martes, 30 de mayo de 2017

Bolero


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BOLERO
Con mi pensamiento y sentimiento proyectados sobre Lili Malamud, Edgardo Giménez, Ingrid Swift, Edith Reynolds, Raúl Santana, Graciela Molinelli, Francis Gladstone yJean–Pierre Lebas. Por la amistad, por la diversión, por el desafío, por el cariño, por la solidaridad, por la aventura, por el aprendizaje, por la bronca, por la reconciliación, por la risa. Cada uno sabe qué partes le tocan. ¡Claro que lo saben!

Yo no sé si es prohibido,
si no tiene perdón,
si me lleva al abismo,
sólo sé que es amor...

«Pecado»
(Letra y música: Carlos Bahr, Frandni y Pontier)

Entre los presos había un tal Elizalde, al que apodaron la Bestia. En su fuero interno Olsen lo llamaba Lechervida, el personaje de un dibujo cómico.

Lechervida, el del dibujo, se caracterizaba por su carácter volcánico, igual que Nemesio Elizalde, que había asesinado a una familia entera, como recordarán quienes hayan leído los diarios de la época. Todos decían que la Bestia acabaría sus días en la prisión.

"Elizalde era un hombre muy corpulento, un aglomeramiento de músculos que tenía manos como porras. Sin embargo, pese a su temperamento irascible, alguna vez fue un tipo pacífico y un hombre de trabajo. Años antes había montado un pequeño comercio que atendía su mujer: venta e instalación de toldos y persianas. Elizalde hacía las instalaciones y no era desagradable en el trato con los clientes cuando éstos, a su vez, le hablaban con buenos modos. Con esfuerzo y ahorro pudo comprar una casa que habitaba con su mujer y los tres hijos. Pero Elizalde, y también su esposa, se liaban con las gestiones administrativas. El, además, les tenía ojeriza a los funcionarios y a los leguleyos, y desdeñaba las obligaciones que impone el Estado. Estaba convencido de que los impuestos sirven sólo para mantener a los que se encargan de cobrarlos. Poco antes de la tragedia se habían aireado estafas y cohechos de algunos inspectores, y cada vez que los protagonistas de los escándalos salían en la televisión Elizalde mascullaba: «¡Parásitos hijos de puta!». Después se levantaba de la mesa, pues decía que se le atragantaba la comida y sentía un nudo en el estómago; la sangre le subía a la cara. Por todo ello dejó sin satisfacer las cuotas de la Seguridad Social como trabajador autónomo; nunca hizo una declaración de renta, y jamás pagó las tasas de su modesta propiedad. Así las cosas, empezaron a llegarlo requisitorias que él no se molestó en responder, hasta que un día se presentó un funcionario que, con malos modos, le hizo saber que si no pagaba en cuarenta y ocho horas, el Estado embargaría la casa familiar."

Elizalde argumentó que el plazo era muy corto. El funcionario dijo que se le había advertido reiteradas veces, por correo certificado y con mucha antelación. Elizalde pidió un aplazamiento. El funcionario puede que tuviera un día tonto, o tal vez gozaba creyendo que podía asustar a semejante gigantón, el hecho es que se mantuvo en la negativa, así que la Bestia cerró el puño y se lo descargó en la cara. No pegó demasiado fuerte, por ser él quien pegaba, pero el otro se cayó de espaldas. Tenía roto el tabique nasal y sangraba a chorros. Elizalde lo ayudó a levantarse y le dio su pañuelo para que cortara el reguero de sangre. Después lo aferró por las solapas y, con voz ronca, le advirtió que en adelante lo dejara tranquilo o lo buscaría para matarlo a él y a toda su familia.

Por lo visto, el hombre no creyó en la amenaza, pues desde la casa de Elizalde se dirigió en compañía de un abogado del Estado al juzgado de guardia.

Cuando lo dejaron libre, al cabo de dos semanas, Elizalde se encontró con que su casa había sido embargada, y aunque su familia continuaba habitándola, ya no era de su propiedad. La Bestia averiguó dónde vivía el funcionario y, dos días más tarde, se presentó con un hacha. Los diarios de la mañana siguiente aumentaron las tiradas, pues despedazó al funcionario, a su mujer, a las dos hijas y a un yerno, que también era funcionario del Estado.

Y en el patio de la prisión se acercó un día a Olsen y le susurró:

–No te preocupes, chaval, yo me encargo de todo.

Olsen no supo de qué le hablaba el gigante loco, pero entendió que éste no tenía nada que perder, de modo que de inmediato empezó a proyectar tácticas defensivas. Él no era un canijo, por cierto, pero el otro era más alto y debía de pesar ciento veinte kilos de puro músculo. Lo más urgente sería hacerse con cualquier objeto que sirviera de puñal. Aún no lo había conseguido cuando una tarde dos individuos lo acorralaron en la zona de los váteres. Ellos si portaban afiladas hojas de hierro.

–Te traemos un recuerdo de Marcelino Medina. ¡Cabrón! –dijo el que se le puso más cerca. Otra vez la mención del hombre al que Olsen mató. Su agresor encogía el brazo del puñal y luego lo estiraba con lanzadas rápidas.

Olsen retrocedió con esquives veloces. Tuvo la sensación de que entre los tres representaban un ballet estrafalario. Lamentó que fuera a morir de manera tan grotesca. En ese momento apareció Elizalde.

Alcanzaron a herirlo, pero no pudieron evitar que los agarrara de los pelos y, muy rápido, con mucha furia, golpeara las cabezas de ambos contra el muro roñoso una y otra vez, haciéndolas retumbar hasta que se partieron los cráneos. Entonces, Olsen comprendió que Lechervida también trabajaba para Aníbal Iturralde.

–Esfúmate, chaval –dijo Elizalde. La Bestia tenía los brazos poblados de cortaduras sangrantes,

Olsen obedeció. Salió de los lavabos caminando con aparente tranquilidad, pero con la sensación de que apenas lo sostenían sus piernas. Más tarde, con el amigable cigarrillo en los labios, se esforzó por entender cómo la vida lo había enredado hasta arrastrarlo a situaciones semejantes.

Después de aquello, la mujer y los hijos de Elizalde tuvieron una nueva casa, mejor que la anterior.

Y esta madrugada, a varios años y miles de kilómetros de distancia, Olsen recuerda a Elizalde. la Bestia, Lechervida, y piensa por un momento que le gustaría tenerlo otra vez cerca y de su lado. Sabe que es imposible.

"Esta madrugada ha vuelto a soñar, como ha soñado tantas noches, que continúan persiguiéndolo; que le disparan de nuevo. Pero no llega a sentir la quemazón de la bala al penetrar el cuerpo. En el sueño no suele sentir dolor. En ocasiones, sí, le parece que se asfixia, pero dolor físico no."

La intensidad de las imágenes, como ya es frecuente, había conseguido desperrarlo. Apartó la cabeza de la almohada y se incorporó con lentitud. Estaba empapado en sudor y temblaba. En la penumbra intentó examinar con la mirada los rincones de la barraca, después dirigió la vista al cuerpo de Matilde. Ella disfrutaba de un sueño tranquilo y respiraba con el ritmo del buen dormir, como todas las noches desde que vivían juntos. Decidió levantarse y mirar alrededor, pero antes metió la mano debajo del colchón y empuñó la pistola.

Fuera, la noche se presenta calma bajo un cielo estrellado. Nada se mueve entre los callejones de tierra limitados por paredes de chapas y cartones prensados, ni siquiera el aire se mueve. Olsen entorna los párpados, con el afán de aguzar el oído y no oye nada que lo induzca a levantar el arma, sólo alcanza a oír sonidos lejanos provenientes de las calles situadas al otro lado de la ciudadela de barracas, ruidos tempranos de motores de automóviles que comienzan a rodar por las avenidas. En el horizonte, por encima del cruce de carreteras, una estrecha franja mercurial se ensancha y se hace más intensa mientras desplaza la oscuridad para iniciar un nuevo día, y Olsen renuncia a su pesadilla, pero no se sacude el miedo y vuelve a decirse que le gustaría tener cerca a la Bestia Elizalde. Y otra vez se dice que es imposible.

Olsen respira hondo y compara ese aire fresco con el del interior de la barraca, tan lleno de olores humanos. Evoca el olor de Matilde, el olor de su sexo. De pronto se sorprende evocando olores de otros sexos. Pero el miedo vuelve a acometerlo y trae consigo otros recuerdos.

Si Víctor Iturralde pudiera verlo quizá tardaría en recoñocer que es el mismo hombre. Así se dice Olsen en cada oportunidad que percibe el desasosiego apoderándose de su respiración. Diez años, casi, han transcurrido desde el día que el chico y él se coñocieron.

Era un tipo corpulento Olsen, pero sin abultamientos en ninguna parte del cuerpo. Y no se movía con pesadez. Un gorila ágil y fuerte que lo protegería y haría más destacable su miseria de carácter de nene de papá que crece entre machos prepotentes. Tenía un rostro duro Olsen, casi inexpresivo, salvo un deje de desprecio, sin duda destinado a los niños insignificantes como él. Así le pareció a Víctor Eturralde la primera vez que lo vio, que fue la primera vez que lo odió. Horas más tarde, antes de dormir, asentó tales impresiones en su diario.

"Venía a cuidarlo a él. Lo habían integrado en el equipo de custodia personal de su padre; uno más entre los guardaespaldas, pero su función precisa era proteger al heredero del poder. Defenderlo del mundo. «Pimpollito pequeño», solía decirle mamá, y ella fruncía los labios regordetes. «¡La flor delicada!» Así se había burlado muchas veces el maldito viejo. ¡Cuánta vergüenza le había hecho pasar tantas veces el maldito viejo! ¡Cuántas veces le había hecho pasar tanta vergüenza!"

–Aquí lo tienes, Olsen: éste es Víctor, mi hijo –dijo el amo y señor, y lo señaló con la mano entendida, como quien presenta una mercancía de alto precio que se debe custodiar–. Dense la mano –ordenó Aníbal Iturralde–. Él te llevará al instituto en el coche, Víctor... En fin, te cuidará y todo eso. Tal como están los tiempos hay que andarse con tiento. Olsen es un viejo amigo mío. ¿Verdad que somos viejos amigos, Olsen?
–Hum –dijo el gorila con desgana mientras asentía con la cabeza. Y no dijo nada más.

"Víctor juzgó ridículo que su padre pregonara lo de viejos amigos; resultaba evidente que el gorila, que tenia una mano poderosa y que, sin embargo, apretaba sólo lo justo, era mucho más joven que su patrón. Su padre, por cierto, era viejo, muy viejo. No cabía duda de que podría ser su abuelo, y nunca tuvo en claro cómo mamá se unió a un hombre de tanta edad."

Una cosita enclenque, una espina de pescado, un gusanito con la cara llena de espinillas que me mira como si fuera a comérmelo. ¿Y qué edad tiene? Diecisiete años. No parece de más de catorce. Un niño delicado. ¡Qué cosas! Y pensar que el viejo Iturralde siempre fue una bestia, se dijo Olsen. ¿Cómo le habrá salido un hijo así?

Es todo un bravucón, no cabe duda –puso Víctor en su diario–. Debe de creerse superior por haber estado en la cárcel, por haber matado a otro hombre. Con seguridad se las ingeniará para poner de manifiesto mi debilidad. Se divertirá haciéndome sentir una nada.

–Bueno, ya tenemos un buen equipo, muchachos –sentenció Aníbal Iturralde, y envolvió con una mirada posesiva a los cuatro hombres reunidos en su despacho al tiempo que quitaba la vista del cuerpo del hijo, que permanecía de pie, con la espalda apoyada contra la pared forrada en roble. A partir de ese momento fue como si el muchacho no estuviese–. El mundo de los negocios es muy duro hoy día, muy duro –se quejó don Aníbal.

El viejo va a empezar uno de sus discursos, se dijo Víctor Iturralde.

El viejo va a empezar uno de sus discursos, se dijo Olsen.

–Es duro el comienzo. Pero más duro se hace el camino a medida que avanzas en la vida. Cuanto más creces tú tanto más crece la envidia a tu alrededor. El árbol pequeño parece débil, pero su mayor defensa está en que nadie repara en él. El árbol grande no deja crecer a los pequeños que están cerca, pero gracias a él hay sombra en el bosque, jcoño! Sin embargo, siempre es candidato para el hacha... ¿Que opinas, Olsen?
–Opino que se trata de un interesante ejemplo forestal.

¡Epa! El gorila parece tener algún sentido del humor, se sorprendió Víctor.

"–¡A la mierda con tus gracias, Olsen! –exclamó don Aníbal, con el rostro repentinamente más congestionado que de costumbre. Los canales sanguíneos que le surcaban las mejillas y la nariz, obtenidos con la perseverancia del asiduo bebedor de whisky, parecieron a punto de reventar, como siempre que se irritaba–. Quiero decir que hay que andarse con cuidado; ¡estar al loro! A ver si me explico: ya no hay competencia sana, lo del libremercado es una patraña asquerosa. Ahora, cuando no te pueden barrer limpiamente, quiero decir, con prácticas comerciales, te mandan inspecciones fiscales, te organizan huelgas, sabotean tus industrias, te cortan los créditos, incendian tu casa, te disparan a la cabeza, te secuestran, te torturan, raptan a tus hijos..."

"De modo que el tal Olsen estaba allí para evitar que al jefe le robaran el hijito con el fin de hacerle chantaje, descubrió Víctor. Y descubrió asimismo que su padre, al enumerar tanto1; posibles desastres, debía de estar pasando lista a sus propios procedimientos."

"Aníbal Iturralde hubiera preferido que Olsen fuera más expresivo. Era un hombre cuya presencia lo perturbaba. ¡Pero quién coño se creía! De no ser por él lo habrían liquidado en la cárcel, y, en caso de haber sobrevivido, en esos momentos estaría en alguna chabola y andaría robando radios de coches para poder comer. Dos días antes, todavía estaba en chirona. El le había dado trabajo, sus hombres le habían conseguido un apartamento; tenía ropas nuevas y dinero abundante en el bolsillo, y con todo continuaba siendo un desagradecido. Siempre fue un chulo, él ya lo supo años atrás, cuando lo coñoció en Argentina. Era un chavalito entonces... un pendejo, pero parecía muy seguro de sí mismo: un pendejo compadrito, como dicen en aquel país. Quizá se sentía tan seguro porque era fortachón, o tal vez porque leía muchos libros. Y si tenía tanta lectura en la cabeza, ¿qué hacía entre malandrines iletrados? ¿Por qué no se ganaba la vida de otro modo, con tanta cultura como parecía tener? ¿Eh? Lo peor era que no quería recoñocer que él podría ser su padre, y aunque no tuviese muchos estudios ni tanta fuerza de carácter, le podría enseñar muchas cosas de la vida."

Muchas otras veces, igual que en esos momentos, Víctor Iturralde había sorprendido a su padre como ensimismado a su pesar. Se detenia en medio de una frase y perdía el hilo. Era imposible adivinar qué retorcidos pensamientos le enredaban la razón.

Es la vejez, se dijo Olsen. El viejo Iturralde está muy viejo... ya no carbura bien.

Se había producido una situación incómoda. Los hombres esperaban que el jefe continuara hablando o diera por terminada la reunión, pero no había motivos para el silencio. Godoy, su chofer y guardaespaldas personal, se removía, nervioso en su silla. Claudio Iglesias, el más joven, que se desempeñaba en el equipo de cobranzas, agitaba las rodillas como quien acompaña un ritmo musical: José Antonio Aguirre, el jefe de vigilancia del edificio, paseaba la mirada por los ángulos del cielo raso. Sólo Olsen permanecía estático. Como una figura del museo de cera, pensó Víctor.

"–Bueno, ya hemos charlado demasiado, muchachos –dijo, de pronto, don Aníbal, al tiempo que meneó la cabeza como quien procura sacudirse una idea o un sueño persistente. Después descolgó el teléfono para comunicarse con la secretaria–: Ana, pasa a mi despacho; vamos a revisar unos papeles –ordenó–. Ustedes, a esperar fuera, señores. Tú, Olsen, lleva al chico a casa –volvió a ordenar."

"Los hombres se levantaron de sus asientos y empezaron a retirarse, y en ese momento entró la chica: tenía una edad indefinida en torno a los treinta. Menuda, trigueña; un cuerpo afinado y la carita redonda. Un vestido ceñido y escotado que dejaba los brazos al desnudo. Nada del otro mundo, pero Olsen recién salía de la cárcel; .sólo a su olfato llegó el perfume ambiguo que exhalaba esa piel. Sólo él se inquietó."

"En la madrugada en que otra vez sueña que lo persiguen y le disparan, Olsen vuelve a evocarla. De nuevo hace la cuenta de los años transcurridos: unos diez. Recuerda a Ana como una chica de modales laxos, en apariencia incapacitada para experimentar sentimientos poderosos, ajena quizá a los fuertes impulsos de la atracción y el rechazo intensos, y por lo mismo dispuesta a rendirse a los requerimientos moderados. A él le gustaba de ese modo, sin lucha. Ella se dejaba abrazar y poseer –nunca mejor dicho–, dispuesta a entregarse como dormida; apenas gemía débilmente al ser penetrada, dando así indicios de que la rozaba el placer. Tales recuerdos excitan la memoria de Olsen, y no le resulta forzado trasladar a Matilde la carga de deseo."

"La villa miseria empieza a despertar con los primeros ruidos de la mañana: sonido de cacharros, voces imprecisas que expresan propósitos inmediatos. Olsen vuelve a entrar a la barraca, donde el aire tibio está impregnado de olores íntimos. Ella aún está acostada, pero ya comienza a desperezarse. El se tiende a su lado y se quita la ropa; de inmediato se abrazan. La piel de Matilde conserva el calor que atesoró entre las sábanas. Después de una lucha corta e intensa se sienten saciados."

