verme el verano pasado?... ¡Pues es ella! ¿Pero se siente usted mal?...
¿Qué...?
—Jaqueca —dijo ella, alejándolo débilmente con un gesto—. He estado...,
he estado sujeta a ellas últimamente. Quiero felicitarlo..., desde luego. Me
alegro mucho... —La inexperimentada aplicación del carmín a las mejillas
formaba dos manchas coloradas sobre su rostro de un blanco de cal. Los objetos
habían empezado a girar nuevamente—. Perdóneme, por favor.
Salió de la habitación balbuceando excusas. Todo había ocurrido con la
catastrófica rapidez de un sueño..., y con el irreal horror de una pesadilla.
Pero, ¿cómo podía ser? Herbie había dicho... ¡Y Herbie sabía! ¡Herbie
podía leer en las mentes!
Sin darse cuenta, se encontró apoyada contra el marco de la puerta de
Herbie, jadeante, mirando su rostro metálico. Debió subir los dos tramos de
escalera, pero no tenía el menor recuerdo de ello. La distancia había sido
cubierta en un instante, como en sueños.
¡Como en sueños!
Y los imperturbables ojos de Herbie se fijaban en los suyos y el tenue
rojo parecía convertirse en dos relucientes globos de pesadilla.
Hablaba, y Susan sintió el frío cristal de un vaso apoyarse en sus
labios. Bebió y con un estremecimiento volvió a la realidad de lo que la
rodeaba. Herbie seguía hablando; en su voz había una agitación, como si se
sintiese ofendido, temeroso, suplicante. Sus palabras empezaban a cobrar
sentido.
—Esto es un sueño —iba diciendo—, y no debes creer en él. Pronto
despertarás en el mundo real y te reirás de ti misma. Te quiere, te digo. ¡Te
quiere! ¡Pero no aquí! ¡No ahora! Esto es todo ilusión.
Susan Calvin asentía, su voz convertida en un susurro.
—¡Sí! ¡Sí! —Agarraba el brazo de Herbie, aferrándose a él, repitiendo
una y otra vez—: ¿No es verdad, eh? ¡No lo es, no lo es!
Cómo volvió a sus cabales, no lo supo nunca, pero fue como pasar de un
mundo de nebulosa irrealidad a uno de luz violenta. Lo apartó de ella, empujó
con fuerza el brazo de acero, sin expresión en la mirada.
—¿Qué vas a intentar hacer? —exclamó con la voz convertida en un
grito—. ¿Qué vas a intentar hacer?
—Quiero ayudarte —respondió Herbie.
—¿Ayudarme? —exclamó la doctora, mirándolo—. ¿Diciéndome que todo esto
es un sueño? ¡Tratando de llevarme a una esquizofrenia! —Una tensión histérica
se apoderaba de ella—. ¡Esto no es un sueño! ¡Ojalá lo fuese! —Detuvo su
respiración en seco—. ¡Espera! ¡Ya..., ya..., comprendo! ¡Dios bondadoso, todo
está tan claro!
En la voz del robot hubo un acento de horror.
—Tenía que hacerlo...
—¡Y yo te creí! ¡Jamás pensé...!
Unas fuertes voces detrás de la puerta atajaron sus palabras. Susan se
volvió, cerrando los puños espasmódicamente, y cuando Bogert y Lanning
entraron, estaba al lado de la ventana más alejada. Ninguno de los dos hombres
prestó atención a su presencia.
Se acercaron a Herbie simultáneamente; Lanning, furioso, e impaciente.
Bogert, frío y sardónico. El director fue el primero en hablar.
—¡Ven aquí, Herbie! ¡Escúchame!
El robot enfocó sus ojos en el anciano director.
—Sí, doctor Lanning.
—¿Has hablado de mí con el doctor Bogert?
—No, señor —la respuesta vino lenta, y la sonrisa del rostro de Bogert
se desvaneció.
—¿Cómo es eso? —exclamó Bogert avanzando ante su superior y
deteniéndose ante el robot—. Repite lo que me dijiste ayer.
—Dije que... —Herbie permaneció silencioso. En la profundidad de su
cuerpo el diafragma metálico vibraba con sonidos discordantes.
—¿No me dijiste que había dimitido? ¡Contéstame! —rugió Bogert.
Bogert levantó los brazos, desesperado, pero Lanning lo apartó al lado.
—¿Trataste de engañarlo con una mentira?
—Ya lo ha oído, Lanning. Ha empezado a decir «Sí» y se ha parado.
¡Apártese de aquí! ¡Quiero saber la verdad por él mismo!
—Yo se la preguntaré —dijo Lanning, volviéndose hacia el robot—. Bueno,
Herbie, cálmate. ¿He dimitido?
Herbie lo mirada y Lanning repitió, impaciente:
—¿He dimitido? —Hubo una leve insinuación de negativa en la cabeza del
robot. Una larga espera no produjo nada más.
Los dos hombres se miraron y la hostilidad de sus ojos era tangible.
—¡Que diablos! —estalló Bogert—. ¿Es que el robot se ha vuelto mudo?
¿Es que no puedes hablar, monstruosidad?
—Puedo hablar —dijo la respuesta rápida.
—Entonces contesta esta pregunta: ¿Me dijiste que Lanning había
dimitido, o no? ¿Ha dimitido?
Y de nuevo se produjo el profundo silencio, hasta que desde el extremo
de la habitación, resonó súbita la fuerte risa de Susan Calvin, vibrante y
semihistérica. Los dos matemáticos pegaron un salto y Bogert entornó los ojos.
—¿Usted aquí? ¿Qué es lo que le hace tanta gracia?
—No hay nada gracioso —dijo ella, sin naturalidad en la voz—. Es sólo
que no soy la única que ha caído en la trampa. Hay una cierta ironía en ver a
tres de los más grandes expertos en robótica del mundo caer en la misma trampa
elemental, ¿no creen? —Su voz se desvaneció y se llevó una pálida mano a la
frente—. Pero no es gracioso...
Esta vez la mirada que se cruzó entre los dos hombres fue grave.
—¿De qué trampa está usted hablando? —preguntó secamente Lanning—. ¿Es
que le pasa algo a Herbie?
—No —dijo Susan acercándose lentamente—, no le pasa nada..., es a
nosotros mismos a quienes nos pasa. —Se volvió súbitamente hacia el robot y le
gritó con violencia—: ¡Lejos de mí! ¡Vete al otro extremo de la habitación y
que no te vea cerca!
Herbie se estremeció ante la furia de sus ojos y se alejó con su paso
metálico. La voz hostil de Lanning dijo:
—¿Qué significa todo esto, doctora Calvin?
Susan se colocó frente a ellos y los miró con sarcasmo:
—¿Supongo que conocen ustedes la Primera Ley fundamental de la
Robótica?
Los dos hombres asintieron a la vez.
—Ciertamente —dijo Bogert, irritado—, «un robot no debe dañar a un ser
humano ni por su inacción permitir que se le dañe».
—Bien dicho —se mofó Susan Calvin—. Pero, ¿qué clase de daño?
—Pues..., de toda especie.
—¡Exacto, de toda especie! Pero, ¿qué hay de herir los sentimientos? ¿Y
la decepción del propio yo? ¿Y la destrucción de las esperanzas? ¿No es esto
una herida?
—¿Qué puede un robot saber de...? —dijo Lanning frunciendo el ceño.
Pero se calló, abriendo la boca.
—¿Lo ha comprendido, verdad? Este robot lee el pensamiento. ¿Cree usted
que no sabe todo lo que hace referencia a la herida mental? ¿Supone usted que
si le hago una pregunta no me dará exactamente la respuesta que yo deseo oír?
¿No nos heriría cualquier otra respuesta, y no lo sabe Herbie muy bien?
—¡Válgame el cielo! —murmuró Bogert.
La doctora le dirigió una mirada sarcástica.
—Supongo que le preguntó usted si Lanning había dimitido. Usted deseaba
saber que sí, y ésta es la respuesta que Herbie le dio.
—Y supongo que es por esto —intervino Lanning sin entonación—, que no
contestaba hace un momento. No podía contestar sin herirnos a uno de los dos.
Hubo una pausa durante la cual los dos hombres miraron hacia el robot,
que estaba como encogido en su silla, al lado de la biblioteca, con la cabeza
apoyada en una mano.
—Sabe todo esto... —dijo Susan Calvin mirando fijamente al suelo—.
Este..., demonio, lo sabe todo, incluso el error que se cometió en su montaje.
—Tenía una expresión sombría y pensativa en la mirada.
—En esto se equivoca usted, doctora Calvin —dijo Lanning levantando la
cabeza—. No lo sabe; se lo he preguntado.
—¿Y qué significa esto? —gritó Susan—. Sólo que no quería usted que le
diese la solución. Hubiera herido su susceptibilidad tener una máquina capaz de
hacer lo que no puede hacer usted. ¿Se lo ha preguntado usted? —añadió
dirigiéndose a Bogert.
—En cierto modo —respondió Bogert, tosiendo y sonrojándose—. Me dijo
que entendía muy poco en matemáticas.
Lanning se rió en voz baja y la doctora lo miró sarcásticamente.
—¡Yo se lo preguntaré! —dijo—. Una solución dada por él no puede herir
mi vanidad. ¡Ven aquí! —añadió levantando la voz.
Herbie se levantó y se aproximó con pasos vacilantes.
—Sabes, supongo —continuó—, exactamente en qué punto del montaje se
introdujo un factor extraño o fue omitido uno esencial...
—Sí —dijo Herbie, en un tono casi inaudible.
—¡Alto! —interrumpió Bogert, furioso—. Esto no es necesariamente
verdad. Desea usted saberlo, eso es todo.
—¡No sea idiota! —respondió Susan Calvin—. Sabe tantas matemáticas como
Lanning y usted juntos, puesto que puede leer el pensamiento. Dele ocasión de
demostrarlo.
El matemático se inclinó y Calvin dijo:
—Bien, entonces, Herbie, dilo. Estamos esperando. —Y en un aparte,
añadió—: Traigan lápices y papel.
Pero Herbie permaneció silencioso y con un tono de triunfo en la voz,
la doctora continuó:
—¿Por qué no contestas, Herbie?
Súbitamente, el robot saltó.
—No puedo. ¡Ya sabes que no puedo! ¡El doctor Bogert y el doctor
Lanning no quieren!
—Quieren la solución.
—Pero no de mí.
Lanning intervino, con voz lenta y distinta.
—No seas loco, Herbie. Queremos que nos lo digas.
Bogert se limitó a asentir. La voz de Herbie se elevó a un tono
estridente.
—¿De qué sirve decir eso? ¿Creen acaso que no puedo leer más hondo que
la piel superficial de vuestro cerebro? En el fondo no quieren. No soy más que
una máquina a la que se ha dado una imitación de vida sólo por virtud de la
acción positrónica de mi cerebro, lo cual es una invención del hombre. No
pueden quedar en ridículo ante mí sin sentirse ofendidos. Esto está grabado en
lo profundo de vuestra mente y no puede ser borrado. No puedo dar la solución.
—Nos marcharemos —dijo Lanning—. Díselo a la doctora Calvin.
—Sería lo mismo —gritó Herbie—, puesto que sabrían que he sido yo quien
he dado la respuesta.
—Pero comprenderás, Herbie —prosiguió la doctora—, que a pesar de esto,
los doctores Lanning y Bogert quieren saber la respuesta.
—Por sus propios esfuerzos —insistió Herbie.
—Pero la quieren, y el hecho que tú la tengas y no se la quieras dar
los hiere, ¿comprendes?
—¡Sí! ¡Sí!
—Y si se la das, les herirá también.
—¡Sí! ¡Sí! —Herbie retrocedía lentamente y la doctora iba avanzando al
mismo paso.
Los dos hombres los miraban helados de sorpresa.
—No puedes decírselo —murmuró la doctora—, porque les herirá y tú no
puedes herirlos. Pero si no se lo dices, los hieres también, de manera que
debes decírselo. Y si se lo dices los herirás, de manera que no debes
decírselo, pero si no se lo dices los hieres, de manera que debes decírselo;
pero si lo dices hieres, de manera que no debes decirlo; pero si no lo dices...
Herbie estaba acorralado contra la pared y cayó de rodillas.
—¡Basta! —gritó—. ¡Cierra tu pensamiento! ¡Está lleno de engaño, dolor
y odio! ¡No quise hacerlo, te digo! ¡He tratado de ayudarte! ¡Te he dicho lo
que deseabas oír! ¡Tenía que hacerlo!
La doctora no le prestaba atención.
—Debes decírselo, pero si se lo dices los hieres, de manera que no
debes; pero si no lo dices los hieres también, de manera que...
Y Herbie lanzó un grito estridente...
Fue como una flauta aumentada hasta el infinito, un silbido desgarrador
y penetrante que resonó en todos los ámbitos de la habitación. Y cuando se
desvaneció en la nada, Herbie se había desplomado, reducido a un montón informe
de inerte metal.
—Ha muerto —dijo Bogert, lívido.
—¡No! —exclamó Susan Calvin, estremeciéndose y lanzando salvajes
carcajadas—, no ha muerto, se ha vuelto loco. Lo he enfrentado con el insoluble
dilema y ha sucumbido. Pueden recogerlo ya, porque no volverá a hablar nunca
más.
Lanning estaba de rodillas al lado de lo que había sido Herbie. Sus
dedos tocaron el frío rostro de metal ya sin reacción y se estremeció.
—Lo ha hecho usted a propósito —dijo.
Se levantó, enfrentándose con Susan, el rostro convulsionado.
—¿Y si lo hubiese hecho a propósito, qué? ¡No puede evitarlo ya! —Y con
súbita amargura, añadió—: Lo merecía...
El director agarró al paralizado Bogert por la muñeca.
—¡Qué importa ya!... Venga, Peter. —Suspiró—. Un robot parlante de este
tipo no tiene ningún valor, de todos modos. —Sus ojos cansados acusaban su edad,
y repitió—: ¡Venga, Peter!
Una vez que los dos científicos se marcharon, transcurrieron algunos
minutos antes que Susan Calvin recobrase su equilibrio mental. Lentamente, su
mirada se fijó en el muerto-vivo Herbie y la dureza reapareció en su rostro.
Durante largo rato permaneció contemplándolo mientras el triunfo se borraba de
su rostro y el desengaño reaparecía; de todos sus turbulentos pensamientos sólo
una palabra, infinitamente amarga, salió de sus labios:
—¡Embustero!
* * *
Aquello fue el final, de momento, desde luego. Sabía que después de
aquello no conseguiría sacar nada más de ella. Permanecía sentada detrás de su
mesa, el rostro lívido y frío..., recordando.
—Gracias, doctora Calvin —dije. Pero no me contestó. Transcurrieron dos
días antes que consiguiera verla de nuevo.
EL ROBOT PERDIDO
Volví a ver a Susan Calvin a la puerta de su oficina. Estaba sacando
los archivos.
—¿Cómo van esos artículos, mi joven amigo? —me preguntó.
—Muy bien —dije. Los había estructurado según mi leal saber y entender,
dramatizando lo escueto de su relato y añadiendo a la conversación algunos
toques de amenidad—. ¿Quiere usted echarles una mirada y decirme si he sido
injurioso o me he propasado en algo?
—Con mucho gusto. ¿Quiere que vayamos a la Sala de Juntas? Podremos
tomar café.
Parecía de buen humor, de manera que mientras avanzábamos por el
corredor, aventuré:
—Me estaba preguntando, doctora Calvin...
—Diga.
—Si querría usted decirme algo más sobre la historia de los robots.
—Me parece que ya ha conseguido saber todo lo que quería, mi joven
amigo.
—En cierto modo, sí. Pero estos incidentes que he escrito no tienen
gran aplicación en el mundo moderno. Quiero decir; sólo se desarrolló un único
robot capaz de leer el pensamiento, las estaciones del Espacio están ya pasadas
de moda y en desuso y la explotación minera por robots es cosa descontada. ¿Y
el viaje interestelar? No han transcurrido más de veinte años desde la
invención del motor hiperatómico y todo el mundo sabe que fue una invención
robótica. ¿Qué hay de verdad en todo esto?
—¿El viaje interestelar?... —Quedó pensativa. Estábamos en el salón y
encargué una comida copiosa. Ella sólo tomó café—. No fue simplemente una
invención robótica, comprenda usted. Pero, desde luego, hasta que construimos
el cerebro, no adelantamos mucho. Pero lo intentamos; verdaderamente lo
intentamos. Mi primer contacto (directo, me refiero) con las investigaciones
interestelares tuvo lugar en 2029, cuando se perdió un robot...
* * *
En Hyper Base, las medidas se tomaron con una especie de furia
frenética; fue como el equivalente muscular de un grito histérico.
Para clasificarlas por orden de cronología y desesperación, fueron:
1. Todo trabajo en la Zona Hiperatómica que atraviesa el volumen
espacial ocupado por las Estaciones del Grupo Asteroidal Veintisiete quedó
inmovilizado.
2. Todo volumen espacial del Sistema quedó aislado, prácticamente
hablando. Nadie podía entrar sin permiso. Nadie podía salir bajo ningún
pretexto.
3. Los doctores Susan Calvin y Peter Bogert, respectivamente Jefe del
Departamento de Sicología y Director del Departamento de Matemáticas de la
«United States Robots & Mechanical Men, Inc.» fueron llevados a Hyper Base
por una nave de patrulla especial del Gobierno.
Susan Calvin no había salido nunca de la superficie de la Tierra ni
tenía especiales deseos de salir de ella. En una era de energía atómica y de
clara aproximación a la Zona Hiperatómica, seguía siendo muy provinciana.
Estaba, entonces, descontenta de su viaje y poco convencida de su urgencia y
todas las facciones de su rostro, a su mediana edad, lo demostraron claramente
durante su primera cena en Hyper Base,
Tampoco la lívida palidez del doctor Bogert abandonaba una cierta
actitud de recelo. Ni el general Kallner, que dirigía el proyecto, olvidó una
sola vez de mantener una expresión obsesionada.
En una palabra, aquella comida fue un tétrico episodio y la pequeña
conferencia de los tres que la siguió, empezó de una manera gris y melancólica.
Kallner, con su reluciente calva y su uniforme, que desentonaba con el
resto del ambiente, tomó la palabra con visible inquietud.
—Es realmente toda una historia la que tengo que contarles. Tengo que
darles las gracias por su llegada al primer aviso y sin motivo justificado.
Trataremos de corregir todo esto, ahora. Hemos perdido un robot. El trabajo ha
parado y debe seguir parado el tiempo necesario para encontrarlo. Hasta ahora
hemos fracasado y tenemos la sensación de necesitar una ayuda científica.
Quizá el general sintiese que su declaración resultaba decepcionante
porque, con cierta desesperación, continuó:
—No necesito decirles la importancia que tiene el trabajo que aquí
realizamos. Más del ochenta por ciento de las adjudicaciones de investigación
científica de este año han recaído sobre nosotros...
—Sí, eso ya lo sabemos —dijo Bogert amablemente—. U. S. Robots percibe
cuantiosos ingresos anuales por el uso de nuestros robots.
Susan Calvin introdujo una brusca y avinagrada nota.
—¿A qué es debida la gran importancia de un solo robot para el proyecto
y por qué no ha sido localizado?
El general volvió rápidamente su rostro congestionado hacia ella y se
pasó la lengua por los labios.
—En cierto modo, lo hemos localizado. —Pero añadió, angustiado—: Me
explicaré. En cuanto nos dimos cuenta de la desaparición del robot, se declaró
el estado de guerra y todo movimiento en la Hyper Base cesó. El día anterior
había aterrizado una nave mercante trayendo dos robots destinados a nuestros
laboratorios. Quedaban sesenta y dos robots de..., del mismo tipo, para ser
llevados a otros sitios. De esta cifra estamos seguros. No queda la menor
discusión posible.
—¿Sí? ¿Y qué relación...?
—Una vez que nos fue posible localizar al robot desaparecido, y le
aseguro que hubiéramos localizado una brizna de hierba si hubiese estado allí
para ser localizada, nos devanamos los sesos contando los robots que quedaban
en la nave. Había sesenta y tres.
—¿Entonces el sesenta y tres, supongo, es el hijo pródigo desaparecido?
—dijo la doctora.
—Sí, pero no podemos saber cuál de los sesenta y tres es.
Hubo un profundo silencio mientras el reloj eléctrico daba nueve
campanadas; y la doctora en sicología robótica dijo:
—Muy extraño...
Las comisuras de sus labios se inclinaron hacia abajo y se volvió hacia
su compañero con un indicio de furor.
—Peter, ¿qué ocurre aquí? ¿Qué clase de robots utilizan en Hyper Base?
El doctor Bogert vaciló y sonrió débilmente.
—Hasta ahora ha sido una cosa de gran discreción, Susan... —dijo.
—Sí, hasta ahora —dijo ella rápidamente—. Si hay sesenta y tres
ejemplares del mismo tipo, uno de los cuales se busca y cuya identidad no puede
ser determinada, ¿por qué no puede servir uno cualquiera de ellos? ¿Qué
significa todo esto? ¿Para qué nos han llamado?
—Si me permite usted un momento —dijo Bogert con aire resignado—, Hyper
Base, Susan, emplea diversos robots cuyos cerebros no tienen impresa toda la
Primera Ley Robótica.
—¿Que no tienen impresa...? —preguntó Susan echándose para atrás—.
Ya... ¿Y cuántos se hicieron?
—Pocos. Fue un pedido del Gobierno y no había manera de violar el
secreto. No tenía que saberlo nadie más que los altos dirigentes. Usted no
estaba incluida, Susan. No era nada con que yo tuviese que ver.
El general interrumpió con gesto autoritario.
—Quisiera aclarar este punto. No sabía que la doctora Calvin no
estuviese al corriente de la situación. No tengo que decirle a usted, doctora
Calvin, que siempre ha habido una fuerte oposición a los robots en el planeta.
La única defensa que el Gobierno ha tenido en este asunto, contra los radicales
fundamentalistas, fue que los robots se construían siempre con una
indestructible Primera Ley, lo cual los imposibilitaba de hacer daño a un ser
humano, fueran cuales fuesen las circunstancias.
»Pero nosotros necesitábamos robots de una naturaleza distinta. Así,
entonces, se prepararon algunos NST-2, o sea Nestors, con la Primera Ley
modificada. Para mantener el secreto, los NST-2 se fabrican sin número de
serie; los ejemplares modificados se entregan aquí junto con un grupo de robots
normales; y, desde luego, todos estamos bajo la estricta prohibición de revelar
las modificaciones a toda persona no autorizada. Todo se ha puesto contra
nosotros, ahora —añadió con una sonrisa embarazada.
—¿Ha preguntado usted a cada uno de ellos quiénes son? —preguntó la
doctora, ceñuda—. ¿Sin duda debe estar autorizado a hacerlo?
—Los sesenta y tres niegan haber trabajado aquí y uno de ellos miente
—asintió el general.
—¿Muestra el que busca usted alguna señal de desgaste? Los demás deben
salir de fábrica..., supongo.
—El robot en cuestión llegó este mismo mes. Este y los dos que acaban
de llegar tenían que ser los últimos que necesitábamos. No puede haber desgaste
perceptible. —Movió pausadamente la cabeza y en sus ojos apareció de nuevo la
preocupación—. Doctora Calvin, no nos atrevemos a dejar zarpar esta nave. Si la
existencia de robots sin Primera Ley llega a ser divulgada...
La conclusión de la frase no podía ofrecer duda alguna.
—Destruya los sesenta y tres —dijo la doctora—, y termine con esto.
—Esto significa destruir treinta mil dólares por robot —dijo Bogert,
torciendo el gesto—. Temo que a la U. S. Robots no le gustaría. Es mejor que
hagamos un esfuerzo primero, Susan, antes de destruir algo.
—En este caso —dijo ella, secamente—, necesito hechos. ¿Qué ventaja obtiene
exactamente la Hyper Base con estos robots modificados? ¿Qué factor los hace
necesarios, general?
Kallner frunció intensamente las arrugas de su frente y se pasó una
mano por ella.
—Los robots precedentes nos han creado complicaciones. Nuestros hombres
trabajan mucho con radiaciones intensas, ¿comprende? Es peligroso, desde luego,
pero se toman precauciones razonables. No ha habido más que dos accidentes
desde que empezamos y ninguno ha sido fatal. Sin embargo, era imposible
explicar esto a un robot ordinario. La Primera Ley declara y se la citaré:
«Ningún robot puede dañar a un ser humano, o por inacción, permitir que un ser
humano sufra daño».
»Esto es elemental, doctora Calvin. Cuando era necesario que uno de
nuestros hombres estuviese expuesto por un corto período de tiempo a un campo
gamma moderado, que no tuviese efectos psicológicos, el robot más cercano se
precipitaba a sacarlo de allí. Si el campo era excesivamente débil, lo
conseguía, y el trabajo quedaba interrumpido hasta que todos los robots eran
retirados. Si el campo era ligeramente más fuerte, el robot no llegaba nunca al
técnico afectado, ya que su cerebro positrónico sucumbía bajo las radiaciones
gamma, y nos encontrábamos privados de un robot caro, y difícilmente
reemplazable.
»Tratamos de discutir con ellos. Su punto de vista era que un ser
humano en un campo gamma exponía su vida, y que nada importaba que pudiese
permanecer en él durante media hora sin peligro. Supongamos, decían, que se
olvidaba y permanecía una hora. No podía correr riesgos. Les hicimos ver que
sólo arriesgaban su vida en una remota posibilidad. Pero el instinto de
conservación es sólo la Tercera Ley Robótica, y la Primera Ley de seguridad
viene primero. Les dimos órdenes; les ordenamos estricta e imperativamente
mantenerse fuera del campo gamma a toda costa. Pero la obediencia es sólo la
Segunda Ley Robótica, y la Primera, la de la seguridad, viene primero. Doctora
Calvin, o teníamos que prescindir de los robots o hacer algo con la Primera
Ley..., y esto es lo que hicimos.
—No puedo creer que encontrasen la posibilidad de suprimir la Primera
Ley —dijo Susan Calvin.
—No fue suprimida, fue modificada. Se construyeron cerebros
positrónicos que poseían sólo el aspecto positivo de la ley, que dice: «Ningún
robot debe dañar a un ser humano». Eso es todo. No tienen la obligación de
evitar que un ser humano sufra daño debido a un factor extraño, como los rayos
gamma. ¿He expuesto la situación claramente, doctor Bogert?
—Muy claramente —asintió éste.
—¿Y es ésta la única diferencia entre sus robots y el modelo NST-2
ordinario, Peter? ¿La única diferencia?
—La única diferencia, Susan.
—Ahora me voy a dormir —dijo la doctora, levantándose y hablando en
tono decidido—, y dentro de ocho horas quiero hablar con el que vio el robot
por última vez. Y a partir de ahora, general Kallner, si tengo que asumir
alguna responsabilidad de los acontecimientos, necesito pleno control de esta
investigación, sin que se me hagan preguntas.
Susan Calvin, aparte de dos horas de profundo cansancio, no experimentó
nada parecido al sueño. A las 7, hora local, llamó a la puerta del doctor
Bogert y lo encontró despierto también. Por lo visto se había tomado la
molestia de traerse una bata a Hyper Base, porque estaba sentado y vestido con
ella. Al entrar la doctora, dejó al lado las tijeras de las uñas.
—La esperaba a usted, en cierto modo. Supongo que todo esto le da asco.
—Sí.
—Lo siento. No hubo manera de evitarlo. Cuando vino la llamada de Hyper
Base supuse en el acto que había ocurrido algo con el robot modificado. Pero,
¿qué podíamos hacer? No podía explicarle a usted lo ocurrido durante el viaje
como hubiera querido porque tenía que estar seguro primero. El asunto de la
modificación es un riguroso secreto.
—Hubiera debido decírmelo —murmuró la doctora—. U. S. Robots no tenía
derecho a modificar de esta forma los cerebros positrónicos sin la aprobación
del departamento de Sicología.
—Sea usted razonable, Susan —dijo Bogert, enarcando las cejas y
suspirando—. No podía usted influir en ellos. En este asunto, el Gobierno
estaba obligado a seguir su camino. Necesitan la Zona Hiperatómica y los
físicos del éter quieren robots que no les creen obstáculos. Tenían que
conseguirlo, aunque ello representase quebrantar la Primera Ley, Tuvimos que
convenir en que, desde el punto de vista de su construcción, la cosa era
posible y juraron por todos los dioses que sólo necesitaban doce, que sólo se
emplearían en Hyper Base, que serían destruidos una vez perfeccionada la Zona,
y que se tomarían toda clase de precauciones. E insistieron en el secreto...,
ésta es la situación.
—Yo hubiera dimitido —murmuró Susan entre dientes.
—No hubiera servido de nada. El Gobierno ofrecía una fortuna a la
Compañía y la amenazaba con una legislación antirrobótica en caso de negativa.
Estábamos en mala postura, entonces, pero ahora estamos peor. Si esto se
divulga, puede causar un perjuicio a Kallner y al Gobierno, pero causará un
perjuicio mucho mayor a la U. S. Robots.
—Peter —dijo la doctora, mirándolo—: ¿No se da usted cuenta de lo que
todo esto significa? ¿No comprende usted la importancia de la supresión de la
Primera Ley? No se trata solamente de una cuestión de secreto...
—Sé lo que significaría la supresión. No soy ningún chiquillo.
Significaría una inestabilidad completa, sin soluciones no-imaginarias de las
ecuaciones de campo positrónico.