A miles de kilómetros, y con cinco horas de diferencia por delante, Víctor Iturralde piensa en Olsen al tiempo que construye unos fuertes pectorales. Con la espalda recostada en la tabla de press de banca sube hasta diez veces la barra con los treinta kilos de discos de hierro en cada extremo. Al acabar la tercera serie se incorpora sudoroso e inspecciona los detalles de su cuerpo en el gran espejo del gimnasio. Tensa los brazos con los puños cerrados en la zona del bajo abdomen, para hacer sobresalir los tríceps, sube inmediatamente los brazos y contempla unos bíceps poderosos que aún no acaba de unir a su conciencia corporal, y se dice que si Olsen pudiera verlo en ese momento quizá no lo recoñocería.

Pero ¿dónde estará Olsen? Probablemente en Sudamérica, se responde... Pero ¿dónde? Le sería más fácil adivinarlo de haber sabido de qué sitio provenía. No obstante, pese a todos los años que anduvieron juntos y todo lo que conversaron, el origen verdadero de Olsen siempre fue una incógnita para él. Puede que Gaspar Bodoni lo coñozca, aunque el viejo insiste en negarlo, así como niega saber dónde está su amigo.

"Después de la sauna y la ducha Víctor se viste con ropas informales y baja a la playa de estacionamiento del gimnasio; al volante de su automóvil deportivo se dirige por la Castellana hasta la fuente de Cibeles, sube por la calle de Alcalá y la Gran Vía, y continúa por la avenida Princesa con rumbo a la carretera de La Coruña y su gran chalet en La Moraleja. Durante todo el trayecto no deja de preguntarse dónde diablos estará Olsen, quien en ese momento, en el cruce de Florencio Várela, sube a un vehículo de transporte colectivo que lo llevará a la capital. Se dirige al centro, a las oficinas del Correo Central, donde en el poste restante quizá habrá una carta de Gaspar Bodoni dirigida a él, aunque estará consignada a un nombre falso, como siempre."

Sentado junto a la ventanilla del vehículo Olsen deja vagar la mirada entre las calles uniformes de casas bajas, raleadas entre los baldíos del Gran Buenos Aires, y cuando el colectivo atraviesa el puente Nicolás Avellaneda y enfila por Almirante Brown y más tarde por la avenida Colón empieza a decirse, como cada vez que efectúa el mismo recorrido, que en cualquiera de esas calles rumorosas, entre la multitud de seres anónimos que caminan en todas direcciones, entre toda aquella gente que trabaja y gestiona sus asuntos, en cualquier edificio de oficinas o departamentos, pueden estar aquellos que él no desea encontrar. Quizá el hombre que lo busca está viajando en aquel ómnibus que circula en sentido contrario, puede que vaya en taxi, es probable que aún esté durmiendo, acaso ya sepa en donde encontrarlo y haya telefoneado a España para pedir refuerzos. Quiere convencerse de que son temores infundados, se dice que lo más probable es que ya lo hayan olvidado, pese a que sabe que en su día la ficha con sus datos circuló por todas partes... Pero ya han pasado muchos años, porfía para sí. Así y todo no puede dejar de lado la idea de que en la otra orilla del Atlántico están quienes lo quieren muerto.

La primera vez que Olsen llevó al chico en el Mercedes Benz de Aníbal Iturralde, Víctor, como haría en lo sucesivo, se acomodó en el asiento contiguo. Un momento antes, en las oficinas, cuando ambos se cruzaron con Ana, el muchacho advirtió la ligera turbación que estremeció a su custodio. El descubrimiento le proporcionó cierto grado de seguridad, y cuando Olsen comentó que quizá debería sentarse en la parte trasera, pudo responder con aparente firmeza:

–Mi padre ha dicho que debo sentarme siempre junto al conductor. –Al terminar la frase cayó en la cuenta de que había ahuecado la voz, y agregó, tratando de parecer más natural–: Es para que no se note que me lleva un chofer, ¿sabe?

Lo que me falta ahora es que me basuree este pendejo, se dijo Olsen, y comentó con tono forzadamente neutro:

–Me hago cargo. Asi nadie supondrá que es usted un niño rico. Me parece muy sensato.

Quedaba claro que la relación había comenzado con mal pie. Víctor percibió b exasperación en su interior, pero no se atrevió a darle cauce.

–Tal vez supongan que soy su hijo.

Olsen puso en marcha el vehículo.

"–Sí, claro; así pensarán que soy yo el padre rico que pasea a su hijo en un Mercedes."
–Es un poco joven para ser mi padre. ¿Qué edad tiene? ¿Treinta y cinco, treinta y ocho?
–Me he tirado tantas putas desde que tenía tu edad que bien podrías ser mi hijo.

"A Víctor le estremeció un acceso de vergüenza e ira contenida. El tránsito circulaba con lentitud a esa hora de la tarde por la carretera de La Coruña, por momentos se detenían ante prolongados atascos que hacían parecer interminable el trayecto hasta La Moraleja. Cómo le habría gustado golpear con saña al maldito gorila. Se preguntó si éste habría coñocido a su madre, y de inmediato se dijo que era poco probable. Se preguntó si su padre habría tenido, cuando joven, la misma dureza del hombre que estaba a su lado. No lo creía; su padre sólo sabía fanfarronear. Con sentimiento de agobio y resignación se dijo que pertenecía a una estirpe débil, temerosa. Sin embargo Olsen también debía de ser vulnerable: él vio cómo se azoraba al cruzarse con la secretaria. ¿Qué cosas podría temer Olsen?"

–A mi padre no le haría mucha gracia el comentario –dijo Víctor.
–No, seguramente no. Seguramente le haría más gracia saber que tiene un hijo chivato.
–¿Qué pasa, te sientes rebajado por tener que hacer de chofer del hijo del jefe? ¿Tal vez querrías que mi padre te pusiera de socio? Claro, tú has estado en la prisión, no eres un guardaespaldas cualquiera, tú eres todo un asesino.

Olsen volteó bruscamente el volante y detuvo el Mercedes en el arcén, de inmediato giró el cuerpo hacia Víctor, que no pudo evitar un movimiento precipitado, hacia atrás.

–Escucha, nene –empezó a decir, sin caer en cuenta de que, como cada vez que perdía los estribos, mudaba el acento y la estructura de sus frases a los modos del Rio de la Plata–: no sé quién te habrá venido con esos cuentos, vos podes escuchar todo lo que quieras a los bocones, pero ojo con lo que decís... a mí me pagan para protegerte, no para que te rompa los dientes, pendejo. Y otra cosa: es cierto que maté a un hombre, pero no soy un asesino. Fue en defensa propia ¿Entcndés? En defensa propia.

Olsen recuerda con una sonrisa ese primer diálogo con Víctor. Lo recuerda mientras cruza la avenida, al salir del Correo Central, donde no había ninguna carta para él. Se pregunta si entonces el chico le habría suscitado tanto fastidio de no haber sido el hijo de su jefe. Cuántas cosas ocurrieron desde aquel día. En aquellos momentos le hubiera sido imposible imaginar de qué modo fue evolucionando la relación entre ambos.

Camina por la avenida Comentes, siempre temeroso de ser recoñocido. Con el tiempo fue menguando su prudencia, pero no perdió la noción del peligro. Trata vanamente de esconder el rostro tras unos anteojos de cristales oscuros, a pesar de saber que es un recurso grotesco. Necesita caminar por las calles de esa ciudad y sus alrededores, donde transcurrió parte de su infancia y su primera juventud. En la calle Esmeralda dobla a la derecha y continúa hasta la avenida Córdoba. En la esquina de enfrente permanece el bar Castelar, donde, en otra vida, solía citarse con muchachas. Casi todas estarán casadas y tendrán hijos adultos, y hasta nietos, reflexiona: alguna que otra ya habrá muerto, se dice. Que a partir de los cuarenta las cuerdas que amarran la vida empiezan a aflojarse. Se contrae de hombros y salmodia para sus adentros: «Débil mortal, no te asuste / mi oscuridad ni mi nombre. / En mi seno encuentra el hombre / un término a su pesar. / Yo, compasiva, le ofrezco / lejos del mundo un asilo/ donde en mi sombra, tranquilo / para siempre duerma en paz...».

"A Víctor, por cierto, le horrorizaba ese poema de Es–pronceda; el chico odiaba la mención de la muerte. Olsen solía insistir, sólo para martirizarlo un poco, con ese juego cruel."

Otra vida, se dice. Esos momentos pertenecen a otra vida, y cuando él acudía al Castelar se trataba de una vida aún anterior, ¿cuántas vidas debe transitar un hombre antes del final? Vuelve a contraer los hombros y cruza la calle para entrar al bar. No cree que circule por allí nadie de aquellos tiempos, nadie que pueda recoñocerlo. Se sienta a una mesa junto al ventanal que da a la calle Esmeralda, enciende un cigarrillo y pide un vaso de grapa. Recuerda que a Aníbal Iturralde se lo presentaron en uno de esos bares del centro, pero después se reunían en un despacho que éste había montado en Avellaneda. Le gustaba arengar a sus compinches:

"–Mirad, muchachos, la guita, como decís vosotros, es importante, pero más importante es la amistad. Si nos mantenemos unidos iremos todos para arriba, pero si cada uno tira por su lado nos pillarán como a conejos de jaula... ¿Habéis comido conejo a la cazuela? ¡Qué va! No tenéis paladar; vosotros sólo sabéis de churrascos. Uno de estos días os voy a llevar a comer conejo a lo de un paisano."

El hombre hablaba mucho, pero sabia organizar las cosas: negocios de juegos de azar, putas, contrabando, estafas inmobiliarias. Se movían en la zona sur: Sarandí, Quilines, Bcrazategui. Y más tarde incursionaron por Lanús, Banfield, Burzaco y Almirante Brown. En ocasiones irrumpían en las localidades del norte y el oeste: Tigre, Boulogne, San Justo, Aldo Bonzi, y hasta González Catán y Cañuelas. Pero el eximio organizador–el Gallego, lo llamaban entonces–, que tenía mucha facilidad de palabra y sabía enredar a la gente, no sabía sacar las castañas del fuego cuando las cosas se complicaban. Para dar la cara estaban «los muchachos». Olsen era uno de esos muchachos. Tal vez en eso estaba el talento de Iturralde, en darse maña para que fueran otros los que se jugaran el tipo. Al fin de cuentas él siempre pagaba... o casi siempre.

"Tenía entonces unos cuarenta y tantos años, o quizá cincuenta. Había llegado desde Centro América a finales del cincuenta y nueve. Al parecer venía de Cuba, acaso escapando de la Revolución, y Olsen lo coñoció en el sesenta y cinco o el sesenta y seis, rememora. Más probablemente en el sesenta y seis, pues asocia aquellos momentos con el golpe militar que dio Onganía ese mismo año. Ya entonces Iturralde iba a todas partes acompañado por un matón colombiano que lo seguía como un perro; lo llamaban Caribeño. Iturralde nunca quiso explicar por qué había venido a parar a Buenos Aires, y él jamás se lo preguntó. Otros sí eran indiscretos: que si había hecho algo gordo en España, que si había peleado en la Guerra Civil; pero el Gallego, ni mu."

Se le adivinaba un fondo de difusa angustia que procuraba disimular, casi todo el tiempo, con su palabrería incansable. Pero no lograba evitar que por momentos resonara, impreciso, un eco quejoso: la soledad, quizá. Algún nudo de añoranzas que intentaba ocultar o deshacer tal vez con las mujeres, con la bebida casi siempre. Se puso muy contento cuando llegó Victoria. «Mi reina», le decía delante de todos, y daba sonrojo ver cómo se ablandaba con ella. «Eres mi reina y tienes nombre de reina, Victoria, Víctorita. Es la reina de las mujeres –pregonaba–, es mi paisana.» Y uno miraba para otro lado y se hacía cargo de una vergüenza que no le correspondía.

Victoria era una mujer de veintitantos, morena, de buena planta, que hablaba con acento catalán o valenciano, aunque nunca hablaba demasiado. Parecía una chica retraída, o quizá tan sólo prudente. Iturralde nunca explicó cómo había dado con ella, pero los muchachos sacaron en conclusión que la había mandado traer desde España.

Si bien sabía mantenerse reservado con respecto a sus propios asuntos, Iturralde era impertinente cuando se trataba de la vida de otros:

–Bueno, Olsen, desembucha ¿de dónde eres tú? ¿Eres noruego o algo así? Porque lo que se dice argentino, eso si que no lo eres, aunque trates de parecerlo.
–Ando desde pibe por aquí.
–Sí, eso ya lo sé. Y también has andado por Brasil, que te han pillado hablando portugués, y dicen que tienes acento de Pernambuco. Y yo mismo te he oído trapicheando en francés con los del puerto, y juraría que lo hablas como uno de Marsella, mira que coñozco el paño. ¿De dónde vienes, Olsen? Anda, cuéntales a tus amigos.
–Es que tengo mala memoria –contestaba él. Y si el Gallego insistía improvisaba cualquier otra evasiva. Se había propuesto mantener su origen en el misterio, y también la edad, aunque era evidente que entonces tenía poco más de veinte. Tenía la creencia de que cuanto más se ignorara de él, mayor sería su grado de libertad.

"Quien debe de coñocer casi todo sobre Olsen es. Gaspar Bodoni, se dice una y otra vez Víctor Iturralde. Es el hombre que lo transformó; su gran amigo en la prisión, eso es lo que sabe Víctor. Pero el maestro impresor es un anciano ladino y reservado y no suelta prenda."

–Le aseguro que no tengo la menor idea de su procedencia primera, Víctor. Creo que sus padres eran europeos que emigraron a Sudaménca, pero jamás me habló acerca de ellos. y en todo caso no deja de ser una suposición mía. Si tiene algún pasaporte escandinavo o está indocumentado es algo que no sé en absoluto, como tampoco sé nada con respecto a su paradero, créame, amigo. Ni siquiera sé si aún estará vivo.
–¡Vamos. Bodoni! ¡No diga eso! Es un hombre que no llega a los cincuenta y siempre tuvo una salud de hierro. ¡No puede estar muerto!
–Nunca se sabe, joven. Nunca se sabe. No olvide, además, que fue tiroteado.
"–Si, pero no lo mataron; de lo contrario hubiesen encontrado su cuerpo. No, Bodoni: está vivo y está sano y se esconde el algún lugar del mundo... En Francia tal vez, o en Noruega, o Brasil... en alguna favela. Quién sabe qué vida estará llevando; siempre ocultándose, siempre sintiéndose en el momento final. Esa no es vida, Bodoni. Pero, bueno... si por casualidad llega a tomar contacto con él hágale saber que puede volver, que ya no corre ningún peligro."
–Así lo haré, se lo prometo.

Víctor asiente, pero, por supuesto, no cree en la palabra del anciano. Es un zorro viejo que ha hecho de la falsificación una religión privada, y no es improbable que Olsen se esté moviendo por el mundo con pasaportes y otros documentos amañados por Bodoni.

Cada semana lo visita en su reducto del barrio de Legazpi. Bodoni vive y trabaja bajo el mismo techo: una amplia estancia que le sirve de taller, alcoba, comedor y sala de música y lectura. Antes el lugar era un obrador de carpintería, y todavía subsisten una vetusta garlopa mecánica, desprovista de motor, y un torno de madera que conviven con la antigua minerva a pedal que le basta a Bodoni, junto con sus cajas tipográficas y unos pocos artilugios, para realizar verdaderas maravillas de impresión. Un astillado banco de carpintero le sirve de mesa de comedor, pero el tablero de dibujo, en cambio, es la pura perfección, junto a éste un caballete de pintor, y a continuación la repisa con los tubos de óleo y las paletas.

"–Ya ve, me gano la vida de mil maneras: ahora reproduzco cuadros, ¡pero ya no los falsifico, eh! Me cuido muy bien de variar tres o cuatro detalles, para que no digan que hay intención de engaño. También imprimo los catálogos de algunas galerías de arte: a los marchands les gustan las impresiones artesanales de alta calidad; en ocasiones yo mismo confecciono el papel –explica Gaspar Bodoni. Siempre que encuentra quien quiera escucharlo aprovecha para presumir de ilustre prosapia–: Desciendo de Giovanni Battista Bodoni, nada menos, el famoso inventor de los tipos de imprenta que perpetúan su nombre. Fue el tatarabuelo de mi abuelo, o el abuelo de mi tatarabuelo, corno quiera usted. Él en persona dirigió, en mil setecientos sesenta y ocho, la imprenta del gran duque de Parma; sus ediciones de los clásicos griegos, latinos, italianos y franceses se hicieron célebres. Siempre se ha dicho que por las venas de nuestra estirpe no circula sangre sino tinta de imprenta."
–Por eso los billetes de banco que usted imprimió tuvieron tal excelencia –se burla Víctor–. Sin embargo, no alcanzaron la suficiente perfección...
"–¡Y así tuve que pagarlo! –se lamenta Bodoni–. Doce años de presidio me costaron. Toda obra imperfecta lleva acoplada su propia penitencia, ¡bien que lo aprendí!... ¡Doce años; doce años en gayolaíi"
–Explíqueme otra vez cómo Olsen y usted se hicieron amigos, Bodoni.
–Usted no desaprovecha ocasión, Víctor. Pero si ya se lo referí tantas veces. También Olsen se lo habrá contado.
"–Sí, pero no es lo mismo. Vamos, Bodoni, es una historia que me encanta. –El viejo ladea ligeramente la cabeza para observar al visitante con un deje burlón, como si se tratara de un niño;, éste continúa con el mismo tono plañidero–: Debe comprenderme, Bodoni; Olsen fue mi mejor amigo. estuvo junto a mí durante cinco años y me enseñó muchas cosas... como un maestro de la vida. El fue para mí, quizá, lo que usted fue para él. Olsen es mi tema preterido."
"–Está bien, a ver qué le puedo contar de nuevo –dice Bodoni, acompañándose de un suspiro–. Como sabe, Olsen ingresó en prisión cuando a mí me faltaban ocho años. Le habrá dicho que lo condenaron por homicidio. En el transcurso del juicio se comprobó que el otro disparó primero, así que obró en legítima defensa... pero ya sabe cómo son las cosas –un nuevo suspiro–: nunca quedó bien justificado el porqué llevaba un arma. El fiscal argumentó que la mejor defensa hubiese sido poner distancia de su agresor en lugar de responder con su propia pistola. Por otra parte, no contaba con un buen abogado; en fin, digamos que se sumaron en su contra una serie de circunstancias... Diez años... le dieron diez años. No es gran cosa, según como se mire. A mí, sin haber matado a nadie, me cargaron doce, y hay quien se pasa media vida o más entre rejas. Pero su amigo era entonces un potro joven que sólo coñocía la libertad. Qué quiere que le diga..."

En este punto el viejo se interrumpe y va a sentarse en el camastro angosto, como de celda de monje, y enciende un cigarrillo.

"–Y qué más, Bodoni; continúe –le insta Víctor, impaciente."

"El nuestro impresor se incorpora y va hasta un pequeño armario del que extrae una botella de grapa y dos vasos pequeños; sirve la bebida y le alcanza un vaso a su visitante, a continuación le tiende el paquete de tabaco. Víctor niega con la cabeza e interpone la palma abierta de la mano, en gesto de rechazo. ¡Viejo estrafalario!, se dice, para qué le ofrece cigarrillos si sabe que él no fuma.   '"

"–Pues, como le decía, parecía que iba a volverse loco, se pasaba el día solo, leyendo o fatigándose con ejercicios para endurecer los músculos, y no se daba con nadie. Algunos ya le estaban tomando manía por sus modos altaneros y Sus desprecios. En una ocasión, como sabe, intentaron matarlo, pero salió ileso. Bueno, yo era el bibliotecario; cierto día me dio por pasarle un libro de poesías, ignoraba que hasta entonces él sólo leía novelas, de modo que, sin saberlo, lo puse ante un mundo nuevo. Olsen por primera vez tuvo en sus manos un ejemplar de poemas de Villon, ya sabe: «Yo soy Francois, lo cual me pesa, / nacido en París, cerca de Pontoise, / y en el extremo de una soga / sabrá mi cuello cuánto pesa mi culo»."

El maestro impresor vuelve a escanciar grapa. El resplandor marfilino que el día irradiaba desde la claraboya se ha corrido al gris oscuro. Bodoni enciende un par de luces de brillo indirecto y da lumbre a otro cigarrillo, y todo el tiempo se agita en el aire la presencia del amigo ausente. ¿Dónde estará en estos momentos? ¿De dónde provino? ¿Por qué no da señales de vida?

La primera vez que Olsen llegó a Madrid cargaba poco equipaje, pero traía las señas de Aníbal Iturralde. No mucho más de seis años habían transcurrido desde la última ocasión que estuvieron juntos, aquella tarde, en. Avellaneda, en el sórdido despacho ya medio desmantelado. Entonces, el Gallego recogía al tuntún unos cuantos papeles e improvisaba un reparto cicatero.

–Ya habrá más dinerillo, muchachos. Tened paciencia. Ya sabéis que las cosas han venido mal dadas. Pero os lo juro, volveréis a saber de mí en cuanto el ambiente se tranquilice. Ahora, cada uno por su lado y a esperar tiempos mejores. ..
–Pero, don Aníbal –protestó un tal Pereira, que era de Berisso y había alimentado la ilusión de que bajo la tutela de Iturralde podría terminar instalándose en la capital, en el mismo centro–, usted nos dijo que si tirábamos cada uno por su lado nos morfarían como a conejos.
–¡Como a una rata te van a cazar, imbécil, si no desapareces antes de media hora! –le advirtió Godoy, el Caribeño, que fue el único a quien en el desbande Iturralde llevó consigo.

"Iturralde terminó de llenar de papeles un par de maletines, sacó una pistola de uno de los cajones de su escritorio y la ajustó entre el cinturón y la ingle, se abotonó la americana y le hizo una seña con la cabeza al Caribeño. Inmediatamente, sin despedirse de nadie, salieron de! despacho. Los oyeron bajar hacia la calle los dos pisos por la escalera del edificio; sus pasos sonaban precipitados."

Y media hora después, confundido entre el montón de curiosos que desde poca distancia observaba el accionar de la– Policía Federal, Olsen vio a los agentes allanando las oficinas. Pero llegaron tarde, ya todos se habían dispersado y tampoco quedaron papeles comprometedores ni ninguna pista que valiese la pena. A fin de cuentas el Gallego no había hecho las cosas tan mal.

Esa misma tarde, en una zona despoblada de la orilla, Olsen arrojó al Riachuelo el revólver que meses atrás le regalara Iturralde. Por suerte, salvo para las prácticas, nunca había tenido necesidad de usarlo. Mientras duró, fue divertido, se dijo. Recordó las francachelas de madrugada, entre compinches.

"Estaba a la vista que en España el Gallego había prosperado y, en esos años, se había convertido en un tipo poderoso. Tenía negocios legales y, casi de seguro, también de los otros, pero quizá más de los legales: construcciones: inmobiliarias; inversiones en la Costa del Sol, en la que aspiraba a ser electo alcalde en algún tiempo futuro, de cualquier localidad turística importante. Y era rico, muy rico; su dominio se iba extendiendo con tuertes nervaduras que alcanzaban considerables distancias: de otro modo no habría conseguido localizar a Olsen mediante sus intermediarios."

"Así que ahí estaba él, en Madrid, recién llegado, y era a principios del año setenta y tres. Iturralde lo recibió, en su presuntuoso despacho de la calle de Velázquez, con un abrazo y una botella de whisky. Dedicaron algo más de media hora a vaciar media botella y a recordar viejos tiempos. Después el jefe le hizo saber que tendría a su disposición un apartamento, sueldo y dinero de bolsillo para los gastos imprecisos, y a partir de ese punto comenzó, paulatinamente, a establecer la medida de distancia que deseaba mantener en el futuro. Cuando Olsen, nada más que por simple cortesía, le preguntó por su esposa e hijo –pues ya se había enterado de; que Iturralde tenia un hijo–, la tajante respuesta del patrón hizo más patente la distancia:"

–No tengo esposa, y en el futuro las cuestiones personales quedarán de lado.

Ese asunto tuvo que haber acabado mal reflexionó Olsen. Un destello le iluminó durante un instante la memoria: ella siempre pareció estar fuera de lugar junto al Gallego, como descolgada. Su aparente recato daba la impresión de ser un recurso de ocultamiento, y el modo como desviaba la vista ante los hombres abría, inevitablemente, la tapa de las sospechas. En una sola ocasión ellos dos estuvieron asolas durante poco más de un cuarto de hora. Ambos esperaban a Iturralde, en su despacho de Avellaneda. Entonces y sólo por un momento, a Olsen le pareció que Victoria quería confiarle algo muy importante. Por primera  vez,sostuvo su mirada, y el confuso y urgente mensaje que creyó leer en sus ojos alternaba la provocación y el pedido de auxilio. Entonces ella empezó a musitar alguna frase cuyo significado no llegó con claridad hasta los oídos de Olsen, pero de inmediato, con brusquedad, pareció cambiar de INtención y terminó hablando del tiempo. Bueno, quizá fue una sensación falsa, se dijo luego, cada vez que evocaba aquel momento. Quizás es que Victoria lo atraía, por qué negarlo, con ese aire falsamente pudoroso y algo sumiso y blando.

–Tampoco yo me meteré en tus asuntos privados, Olsen –continuó Iturralde–, y eso que te he traído sin saber demasiado de ti. Ni siquiera me has dicho, después de tantos años, donde coño has nacido. Vamos, que por no saber, tampoco estoy seguro de que te presentas con tu verdadero nombre y apellido. Pero en fin, nunca has querido contarme nada, y a  fin de cuentas los detalles no vienen al caso lo que sí sé de ti es que además de saber defenderte con los puños no eres nada tonto... y lo principal: que disparas muy bien... ¿Te acuerdas de cuando practicábamos en San Vicente?

Una nueva tanda de recuerdos: el Gallego continuamente insistía en que sus muchachos fueran armados, como si quisiera disponer de su propia milicia. Nunca dispararon contra nadie ni tampoco se dedicaron a los atracos a mano armada, pero Iturralde tenía ese capricho de los revólveres y las pistolas.

Acudían algunos fines de semana a una finca alquilada en los pagos de San Vicente, de la provincia de Buenos Aires, a medio camino de Cañuelas. Les disparaban a las botellas y al los tarros de conserva de tomates, para que reventaran aparatosamente. Les disparaban también a los postes, a los nidos de hornero, a los teros y torcazas, y a los patos y otras aves. Menos Olsen, quien sentía repulsión por las matanzas, pero en cambio disparaba a objetos arrojados al aire: platos, tazas, latas y pelotas de tenis. En tales demostraciones resultaba el mejor, a gran distancia de cualquier otro.

Pero Iturralde, el devoto de las armas, paradójicamente se reveló como el peor del grupo, y es que .al parecer temía los estampidos. El hombre cometía los peores desaciertos de cualquier tirador: tensaba el brazo con excesiva rigidez y cerraba los párpados en el momento de apretar el gatillo.

–Pero, ahora, supongo que ya no irás armado –aventuró Olsen.
"–Cómo te equivocas, amigo mío –sonrió Iturralde–; siempre llevo a mamá conmigo. –Y de seguido se desabrochó la chaqueta del traje y mostró la culata de nácar que asomaba desde una pistolera de lustroso cuero marrón, junto al sobaco izquierdo. Extrajo la pistola y la depositó encima de la mesa, Era un objeto pesado y negro, y bien empavonado–. Es una Makarov de nueve milímetros; soviética, corno sabrás. Una verdadera joya: una vez disparado el último cartucho del cargador sube la teja lo suficiente como para empujar el tope que mantiene la corredera hacia atrás, lo cual indica que es necesario descargar. Como ves, no me gusta andar huérfano por el mundo. Y ahora te voy a presentar a tu propia madre. –Abrió un cajón del escritorio y sacó otra arma–. Aquí la tienes, es toda tuya; una Beretta del calibre siete sesenta y cinco. No está nada mal."

Olsen recordó que Aníbal Iturralde gozaba con tales fanfarronadas.

–No sé si sabrás que el mundo de los negocios a veces se pone difícil y hay que estar al loro, pues eso de la libre competencia no deja de ser una mentira... –Se detuvo para servir otro par de vasos de whisky, después continuó su monólogo–: Además, están los Medina. Manca te hablé de ellos, pero para empezar debes saber que es mala gente... muy pero que muy mala gente. Hace muchos, muchos años que, para hablar claro, están tocándome los cojones, y es imposible pactar. Por otro lado, tampoco sé si a estas alturas quiero hacerlo. Tenemos muchas cuentas pendientes...

Olsen observó que los rasgos de su interlocutor iban endureciéndose tras la flaccidez de la piel y que tensaba la mandíbula. Imaginó la dentadura postiza del Gallego con las piezas dentales presionándose entre sí, mientras veía cómo se le enrojecía el rostro y se le dilataban las pupilas al tiempo–que pasaba lista de sus enemigos:

"–... Salvador, que tiene mis años; Domingo, el gordo, unos dos menos, o sea, cincuenta y seis; Adolfo, de cincuenta, que hizo boxeo y le dicen el Cachas, y Marcelino, el menor: lo llaman el Chulo y también el Niñato y el Torero, porque un par de veces descendió al ruedo en plazas de provincia para mostrar unos pases lamentables. Ese tiene cuarenta y siete. Sí, lo llaman Torero. La gente pone motes que no tienen nada que ver. A mí, por ejemplo, en Buenos Aires me llamabais Gallego, y eso que nunca estuve en Galicia. Bueno, que estábamos hablando de los Medina..."

»No te contaré cómo empezó la bronca entre nosotros, pero puedo decirte que nos odiamos de casi toda la vida, V cuando tuve que marcharme de España fue por culpa de ellos, ¡coño! Recuerda bien sus nombres, Olsen, pues dejando de lado la amistad, es a causa de esos señores por lo que te  he hecho venir, para que me apoyes en caso de peligro.

Recuerda sus nombres: Salvador. Domingo, Adolfo y Marcelino Medina.

"Y ahora Olsen recuerda esos cuatro nombres. Al cabo de veinte años los guarda en la memoria. Recuerda sobre todo a Marcelino, el niñato chuleta, el torero. Fue el hombre al que mató. Es cierto que el otro disparó primero y la bala de su arma impacto muy cerca, pero él nunca quiso matar a nadie, al menos eso cree. Sin embargo extendió el brazo y apuntó con precisión a la cabeza antes de oprimir el disparador, como cuando tiraba sobre un blanco inanimado. Así que recuerda, también con nitidez, el fogonazo y el estampido que sacudió el arma y su propio puño y a continuación un cuerpo que cae como un muñeco de trapo a cincuenta metros. Tal vez, si Marcelino hubiese estado más cerca, no le habría disparado, pero a esa distancia no parecía del todo real; a esa distancia no pudo percibir su humanidad: así procuró exculparse cada vez que pensaba en Marcelino muerto. Recuerda el fogonazo y el estampido y la sacudida, y enseguida el sonido de un ronquido arrítmico que silba mientras quien lo emite, desde el suelo, mueve convulsivamente los brazos v las piernas hasta que cesan los estertores. Olsen recuerda cómo fue acercándose a Marcelino con lentitud y con la precaución de quien teme nuevos peligros; con el pavor de haber cometido un acto irreversible, hasta llegar junto al hombre a quien, desde la perforación en la garganta, se le escapaba junto con la sangre el aire en burbujas, y recuerda su propia impotencia de aquel momento y del otro momento, el de su infancia, en que tomó conciencia de la imposibilidad de reparar el juguete que había roto. Pero sobre todo recuerda cómo no atinó a hacer otra cosa que llevar la mano a su propia garganta, y cada vez que lo recuerda vuelve a experimentar la sensación deque es a él a quien se le escapa el aire. En cambio, le es difícil evocar los instantes posteriores: la estridencia de una sirena de coche policial, unos hombres uniformados que le apuntan y lo desarman y esposan sus manos tras la espalda."

En la memoria todo eso es vivido como si le hubiese ocurrido a otro.

También Domingo, el gordo, el segundo de los hermanos, está muerto, pero en este caso la muerte le vino desde el interior de su propio organismo, de modo que el recuerdo de su nombre ya no lo inquieta, como en cambio sí le inquietan Salvador y Adolfo Medina, quienes no deben de haber cesado de buscarle.

"¿Y será posible que puedan ubicarme aquí, en este rancherío cochambroso del culo del mundo?, se pregunta. Se encoge de hombros y enciende un cigarrillo, como cada vez que no encuentra respuestas. Trata de convencerse de que no le importa; si dan con él será porque así deben ser las cosas, a fin de cuentas en toda su vida casi nunca decidió nada y los hechos fueron cayendo sobre él por sí solos."

Está sentado en el banco de madera a la puerta de su barraca mientras baja la noche. Matilde, en el interior, prepara la cena. Le conviene entrar antes de que ella venga a buscarlo y al verlo solitario y sombrío, como si quisiera disolverse en la penumbra, le diga, igual que otras veces, que está muy pensativo y muy cerrado, como un bicho bolita.

Pero permanece un poco más. al menos hasta acabar el cigarrillo. No deja de pensar en Iturralde y en los hermanos Medina. Una vez llegó a saber que en tiempos de la posguerra todos ellos estaban asociados en asuntos de prostitución y estraperlo. Se repartían, de común acuerdo, vastas áreas de Barcelona, Valencia y Alicante. Hacia el cuarenta y cuatro empezaron los roces y pronto brotaron los insultos. Al fin se produjo una denuncia que obligó a Iturralde a escurrirse. Fue _a parar a Colombia, y después a Cuba, y de allí a Argentina, en donde Olsen lo coñoció. Más bien él me pescó, se dice. juntaba a sus muchachos con la unción de un apóstol que recluta adeptos. No prometía el cielo, pero sí riquezas y buena vida.

Y volvió a pescarlo años más tarde, haciéndolo ir hasta Madrid para que lo ayudara a defenderse de los Medina.

Cuando éstos le prepararon la encerrona, Olsen, en efecto, lo defendió. Es probable que le haya salvado la vida, y, sin embargo, aunque Iturralde mostró la adecuada ostentación de solidaridad, no le consta que se empeñara lo suficiente para librarlo de los diez años de condena, si bien es cierto que, dentro de lo que cabe, no le faltó nada mientras estuvo preso. También, es cierto, encargó que lo protegieran, y ese hecho le libró de la muerte. Deuda saldada, debe de haber pensado Iturralde. Recuerda a Elizalde, la Bestia.

Más me hubiera valido alejarme de él para siempre, como me aconsejó Bodoni, se reprocha. Si lo hubiese hecho, quizás ahora no estaría arrinconado en este sirio.

Hace un buen rato que ha consumido el cigarrillo, pero el hombre propone ¿y quién dispone?, se pregunta. Enciende otro y aspira profundamente el humo que al final suelta de golpe. Acerca la brasa a los ojos y contempla cómo avanza el fuego. Establece alguna relación entre la lenta extinción del cigarrillo y la vida de los hombres, pero enseguida la desdeña por parecerle pueril. ¿Quién es el que sabe qué le ocurrirá en la próxima hora? Pero sí, hubiese sido mejor que al salir de la prisión no hubiera vuelto con Iturralde, se dice de nuevo.