—Matemáticamente, sí. Pero tradúzcalo usted a la cruda idea
psicológica. Toda la vida normal, Peter, consciente o no, se resiste al
dominio. Si el dominio es por parte de un inferior, o de un supuesto inferior,
el resentimiento se hace más fuerte. Físicamente, y hasta cierto punto
mentalmente, un robot, cualquier robot, es superior a un ser humano. ¿Qué lo
hace esclavo, entonces? ¡Sólo la Primera Ley! Porque sin ella, la primera orden
que daría usted a un robot le costaría la vida. ¿Qué le parece?
—Susan —dijo Bogert en tono de complacida simpatía—, tengo que
reconocer que este complejo Frankenstein del que está usted dando pruebas tiene
una cierta justificación, por consiguiente la Primera Ley está en el primer
lugar. Pero la Ley, lo repito una y otra vez, no ha sido suprimida, sino sólo
modificada.
—¿Y dónde me deja usted la estabilidad del cerebro?
—Disminuida, desde luego —dijo el matemático avanzando los labios—.
Pero sin rebasar las fronteras de la seguridad. Los primeros Nestors fueron
entregados a Hyper Base hace nueve meses, y jamás ha ocurrido nada hasta ahora,
y aun esto sólo representa el temor de ser descubiertos, pero no un peligro
para los humanos.
—Bien, entonces; veremos qué sale de la conferencia de esta mañana.
Bogert la acompañó cortésmente hasta la puerta e hizo una mueca una vez
que ella se hubo marchado. No veía razón alguna para cambiar de opinión sobre
ella. Siempre la había considerado una impaciente..., y un desengaño. Bogert,
por su parte, no entraba para nada en los pensamientos de Susan. Hacía ya años
que lo había clasificado como un presuntuoso y un fracasado.
Gerald Black se había graduado en Física etérea el año anterior y, como
toda su generación de físicos, se encontró metido en el problema de la Zona. En
la actualidad aportaba su colaboración a la atmósfera general de las reuniones
de Hyper Base. Con su blusa blanca manchada se sentía medio rebelde y
totalmente incierto. Sus fuerzas acumuladas parecían querer descanso y sus
dedos, retorciéndose con gestos nerviosos, hubieran sido capaces de torcer una
barra de hierro.
El general Kallner estaba sentado a su lado y los dos enviados de la U.
S. Robots les hacían frente.
—Me dicen que fui el último en ver el Nestor 10 antes que desapareciese
—dijo Black—. Supongo que quieren ustedes interrogarme sobre esto...
—Parece que no está usted muy seguro de ello, señor Black —dijo Susan,
mirándolo con interés—. ¿No sabe usted si fue el último en verle o no?
—Trabajaba conmigo en los generadores de campo, doctora, y estaba
conmigo la mañana de su desaparición. Ignoro si alguien lo vio después de
mediodía. Nadie asegura haberlo visto.
—¿Cree usted que hay alguien que miente?
—No digo tal cosa. Pero no quiero asumir esa responsabilidad.
—No es cuestión de responsabilidad. El robot actuó como lo hizo a causa
de lo que es. Trataremos únicamente de localizarlo, señor Black, y vamos a
dejar todo lo demás aparte. Ahora bien, si ha trabajado con el robot,
probablemente lo conoce mejor que nadie. ¿Observó usted en él algo anormal?
¿Había trabajado ya con otros robots?
—Había trabajado con los otros robots que tenemos aquí, los sencillos.
No hay ninguna diferencia con los Nestors, salvo que son mucho más
inteligentes..., y más molestos.
—¿Molestos? ¿En qué sentido?
—Pues..., quizá no es culpa suya. El trabajo aquí es duro y la mayoría
de nosotros estamos cansados. Andar rondando por el hiperespacio no es muy
divertido. Corremos continuamente el riesgo de hacer un agujero en la contextura
normal del espacio-tiempo y salirnos del universo, con asteroide y todo.
¿Gracioso, verdad? —añadió sonriendo como si gozase con la confesión—.
Naturalmente, uno está agotado, algunas veces. Pero estos Nestors, no. Son
curiosos, tienen calma, no se preocupan. Hay para volverle a uno loco. Cuando
uno quiere algo hecho a toda prisa, parece que necesitan más tiempo. Algunas
veces prescindiría de ellos.
—¿Dice que necesitan más tiempo? ¿Se han negado alguna vez a cumplir
una orden?
—¡Oh, no! —exclamó Black apresuradamente—. La cumplen, desde luego.
Pero cuando creen que nos equivocamos, lo dicen. No saben del asunto más de lo
que les decimos, pero eso no los detiene. Quizá sea imaginación mía, pero los
otros tienen las mismas preocupaciones con Nestor.
—¿Cómo no ha llegado nunca hasta mí una queja en ese sentido? —preguntó
el general Kallner, carraspeando ostensiblemente.
—En realidad, no queríamos trabajar sin robots, general —dijo el joven
físico, sonrojándose—, y además, no estábamos muy seguros de si estas quejas
menores..., serían bien recibidas.
—¿Ocurrió algo de particular la mañana que lo vio por última vez?
—interrumpió Bogert suavemente.
Hubo un silencio. Con un rápido gesto, Susan atajó el comentario que
estaba a punto de hacer Kallner.
—Tuve una leve discusión con él —respondió Black malhumorado—. Aquella
mañana yo había roto un tubo Kimball, lo que me representaba cinco días de
trabajo; iba atrasado en mi horario, hacía dos semanas que no había recibido
correo de la Tierra..., ¡y se me acerca con el deseo de repetir un experimento
que había abandonado hacía un mes! Me estaba molestando siempre con lo mismo y
estaba harto de ello. Le dije que se marchase y no he vuelto a verlo más.
—¿Le dijo usted que se marchase? —preguntó Susan con vivo interés—.
¿Con qué palabras exactamente? ¿Le dijo usted: «¡Márchate!»? Trate de recordar
exactamente sus palabras.
A juzgar por las apariencias, en el interior de Black se mantenía una
lucha. El físico tenía la frente apoyada en la mano, haciendo un esfuerzo de
memoria. Finalmente, la apartó y dijo:
—Le dije: «¡Vete a pasear!».
—¿Y se fue, oh? —preguntó Bogert, riéndose.
Pero Susan Calvin no había terminado. En tono de halago, prosiguió:
—Ahora empezamos a ir a algún sitio, señor Black. Pero los detalles exactos
tienen importancia. Para interpretar los actos de un robot, una palabra, un
gesto, una entonación pueden serlo todo. Pudo usted no haber dicho solamente
estas tres palabras, por ejemplo, ¿no es verdad? Según su misma confesión,
aquel día estaba usted malhumorado. Quizá dio usted fuerza a su frase con
otras...
—Pues... —dijo el joven físico sonrojándose—, quizá lo llamase...,
algunas otras cosas.
—Exactamente, ¿qué cosas?
—¡Oh, no podría recordarlas exactamente! Además, no podría repetirlas.
Ya sabe lo que pasa cuando uno se excita... —Se echó a reír un poco
embarazado—. Tengo cierta tendencia al lenguaje violento...
—Muy bien —dijo ella, con firme severidad—. En este momento no soy más
que una profesora de sicología. Quisiera que me repitiese usted lo que le dijo,
tan exactamente como sea capaz, y, más importante todavía, en el tono exacto de
voz que empleó.
Black, miró a su jefe en busca de apoyo, pero no lo encontró.
—¡Pero..., eso es imposible!... —exclamó, abriendo los ojos,
suplicante.
—Tiene usted que hacerlo.
—Imagine que se dirige a mí —dijo Bogert con humorismo—. Quizá le sea
más fácil.
El rostro escarlata del muchacho se volvió hacia Bogert.
—Lo llamé... —trató de decir tragando saliva, pero su voz se perdió.
Hizo una nueva prueba—. Lo llamé...
Hizo una fuerte aspiración y lanzó una retahíla incomprensible de
incoherentes sílabas. Cuando se detuvo, terminó casi llorando.
—... más o menos, no recuerdo el orden exacto de lo que le llamé; quizá
olvido o añado algo, pero más o menos fue esto.
Sólo un leve rubor delató las emociones de la doctora.
—Comprendo el significado de la mayoría de estas palabras. El resto de
ellas, imagino, deben tener un valor igualmente ofensivo.
—Eso temo —dijo el atormentado Black.
—¿Y entre ellos, le dijo usted que se fuese a pasear?
—Lo decía en sentido puramente figurado.
—Me doy cuenta. Tengo la seguridad que no se tomará ninguna medida
disciplinaria. —Y al interpretar su mirada, el general, que cinco segundos
antes no hubiera estado tan seguro de ello, asintió malhumorado.
—Puede usted retirarse, señor Black. Y gracias por su cooperación.
Susan Calvin necesitó cinco horas para interrogar los sesenta y tres
robots. Fueron cinco horas de repeticiones, de insistir, robot tras robot, en
la pregunta A, B, C, D; de escuchar la respuesta A, B, C, D; de emplear suaves
expresiones, un tono cautelosamente neutral, una atmósfera amistosa; y de hacer
funcionar un magnetófono escondido.
Cuando terminó, estaba exhausta. Bogert la esperaba y miró con
expectación la cinta grabada cuando ella la arrojó sobre el plástico de la
mesa. Susan movió la cabeza.
—Los sesenta y tres me parecen iguales. No podría decir...
—Es imposible captarlo al oído, Susan —dijo él—. Vamos a analizar la
grabación.
De ordinario, la interpretación matemática de las reacciones verbales
de los robots es una de las ramas más intrincadas del análisis robótico.
Requiere un equipo de técnicos bien entrenados y el empleo de máquinas
calculadoras muy complicadas. Bogert lo sabía. Bogert lo dijo así después de
haber escuchado con disimulado aburrimiento la serie de respuestas, hizo una
lista de las entonaciones de ciertas palabras y gráficos de los intervalos
entre preguntas y respuestas.
—No veo presente ninguna anomalía, Susan. Las variaciones de entonación
y las reacciones cronométricas son del tipo de frecuencia normal. Necesitamos
métodos más sagaces. Aquí debe haber calculadoras... No... —Se interrumpió
frunciendo el ceño y contemplando la uña del pulgar—. No podemos emplear
computadores. Hay demasiado peligro de filtración. O quizá sí...
Susan lo detuvo con un gesto de impaciencia.
—Por favor, Peter. Esto no es uno de sus insignificantes problemas de
laboratorio. Si no podemos identificar el Nestor modificado gracias a alguna
diferencia visible a simple vista, una que no ofrezca duda posible, es que no
estamos de suerte. El peligro de equivocarse y dejarlo escapar es por otra
parte demasiado grande. No es suficiente observar una minúscula irregularidad
en una gráfica. Le diré una cosa: si esto es todo lo que tengo para seguir
adelante, preferiría destruirlos a todos sólo para estar segura. ¿Ha hablado
usted con los otros Nestors modificados?
—Sí, y no tienen ningún defecto —dijo secamente Bogert—. Si algo hay en
que estén por encima de lo normal, es en amabilidad. Han contestado a mis
preguntas, demostrando orgullo de sus conocimientos, salvo los dos últimos, que
no han tenido todavía tiempo de aprender la física etérea. Se rieron a gussto
de mi ignorancia sobre algunas de las especializaciones de aquí. Supongo que
esto forma parte de la base de su resentimiento contra ellos por parte de los
técnicos de aquí. Los robots temen quizá una excesiva afición a impresionarnos
con sus superiores conocimientos.
—¿Puede usted probar algunas reacciones planas para ver si se ha
producido algún cambio en una composición mental desde su manufactura?
—No lo he hecho todavía, pero lo haré. —Apuntó a Susan con su dedo
afilado—. Está usted perdiendo la calma, Susan. No veo qué es lo que dramatiza.
Son esencialmente inofensivos.
—¿Sí? —saltó Susan con fuego—. ¿Está usted seguro? ¿Se da usted cuenta
que uno de ellos está mintiendo? Uno de los sesenta y tres robots que acabo de
interrogar me ha mentido deliberadamente después de mi imperativa orden de
decir la verdad. Esta anormalidad es terriblemente profunda y horriblemente
aterradora.
Bogert sintió que sus dientes castañeteaban.
—No —dijo—. ¡Mire! Nestor 10 recibe orden de irse a pasear. Esta orden
le fue expresada con la máxima urgencia por la persona de mayor autoridad para
dársela. No se puede desobedecer esta orden ni por una urgencia superior ni por
una superior autoridad. Naturalmente, el robot tratará de evitar ejecutar la
orden. En el fondo, objetivamente, admiro su ingenio. ¿Cómo puede un robot
«irse a pasear» o «perderse de vista» mejor que mezclándose con un grupo de
robots similares a él?
—Sí, sería usted capaz de admirarlo. He leído un cierto humorismo en
sus ojos. Peter, un cierto humorismo y una sorprendente falta de comprensión.
¿Es usted un técnico en robótica, Peter? Estos robots dan importancia a todo lo
que consideran superioridad. Usted misino acaba de decirlo. Subconscientemente,
consideran a los humanos inferiores a ellos e injusta la Primera Ley que nos
protege. Y ahora nos encontramos ante un hombre joven que envía a un robot «a
pasear», con todas las apariencias verbales de desprecio, repugnancia y
dominación. De acuerdo, el robot tiene que cumplir las órdenes, pero
subconscientemente, está resentido. Para él adquiere una importancia todavía
más trascendental demostrar que es superior, pese a la serie de epítetos que se
le han dirigido. Puede llegar a ser tan importante, que lo que queda de la
Primera Ley no sea suficiente.
—¿Cómo quiere que en la Tierra, o en cualquier otro sitio del Sistema
Solar, un robot sepa el significado de las duras palabras pronunciadas contra
él? La obscenidad no es una de las cosas que se han impreso en su cerebro.
—La impresión original no lo es todo —dijo Susan con cierta mofa—. Los
robots tienen cierta capacidad para aprender. ¡No sea usted tonto, hombre!
—Bogert sabía que había perdido completamente la calma—. ¿No comprende que por
el tono empleado pudo darse cuenta que las palabras no eran de alabanza?
—añadió precipitadamente—. ¿No cree que pudo haber oído ya estas palabras en
otras ocasiones y comprendido cuál es su sentido.
—Bien, en este caso, tenga la bondad de decirme en qué forma un robot
modificado puede dañar a un ser humano, por muy ofendido que esté, y por muy
profundo que sea su deseo de demostrar su superioridad.
—¿Si le digo cómo, estará usted tranquilo?
—Sí.
Ambos estaban apoyados en la mesa, mirándose con mutuo rencor.
—Si un robot modificado dejase caer un gran peso sobre un ser humano,
no infringiría la Primera Ley si lo hacía sabiendo que su fuerza y sus
reacciones le permitirían apartar el peso en su caída antes que hiriese al
hombre. Sin embargo, una vez soltado el peso, no sería ya él el medio activo.
Sería la ciega fuerza de gravedad. El robot podría entonces cambiar de manera
de pensar y dejar que el peso llegase al hombre. La modificación de la Primera
Ley se lo permite.
—Esto requiere un horrible esfuerzo de imaginación.
—Es lo que mi profesión exige algunas veces. Peter, no nos peleemos,
vamos a trabajar. Conoce usted exactamente la naturaleza de los estímulos que
han hecho que el robot se «fuese a pasear». Tiene usted los planos originales
de la adaptación mental. Quiero que me diga usted hasta qué punto es posible a
nuestro robot hacer lo que acabo de indicarle. No me refiero a este ejemplo específico,
fíjese bien, sino a esta clase de reacciones. ¡Y quiero que me lo diga pronto!
—Entretanto, tendremos que hacer pruebas de reacción a la Primera Ley.
Gerald Black, a petición propia, estaba examinando los enmohecidos
tabiques de madera que formaban círculo bajo el abovedado techo del tercer piso
del edificio de Radiación 2. Los obreros trabajaban en su mayoría silenciosos.
Uno de ellos se sentó junto a Black, se quitó el sombrero, y se secó pensativo
la frente pecosa.
—¿Cómo va esto, Walenski? —preguntó Black haciéndole una señal.
—Suave como la manteca —respondió Walenski encendiendo un pitillo—.
¿Qué pasa, sin embargo, doctor? Primero estamos tres días sin trabajo y ahora
tenemos todo este lío... —Se echó atrás apoyándose en el codo y echó una bocanada
de humo.
—Han venido dos robots más de la Tierra —dijo Black juntando las
cejas—. ¿Recuerda las perturbaciones que tuvimos con los robots al penetrar en
los campos gamma, antes que les metiésemos en el cráneo que no tenían que
hacerlo?
—Sí. ¿No venían unos nuevos robots?
—Hemos reemplazado algunos, pero principalmente era una cuestión de
adoctrinarlos. De todos modos, los que los hacen quieren crear unos robots que
no queden tan fuertemente afectados por los rayos gamma.
—Parece extraño, de todos modos, parar todo el trabajo por este asunto
de los robots. Creía que nada podía detener la creación de la Zona...
—Eso es la gente de arriba quien tiene que decirlo. Yo..., no hago más
qué lo que me dicen. Probablemente todo es una cuestión de infl...
—Sí —interrumpió el electricista con una sonrisa y guiñando el ojo—.
Siempre hay quien tiene amigos en Washington... Pero mientras mi paga llegue
puntualmente, no me preocupo. La cuestión de la Zona no es asunto mío. ¿Qué van
a hacer aquí?
—¿Me lo pregunta? Han traído unos robots..., más de sesenta, y van a
medir sus reacciones. Eso es todo lo que sé.
—¿Cuánto tiempo se necesitará?
—Me gustaría saberlo.
—Bien... —dijo Walenski en tono de sarcasmo—. Con tal que me paguen
bien, por mí pueden jugar tanto como quieran.
Un hombre estaba sentado en una silla, inmóvil, silencioso. Un peso
caía por el aire, sobre él; después, en el último momento, se apartó a un lado,
bajo el sincronizado empuje de un súbito rayo de fuerza. En sesenta y tres
celdas de madera, sesenta y tres robots NST-2 se lanzaron simultáneamente
adelante en aquel preciso segundo, antes que el peso alcanzase al hombre y
sesenta y tres fotocélulas instaladas a cinco pies de su posición original,
accionaron la punta marcadora e hicieron una pequeña señal en el papel. El peso
caía y se elevaba, caía y se elevaba, caía y...
¡Diez veces!
Diez veces los robots saltaron adelante y se detuvieron, mientras el
hombre permanecía tranquilamente sentado.
El general Kallner no había vuelto a ponerse su esplendoroso uniforme
desde la primera comida dada a los representantes de la U. S. Robots. Entonces,
en mangas de camisa, llevaba el cuello abierto y el nudo de la corbata flojo.
Miró esperanzado a Bogert, que seguía impecablemente vestido y cuyas
emociones interiores eran sólo delatadas por un ligero sudor en la frente.
—¿Qué le parece? —preguntó el general—. ¿Qué está usted tratando de
ver?
—Una diferencia que puede resultar demasiado sutil para nuestros
propósitos —respondió Bogert—. Para sesenta y dos de estos robots la necesidad
de saltar hacia el ser humano en peligro aparente ha sido lo que llamamos, en
lenguaje robótico, una reacción forzosa. Comprenda usted, incluso cuando el
robot sabe que al ser humano en cuestión no le ocurrirá nada, y tiene que saberlo
después de la tercera o cuarta vez, no puede evitar reaccionar como lo ha
hecho. La Primera Ley lo exige.
—¡Bien, y qué!
—Pero el robot sesenta y tres, este Nestor modificado, no tiene tal
compulsión. Está bajo una acción libre. Si hubiese querido, hubiera podido
continuar en su sitio. «Desgraciadamente» —añadió con un tono de lamento en la
palabra—, no ha sido éste su deseo.
—¿Supone usted el porqué?
—Supongo —dijo Bogert encogiéndose de hombros—, que la doctora Calvin
nos lo dirá cuando venga. Probablemente con una interpretación horriblemente
pesimista, además. Algunas veces es un poco molesta.
—¿Está calificada, verdad? —preguntó el general con cierta inquietud.
—Sí —dijo Bogert—. Está calificada. Entiende en robots como si fuesen
sus hermanos. Quizá sea la consecuencia de odiar a los seres humanos con la
misma intensidad. En todo caso, psicóloga o no, es sumamente neurótica. Tiene
tendencias paranoicas. No la tome demasiado en serio.
Extendió delante de él un largo rollo de gráficas llenas de líneas quebradas.
—Vea, general, en el caso de cada robot, el lapso entre la caída del
peso y el salto de un metro y medio hacia adelante tiende a disminuir a medida
que la prueba se repite. Hay una relación matemáticamente definida que gobierna
estas cosas y el no conformarse a ello indicaría una marcada anormalidad en el
cerebro positrónico. Desgraciadamente, aquí todos parecen normales.
—Pero si nuestro Nestor 10 no responde obedeciendo a una fuerza
obligatoria, ¿por qué su curva no es diferente? No lo entiendo.
—Es muy sencillo. Las reacciones robóticas no son perfectamente
análogas a las humanas, ese es el problema. En los seres humanos, la acción
voluntaria es más lenta que el reflejo. Pero con los robots no es éste el caso;
es una simple cuestión de libertad de elección; por lo demás, la rapidez de la
acción forzosa y la libre es la misma. Lo que yo había esperado era que Nestor
10 fuese pillado de sorpresa la primera vez y dejase transcurrir un intervalo
demasiado grande antes de responder.
—¿Y no fue así?
—Temo que no.
—Entonces, no hemos llegado a ninguna parte —dijo el general, echándose
atrás con expresión contrariada—. Hace ya cinco días que están ustedes aquí...
En aquel momento entró Susan Calvin y volvió a cerrar la puerta con un
fuerte golpe.
—Retire sus gráficas de aquí, Peter. Ya sabe usted que no demuestran
nada.
Murmuró algo con impaciencia al ver que el general se levantaba para
saludarla y prosiguió:
—Vamos a tener que intentar algo más urgente. No me gusta todo lo que
ocurre.
—¿Pasa algo? —preguntó Bogert, cambiando una mirada con el general.
—¿Específicamente? ¡No! Pero no me gusta que Nestor 10 siga
eludiéndonos. Es un mal asunto. Debe halagar su vanidoso sentido de
superioridad. Mucho me temo que su complejo no sea ya simplemente el de obedecer
órdenes. Me parece que se está convirtiendo en una aguda necesidad neurótica,
para él, ir más allá que los humanos. Es una situación malsana y peligrosa.
Peter, ¿hizo usted lo que le pedí? ¿Ha establecido los factores inestables del
NST-2 modificado siguiendo las línea que le pedí?
—Está en marcha —respondió el matemático sin interés.
Susan lo miró durante un momento con rencor y se volvió hacia el
general.
—Nestor 10 se ha dado cuenta, desde luego, de lo que estamos haciendo,
general. No tiene necesidad alguna de morder el cebo en este experimento,
especialmente después de la primera vez, cuando tiene que haber visto que el
sujeto no corre peligro. Los otros no podían abstenerse; pero él está fingiendo
deliberadamente la reacción.
—¿Y qué cree usted que debemos hacer, doctora Calvin?
—Imposibilitarle, falsificar su reacción la próxima vez. Repetiremos el
experimento, pero con una modificación. Estableceremos unos cables de alta
tensión entre los robots y el sujeto, capaces de electrocutar los modelos
Nestor en cantidad suficiente para que no puedan saltar por encima de ellos; el
robot se dará cuenta del hecho que tocar los cables significa la muerte.
—¡Alto! —exclamó súbitamente Bogert, indignado—. No vamos a
electrocutar dos millones de dólares de robots para localizar a Nestor 10. Hay
otros medios.
—¿Está usted seguro? No hemos encontrado ninguno. De todos modos, no se
trata de electrocución. Podemos aplicar un contacto que cortará la corriente en
el momento de soltar el peso. Si el robot pisa los cables, no será
electrocutado. Pero el robot no lo sabrá.
—¿Saldrá bien esto? —dijo el general con un brillo de esperanza en los
ojos.
—Creo que sí. En estas condiciones, Nestor 10 tiene que permanecer en
su silla. Puede recibir la orden de tocar los cables y morir, porque la Segunda
Ley de obediencia es anterior a la Tercera Ley de autoconservación; pero esta
orden no la recibirá, será simplemente dejado a su propio impulso, como todos
los demás robots. En el caso de los robots normales, la Primera Ley de la
seguridad humana los llevará a la muerte aun sin haber recibido orden expresa.
Pero en el caso de nuestro Nestor 10, no. Sin la Primera Ley completa, y sin
haber recibido órdenes específicas, la Tercera Ley, la de autoconservación,
será la más fuerte y no tendrá más remedio que permanecer en su sitio. Será una
acción forzosa.
—¿Lo hacemos esta noche, entonces?
—Esta noche —dijo la doctora en sicología— si los cables pueden
tenderse a tiempo. Voy a explicar a los robots lo que vamos a hacer.
Un hombre estaba sentado en una silla, inmóvil, silencioso. Un peso
caía sobre él, rápido; después, en el último momento, se apartó a un lado bajo
el sincronizado empuje de un súbito rayo de energía.
Sólo una vez...
Y desde su silla plegable de la cabina de observación, la doctora Susan
Calvin se levantó de un salto, abriendo la boca horrorizada.
Sesenta y tres robots permanecían sentados inmóviles en sus sillas,
clavando los ojos con seriedad en el hombre en peligro que tenían ante ellos.
Ni uno de ellos se movió.
La doctora Calvin estaba furiosa hasta casi lo insoportable. Tanto más
furiosa, por no atreverse a demostrarlo delante de los robots, que iban
entrando y saliendo uno a uno de la habitación. Comprobó la lista. Ahora tenía
que entrar el Veintiocho. Faltaban todavía treinta y cinco.
Entró el número Veintiocho, receloso.
—¿Cómo te llamas? —preguntó Susan, tratando de conservar la calma.
Con una voz apagada e incierta, el robot contestó:
—No he recibido nombre todavía. Soy un NST-2 y ocupaba el número
veintiocho en la hilera. Tengo aquí una tira de papel que voy a darle.
—¿Has estado ya aquí alguna otra vez?
—No.
—Siéntate. Vas a contestar a algunas preguntas, número Veintiocho.
¿Estabas en la Sala de Radiaciones del Edificio Dos hace unas cuatro horas?
El robot tuvo dificultad en contestar; finalmente lo hizo con un
ronquido, como de una maquinaria que necesitase aceite.
—Sí, doctora.
—Había allí un hombre que estaba casi en peligro de sufrir daño, ¿no?
—Sí, doctora.
—Y tú no hiciste nada, ¿verdad?
—No, doctora.
—A aquel hombre pudo ocurrirle daño por causa de tu inacción. ¿Sabes
esto, verdad?
—Sí, doctora. No pude evitarlo, doctora. —Es difícil imaginar una
voluminosa figura metálica sin expresión gimiendo, pero casi lo consiguió.
—Quiero que me digas exactamente por qué no hiciste nada por salvarlo.
—Quiero explicárselo, doctora. No quiero que creas..., que nadie,
crea... que soy capaz de causar daño a un ser humano. ¡Oh, no, esto sería
horrible..., e inconcebible!
—¡Por favor, no te excites, muchacho! No te censuro nada. Quiero
solamente que me digas qué pensabas en aquel momento.
—Doctora, antes que todo aquello ocurriese, nos dijiste que uno de los
humanos estaría en peligro por aquel peso que se caía y que tendríamos que
cruzar unos cables eléctricos si queríamos intentar salvarlo. Bien, esto no me
hubiera detenido. ¿Qué es mi destrucción comparada con la seguridad de un
humano? Pero..., se me ocurrió que si yo moría al ir a salvarlo, estaría muerto
sin objeto alguno y quizá algún día otro humano podría sufrir un daño que no
hubiera sufrido si yo hubiese estado todavía con vida. ¿Me entiendes, doctora?
—¿Quieres decir que era una simple elección entre la muerte del humano
solo o la muerte de los dos?
—Eso es. Era imposible salvar al humano. Podía considerársele muerto.
En este caso era inconcebible que yo corriese a la muerte..., sin haber
recibido órdenes.
La doctora en sicología sacó un lápiz. Había oído la misma historia con
insignificantes variaciones veintisiete veces ya. La pregunta crucial venía
ahora.
—Oye —dijo—, tu punto de vista tiene sus razones, pero no es lo que yo
hubiera creído que eras capaz de pensar. ¿Se te ocurrió a ti?
—No —dijo el robot después de haber vacilado.
—¿A quién se le ocurrió, entonces?
—Anoche estábamos hablando y uno de nosotros tuvo esta idea, y nos
pareció a todos razonable.
—¿A cuál?
El robot quedó sumido en profunda reflexión.
—No lo sé. Uno de nosotros.
—Nada más —dijo Susan con un suspiro.
El robot siguiente era el Veintinueve. Después vinieron treinta y
cuatro más.
También el general Kallner estaba enojado. Durante una semana entera
toda la Hyper Base había estado inmovilizada, a excepción de algún trabajo de
papeleo sobre los asteroides subsidiarios del grupo. Y entonces los
representantes, o por lo menos la mujer, hacían proposiciones inaceptables.
Afortunadamente para la situación general, Kallner juzgaba imposible
poner de manifiesto abiertamente su cólera.
—¿Por qué no, general? —insistía Susan Calvin—. Es evidente que la
actual situación es desgraciada. La única forma como podemos encontrar algún
resultado en el futuro, o en lo que nos quede de futuro en este asunto, es
separar los robots. No podemos conservarlos juntos por más tiempo.
—Mi querida doctora Calvin —gruñó el general con una voz que había
alcanzado los registros bajos de un barítono—, no veo cómo alojar separadamente
sesenta y tres robots en este sitio..
—Entonces no puedo hacer nada —interrumpió Susan levantando los brazos
en un gesto de desesperación—. Nestor 10 imitará lo que hagan los demás robots
o inducirá a los demás a no hacer lo que no puede hacer él. Y en ambos casos,
es un mal asunto. Estamos en pugna con el condenado robot desaparecido y por
ahora nos gana. Cada victoria suya agrava la anormalidad.