–Estás muy pensativo ahí, sólito. Me haces recordar a un bicho bolita –le dice Matilde, que acaba de asomarse desde el interior de la barraca–. Vení para dentro que la cena se enfría.

Esa noche hay puchero de gallina con costillas, porotos, papas, coliflor y choclos. Una botella de vino tinto y pan. Desde las barracas vecinas no llegan gritos, sólo ruidos de cacharros.

–¡Ésta es vida! –exclama Olsen–, Ahora a comer hasta reventar. Después nos vamos a la cama a coger bien y a tirarnos pedos toda la noche.
–¡Sos un puerco! –ríe Matilde–. ¿De verdad pensás que ésta es vida?
–Claro que sí, nena –exclama con la boca llena, invadido por el sabor y el olor de la buena comida–. ¿No ves lo contento que estoy? ¿Qué mejor vida puede hacerse que esta que llevamos?
–No sé. Casi siempre me parece que estás triste. ¡Es que sos tan callado!

"Comen con apetito. La botella de tinto queda vacía y Olsen ahora piensa que tal vez las cosas son como tienen que ser. Matilde es una buena mujer; joven, cariñosa y con buenas carnes. Tiene un bonito rostro de indiecita y no muchas complicaciones. No saben por cuánto tiempo estarán juntos, pero dentro de un rato irán a la cama y él estará medio borracho y tendrá ganas de abrazarla. Esa villa de emergencia, como suele llamárseles a esa clase de rancheríos, no sería un mal lugar, después de todo, como estación terminal de un largo y accidentado viaje."

"Bodoni abre las ventanas para airear el ambiente y para que acabe disipándose el humo de sus cigarrillos. Ahora que Víctor lturralde se ha marchado quizá pueda terminar la copia de La gitana del loro, el cuadro que pintó al óleo Zuloaga, en 1906. Tendrá las medidas de la obra original: ciento veintisiete por ciento noventa y cuatro centímetros, y un comerciante del Rastro le dará cuarenta billetes por él. Sin embargo, se siente un poco cansado; tal vez sea mejor continuar por la mañana, piensa."

Víctor lturralde lo invitó a cenar fuera. Con la intención de tentarle propuso ir a Zalacain, pero a sus años ya no le impresionan los lujos, de modo que dejó flotando la invitación para otra oportunidad. Y no es que el muchacho le desagrade, pero lo encuentra demasiado ansioso e insistente y no parece acostumbrado a renunciar a sus propósitos. Son los modales que da el dinero, sobre todo si es dinero nuevo, se dice Bodoni. De todas maneras, siendo las once y media de la noche se le ha despertado el apetito. Saca del frigorífico un par de costillas de cordero y, después de encender el extractor de humos, las pone a asar en una plancha sobre el hornillo de gas.

Hace ya más de un año que Víctor machaca con lo mismo: que dónde podría estar Olscn y cuál es su lugar de origen, por si, sabiéndolo, se hace más fácil encontrarlo. «En todo caso, si Bodoni sabe dónde se encuentra, pero no quiere revelarlo –dice el muchacho–, que por favor se comunique con el amigo común y le haga comprender que ya no corre peligro y puede regresar tranquilamente.»

"A Gaspar Bodoni no le parece buena idea; él cree que a Olsen lo mejor es dejarlo tranquilo donde está, al fin y al cabo sus anteriores relaciones con la familia lturralde nunca le trajeron buena suerte. Claro que él no es quien para tomar decisiones por su amigo, pero no olvida que cuando salió de la cárcel ya le había aconsejado que se fuera de España y se olvidara de volver a trabajar para Aníbal lturralde. De modo que duda si ahora debería escribirle para ponerlo al tanto de la nueva situación."

Pero ¿cómo puede saber qué es bueno para Olsen? Cada uno hace lo que es capaz de hacer, se dice, de modo que lo mejor, quizá, sería que pusiera al tanto a su amigo de cómo están las cosas y que sea él mismo quien resuelva su destino.

Bodoni mastica despacio. No sólo porque le agrada ser pausado: la dentadura postiza ya no está en condiciones de permitirle hazañas de masticación. Acompaña las costillas con una copa de vino de la Ribera del Duero. Lo paladea. Le gusta pensar de sí mismo que además de ser pausado tiene buen gusto y es un hombre con estilo. Una vez se enteró de que Aníbal lturralde acostumbraba a tomar café mezclado con coñac para rematar sus comidas, el «carajillo». Nunca lo coñoció en persona, pero ese solo dato le bastó para hacerse una idea de la catadura del sujeto: tenía que ser un mal tipo pues un hombre adinerado que es capaz de arruinar un buen café y un buen licor y después se atreve a hacer pasar semejante inmundicia por el garguero debe de ser un puerco.

Pone en el aparato de audio la sinfonía número ocho de Bruckner. Bodoni sabe que es un hombre sensible, un amante del arte y de la buena música, lo contrario de Aníbal lturralde. Un tipo sin sensibilidad nunca será compasivo, piensa. Mal elemento, muy mal elemento, se dice Gaspar Bodoni. Se lo advirtió a Olsen cuando éste salió de la prisión:

"–No te conviene seguir enganchado con ese cerdo. Hazme caso, no vuelvas a trabajar para él. Vete lejos; rehaz tu vida en otra parte. Mira dónde has estado. –Qué ha hecho Iturralde para sacarte de allí?"
–Hizo lo que pudo, Bodoni. De no ser por él ya me habrían liquidado.

Y era verdad. Al poco de que Olsen ingresara en la prisión se corrió el rumor de que los hermanos Medina le habían pagado a alguien para que lo asesinara. Por lo visto no querían que muriera sin saberlo: deseaban que sufriera con la incertidumbre, de modo que la amenaza no era ningún secreto. Olsen hacía como que no estaba enterado y procuraba mezclarse lo menos posible con los otros. Tal vez su fama de condenado a muerte evitó que la chusma se metiera con él, y así veía cumplido su deseo de continuar aislado. Se paseaba solo por el patio a la hora del recreo. Efectuaba innumerables flexiones de brazos y ejercicios abdominales, y después se dedicaba a leer sin dejar que nadie alcanzara a ver qué libro leía.

Por aquel entonces Bodoni no lo trataba. Él pertenecía a la aristocracia del presidio: falsificadores, estafadores finos y ladrones de guante blanco, y aun con esa gente acostumbraba a ser selectivo. Con respecto a los demás, cuanto menos trato mejor. No quería verse envuelto en líos. Se había propuesto cumplir la condena en paz y hacer lo posible para no volver jamás a una prisión. En su puesto de bibliotecario casi podía mantenerse al margen. Pero le llegaban noticias.

Un día dos reclusos con condenas por asesinato, presidiarios que los demás llamaban «de la pesada», aparecieron muertos en un lavabo, ambos con el cráneo destrozado: alguien, que debía de tener una fuerza descomunal, les había golpeado las cabezas contra la pared. Casi todos pensaron en la Bestia Elualde, pero al parecer éste no había salido de la enfermería donde estaba internado desde esa misma mañana, con los brazos cortajeados. Asi lo atestiguaron el médico y un enfermero, los dos con fama de sobornables. Dijeron que la Bestia se había cortado él mismo: uno de esos presidiarios que se autolesionan para llamar la atención.

Pero sí. claro que sí nadie dudaba de que ningún otro que Nemesio Elizalde podía haberlos matado con tanto horror. La Bestia tenía inclinación a destrozar cabezas. Cuando liquidó a la familia del inspector de impuestos lo hizo propinándoles a todos hachazos en la cabeza. Sólo en las cabezas.

"Sin embargo, esta vez_ no había pruebas. Alguien estaba encubriendo a Elizalde; allí se estaba moviendo mucho dinero, rumorearon. Y alguien protegía a Olsen, pensaron todos."

"Recuerda Bodoni que a partir de aquel día Olsen tuvo fama de intocable y se mantuvo más aislado que antes. Le llegaban buenos paquetes desde fuera de la cárcel: chocolate, cigarrillos; y también libros. No visitaba la biblioteca, pero leía mucho. Durante bastante tiempo Bodoni ignoró la índole de sus lecturas, hasta que en una oportunidad alcanzó a ver de soslayo un título: Bartleby, el escribiente, de Hermán Melvílle. Tal vez debería preguntarle qué hace un chico como él en un sitio como éste, se dijo."

Olsen recuerda que por aquel entonces Bodoni le parecía un tipo raro a quien tornaba por un viejo medio chiflado. Nunca supo cómo se las arreglaba para evitar que se metieran con él. Aun entre criminales, pervertidos, y trastornados, mantenía el porte de un aristócrata.

"Provenía Bodoni, según decía, de una vieja familia italiana. Hijo y nieto de impresores de calidad, se había criado en una casa atiborrada de libros, cuadros y esculturas. Asistió a buenos colegios; desarrolló el gusto por las proporciones armónicas y por la buena música, los buenos vinos y la buena pintura. Poseía la capacidad innata de reproducir con lápiz, pluma o pincel toda clase de figuras. A Olsen lo retrató muchas veces, utilizaba su rostro como modelo para hacer dibujos a lápiz o carbonilla, y en cada sesión desgranaba en voz alta la sucesión de hechos capitales de su vida: cuando la fortuna familiar se desplomó tuvo que emplearse como operario de imprenta por cuenta ajena; sólo entonces aprendió a pensar por cuenta propia. Descubrió que la letra impresa, que para él formaba parte del mundo cotidiano, quinientos años después de Gutenberg, todavía despertaba en mucha gente un respeto especial. Le parecía insólito que en una discusión, cualquiera de los polemistas apoyara sus argumentos con que lo que afirmaba lo había leído en un libro, como si ése fuera el certificado definitivo de la bondad de sus rabones. Nunca pudo asimilar del todo que con unos papelitos impresos, tan fáciles de reproducir, pudieran adquirirse bienes sólidos y duraderos. Pronto comprendió que el dinero constituía una situación, más que el símbolo de riquezas, y que su valor convencional dependía de algo intangible: la fe que en él se tuviera. Esa convicción lo llevó a deducir que el mundo de los valores está legislado por un entramado de ilusiones. Arropado por ese credo empezó a falsificar cartas de presentación, que supuestamente emitían altos funcionarios del gobierno. Después copió documentos oficiales, que vendió a buen precio: marbetes fiscales de los que se adhieren a las botellas de licor y que certifican el pago de los tributos que se lleva el Estado; títulos universitarios y títulos de propiedad; permisos de conducir, y hasta certificados médicos. Bodoni no desdeñaba nada; se sentía como un taumaturgo con capacidad para modificar la realidad."

Hizo una pequeña fortuna, se enamoró y estuvo a punto de formar una familia, por lo cual, ya establecido con imprenta propia, resolvió que no volvería a apartarse de los límites marcados por la ley, pues tomó al amor y al sentimiento retribuido como valores naturales y verdaderos. Pero cuando la chica desistió de la boda para irse con otro, volvió a creer en la mentira. Todo era ilusión y engaño, concluyó, y las relaciones entre los seres humanos se hallaban regidas por el mayor de los enredos.

"Ya no era joven, así que no estaba dispuesto a perder el tiempo con minucias; de volver a falsificar, pondría en el mundo la más alta de las imposturas: billetes de banco. Otra vez volvió a sentirse un gran mago."

"Mientras lo oía hablar, Olsen intuyó que Bodoni pretendía que, en retribución, él contara .su propia vida. De modo que el gran trapisondista era también un curioso; para satisfacerlo le refirió algunas de sus andanzas. Le habló de Iturralde, de cómo se coñocieron en Buenos Aires, de por qué éste lo había hecho viajar a Madrid. También explicó los pormenores del desgraciado incidente en el que mató a otro hombre. Un hecho del que nunca terminaría de arrepentirse, porque –insistió en ello– él no era un asesino, de ningún modo lo era. Pero el viejo, sobre todo, se hallaba muy intrigado por saber cómo, siendo un pistolero, se había aficionado a leer novelas."

–¿Por qué? ¿La literatura es sólo cosa de señoritas?
–No. No quiero decir eso. Pero no me negarás que no es muy frecuente...
"–Al contrario; dicen que Al Capone se había leído a todo Shakespeare, Dante Alighieri y Cervantes. Bonnie y Clyde se inspiraron en Stevenson para dar sus golpes..."
–¿Estás seguro, Olsen?
–No. Acabo de inventarmelo, pero bien que hubiera podido ser. Verás, en realidad me apasioné por la lectura antes de volverme malo.

Bodoni soltó una carcajada.

–No, hablo en serio: un día descubrí que cuanto más se quiere a una persona más se teme perderla. Me di cuenta deque la libertad viene del desapego, así que me propuse no amar a nadie demasiado ni atarme a ninguna cosa real. Ahora bien, como de algún modo necesitaba rodearme de seres con vida, elegí los personajes de la ficción, que viven para siempre y no se te pierden.
–Sí, ya veo. ¿Y a todos los autores los leías en castellano?
–Hum –contestó Olsen, dándose cuenta de que el impresor tiraba del hilo para sacarle más confidencias.
–Y también lees en noruego?
–Por supuesto, y en tagalo, y en swahili, y en guaraní.
–Ya veo que no quieres decirme de dónde provienes.
–Y yo veo que eres muy curioso.

Bodoni contempla ahora los retratos al lápiz que entonces hizo de su amigo. Puede que sus rasgos fueran nórdicos, pero tal vez lo crea así inducido por el apellido. Un rostro que parece tallado a golpes secos y sin pulir, como cortado a escuadra. Líneas abruptas apenas suavizadas por arrugas de inteligencia alrededor de los ojos y las comisuras de los labios. El pelo cerdoso, de color castaño oscuro, no brinda pistas fiables. Tanto podría ser un tipo nórdico como mediterráneo, eslavo o latino.

Pero a poco de que Bodoni le abriera a Olsen el mundo de la poesía, descubrió que también leía en inglés. Días después de haberle facilitado un volumen de Shelley traducido al español, No despertéis a la serpiente, éste había conseguido una versión inglesa. Cierta tarde lo sorprendió leyendo con voz atenuada: «Wake the serpent not – lest he / Should not know the way to go...». La pronunciación no era perfecta, pero sí decorosa.

Cuando Bodoni salió en Hbertad Olsen heredó su puesto en la biblioteca, y cuando acabó su condena, dos años más tarde, el amigo estaba esperándolo a las puertas de la prisión.

–¿Dónde quieres ir, muchacho?
–Antes que nada a tomar unas copas, Bodoni. Quiero ver la calle, las caras de la gente.

Entonces Olsen se sintió bañado por los sonidos y las percepciones de un mundo olvidado, que ya no era el mismo que él había coñocido. Recorrieron bares y parques y tugurios hasta que, al caer la tarde, del todo borrachos, recalaron en casa del maestro impresor para seguir bebiendo.

Por la mañana, mientras desayunaban, hablaron del futuro.

–No deberías volver a trabajar para Iturralde –le aconsejó Bodoni.
–jDónde quieres que vaya? El me debe un dinero. Me conseguirá papeles...
–Y volverás a matar?
–No, eso nunca más.
–Pero ¿y si te ves obligado?
–Lo hice una vez, en adelante sabré cómo evitarlo.
–En fin, si... tú sabrás.
–Puede que sea un animal de costumbres. Ya trabajé un par de veces para él, probaré una tercera. Tal vez en esta ocasión no me vaya tan mal.
–Claro, el hombre es un animal de costumbres, eso dice el dicho, y hay otro que dice que es el único que tropieza dos veces con la misma piedra. En tu caso serán tres. En Buenos Aires te falló. Cuando te hizo venir a Madrid sacaste en limpio diez años en la trena. Ahora eres un tío maduro, debería suponerse que has de hacerle caso a tu propia experiencia, si no a los consejos de un amigo...
–No insistas, Bodoni –dijo Olsen–, lo tengo decidido.

Se despidieron con un apretón de manos, después Olsen salió a la calle y detuvo un taxi.

El viejo impresor bebe una copa de coñac, después irá a dormir. Está resucito a levantarse temprano por la mañana y acabar el cuadro antes del mediodía. Le hacen falta las cuarenta mil pesetas que le han prometido. Debería producir más, se dice, pero las frecuentes y prolongadas visitas de Víctor Iturralde afectan a su rendimiento. Está seguro de que dentro de un par de días volverá a aparecer intempestivamente para seguir hablando de Olsen. En fin. al menos la próxima vez aceptará que lo invite a cenar. A Zalacain, sí. Aunque sea para compensar tanta pérdida de tiempo. ¿Y qué le preguntará el joven la próxima vez?

–Sabe, Bodoni –dice Víctor Iturralde–, al principio me era muy incómodo estar todo el tiempo con él. Por la mañana me llevaba con el coche hasta el instituto y volvía a buscarme por la tarde, para llevarme a casa, pero no nos hablábamos. Después de la primera vez, cuando discutimos de mal modo, pareció que ya no teníamos nada más que decirnos.

»Pero es que, entiéndalo, Bodoni, ese hombre era la personificación de lo que yo más odiaba. Era un hombre de mi padre, ¿se da cuenta? Bueno, es que yo no sentía mucho cariño por mi padre: un tipo brutal que me despreciaba y se burlaba de mí. Detestaba sobre todo mi aspecto delicado. Usted ve, ahora soy un hombre fuerte, pero entonces era debilucho... Es la pura verdad, Bodoni. ¡Ja! ¡Si mi padre pudiera verme ahora!... ¡Y si me viera Olsen!... Creo que tardaría en recoñocerme. ¿Sabe que paso cada día dos horas en el gimnasio? ¡Dos horas! Ya veo que sonríe. Quizá le parezca ridículo. No, no diga nada. Déjeme hablar. Siempre estoy preguntándole cosas, sobre todo acerca de Olsen, pero nunca le hablé de mí. Sé que fue, que todavía es, el mejor amigo de Olsen. Usted sabe que él fue mi gran amigo... Bueno, cómo le diré: me gustaría que nosotros dos también fuésemos grandes amigos... de verdad, Bodoni, le soy sincero. Desde el día que él nos presentó supe que usted es un hombre inteligente y sabio. ¿Tomamos otra copa de esa grapa? Está muy buena.

"Este chico hoy ha venido con ánimo sentimental; y zalamero también, piensa Bodoni. Pero al parecer se ha olvidado de la invitación a Zalacain, lamenta."

–Muchas veces pensé... sigo pensándolo, que los sentimientos entre mi padre y yo eran recíprocos. El me odiaba porque no era entonces el hijo que le hubiera gustado tener. A veces decía que quería lo mejor para mi, y eso significaba que deseaba que fuera como él, que adquiriera su brutalidad, que para él era dureza. Puro egoísmo: el muy canalla pretendía sobrevivirse a través de mi persona. Bueno, supongo que no sería una excepción, lo mismo deben de querer la mayoría de los padres. Por eso yo no tendré descendencia.

»Es cierto que no me faltó nada material. ¿Cómo hubiera podido ser de otro modo?, yo era un objeto valioso, un cuerpo que había que cuidar. Ese es el motivo de que me hiciera vigilar. No, por supuesto que a papá en el fondo no le importaba que me secuestraran o me asesinaran, pero dado que era de su propiedad, si sus enemigos se apoderaban de mí tendrían con qué presionarlo. Una situación muy retorcida, desde luego, como lo era el alma de mi padre.
"»No puedo recordarlo sin recordar también sus burlas. Ya desde que era un crío se mofaba de mí. Y de mi madre también. Especialmente de los mimos que ella me brindaba. Mi recuerdo de ella es borroso, la evoco como a una mujer de grandes tetas y labios carnosos con la que pasaba mucho tiempo en la cama. Era una delicia estar tendido a su lado y sentirle la piel, tan suave y cálida. Me decía cosas increíbles, aún hoy me sonroja repetirlas: ""Pimpollito, pimpollito mío"", me llamaba. ""Pimpollito pequeño de mamá."" Un par de veces entró el viejo y la escuchó. ""¡Vaya, con la florecita delicada!"", decía con feroz desprecio. No sé si habrá sido por sus mimos que la quitó de mi lado, aunque él me dijo que se había ido por propia iniciativa. Nos había abandonado porque era mala y no nos amaba, me dijo. Pero yo supe que mentía, no podía ser cierto que mi madre me hubiera abandonado porque sí."

"Deseé morir. Imagínese qué puede sentir un niño de cinco años que de la noche a la mañana se queda sin madre. Creo que lloré sin parar dos o tres días; después separé esa parte de mí del resto de mis pensamientos, como si pertenecieran a un planeta lejano. Hasta que unos años más tarde papá me comunicó que había muerto en otro país. Pero aun entonces tardé en renunciar a ella."

»Se llamaba Victoria, ¿sabe. Bodoni? A mí me pusieron Víctor por ella. Es extraño–que me hayan llamado así, y no Aníbal, como mi padre. Todavía no lo entiendo. Pero es mejor de ese modo, no me hubiera gustado tener el mismo nombre que el del gran cabrón.
»Le decía que mi padre quería hacerme como él, por esa causa, aunque me detestaba, cuando no tenía que estudiar me obligaba a estar todo el tiempo a su lado, en su ambiente, metido entre su tropa... ¡Un hato de bestias! Por suerte ellos me ignoraban. Quizás el Caribeño no me ignoraba. Él, que era el más bruto de todos, simplemente me miraba con desprecio. Ahora está viejo el Caribeño, y aunque sigue fuerte no se me compara. ¡Pobre Caribeño!, podría voltearlo en dos segundos. ¡Si Olsen me viera! Estaría contento, seguro que sí. que estaría contento de mí. El hizo lo posible para que me endureciera... jCómo me gustaría que me viera ahora!
»Pero por entonces, como ya creo habérselo dicho. Bodoni, yo era un niñato escuchimizado. A escondidas leía poesía. Bueno, eso usted ya lo sabe. No sé si sabe que también escribía poemas... Claro, claro que lo sabe, si recuerdo haberle leído algunos hace años. En aquella época los ocultaba bien ocultos, y, sin embargo, hasta hace muy poco pensé en publicarlos... pero ahora ya no... ¿para qué?
»Así que al principio supuse que Olsen era como todos ellos, o todavía peor. Sabía que él y mi padre se coñocieron muchos años antes, en Argentina, que después vino a España a trabajar para papá y que al poco tiempo mató un hombre para defenderlo y que le dieron diez años de cárcel. Un tipo duro, no cabía duda, y era especialmente a su lado como más menguado me senda. Para colmo, la primera vez que discutimos me dijo que hubiera podido ser mi padre porque desde joven se había tirado a muchas putas. ¡Imagínese qué pude sentir! ¡Me estaba llamando hijo de puta! Y lo peor: por un momento pasó por mi cabeza la absurda idea de que realmente fuese mi padre. Creí que me volvería loco.
«Cierto día me sorprendió cuando leía las rimas de Bécquer, no dijo nada, pero no se me escapó su sonrisa irónica. Entonces, como un estúpido, me puse a darle explicaciones: le dije que era un libro de estudio: literatura castellana y todo eso. El se encogió de hombros, como queriendo decir que le importaba un pimiento.


Del cuaderno de Olsen:
"El chico interpretó mi sonrisa como un gesto desdeñoso, pero estaba equivocado. Al principio le había tomado fastidio, pero al poco tiempo ya me dalia pena. Sin embargo, no podía olvidar que era hijo de su padre: había un fondo de rencor en mis relaciones con Aníbal Iturralde. Pasé por alto que me hubiera dejado en la estacada en Buenos Aires, pero me falló por segunda vez el día que maté por defenderlo. Sí, porque Marcelino Medina estaba esperando en la playa de estacionamiento para liquidarlo a él; contra mi no tenía nada. Creo que el tipo ese actuó sin consultar con la familia; los Medina mayores no lo hubiesen autorizado, ellos pretendían ser más sutiles. Sí, seguro que debió de hacerlo para despuntar. Puede que, al ser el menor de los hermanos, se sintiera siempre relegado, de modo que recluta por su cuenta a otros dos hombres y se quedaron a esperar a Iturralde. Yo  me puse en medio, haciéndome el héroe, que para eso me pagaban. Así que lo que en realidad hice fue cubrir la retirada de humilde. Sí, porque él y el Caribeño subieron al coche y me dejaron solo. Y solos quedamos al final, yo y el muerto. Sus compinches también, se rajaron con los primeros disparos. En fin, todos muy valientes y leales. Yo sé que moviendo dinero e influencias Iturralde podía haberme evitado tantos años de cárcel, pues estaba claro quién había sido el atacante. Los Medina sí que movieron dinero e influencias, y así fue como me consiguieron una buena condena. Pero mi patrón no se aplicó a fondo. Creo que él quería tenerme un tiempo lejos, yo era el tipo que presenció su estampida en el momento de apuro, yo era quien sabía que cerraba los ojos al disparar al blanco. Para él yo resultaba un tipo incómodo. Y, sin embargo, evitó que me mataran en la prisión, y después me aceptó de nuevo entre sus hombres. Un hombre contradictorio era Iturralde, y así es que su relación conmigo era ambigua: a veces se mostraba amable y paternal, otras hiriente. En todo momento procuraba aparentar superioridad. Lo cierto es que por mi parte también había un permanente sí y no en mis sentimientos hacia él, quien finalmente me había puesto de niñera de su hijito, que era como bajarme de categoría.  Yo había sabido de la existencia del muchacho, el hijo del matrimonio de Aníbal Iturralde y Victoria (a la que al parecer se la había tragado la tierra), pero nunca lo había visto hasta que salí de la cárcel. Lo que no sabía es que fuera un chico tan raro y tan diferente de su padre, y, mira por dónde, vengo a enterarme de que leía poesías... de Gustavo Adolfo Bécquer, nada menos."


–Nunca hubiera podido imaginar, Bodoni, que Olsen leyera poesía –dice Víctor Iturralde–. Una tarde, al entrar al coche, a la salida del instituto, vi que caraba un libro de poemas de Dylan Thomas y lo guardaba en la guantera. Como no sabía qué decirle le pregunté como un estúpido: «¿Lees poesías?». «Qué va, es la lista de la compra», respondió Olsen. «¿Son poemas de Dylan Thomas?» «Ya te he dicho que es la lista de la compra.»

Víctor ahora estaba confundido. Hasta un momento antes tenía al gorila perfectamente clasificado, y he aquí que había puesto la ficha en la casilla equivocada. Trató de romper el hielo: –Olsen es tu apellido, todos te llaman así, pero debes de tener un nombre de pila, supongo.

–Víctor.
–Sí? Dime,
–Quiero decir que mi nombre es Víctor. Víctor Olsen.
–¿De verdad te llamas Víctor, como yo?
–Y también como el rey de Italia. ¿Crees que iba a mentirte con semejante chorrada?
–No, claro. Para qué ibas a mentirme... ¿Por qué nadie te llama Víctor?
–Porque me llaman por mi apellido, Olsen, eso es todo.
–¿Y yo? ¿Yo puedo llamarte Víctor?
–Me gusta que me llamen Olsen.
–Ah, claro –susurró Víctor Iturralde. Y sobrevino un nuevo silencio.

Días más tarde Aníbal Iturralde anunció que irían a Barcelona por negocios, se llevarían a Víctor con ellos, y también a Ana, la secretaria. Harían el trayecto por carretera, en el Mercedes Benz.

A las cuatro de la tarde Olsen esperaba sentado al volante. De acuerdo con la rutina establecida, había sido el primero en bajar a la playa de estacionamiento, para constatar que no existía ningún peligro para el patrón. Como siempre, llevaba el arma en su pistolera, bajo la chaqueta, pero sólo él sabía que estaba descargada. Minutos después llegaron juntos Aníbal Iturralde, Víctor, Ana y también Godoy, cuya compañía en principio no estaba prevista.

–Conducirá el Caribeño –anunció Aníbal Iturralde.

Olsen se encogió de hombros y, en silencio, se trasladó al asiento del acompañante. De soslayo alcanzó a ver la sonrisa ladina en los labios de Godoy.

–Iré yo delante –dijo Aníbal Iturralde, y con tono sarcástico añadió–: Vosotros, los niños, viajad detrás.

De modo que Olsen se apeó y volvió a entrar por k puerta trasera. Godoy abrió la puerta de la derecha para que subieran Víctor y Ana. Ella entró en primer lugar, por lo que quedó sentada entre el hijo del patrón y su guardaespaldas.

"–Endavant, Caribeño; anem cap allà. Barcelona és nostra –dijo Iturralde, remedando el acento catalán."

"Salieron con dirección a la nacional dos por la avenida de América; Godoy iba conduciendo con bruscas aceleradas y quebrados golpes de volante para intentar adelantar a los demás coches."

–Tranquilo, Caribeño. No te hagas el valiente, ya sabemos que sabes conducir–le amonestó Aníbal iturralde.
–Creí que teníamos prisa, don Aníbal.
–De eso nada, que vamos de paseo. Hasta mañana tenemos mucho tiempo. Esta noche dormiremos en un hotel, y por la mañana empezará sí trabajo. ¿Sabes qué haré en Barcelona, Olsen?
–Hum –respondió Olsen. Su pensamiento estaba puesto en Ana, quien se mantenía callada, encajada en medio del asiento trasero entre él y Víctor. La chica permanecía inmóvil, aparentemente tranquila y floja como una muñeca confeccionada con silicona y piel de látex, así le pareció a Olsen, y a once días de estrenar la libertad y sin haber estado aún con una mujer, la idea de que realmente ella fuese una muñeca lo excitó. Del otro lado de la muchacha Víctor percibió la situación, de igual modo que había percibido la humillación que un momento antes su padre había tratado de infligir a Olsen.
"–Voy a comprar un trozo de país –dijo Aníbal Iturralde–. Son terrenos para construir; pienso hacer una buena oferta, pero es una zona que progresa, se valorizarán rápidamente. Olsen rozó con la suya la mano de la muchacha y ella permaneció quieta. Al cabo de un momento le tomó el dedo meñique. Ana lo dejó hacer, de modo que le aferró la mano. En el rostro de la chica apareció una sonrisa tenue, del estilo de la Mona Lisa. Aníbal Iturralde continuaba con su parloteo. Explicaba sus proyectos: edificios de apartamentos de bajo coste e» el barrio de Sant Andreu, pisos de lujo en Pedralbes, casas adosadas en Cerdanyola, Sant Just Desvern y Sant Cugat, y más pisos en Sitges, junto al mar. Todos estaban al tanto de la expansionista política comercial del patrón; hacía años que habían quedado en segundo lugar los prostíbulos y los bares de chicas. Si alguno de sus asociados movía el negocio de las drogas, él no quería enterarse. Su tema era la construcción y la propiedad inmobiliaria, alguna vez también tendría un club de–fútbol, por qué no. Y todo iría sobre ruedas, si no fuera que en los mismos sectores también solían incursionar los hermanos Medina. «¡Malditos sean esos cabrones hijos de puta que siempre me los tropiezo en el camino!» Ana ya dejaba que Olsen palpara por la zona de sus muslos y sintiera el calor de la piel y se asombrara de tanta condescendencia. Quizás a ella le sea indiferente lo que haga con mis manos, pensó él. En todo el tiempo que llevaban viajando la chica no había abierto la boca, si hasta daba la impresión de ser algo asténica. ¡Qué maravilla, tanta laxitud!"

Víctor, por su parte, no perdía detalle. Le costaba admitir para sí que ahora admiraba las maneras astutas de Olsen. Debía recoñocer que era un hombre fuerte y seguro, que se mantenía imperturbable frente a las groserías de su padre y aprovechaba el cambio de situación para hacerse con su secretaria. Cómo le gustaría ser como él, pensó, y también pensó en aquel momento que le gustaría ser su amigo, pero suponía que el otro desdeñaría su amistad. Años más tarde se lo contaría a Bodoni:

–Eso fue lo que pensé entonces, ¿sabe, Bodoni?
–Claro, lo entiendo, cómo no. Pero a todo esto, ¿qué hay de aquella invitación para cenar en Zalacain?

A Olsen le bastó golpear un par de veces con los nudillos a la puerta de la habitación 303 del hotel Reina Sofía. Con suavidad golpeó.

Ana abrió, pero no del todo. Tras la hoja entornada se dejó observar. Le sostuvo –inexpresiva– la mirada. Así un instante, luego puso una ligera sonrisa en la cara y le dejó paso. En la habitación 311 estaba el Caribeño, quizá dormía ya. Aníbal Iturralde ocupaba la 315, bebía whisky y hablaba por el teléfono móvil. Víctor, en la habitación 308, que era la que supuestamente compartía con Olsen, se había acostado vestido y se preguntaba qué estaría pasando en aquel instante entre su custodio y la secretaria de papá.

Se hallaban de pie, muy cercanos entre sí, pero sin juntarse todavía. Y tampoco se habían dicho nada. Hasta entonces casi no habían hablado entre ellos, sólo habían intercambiado algunas frases formales. Lo cierto es que se demoraban, puede que no supieran cómo empezar ni qué decir. Olsen sabía que ella lo esperaba, y ella sabía que él sabía.

Y también estaba claro que la muchacha se había vestido para la ocasión: prendas vaporosas y previsibles. Al principio ni se rozaron, y después de unos momentos ella abatió la cabeza y dejó que su vista se perdiera en la planicie de la moqueta. Pasiva, disponible. Olsen la contemplaba con demora mientras sentía que una incesante e incontrolada corriente venía desde todo su cuerpo para concentrarse entre las piernas, y, de paso, para remover un caos de dolorosos deseos, insatisfechos durante diez años de mirar mujeres desnudas en las páginas de las revistas. Por fin, con las manos rígidas a fuerza de intentar que no temblaran, comenzó a destrabar botones.

Tenía que ser él quien hiciera todo, ella se limitaba a sonreír con cierta indolencia. Apenas movía un poco uno y otro brazo, por facilitarle la tarea, y cuando estuvo desnuda permaneció igualmente laxa, dejando que el hombre la estrechara contra su cuerpo aún sin desvestir. Entreabrió blandamente los labios, es cierto, para recibir los besos atropellados. Se dejó llevar hasta la cama (pesaba tan poco), y esperó con tranquilidad a que Olsen se despojara de su propia ropa y después se echara a su lado.

Ana acariciaba blandamente. Rozaba con las yemas y era como el tenue toque de una tierna pluma. Y era como para volverlo loco, a él, que repasaba la piel de la muchacha con manos convulsas. Olsen le introducía la lengua en la boca, y ella se limitaba a separar los dientes. Después, cuando él lo quiso, ella separó las piernas y su voz sólo entonces se dejó oír por primera vez con un gemido débil, al ser penetrada. «La tienes muy grande, me haces daño», susurró. Fue sólo un instante, pues enseguida llegaron los espasmos del hombre. Rápidos, violentos e incontenidos. Se quebraba un muro contenedor de aguas estancadas, sintió el ex presidiario. Y sintió que se desangraba dulcemente, y que un tropel de demonios aullantes rompía el cerco que los aprisionaba.

Después siguió un rato largo de entrecortadas respiraciones y silencio. Olsen lo quebró con una pregunta:

–¿Por qué?

Oyó su propia voz como ajena, también oyó en su interior las otras preguntas que no formuló.