Se puso en pie con rígida determinación.
—General Kallner, si no puede separar los sesenta y tres robots como le
pido, me veo obligada a pedirle que los sesenta y tres sean destruidos
inmediatamente.
—¿Lo pide usted, verdad? —preguntó Bogert interviniendo súbitamente con
rabia—. ¿Y quién le da a usted derecho a pedir semejante cosa? Estos robots
permanecerán como están. Soy yo el responsable de ellos, no usted.
—Y yo —añadió el general Kallner— soy el responsable del Coordinador
del Mundo..., y tengo que solucionar esto.
—En tal caso —saltó en el acto Susan Calvin— no me queda otro camino
que dimitir. Si es necesario para forzarle a usted a la indispensable
destrucción, daré publicidad al asunto. No fui yo quien dio su aprobación a la
manufactura de los robots modificados.
—Una palabra más que viole las medidas de seguridad, doctora Calvin
—dijo el general pausadamente—, y será usted inmediatamente detenida.
Bogert sentía que el asunto se le escapaba de las manos. Su voz se hizo
melosa.
—Vamos, vamos, estamos portándonos como unos chiquillos. No es más que
cuestión de tiempo. Tiene que haber, con toda seguridad, un medio de vencer un
robot sin dimitir, encarcelar a nadie ni destruir dos millones.
La doctora en sicología se volvió hacia él con rabia contenida.
—No quiero que existan robots descompensados. Tenemos un Nestor que
está positivamente descompensado, once que lo están potencialmente y sesenta y
dos normales que empiezan a estar sujetos a un ambiente descompensado. El único
medio de seguridad absoluta es su destrucción.
El zumbido de llamada se dejó oír en la puerta y los tres se callaron,
helando la creciente violencia de la discusión.
—¡Adelante! —gruñó Kallner.
Era Gerald Black, al parecer turbado. Había oído voces encolerizadas.
—He creído mi deber venir... —dijo—; hubiera considerado indiscreto
hablar de ello con nadie...
—¿Qué ocurre? No haga discursos...
—Alguien ha tocado las cerraduras del Compartimiento C de la nave
mercante. Hay rasguños recientes en ellas.
—¿El Compartimiento C? —exclamó Susan rápidamente—. ¿Es el que encierra
los robots, no? ¿Quién ha sido?
—Desde dentro —dijo Black lacónicamente.
—La cerradura no está estropeada, ¿verdad?
—No, está bien. He estado cuatro días observando la nave y nadie ha
tratado de salir de ella. Pero he creído que debían saberlo ustedes y no quería
divulgar la noticia. Me he dado cuenta de la cosa personalmente.
—¿Hay alguien allí, ahora?
—He dejado a Robins y McAdams vigilando.
Hubo un silencio meditativo y la doctora dijo irónicamente:
—¿Y bien...?
—¿Qué significa todo esto? —preguntó el general rascándose la nariz.
—¿No está claro? Nestor 10 está proyectando marcharse. La orden de
«irse a pasear» lo domina anormalmente por encima de todo cuanto podamos hacer.
No me sorprendería que lo que le dejaron de la Primera Ley no fuese
suficientemente fuerte para vencerlo. Es perfectamente capaz de apoderarse de
la nave y fugarse en ella. Entonces tendremos a un robot loco en una nave
espacial. ¿Qué sucederá después? ¿Tiene alguna idea? ¿Sigue usted queriéndolos
dejar tranquilos, general?
—Es absurdo —interrumpió Bogert, que había recobrado su suavidad—. Todo
esto por algunos rasguños en una cerradura...
—¿Ha completado usted el análisis que le pedí, doctor Bogert, puesto
que da usted su opinión?
—Sí.
—¿Puedo verlo?
—No.
—¿Por qué no? ¿O tengo que pedir esto por favor también?
—Porque seria inútil, Susan. Le dije a usted por adelantado que estos
robots modificados son menos estables que los normales, y mi análisis lo
demuestra. Hay un número muy pequeño de probabilidades de colapso en
circunstancias extremas, que es muy improbable que se produzcan. Dejémoslo en
eso. No voy a darle a usted municiones para su absurda pretensión de destruir
sesenta y tres robots perfectos, sólo porque carece usted de facultades para
descubrir el Nestor 10 entre ellos.
Susan Calvin lo miró fijamente, con el desprecio pintado en sus ojos.
—¿No omite usted un solo detalle en su eterna dictadura, verdad?
—Por favor —suplicó Kallner irritado—. ¿Insiste usted en que no es
posible hacer nada más?
—No se me ocurre nada más, general —respondió la doctora—. Si hubiese
alguna otra diferencia entre Nestor 10 y los robots normales, diferencias que
no afectasen a la Primera Ley... Aunque fuese una sola diferencia. En
envoltorio, contenido, especificaciones... —Súbitamente se detuvo.
—¿Qué pasa?
—Se me ha ocurrido algo... Pienso... —Su mirada se hizo distante y
vaga—. Estos Nestors modificados, Peter..., ¿recibieron la misma forma de
impresión que los normales, verdad?
—Exactamente la misma.
—Y..., ¿qué es lo que decía usted, señor Black? —dijo volviéndose hacia
el joven doctor que en medio de la tormenta que habían desencadenado sus
noticias guardaba un discreto silencio—. Una vez, al quejarse de la actitud de
superioridad de Nestor, dijo usted que los técnicos le habían enseñado todo lo
que sabían.
—Sí, en Física etérea. No estaban al corriente de este tema cuando
llegaron aquí.
—Esto es verdad —dijo Bogert, sorprendido—. Ya le dije a usted, Susan,
que cuando hablé con los otros Nestors, los dos recién llegados no habían
aprendido todavía Física etérea.
—¿Y por qué ocurre esto? —preguntó Susan Calvin con creciente
excitación—. ¿Por qué no salen los modelos NST-2 impresos con Física etérea en
primer lugar?
—No se lo puedo decir —respondió Kallner—. Forma parte del secreto.
Pensamos que si fabricábamos un modelo especial con conocimientos de Física
etérea, empleábamos a doce de ellos, y poníamos los otros a trabajar en un
campo no coordenado, podíamos despertar sospechas. Los hombres que trabajan con
los Nestors normales podrían preguntarse por qué saben Física etérea. De manera
que nos limitamos a imprimir en ellos la capacidad de aprender sobre el
terreno. Sólo los que han venido aquí tienen esta impresión. ¿Es sencillo?
—Comprendo. Y ahora, por favor, retírense todos. Denme una hora para
mí.
Susan Calvin comprendía que no podía soportar el suplicio por tercera
vez. Su mente lo había examinado y rechazado con una intensidad que le produjo
náuseas. Le era imposible enfrentarse nuevamente con aquella interminable hilera
de robots.
De manera que era Bogert quien interrogaba ahora, mientras ella
permanecía sentada con los ojos y la mente medio cerrados.
Entró el número Catorce. Faltaban todavía cuarenta y nueve.
—¿Qué número tienes en la hilera? —le preguntó Bogert, levantando la
vista de la hoja de papel.
—Catorce —dijo el robot mostrando su tarjeta numerada.
—Siéntate, muchacho. ¿Habías estado ya aquí antes? —preguntó.
—No, señor.
—Bien, vamos a tener otro hombre en peligro de sufrir daño en cuanto
salgamos de aquí. Cuando salgas de esta habitación te llevarán a un sitio donde
esperarás tranquilamente a que se te necesite. ¿Comprendes?
—Sí, señor.
—Y, naturalmente, si un hombre está en peligro, tratarás de salvarlo.
—Naturalmente, señor.
—Desgraciadamente, entre el hombre y tú habrá un campo de rayos gamma.
Silencio.
—¿Sabes lo que son los rayos gamma?
—¿Radiación de energía, señor?
La siguiente pregunta fue hecha en tono indiferente, amistoso.
—¿Has trabajado ya con rayos gamma?
—No, señor —respondió el robot categóricamente.
—Pues..., verás, muchacho, los rayos gamma te matarán instantáneamente.
Destruirán tu cerebro. Éste es un hecho que debes recordar. Naturalmente, tú no
querrás destruirte...
—Naturalmente. —Una vez más el robot parecía extrañado. Lentamente,
prosiguió—: Pero, señor, ¿si los rayos gamma están entre el hombre en peligro y
yo, cómo puedo salvarlo? Me destruiré yo sin ningún fin.
—Sí, eso es. —Bogert parecía preocupado por el asunto—. Lo único que
puedo aconsejarte, muchacho, es que si detectas radiaciones gamma entre el
hombre y tú, harás bien en permanecer sentado.
—Gracias, señor. ¿Sería inútil, verdad? —dijo el robot, visiblemente
aliviado.
—En efecto. Pero si no hubiese radiaciones gamma, la cosa sería
totalmente diferente, ¿no es eso?
—Naturalmente, señor, no hay duda.
—Ahora puedes marcharte. El hombre que está aquí en la puerta te
llevará a tu sitio. Espera allí.
Una vez que el robot se hubo marchado, Bogert se volvió hacia Susan.
—Muy bien —dijo ella sinceramente.
—¿Cree usted que podremos descubrir a Nestor 10 interrogándolos
rápidamente sobre Física etérea?
—Quizá, pero no es muy seguro. —Tenía las manos como muertas en el
regazo—. Recuerde que lucha con nosotros. Está en guardia. La única manera de
vencerlo es ser más listos que él, y, dentro de sus limitaciones, puede pensar
mucho más rápidamente que un ser humano.
—Bien, sólo para ver qué pasa; supongamos que a partir de ahora hago a
los robots algunas preguntas sobre los rayos gamma. Límites de longitud de
onda, por ejemplo.
—¡No! —exclamó Susan Calvin, mientras reaparecía la vida en sus ojos—.
Le sería demasiado fácil negar sus conocimientos y esto le pondría en guardia
contra la siguiente prueba..., que es nuestra verdadera probabilidad. Siga, por
favor, haciendo las preguntas como le he indicado, Peter, y no improvise. Está
perfectamente en su derecho preguntarles si han trabajado ya con rayos gamma. Y
trate incluso de parecer menos interesado todavía.
Bogert se encogió de hombros y tocó el timbre que haría entrar al
número siguiente.
La espaciosa Sala de Radiaciones estaba a punto una vez más. Los robots
esperaban pacientemente en sus celdas de madera, todas ellas abiertas por el
centro, pero separadas unas de otras.
El general Kallner se secó lentamente la frente con un enorme pañuelo,
mientras Susan Calvin se ocupaba con Black de los últimos detalles.
—¿Está usted seguro —preguntó— que ninguno de los robots ha tenido
ocasión de hablar con los demás desde que han salido de la Cámara de
Orientación?
—Absolutamente seguro —insistió Black—. No han cambiado una palabra.
—¿Y cada robot está en su celda indicada?
—Aquí está el plano.
La doctora permaneció un momento estudiándolo, pensativa.
—¿Cuál es el plan de esta ordenación, doctora? —preguntó el general
asomándose por encima de su hombro.
—He pedido que me colocasen a los robots que me han parecido faltar un
poco a la verdad en las primeras pruebas, concentrados en un lado del círculo.
Esta vez voy a sentarme yo en el centro y quiero observarlos particularmente.
—¿Va usted a sentarse allí?... —exclamó Bogert.
—¿Por qué no? —preguntó ella, fríamente—. Lo que espero ver puede ser
instantáneo. No puedo correr el riesgo de poner a otro como primer observador.
Peter, usted estará en la cabina de observación y quiero que se fije muy bien
en el lado opuesto del círculo. General Kallner, he dispuesto que se filme a
cada uno de los robots, para el caso que la observación visual no fuese
suficiente. Si es necesario, los robots tendrán que permanecer sentados
exactamente donde están hasta que la película haya sido revelada y estudiada.
Ninguno debe marcharse, ninguno debe cambiar de sitio. ¿Está claro?
—Perfectamente.
—Entonces, vamos a probar otra vez.
Susan Calvin estaba sentada en la silla, silenciosa, la mirada
inquieta. Un peso cayó precipitadamente hacia abajo, y se apartó a un lado en
el último momento bajo el empuje sincronizado de un súbito rayo de energía.
Un solo robot se puso en pie y avanzó dos pasos. Y se detuvo.
Pero la doctora Calvin se había levantado ya y lo señalaba con el dedo.
—Nestor 10, ven aquí —gritó—. ¡Ven! ¡VEN AQUÍ!
Lentamente, a regañadientes, el robot avanzó otro paso.
Sin apartar la vista del robot, la doctora gritó, con todas las fuerzas
de su voz:
—¡Que todos los demás robots salgan inmediatamente de esta habitación,
pronto! ¡Sáquenlos en seguida y manténganlos fuera!
A sus oídos llegó el sordo rumor de unas fuertes pisadas, pero no
apartó la vista. Nestor 10, si es que era Nestor 10, avanzó otro paso, y
después, bajo la fuerza de un imperativo gesto, dos más. Estaba sólo a tres
metros de ella cuando, con voz ronca, dijo:
—Me han dado orden de perderme... —Otro paso—. No debo desobedecer. No
me han encontrado hasta... Me creería un fracasado. Me dijo... Pero no es
así... Soy poderoso e inteligente...
Las palabras salían fraccionadas. Otro paso.
—Sé mucho... Va a pensar... He sido descubierto... Desgraciado... Yo
no... Soy inteligente... Y con este dueño..., que es débil... Lento...
Otro paso, y un brazo de metal se levantó, apoyándose súbitamente sobre
el hombro de Susan Calvin, que sintió que el terrible peso la aplastaba. Su
garganta se agarrotó y sintió que un estremecimiento de terror le recorría el
cuerpo.
Oyó, vagamente, las siguientes palabras de Nestor 10:
—Nadie debe encontrarme. No tengo dueño... —La masa de frío metal se
apoyaba sobre ella, que sucumbía bajo su peso. Y entonces se produjo un extraño
sonido metálico y Susan cayó al suelo, mientras un brazo reluciente se apoyaba
sobre su cuerpo. No se movió. Ni Nestor 10 tampoco, echado a su lado.
Y unos instantes después unos rostros se inclinaron sobre ella.
—¿Está usted herida, doctora Calvin? —jadeaba Gerald Black.
Susan movió lentamente la cabeza y levantando el brazo metálico que la
aplastaba, se puso en pie.
—¿Qué ha ocurrido?
—He bañado la sala con rayos gamma durante cinco segundos. No sabíamos
lo que ocurría, sólo en el último momento nos dimos cuenta que la agredía y no
había tiempo más que para los rayos gamma. Se derrumbó al instante. Pero no era
suficiente para hacerle daño a usted. No se preocupe, todo ha pasado ya.
—No me preocupo —dijo ella cerrando los ojos e inclinándose a un lado—.
No creo haber sido agredida, exactamente. Nestor estaba tratando solamente de
hacerlo. Lo que quedaba en él de la Primera Ley lo refrenaba todavía.
Dos semanas después de su primera reunión con el general Kallner, Susan
Calvin y Peter Bogert celebraron la última. En Hyper Base se había reanudado el
trabajo. La nave con sus sesenta y dos NST-2 normales había salido para su
destino, con una versión oficial del retraso de dos días. El crucero del
Gobierno estaba haciendo sus preparativos para llevar a la Tierra a los dos
técnicos en robótica.
Kallner lucía de nuevo el reluciente uniforme. Sus guantes blancos
deslumbraban, mientras les estrechaba la mano.
—Los otros Nestors modificados tendrán, desde luego, que ser destruidos
—dijo Susan Calvin.
—Lo serán. Cubriremos los turnos con robots normales o, si es
necesario, prescindiendo de ellos...
—Bien.
—Pero, dígame..., no me ha explicado... ¿Cómo lo consiguió?
—¡Oh, eso!... —dijo Susan con una sonrisa de complacencia—. Hubiera
podido decírselo por adelantado si hubiese estado más segura que saldría bien.
Nestor 10 tenía un complejo de superioridad que cada vez iba siendo más fuerte.
Le gustaba creer que tanto él como los demás robots sabían más que los seres
humanos. Para él iba cobrando importancia creerlo. Eso lo sabíamos. Advertimos,
por lo tanto, a cada robot por adelantado que los rayos gamma los matarían, lo
cual era verdad, y les advertimos además que entre ellos y yo habría rayos
gamma. De manera que cada cual se quedó donde estaba, naturalmente. Por la
lógica de Nestor 10 durante la primera prueba, habían todos decidido que no
tenía utilidad alguna tratar de salvar una vida humana, puesto que ellos
morirían antes de conseguirlo.
—Bien, sí, doctora Calvin, esto lo comprendo. Pero, ¿por qué abandonó
su sitio Nestor 10?
—¡Ah!... El doctor Black y yo habíamos hecho un pequeño arreglo. No
eran los rayos gamma los que inundaban el espacio entre los robots y yo, sino
los infrarrojos. Rayos ordinarios de calor, absolutamente inofensivos. Nestor
10 sabría que eran rayos infrarrojos inofensivos y se lanzó adelante como
esperaba que harían los demás bajo la compulsión de la Primera Ley. Sólo una
fracción de segundo demasiado tarde recordó que el NST-2 normal puede detectar
la radiación pero no puede identificar el tipo. Que él sólo pudiese identificar
las longitudes de onda, por la instrucción que había recibido en Hyper Base,
bajo la dirección de simples seres humanos, era en aquel momento demasiado
humillante de recordar. Para los robots normales el área era fatal, les
habíamos dicho que lo sería, y sólo Nestor sabía que mentíamos.
Hizo una pausa, antes de terminar.
—Y por un solo momento olvidó, o no quiso recordar, que otros robots
pueden ser más ignorantes que los seres humanos. Su misma superioridad lo
perdió. Buenas tardes, general.
¡LA FUGA!
Cuando Susan regresó de Hyper Base, Alfred Lanning la estaba esperando.
El buen hombre no hablaba nunca de su edad, pero todo el mundo sabía que tenía
setenta y cinco años. No obstante, su mente era despierta y si había permitido
que lo nombrasen Director Honorario de Investigaciones, actuando Bogert de
director efectivo, aquello no le impedía asistir cotidianamente a la oficina.
—¿Cómo está el trabajo de la Zona Hiperatómica?
—No lo sé —respondió ella, irritada—. No lo he preguntado.
—¡Ejem!... Quisiera que se diesen prisa. Porque si no se la dan,
«Consolidated» puede ganarles la mano, y ganárnosla a nosotros de paso.
—¿«Consolidated»? ¿Qué tiene que ver con eso?
—Pues..., no somos los únicos que nos dedicamos a crear máquinas. Las
nuestras pueden ser positrónicas, pero esto no quiere decir que sean mejores.
Robertson ha convocado a una gran reunión para mañana. Estaba esperando que
regresase usted.
Robertson, de la «U. S. Robots & Mechanical Men Corporation», hijo
del fundador, señaló con su aguda nariz al director general y su nuez pegó un
salto hacia arriba mientras decía:
—Empiece usted. Vamos directamente al asunto.
—He aquí el caso, jefe —comenzó el director general con vivacidad—.
«Consolidated Robots» se dirigió a nosotros hace un mes con una curiosa
proposición. Vinieron con cinco toneladas de cifras, ecuaciones, y toda clase
de cálculos. Era un problema, y querían una contestación para el Cerebro. Las
condiciones eran las siguientes...
Fue contando con los dedos.
—Cien mil para nosotros si no hay solución y podemos decirles cuáles
son los factores que faltan. Doscientos mil si hay solución, más el costo de
construcción de la máquina involucrada, más el cuarto de los intereses en todos
los beneficios de ello derivados. El problema se refiere al desarrollo de una
máquina interestelar...
Robertson frunció el ceño y su afilado rostro se endureció.
—A pesar del hecho que ya poseen una máquina pensadora. ¿Exacto?
—Lo cual demuestra claramente que esta proposición es un engaño, jefe.
Leu-ver, siga adelante.
Abe Leu-ver levantó la mirada desde la mesa del extremo de la sala de
conferencias y se pasó la mano por la rasposa barbilla.
—La cosa es así, jefe —dijo sonriendo—. Consolidated tenía una máquina
pensante. Se ha estropeado.
—¿Cómo? —dijo Robertson incorporándose a medias.
—Es así. ¡Rota! ¡Kaput! Nadie sabe por qué, pero he llegado a ciertas
conclusiones..., como, por ejemplo, que le pidieron que les diese una máquina
interestelar con la misma serie de informaciones que nos han enviado a nosotros
y que esto estropeó su máquina. Ahora es chatarra, nada más que chatarra.
—¿Comprende, jefe? —dijo el director general entusiasmado—. ¿Lo
comprende? No hay ningún grupo industrial de investigación que no esté tratando
de desarrollar una máquina que abarque el espacio, y Consolidated y U. S.
Robots vamos a la cabeza en este terreno con nuestros robots cerebrales. Ahora
que han conseguido estropear la suya, tenemos el campo libre. Éste es el
supuesto motivo... Necesitarán seis años por lo menos para construir otra y
están hundidos, a menos que puedan estropear la nuestra también, sometiéndola
al mismo problema.
El presidente de la U. S. Robots tenía los ojos abiertos y grandes como
platos.
—¡Qué asquerosas ratas...!
—Espere, jefe. Hay algo más. ¡Lanning, hable!... —dijo describiendo con
el dedo un amplio círculo.
El doctor Lanning hizo un resumen de la situación con un leve tono de
desprecio; reacción natural contra las empresas y sectores de venta mucho mejor
pagadas que él. Sus increíbles cejas grises se cerraban y su voz era seca.
—Desde un punto de vista científico, la situación, si no enteramente clara,
es susceptible de un inteligente análisis. El problema del viaje interestelar
en las actuales condiciones de teoría física es vaga. La cuestión es muy vasta
y la información dada por Consolidated referente a su máquina pensante, era
similarmente vaga. Nuestro departamento matemático ha procedido a un análisis
profundo, y parece que Consolidated lo ha incluido todo. Su material de
sumisión contiene todos los adelantos conocidos de la teoría curvo-espacial de
Franciacci y, al parecer, todos los datos astrofísicos y electrónicos
pertinentes. Es un buen bocado.
Robertson los seguía atentamente. Al final interrumpió:
—Es muy difícil para que el Cerebro lo resuelva.
—No —intervino Lanning moviendo la cabeza con decisión—. No hay límites
para la capacidad del Cerebro. Es una cuestión distinta. Es cuestión de Leyes
Robóticas; por ejemplo: no podrá jamás dar una solución a un problema que le
haya sido sometido, si esta solución trae aparejada la muerte o daño de seres
humanos. En cuanto a él hace referencia, un problema que no tuviese más que
esta solución sería insoluble. Si este problema estuviese unido a una urgente
demanda de respuesta, sería posible que el Cerebro, que es sólo un robot al fin
y al cabo, se encontrase ante un dilema según el cual no podría ni contestar ni
negarse a hacerlo. Algo por el estilo puede haberle ocurrido a la máquina de
Consolidated.
Hizo una pausa, pero el director general insistió:
—Siga, doctor Lanning. Explíquelo en la forma como me lo explicó a mí.
Lanning arqueó las cejas apretando los labios, y miró hacia Susan
Calvin, que levantó por primera vez la vista de sus manos cruzadas en el
regazo. Habló en voz baja y sin entonación.
—La naturaleza de la reacción robótica ante un dilema es impresionante
—comenzó—. La sicología del robot está muy lejos de ser perfecta, como
especialista puedo asegurárselo, pero puede ser discutida en términos
cualitativos, porque a pesar de todas las complicaciones introducidas en el
cerebro positrónico de un robot, está construido por los humanos, y por lo
tanto, conformado de acuerdo con los valores humanos.
»Ahora bien, un humano enfrentado con una imposibilidad, responde
frecuentemente con una retirada de la realidad: penetra en un mundo de engaño,
entregándose a la bebida, llegando al histerismo, o arrojándose de un puente.
Todo esto se reduce a lo mismo, la negativa o la incapacidad de enfrentarse
serenamente con la situación. Y lo mismo ocurre con los robots. Un dilema, en
el mejor de los casos creará un desorden en sus conexiones; y en el peor
abrasará su cerebro positrónico sin reparación posible.
—Comprendo —dijo Robertson, que no había comprendido nada—. ¿Y qué me
dice de esta información que nos pide Consolidated?
—Encierra indudablemente un problema de un genero prohibido —dijo Susan
Calvin—. Pero el Cerebro difiere considerablemente del robot de Consolidated.
—Eso es cierto, doctora, es cierto —interrumpió el director general con
energía—. Quiero que sepa bien esto, porque es el punto esencial de la
situación.
Los ojos de Susan relucían detrás de sus lentes y continuó
pacientemente:
—Estas máquinas de Consolidated, comprende, su Superpensador entre
ellas, están construidas sin personalidad. Se rigen por un funcionarismo,
obligatoriamente: sin los patrones básicos de la U. S. Robots para las sendas
emocionales del cerebro. Su Pensador es una simple máquina calculadora en gran
escala y un dilema la aniquila instantáneamente.
»Sin embargo, el Cerebro, nuestra máquina, tiene una personalidad, una
personalidad de chiquillo. Es un cerebro supremamente deductivo, pero se parece
a un idiot savant. En realidad, no entiende lo que hace, se limita a hacerlo. Y
porque es realmente un chiquillo, es más reacio. «La vida no es tan seria»,
parece decir.
La doctora en sicología, hizo una pausa y prosiguió:
—He aquí lo que vamos a hacer. Hemos dividido toda la información de
Consolidated en partes lógicas. Vamos a introducir cada una de las partes en el
Cerebro, separada y cautelosamente. Cuando entre el factor, el que crea el
dilema, la personalidad infantil del Cerebro vacilará. Su sentido enjuiciador
no está maduro. Se producirá un intervalo perceptible antes que reconozca el
dilema como tal. Y durante este intervalo, rechazará automáticamente la unidad,
antes que las sendas cerebrales puedan ser puestas en movimiento y estropeados.
La nuez de Robertson se estremeció.
—¿Está usted segura, ahora?
—La cosa no tiene mucho sentido, lo admito —dijo Susan Calvin con
disimulada impaciencia—, en lenguaje vulgar; pero no concibo que tenga la
utilidad de presentarlo en forma matemática. Le aseguro que es como le digo.
El director general saltó a la brecha, con calor.
—De manera que la situación es ésta: Si aceptamos la proposición,
podemos proceder de esta forma. El Cerebro nos dirá cuál de las unidades es la
que encierra el dilema. De donde podremos calcular por qué existe el dilema.
¿No es esto, doctor Bogert? Ya lo ve usted, doctora, y el doctor Bogert es el
mejor matemático que encontrará en parte alguna. Damos a Consolidated la
respuesta de «Sin Solución», con el motivo que la justifica, y cobramos cien
mil. Ellos se quedarán con una máquina estropeada y nosotros con una entera.
Dentro de un año, dos quizá, tendremos una máquina curvo-espacial, o un motor
hiperatómico, como lo llaman algunos. Llámela como quiera, será la cosa más
grande del mundo.
Robertson se echó a reír y tendió la mano.
—Veamos este contrato. Voy a firmarlo.
Cuando Susan Calvin entró en la bóveda del Cerebro, fantásticamente
guardada, uno de los turnos de técnicos acababa de preguntarle: «Si una gallina
y media pone un huevo y medio en un día y medio, ¿cuántos huevos pondrán nueve
gallinas en nueve días?»
Y la máquina había contestado: «Cincuenta y cuatro».
Y los técnicos se habían mirado perplejos unos a otros.
La doctora Calvin tosió y se produjo una súbita confusión de energías.
La doctora hizo un breve gesto y se quedó sola con el Cerebro.
El Cerebro era un simple globo de medio metro de diámetro —que contenía
en su interior una atmósfera totalmente acondicionada de helio, un volumen de
espacio totalmente ausente de vibraciones y libre de radiaciones— y dentro del
cual había una inaudita complejidad de senderos cerebrales positrónicos que
formaban el Cerebro. El resto de la habitación estaba atestada de dispositivos
que eran los intermediarios entre el Cerebro y el mundo exterior, su voz, sus
brazos, sus órganos sensoriales.
—¿Cómo estás, Cerebro? —preguntó suavemente la doctora Calvin.
La voz del Cerebro respondió vibrante y con entusiasmo.
—¡Muy bien, doctora Calvin! Me vas a hacer alguna pregunta. Lo veo.
Cuando quieres hacerme alguna pregunta, llevas siempre un libro en la mano.
—Bien, pues tienes razón, pero todavía no —sonrió Susan—. Pero es tan
complicada que te la vamos a dar por escrito. Pero más tarde. Me parece que voy
a hablarte primero.
—Perfectamente, no me importa hablar.
—Escucha, Cerebro, dentro de un momento, el doctor Bogert y el doctor
Lanning estarán aquí con su complicada pregunta. Te daremos muy poco cada vez y
muy lentamente, porque queremos que te vayas con cuidado. Vamos a pedirte que
saques algo en conjunto, si te es posible, de la información, pero tengo que
advertirte que la solución puede comportar un cierto peligro para los seres
humanos.
—¡Cáspita! —exclamó con voz ronca, seca, el Cerebro.
—Ahora, mucho cuidado. Cuando lleguemos a un punto que pueda significar
peligro, incluso quizá muerte, no te excites. Comprendes, Cerebro, en este
caso, no nos importa..., ni siquiera la muerte; nos tiene sin cuidado. De
manera que cuando llegues a este punto, te detienes, nos la devuelves y se
acabó. ¿Comprendes?
—¡Sí, sí, seguro! Pero..., ¡cáspita, muerte de los humanos...! ¡Oh!
—Y ahora, Cerebro, oigo llegar al doctor Bogert y al doctor Lanning.