–Yo soy así –dijo Ana, con voz apagada. Y no dijo me dejo llevar, dejo que me tomen, y nunca lucho ni me opongo. Pero eso fue lo que entendió Olsen, aunque quizá la muchacha había querido decir cualquier otra cosa al decir «Yo soy así».

Volvieron a besarse. Él volvió a iniciar el ritual de las caricias y ella correspondió con sus modos laxos. Olsen actuaba con sus manos y al mismo tiempo metía la boca entre los pechos de la mujer y después descendió a la zona del pubis para besar y besar. Un pensamiento crecía en la imaginación de Olsen: ésta es la chica que quiero para mí. Después volvió a penetrarla, ahora con menor urgencia.

Más tarde encendieron cigarrillos, y entre el humo continuaron besándose y se dijeron pocas cosas. Eso fue al principio, después él empezó a hablar y siguió hablando hasta la llegada del alba.

"Le dijo que durante casi toda su vida había resistido las tentaciones del amor. Ni siquiera admitía los más tibios afectos. Así, con rienda corta, gobernó su corazón y se sintió siempre libre. Tenía un solo amigo, al que había coñocido en la prisión. Casualmente, ambos pensaban del mismo modo sobre el tema de las querencias. Esa similitud de caracteres, esa coincidencia de pareceres, les hacía tenerse, mutuo aprecio. Era una contradicción que los unía y al mismo tiempo les permitía guardar cierta distancia entre sí, como dos planetas que. separadamente giran en la misma órbita. Pero había llegado el momento en el que percibía la enloquecedora soledad de rodar sin sentido en un espacio vacío; lo había comprendido esa misma noche, cuando también acababa de comprender que podía amarla, que deseaba hacerlo, y que si no incorporaba su vida a la de la humanidad por medio de una mujer habría vivido inútilmente. Ella asentía en silencio, con breves gestos de comprensión que lo incitaron a continuar y lo llevaron a referirle su vida anterior. Finalmente, llegó a confiarle de donde venia, pidiéndole que guardara el secreto."

–¿Por qué esa insistencia en ocultar tu procedencia?
–No sé si lo comprenderás. Mientras los otros no coñozcan tu origen no acabarán de tenerte. La gente que te acompaña en los momentos de tu vida va coñociéndote, aunque sea por encima, pero nunca sabrán definitivamente quién eres mientras ignoren tu marca de fábrica... ¿Me guardarás el secreto, verdad?
–Será como si nunca me lo hubieses dicho.
–Eres la única que lo sabe –insistió.
"–Para que te sientas más tranquilo, te diré que lo he olvidado, va no lo sé. ;Dc acuerdo?"

"Víctor Iturralde sí que hubiera querido saberlo. Aún despierto, no cesaba de pensar en Olsen. Se preguntaba cuándo volvería a la habitación. Se preguntaba si revisando sus pertenencias podría averiguar algo más acerca de él, pero temía meter las manos en esos objetos tentadores. Por último se decidió, y, sin dejar de lado la aprensión, tanteó el cierre de un maletín pequeño y compacto, de cuero negro. Supuso que estaría cerrado con llave; para su sorpresa, se abrió al primer intento. Antes que nada se encontró con la pistola. Apartó la mano, como si se tratara de un objeto ardiente, después la tomó con dos dedos y la puso a un lado. Un par de camisas, ropa interior, calcetines y pañuelos, y debajo de este pequeño ajuar, libros: una antología poética de Fernando Pessoa y otra de Giacomo Leopardi. Por último, una novela: La aventara equinoccial de Lope de Aguirre de Ramón J. Sender. Ningún documento, ni siquiera papeles con anotaciones."

Creyó sentir unos pasos que se acercaban, amortiguados por la moqueta del pasillo exterior. Con premura introdujo los objetos en el maletín y lo cerró. Alcanzó a meterse entre las sábanas en el momento que Olsen accionaba con su llave en la cerradura. Traía en su espíritu una proporcionada mezcla de paz y euforia, y el propósito de tratar amigablemente, en el futuro, al hijo de su ¡efe. Pero al encender la luz su mirada tropezó con la pistola sobre la mesita de noche contigua a la cama del muchacho, y exactamente en ese instante, Víctor, que simulaba dormir, con pavor cayó en la cuenta de su descuido.

–Así que durmiendo, chico. Tienes un sueño muy activo. Quizá seas sonámbulo.

Creyó Víctor que debía decir algo, y, sobrecogido como estaba, sólo atinó a preguntar por la hora con voz simuladamente soñolienta.

–Son las seis y treinta y seis minutos de la mañana del once de junio. La hora de los fisgones y los espías descarados, la hora de los husmeadores y los cotillas indiscretos –continuó Olsen, con furia creciente, y sin apartar la vista de la esfera del reloj.
–Fue un impulso tonto, perdona... quería saber qué leías –se excusó Víctor, con torpeza. Consternado.
"–Claro, claro. Me hago cargo, –Tomó la pistola y sustrajo el cargador, después accionó la recámara, iodo para constatar que continuaba descargada, claro que no hubiera podido ser de otro modo. A continuación volvió a ponerla en el interior del maletín–. Estas herramientas son algo peligrosas; no están hechas para las manos delicadas de los niños –anunció. No se preguntó por qué se sentía tan irritado. Aunque nunca le había gustado que hurgaran en su intimidad, tampoco era para tanto."
–Es que has estado toda la noche fuera –alegó Víctor, a cada momento más torpe–. No sabía dónde estabas y había comenzado a inquietarme.
–¡Vamos! Sabes muy bien que estuve con Ana, en su habitación. No disimules. La hemos pasado de maravilla ¿te enteras? Me he tirado a la secre de papito. Quizá tú habrías preferido que te hiciera compañía... para eso me pagan, ¿verdad? Deberías quejarte al patrón. Lo siento, nene, en mis horas libres prefiero a las mujeres. Para que lo sepas, nos hemos echado un centenar de polvos, por lo menos. ¿Quieres saber los detalles?

"En ese momento tuvo conciencia de que estaba hablando de más; llevado por el enojo había mezclado a la chica en e) asunto."

–¿Y a mí qué me cuentas? –protestó Víctor, compungido–. Es tu vida. A mí no me interesa.
–Pues eso es lo que deberías haberte dicho antes de abrir el maletín, ¡joder! –Y entonces Olsen advirtió que el chico había iniciado un llanto espasmódíco y teatral. Encendió un cigarrillo y murmuró–: ¡Lo que faltaba! Bueno, está bien, dejémoslo así. A ver si dormimos un poco.

Pero no durmieron demasiado, a las ocho y media los llamó Aníbal Iturralde por la línea interna. Que bajaran a desayunar a las nueve, ordenó. El hombre se hallaba impaciente por comenzar el día y poner en marcha sus planes.

A las nueve y cinco Olsen y Víctor llegaron al bar del hotel. Don Aníbal y Godoy ya estaban sentados a la mesa.

–Una hermosa mañana de primavera –sentenció el jefe. Hablaba con la boca llena y al mismo tiempo mojaba un cruasán en el tazón de café con leche–. No parece que hayas dormido muy bien, Olsen –comentó (¿con ironía?), sin, considerar que su hijo parecía aún más soñoliento–.  En todo caso tendrás que espabilarte, nos aguarda un día muy movido.

Al llegar Ana al bar hubo un breve cruce de miradas entre ella y Olsen. Quizás Aníbal Iturralde se dio cuenta, en codo caso lo disimuló.

Partieron en el Mercedes Benz, a las diez, hacia Sant Cugat del Valles por la ruta de la Arrabassada. Godoy iba al volante.

"–Conduce tranquilo, Caribeño, No vaya a ser que nos despeñemos por la montaña –advertía Iturralde en cada curva del camino–. Esto estará mejor cuando construyan el túnel de Vallvidrera, y todavía serán más valiosos los terrenos. Llegaron a la localidad a las diez y media. –Bueno, ahora empieza la faena –anunció don Aníbal–. ; Ya está todo bastante discutido con los propietarios actuales, pero todavía falta cerrar el trato. Mira, Olsen, aquél es el monasterio real, vete con Víctor a dar un paseo y disfrutad. Ana y el Caribeño vendrán conmigo. "

De modo que descendieron del vehículo y, sumisos, Olsen y Víctor se dirigieron hacia la fachada del claustro roma–iónico cruzando el parque que rodea los viejos e imponentes muros: después, en silencio, caminaron alrededor del conjunto monumental. Víctor respetó el mutismo de su acompañante, aunque ansiaba que éste dijera algo, cualquier comentario que disipara el mal momento de la madrugada. Pero Olsen sólo pensaba en Ana.

Como a la una, el patrón reapareció con el guardaespaldas y la secretaria. Comentó, entusiasmado, que las cosas habían resultado según sus deseos. Dijo que ya no se le podía sacar más jugo a la mañana, de modo que lo mejor sería tomar un aperitivo por allí y después ir a un restaurante que él coñocía, en el que servían unas maravillosas manos de cerdo con uvas y ciruela, especialidad del lugar.

"–¡Noventa millones! –exclamó Aníbal Iturralde, e insistió–: He puesto noventa kilos, uno encima de otro. Bueno, es un decir, porque pagué con un cheque. Parece mucho dinero, pero está bien invertido. Dentro de cinco años esto costará diez veces más. Se pueden hacer chalets adosados, pero que construya otro; yo me limitaré a revender. –Y no paraba de hablar, y de beber, y de comer con auténtica fruición–: Os preguntaréis por qué me ocupo de estos asuntos personalmente, pudiendo dejarlo en manos de intermediarios; por qué me desplazo más de seiscientos kilómetros, cuando podría arreglar las cosas desde mi despacho. No sé ú podréis entenderlo: soy como un general de los de antes, de aquellos a los que siempre les gusta estar en la primera línea del trente. Disfruto con la guerra, ¡coño! –Y dirigiéndose a Víctor–: Cuando tengas un par de añitos más, pimpollito, te llevaré conmigo al combate, para que te foguees, que buena falta te hace, hijo mío... Nunca podrás igualarme, por cierto, ya que apenas tienes la mitad de mi sangre, pero al menos intentaré prepararte para que a mi muerte no se venga todo abajo, jcoño!"

Al salir dejó una excelente propina, y no pudo evitar el comentario de que le gustaba compensar generosamente a aquellos que sabían complacerlo y atenderlo como era debido.

Antes de las cuatro de la tarde emprendieron el regreso a Barcelona, el objetivo ahora se hallaba en el barrio de Pedralbes. Olsen y Víctor se apearon en el hotel.

–Por la noche celebraremos este nuevo negocio con una buena cena –amenazó don Aníbal.

Pero al caer la tarde el jefe regresó malhumorado: algún otro comprador se había anticipado, ya no había nada que hacer.

–Al menos lo de Sitges es seguro. He dejado paga y señal –dijo para consolarse.

Cenaron frugalmente en el comedor del hotel. A las once de la noche Olsen volvió a la habitación de Ana. Poco después de las doce ambos dormían abrazados. En la 308, y pese a no haber dormido la noche anterior, Víctor permaneció desvelado durante un par de horas.


A las seis de la mañana Aníbal Iturralde los despertó por la línea interna instándolos a reunirse en el vestíbulo del hotel. El viejo, que tenía sus rarezas, como tantas otras veces, cuando se le ocurría cualquier cosa arrastraba con él a sus seguidores. Esta vez quería salir muy temprano para hacer un poco de vida natural, dijo.

No quiso correr más riesgos, por 3o que prefirió que condujera Olsen. Temía que la temeraria conducción de Godoy los hiciera desbarrancar en las cuestas del Garraf.

Durante el trayecto, Iturralde no paraba de hablar. Decía que la zona se valorizaría muy mucho en cuanto se construyera una autopista con túneles que atravesarían la montaña, para llegar hasta el Vendrell y más allá. Decía que eso él lo veía venir y que los buenos negocios los hacen aquellos que saben anticiparse al futuro. El era de los que sabían anticiparse al futuro, como los profetas. Bueno, la verdad es que era bastante profeta, coño, decía Aníbal Iturralde.

Llegaron a Sitges antes de las siete y media y dieron una vuelta por el puerto y los alrededores de Aiguadolç, después volvieron a atravesar la carretera y penetraron en la urbanización coñocida como Levantina. Pero no era el sitio que buscaba don Aníbal, de modo que retornaron a la carretera y siguieron hasta un barrio llamado Poblé Sec. desde allí ascendieron por una calle que desembocaba en un camino de tierra. El Mercedes avanzó con lentitud, dando tumbos en los desniveles del terreno. Finalmente, llegaron a un paraje por completo deshabitado. Ahí mismo, según Iturralde, estaba el corazón de la sierra del Garraf. Eso es importante, dijo con énfasis, todo lugar tiene su propio corazón, igual que el cuerpo humano. Si quieres coñocer a fondo un lugar debes coñocer bien su corazón. Esa mañana Aníbal Iturralde estaba muy parlanchín.

Hizo detener el vehículo y obligó a todos a salir al camino. Llevaba un bolso deportivo del que, de improviso, sacó un revólver de largo caño y buen peso. Se separó del conjunto y les apuntó desde una distancia de diez metros.

–¡Ahora voy a acabar con todos vosotros, cabrones hijos de puta!

Menos Ana, que desorbitó la mirada y la piel de sus mejillas adquirió color del yeso nuevo, los demás no se dejaron impresionar. Estaban acostumbrados a esa ciase de bromas por parte del viejo.

"–Tranquilos, no os asustéis, gallinas. Hoy no os voy a liquidar; es un día muy bonito para tener que matar a nadie. Vamos a tirar al blanco... ¿Te acuerdas. Olsen, de aquellos buenos tiempos, en Argentina? Entonces éramos jóvenes, ¡qué maravilla!"

"Olsen se dijo que el Gallego ya no era joven en aquella época; tal vez nunca había sido joven. Olsen pensaba que Aníbal Iturralde nació para ser toda su vida un viejo carcamal y ridículo."

–Empieza tú, Garibeño. Mira, allí hay unos pájaros.

Revoloteaban por los alrededores un grupo de mirlos, pardillos y gorriones comunes. Godoy tomó el arma y disparó seis veces, hasta vaciar el tambor. Abatió un mirlo y un gorrión.

–No está del todo mal, Caribeño, pero Olsen te ganaría. Claro que a ti no te gusta matar pajaritos, ¿no es así, Olsen?

Olsen se encogió de hombros y dijo que no se sentía con buen pulso, prefería no disparar. Godoy lo miró de soslayo y torció la boca.

"–No importa, a mí me consta que tiras muy bien; eres el mejor en esto, Olsen, y lo has demostrado cuando se necesitó que lo hicieras. Estás fuera de concurso. Bueno, yo tampoco dispararé... dónde se ha visto un general que dispare. Los estrategas están siempre en el puesto de mando."

Por un momento pasó por la imaginación de Olsen la idea de aceptar el arma y dispararle a su insoportable patrón un tiro a la cabeza, aunque sólo tuera para que de una vez dejara de hablar idioteces.

–Bueno, ahora el siguiente: tú misma. Ana –dijo Iturralde, mientras volvía a cargar el revólver.

Ana se tensó de repente, espantada ante la perspectiva de tener que aferrar un arma. Intentó negarse, pero lturralde se había obstinado.

–Déjala, lturralde –terció Olsen–. Si no le gusta disparar, es seguro que lo hará mal, nunca aprenderá.
–Que no, Olsen –porfió Aníbal lturralde–. Mi gente ha de saber tirar, todos deben saber. Nunca se sabe qué puede pasar. Vivimos en un mundo peligroso. Muy peligroso. Mira, ayúdala tú mismo, muéstrale cómo se hace.

"Olsen se puso al lado de Ana y le enseñó a sostener el arma. Tomó con su mano la de ella; se la sostuvo y resistió la tentación de acariciarla. Le indicó cómo apuntar con la mira y sostuvo su brazo antes de cada disparo. Ana tiró en dirección a un grueso tronco, y en seis disparos acertó una vez."

El hecho es que lturralde no pudo dejar de advertir cómo su secretaria se confiaba al apoyo de Olsen. Tampoco a Olsen le pasó desapercibida la mirada del jefe. Todo sucedió de modo fugaz: un rápido encuentro de miradas, una chispa de sospecha en los ojos del otro. Puede que se haya dado cuenta ya, pensó Olsen. Pero ¿qué podría importarle?, se dijo.

Ahora que han pasado diez años desde ese día, Olsen recuerda aquel intercambio de miradas. Se dice que quizá fue el momento que inició la serie de conflictos posteriores. O tal ve? fuera el día anterior, durante el desayuno, cuando Ana se presentó en el bar y ya en aquel entonces pareció que el viejo había caído en la cuenta de que la chica no pasó la noche sola. Vaya uno a saber, se dice Olsen. Lo más probable es que hubiese ocurrido de cualquier modo. ¿Qué será de Ana ahora? Debe de ser una mujer madura, quizá se haya casado, quizás está trabajando para algún otro crápula. Siempre fue una mujer acostumbrada a dejarse llevar por otros.

"–Olsen tenía razón, Ana; nunca aprenderás a tirar. Le tienes miedo al arma, y eso no puede ser. Jamás hay que cerrar los ojos en el momento de disparar. Hay que conservar el pulso, Ana; hay que ser valiente. Hasta las mujeres deben ser valientes. Sí, ellas también, coño."

"A Olsen le hizo gracia el comentario; no olvidaba que el propio lturralde era incapaz de mantener los ojos abiertos mientras presionaba el gatillo. Estaba seguro de que si no participaba era justo por eso, para que no se notara su propia impericia."

–Bueno, está bien, ya sabemos que las mujeres no sirven para estas cosas. Ahora te toca a ti, Víctor. Vamos a ver cómo te portas.