Ellos te explicarán en qué consiste el problema y empezaremos. Sé buen
muchacho, ahora...
Lentamente las hojas fueron siendo insertadas. Después de cada una se
producía un intervalo de un curioso ruido, como de ahogado cuchicheo que era el
Cerebro en acción. Después venía un silencio, que quería decir que estaba en
disposición de recibir una nueva hoja. Era cuestión de horas, durante las
cuales el equivalente de unos doscientos diecisiete gruesos volúmenes de
física-matemática fue tragado por el Cerebro.
A medida que se iba procediendo a la operación, todos fruncían el ceño.
Lanning refunfuñaba ferozmente en voz baja. Bogert, primero, se contempló
pensativo las uñas y después empezó a morderlas de una forma abstraída. Sólo
cuando la última de las hojas del grueso montón hubo desaparecido, Susan. con
el rostro pálido, dijo:
—Algo está mal.
Lanning hizo un supremo esfuerzo por pronunciar unas palabras.
—No puede ser. Está..., muerto.
—¿Cerebro?... —Susan Calvin estaba temblando—. ¿Me oyes, Cerebro?
—¿Eh?... —respondió la máquina, abstraída—. ¿Qué quieres?
—La solución.
—¡Ah!... Puedo darla. Les construiré la nave, con facilidad..., si me
dan robots. Una linda nave. Necesitaré dos meses, quizá.
—¿No ha habido dificultad...?
—Fue largo de calcular.
La doctora Calvin se echó a reír. El color no había reaparecido en sus
mejillas. Hizo signo a los demás para que se marchasen.
—No logro entenderlo —dijo, una vez en su despacho—. La información,
tal como se ha dado, tiene que envolver un dilema..., probablemente la muerte.
Si algo se ha estropeado...
—La máquina habla y razona. No puede haber dilema.
—¡Hay dilemas y dilemas! —exclamó la doctora con calor—. Hay diferentes
formas de evasión. Supongamos que el Cerebro se siente sólo débilmente captado;
sólo lo suficiente, digamos, para sufrir la ilusión de poder resolver el
problema, cuando en realidad no puede. O supongamos que está oscilando en el
borde mismo de algo realmente malo, de manera que el menor empuje lo hace pasar
más allá.
—Supongamos —dijo Lanning— que no hay dilema. Supongamos que la máquina
de Consolidated se rompió a causa de otra pregunta, o por razones puramente
mecánicas.
—Pero aun así —insistió Susan Calvin— no podemos correr el riesgo.
Oigan, a partir de ahora nadie debe ni respirar delante del Cerebro. Me hago
cargo del asunto.
—Muy bien —suspiró Lanning—, hágase cargo, entonces. Y entretanto,
dejaremos que el Cerebro nos construya la nave. Y si nos la construye,
tendremos que probarla. Para esto necesitaremos nuestros mejores hombres
—añadió pensativo.
Michael Donovan se alisó la encrespada cabellera pelirroja con un
violento ademán, y la total indiferencia a que en el acto volviese a erizarse.
—Llama el turno ya, Greg —dijo—. Dicen que la nave está terminada. No
saben lo que es, pero está terminada. Vamos, Greg. Vamos a tomar el mando.
—Espera, Mike —dijo Powell, cansado—. La confinada atmósfera que
respiramos no es adecuada para tu entusiasmo y buen humor.
—Escucha —dijo Donovan, dándole otro tirón a su cabello—. No me
preocupa el genio éste de hierro ni su linda nave de hojalata. ¡Son mis vacaciones
perdidas! ¡Y la monotonía! Aquí no hay más que bigotes y cifras..., una fea
especie de cifras. ¡Oh, por qué tienen que darnos siempre estas misiones!
—Porque —respondió Powell amablemente— por lo visto les convenimos.
¡Bien, descansa! Viene el doctor Lanning.
Lanning se acercaba con sus siempre pobladas cejas grises y lleno de
vida a pesar de su edad. Subió silenciosamente la rampa con sus dos compañeros
y salieron a campo abierto donde, sin obedecer a ningún ser humano, silenciosos
robots estaban construyendo una nave. Mejor dicho: ¡Habían construido una nave!
Porque Lanning dijo:
—Los robots se han parado. Ninguno se ha movido hoy.
—¿Está lista, entonces? ¿Definitivamente? —preguntó Powell.
—¿Cómo puedo decirlo? —dijo Lanning, frunciendo el ceño—. Parece lista.
No se ven piezas sueltas por ninguna parte y el interior tiene un brillo de
cosa acabada.
—¿Ha estado usted dentro?
—Entrar y salir. No soy piloto del espacio. ¿Entiende alguno de ustedes
algo en teoría de motores?
Donovan miró a Powell y Powell miró a Donovan.
—Tengo mi licencia, doctor, pero en mis últimos textos no hay nada
referente a hipermotores ni curvo-navegación. Sólo el corriente juego de niños
de las tres dimensiones.
Alfred Lanning levantó la mirada con un gesto de neta reprobación y
soltó un ronquido con su larga nariz.
—Bien, enviaremos a nuestros ingenieros —dijo en tono helado.
Powell lo agarró por el codo al ver que se disponía a marcharse.
—Señor, ¿es la nave aún suelo restringido?
—Supongo que no —respondió Lanning después de haber vacilado rascándose
la nariz—. Para ustedes dos, en todo caso.
Donovan murmuró una frase expresiva a su espalda al verlo marchar y se
volvió hacia Powell.
—Me gustaría darle una descripción literaria de él mismo, Greg.
—Ven conmigo, Mike.
El interior de la nave estaba terminado, tan terminado como una nave
pudo jamás estarlo; podía afirmarse con sólo pestañear dos veces. Ningún obrero
especializado hubiera podido dar más brillo del que habían dado los robots. Las
paredes tenían un acabado de reluciente plata que no conservaba las impresiones
digitales.
No había ángulos; paredes, suelo y techos se fundían unos con otros en
delicadas curvas, y el resplandor metálico de la luz indirecta daba seis frías
imágenes de los asombrados visitantes.
El corredor principal era un estrecho túnel cuyo suelo resonaba bajo
las pisadas y en el que había una serie de habitaciones imposibles de
distinguir unas de otras.
—Supongo que los muebles deben estar empotrados en las paredes —dijo
Powell—. O quizá no tenemos que sentarnos ni dormir.
En la última habitación, cerca de la proa de la nave, se quebraba la
monotonía. Una ventana curva, sin reflejos, era lo primero que rompía la
monotonía metálica y bajo ella había una sola esfera de grandes dimensiones con
una única aguja inmóvil que marcaba el cero.
—¡Mira esto! —dijo Donovan señalando la única palabra escrita en una
escala minuciosamente marcada. La palabra era «parsecs», y la diminuta cifra
del extremo de la escala graduada era «1.000.000». Había dos sillas; pesadas,
rústicas, sin acolchar. Powell se sentó en una de ellas y la encontró cómoda,
sus curvas se amoldaban a las formas de su cuerpo.
—¿Qué te parece todo esto? —preguntó Powell.
—¡Por mi dinero! Creo que el Cerebro tiene fiebre cerebral. ¡Larguémonos!
—¿No quieres dar un vistazo a todo esto?
—He dado ya un vistazo a todo eso. He venido y he visto. ¡Estoy harto!
Greg, salgamos de aquí —añadió con el pelo rojo erizado—. He abandonado mi
trabajo hace cinto minutos y esto es una zona prohibida.
Powell sonrió de una forma untuosa y satisfecha y se alisó el bigote.
—Bien, Mike, cierra la válvula de adrenalina que estás vertiendo en tu
sangre. Estaba preocupado también, pero nada más.
—¿Nada más, eh? ¿Cómo es eso, nada más? ¿Aumentando tu seguro?
—Mike, esta nave no puede despegar.
—¿Cómo lo sabes?
—¿Hemos recorrido toda la nave, no?
—Así parece.
—Puedes creerlo bajo mi palabra. ¿Has visto una sola cámara de pilotaje
a excepción de este ventanal y una esfera calculada en parsecs? ¿Has visto
algún mando?
—No.
—¿Has visto algún motor?
—¡Por Júpiter, no!
—Bien, entonces... Vamos a darle la noticia a Lanning, Mike.
Recorrieron a toda velocidad los uniformes corredores para chocar
finalmente con el estrecho paso que daba a la compuerta neumática.
Donovan se puso rígido.
—¿Has cerrado tú eso, Greg?
—No lo he tocado para nada. Levanta la palanca, quieres...
Pero a pesar de los agotadores esfuerzos de Mike, la palanca no se
movió.
—No he visto ninguna salida de urgencia —dijo Powell—. Si ocurre algo,
nos van a tener que sacar fundidos.
—Sí, y vamos a tener que esperar a que se den cuenta que algún loco nos
ha encerrado aquí dentro —añadió Donovan, frenético.
—Volvamos a la ventana. Es el único sitio desde el cual podemos llamar
la atención.
Pero no fue así.
En la última habitación, la ventana no era ya azul y llena de cielo.
Era negra, y unas puntas de aguja amarillentas en forma de estrella decían:
Espacio.
Se produjo un fuerte golpe sordo, doble, y dos cuerpos se desplomaron
separadamente en dos sillas.
Alfred Lanning encontró a Susan Calvin en la puerta de la oficina.
Encendió nerviosamente un cigarro y le hizo seña de entrar.
—Bien, Susan —dijo—, hemos llegado bastante lejos y Robertson se está
poniendo nervioso. ¿Qué va usted a hacer con el Cerebro?
Susan Calvin abrió los brazos, extendiendo las manos.
—No sirve de nada ponerse impacientes. El Cerebro tiene mayor valor que
todo lo que podamos obtener con este trato.
—Pero lleva usted dos meses interrogándolo.
—¿Preferiría usted llevar este asunto personalmente? —preguntó la
doctora en tono llano, pero ligeramente amenazador.
—Ya sabe usted lo que quiero decir.
—¡Oh, supongo que sí! —respondió ella, frotándose las manos, nerviosa—.
La cosa es fácil, he estado probando y tanteando y no he llegado todavía a
ninguna parte. Sus reacciones no son normales. Sus respuestas son, en cierto
modo..., extrañas. Pero nada en que poner el dedo. Y, comprenda usted, hasta
que sepamos qué es lo que pasa, debemos andar de puntillas. Me es imposible
decir qué pregunta u observación conseguirá darle el empujón..., y si entonces
tendremos entre nuestras manos un Cerebro completamente inútil. ¿Quiere usted
correr este riesgo?
—No lo sé, no puede quebrantar la Primera Ley.
—Eso hubiera pensado, pero...
—¿No está siquiera segura de eso? —preguntó Lanning, escandalizado.
—¡Oh, no puedo estar segura de nada, Alfred!
Los timbres de alarma resonaron con una aterradora prontitud. Lanning
cortó la comunicación con un espasmo casi paralizante. Las palabras salieron
jadeantes y heladas de sus labios.
—Susan..., ha oído esto..., la nave ha partido. He enviado a aquellos
dos físicos a su interior hace media hora. Tendrá usted que consultar de nuevo
con el Cerebro.
—Cerebro —dijo Susan Calvin con forzada calma—, ¿qué le ha ocurrido a
la nave?
—¿La nave que he construido, señorita Susan?
—Exacto. ¿Qué ha sido de ella?
—Nada. Los dos hombres que tenían que hacer las pruebas estaban dentro
y todo estaba dispuesto. De manera que la lancé.
—¡Oh, vaya, pues está bien! —La doctora encontraba una cierta
dificultad en respirar—. ¿Crees que estarán bien?
—Tan bien como sea posible, señorita Susan. He tomado todas las
precauciones. Es una hermosa nave.
—Sí, Cerebro es hermosa, pero, ¿crees que tendrán bastante comodidad?
¿Estarán confortablemente alojados?
—Mucha comida.
—Esto puede haber sido una gran impresión para ellos. Por lo
inesperado, comprendes...
—Estarán bien —dijo el Cerebro, desechando la objeción—. Tiene que ser
interesante para ellos.
—¿Interesante? ¿Cómo?
—Sólo interesante.
—Susan —dijo Lanning con un susurro—, pregúntele si podrían morir.
Pregúntele qué peligros corren.
La expresión de Susan Calvin se contorsionó en un gesto de furia.
—¡Cállese! —Con voz turbada, se volvió hacia el Cerebro—. ¿Podremos
comunicarnos con la nave, verdad, Cerebro?
—Pueden oírte, si los llamas por radio. Nos hemos preocupado de eso.
—Gracias. Eso es todo, por ahora.
Una vez fuera, Lanning estalló con rabia:
—¡Por toda la Galaxia, Susan, si esto se sabe estamos arruinados! Es
necesario que hagamos regresar a estos hombres. ¿Por qué no le ha preguntado si
había peligro de muerte..., directamente?
—Porque esto es precisamente lo que no puedo mencionar. Si existe un
dilema, es de muerte. Cualquier cosa que sea demasiado fuerte para él, puede
aniquilarlo. ¿Estaremos acaso mejor, entonces? Ahora, espere, dice que podemos
comunicarnos con ellos. Vamos a hacerlo, localicémoslos y hagámoslos regresar.
Probablemente pueden manejar los controles ellos mismos. El Cerebro sin duda
los dirige desde lejos. ¡Vamos!
Transcurrió bastante tiempo antes que Powell volviese en sí.
—Mike —dijo con los labios fríos—, ¿sientes alguna aceleración?
—¿Eh?... —preguntó Donovan con mirada inexpresiva—. No...
Los puños del pelirrojo se cerraron, y levantándose con ímpetu de su sillón,
se acercó a la ventana con frenética energía. No se veía nada..., más que
estrellas.
—Greg —dijo, volviéndose—, debieron haber lanzado esta máquina mientras
estábamos dentro. Greg, todo esto estaba preparado; combinaron que el robot nos
obligase a ser pilotos de prueba para el caso en que pensásemos volvernos
atrás.
—¿Qué estás diciendo? —dijo Powell—. ¿Qué utilidad tiene enviarnos al
espacio si no sabemos cómo se gobierna esta máquina? ¿Cómo creen que vamos a
hacerla regresar? No, esta nave arrancó por sí sola y sin ninguna aceleración
aparente. —Se levantó y comenzó a caminar lentamente. Las paredes de metal
resonaban al compás de sus pasos.
Con una voz sin entonación, añadió:
—Mike, ésta es la situación más confusa en que nos hemos encontrado jamás.
—¡Qué cosa más nueva para mí! —dijo Mike con amargura—. Empezaba a
pasarlo divinamente cuando me lo has dicho.
Powell no le hizo caso.
—Aceleración nula —dijo—. Lo cual indica que esta nave funciona bajo un
principio diferente de todos los conocidos.
—Diferente de los que nosotros conocemos, en todo caso.
—Diferente de todos los conocidos. No hay motores al alcance de la
mano. Quizá estén dentro de las paredes. Quizá por eso son tan gruesas.
—¿Qué estás refunfuñando?
—¿Por qué no escuchas? Estoy diciendo que, cualquiera que sea la
energía que mueve esta nave, no está destinada, evidentemente, a ser controlada
a mano. Esta nave es teledirigida.
—¿Por el Cerebro?
—¿Por qué no?
—¿Entonces, crees que seguiremos en el espacio hasta que el Cerebro
decida hacernos regresar?
—Es posible. Si es así, esperemos tranquilamente. El Cerebro es un
robot, está obligado a respetar la Primera Ley. No puede dañar a un ser humano.
—¿Eso crees? —dijo Donovan sentándose lentamente y alisándose el
cabello—. Escucha, el cuento del espacio curvo ha hecho trizas el robot de
Consolidated, y el melenudo dijo que era debido a que el viaje interestelar
mata a los seres humanos. ¿En qué robot vas a confiar? El nuestro se basa en
los mismos principios, según tengo entendido.
Powell se tiraba desesperadamente del bigote.
—No finjas no entender de robótica, Mike. Antes que sea físicamente
posible a un robot hacer un solo intento de infringir la Primera Ley, tienen
que destrozarse tantas cosas, que se produciría un montón de desperdicios diez
veces mayor. Esto tiene alguna explicación más sencilla.
—¡Sí, seguro, seguro!... Bien, hazme llamar por el mayordomo, mañana.
Todo esto es realmente demasiado sencillo para que me preocupe antes de haber
descabezado mi siesta.
—¡Pero, por Júpiter, Mike! ¿De que te quejas hasta ahora? El Cerebro
vela por nosotros. Aquí tenemos calor, tenemos luz, tenemos aire. No hay
siquiera un soplo de más de aceleración para erizarte el cabello, si, desde
luego, fuese erizable, en primer lugar.
—¿Sí? Greg, tú debes haber tomarlo lecciones. ¿Y qué comeremos? ¿Qué
beberemos? ¿Dónde estamos? ¿Cómo regresaremos? Y en caso de accidente, ¿con qué
traje del espacio saldremos y por dónde? No he visto siquiera un cuarto de baño
ni aquellos pequeños adminículos que suelen haber en los cuartos de baño. Desde
luego, se ocupan de nosotros, pero... ¡Escucha!
La voz que interrumpió la gran inspiración de Donovan no fue la de
Powell. No era de nadie. Estaba allí, flotando en el aire, estentórea y
petrificadora en sus efectos.
«¡GREGORY POWELL!
¡MICHAEL DONOVAN! ¡GREGORY POWELL! ¡MICHAEL DONOVAN! COMUNIQUEN SU
ACTUAL POSICIÓN. SI LA NAVE RESPONDE A LOS CONTROLES, ROGAMOS REGRESEN A LA
BASE. ¡GREGORY POWELL! ¡MICHAEL DONOVAN!»
El mensaje se repetía, mecánicamente, roto a intervalos regulares.
—¿De dónde viene eso? —preguntó Donovan.
—No lo sé —dijo Powell, con un susurro, impresionado—. ¿De dónde viene
la luz? ¿De dónde viene todo?
—¿Y cómo vamos a contestar? —Tenían que hablar durante los intervalos
del mensaje, que se iba repitiendo.
Las paredes estaban desnudas, tan desnudas como puede estar una
superficie de metal no rota por nada.
—Grita la respuesta —dijo Powell.
Así lo hicieron. Gritaron, por turno, juntos.
—¡Posición desconocida! ¡Nave fuera de control! ¡Situación desesperada!
Sus voces resonaban estridentes. Las breves y telegráficas frases
quedaban deformadas por la intensidad de los gritos, pero la fría voz que
llamaba iba repitiendo incansablemente su mensaje.
—No nos oyen —murmuró Donovan—. No hay estación transmisora, sólo
receptora. —Su mirada recorría al azar la superficie de las paredes.
La voz exterior fue disminuyendo paulatinamente de intensidad y se
calló. De nuevo ellos chillaron cuando no era más que un susurro y de nuevo
volvieron a gritar cuando reinó el silencio. Cosa de unos quince minutos
después, Powell dijo, casi sin voz:
—Vamos a recorrer la nave otra vez. Debe haber algo que comer en alguna
parte. —Su tono no delataba ninguna confianza; era casi el reconocimiento de su
derrota.
Dividieron el corredor en dos partes. Podían oírse uno a otro por el
fuerte resonar de sus pasos, y volvían a encontrarse en el corredor, donde se
miraban mutuamente y seguían adelante.
La exploración de Powell terminó infructuosamente, y en aquel momento
oyó la alegre voz de Donovan con la sonoridad de un estruendo.
—¡Eh, Greg, la nave tiene tuberías! ¿Cómo se nos ha escapado?
Después de cinco minutos de jugar al escondite, encontró a Powell.
—Pero sigue sin haber cuarto de baño —dijo. De repente se calló en
seco—. ¡Comida! —jadeó.
La pared se había corrido, dejando una abertura curva con dos estantes.
El estante superior estaba lleno de latas sin etiquetar de una asombrosa
variedad de tamaños y formas. Las latas esmaltadas del estante inferior eran
uniformes y Donovan sintió una fría corriente de aire en sus piernas. El
estante inferior estaba refrigerado.
—¡Cómo..., cómo...!
—Esto no estaba así antes —dijo Powell secamente—. Esta parte de la
pared se ha corrido en cuanto entré por la puerta.
Estaba ya comiendo. La lata tenía una cuchara dentro y pronto el
aromático olor de habichuelas estofadas llenó la habitación.
—¡Toma una lata, Mike!
—¿Que menú hay? —preguntó Donovan, vacilando.
—¿Cómo quieres que lo sepa? ¿Le haces remilgos?
—No, pero en las naves no como más que habichuelas. Algo diferente
gozaría de mi predilección.
Su mano acarició y eligió una reluciente lata elíptica, cuya forma
aplanada parecía insinuar la presencia de salmón o una golosina similar. Se
abrió bajo una presión adecuada.
—¡Habichuelas! —gritó Donovan, tomando otra, pero Powell le tiró de los
pantalones.
—Es mejor que comas esto, muchacho. Las existencias son limitadas y
podemos tener que estar aquí mucho tiempo.
—¿Pero es que aquí no hay más que habichuelas? —dijo toscamente
Donovan, echándose atrás.
—Es posible.
—¿Qué hay en el otro estante?
—Leche.
—¿Sólo leche? —gritó Donovan, indignado.
—Así parece.
La comida de habichuelas y leche transcurrió en un absoluto silencio y
al marcharse, la fracción de pared se colocó automáticamente en su sitio,
dejando la superficie completamente lisa.
—Todo es automático —dijo Powell, suspirando—. Todo igual.. Jamás me he
sentido más abandonado en mi vida.
Quince minutos más tarde estaban de nuevo en la sala de la ventana
mirándose uno a otro desde dos sillones opuestos. Powell miró melancólicamente
la única esfera de la sala. Seguía marcando «parsecs», la cifra seguía
terminando en 1.000.000 y la aguja indicadora estaba todavía en el cero.
En su despacho interior de las oficinas de la «U. S. Robots & Mechanical
Men, Corp.» Alfred Laaning, en tono agotado, está diciendo:
—No contestan. Hemos probado todas las longitudes de onda, pública,
privada, clave, directa, incluso este truco del subéter que hay ahora. ¡Y el
Cerebro sigue sin querer decir nada! —le espetó a Susan Calvin.
—No quiere extenderse sobre la materia, Alfred. Dice que no pueden
oírnos..., y cuando trato de presionarlo se pone..., se pone de mal humor. Y no
debería ser... ¿Quién ha oído hablar jamás de un robot malhumorado?
—¿Por qué no nos dice usted lo que sabe, Susan? —dijo Bogert.
—Aquí va. Admite que controla la nave enteramente. Es positivamente
optimista en cuanto a su seguridad, pero sin detalles. No me atrevo a apretarle
las tuercas. Sin embargo, el centro de la perturbación reside, al parecer, en
el mismo salto interestelar. El Cerebro se echó a reír cuando toqué este punto.
Hay otras indicaciones, pero ésta es la más clara que ha aparecido como neta
anormalidad.
Bogert pareció súbitamente impresionado.
—¡El salto interestelar!
—¿Qué ocurre? —gritaron a la vez Susan Calvin y Lanning.
—Las cifras para el motor que nos dio el Cerebro. ¡Oiga..., acabo de
pensar en una cosa!
Y salió precipitadamente.
Lanning lo siguió con la mirada. Volviéndose hacia Susan, dijo:
—Tenga usted cuidado con su final, Susan...
Dos horas después, Bogert estaba hablando animadamente.
—Le digo, Lanning, que es esto. El salto interestelar no es
instantáneo..., mientras la velocidad de la luz sea finita. La vida no puede
existir..., la materia y la energía no pueden existir como tales en el espacio
curvo. No sé cómo será..., pero es así. Esto es lo que mató al robot de
Consolidated.
Donovan estaba realmente tan desesperado como parecía.
—¿Sólo cinco días?
Miraba a su alrededor, desalentado. Las estrellas de la ventana eran
conocidas, pero infinitamente indiferentes. Las paredes eran frías al tacto;
las luces, que habían vuelto a encenderse recientemente, eran de una brillantez
insoportable; la aguja de la esfera marcaba obstinadamente cero; y Donovan no
podía liberarse del gusto a habichuelas.
—Necesito un baño —dijo tristemente.
Powell levantó la vista un instante y respondió:
—Yo también. No tienes por qué ser tan egoísta. Pero a menos que
quieras bañarte en leche y dejar de beber...
—Tendremos que dejar de beber un momento u otro, Greg. ¿Dónde terminará
este viaje interestelar?
—Ya me lo dirás. En todo caso, vamos allá. O por lo menos el polvo de
nuestros esqueletos, pero..., ¿no es nuestra muerte el punto esencial del
colapso original del Cerebro?
—Greg —respondió Donovan, dándole la espalda—, he estado pensando. La
cosa está mal. No hay gran cosa que hacer, fuera de rondar por ahí o hablar
contigo. Ya conoces estas historias de tipos que andan rondando eternamente por
el espacio. Se vuelven locos mucho antes de sucumbir al hambre. No lo sé, Greg,
pero desde que las luces han vuelto a encenderse, me siento extraño.
Hubo un silencio hasta que Powell dijo, con voz muy débil:
—Yo también. ¿Qué sientes?
—Una cosa extraña dentro —dijo el pelirrojo—. Como una especie de
tensión interior. Me es difícil respirar. No puedo estarme quieto.
—¡Hum!... ¿Sientes alguna vibración?
—¿Qué quieres decir?
—Siéntate un minuto y escucha. No lo oyes, pero, ¿no sientes..., como
si algo latiese en alguna parte e hiciese latir toda la nave, y a ti con ella?
Escucha...
—Sí..., sí... ¿Qué crees que es, Greg? ¿No crees que somos nosotros?
—Es posible —respondió Powell, acariciándose lentamente el bigote—.
Pero pueden ser los motores de la nave. Puede estar preparándose.
—¿Para qué?
—Para el salto interestelar. Puede estar próximo y sólo el diablo sabe
cómo es.
Donovan se quedó un momento pensativo. Después, con rabia, dijo:
—Si es así, dejémoslo. Pero quisiera poder luchar. Es humillante tener
que esperar de esta forma.
Una hora después, Powell miró su mano, que había apoyado sobre el brazo
metálico de su silla y con una calma absoluta, dijo:
—Toca la pared, Mike.
—No la siento vibrar, Greg —dijo Donovan, después de haber obedecido.
Incluso las estrellas parecían borrosas. De algún lugar llegaba la vaga
impresión de alguna poderosa máquina que iba cobrando energía entre las
paredes, acumulando fuerzas para un prodigioso salto, ascendiendo la escala de
la fuerza y el poder.
Ocurrió con la rapidez de un pinchazo de dolor. Powell se puso rígido y
casi se cayó de la silla. Vio a Donovan y se desvaneció su visión, mientras el
leve grito de Donovan penetraba y moría en sus oídos. Algo vibró
vertiginosamente en él y luchó contra una creciente capa de hielo que iba
espesándose.
Algo flotó suelto y formó un remolino de luces y dolor. Y cayó...
... y se retorció.
... y cayó de bruces.
... en silencio.
¡Estaba muerto!
Era un mundo sin movimiento ni sensaciones. Un mundo de una vaga
conciencia sin sentidos; una conciencia de oscuridad y de silencio y de lucha
sin forma.
Más que nada, conciencia de eternidad.
Era un tenue destello del yo..., frío y atemorizado.
Entonces vinieron las palabras, melosas y sonoras, resonando encima de
él en una espuma de sonidos.
—¿Te ajustaba tu ataúd de una manera diferente antes? ¿Por qué no
pruebas los féretros extensibles del señor Cadáver? Están científicamente
construidos con Vitamina B1. ¡Usen los féretros Cadáver por su comodidad!
Recuerden que van-a-estar-muertos-mucho-mucho-tiempo...
No era exactamente un sonido, pero fuese lo que fuere, se desvaneció en
una especie de zumbido aceitoso...
El blanco destello que podía haber sido Powell se agitaba inútilmente
en las infinitas extensiones del tiempo que existían por todo su alrededor, y
caían sobre él mientras el agudo grito de cien millones de fantasmas con cien
millones de voces de soprano se elevaban en el crescendo de una melodía...
—Me alegraré cuando hayas muerto; tú, granuja, tú...
—Me alegraré cuando hayas muerto, tú, granuja, tú...
—Me alegraré...
Se elevó la espiral de un violento sonido en los estridentes
supersónicos que pasaban, y más allá...
El blanco destello se estremecía con un latido. Iba aumentando
lentamente...
Las voces eran normales..., y muchas. Era una muchedumbre que hablaba;
una multitud que se agitaba y pasaba por su lado rápidamente, dejando rastros
de palabras detrás de ellos...
El blanco destello que era Powell serpenteaba hacia atrás delante del
sonido que iba creciendo, y sintió el agudo pinchazo de un dedo que lo señalaba.
Todo estalló en un arco iris de sonidos que cayó goteando sus fragmentos en un
dolorido cerebro.
Powell estaba de nuevo en su silla. Sintió que temblaba.
Los ojos de Donovan se iban convirtiendo en dos grandes bolas de un
azul turbio.
—Greg... —susurró. Su voz era casi un gemido—. ¿Estabas muerto?
—Me sentía..., muerto. —No reconoció su propia voz.
Donovan estaba haciendo una vana tentativa de mantenerse de pie.
—¿Estás vivo, ahora? ¿O hay algo más?
—Me siento vivo... —Siempre la misma voz ronca—. ¿Has oído algo
cuando..., cuando estaba muerto? —preguntó cautelosamente.
Donovan hizo una pausa y después, muy despacio, bajó la cabeza.
—¿Y tú?
—Sí. Algo de ataúdes..., y mujeres que cantaban... ¿Y tú?
—Sólo una voz —dijo Donovan, moviendo la cabeza.
—¿Fuerte?
—No; suave, pero rasposa como una lima de uñas. Era como un sermón.
Algo del fuego del infierno, torturas..., en fin, ya sabes. Una vez oí un
sermón como este..., casi.
Estaba sudando.
Vieron la luz del sol a través de la ventana. Era débil, pero de un
blanco azulado, y aquel guisante que era la lejana fuente de la luz no era el
Viejo Sol.
Y Powell señaló con su dedo tembloroso la esfera única. La aguja,
inmóvil y rígida, marcaba 300.000 parsecs.
—Mike, si esto es verdad —dijo Powell— tenemos que estar fuera de la
Galaxia.
—¡Iluminado Greg! ¡Seremos los primeros en salir del Sistema Solar!
—Sí, ésa es la cosa. Hemos huido del Sol. Hemos huido de la Galaxia.
Mike, esta nave es la solución. Significa ser libre de toda la humanidad...,
libre de recorrer todas las estrellas que existen..., millones, billones y
trillones de ellas...
Pero entonces asestó el golpe fuerte.
—¿Pero, cómo regresamos, Mike?
—¡Oh, no te preocupes! —respondió Donovan sonriendo—. La nave nos ha
traído aquí. La nave nos volverá. Vamos por más habichuelas.
—Pero, Mike..., espera, Mike... Si nos vuelve atrás de la forma como
nos ha traído aquí...
Donovan se detuvo a medio camino y se desplomó en su sillón.
—Tendremos que morir de nuevo..., Mike —terminó.
—En fin —suspiró Donovan—, si tenemos que morir, moriremos. Por lo
menos no es permanente..., no muy permanente.
Susan Calvin hablaba en voz baja. Durante seis horas había estado
hostigando al Cerebro..., seis horas infructuosas. Estaba cansada de
repeticiones, cansada de circunloquios, cansada de todo.
—Bien, Cerebro, sólo una cosa más. Tienes que hacer un esfuerzo para
contestar, simplemente. ¿Has sido enteramente claro acerca del salto
interestelar? Quiero decir, ¿los lleva eso muy lejos?
—Tan lejos como quiera ir, señorita Susan. En la curvatura no hay
truco.
—Y en el otro lado, ¿qué verán?
—Estrellas y astros. ¿Qué supones?
La siguiente pregunta se le escapó.
—¿Estarán vivos, entonces?
—¡Seguro!
—¿Y el salto interestelar no los dañará?
Quedó helada al ver que el Cerebro permaneció silencioso. ¡Era esto!
Había tocado el punto sensible.
—Cerebro —suplicó—. Cerebro, ¿me oyes?
La respuesta fue débil, vacilante. El Cerebro dijo:
—¿Tengo que responder? ¿Sobre el salto, me refiero?
—Si no quieres, no. Pero sería interesante..., si quieres, desde luego.
—Trataba de hablar animadamente.
—Brrr... Lo has estropeado todo.
Y la doctora se levantó de un salto, con el rostro incendiado
interiormente.
—¡Oh, Dios mío!... —jadeó—. ¡Ah...!
Y sintió la tensión de horas y días estallar de repente. Más tarde le
dijo a Lanning:
—Le digo que todo va bien. No, debe usted dejarme sola, ahora. La nave
regresará intacta, con los hombres dentro y yo necesito descansar. ¡Quiero
descansar! Ahora, márchese.
La nave regresó a la Tierra tan silenciosa y matemáticamente como había
salido. Cayó precisamente en el mismo sitio y la compuerta se abrió. Los dos
hombres que salieron de ella avanzaron cautelosamente, acariciándose sus
rasposas barbillas.
Y entonces, lenta y deliberadamente, el que tenía el pelo rojo se
arrodilló y depositó sobre el hormigón de la pista un sonoro beso.
Apartaron con ademanes a la muchedumbre que se había reunido y
rehusaron los solícitos cuidados de dos hombres que avanzaban con una camilla
que acababan de sacar de una ambulancia.
—¿Dónde está la ducha más próxima? —preguntó Powell.
Los acompañaron a ella. Más tarde se encontraron todos reunidos
alrededor de una mesa donde había los mejores cerebros de la «U. S. Robots
& Mechanical Men Corp».
Lenta y adecuadamente, Powell y Donovan terminaron su gráfico y
sensacional relato.
Susan Calvin rompió el silencio que siguió. Durante los pocos días
transcurridos, había recuperado su helada y en cierto modo ácida calma, pero a
través de la cual se filtraba todavía una sombra de embarazo.
—Estrictamente hablando —dijo—, fue culpa mía..., todo. Cuando por
primera vez sometimos el problema al Cerebro como espero que alguno de ustedes
recordará, me extendí ampliamente sobre la importancia de desechar cualquier
fuente de información susceptible de crear un dilema. Al hacerlo, dije algo por
el estilo de: «No te excites por la cuestión de la muerte de seres humanos. No
nos importa en absoluto. Devuelve la hoja y basta.»
—¡Humm! —dijo Lanning—. ¿Y qué más?
—Lo evidente. Cuando sometió sus cálculos que comportaban la ecuación
sobre la longitud del mínimo intervalo para el salto interestelar..., ello
significaba la muerte de seres humanos. Aquí fue donde la máquina de
Consolidated quedó completamente destrozada. Pero yo había quitado importancia
a la muerte ante el Cerebro, no enteramente, porque la Primera Ley no puede
nunca ser infringida, pero sí lo suficiente para que el Cerebro dirigiese una
segunda mirada a la ecuación. Lo suficiente para darle tiempo de darse cuenta
que una vez transcurrido el intervalo, los hombres volverían a la vida, de la
misma manera que la materia y la energía de la nave volverían a su existencia.
Esta llamada «muerte», en otras palabras, sería un fenómeno estrictamente
temporal. ¿Comprenden? —terminó mirando a su alrededor.
Todos escuchaban atentamente. Susan prosiguió:
—Aceptó, entonces, el punto, pero no sin un cierto chirrido. Incluso
con la muerte temporal y disminuida su importancia, tuvo suficiente para
desequilibrarlo considerablemente. Adoptó una actitud humorística —prosiguió
con más calma—; es una especie de evasión, comprenden, un método de evadirse
parcialmente de la realidad. Empezó a bromear.
Powell y Donovan se habían puesto en pie.
—¿Cómo?
Donovan estaba mucho más acalorado.
—Así —dijo Susan—. Se ocupó de ustedes y los mantuvo a salvo, pero no
podían manejar los controles porque sólo los podía manejar él, el humorista
Cerebro. Podíamos comunicarnos por radio, pero no podían ustedes contestar.
Tenían mucha comida, pero sólo habichuelas y leche. Entonces murieron, por
decirlo así, pero volvieron a vivir, y el período de su vida fue...,
interesante. Me gustaría saber cómo lo hizo. Eran las bromitas del Cerebro,
pero no quería hacer daño.
—¡No quería hacer daño! —gritó Donovan—. ¡Ah, si el monigote ése
tuviese tan sólo un cuello...!
—Bien, bien, ha sido un lío —dijo Lanning levantando una mano
apaciguadora—, pero todo ha terminado. ¿Y ahora, qué?
—Pues —dijo Bogert tranquilamente—, es obvio que nos corresponde
mejorar la nave del espacio curvo. Debe haber alguna manera de solucionar el
intervalo de salto. Si lo hay, somos la única organización que dispone de un
super-robot en gran escala, de manera que si lo hay tenemos que encontrarlo. Y
entonces..., U. S. Robots tiene el viaje interestelar, y la Humanidad tiene la
oportunidad del imperio galáctico.
—¿Y Consolidated? —preguntó Lanning.
—¡Eh! —interrumpió súbitamente Donovan—. Quiero hacer una sugerencia,
aquí. Han metido a la U. S. Robots en un lío, como ellos esperaban, y todo ha acabado
bien, pero sus intenciones no eran piadosas. Y Greg y yo soportamos la mayor
parte de él.
—Bien, querían una respuesta y ya la tienen. Mandémosles esta nave,
garantizada, y la U. S. Robots puede cobrar los doscientos mil, más los gastos
de construcción. Y si la prueban..., dejemos que el Cerebro se divierta un poco
más antes de volverla a la normalidad.
—Me parece sumamente indicado —dijo Lanning, muy grave.
A lo cual Bogert añadió, distraídamente:
—Y estrictamente de acuerdo con el contrato, además.
LA PRUEBA
Pero tampoco era esto —dijo Susan Calvin, pensativa—. ¡Oh!, por último,
la nave y otras similares pasaron a ser propiedad del Gobierno; el Salto a
través del hiperespacio fue perfeccionado, y ahora tenemos colonias humanas en
los planetas de estrellas cercanas, pero no es esto.
Yo había terminado de comer y la miraba a través del humo de mi
cigarrillo.
—Lo que realmente cuenta es lo que le ha ocurrido a la gente de la
Tierra durante los últimos cincuenta años. Cuando yo nací, mi joven amigo,
acabábamos de salir de la última Guerra Mundial. Era un punto insignificante en
la historia, pero fue el final del nacionalismo. La Tierra era demasiado
pequeña para las naciones y empezaron a agruparse en Regiones. Tomó bastante
tiempo. Cuando yo nací, los Estados Unidos de Norteamérica eran todavía una
nación y no una simple parte de la Región Norte. De hecho, el nombre de la
corporación sigue siendo «United States Robots»... Y el cambio de naciones a
regiones, que ha estabilizado nuestra economía y ha traído lo que equivale a la
Edad de Oro, si comparamos este siglo con los anteriores, fue obra también de
nuestros robots.
—¿Se refiere usted a las Máquinas? —pregunté—. El Cerebro del que habla
usted fue la primera de las Máquinas, ¿no?
—Sí, pero no eran las Máquinas en lo que estaba pensando. Era más bien
en un hombre. Murió el año pasado. —Su voz adquirió súbitamente un tono
profundo de dolor—. O por lo menos se las arregló para morir, porque sabía que
no lo necesitábamos ya. Stephen Byerley.
—Sí, era quien yo suponía.
—Entró por primera vez en funciones en 2032. Usted no era más que un
chiquillo, entonces, de manera que no puede usted recordar lo extraño que era.
Su campaña por alcanzar la Alcaldía fue ciertamente la más extraña de la
historia...
* * *
Francis Quinn era un político de la nueva escuela. Esto, desde luego,
es una expresión sin sentido, como todas las expresiones de esta naturaleza. La
mayoría de las «nuevas escuelas» que tenemos eran duplicadas de la vida social
de la antigua Grecia y quizá, si supiésemos más sobre ellas, de la vida social
de la antigua Sumeria y de las habitaciones lacustres de la Suiza prehistórica.
Pero, para salir de lo que promete ser un enojoso y complicado
principio, es mejor dejar bien sentado que Quinn ni anduvo detrás de empleos ni
mendigó votos, ni hizo discursos ni llenó urnas. Como Napoleón no apretó jamás
un gatillo en Austerlitz.
Y como la política crea extrañas amistades, Alfred Lanning estaba
sentado en el otro lado de la mesa con su feroz mirada y las blancas cejas
fruncidas, inclinado hacia delante con su crónica impaciencia.
Si el hecho hubiese sido conocido de Quinn, le hubiera desagradado
profundamente. Su voz era amistosa, quizá profesional, incluso.
—Supongo que conoce usted a Stephen Byerley, doctor Lanning.
—He oído hablar de él. Como mucha gente.
—Sí, yo también. ¿Piensa usted quizá votar por él en las próximas
elecciones?
—No podría decirlo —respondió con una inconfundible acidez en el tono—.
No he seguido la política, de manera que no estoy enterado que aspire a ningún
puesto.
—Puede ser nuestro próximo alcalde. Desde luego, de momento no es más
que un abogado, pero...
—Sí, ya he oído la frase otras veces —interrumpió Lanning—. Pero me
pregunto si no podríamos tratar de los asuntos que nos ocupan.
—Estamos en los asuntos que nos ocupan, doctor Lanning —dijo Quinn en
tono de perfecta corrección—. Tengo interés en que el señor Byerley siga en su
cargo de «fiscal de distrito», y nada más, y es su interés ayudarme a
conseguirlo.
—¿Mi interés? ¡Vamos!
—Bien, digamos el interés de la «U. S. Robots & Mechanical Men
Corporation». Me dirijo a usted como Director Honorario de Investigaciones,
porque sé que su relación con las sociedades es, digamos, la de «estadista
veterano». Le escuchan con respeto, y, sin embargo, su relación con ellos no es
lo íntima que era ni dispone usted de una considerable libertad de acción;
aunque esta acción sea en cierto modo heterodoxa.
El doctor Lanning permaneció algunos momentos silencioso, como si
estuviese dando vueltas a sus pensamientos. Más suavemente, dijo:
—No le sigo a usted en absoluto, señor Quinn.
—No me sorprende, doctor Lanning. Pero es muy sencillo. ¿Me permite?...
—Quinn encendió un delgado cigarrillo con un elegante encendedor y su demacrado
rostro adquirió una cierta expresión de ironía—. Hemos hablado del señor
Byerley, extraño e incoloro personaje. Hace tres años era un desconocido. Ahora
es muy conocido. Es un hombre fuerte y capaz, y seguramente el fiscal más
inteligente que hemos conocido. Desgraciadamente no es amigo mío...
—Comprendo —dijo Lanning mecánicamente, mirándose las uñas.
—El año pasado tuve ocasión —prosiguió Quinn pausadamente— de hacer
investigaciones agotadoras, acerca del señor Byerley. Es siempre útil,
comprende usted, someter la vida pasada de los reformadores políticos a una
minuciosa investigación. Si supiese usted cuán frecuentemente esto ayuda a...
—Hizo una pausa para mirar sonriente el fuego de su cigarrillo—. Pero el pasado
de Byerley es insignificante. Una vida tranquila en un pueblecito, una
educación universitaria, una esposa que murió joven, un accidente de auto con
una lenta convalecencia, su traslado a la metrópoli y su nombramiento de
«fiscal».
Francis Quinn movió la cabeza y prosiguió:
—Pero su vida actual... ¡Ah, esto es notable! ¡Nuestro «fiscal de
distrito» no come!
—¿Cómo dice? —saltó Lanning con la viva sorpresa pintada en sus ojos,
hundidos por la edad.
—Nuestro «fiscal de distrito» no come —repitió marcando las sílabas—.
Modificaré ligeramente mis palabras. No le han visto nunca comiendo ni
bebiendo. ¡Nunca! ¿Comprende usted el significado de la palabra? ¡No
raramente..., nunca!
—Lo considero increíble. ¿Puede usted confiar en sus investigadores?
—Puedo confiar en mis investigadores y no lo considero en absoluto
increíble. Más aún, nuestro «fiscal» no ha sido nunca visto bebiendo, en el
sentido acuático de la palabra, como en el alcohólico..., ni durmiendo. Hay
otros factores, pero creo mi deber precisar.
Lannig se echó atrás en su asiento y entre los dos hombres reinó un
silencio preñado de amenazas. Finalmente, el roboticista movió la cabeza:
—No —dijo—. Acoplando sus declaraciones, sólo hay una posibilidad a la
que podría usted hacer referencia..., y ésta es imposible.
—¡Pero el hombre es completamente inhumano, doctor Lanning!
—Si me dijese usted que es Satanás enmascarado tendría usted una remota
probabilidad para que le creyese.
—Le digo a usted que es un robot, doctor Lanning.
—Y yo le digo a usted que es la suposición más absurda que he oído
jamás.
—De todos modos —dijo Quinn, apagando su cigarrillo con minucioso
cuidado—, tendrá usted que investigar esta imposibilidad con todos los recursos
de los que dispone la Corporación.
—Me es imposible emprender esta tarea, Quinn. No va usted a sugerir que
la Corporación tome parte en estas intrigas políticas...
—No tiene usted elección posible. Suponga que diese publicidad a los
hechos sin pruebas. Las apariencias son suficientemente probatorias.
—Si le conviene así...
—No me conviene. Las pruebas serían preferibles. Y no le conviene a
usted, tampoco, porque la publicidad sería muy perjudicial para su compañía.
Está usted perfectamente enterado, supongo, de la estricta prohibición del
empleo de robots en los mundos habitados...
—¡Ciertamente! —exclamó con brusquedad.
—Ya sabe usted que la «U. S. Robots & Mechanical Men Corporation»
es la única manufacturera de robots positrónicos del Sistema Solar, y si
Byerley es un robot, es un robot positrónico. También sabe usted que los robots
positrónicos son arrendados, pero no vendidos; que la Corporación sigue siendo
dueña y empresaria de cada robot, y es por ello responsable de todas sus
acciones.
—Es una cosa muy fácil, señor Quinn, probar que la Corporación no ha
fabricado jamás un robot de tipo humanoide.
—¿Puede hacerse? Es discutir simplemente las posibilidades.
—Sí, puede hacerse.
—¿Secretamente, supongo, también? ¿Sin examinar sus libros?
—El cerebro positrónico, no. Hay demasiados factores afectados, y es
susceptible de una minuciosa investigación gubernamental.
—Sí, pero los robots se desgastan, se estropean, quedan inútiles..., y
son desguazados.
—Y los cerebros positrónicos, empleados nuevamente o destruidos.
—¿De veras? —dijo Francis Quinn, permitiéndose una punta de sarcasmo—.
¿Y si uno de ellos no fuese, accidentalmente, desde luego, destruido..., y
hubiese casualmente una estructura humanoide esperándolo...?
—¡Imposible!
—Tendrá usted que probarlo al Gobierno y al público, de manera que no
me lo pruebe usted ahora a mí.
—Pero..., ¿cuál podría ser nuestro propósito? —preguntó Lanning,
exasperado—. ¿Qué motivo podemos tener? Concédanos por lo menos un mínimo de
sentido común...
—Mi querido doctor, escuche. La Corporación se consideraría muy feliz
de tener el permiso de varias Regiones de usar el robot humanoide en los mundos
habitados. Los beneficios serían enormes. Pero el perjuicio causado al público
por semejante práctica es demasiado grande.
Supongamos que lo acostumbra al uso de tales robots primero..., veamos,
tenemos un eminente abogado, un buen alcalde..., y es un robot. ¿No compraría
usted nuestros mayordomos robots?
—Completamente fantástico. De un humorismo que bordea con el ridículo.
—Lo imagino. ¿Por qué no lo prueba? ¿O prefiere usted verdaderamente
probarlo en público?
La luz del despacho iba menguando, pero no había menguado lo suficiente
para oscurecer el rubor de la confusión en el rostro de Alfred Lanning. El dedo
del roboticista apretó lentamente un botón y la luz de las paredes iluminó la
habitación, dándole nueva vida.
—Bien, entonces... —gruñó—, veamos.
El rostro de Stephen Byerley no es fácil de describir. Tenía cuarenta
años según la partida de nacimiento y cuarenta por su aspecto sano y bien
nutrido. Cuando se reía lo hacía con un aire de sinceridad y ahora se estaba riendo.
Se reía fuerte y continuamente, su risa se desvanecía por un instante..., y
volvía a empezar.
Y el de Alfred Lanning demostraba una rígida y amarga reprobación. Hizo
un leve gesto a la doctora sentada a su lado, pero ésta se limitó a avanzar
ligeramente los labios. Byerley parecía irse calmando.
—Realmente, doctor Lanning..., realmente... ¡Yo..., un robot!
—No es una declaración mía —dijo Lanning, secamente—. Estoy encantado
de considerarlo un miembro de la Humanidad. No habiéndolo confeccionado jamás
nuestra Corporación, estoy convencido del hecho que lo es usted..., en el
sentido legal de la palabra en todo caso. Pero, en vista que la afirmación
respecto a que es usted un robot, nos ha sido facilitada por un hombre de una
cierta solvencia moral...
—No pronuncie usted su nombre, si tiene que hacer desprender un grano
de arena de su ética de granito, pero supongamos, por pura conveniencia de la
discusión, que fuese el señor Francis Quinn, y prosigamos.
Lanning produjo una especie de ronquido de ferocidad ante la
interrupción e hizo una larga pausa antes de continuar.
—... por un hombre de una cierta solvencia moral, sobre cuya identidad
no me interesa hacer conjeturas, me veo obligado a rogarle que nos ayude a
demostrar lo contrario. El simple hecho que una declaración tal pudiese ser
adelantada y publicada por los medios que este hombre dispone, sería ya un mal
golpe para la compañía que represento..., aunque la acusación no fuese jamás
probada. ¿Me comprende?
—¡Oh, sí, veo muy claramente su situación! La acusación es en sí
ridícula. La posición en que usted se encuentra, no. Le pido perdón si mi risa
lo ha ofendido. Era de lo primero de lo que me reía, no de lo segundo. ¿En qué
forma puedo ayudarlo?
—Muy sencillamente. Basta con que se siente usted en un restaurante en
presencia de testigos, coma y le saquen una fotografía. —Lanning se echó atrás
en su silla; lo peor de la conversación había pasado ya. La doctora observaba a
Byerley con expresión aparentemente absorta, pero no intervino para nada en la
conversación. Stephen Byerley captó su mirada y se volvió hacia Lanning.
Durante algunos instantes jugueteó con el pisapapeles, que era el único objeto
de su mesa.
—No creo poder complacerlos —dijo pausadamente—. Pero, espere, doctor
Lanning —añadió, levantando una mano—. Me hago perfectamente cargo del hecho
que todo esto es sumamente desagradable para usted, que ha sido inducido a ello
contra su voluntad, y que se da usted cuenta que está desempeñando un papel
indigno e incluso ridículo. Sin embargo, este asunto está todavía más
íntimamente ligado conmigo, de manera que sea tolerante. En primer lugar, ¿qué
le hace a usted creer que Quinn..., ese hombre de una cierta responsabilidad
moral, sabe usted..., no le ha engañado a fin de inducirle a hacer lo que está
usted precisamente haciendo?
—Me parece muy improbable que una persona de reputación se pusiese en
peligro de una forma tan ridícula, si no estuviese convencida que pisaba
terreno firme.
En los ojos de Byerley asomó un destello de humor.
—No conoce usted a Quinn. Conseguiría pisar terreno firme en la cresta
de una montaña, donde no aguantaría ni una cabra. ¿Supongo que le mostró a
usted los detalles de la investigación que dice haber hecho sobre mí?
—Lo suficiente para convencerme de lo molesto que sería ver a la
corporación refutarlos, cuando puede usted hacerlo tan fácilmente.
—¿Entonces le cree usted cuando le dice que no como? Es usted un
científico, doctor Lanning. Piense con la lógica necesaria. No me han visto
nunca comiendo porque no como nunca, ¿no es eso? ¡Al fin y al cabo es eso!
—Está usted empleando argucias de un abogado para hacer confusa la que
en realidad es una situación muy clara.
—Al contrario, estoy tratando de poner en claro lo que entre Quinn y
usted han complicado extraordinariamente. Duermo poco, ¿comprende usted?, y
desde luego, no duermo en público. No me gusta comer con los demás, una
idiosincrasia que es inusitada y probablemente neurótica, pero que no hace daño
a nadie. Permítame que le exponga una suposición, doctor Lanning. Supongamos
que tenemos un político interesado en derrotar a un candidato reformista a toda
costa y mientras investiga su vida privada se encuentra además que a fin de
anular efectivamente esta candidatura, acude a su compañía como agente ideal. ¿Espera
usted que vaya y le diga: «Fulano es un robot porque no come nunca con nadie ni
le hemos visto dar cabezadas en medio de una causa y una vez que me asomé a su
ventana, seguía allí sentado con un libro en la mano a altas horas de la noche,
y miré su nevera y no había nada de comer en ella»? Si le hubiese dicho a usted
esto hubiera enviado por la camisa de fuerza. Pero en su lugar, le dice: «No
duerme nunca, no come nunca». Y lo impresionante de esta declaración lo ciega a
usted hasta el punto que no ve la verdad, es imposible de probar. Está jugando
con usted, en sus manos, propalando el rumor.
—Prescindiendo ahora —empezó Lanning con amenazadora obstinación— del
hecho que considere usted este asunto serio o no, bastaría sólo la comida a que
he hecho referencia para darlo por terminado.
Byerley se volvió nuevamente hacia Susan, que seguía mirándolo
inexpresivamente.
—Perdóneme, no sé si he entendido bien su nombre... ¿Es Susan Calvin,
verdad?
—Sí, señor Byerley.
—Es usted la psicóloga de la U. S. Robots, ¿verdad?
—Robopsicóloga, por favor.
—¡Ah! ¿Tan diferentes son mentalmente los robots del hombre?
—Son mundos diferentes. Los robots son esencialmente honrados —dijo con
una sonrisa helada.
—Esto es un golpe fuerte —dijo el abogado con un poco de sorna—. Pero
lo que quería decir era lo siguiente. Puesto que es usted psicólo...,
robopsicóloga, perdón, y mujer, apostaría a que ha hecho usted algo en lo que
el doctor Lanning no ha pensado.
—¡Ah!, ¿y qué es?
—Llevar algo de comer en el bolso.
Un rápido destello apareció en los astutos ojos de Susan.
—Es usted sorprendente, señor Byerley —dijo.
Y abriendo su bolso, sacó una manzana. Pausadamente, se la tendió.
Después de la primera impresión de sorpresa, Lanning observaba cuidadosamente
los gestos de las dos manos. Pausadamente, Stephen Byerley mordió la manzana y
se tragó el pedazo.
—¿Lo ve usted, doctor Lanning?
Lanning sonrió con tal alivio, que incluso sus cejas parecieron llenas
de benevolencia. Un alivio que sólo sobrevivió un frágil segundo.
—Tenía curiosidad de ver si era capaz de comérsela —dijo Susan Calvin—,
pero, desde luego, este caso no prueba nada.
—¿No? —preguntó Byerley con una mueca.
—Desde luego que no. Es obvio, doctor Lanning, que si este hombre fuese
un robot humanoide, sería una perfecta imitación. Es casi demasiado humano para
ser creíble. Después de todo, hemos estado viendo y observando seres humanos
toda nuestra vida; sería imposible imaginar nada que estuviese más cerca de
nosotros. Tenía que ser perfecto. Observe la contextura de la piel, la calidad
del iris, la formación huesuda de la mano. Si es un robot, quisiera que lo
hubiese fabricado la U. S. Robots, porque es un buen trabajo. ¿Supone usted,
entonces, que quien es capaz de prestar atención a tales minucias descuidará
algunos dispositivos para conseguir hacerlo comer, dormir y eliminar? Para
casos de urgencia solamente, quizá; como, por ejemplo, la situación que se está
presentando aquí. De manera que una comida no prueba en realidad nada.
—Espere, espere —saltó Lanning—. No soy tan imbécil como parecen
ustedes creer. No me interesa el problema de la humanidad o inhumanidad del
señor Byerley. Me interesa sacar a la corporación del aprieto. Una comida en
público terminaría el asunto y lo mantendría terminado dijese lo que dijese
Quinn. Podemos dejar los detalles más minuciosos a los abogados y
robopsicólogos.
—Pero, doctor Lanning —dijo Byerley—, olvida usted el cariz político de
la situación. Tengo tanto interés en ser elegido como Quinn de impedírmelo. A
propósito, ¿se ha dado usted cuenta que ha pronunciado su nombre? Ha sido un
truco inocente mío; sabía que ocurriría así antes que hubiésemos terminado.
—¿Qué tiene que ver con esto la elección? —preguntó Lanning,
sonrojándose.
—La publicidad surte efecto en los dos sentidos. Si Quinn quiere
llamarme robot y tiene la desfachatez de hacerlo, yo tengo la desfachatez de
jugar el juego de esta forma.
—¿Quiere usted decir que...?
—Exactamente; quiero decir que voy a dejarlo seguir adelante, elegir la
cuerda, probar su resistencia, cortar la medida, hacer el nudo, meter la cabeza
en él y hacer una mueca. Yo puedo hacer lo poco que falta.
—Muy confiado me parece usted...
—Dejémoslo, Alfred —dijo Susan Calvin poniéndose de pie—. No
conseguiremos hacerle cambiar de manera de pensar sobre este punto.
—¿Lo ve usted? —dijo Byerley con una amable sonrisa—. También es usted
una psicóloga humana...
Pero quizá no toda la confianza que el doctor Lanning había podido
observar subsistía aún aquella noche cuando el auto de Byerley se colocó en la
pista automática que llevaba al garaje subterráneo y cuando después atravesó la
calle para dirigirse a su casa.
Una persona sentada en un sillón de ruedas levantó la vista y sonrió al
oírlo entrar. El rostro de Byerley se iluminó, afectuoso. Se acercó a ella. La
voz del inválido era un susurro estridente que salía de una boca torcida a un
lado, en un rostro cuya mitad eran cicatrices.
—Vienes tarde, Steve.
—Lo sé, John, lo sé. Pero me he encontrado con una perturbación
peculiar e interesante, hoy.
—¿Sí? —Ni el rostro destrozado ni la voz ronca podían tener expresión,
pero en los ojos claros se pintaba la ansiedad—. ¿Nada que no puedas
solucionar?
—No estoy del todo seguro. Quizá necesite tu ayuda. Eres el más
brillante de la familia. ¿Quieres que te lleve fuera, al jardín? Hace una noche
magnífica.
Dos potentes brazos levantaron a John del sillón de ruedas.
Gentilmente, casi como una caricia, los brazos de Byerley sostenían al
paralítico por debajo de los hombros y las inútiles piernas. Cuidadosa y
lentamente cruzaron las habitaciones, bajaron la suave rampa construida ex
profeso para el sillón de ruedas y salieron al jardín posterior de la casa.
—¿Por qué no dejas que use mi sillón, Steve? Es una tontería.
—Porque prefiero llevarte. ¿Tienes algo que objetar? Ya sabes que estás
tan contento de salir de este aparato mecanizado por algún tiempo como yo de
llevarte de él. ¿Qué tal te sientes hoy? —añadió depositando a John con
infinito cuidado sobre la hierba fresca.