El joven aferró el arma con pulso tembloroso y. siguiendo las indicaciones de su padre, cargó los seis proyectiles, después apuntó al mismo árbol al que disparó Ana y tiró repetidamente hasta vaciar el tambor. Acertó un par de veces, pero todos advirtieron cómo cerraba los párpados y contraía las facciones cada vez que hacía fuego.

–¡Tú también cierras los ojos, coño! ¡Disparas como las mujeres, joder!

Víctor no trató de disimular su disgusto ante tales comentarios, lo que provocó un mayor ensañamiento por parte de don Aníbal, quien se despachó a gusto diciendo que era una flor delicada, y cuando en los ojos del chico aparecieron las primeras lágrimas lo trató de histérico y llorón. Tal vez, de los allí presentes, tan sólo Olsen sintió por el joven algo parecido a la compasión. Más tarde registraría Víctor esos terribles momentos en su diario, pero allí no figura qué pudo sentir Olsen.

"–Bueno, por hoy basta de deporte –dijo al fin Iturralde–. Vamos ya; a los negocios."

"A las diez volvieron a entrar a Sitges; se dirigieron a la zona del Vinyet, un barrio de residencias de lujo junco al mar. Algunos chalets habían sido construidos a principios de siglo por los «indianos». Por tales se coñocían a los emigrantes que entonces volvían de Cuba, enriquecidos. Eso fue lo que explicó Aníbal Iturralde. Comentó también que cuando él había estado en la isla ya no eran tan buenos tiempos. ¡Lástima!, le hubiera gustado ser alguno de esos indianos. Soltó un suspiro, se mantuvo silencioso por un instante, y acabó diciendo que era un sentimental y que si no lo fuera tanto habría hecho más fortuna en la vida."

"–Lo que pasa es que yo nací demasiado tarde; tendría que haber vivido entre el siglo pasado y el principio de éste. Entonces la gente era más espiritual y más romántica... Ahora sólo les interesa el dinero. Ha triunfado el materialismo."

Olsen volvió a ¡amentar el hecho de haberle salvado la vida años atrás. Sacudió la cabeza y pateó un pedrusco.

Igual que el día anterior, Iturralde se hizo acompañar por Ana y Godoy. Olsen y Víctor, mientras tanto, dieron un paseo por la orilla del mar.

Antes de que pasara una hora estaban de vuelta. Iturralde, en el colmo del entusiasmo, comentó que había cerrado el mejor trato de toda su carrera empresarial. «¡Una ganga!», dijo. Había adquirido grandes y maravillosas parcelas a precio de regalo. Comentó que nunca antes le había tocado tratar con vendedores tan incautos.

–¡Unos imbéciles, sí! ¡Unos verdaderos imbéciles! –decía–. Herederos ineptos que despilfarran la fortuna que hicieron sus mayores y que malgastarán el dinero en cuatro días.

»Por aquí hay muchos capullos de esta clase. Nunca han tenido que luchar, les ha venido todo rodado. Les gusta figurar: coches nuevos, viajes al Caribe y la Polinesia... Al final terminan quejándose de la gente emprendedora que sabe sacar partido de lo que ellos no han sabido cómo aprovechar.

Toma nota, Víctor. Ojalá tú no hagas otro tanto cuando llegue tu día.

Al mediodía comieron pescado y marisco en un restaurante de Vilanova, después regresaron a Barcelona.

Durante la tarde, Olsen y Víctor volvieron a quedarse solos en el hotel mientras don Aníbal y sus auxiliares emprendían nuevas campañas, esta vez en Cerdanyola y Sant Just Pesvetn. Regresaron al anochecer, y otra vez Iturralde se hallaba de mal talante: no había alcanzado a cerrar el trato, comentó, y al final quedaron con los vendedores en continuar las tratativas a la mañana siguiente.

–Mejor así. Parece que las tardes no nos son propicias. Para colmo, estos tíos son unos cicateros codiciosos. Se creen que lo que poseen vale oro, ¡coño! ¡Dan asco! Es difícil tratar con gente de semejante calaña. Me temo que tienen alguna otra oferta... trataré de averiguarlo.

Olsen no tuvo más remedio que oír sus quejas durante una media hora. Pero el viejo estaba cansado. Pidió que le subieran una botella de whisky a la habitación y se despidió hasta la mañana siguiente. A las diez y media de la noche Olsen entró en la habitación de Ana.

A la mañana siguiente el patrón volvió a salir con la secretaria y el guardaespaldas, Olsen y Víctor se quedaron en el hotel. Iturralde volvió antes del mediodía. Venía echando chispas: los vendedores habían cerrado el trato con otros, y por nada del mundo aceptaron revelar de quiénes se trataba.

–Pero ya me enteraré, ya me enteraré, no tengáis cuidado. ¡Vamos a ver quién es el que me anda tocando las pelotas!

"Bien, Olsen, tómate la tarde libre. Nos toca un descanso. El chico se queda conmigo; Ana y yo sacaremos algunas cuentas y.quiero que él vaya entrando en materia. Puedes dar un paseo; si quieres puedes irte de putas al barrio Chino. AL y si necesitas dinero, dímelo. Como dicen por aquí: Barcelona és bono, si la bossa sona."

Olsen pasó gran parte de la tarde dando vueltas por el barrio Gótico, después subió por el paseo de Gracia hasta la Diagonal, deteniéndose en un par de librerías. Al anochecer comió un bocadillo y bebió una cerveza en las inmediaciones de la plaza Francesc Maciá. Al llegar al hotel se entretuvo en el bar, con una copa de coñac y un café: no deseaba ver a su patrón al menos hasta el día siguiente. Al acabar el segundo cigarrillo subió a la habitación. Víctor se hallaba aparentemente enfrascado en un programa de televisión. Se saludaron con un «Hola» escueto. Después Olsen entró al baño para meterse bajo la ducha. Veinte minutos más tarde, vestido con ropas de recambio, volvió a salir y se dirigió a la habitación de Ana.

Con suavidad, golpeó un par de veces a la puerta antes de hacerlo con mayor energía y llamaría desde el pasillo, por su nombre. Al no obtener respuesta, Olsen se dijo que Ana debía de haber salido a dar un paseo. Bajó al bar y se bebió otro coñac. A la media hora volvió a subir y de nuevo llamó a la puerta, con idéntico resultado.

Salió a la calle y caminó por la Diagonal hasta el punto en el que la avenida se convierte en autopista, entonces regresó al hotel y volvió a entrar en el bar. Al acabar la según da copa consultó la hora: las once y media. Se dijo que Ana ya habría regresado.

"De nuevo, ante la habitación 303, reiteró los golpes suaves en la puerta, y los golpes enérgicos. Decidió llamarla por el teléfono interno, de modo que volvió a la habitación donde Víctor seguía sin apartar los ojos del televisor. Descolgó el auricular y pulsó las teclas que debían ponerlo en comunicación con Ana. Escuchó unas veinte veces cómo el teléfono hacía ring, antes de colgar y pedir a la telefonista que lo comunicara con la 303; después volvió a oír más rings en el aparato de la 303. Muchos, pero muchos años después, cada vez que trataba de comunicarse con alguien por teléfono, le volvían a la memoria aquellos momentos de vana espera."

Por último colgó el auricular y encendió un cigarrillo. Se preguntó si Ana estaría indispuesta. Decidió esperar un poco más antes de dirigirse a la conserjería para dar la alarma, y en eso estaba cuando Víctor apagó el televisor con el mando a distancia y se sentó en la cama, mirándolo a la cara. El chico quería decirle algo.

–No sigas, Olsen. Ana no está en su cuarto.

Se sobresaltó.

–Y tú, ¿cómo lo sabes?
–Lo se.
–Te pregunté cómo lo sabes.
–Porque se pasó toda la tarde en la habitación de mi padre.
–Claro, y tú también.
–¡Qué va! Eso es lo que te quiso hacer creer el viejo –dijo Víctor, desafiante–. A mí me mandó para aquí con la orden de que no me moviera del cuarto. Todavía debe de estar con él... en la cama, seguro.

El chico sin duda deseaba ser explícito, y Olsen deseó abofetearlo, pero se contuvo. Un enorme abatimiento había ganado su cuerpo. Se sintió tonto y miserable, pero eso duró muy poco. Resolvió resistirse a la autocompasión. A fin de cuentas la chica era así, recordó. Ella se lo había dado a entender: se dejaba llevar, nunca se resistía. Seguramente se habría dado al patrón con la misma pasividad con la que se había entregado a él, sí. Lo más probable sería que llevara mucho tiempo haciéndolo, se dijo. Claro que él mismo jamás había sido lo que se dice muy listo. ¡Qué va! Era apenas un ex presidiario que servia a un facineroso y, después de tantos años de gayola, estaba muy a punto para ser seducido por cualquier mujer que le dejara hacer. Volvió a decirse que no debía complacerse en la autocompasión, así que para disiparates pensamientos volvió a salir a la calle.

Esa noche anduvo por las Ramblas y el barrio Chinó. Convidó con vino barato a un par de putas y a un macarra. En la plaza Real compró una tableta de hachís y la compartió con un descoñocido. La fumaron sentados en un banco de plaza, frente al templo de la Sagrada Familia.

Volvió al hotel, medio borracho y sombrío, cuando ya despuntaba el sol.

Ahora, en la villa miseria, desvelado, junto a Matilde, la chica que duerme el sueño de los que están exentos de culpa, recuerda aquellos momentos y se pregunta cuál fue el instante exacto que marcó el principio de sus desventuras.

Tal vez debería meterle un tiro a Iturralde. Un tiro entre los ojos para contemplar el corto gesto de pasmo que acompaña a la muerte repentina, para ver el chorro de sangre que surge bajo la frente, teniendo en cuenta que la sangre de la cabeza sale con máxima presión. Así pensaba Olsen por la mañana.

"Pero no iba a hacerlo. Se sentía incapaz de matar a nadie a sangre fría, ni siquiera a Iturralde, y menos cuando eso lo llevaría de nuevo a la cárcel. Víctor bajaba con él en el ascensor. ¿Podría imaginar el chico los pensamientos de su custodio? Tal vez a este muchacho no le importaría quedarse huérfano, puede que hasta se lo agradeciera. Pero no; no mataría a Iturralde, no. Quizá sólo haría las maletas para largarse a cualquier parte, acaso de vuelta a Argentina."

Ya llegaban a la planta baja. Al abrirse la puerta del ascensor se dirigieron al bar. Allí estaban Aníbal Iturralde, Godoy y Ana. Los tres desayunaban café con leche, tostadas, cruasanes y jugo de naranja.

–¡Ya era hora, dormilones! –El viejo parecía estar muy alegre. Ana mantenía la vista fija en la taza de café con leche. Ni siquiera dijo buenos días.

Bueno, no iría a ningún sitio y tampoco mataría a nadie, decidió Olsen. Se limitaría a seguir con su trabajo, como si nada hubiera ocurrido. Algún día las circunstancias, o el simple azar, quizá pondrían a su alcance una venganza menos sangrienta y más inteligente, aunque pudiese ser que con el correr del tiempo su furia iría aplacándose. Sabia por experiencia que el tiempo acaba por barrer con el odio y con el amor. Hacía ya algún tiempo que coñocía las humillaciones que inflige el tiempo.

Aníbal Iturralde tenía hecho el plan de la jornada. En el programa otra vez se dejaba de lado a Olsen y Víctor. Explicó que iría con Ana y el Caribeño a cerrar unos tratos en la parte céntrica de la ciudad. En las primeras horas de la tarde, siempre acompañado de su secretaria y su guardaespaldas, haría algunas averiguaciones sobre asuntos de su interés. Volverían antes de k noche a fin de pernoctar en el hotel. La idea era que todos juntos regresaran a Madrid la mañana siguiente. En cuanto a Víctor y Olsen, que eran tan cultos y tan finolis, acaso podrían pasar el día recorriendo los museos. Aconsejó, con una amplia sonrisa, que hicieran una visita al zoológico de la ciudad.

Olsen no prestaba demasiada atención al discurso de Iturralde, sólo trataba de mirar los ojos de Ana, pero ésta rehuyó el encuentro de miradas. El patrón, mientras tanto, había suspendido el parloteo para ponerse a mojar un cruasán en el café con leche.

Cuando todos se hubieron levantado de la mesa, Olsen, aprovechando que la chica se hallaba un tanto apartada, se acercó a ella y susurró:

–¿Qué pasa con mi secreto?
–No dije nada– Ya te he dicho que es como si no lo supiera –contestó Ana con otro susurro. Seguía manteniendo la cabeza baja.

En ese momento él pensó que ya nunca más rozaría su piel. Tuvo la desolada certeza de que jamás olvidaría algunos detalles.

"El resto del día Olsen y Víctor permanecieron en la habitación, sin hablarse. Víctor intentaba concentrarse en la lectura de un libro, mientras su custodio se estaba todo el | tiempo echado en la cama, sobre los cobertores, completa– | mente vestido, pues ni siquiera se había despojado de la chaqueta ni de los zapatos; inmóvil, con la vista fija en el techo v encerrado en su mutismo. En algún momento el muchacho pensó hacer algún comentario sobre cualquier cosa, pero al encontrarse su mirada con la granítica expresión de Olsen desistió de inmediato. Cuando pasaron unas cuantas horas éste se levantó de repente y, después de quitarse parte de la ropa, se puso a hacer vehementes ejercicios con todo el cuerpo; al menos dos centenares de veces flexionó los brazos con las palmas en el suelo, bajando y elevando el tronco. Siguieron los ejercicios abdominales y las flexiones de cintura. Víctor pudo comprobar que su acompañante tenía un cuerpo fibroso y con músculos muy definidos. Lo miraba de reojo, con el absurdo intento de simular que era ajeno a su presencia. Al cabo de más de una hora, agotado y sudoroso, Olsen se despojó del resto de la ropa y entró al cuarto de baño para ponerse bajo la ducha. Al salir telefoneó al bar y; sin consultar con el muchacho, pidió cerveza y bocadillos para los dos. Después de que hubieron comido y bebido, siempre en silencio, Olsen encendió un cigarrillo y volvió a concentrar la mirada en la blancura del cielo raso."

Como lo había anunciado, Aníbal Iturralde estuvo de regreso con sus acompañantes antes de la caída de la noche. Refino, con satisfacción, que nuevamente había hecho un buen negocio, y para celebrarlo irían todos a cenar a Botafumeiro, un restaurante especializado en pescados y mariscos.

Durante la cena, Iturralde hizo comentarios burlones sobre las personas a quienes había comprado bienes inmuebles. El entusiasmo le encendía la voracidad, así que despacho en un par de minutos una docena de ostras y otro tanto de gambas, después se abocó a una cigala y media langosta, siguió con los calamares y, seguidamente, un pulpo a la gallega. El solo trasegó un litro y medio de vino de Rjbeiro. Pero antes de empezar ya había bebido dos vasos de whisky, descartó el postre, pero no se privó del carajillo. Como de costumbre, bebió e ingirió sin dejar de hablar en ningún momento, haciéndolo con la boca llena de alimento, y sin preocuparse porque el proceso de masticación y el coincidente discurso resultasen una demostración sobre el trabajo de desmenuzar y triturar con los que se pone en marcha el proceso digestivo. Tampoco pareció preocuparle que sus comensales se mantuvieran en silencio.

Cuando volvieron al hotel, Iturralde aferró con presión paternal el brazo de Olsen y lo llevó hacia el bar. Dijo que quería comentarle algunas cosas importantes. A los demás les ordenó que fueran a dormir.

Sentados a una mesa, en un rincón del bar, y mientras esperaban la atención del camarero, don Aníbal hizo algunos comentarios de satisfacción con respecto a la cena. Encendió un puro e invitó con otro a Olsen, pero éste lo rehusó y prendió uno de sus cigarrillos. Un rato después, con un vaso de whisky en la mano, Iturralde le preguntó a su acompañante:

–¿Sabes a qué has venido a Barcelona, Olsen? –Claro, para acompañar a Víctor. Lo que no entiendo es para qué lo has traído a él.
–Muy simple, quiero que vaya acostumbrándose a los negocios, que sepa cómo se hacen.
–En tal caso, debería haber estado presente durante las tratativas.
"–Todavía no; es demasiado joven aún. Basta con que se entere de los pormenores y los resultados, y esos detalles se los refiero yo. Por otra parte, me inquietaba que os quedarais solos en Madrid... nunca dejo de temer que pase algo. –¿Te refieres a un atentado o un secuestro? –Eso es. Veo que me vas comprendiendo. –Me parece que exageras."
–Pues no lo creas. Te diré una cosa: los Medina están muy activos últimamente.
–¡Los Medina, siempre los Medina! ¿No crees que ya se habrán cansado? No puedes pasarte la vida temiéndolos, quizás ellos ya no piensen más en ti.
–¿Ah no? Pues te diré otra cosa: ¿sabes quiénes han sido los que me ganaron de mano en la compra de los terrenos en Pedralbes, en Sant Just y en Cerdanyola? Los Medina. Han sido los Medina, coño! Vienen pisándome los talones y me los encuentro hasta en la sopa, ¿no lo ves? .–¿Estás seguro de que fueron ellos?
–¿Estoy filmándome un puro? ¿Me estoy bebiendo un whisky? ¿Estás tú tomando un café? ¿Estamos ahora en Barcelona? ¿Colón descubrió América? ¡Claro que estoy seguro, gilipollas! De lo contrario, ¿por qué crees que te lo diría?
–Pero tú, ¿cómo te has enterado?
–Pues porque me pasé la tarde haciendo averiguaciones, ¡joder! Debes saber que tengo contactos e informantes en todos lados, de lo contrario no hubiese llegado a estar en donde estoy.
–Bueno, está bien. Fueron los Medina. ¿Y qué? Ellos también hacen negocios, ¿no es cierto? También están en el asunto inmobiliario. ¿Por qué no iban a ir detrás de las mismas gangas tras las que tú vas? Es lógico.
"–¡Pero serás capullo, Olsen! ¡Y yo que te creía un tío listo! ;No ves que buscan joderme? La información con respecto a esas ventas era muy reservada. Si se han enterado es porque estaban detrás de mí, ¡coño! ¡Esos cabrones ya no saben qué hacer para moverme el piso! ¡Buscan el modo de perjudicarme como sea! Y te diré más: no creo que se limiten a soplarme las gangas... están al acecho, en cuanto puedan darán un golpe. Claro que no les daré la oportunidad... De eso era de lo que quería hablar contigo, Olsen."
–Bien, ¿qué quieres que haga?
–Por ahora estarte al loro, no bajar la guardia, y otra cosa...
–Sí, dime.
–Debes prepararlo a Víctor, tienes que hacerlo un muchacho duro. Tal como es ahora parece un mariquita. Alguna vez podría encontrarse solo, aunque sea por un momento y en tal caso debería saber responder. Quiero que sea un nombre, Olsen, como nosotros. ¿Por qué mi hijo no ha de saber manejar un arma? ¿Por qué no puede aprender a defenderse con los puños?
–Tú lo has dicho antes: es demasiado joven.
–No es demasiado joven para hacerse macho. Olsen... ¿Puedo dejarlo en tus manos?