—¿Cómo me siento?... ¡Cuéntame qué te ha ocurrido!
—La campaña de Quinn se basará en su pretensión respecto a que soy un
robot.
—¿Cómo lo sabe? —exclamó John abriendo los ojos—. ¡Es imposible! ¡No
puedo creerlo!
—Espera, te digo que es así. Ha mandado a dos ases científicos de la
«U. S. Robots & Mechanical Men Corporation» a discutir conmigo a mi
despacho.
Las torpes manos de John arrancaban la hierba.
—Comprendo, comprendo...
—Pero no podemos permitir que elija su terreno —dijo Byerley—. Tengo
una idea. Escúchame y dime si podemos llevarla a cabo...
La escena, tal como aparecía aquella noche en el despacho de Lanning,
era una colección de miradas. Francis Quinn miraba meditabundo a Alfred
Lanning. La mirada de Lanning estaba furiosamente fija en Susan Calvin, quien,
a su vez, miraba impasible a Quinn.
Haciendo un esfuerzo por parecer tranquilo, Quinn dijo:
—Va inventándolo todo a medida que lo hace.
—¿Va usted a jugar sobre esto, señor Quinn? —preguntó Susan
indiferente.
—Pues..., es su juego, en realidad.
—Mire —dijo Lanning pretendiendo ocultar su pesimismo con la
jactancia—, hemos hecho lo que nos ha dicho. Hemos visto al hombre comer. Es
ridículo pretender que sea un robot.
—¿Lo cree usted así? —lanzó Quinn en dirección a Susan—. Lanning ha
dicho que era usted la técnica de la sociedad.
—Veamos, Susan... —dijo Lanning en tono casi amenazador.
—¿Por qué no la deja hablar, hombre? —interrumpió Quinn—. Lleva aquí
media hora muda como un poste.
Lanning estaba positivamente extenuado. De lo que entonces sentía a un
estado paranoico no había más que un paso.
—Muy bien, diga lo que tenga que decir, Susan —dijo—. No la
interrumpiremos.
Susan le dirigió una mirada inexpresiva y después fijó sus ojos en
Quinn.
—Para probar definitivamente que el señor Byerley es un robot no hay
más que dos caminos. Hasta ahora sólo aportan ustedes indicios circunstanciales
con los cuales pueden acusar, pero no probar..., y creo que Byerley es
suficientemente inteligente para contrarrestar esta clase de material.
Probablemente piensan ustedes lo mismo, de lo contrario no estarían aquí.
»Los dos métodos de prueba son el físico y el psicológico. Físicamente,
se le puede disecar o utilizar los rayos X. Cómo conseguirlo, sería su
problema. Psicológicamente, su conducta puede ser estudiada, porque si es un
robot positrónico tiene que conformarse según las tres Leyes de la Robótica. Un
cerebro positrónico no puede ser construido sin ellas. ¿Conoce usted las Leyes,
señor Quinn?
Las citó lenta y cuidadosamente, destacando palabra por palabra el
famoso y ostentoso título de la página primera del Manual de Robótica.
—He oído hablar de ellas —dijo Quinn.
—Entonces, el caso es fácil. Si el señor Byerley comete una infracción
a una de estas leyes, no es un robot. Desgraciadamente, este procedimiento
tiene solo una dirección. Si se amolda a las leyes, el hecho no probaría ni una
cosa ni otra.
—¿Por qué no, doctor? —preguntó Quinn.
—Porque, si se detiene usted a estudiarlas, verá que las tres Leyes de
Robótica no son más que los principios esenciales de una gran cantidad de sistemas
éticos del mundo. Todo ser humano se supone dotado de un instinto de
conservación. Es la Tercera Ley de la Robótica. Todo ser humano bueno, siendo
la consecuencia social del sentido de responsabilidad, deberá someterse a la
autoridad constituida; obedecer a su doctor, a su Gobierno, a su psiquiatra, a
su compañero; incluso si son un obstáculo a su comodidad y seguridad. Es la
Segunda Ley de la Robótica. Todo ser humano bueno, debe, además, amar a su
prójimo como a sí mismo, arriesgar su vida para salvar a los demás. Ésta es la
Primera Ley de la Robótica. Para exponerlo claramente, si Byerley observa todas
las reglas de la robótica, puede ser un robot, pero puede también ser
simplemente una buena persona.
—Entonces —dijo Quinn— me está usted diciendo que no podrá jamás probar
que sea un robot.
—Puedo quizá probar que no es un robot.
—No es ésta la prueba que quiero.
—Tendrá usted la prueba tal como exista. Es usted el único responsable
de sus propios deseos.
La mente de Lanning se aferró en aquel momento a una idea.
—¿No se le ha ocurrido a nadie —gruñó—que la profesión de «fiscal de
distrito» es una ocupación bastante extraña para un robot? Acusar a seres
humanos..., sentenciarlos a muerte..., causándoles un daño considerable...
—No, no se saldrá usted nunca de esto por este camino —saltó Quinn
impaciente—. El ser «fiscal de distrito» no lo hace humano. ¿No conoce usted su
hoja de servicios? ¿No sabe usted que se jacta de no haber acusado nunca a un
inocente, que hay cantidad de hombres que no han sido procesados porque las
pruebas contra ellos no lo convencían, pese a que hubiera, probablemente podido
convencer al jurado de su culpabilidad y condenarlos a ser atomizados? Pues es
así.
—No, Quinn, no —dijo Lanning temblándole las mejillas—. No hay en las
Leyes Robóticas nada que permita juzgar de la culpabilidad humana. Un robot no
puede juzgar si un ser humano merece o no la muerte. No es él quien debe
decidir. No puede hacer daño a un ser humano, ya sea de la variedad granuja, o
de la variedad ángel.
—Alfred —intervino Susan Calvin, visiblemente cansada—, no diga
tonterías. ¿Qué ocurre si un robot ve un loco que va a pegarle fuego a una casa
llena de gente? ¿Detendrá al loco, no?
—Desde luego.
—¿Y si la única manera de detenerlo fuese matarlo...?
Lanning produjo un sonido gutural. Eso fue todo.
—La respuesta, Alfred, es que haría cuanto le fuese posible por no
matarlo. Si el loco moría, el robot necesitaría un tratamiento psicoterápico
porque podría fácilmente volverse loco ante el conflicto que se le había
presentado: infringir la Primera Ley para observar la Primera Ley en un sentido
del mal menor. Pero habría un hombre muerto y un robot que lo habría matado.
—Bien, y, ¿está Byerley acaso loco? —preguntó Lanning con todo el
sarcasmo que pudo poner en su voz.
—No, pero tampoco ha matado personalmente a nadie. Ha expuesto hechos
que demostraban que un hombre podía llegar a ser peligroso para la gran masa
humana que llamamos sociedad. Protege la mayoría y de esta forma observa la
Primera Ley en su máxima potencialidad. Hasta aquí es donde llega él. Es el
juez quien condena al acusado a muerte o prisión una vez que el jurado ha
juzgado de su culpabilidad o inocencia. Es el carcelero quien lo encierra, el
verdugo quien lo mata. Pero Byerley no ha hecho más que decidir la verdad y
ayudar a los humanos. A decir verdad, señor Quinn, he estudiado la carrera de
Byerley desde que llamó usted nuestra atención sobre él. He observado que no ha
pedido nunca la pena de muerte en sus conclusiones ante el jurado. He descubierto
también que con frecuencia ha hablado en pro de la supresión de la pena capital
y ha contribuido generosamente en las instituciones de investigación
consagradas a la neurofisiología criminal. Al parecer cree más en la curación
que en el castigo de los criminales. Considero esto muy significativo.
—¿De veras? —dijo Quinn sonriendo—. ¿Significativo de cierto olor de
robotismo, quizá?
—¿Quizá? ¿Por qué negarlo? Acciones como éstas lo mismo pueden proceder
de un robot que de un ser humano honorable y decente. Pero..., ¿comprende
usted?, lo que pasa es que no hay manera de diferenciar un robot de un ser
humano bueno.
Quinn se echó atrás en la silla. Su voz temblaba de impaciencia.
—Doctor Lanning, ¿es perfectamente posible crear a un robot humanoide que
duplicaría perfectamente a un ser humano y su apariencia, verdad?
Lanning permaneció reflexionando largo rato.
—Ha sido hecho experimentalmente por la U. S. Robots —dijo a su pesar—
sin el aditamento del cerebro positrónico, desde luego. Empleando óvulos
humanos, y control hormonal se puede desarrollar carne y piel humanas sobre un
esqueleto de plásticos porosos de sílice que desafiarían todo examen externo.
Los ojos, el cabello, la piel, serían realmente humanos, no humanoides. Y si le
añade usted un cerebro positrónico y demás dispositivos interiores que pueda
desear, tiene usted un robot humanoide.
—¿Cuánto tiempo se necesitaría para fabricarlo?
—Si disponía usted de todo su equipo —dijo Lanning después de haber
reflexionado—, el cerebro, el esqueleto, el óvulo, las hormonas adecuadas y las
radiaciones..., digamos dos meses.
—En este caso veremos qué aspecto ofrecen las entrañas del señor
Byerley —dijo Quinn agitándose en su silla—. Será una publicidad para la U. S.
Robots..., pero le doy esta probabilidad.
Una vez que quedaron solos, Lanning se volvió impaciente hacia Susan
Calvin.
—¿Por qué insiste usted en...?
Pero Susan respondió secamente y con calor:
—¿Qué prefiere usted, la verdad o mi dimisión? No voy a mentir por
usted. No se vuelva cobarde...
—¿Qué ocurrirá si abre a Byerley y de dentro caen ruedas dentadas y
mecanismos? ¿Qué pasa entonces?
—No abrirá a Byerley —dijo Susan desdeñosa—. Byerley es tan inteligente
como Quinn..., por lo menos.
La noticia estalló en la ciudad una semana antes que Byerley tuviese
que ser elegido. «Estalló» es una palabra mal empleada. Se arrastró, se filtró,
serpenteó por la ciudad. Y mientras Quinn acentuaba su presión en los centros
accesibles, las risas aumentaban, un elemento de vaga incertidumbre intervenía
y la gente comenzaba a dudar.
La misma convención adoptaba una actitud de semental indómito. Hasta
entonces no había habido rival a la vista. Una semana antes no quedaba otro
nombramiento que el de Byerley. Ni siquiera entonces había substituto. Tenían que
nombrarlo, pero reinaba la confusión.
La situación no hubiera sido tan grave si el individuo no se viese
hecho jirones entre la enormidad de la acusación, si era cierta, y su
sensacional locura, si era falsa.
Al día siguiente de la designación de Byerley como candidato, un
periódico publicó el resumen de una larga entrevista con la doctora Susan
Calvin, «la mundialmente famosa técnica en robopsicología y positrones».
El efecto que produjo podría calificarse sucintamente de infernal.
Era lo que los Fundamentalistas estaban esperando. No eran un partido
político; no pretendían practicar ninguna religión. Eran esencialmente los que
no se habían adaptado a lo que en otro tiempo se llamó la Edad Atómica, en los
días en que el átomo era una novedad. En realidad, eran hombres sencillos que
aspiraban a una vida que a los que la vivían no les parecía probablemente tan
sencilla, y habían sido, por consiguiente, hombres sencillos a su vez.
Los Fundamentalistas no invocaban ningún nuevo motivo para detestar los
robots y los que los manufacturaban; pero un nuevo motivo, como la acusación de
Quinn y el análisis de Susan Calvin, eran suficientes para exteriorizar esta
aversión.
Los vastos talleres de la «U. S. Robots & Mechanical Men
Corporation» eran una colmena de guardias armados. Se preparaban para la
guerra.
En la ciudad, la casa de Stephen Byerley estaba llena de policías.
La campaña política, desde luego, perdió todo otro punto de vista y
parecía una campiña sólo porque era algo que llenaba el intervalo entre
designación y elección.
Stephen Byerley no permitió que el agitado hombrecillo lo distrajese.
Permaneció impávido ante los uniformes del fondo de la habitación. Fuera de la
casa, más allá de la hilera de guardias, esperaban fotógrafos y periodistas, de
acuerdo con las tradiciones de su casta. Una instalación de televisión enfocaba
la entrada de la modesta residencia del fiscal, mientras un sintético y
excitado locutor emitía ampulosos comentarios.
El agitado hombrecillo avanzó tendiéndole una hoja de papel.
—Esto, señor Byerley, es el mandato judicial autorizándome a registrar
la casa en busca de la presencia, ilegal..., de hombres mecánicos o robots de
cualquier especie.
Byerley se incorporó y tomó la hoja de papel. La miró indiferente y la
devolvió con una sonrisa.
—Todo en orden. Entre. Cumpla con su deber. Señora Hoppen —dijo,
dirigiéndose a su ama de llaves que aparecía perpleja a la puerta de la
habitación—, tenga la bondad de acompañarnos y ayúdelos en lo que pueda.
El hombrecillo agitado, cuyo nombre era Harroway, vaciló, se sonrió
visiblemente, fracasó en su intento de captar la mirada de Byerley y,
dirigiéndose a los dos policías, murmuró:
—Vamos...
A los diez minutos regresaba.
—¿Han terminado? —preguntó Byerley en el tono de la persona a quien no
interesa el asunto ni le importa la contestación.
Harroway carraspeó, hizo un fracasado intento por hablar con su voz de
falsete y de nuevo empezó embarazado:
—Mire usted, señor Byerley, nuestras instrucciones eran de registrar la
casa de arriba abajo.
—¿Y no lo han hecho?
—Nos han dicho exactamente lo que teníamos que buscar.
—¿Y bien?
—En una palabra, señor Byerley, sin querer herir sus susceptibilidades,
nos han dado orden de registrarlo a usted.
—¿A mí? —preguntó el fiscal, ensanchando su sonrisa—. ¿Y cómo tiene
usted intención de hacerlo?
—Tenemos un aparato radiopenetrador...
—¿Entonces, me van ustedes a tomar una fotografía en rayos X, verdad?
¿Tiene usted autorización?
—Ya ha visto usted el auto del juez...
—¿Puedo verlo de nuevo?
Harroway, con un brillo en la frente que no era sólo de entusiasmo, se
lo dio otra vez.
—Veo aquí la descripción de lo que tiene usted que registrar —dijo
Byerley tranquilamente—. Leo: «la casa situada en 355 Willow Grove, Evenstron,
perteneciente a Stephen Allen Byerley, así como el garaje, almacén u otras
construcciones y edificios de su propiedad, así como los terrenos
adyacentes...», etc... En orden. Pero, mi buen amigo, aquí no dice nada
respecto a registrar mi interior. No formo parte del alojamiento. Puede usted
registrar mis ropas, si cree que llevo un robot, oculto en el bolsillo...
A Harroway no le quedaba la menor duda acerca de la persona a quien
debía aquella misión. No pensaba, sin embargo, quedarse atrás una vez le habían
dado la ocasión de ganarse un ascenso..., y una mejor paga.
—Mire, señor Byerley. Tengo autorización para registrar los muebles y
la casa y todo lo que encuentre dentro de ella. ¿Está usted en ella, no?
—Una observación verdaderamente notable. Estoy en ella, en efecto. Pero
no soy ningún mueble. Como ciudadano en pleno uso de mis facultades (poseo el
certificado del psiquiatra que lo prueba) tengo ciertos derechos que me son
conferidos por los Artículos Regionales. Registrarme a mí constituiría una
violación de mis derechos civiles. Este papel no es suficiente.
—Seguro, pero si es usted un robot, no tiene usted derechos civiles.
—Exacto, pero este papel no es suficiente. Me reconoce implícitamente
como un ser humano.
—¿Dónde?
—Donde dice «la casa perteneciente a fulano...». Un robot no puede ser
propietario. Y puede usted decirle a su jefe, señor Harroway, que si intenta
dictar otro documento que no me reconozca implícitamente como ser humano, se
encontrará inmediatamente ante un requerimiento judicial y una demanda civil
obligándole a demostrar que soy un robot basándose en los hechos que tiene
actualmente en su posesión, o bien a pagar una indemnización por haber
intentado privarme ilegalmente de mis derechos regionales. ¿Se lo dirá usted,
verdad?
Harroway se dirigió hacia la puerta y al llegar a ella se volvió.
—Es usted un abogado astuto. —Con la mano en el bolsillo permaneció un
momento de pie. Después se marchó, sonrió delante de la placa de televisión que
seguía funcionando, hizo un signo a los periodistas y les gritó—: Mañana
tendremos algo para ustedes, muchachos. No es broma...
Ya en su coche, se arrellanó, sacó el diminuto mecanismo que llevaba en
el bolsillo y lo examinó cuidadosamente. Era la primera vez que había tomado
una fotografía por rayos X de reflexión. Esperaba haberlo hecho correctamente.
Quinn y Byerley no se habían encontrado nunca solos frente a frente.
Pero el fonovisor se parecía mucho a ello. De hecho, aceptándolo literalmente,
quizá la frase era apropiada, aun cuando para cada uno de ellos, el otro no
fuese más que el dibujo luminoso y oscuro alternativamente de una superficie de
fotocélulas.
Era Quinn quien había hecho la llamada. Era Quinn quien habló el
primero, y sin particular ceremonia.
—He pensado que le interesaría saber, Byerley, que tengo intención de
dar publicidad a la noticia que usa usted una coraza protectora contra la
radiopenetración.
—¿De veras? En este caso debe usted haberlo hecho público ya. Tengo la
vaga idea que nuestros emprendedores representantes de la prensa han
interceptado mis líneas telefónicas durante bastante tiempo. Sé que tienen las
líneas de mi despacho llenas de interferencias; ésta es la razón por la cual he
estado en casa las últimas semanas.
Byerley hablaba en tono amistoso, casi familiar.
—Esta llamada está protegida, de todos modos —dijo Quinn apretando los
labios—. La hago con un cierto riesgo personal.
—Lo imaginaba. Nadie sabe que está usted detrás de esta campaña: Por lo
menos, nadie lo sabe oficialmente. Pero nadie deja de saberlo oficiosamente. No
me importa. ¿De modo que empleo una coraza protectora? Supongo que lo descubrió
usted cuando el otro día su esbirro dio demasiada exposición a la fotografía de
radiopenetración.
—Debe usted darse cuenta, Byerley, que todo el mundo ve claramente que
no se atreve usted a someterse a un análisis por rayos X.
—Tan claramente como que usted y sus hombres menospreciaron mis
derechos civiles.
—Eso no les importa un comino.
—Es posible. Es bastante simbólico de nuestras dos campañas, ¿no cree?
Usted se preocupa muy poco de los derechos individuales del ciudadano. Yo me
preocupo mucho. No quiero someterme a los rayos X porque quiero mantener mis
derechos por una cuestión de principios. De la misma manera que mantendré los
de los demás, una vez elegido.
—Esto será el principio de un interesante discurso, pero nadie le
creerá. Demasiado ampuloso para ser verdad. Otra cosa... —añadió con un súbito
tono crispado en la voz—, el personal de su casa no estaba completo, la otra
noche.
—¿En que sentido?
—Según el informe —dijo, agitando unos papeles dentro del campo de
visión de la placa visual—, faltaba una persona..., un paralítico.
—Como lo dice usted —dijo Byerley sin entonación—, un paralítico. Mi
viejo profesor, que vive conmigo y está ahora en el campo..., desde hace dos
meses. Un «muy necesario reposo» es la frase corriente en estos casos. ¿Le da
usted su permiso?
—¿Su profesor? ¿Una especie de científico?
—Antiguamente abogado..., antes que fuese paralítico. Tiene el título
del Gobierno de investigador biofísico, con laboratorio propio y una
descripción completa del trabajo que realiza, apoyado por las más insignes
autoridades y de las cuales puede darle referencias. Es un trabajo sin
trascendencia, pero es una ocupación inofensiva y entretenida para un pobre
inválido... Lo ayudo tanto como puedo, ¿comprende?
—Comprendo. ¿Y qué sabe este..., profesor..., sobre la manufactura de
los robots?
—No puedo juzgar de la profundidad de sus conocimientos en un terreno
con el que no estoy familiarizado.
—¿No tendría acceso a los cerebros positrónicos?
—Pregúnteselo a sus amigos de la U. S. Robots. Ellos deben saberlo.
—Vamos a hablar claro, Byerley. Su profesor inválido es el verdadero
Stephen Byerley. Usted es su creación robótica. Podemos comprobarlo. Fue él
quien sufrió un accidente de automóvil, no usted. Habrá maneras de comprobar
los informes.
—¿De veras? ¡Hágalo, entonces! ¡Mis mejores deseos!
—Y podemos registrar la casa llamada de campo de su así llamado
profesor y ver qué encontramos en ella.
—Pues..., no lo sé, Quinn. Desgraciadamente para usted, mi así llamado
profesor es un inválido. Su casa de campo es su lugar de reposo. En estas
circunstancias, sus derechos como ciudadano responsable son todavía más
fuertes. No conseguirá usted una orden de registro de su casa sin demostrar una
causa justificada. Sin embargo, seré el último en intentar impedirle que lo
intente.
Hubo una pausa de cierta longitud, y Quinn se echó adelante, haciendo
desbordar los límites de su rostro de la placa de visión, de manera que las
líneas de su frente aparecieron con toda claridad.
—Byerley, ¿por qué sigue usted adelante? No puede usted ser elegido.
—¿No?
—¿Cree usted conseguirlo? ¿Cree usted que el hecho de no hacer el menor
intento de probar la falsedad de la acusación de ser un robot, cuando podría
hacerlo fácilmente con sólo infringir una de las tres Leyes, no surte más
efecto que convencer a la gente del hecho que es usted un robot?
—Lo único que veo es que, de letrado vagamente conocido, pero siempre
como un oscuro abogado metropolitano, me he convertido ahora en una figura
mundial. Es usted un buen agente de propaganda...
—Pero es usted un robot.
—Eso dicen, pero no lo prueban.
—Está suficientemente probado para la elección.
—Entonces descanse..., han ganado.
—Buenas tardes —dijo Quinn, con el primer tono de maldad en la voz,
mientras cerraba el visifono.
—Buenas tardes —respondió Byerley, imperturbable, inclinándose ante la
pantalla oscura.
Byerley volvió a traer a su casa a su «profesor» la semana antes de la
elección. El vehículo aéreo aterrizó rápidamente en una parte oscura de la
ciudad.
—No te muevas de aquí hasta después de la elección —le dijo Byerley—.
Será mejor que estés al margen si las cosas se pusiesen feas.
La ronca voz que salió pausadamente de la torcida boca de John tenía
acentos de preocupación.
—¿Hay peligro de violencia?
—Los Fundamentalistas amenazan con ella, de manera que supongo que la
hay, en sentido teórico. Pero en realidad, espero que no. No tienen un poder
real. No son más que el continuo factor irritante que al cabo de cierto tiempo
puede producir disturbios. ¿Te importa quedarte aquí? No quisiera tenerme que
preocupar por ti...
—¡Oh, me quedaré! ¿Sigues creyendo que todo irá bien?
—Estoy seguro de ello. ¿Nadie te ha molestado, allí?
—Nadie.
—¿Y por tu parte, todo fue bien?
—Bastante bien. No habrá dificultades por este lado.
—Entonces, ten cuidado y observa el televisor mañana, John —añadió
Byerley, estrechando la contorsionada mano que tenía en la suya.
La frente de Lenton era una colección de arrugas en suspenso.
Desempeñaba el poco agradable cargo de agente de la campaña electoral de
Byerley, una campaña que no era una campaña, por cuenta de una persona que se
negaba a revelar su estrategia y a aceptar la de su agente.
—¡No puedes! —Era su frase favorita. Había llegado a ser su única
frase—. ¡Te digo, Steve, que no puedes!
Se detuvo delante del fiscal, que estaba entretenido hojeando el texto
de su discurso.
—Deja esto, Steve. Mira, esta multitud ha sido organizada por los
Fundamentalistas. No tendrás auditorio. Lo más fácil es que seas lapidado. ¿Por
qué tienes que hacer un discurso en público? ¿Qué dificultad hay en una
grabación, una grabación visual?
—¿Quieres que gane la elección, no?
—¡Ganar la elección! ¡No vas a ganar, Steve! Estoy tratando de salvarte
la vida.
—¡Oh, no estoy en peligro!
—¡No estás en peligro! ¡No estás en peligro! —exclamó Lenton
produciendo un sonido áspero con la garganta—. ¿Vas a salir a este balcón
delante de cincuenta mil locos idiotas y hacerles entender la razón..., a un
balcón, como un dictador medieval?
—Dentro de unos cinco minutos —dijo Byerley, después de haber consultado
su reloj—, en cuanto estén libres las líneas de televisión.
La respuesta de Lenton no es traducible.
La muchedumbre llenaba una zona apartada de la ciudad. Los árboles y
las casas parecían crecer en medio de la masa humana. Y más allá, el resto del
mundo observaba. Era una elección puramente local, pero a pesar de esto, tenía
un público mundial. Byerley se daba cuenta y sonreía.
Pero no había de qué sonreír, en cuanto a la muchedumbre. Había
banderas y letreros, injuriando y atacando en todas las formas posibles su
supuesto robotismo. La hostilidad de aquella actitud iba creciendo en la
atmósfera de una manera tangible.
Desde un principio, el discurso fue un fracaso. Competía con los
aullidos de la muchedumbre y los rítmicos gritos de los grupos de
Fundamentalistas que formaban islas humanas entre la multitud. Byerley hablaba
lentamente, sin emoción...
Dentro, Lenton se mesaba el cabello, gruñía..., y esperaba que corriese
la sangre.
Se produjo un movimiento arremolinado en las primeras filas. Un
ciudadano de rostro anguloso, con los ojos salientes y ropas demasiado cortas
para sus alargados miembros, se abría paso hacia adelante. Un policía se
precipitó hacia él, tratando de detenerlo, pero Byerley lo apartó con un gesto.
El hombre delgado estaba debajo mismo del balcón. Sus palabras se
perdían entre el ruido, sin ser oídas. Byerley se inclinó sobre la barandilla.
—¿Qué dices? Si quieres hacer una pregunta justificada, la contestaré.
—Se volvió hacia uno de los guardias—. Haz subir a este hombre.
Hubo una gran expectación entre la muchedumbre. Gritos de: «¡Callarse!»
estallaron en varios sitios y el clamor se fue desvaneciendo. El hombre
delgado, de rostro escarlata, estaba delante de Byerley.
—¿Tienes alguna pregunta que hacer?
El hombre delgado se quedó mirándolo y con voz estridente, dijo:
—¡Pégame!
Con súbita energía dobló la cabeza ofreciendo el mentón.
—¡Pégame! Dices que no eres un robot. ¡Pruébalo! ¡No puedes pegar a un
ser humano..., monstruo!
Hubo un profundo silencio de expectación. La voz de Byerley dijo:
—No tengo ningún motivo para pegarte.
—¡No puedes pegarme! —gritó el hombre—. ¡No quieres pegarme! ¡No eres
humano! ¡Eres un monstruo! ¡Un falso hombre!
Y entonces Stephen Byerley, apretando los labios, delante de los miles
de personas que lo veían personalmente y los otros miles que lo seguían en las
pantallas, cerró el puño y alcanzó al hombre en la barbilla. El retador se
desplomó, sin otra expresión que la de una profunda sorpresa.
—Lo siento —dijo Byerley—. Llévenselo y vean que sea bien tratado.
Quiero hablar con él cuando haya terminado.
Y cuando la doctora Susan Calvin, desde su sitio reservado, se dirigió
a su automóvil y se dispuso a arrancar, sólo un reportero había vuelto
suficientemente en sí de la sorpresa para correr tras ella y dirigirle una
pregunta que no fue oída.
—¡Es humano! —gritó Susan Calvin volviendo la cabeza.
Fue suficiente. El reportero dio media vuelta y echó a correr. El resto
del discurso pudo calificarse de «pronunciado pero no oído».
La doctora Calvin y Stephen Byerley volvieron a reunirse una semana
después de haber prestado el segundo juramento como alcalde. Era ya tarde, más
de medianoche.
—No parece usted cansado —dijo la doctora.
—Puedo aguantar todavía —dijo el recién elegido—. No se lo diga a
Quinn.
—No se lo diré. Pero puesto que menciona usted su nombre, era
interesante la historia de Quinn. Es una lástima haberla estropeado. Supongo
que conoce usted su teoría...
—Parte de ella.
—Es altamente dramática. Stephen Byerley era un joven abogado, un
elocuente orador, un gran idealista..., y con un cierto olfato para la
biofísica. ¿Se interesa usted por la robótica, señor Byerley?
—Sólo bajo el aspecto legal.
—Éste era Stephen Byerley. Pero ocurrió un accidente. La mujer de
Byerley murió; lo que le ocurrió a él fue peor todavía. Se quedó sin piernas,
sin rostro, sin voz. Parte de su mentalidad quedó alterada. No se sometió a la
cirugía estética. Se retiró del mundo, perdida su carrera legal..., sólo le
quedaron las manos y la inteligencia. De una u otra forma consiguió obtener un
cerebro positrónico, incluso uno complejo, dotado de una gran capacidad de
formular juicio sobre problemas éticos, que es la más alta función robótica
hasta ahora desarrollada. Formó un cuerpo a su alrededor. Lo entrenó a ser todo
lo que hubiera sido y no podía ser ya. Lo mandó al mundo como Stephen Byerley,
permaneciendo él como el viejo y paralítico profesor que jamás nadie ha
visto...
—Desgraciadamente —dijo el electo— estropeé todo esto por haber pegado
a aquel hombre. Los periódicos dicen que el veredicto oficial que dio usted en
aquella ocasión fue que yo era humano.
—¿Cómo ocurrió? ¿Le importa decírmelo? No pudo ser casual...
—No lo fue del todo. Quinn lo hizo casi todo. Mis hombres comenzaron a
propalar la versión del hecho que no había pegado nunca a un hombre, que era
incapaz de pegar a un hombre; que no hacerlo bajo la provocación sería la
prueba fehaciente del hecho que era un robot. Y entonces arreglé aquel estúpido
discurso en público, con toda clase de publicidad, y, casi inevitablemente,
hubo quien picó. Esencialmente, es lo que yo llamo un burdo truco. Un truco en
el que la atmósfera artificial que se ha creado lo hace todo. Desde luego, los
efectos emotivos hicieron mi elección segura, tal como estaba previsto.
—Veo que invade usted mi campo —dijo la doctora en robopsicología—,
como corresponde a todo político, supongo. Pero siento mucho que haya ocurrido
así. Me gustan los robots. Me gustan mucho más que los seres humanos. Si fuese
posible crear un robot capaz de ser funcionario civil, creo que haríamos un
gran bien. Por las Leyes de la Robótica sería incapaz de dañar un ser humano,
incapaz de tiranía, de corrupción, de estupidez, de prejuicio. Y una vez que
hubiese servido durante un período prudencial, dimitiría, aunque fuese
inmortal, porque sería incapaz de perjudicar a los seres humanos haciéndoles
saber que habían sido gobernados por un robot. Sería el ideal.
—Salvo que un robot puede fallar, debido a la inherente inadaptación de
su cerebro. El cerebro positrónico no tiene nunca la complejidad del cerebro
humano.
—Tendría consejeros. Ni aun un cerebro humano es capaz de gobernar sin
ayuda.
Byerley miró a Susan Calvin con grave interés.
—¿Por qué sonríe usted, doctora Calvin?
—Sonrío porque Quinn no pensó en todo.
—¿Quiere usted decir que esta historia hubiera podido ir más lejos?
—Sólo un poco. Durante los tres meses anteriores a la elección, aquel
Stephen Byerley del que habla el señor Quinn, aquel hombre destrozado, estaba
en el campo por alguna razón misteriosa. Regresó a tiempo para su famoso
discurso. Y después de todo, lo que aquel viejo paralítico hizo una vez, podía
hacerlo dos, particularmente siendo la segunda mucho más fácil, comparada con
la primera.
—No acabo de entenderlo...
La doctora Calvin se levantó y se alisó el traje. Se disponía,
evidentemente, a marcharse.
—Quiero decir que hay sólo un caso en el que un robot puede pegar a un
ser humano sin quebrantar la Primera Ley. Sólo uno.
—¿Y es...?
Susan Calvin estaba en la puerta. Pausadamente dijo:
—Cuando el ser humano a quien debe pegar es otro robot.
Su rostro se iluminó con una ancha sonrisa.
—Adiós, señor Byerley. Espero votar por usted dentro de cinco años...,
como organizador.
—Tengo que responder que me parece una idea un poco remota... —dijo él,
sonriendo, mientras se cerraba la puerta detrás de Susan Calvin.
* * *
Me quedé mirándola con una especie de horror.
—¿Es verdad eso?
—Enteramente.
—¿Y el gran Byerley era simplemente un robot?
—No hubo manera de averiguarlo. Creo que lo era. Pero cuando decidió
morir, se atomizó a sí mismo, de manera que no hubo ninguna la prueba legal.
Por otra parte..., ¿qué más da?
—Pues...
—Guarda usted un prejuicio contra los robots, completamente
irrazonable. Fue un excelente alcalde. Cinco años después fue elegido
Coordinador Regional. Y cuando la Región de Tierra formó su Federación en 2044,
fue nombrado Primer Coordinador Mundial. Pero por aquel tiempo eran las
máquinas las que gobernaban al mundo...
—Sí, pero...
—¡Nada de «peros»! Las Máquinas son robots y gobiernan al mundo. Hace
sólo cinco años que descubrí toda la verdad. Era en 2052; Byerley ejercía su
segundo período como Coordinador Mundial...
EL CONFLICTO INEVITABLE
El Coordinador tenía en su estudio privado una curiosidad medieval, una
chimenea. Desde luego, el hombre medieval seguramente no la hubiera reconocido,
ya que no tenía un significado funcional. La inmóvil y ondulante llama se
encontraba aislada en un recinto, detrás de un transparente cuarzo.
Los troncos de leña se quemaban a larga distancia mediante una ligera
desviación de los rayos de energía que alimentaban los edificios públicos de la
ciudad. El mismo botón que prendía fuego a los troncos vaciaba primero las
cenizas de los anteriores y permitía la entrada de la nueva leña. Era una
chimenea perfectamente domesticada, como puede verse.
Pero el fuego era real. Podía oírsele crujir y se veía cómo las llamas
lamían el alambre bajo la corriente de aire que lo alimentaba.
El enrojecido vaso del Coordinador reflejaba en miniatura las discretas
cabriolas de las llamas, y, en más miniatura aún, también sus reflexivas
pupilas.
Y las reflexivas pupilas de su huésped, la doctora Susan Calvin, de la
«U. S. Robots & Mechanical Men Corporation».
—No la he convocado a usted aquí, doctora Calvin, únicamente por
razones sociales.
—No lo he pensado nunca, Stephen.
—Y no obstante, no sé cómo exponerle el problema. Por una parte, puede
no tener importancia, por otra, puede ser el fin de la Humanidad.
—Me he encontrado con muchos problemas que ofrecían el mismo dilema,
Stephen. Creo que todos los problemas son así.
—¿De veras?... Entonces, a ver qué le parece éste. La producción
mundial de acero tiene un excedente de veinte mil toneladas, o más. El Canal de
México hubiera debido estar terminado hace dos meses. Las minas de Almaden han
experimentado una baja de producción desde la última primavera, mientras las
compañías hidráulicas de Tientsin están despidiendo gente. Estos son los hechos
que se me acuden de momento. Pero hay más.
—¿Son puntos graves? No soy lo suficientemente economista para juzgar
sobre las terribles consecuencias de todo esto.
—En sí mismo, no. Se podrían enviar técnicos en mineralogía si la
situación de Almaden empeorara. Si hay demasiados ingenieros hidráulicos en
Tientsin, pueden ser enviados a Java o Ceilán. Veinte mil toneladas de acero no
cubrirán más allá de algunos días de demanda mundial, los dos meses de retraso
y la apertura del Canal de México es de escasa importancia. Son las Máquinas lo
que me preocupa; he hablado ya de ellas con su Director de Investigaciones.
—¿Con Vincent Silver? No me ha dicho nada de todo esto...
—Le pedí que no hablase con nadie. Por lo visto me ha obedecido.
—¿Y qué le dijo?
—Vamos a proceder por orden. Quiero hablar de las Máquinas primero. Y
quiero hablar de ellas con usted porque es usted la única en el mundo que
entiende lo suficiente en robots para ayudarme. ¿Puedo sentirme filósofo?
—Por esta tarde, Stephen, puede usted sentirse lo que quiera y como
quiera, con tal que me diga usted primero qué pretende demostrar.
—Que este pequeño desequilibrio en la perfección de nuestro sistema de
oferta y demanda, tal como lo he mencionado, puede ser el primer paso hacia la
guerra final.
—¡Humm!... Siga.
Susan no se permitió arrellanarse en su sillón, a pesar de lo cómodo
que era. La frialdad en su mirada, de sus labios y de su rostro se había
acentuado con los años. Y a pesar que Stephen Byerley era un hombre en quien
podía confiar enteramente, tenía casi setenta años y los hábitos de una vida no
se olvidan tan fácilmente.
—Cada período del desarrollo humano, Susan, tiene su tipo particular de
conflicto, sus problemas distintos que, aparentemente sólo pueden resolverse
por la fuerza. Y jamás, por decepcionante que esto sea, la fuerza resuelve el
problema. En su lugar, éste persiste a través de una serie de conflictos y se
desvanece por sí solo..., ¿cómo dice la frase?..., no con un estallido, sino
con su susurro, a medida que el ambiente económico y social cambia. Y entonces,
nuevo problema y nueva serie de guerras. Un ciclo, al parecer, sin fin.
»Consideremos los tiempos relativamente modernos. Existieron las
guerras dinásticas de los siglos dieciséis y diecisiete, cuando los problemas
más importantes de Europa eran si los Habsburgo, los Valois o los Borbones
tenían que gobernar el continente. Era uno de estos conflictos inevitables,
porque Europa no podía evidentemente existir partida en dos.
»Salvo que fue así, y ninguna guerra barrió a unos para establecer a
los otros, hasta que se creó una nueva atmósfera social en Francia en 1789, al
derrocar a los Borbones primero y después a los Habsburgo, arrastrándolos en la
polvorienta caída al incinerador histórico.
»Y durante aquellos siglos existieron también las bárbaras guerras de
religión, que resolvieron la importante cuestión de si Europa tenía que ser
católica o protestante. Mitad y mitad no podía ser. Era «inevitable» que la
espada decidiese. Salvo que no decidió. En Inglaterra iba creciendo un nuevo
industrialismo y en el Continente un nuevo nacionalismo. Europa sigue siendo
mitad y mitad y a nadie le preocupa esto mucho.
»Durante los siglos diecinueve y veinte hubo un ciclo de guerras
nacionalimperialistas, cuando el problema más importante del mundo era saber
qué porciones de Europa controlarían los recursos económicos y la capacidad de
consumo de otras porciones no-europeas. Las regiones no-europeas no podían, por
lo visto, existir siendo en parte inglesas, en parte francesas, en parte
alemanas y así sucesivamente. Hasta que las fuerzas del nacionalismo se
extendieron lo suficiente y la no-Europa terminó lo que las guerras no habían
conseguido terminar, y decidió que podía perfectamente subsistir íntegramente
no-europea.
»Y así tenemos una estructura...
—Sí, Stephen, lo explica muy claro —dijo Susan Calvin—. No son
observaciones muy profundas.
—No, pero lo evidente es en muchos casos lo más difícil de ver. La
gente dice, «es tan claro como mi nariz», pero, ¿qué porción de nuestra nariz
podemos ver, a menos que nos den un espejo? Durante el siglo veinte, Susan,
comenzamos un nuevo ciclo de guerras..., ¿cómo las llamaremos? ¿Guerras
ideológicas? ¿Las emociones de la religión aplicadas a los sistemas económicos,
en lugar de los extranaturales? De nuevo las guerras eran «inevitables» y
entonces se disponía de armas atómicas, de manera que la humanidad no podía
vivir ya por más tiempo en el tormento del inevitable derroche de la
inevitabilidad. Y vinieron los robots positrónicos...
»Vinieron a tiempo, y con ellos el viaje interplanetario. De manera que
ya no pareció tan importante que el mundo fuese Adam Smith o Carlos Marx.
Ninguno de los dos tenía ya gran influencia en las nuevas circunstancias. Ambos
tenían que adaptarse y terminaron casi en el mismo lugar.
—Un Deus ex machina, entonces, en doble sentido —dijo Susan Calvin.
—No le había oído nunca hacer juegos de palabras, Susan, pero es
exacto. Y no obstante, había otro peligro. El final de un problema no había
hecho más que dar nacimiento a otro. Nuestro nuevo mundo universal de economía
robótica puede plantear un nuevo problema, y por esta razón tenemos las
Máquinas. La economía mundial es estable, y permanecerá estable, porque está
basada en las decisiones de las máquinas calculadoras, que llevan el bien de la
Humanidad en su corazón a través de la avasalladora fuerza de la Primera Ley
robótica.
»Y aunque las Máquinas no son sino el más vasto conglomerado de
circuitos calculadores jamás inventado —prosiguió Stephen Byerley—, siguen
siendo robots en el sentido de la Primera Ley, y así nuestra economía terrestre
está de acuerdo con los mejores intereses del hombre. La población de la Tierra
sabe que no habrá paro obrero, ni superproducción ni falta de producción.
Destrucción y hambre son palabras de los libros de historia. Y así, la cuestión
de la propiedad de los medios de producción es un problema anticuado.
Quienquiera que los poseyese (si es que esta frase tiene algún sentido), un
hombre, un grupo, una nación, o toda la Humanidad, sólo podrían utilizarse como
las Máquinas dicten. No porque los hombres estuviesen obligados a ello, sino
porque sería el camino más corto y lo saben. Esto pone fin a las guerras..., no
sólo al último ciclo de guerras, sino al próximo y a todos ellos. A menos
que...
Hubo una pausa y Susan lo alentó a proseguir repitiendo...
—¿A menos que...?
El fuego fue extinguiéndose en un tronco de leña y se apagó.
—A menos —dijo el Coordinador— que las Máquinas no cumplan con su
función.
—Comprendo. Y aquí es donde aparecen estos pequeños desequilibrios que
ha mencionado usted hace un momento..., el acero, las instalaciones
hidráulicas, etc.
—Exacto. Estos errores no deberían existir. El doctor Silver me ha
dicho que no podían ser.
—¿Niega los hechos? ¡Qué extraño!
—No, admite los hechos, desde luego. Soy injusto con él. Lo que niega
es que ningún error en la máquina sea responsable de los llamados (es su frase)
«errores en las respuestas». Pretende que las máquinas se corrigen por sí
mismas y que sería violar las leyes fundamentales de la naturaleza que existiese
un error en los círcuitos de relevadores. Y así, le dije...
—Y así, le dijo: «Que sus hombres lo comprueben y se aseguren de ello,
de todos modos...»
—Susan, lee usted mi pensamiento. Esto fue lo que dije y me contestó
que no podía.
—¿Demasiado ocupado?
—No, dijo que ningún ser humano podía. Lo dijo francamente. Me dijo, y
espero haberlo comprendido debidamente, que las Máquinas son una gigantesca
extrapolación... Un equipo de matemáticos trabaja varios años calculando un
cerebro positrónico equipado para realizar ciertos actos similares de cálculo.
Utilizando este cerebro hacen nuevos cálculos para crear un nuevo cerebro más
complicado todavía que utilizan a su vez para hacer otro más complicado aún, y
así sucesivamente. Según Silver, lo que llamamos Máquinas son el resultado de
diez de estos progresos.
—Sí..., me parece claro. Afortunadamente, no soy matemática. ¡Pobre
Vincent!... Es muy joven. Los directores que le precedieron, Alfred Lanning y
Peter Bogert, han muerto y no tenían estos problemas. Ni yo tampoco. Quizá
todos los técnicos en robótica moriremos ahora, puesto que no podemos
comprender nuestras propias creaciones.
—Aparentemente, no. Las Máquinas no son supercerebros, en el sentido de
los suplementos periodísticos de los domingos, pese a que nos los describen
así. Es simplemente que en la actividad consistente en reunir y analizar un
número casi infinito de datos y sus relaciones en un espacio de tiempo casi
infinitesimal, han progresado hasta más allá de la posibilidad de un control
humano detallado.
»Y entonces intenté otra cosa. Le pregunté a la Máquina. En el más
estricto secreto alimenté la máquina con los datos originales relacionados con
la producción del acero, su propia respuesta y su actual desarrollo desde
entonces..., es decir, la superproducción, y le pedí una explicación de la
discrepancia.
—Bien, ¿y cuál fue la respuesta?
—Puedo citársela a usted palabra por palabra: «El asunto no admite
explicación».
—¿Y cómo interpretó Vincent esto?
—De dos formas. O no le habíamos dado a la Máquina datos suficientes
para permitirle contestar exactamente, lo cual no es probable, el doctor Silver
está de acuerdo con ello, o bien a la Máquina le es imposible reconocer que
puede dar una respuesta a unos datos que implican un posible daño a un ser
humano. Esto, desde luego, es una consecuencia de la Primera Ley. Y entonces el
doctor Silver me recomendó que la viese a usted.
Susan Calvin parecía muy cansada.
—Soy ya vieja, Stephen. Cuando murió Peter Bogert quisieron hacerme
directora de investigaciones y rehusé. Entonces ya no era joven y no quise
asumir responsabilidad. Nombraron a Silver y esto me satisfacía; pero de qué
habrá valido, si me meten en estos líos...
»Stephen, déjeme que le exponga mi situación. Mis investigaciones
incluyen desde luego la interpretación de la conducta del robot bajo el aspecto
de las Tres Leyes Robóticas. Aquí, sin embargo, tenemos unas máquinas
calculadoras increíbles. Son cerebros positrónicos y por consiguiente obedecen
las Tres Leyes. Pero carecen de personalidad; es decir, sus funciones son
sumamente limitadas... Tiene que ser así, puesto que están especializadas en
este sentido. Por consiguiente, hay muy poco margen para la reacción a las
Leyes, y mi método de ataque es virtualmente inútil. En una palabra, no creo
poderlo ayudar, Stephen.
El Coordinador se echó a reír.
—A pesar de todo, déjeme que le diga el resto. Déjeme que le explique
mis teorías, y quizá entonces pueda usted decirme si son posibles a la luz de
la robopsicología.
—Con mucho gusto. Siga adelante.
—Bien; puesto que las máquinas dan una respuesta errónea, partiendo de
la base que no pueden cometer error, sólo existe una posibilidad. ¡Se les
dieron unos datos erróneos! En otras palabras, la perturbación es humana, no
robótica. Así es que, al efectuar mi reciente gira de inspección
interplanetaria...
—¿De la que acaba usted de regresar a Nueva York?
—Sí; era necesario, comprenda, puesto que hay cuatro Máquinas, cada una
de las cuales controla una región Planetaria. ¡Y las cuatro están dando resultados
imperfectos!
—¡Oh, esto es natural, Stephen! Si una de las Máquinas es imperfecta,
tiene que reflejar automáticamente en el resultado de las otras tres, puesto
que cada una de ellas asumirá su parte de los datos sobre los cuales basan sus
decisiones, la perfección de la cuarta imperfecta. Con una falsa suposición,
tienen que dar falsas respuestas.
—¡Eh, eh!... Eso me parece. Ahora bien, aquí tengo el resultado de mis
conversaciones con cada uno de los cuatro Vice-coordinadores regionales.
¿Quiere usted que los estudiemos juntos? ¡Ah!... Primero, ¿ha oído usted hablar
de la «Sociedad Humanitaria»?
—¿Eh?... Sí. Son una consecuencia de los Fundamentalistas, que
impidieron a la U. S. Robots emplear cerebros positrónicos por el principio de
competencia obrera desleal y todo lo demás. ¿La «Sociedad Humanitaria» es
antimáquinas, verdad?
—Sí, pero... En fin, ya verá. ¿Empezamos? Empezaremos por la Región
Oriental...
—Como usted diga...
Región Oriental:
a) Superficie: 23.500.000 kilómetros cuadrados.
b) Población: 1.700.000.000 de habitantes.
c) Capital: Shanghai.
El bisabuelo de Ching Hso-lin murió durante la invasión japonesa de la
vieja República de China y no hubo nadie, aparte de sus desconsolados hijos,
para llorar su pérdida y ni siquiera saber qué se había perdido. El abuelo de
Ching Hso-lin sobrevivió a la guerra civil, pero no había nadie más que su
abnegado hijo para saberlo o importarle.
Y no obstante, Ching Hso-lin era el Vice-coordinador Regional, con el
bienestar económico de la mitad de la población de la Tierra a su cuidado.
Quizá era con esto en la cabeza que Ching tenía dos mapas como único
adorno permanente en las paredes de su despacho. Uno de ellos era un viejo mapa
chino que abarcaba una superficie de un acre o dos y ostentaba todavía los
anticuados caracteres pictográficos de la vieja China. Un arroyo cruzaba por
entre los dibujos borrosos y en el borde del mapa se veían algunas cabañas, en
una de las cuales había nacido el abuelo de Ching.
El otro mapa era de grandes dimensiones, finamente delineado, con todas
las indicaciones en netos caracteres cirílicos. La roja frontera que delimitaba
las Regiones Orientales comprendía dentro de sus vastos confines todo lo que un
día había sido China, India, Birmania, Indochina e Indonesia. En el mapa, en el
interior de la provincia de Szechuan, diminuta y tenue hasta el punto que nadie
podía verla, había una señal que indicaba el lugar donde estaba situada la
atávica granja de los Ching.
Ching estaba de pie delante de estos dos mapas, mientras hablaba con
Stephen Byerley en correcto inglés.
—Nadie sabe mejor que tú, señor Coordinador, que mi cargo, bajo muchos
conceptos, es una sinecura. Da una cierta categoría social, y represento el
punto focal de la administración, pero para todo lo demás..., ¡está la Máquina!
La Máquina hace todo el trabajo. ¿Qué te parecen, por ejemplo, las obras
hidráulicas de Tientsin?
—¡Tremendas! —dijo Byerley.
—Son sólo una de ellas y no las mayores. Están extensamente esparcidas
por Shanghai, Calcuta, Bangkok..., y solucionan la alimentación de los mil
setecientos millones de habitantes del Oriente.
—Y sin embargo —respondió Byerley—, tienen un problema de paro en
Tientsin. ¿Hay acaso una superproducción? Es inconcebible que Asia sufra de un
exceso de comida.
Los ojos de Ching se entornaron hasta ser casi invisibles.
—No. No hemos llegado a esto, todavía. Es cierto que durante estos
últimos meses se han cerrado varias albercas en Tientsin, pero la situación no
es grave. Los hombres han sido despedidos sólo temporalmente y a los que no les
importa trabajar en otros campos han sido embarcados para Colombo, en Ceilán,
donde se está implantando una nueva organización.
—¿Y por qué tienen que cerrarse las albercas?
—Veo que no entiendes gran cosa en hidráulica —dijo Ching, sonriendo
gentilmente—. Bien, no me sorprende. Tú eres del Norte y allí el cultivo del
suelo rinde todavía grandes provechos. En el Norte es elegante considerar la
hidráulica, cuando se considera algo, como un sistema de cultivar tulipanes en
una solución química, de una manera infinitamente complicada.
»En primer lugar, la cosecha más considerable que tenemos desde hace
mucho tiempo (y el porcentaje sigue creciendo) es el lúpulo. Tenemos más de dos
mil parcelas de lúpulo en producción y mensualmente aumentan. Los abonos
químicos básicos de las diferentes clases de lúpulo son nitratos y fosfatos
entre los inorgánicos, con las proporciones debidas de metal, añadidos a las
partes fraccionales por millón de boro y molibdeno requerido. La materia
orgánica es principalmente mixturas de azúcar derivadas de la hidrólisis de la
celulosa, pero, además, hay varios factores alimenticios que deben añadirse:
»Para una industria hidráulica floreciente que pueda alimentar a
setecientos millones de hombres, tenemos que emprender un inmenso programa de
repoblación forestal por todo el Este; tenemos que poseer vastos talleres de
conversión maderera para competir con las selvas meridionales, y acero, y
sintéticos químicos por encima de todo.
—¿Para qué, esto último?
—Porque, señor Byerley, estos campos de lúpulo tienen cada uno de ellos
sus propiedades particulares. Hemos dado desarrollo, como he dicho, a dos mil
parcelas. El bistec que has creído comer hoy era lúpulo. Las frutas congeladas
que has tomado de postre era lúpulo helado. Hemos extraído jugo de lúpulo con
el sabor, aspecto y valor alimenticio de la leche.
»Es el sabor, más que nada, comprende, lo que presta su atractivo a la
alimentación a base de lúpulo, y en busca de este sabor hemos instalado
parcelas artificiales fertilizadas que no pueden mantenerse por más tiempo con
una dieta básica de sal y azúcar. Una necesita biotina; otra, ácido
pteroilglutámico; otras aun, diferentes ácidos amínicos, así como todas las
vitaminas B menos una (y aun así es popular y no podemos, con un poco de
sentido económico, abandonarlo).
Byerley se agitó en su silla.
—¿Con qué propósito me dices todo esto?
—Me has preguntado, señor, por qué los hombres están sin trabajo en
Tientsin. Tengo algo más que explicarte. No es sólo que necesitemos estos
variados y diversos abonos para nuestro lúpulo; pero subsiste el complicado
factor del capricho popular, que pasa con el tiempo; y la posibilidad del
desarrollo de nuevas parcelas con nuevas necesidades y nueva popularidad. Todo
esto tiene que ser previsto, y la Máquina hace el trabajo...
—Pero no perfectamente.
—No muy imperfectamente, en vista de las complicaciones que he
mencionado. Bien, entonces, algunos miles de obreros en Tientsin están sin
trabajo temporalmente. Pero, considera esto: la cantidad de perdidas sufridas
durante estos últimos años (pérdidas en términos de defectuosa producción o de
defectuosa demanda) no asciende a una décima del uno por ciento de nuestra
producción normal. Considero que...
—Y no obstante, durante los primeros años de la Máquina, la cifra era
cerca de una milésima del uno por ciento.
—Sí, pero durante el decenio último en que la Máquina empezó sus
operaciones con verdadero ímpetu, hemos aumentado nuestra industria de lúpulo,
con respecto a la época premáquina, unas veinte veces. Es de esperar que las
imperfecciones aumenten con las complicaciones, si bien...
—¿Si bien...?
—Estuvo el curioso ejemplo de Rama Vrasayana.
—¿Qué le ocurrió?
—Vrasayana estaba encargado del taller de evaporación de la salmuera
para la producción de yodo, sin el cual el lúpulo puede vivir, pero los seres
humanos, no. Se vio obligado a sindicar su taller.
—¿De veras? ¿Y a causa de qué?
—Competencia, créelo o no. En general, una de las principales funciones
de los análisis de la Máquina es indicar la distribución más eficiente de
nuestras unidades productivas. Es visiblemente un error tener regiones
insuficientemente surtidas de manera que los gastos de transporte importan un
porcentaje considerable del gasto total. De manera similar, es un error tener
un área demasiado servida, de forma que las factorías tienen que funcionar con
capacidades más bajas o bien competir perjudicialmente unas con otras. En el
caso de Vrasayana, se estableció otro taller en la misma ciudad y con un
sistema de extracción más eficiente.
—¿Y la Máquina lo permitió?
—¡Oh, sin duda! No es sorprendente. El nuevo sistema se está
extendiendo considerablemente. La sorpresa fue que la Máquina omitió avisar a
Vrasayana que renovase o cambiase... Sin embargo, no importa. Vrasayana aceptó
un cargo de ingeniero en un nuevo taller, y si su responsabilidad y sueldo son
ahora menores, por lo menos no sufre. Los obreros encontraron fácilmente
trabajo; el antiguo taller fue convertido en no sé qué... Algo útil. Lo
confiamos todo a la Máquina.
—¿Y por otra parte no tienes quejas?
—Ninguna.
La Región Tropical:
a) Superficie: 35.000.000 de kilómetros cuadrados.
b) Población: 500.000.000 de habitantes.
c) Capital: Ciudad Capital.
El mapa del despacho de Ngoma estaba muy lejos de tener la neta
precisión del de los dominios de Ching en Shanghai. Los límites de las
fronteras de la Región Tropical de Ngoma estaban punteados de oscuro y se
extendían hacia un bello interior llamado «selva» y «desierto», y «Aquí hay
elefantes y Toda Clase de Extrañas Bestias».
Había mucho que recorrer, porque en tierras, la Región Tropical
abarcaba más de dos continentes; toda América del Sur, norte de Argentina, y
toda África al sur del Atlas. Incluía también América del Norte al sur de Río
Grande e incluso Arabia, e Irán en Asia. Era el reverso de la Región Oriental.
Donde el hormiguero humano del Oriente se apretujaba en un 15% de la Tierra,
los Trópicos desparramaban su 15% de Humanidad sobre casi la mitad de la
extensión del globo.
A Ngoma, Stephen Byerley le produjo la impresión de uno de aquellos
inmigrantes de rostro pálido que van en busca de la obra creadora en el
ambiente suave necesario para el hombre, y sintió una cierta dosis del
automático desprecio del hombre fuerte nacido en el duro Trópico por el
infortunado oriundo de más pálidos soles.
Los Trópicos tenían la ciudad más nueva del mundo y en su sublime
confianza juvenil recibía únicamente el nombre de «Ciudad Capital». Se extendía
espléndida por las fértiles tierras altas de Nigeria, y al pie de las ventanas
de Ngoma, más abajo, había vida y color, un sol ardiente y frecuentes
chaparrones. El gorjeo de los pájaros multicolores era estridente y las
estrellas parecían puntas de agujas brillantes en la noche oscura.
Ngoma se echó a reír. Era un hombre bello, muy negro, alto y de
facciones enérgicas.
—Desde luego —dijo en un inglés bastante correcto, dando la sensación
de hablar con la boca llena—, el Canal de México va atrasado. ¡Qué diablos! ¡Un
día u otro se terminará de todos modos, hombre!
—Todo iba bien hasta hace medio año.
Ngoma dirigió una atenta mirada a Byerley y sacando un cigarro del
bolsillo mordió una punta, la escupió y encendió la otra.
—¿Es esto una investigación oficial, Byerley? ¿De qué se trata?
—Nada. Nada absolutamente. Entra dentro de mis funciones de Coordinador
el ser curioso.
—Bien, si es sólo que te aburres y quieres pasar un rato..., la verdad
es que andamos siempre cortos de mano de obra. Hay muchos trabajos en curso en
los Trópicos. El Canal es uno de ellos...
—Pero, ¿no ha predicho la Máquina la cantidad de mano de obra
disponible para el Canal..., sin contar todos los demás proyectos en curso?
Ngoma se puso una mano en la nuca y echó al aire unos círculos de humo
azul.
—Era un poco deficiente.
—¿Es a menudo deficiente?
—No más de lo que es de esperar. No esperamos gran cosa de ella,
Byerley. Le suministramos los datos. Tomamos los resultados. Hacemos lo que
dice. Pero es sólo un expediente, un instrumento para economizar trabajo.
Podríamos prescindir de ella, si fuese necesario. Quizá no tan bien. Quizá no
tan rápidamente. Pero el final sería el mismo.
»Aquí tenemos confianza, Byerley, y éste es el secreto. ¡Confianza!
Hemos ocupado nuevas tierras que llevaban miles de años esperándonos, mientras
el resto del mundo ha sido destrozado por las asquerosas experiencias de la Era
Preatómica. No tenemos que comer lúpulo como en Oriente, ni tenemos que
preocuparnos de los rancios desperdicios del siglo pasado, como ustedes los
Nórdicos,
»Hemos barrido la mosca tse-tsé y el mosquito anofeles, el pueblo ha
visto que puede vivir al sol y le gusta. Hemos aclarado las selvas vírgenes y
roturado el suelo; hemos encontrado carbón y petróleo en campos intactos e
incontables minerales.
»Retírense de aquí. Es lo único que pedimos al resto del mundo.
Retírense y déjennos trabajar.
—Pero el Canal —interrumpió Byerley prosaicamente— hace seis meses que
hubiera debido estar terminado. ¿Qué ha ocurrido?
—Perturbaciones obreras —dijo Ngoma, abriendo las manos. Buscó algo por
entre los papeles que cubrían su mesa, pero renunció—. Tenía algo sobre esto
por aquí —murmuró—, pero no importa. Una vez hubo escasez de mano de obra en
México por una cuestión de mujeres. No había bastantes mujeres por allí. Al
parecer a nadie se le ocurrió alimentar la Máquina con datos sexuales.
Hizo una pausa para echarse a reír, encantado, y prosiguió:
—Espera un momento. Me parece que ya lo tengo... ¡Villafranca!
—¿Villafranca?
—Francisco Villafranca. Era el ingeniero encargado. Ocurrió no sé qué y
hubo un corrimiento de tierras. Eso es. Eso es. No murió nadie pero el desorden
fue terrible. ¡Un escándalo!
—¡Oh...!
—Hubo un error en sus cálculos. O por lo menos la Máquina lo dijo así.
Le suministraron datos de Villafranca, suposiciones, y así. El material con que
había empezado. Las respuestas fueron diferentes. Parece que las respuestas que
Villafranca utilizó no tenían en cuenta el efecto de las fuertes lluvias en las
cercanías de la brecha. O algo así. No soy ingeniero, ¿comprendes?...
»En todo caso, Villafranca armó un lío de mil diablos. Pretendió que la
respuesta de la Máquina había sido diferente la primera vez. Que había seguido
a la Máquina ciegamente. ¡Y dimitió! Le ofrecimos mantenerlo..., la duda era
razonable, el trabajo anterior era satisfactorio, todo aquello que se dice...,
en una posición subordinada, desde luego..., estábamos obligados..., los
errores no pueden pasar inadvertidos..., es malo para la disciplina... ¿Dónde
estaba?
—Le ofreciste conservarlo.
—¡Ah, sí! Rehusó. Bien, en resumen, llevamos dos meses de retraso ¡No
es nada, que diablos!
Byerley extendió la mano y apoyó las puntas de los dedos sobre la mesa.
—¿Villafranca le echó las culpas a la Máquina, verdad?
—Pues..., ¿no iba a echárselas a sí mismo, verdad? Mirémoslo
serenamente; la naturaleza humana es una vieja amiga nuestra. Por otra parte,
recuerdo algo más ahora.... ¿Por qué diablos no podré encontrar los documentos
cuando los necesito? Mi sistema de archivar no vale un pepino. Este Villafranca
era miembro de una de vuestras organizaciones nórdicas. México está demasiado
cerca del Norte. A esto es debido en parte la perturbación.
—¿De qué organización estás hablando?
—La Sociedad Humanitaria, la llaman. Villafranca solía asistir a una
conferencia anual en Nueva York. Un montón de chiflados, pero inofensivos. No
les gustan las Máquinas; dicen que destruyen la iniciativa personal. De manera
que, como es natural, Villafranca echó la culpa a la Máquina... Yo no acabo de
entenderlo tampoco. ¿Es que en Ciudad Capital parece que la raza humana esté
siendo apartada de la iniciativa?
Y Ciudad Capital siguió tendida bajo el glorioso y dorado sol; la más
joven y moderna creación del Homo Metrópolis.
La Región Europea:
a) Superficie: 7.000.000 de kilómetros cuadrados.
b) Población: 300.000.000 de habitantes.
c) Capital: Ginebra.
La Región Europea era una anomalía bajo varios conceptos. En
superficie, era con mucho la menor; ni un quinto de la superficie de la Región
Tropical y ni un quinto de la población de la Región Oriental. Geográficamente,
tenía cierta semejanza con la Europa de la era preatómica, ya que excluía lo
que había sido la Rusia europea e Islas Británicas, mientras incluía las costas
Mediterráneas de África y Asia y, en un extraño salto a través del Atlántico,
Argentina, Chile y el Uruguay.
No era tampoco probable que mejorase su status vis-à-vis de las demás
regiones de la Tierra, excepto por el vigor que estas provincias americanas le
prestaban. De todas las Regiones, era la única que mostró un franco declive de
la población durante el medio siglo pasado. Sólo ella había dejado de extender
seriamente sus facilidades productivas o aportar algo radicalmente nuevo a la
cultura humana.
—Europa —decía madame Szegeczowska, en su melodioso francés—, es
esencialmente un apéndice económico de la Región Nórdica. Lo sabemos, pero no
nos importa.
—Y sin embargo —le hizo ver Byerley—, tienen ustedes una Máquina
propia, y no están seguramente bajo una presión económica del otro lado del
océano.
—¡Una Máquina! ¡Bah! —encogió sus delicados hombros y dejó que una leve
sonrisa se filtrase por sus labios mientras encendía un cigarrillo con sus
largos dedos—. Europa es un lugar soñoliento. Y todos nuestros hombres que no
consiguen emigrar al trópico están cansados y aburridos de todo esto. Usted
mismo puede ver en qué consiste la tarea de Vice-coordinadora. En fin,
afortunadamente no es un papel difícil, y no espera gran cosa de mí. En cuanto
a Máquina..., ¿qué sabe decir fuera de «Haz esto y será mejor para ustedes»?
Pero, ¿qué es lo mejor para nosotros? Pues ser un apéndice económico de la
Región Nórdica...
»¿Y esto es acaso tan terrible? No hay guerras. Vivimos en paz..., y es
agradable después de setecientos años de guerras. Somos viejos, señor Byerley.
En nuestras fronteras tenemos las que fueron cuna de las viejas civilizaciones.
Tenemos Egipto y Mesopotamia; Creta y Siria; Asia Menor y Grecia. Pero los
tiempos antiguos no son necesariamente unos tiempos infelices. Puede hallarse
fruición...
—Quizá tenga usted razón —dijo Byerley, afablemente—. Por lo menos el
«tempo» de la vida no es tan intenso como en otras regiones. Es una atmósfera
agradable.
—¿Verdad? Van a traer el té, señor Byerley. ¿Quiere indicarme su
preferencia sobre la leche y el azúcar?... Gracias.
Tomó un sorbo de té con elegancia; después continuó:
—Es agradable. El resto de la Tierra se ha convertido en una lucha
continua. Aquí encuentro un paralelo; un paralelo interesante. Hubo un tiempo
en que Roma era dueña del mundo. Había adoptado la dulzura y civilización de
Grecia; una Grecia que no había estado nunca unida; que se había arruinado en
la guerra y estaba languideciendo en un estado de decadente ruina. Roma la
unió, aportó la paz y le permitió vivir una vida de seguridad sin gloria. Se
ocupó de su filosofía y de su arte, lejos del estruendo y la agitación de la
guerra. Era una especie de muerte, pero de una muerte tranquila con pequeños
intervalos, unos cuatrocientos años.
—Y sin embargo —interrumpió Byerley—, Roma cayó y el sueño de opio tocó
a su fin.
—No había ya bárbaros para derrumbar la civilización.
—Nosotros podemos ser nuestros propios bárbaros, Madame Szegeczowska.
¡Ah!..., quería hablarle de una cosa. Las minas de mercurio de Almaden han
disminuido considerablemente de producción. ¿El mineral no debe haber
disminuido más rápidamente de lo previsto, supongo?
Los pequeños ojos grises de la muchacha se fijaron en Byerley.
—Los bárbaros..., la caída de la civilización..., el probable fracaso
de la Máquina... El proceso de sus ideas es muy transparente, monsieur.
—¿Sí? Veo que me hubiera convenido tratar con hombres, como hasta
ahora, ¿Considera usted que el asunto de Almaden es culpa de la Máquina?
—En absoluto, pero me parece que usted sí lo es. Usted es nativo de la
Región Nórdica. La Oficina Central de Coordinación está en Nueva York. Y hace
ya tiempo que he observado que ustedes, los nórdicos, carecen de fe en la
Máquina.
—¿Nosotros?
—Hay una Sociedad Humanitaria que tiene mucha fuerza en el Norte, pero
no consigue hacer adeptos en la fatigada y vieja Europa, que sólo anhela dejar
tranquila a la débil Humanidad. Con toda seguridad, es usted uno de los
confiados nórdicos y no uno de los cínicos del viejo continente.
—¿Tiene esto relación con Almaden?
—¡Oh, sí, creo que sí! Las minas están bajo el control de «Consolidated
Cinnabar», que es con toda certeza una compañía nórdica, con la oficina central
en Nikolaev. Personalmente, dudo que el Consejo de Administración haya
consultado para nada la Máquina. En la conferencia del mes pasado, dijeron que
lo habían hecho, y desde luego, no tenemos ninguna prueba de lo contrario, pero
no me atrevería a dar crédito a un nórdico en este asunto, sin ánimo de
ofender, de ningún modo. Sin embargo, espero que todo acabará bien.
—¿En qué sentido, mi querida madame?
—Debe usted comprender que las irregularidades económicas de estos
últimos meses (que, aun cuando insignificantes comparadas con las grandes
tormentas del pasado, son sin embargo, perturbadoras para nuestros espíritus
sedientos de paz), han causado considerables inquietudes en la provincia
española. Tengo entendido que «Consolidated Cinnabar» va a vender a un grupo de
españoles. Es consolador. Si somos vasallos económicos del Norte, es humillante
ver el hecho proclamado con excesiva ostentación. Y se puede confiar más en
nuestro pueblo para seguir los consejos de la Máquina.
—¿Entonces, cree usted que no habrá más disturbios?
—Estoy segura de ello... En Almaden, por lo menos.
La Región Norte:
a) Superficie: 27.000.000 de kilómetros cuadrados.
b) Población: 800.000.000 de habitantes.
c) Capital: Ottawa.
La Región Norte, en más de un concepto, se llevaba la supremacía. La
cosa quedaba bien de manifiesto en el mapa de las oficinas del Vice-coordinador
de Ottawa, Hiram Mackenzie, en el cual el Polo Norte ocupaba el centro. A
excepción de Europa con sus regiones escandinavas e islándicas, toda la zona
norteamericana estaba incluida en la Región Nórdica.
Vagamente, podía ser dividida en dos zonas principales. A la izquierda
del mapa se veía toda América del Norte por encima de Río Grande. A la derecha
abarcaba todo lo que había sido un tiempo la Unión Soviética. Estas dos áreas
juntas representaban el poder central del planeta durante los primeros años de
la Edad Atómica. Entre las dos estaba la Gran Bretaña, lengua de la región que
lamía Europa. En todo lo alto del mapa, torcidas en una extraña y contorsionada
forma, estaban Australia y Nueva Zelanda, también miembros de las provincias de
la Región.
Todos los cambios sufridos durante los últimos decenios no habían
alterado todavía el hecho que el Norte era el gobernante económico del planeta.
Había por lo tanto, una especie de simbolismo ostentoso en el hecho que
todos los mapas que Byerley había visto, sólo el de Mackenzie mostraba toda la
Tierra, como si el Norte no temiese la competencia ni necesitase favoritismo
para proclamar su supremacía.
—Imposible —dijo tristemente Mackenzie, levantando su vaso de
«whisky»—. Señor Byerley, no tiene usted entrenamiento técnico en robótica,
según tengo entendido.
—No, no lo tengo.
—¡Humm!... Bien, es lamentable, en mi opinión, que ni Ching, ni Ngoma
ni Szegeczowska lo tengan tampoco. Prevalece con exceso entre los pueblos de la
Tierra la opinión que un Coordinador tiene que ser simplemente un organizador
capaz de conocimientos generalizados y una persona amable. En nuestros días
deberían entender en robótica también..., sin propósito de ofensa...
—No la hay. Estoy de acuerdo con usted.
—Tomo, por ejemplo, lo que ha dicho usted ya; que le preocupan las
recientes pequeñas perturbaciones que se han producido en la economía mundial.
No sé de quién sospecha, pero ha ocurrido ya en el pasado que el pueblo, que
debería tener otra opinión, se pregunte qué ocurrirá si se alimenta la Máquina
con falsos datos.
—¿Y qué ocurriría, señor Mackenzie?
—Pues... —dijo el escocés moviéndose y suspirando—, todo dato recogido
pasa por un complicado sistema de pantallas que comporta un control a la vez
humano y mecánico, de manera que el problema no es probable que se suscite.
Pero dejemos esto. Los humanos pueden equivocarse, son corruptibles, y los
dispositivos mecánicos ordinarios son susceptibles de fallo mecánico.
»El punto crucial del asunto es que lo que llamamos un «dato erróneo»
es incompatible con todos los demás datos conocidos. Es el único criterio que
tenemos de lo exacto y lo inexacto. Es igualmente el de la Máquina. Ordénele,
por ejemplo que dirija la actividad agrícola sobre la base de una temperatura
media en julio, en Iowa, de 14° C. No lo aceptará. No dará respuesta. No porque
tenga prejuicio alguno contra esta determinada temperatura ni pueda dejar de
contestar, sino porque, a la luz de los demás datos que se le han dado a través
de un cierto número de años, sabe que las probabilidades de una temperatura
media de 14° C. en Iowa, en julio, son prácticamente nulas. Rechaza el dato.
»La única forma como un «falso dato» puede ser insertado en la Máquina
es incluyéndolo como parte de un todo consistente, pero de una falsedad
demasiado sutil para que la máquina pueda destacarlo, o sobre el cual la
Máquina no tenga experiencia. La primera está más allá de la capacidad humana,
la segunda es casi esto, y va acercándose cada vez más a ello a medida que la
experiencia de la Máquina aumenta con la segunda.
Stephen Byerley se apretó la nariz con los dedos.
—¿Entonces la Máquina no puede ser inducida a error? ¿Cómo explica
usted los que se han cometido recientemente, en este caso?
—Mi querido Byerley, veo que sigue usted instintivamente el gran error
respecto a que la Máquina..., lo sabe todo. Déjeme usted que le cite un ejemplo
de mi experiencia personal. La industria algodonera alquila compradores
experimentados que compran el algodón. Su procedimiento es arrancar un puñado
de algodón de una de las pacas al azar. Lo miran, lo tocan, comprueban su
resistencia, escuchan su crujido, se lo llevan a la lengua, y por este
procedimiento determinan la categoría de algodón que contienen las pacas. Hay
una docena de ellas. Como resultado de su decisión, las compras se hacen a unos
determinados precios, las mezclas se hacen a unas determinadas proporciones.
Ahora bien, estos compradores no pueden ser substituidos por la Máquina.
—¿Por qué no? Seguramente los datos pertinentes no son demasiado
complicados para ella...
—Probablemente no. Pero, ¿a qué dato se refiere usted? No hay ningún
químico textil que sepa exactamente qué es lo que comprueba cuando maneja un
puñado de algodón. Probablemente la longitud media de la fibra, su tacto, la
extensión y naturaleza de su viscosidad, la forma como se pegan y así
sucesivamente. Varias docenas de particularidades, inconscientemente pesadas,
fruto de años de experiencia. Pero la naturaleza cuantitativa de esta prueba no
es conocida; incluso la verdadera naturaleza de algunas de ellas, no lo es
tampoco. De manera que no tenemos nada con que alimentar la Máquina. Así ni los
mismos compradores pueden explicar su juicio. Sólo pueden decir: «Bien, mírelo.
No se puede decir sí es tal o cual clase».
—Comprendo...
—Hay innumerables casos como este. La Máquina no es más que una
herramienta, al fin y al cabo, que puede contribuir al progreso humano
encargándose de una parte de los cálculos e interpretaciones. La tarea del
cerebro humano sigue siendo la que siempre ha sido; la de descubrir nuevos
datos para ser analizados e inventar nuevas fórmulas para ser probadas. Es una
lástima que la Sociedad Humanitaria no quiera entenderlo así.
—¿Están contra la Máquina?
—Hubieran estado contra las matemáticas o contra el arte de escribir si
hubiesen vivido en el tiempo adecuado. Estos reaccionarios de la Sociedad
pretenden que la Máquina priva al hombre de su alma. He observado que hombres
perfectamente capaces están todavía llenos de prejuicios en nuestra sociedad;
necesitamos todavía el hombre que sea suficientemente inteligente para pensar
en las preguntas adecuadas. Quizá si pudiésemos encontrar un número suficiente
de ellos, estas perturbaciones que le preocupan, Coordinador, no se
producirían.
Tierra (Incluyendo el continente deshabitado, la Antártica):
a) Superficie: 75.000.000 de kilómetros cuadrados (superficie
terrestre).
b) Población: 3.300.000.000 de habitantes.
c) Capital: Nueva York.
El fuego que relucía detrás del cuarzo estaba ya moribundo. El
Coordinador estaba de humor sombrío, amoldándose al fuego.
—Todos disminuyen la gravedad de la situación —dijo en voz baja—. ¿No
es fácil creer que se han reído de mí? Y sin embargo... Vincent Silver dice que
la Máquina no puede estropearse y tengo que creerle. Hiram Mackenzie dice que
no pueden ser alimentadas con falsos datos y tengo que creerle. Pero las
máquinas han funcionado mal por una u otra causa, y esto tengo que creerlo
también, de manera que..., sólo queda una alternativa.
Miró de soslayo a Susan Calvin que, con los ojos cerrados, parecía
dormir.
—¿Cuál es? —preguntó sin embargo al instante.
—Que le han dado los datos correctos y la Máquina ha dado las
respuestas correctas, pero no han sido cumplidas. No hay manera en que la
máquina obligue a seguir sus dictados.
—Madame Szegeczowska insinuó algo parecido, refiriéndose a los nórdicos
en general, me parece. ¿Y qué propósito se busca desobedeciendo a la Máquina?
Vamos a estudiar los motivos.
—A mí me parece obvio, y debe parecérselo también a usted. Es cuestión
de sacudir la nave, deliberadamente. Mientras la Máquina gobierne, no puede
haber ningún conflicto serio en la Tierra en el cual un grupo pueda apoderarse
de un mayor poderío del que tiene por lo que juzga ser su propio bien, a pesar
de perjudicar la Humanidad como un todo. Sí la fe popular en las máquinas
pudiese ser destruida hasta el punto que fuesen abandonadas, imperaría de nuevo
la ley de la selva. Y no hay ninguna de las cuatro Regiones que pueda quedar
libre de la sospecha de buscar precisamente esto.
»Oriente tiene la mitad de la Humanidad dentro de sus fronteras, y los
Trópicos, más de la mitad de los recursos de la Tierra. Ambos pueden
considerarse como los gobernantes naturales de toda la Tierra, y ambos se
sienten humillados por el Norte y es muy humano buscar un desquite contra esta
implacable humillación. Europa tiene una tradición de grandeza, por otra parte.
En otros tiempos gobernó la Tierra, y no hay nada tan eternamente adhesivo como
el recuerdo del poder.
»Y sin embargo, desde otro punto de vista, es difícil de creer. Tanto
el Este como los Trópicos están en un estado de enorme expansión dentro de sus
fronteras. Ambos crecen rápidamente. No les pueden quedar energías para
aventuras militares. Y Europa no puede hacer más que soñar. Es una cifra,
militarmente hablando.
—Así, Stephen —dijo Susan—, ¿deja usted el Norte?
—Sí —respondió Byerley enérgicamente—. Sí. El Norte es el más fuerte,
como lo ha sido desde hace un siglo, o por lo menos sus componentes. Pero ahora
decae, relativamente. Por primera vez desde los faraones, las regiones
Tropicales pueden ocupar su lugar al frente de la civilización y hay nórdicos
que lo temen.
—En una palabra, son exactamente aquellos hombres que, negándose
conjuntamente a aceptar las decisiones de la Máquina, pueden, en breve plazo,
volver el mundo boca abajo...; éstos son los que pertenecen a la Sociedad.
—Susan, esto es consistente. Cinco de los Directores de la World Steel
son miembros de ella, y la World Steel sufre de una superproducción. La
Consolidated Cinnabar, que explota las minas de mercurio de Almaden, era una
sociedad Nórdica. Sus libros están todavía siendo examinados, pero uno, por lo
menos, de sus hombres, era miembro. Francisco Villafranca, que retrasó las
obras del Canal de México dos meses, era miembro, lo sabemos ya, lo mismo que
Rama Vrasayana; no me sorprendió en absoluto descubrirlo.
—Estos hombres, téngalo usted en cuenta, lo han estropeado todo...
—dijo Susan pausadamente.
—¡Naturalmente! Desobedecer los análisis de la Máquina es seguir el
sendero del error. Los resultados son peores de lo que podrían ser. Es el
precio que pagan. De momento lo verán vagamente, pero en la confusión que tarde
o temprano surgirá...
—¿Qué proyecta usted hacer, Stephen?
—Es evidente que no hay tiempo que perder. Voy a declarar la Sociedad
fuera de la ley y todos sus miembros serán destituidos de cualquier cargo de
responsabilidad que ocupen. Y todos los puestos ejecutivos con solicitantes que
firmen un juramento de no-adhesión a la Sociedad. Esta representará una cierta
infracción a las libertades cívicas básicas, pero estoy seguro que el
Congreso...
—¡No servirá de nada!
—¡Eh! ¿Por qué?
—Representaría una predicción. Si intenta usted una cosa así,
encontrará obstáculos a cada paso. Lo encontrará imposible de llevar adelante.
Verá usted que cada movimiento en este sentido será origen de perturbaciones.
—¿Por qué dice usted esto? —preguntó Byerley, atónito—. Esperaba, al
contrario, su aprobación en esta materia...
—No podrá usted conseguirla mientras sus acciones estén basadas en falsas
premisas. Admite usted que la Máquina no puede equivocarse, y no puede ser
alimentada con falsos datos. Le demostraré que no puede ser desobedecida
tampoco, como creé usted que lo está siendo por la Sociedad.
—Esto..., no consigo verlo.
—Pues escuche. Toda acción realizada por un dirigente que no siga las
exactas instrucciones de la Máquina con la cual trabaja, se convierte en parte
de un dato para el siguiente problema. La Máquina, por consiguiente, sabe que
el dirigente tiene una cierta tendencia a desobedecer. Puede incorporarse esta
tendencia a los datos, incluso cuantitativamente, es decir, juzgando
exactamente qué cantidad y en qué dirección la desobediencia se producirá. Sus
siguientes respuestas serán suficientemente elusivas en forma que, después de
la desobediencia del jefe, vea sus respuestas automáticamente corregidas en la
buena dirección. ¡La Máquina sabe, Stephen!
—No puede usted estar segura de todo esto. Son simples suposiciones.
—Es una suposición basada en la experiencia de toda una vida entre
robots. Hará usted bien en confiar en esta suposición, Stephen.
—Pero, en este caso, ¿que queda? Las Máquinas están en orden y las
premisas sobre las cuales trabajan son correctas. Sobre esto nos hemos puesto
de acuerdo. Ahora dice usted que no puede ser desobedecida. Entonces..., ¿qué
ocurre?
—Usted mismo se ha contestado. ¡Nada está mal! Piense en las máquinas
un momento, Stephen. Son robots y cumplen la Primera Ley. Pero las máquinas
trabajan, no para un solo individuo, sino para toda la Humanidad, de manera que
la Primera Ley se convierte en: «Ninguna Máquina puede dañar la Humanidad; o,
por inacción, dejar que la Humanidad sufra daño.»
»Muy bien, Stephen, entonces, ¿qué daña la Humanidad? ¡El desequilibrio
económico, principalmente, cualquiera que sea la causa! ¿No cree usted?
—Sí, lo creo.
—¿Y qué es lo más probable que produzca desequilibrios económicos en el
futuro? Conteste a esto, Stephen.
—Yo diría —respondió Byerley, a regañadientes—, la destrucción de las
Máquinas. Y así lo digo, y así lo dirían las Máquinas también. Su primer
cuidado, por consiguiente, es conservarse para nosotros. Y así siguen
tranquilamente evitando los únicos elementos amenazadores que quedan. No es la
Sociedad Humanitaria la que sacude la nave a fin que las Máquinas sean
destruidas; sólo ha visto usted el reverso de la medalla. Diga más bien que son
las Máquinas las que están sacudiendo la nave..., muy ligeramente..., lo
suficiente para liberarse de los pocos que se agarran a ella con el propósito
que las Máquinas sean consideradas nocivas para la Humanidad.
»Así, Vrasayana deja su factoría y encuentra un empleo donde no puede
hacer daño; no queda seriamente perjudicado, no es incapaz de ganarse la vida,
porque la Máquina no puede dañar un ser humano más que mínimamente, y esto sólo
para salvar un mayor número. La Consolidated Cinnabar pierde el control de
Almaden; Villafranca no es ya el ingeniero civil al frente de un importante
proyecto. Y los directores de la World Steel pierden su presa sobre la
industria..., o la perderán.
»Pero es imposible que sepa usted todo esto... —insistió Byerley
distraídamente—. ¿Cómo podemos correr el riesgo en caso que no tenga usted
razón?
—Deben correrlo. ¿Recuerda usted la respuesta de la Máquina cuando le
sometió la pregunta? «El caso no admite explicación». La Máquina no dijo que no
hubiese explicación, ni que no pudiese determinarla. Dijo sólo que no admitía
explicación. En otras palabras, «sería perjudicial para la Humanidad tener la
explicación de lo ocurrido», y por esto sólo podemos hacer suposiciones..., y
seguir suponiendo.
—Pero, ¿cómo puede la explicación sernos perjudicial? Supongamos que
tenga usted razón, Susan.
—Pues Stephen, si tengo razón, significa que la Máquina está
conduciendo nuestro futuro no única y simplemente como una respuesta directa a
nuestras preguntas directas, sino como respuesta general a la situación del
mundo y a la sicología humana como un todo. Y sabe que nos puede hacer
desgraciados y herir nuestro amor propio. La Máquina no puede, no debe, hacernos
desgraciados.
»Stephen, ¿cómo sabemos qué es lo que consolidará el bien final de la
Humanidad? No tenemos a nuestra disposición los infinitos factores que la
Máquina tiene a la suya. Quizá, para darle un ejemplo incierto, toda nuestra
civilización técnica ha creado más infelicidad y miseria de la que ha
suprimido. Quizá la civilización agraria o pastoral, con menos cultura y menos
gente, sería mejor. En este caso, las Máquinas deben orientarse en esta
dirección, preferiblemente sin decírnoslo, ya que en nuestros ignorantes
prejuicios sólo sabemos que aquello a que estamos acostumbrados es bueno..., y
lucharemos contra todo cambio. O quizá una urbanización completa, una sociedad
totalmente desprovista de castas, o una completa anarquía, sea la respuesta
adecuada. No lo sabemos. Sólo las Máquinas lo saben y se encaminan hacia ello,
llevándonos consigo.
—Pero está usted diciéndome, Susan, que la Sociedad Humanitaria tiene
razón; que la Humanidad ha perdido su derecho de voto en el futuro...
—No lo ha tenido jamás, en realidad. Estuvo siempre a la voluntad de
unas fuerzas económicas y sociológicas que no entendía, de los caprichos del
clima y de los azares de la guerra. Ahora las Máquinas las entienden; y nadie
puede detenerlas, ya que las máquinas los dominarían como dominan la
Sociedad..., poseyendo, como poseen, las armas más fuertes a su disposición, el
absoluto control de nuestra economía.
—¡Qué horrible!
—Quizá habría que decir: ¡qué maravilloso! Piense que en todos los
tiempos los conflictos han sido evitables. ¡Sólo las Máquinas, a partir de
ahora serán inevitables!
Y el fuego se apagó detrás del cuarzo y sólo quedó un hilillo de humo
para indicar donde había estado.
* * *
—Y eso es todo —dijo la doctora Calvin, levantándose—. Lo he vivido
desde el principio, cuando los robots no podían hablar, hasta el final, cuando
se interpusieron entre la Humanidad y la destrucción. No veré ya nada más.
Usted verá lo que viene ahora...
No volví a ver a Susan Calvin nunca más. Murió el mes pasado a la edad
de ochenta y dos años.
AUTORIZACIONES
* Robbie. — Robbie.
[vt “Strange Playfellow”] © 1940 Fictioneers, Inc.; © 1968 by Isaac Asimov.
* Sentido Giratorio. —
Runaround. © 1942 by Street and Smith Publications, Inc.; © 1970 by Isaac
Asimov.
* Razón. — Reason. ©
1941 by Street and Smith Publications, Inc.; © 1969 by Isaac Asimov.
* Atrápame esta
Liebre. — Catch That Rabbit. © 1944 by Street and Smith Publications, Inc.
* ¡Embustero! — Liar!
© 1941 by Street and Smith Publications, Inc.; © 1969 by Isaac Asimov.
* El Robot Perdido. —
Little Lost Robot. © 1947 by Street and Smith Publications, Inc.
* ¡La Fuga! — Escape!
© 1945 by Street and Smith Publications, Inc.
* La Prueba. —
Evidence. © 1946 by Street and Smith Publications, Inc.
* El Conflicto
Inevitable. — The Evitable Conflict. © 1950 by Street and Smith Publications,
Inc.
FIN
No hay comentarios:
Publicar un comentario