¡Esto ya es el colmo!, se dijo Olsen, ayer me sopló la novia y hoy está pidiéndome ayuda para educar al renacuajo de su hijo. Y también se dijo: Este tipo no es capaz de ver más allá de su propio egotismo. Para él los demás no existen como no sea en función de sus necesidades y deseos... ¡Ojalá hubiera dejado que lo liquidara Marcelino Medina! ¡Qué distinto sería todo ahora!

De pronto, el brote de una idea chisporroteó en su mente. Fue como una noción borrosa a la que debe dársele tiempo de definirse y tomar su forma final: Puede que de aquí salga mi venganza, pensó Olsen.

–Está bien, veré qué puedo hacer.
–¡Eso es cojonudo, Olsen! Estoy seguro de que tú podrás enseñarle muchas cosas al chico. Me dejas muy contento. Celebrémoslo, ¿tomas un whisky conmigo?
–Pediré otro cate.
–¡Vamos, amigo, no me hagas eso! No puedes dejarme bebiendo solo. Esto hay que celebrarlo.

Olsen dudó unos segundos y al fin dijo:

–Tienes razón, esto hay que celebrarlo. Que sean dos whiskys.
–¡Bravo! ¡Te quiero, Olsen! Tú y yo hemos pasado muchas cosas juntos, tenemos muchas historias en común... sobre todo después de estos días –dijo Iturralde. y a continuación emitió una ruidosa risotada.
–No entiendo bien a qué te refieres.
–¡Venga, chico! –exclamó Aníbal Iturralde con tono sobrador–. Seguro que sabes de qué hablo. Me refiero a que estamos más hermanados que nunca. ¡Hemos mojado en el mismo coño, joder! –Y volvió a reír estruendosamente–. Tú me llevas una ventaja de tres noches, pero está bien, yo soy más viejo y no tengo tu aguante. Pero esa «concha», como decís vosotros en Buenos Aires, estaba de maravilla. Debo recoñocer que la chica no está mal para cepillársela de vez en cuando.
–No le veo la gracia –susurró Olsen con voz áspera.
–¿Que no le ves la gracia? Pero si es lo más gracioso del mundo. A mí nunca se me hubiera ocurrido hasta que me di cuenta de que tú te la tirabas. Fuiste tú quien me dio la idea. Me dije: Este Olsen es un tío listo, yo soy el que le paga el sueldo a la nena y él es quien se la beneficia. Pero, bueno, lo coñozco bien y sé que tiene buen gusto, así que vamos a ver qué sabor tiene la raja de la chica. Y ya está, la follé bien follada a la muy zorrona.
–Así que antes nunca se te había ocurrido.
–Pues no, nunca. Ya te dije que tú me diste la idea. Hasta ayer evité siempre tener líos con mis empleadas, me regía por el principio que dice que en el lugar donde se come no se caga. Pero, bueno, por una vez he roto la norma, y te aseguro que no estoy arrepentido. Como te he dicho hace un momento, tú fuiste quien me dio la idea, Olsen, de modo que te estoy agradecido también por eso.
–Y no pensaste que quizá la chica a mí me gustaba de verdad.
–¡Venga, Víctor! –exclamó Iturralde (pocas veces llamaba a su hombre por el nombre de pila, sólo cuando estaba dispuesto a suprimir momentáneamente la distancia, sin saber que a Olsen el tratamiento no lo complacía)–. Supongo que no estarás hablando en serio. Pero, bueno, qué más da. Puedes seguir follándotela todas las veces que quieras, ¡hombre! Si viene al caso, tienes mi autorización para cepillarte a todas mis empleadas, yo seguiré pagándoles el sueldo, no te preocupes. Eres mi amigo y no te cobraré nada por el servicio. –Y nuevamente soltó una carcajada escandalosa.
–Oye, Aníbal –dijo Olsen llamando por primera vez a su patrón por el nombre de pila–. Tengo la sospecha de que lo hiciste para demostrarme alguna puta cosa.
–Pero ¿qué dices? ¡No digas gilipolleces, tío!
–Tal vez para hacerme saber que eres el patrón.
–¡Pero...!
–O acaso para que no me creyera que eres menos hombre.
–¡Te estás poniendo idiota, Olsen! Como sigas así vas a acabar por hacerme enfadar.

Olsen advirtió que estaba por echar a perder la posibilidad de la venganza. Debía maniobrar con mayor sutileza.

–Disculpa. Tienes razón, no me hagas caso. Es que estoy un poco dolido, ¿sabes?
–Vamos, Olsen, no te pongas así. No es nada más que una zorra, como todas las mujeres. No vale la pena que nos disgustemos por ella –dijo Iturralde.
–Claro, es verdad –mintió Olsen–. Es una zorra, como todas las mujeres.
"–Eso mismo. Asi me gusta oírte hablar, ¡éste es mi Víctor Olsen! ¿Sabes?, todas las mujeres son unas grandes putas; recoñozcámoslo. Mira, sólo he coñocido a una que no lo fuera, y murió hace muchos años, para mi gran dolor."
–¿Tu madre?
–Pues sí –afirmó Iturralde con tono apenado y digno–. La única mujer honesta que he coñocido. No niego que puedan haber otras... Seguro que tu madre sería también una gran mujer, Víctor. Pero son pocas, por desgracia son pocas. La mayoría tienen alma de busconas.
–Puede ser –asintió Olsen–. Ya puede ser. Bueno, ¿pedimos otra copa?
–Eso mismo. Así me gusta oírte hablar, amigo.

De modo que Iturralde llamó al camarero y pidió otro par de vasos de whisky. Brindaron por la amistad y por las putas. Al final dijo:

–Bueno, lo que me has prometido antes va en serio, supongo. Me refiero a que te ocuparás de hacer un macho de mi hijo.
–Que sí, ya te dije que así lo haré. Al menos intentaré hacer lo que pueda, tú déjalo a mi cuidado.
–Muy bien, pero otra cosa importante: llévatelo de putas, ¡que aprenda a follar! Y, eso sí, que no se me enamore de ninguna –rió.
–Quizá podríamos hacerlo debutar con Ana –dijo Olsen.
–¿Por qué no? –dijo Iturralde, riendo–. Asi todo quedará en familia.

Por la mañana, muy temprano, regresaron todos a Madrid. Iba Olsen al volante, junto al patrón, corno si eso significara un ascenso jerárquico.

Desnudo frente a la luna de cristal azogado, Víctor Iturralde acecha los ángulos de su torso. Saca pecho y contempla los pectorales, estira los brazos y después los contrae para resaltar la musculatura, que no acaba de hacerse perfecta. Pero va en camino, se dice. La imagen que tiene frente a sí refleja el bien que más aprecia. Se desplaza con movimientos elásticos hacia la mitad del salón, de cuyo techo cuelga una bolsa rellena de arena. Golpea una y otra vez con el puño descubierto. Golpea con fuerza y velocidad, hasta que siente dolor en los nudillos enrojecidos. De inmediato vuelve a encararse al espejo y vuelve a pasear la mirada por los contornos de su cuerpo. Una pátina de sudor le abrillanta la piel. Acaso ahora recuerda otra imagen, que fue suya también: diez años atrás, esos brazos musculados que ahora contempla con gusto eran como las ramitas quebradizas de un matojo. Qué ridículos solían ser esos bracitos, sobre todo con las manos metidas en enormes guantes de boxeo, sobre todo cuando intentaba en vano parar los ágiles movimientos de los brazos de Olsen, dirigidos a su torso. Puro aspaviento de golpes, los de Olsen, que casi nunca llegaban hasta su cuerpo y que a él se le antojaban terribles y demoledores martillazos. «¡Atención a la guardia, Víctor! ¡Bloquea este gancho! ¡Cuidado, que ahora te sirvo un uppercut  ¡Juego de cintura, pedazo de inútil! ¡Pero muévete, gilipollas!»

Desde la ventana avista la casa principal. En ese momento los sirvientes estarán poniendo la mesa para la cena. En la cocina, la cocinera le habrá preparado sus platos predilectos v los invitados llegarán en menos de una hora. Todos ellos hombres de empresa, asociados suyos en algunos negocios. También vendrán su contable y su abogado. Pero todavía se estará un rato más allí, y si se le antoja los hará esperar.

"Está en el pequeño pabellón situado a setenta metros de la casa principal. Cuando su padre compró la propiedad era un alojamiento de palomas y ratas, una construcción sólida, pero abandonada, que se utilizaba para guardar tractos. Él solía observarlo desde la ventana de su habitación. Cuando lo arreglaron, a instancias de Olsen, y para destinarlo a su «educación viril», se lo representaba como el recinto de las torturas. Quién lo habría dicho: ahora pasa en su interior buena parte del tiempo libre. Desde sus ventanas mira la casa grande como un lugar en el que no termina de hallarse. Siente que éste es su territorio más íntimo; bajo este tedio fue donde creció su odio hacia Olsen antes de que ese sentimiento se transformara. Este es el lugar donde su ángel guardián lo martirizaba pretendiendo que se transformara en una suerte de gladiador. «No puedes descansar, niñato –le decía, obligándolo a realizar fatigosos ejercicios–. Tu padre me ha encargado que te haga macho, así que mueve el culo, ¡carajo!»"

Me cuesta contener el llanto –escribía Víctor Iturralde en las hojas de su diario–, pero el monstruo no debe verme llorando. Él posee un cuerpo fuerte, debo demostrarle que mi fortaleza reside en el espíritu. Así que aguantaré todo. Sí es necesario aguantaré hasta ¡a muerte.

Sus frases se enardecían a medida que avanzaba el texto. Procuraba hallar un tono que reflejara su martirio con tintes heroicos: Aguantaré hasta la muerte inexistente, ya que sobreviviré en forma de recuerdo para remorder las culpables memorias de mis verdugos de hoy. Así, me convertiré en espíritu reavivador de la culpa,  y será  tanto mi odio que en vida no podría soportarlo. Mi furia siempre será mayor que la de mis enemigos, y los sonidos de mi nombre retumbarán como la más terrible maldición.

Escondía los cuadernillos en un rincón de esa misma escancia, y escribía por la noche en su cuarto cuando lograba sobreponerse al agotamiento, antes de hundirse en el sueño. En las mañanas volvía a llevarlos al pabellón. Al cabo de un tiempo los ordenó en un anaquel, entre sus libros de poesía, pero no en el mismo estante en el que se hallaban los de Olsen.

En la barraca donde vive ahora, Olsen posee pocas cosas. Nunca tuvo la costumbre de atesorar objetos, y no echa de menos sus libros de aquel entonces, aunque a veces recuerda algún título. También recuerda los diarios de Víctor, que en más de una oportunidad él leyó a escondidas. Para su gusto, el muchacho tenía un estilo exagerado. Vamos, hasta un tanto macarrónico:

Odio a ese hombre, y, sin embargo, en ocasiones no puedo dejar de admirarlo. A veces me sorprendo intentando complacerlo y tratando de caerle bien. Me avergüenza este estado de sumisión, me hace sentir menoscabado. Se me ocurre que así es como deben de sentirse las personas secuestradas cuando están bajo los efectos del síndrome de Estocolmo, del que tanto se ha hablado. Sí, esa extraña mezcla de temor y afecto que experimentan las víctimas hacia sus raptores.

Al parecer, soy la víctima de alguna misteriosa componenda entre Olsen y mi padre. Este le ha encargado que me entrene con dureza, Pero ello no justifica la inexplicable inquina con que me trata mi entrenador.  Un aborrecimiento que yo procuro corresponder con prodigalidad, y en aras de tal fin me esfuerzo en ver al patrón (mí padre) y a su esbirro (Olsen) como a un monstruo de dos cabezas.

Sin embargo, no es nada fácil: a mi padre, además de odiarlo, es posible despreciarlo. Con Olsen no se puede. Tras la barrera de animosidad que intento establecer, reaparece de continuo la admiración, j ¡Esta contradicción es terrible!

Debo admitirlo: ¡cómo quisiera ser igual que tú, Olsen, monstruo maldito! ¡Qué daría por estar en tu piel, por ser dueño de tu fortaleza y tu desprecio! Si yo tuviera tus alas de ave de rapiña... si yo tuviera tus alas y tus garras de ave de rapiña volaría alto para caer de repente sobre mis verdugos y convertirlos en mis víctimas...

Ahora Olsen no recuerda detalladamente aquellos textos, pero sí recuerda que entonces sentía una extraña impresión al hojear el diario de Víctor Iturralde: Siempre es lo mismo, pensaba, inevitablemente acaba desvariando, y lo que comienza como una buena descripción acaba convertido en un chapurreo de adolescente. ¡El muy torpe me lo pone difícil! ¿Cómo se puede aborrecer a un chico así?

Pero necesitaba odiarlo,  de otro modo, ¿cómo podría cumplir con su propósito?

Cierta tarde Olsen dijo que irían a dar un paseo en el Mercedes Benz. No le comunicó a Víctor adonde irían, dándole a entender que se trataba de una sorpresa. Durante la primera parte del trayecto, y antes de acercarse al centro, guardaron silencio. Víctor se dejaba llevar. A medio camino preguntó:

–¿Sabe mi padre que hemos salido a esta hora?
–Tu padre te ha dejado en mis manos, chico.
–¿Al menos a él lo has informado de adonde iríamos?
–Ya te he dicho que te ha dejado en mis manos, así que no seas tan pesado. Tú relájate y disfruta del viaje.

En ese instante Víctor intuyó que su custodio se había propuesto volverlo loco. La noción de la venganza, que a él te era tan afín, debía de ser la misma fuerza que movilizaba a Olsen. Claro, de repente creyó comprenderlo todo: él sólo sería el instrumento mediante el que Olsen le haría pagar al viejo todas sus afrentas. Quería destruirlo sin ver que podría ser su aliado y que podían unirse en el odio. Es una lástima que no lo entienda, pensó. Pero no sabía cómo decírselo.

Venganza. Olsen quería vengarse.

La idea en parte le hizo sentirse aliviado, como si la cosa no fuera con él, ya que era contra su padre. Eso le permitía dejarse llevar sin ofrecer resistencia. Hasta en el cuerpo sentía una grata sensación de pasividad: lo percibía flojo, desganado y desprovisto de intenciones, como un vegetal. No es fácil volver loca a una planta, pensó, y el pensamiento le hizo sonreír.

–Al parecer disfrutas del viaje, chico –comentó Olsen,
–No lo paso del todo mal.
–Pues me alegro, dentro de un rato lo pasarás aún mejor.

"Estacionaron frente al portal de un edificio de apartamentos, en la calle del doctor Fleming. Un lugar donde Víctor nunca había estado. Olsen tocó un timbre de un panel de bronce con una cámara de televisión en el frontal. Zumbó una chicharra y la puerta se abrió automáticamente. Olsen la empujó y se hizo a un lado para dejarle paso. Víctor vaciló; empezaba a tener miedo. Olsen puso una mano en su espalda y, sin miramientos, lo lanzó al interior del inmueble. Subieron en un ascensor hasta el cuarto piso. Olsen llamó a una puerta de las dos que había en el pasillo. Enseguida se vio que alguien los observaba por una mirilla, detrás de la cual apenas se percibía un juego de sombras. La misma persona entreabrió la puerta, pero sin dejarles paso: la hoja se hallaba asegurada por una cadena que impedía abrirla del todo desde el exterior. Una mujer, de entre treinta y cuarenta años, prolijamente peinada y maquillada, les preguntó por sus intenciones. Olsen murmuró unas palabras que Víctor no alcanzó a oír, pero de inmediato la entrada quedó expedita y la dama pronunciaba con voz cordial y un punto festiva: «Pasen, señores, pasen ustedes»."

Entraron a un salón de dimensiones regulares. Las paredes estaban pintadas en tono carmesí. Abundaban los divanes y las butacas mullidas, de paño gastado. Varias lámparas cubiertas por pantallas de tela o pergamino, rematadas por guardas de borlas y de flecos, proporcionaban una luz tenue y cálida. Había un pequeño bar. Como música de fondo sonaba una canción de Los Panchos: «Reloj, no marques las horas, porque voy a enloquecer».

"Había mujeres allí dentro. Siete mujeres jóvenes, aparte de la que los había dejado entrar. Chicas entre los dieciocho v los veinticinco años, todas de buen ver, todas a medio vestir. Sus prendas estaban confeccionadas con vaporosas telas de satén, gasa o muselina. Algunas iban calzadas con zapatos de tacón alto, otras con chinelas de color celeste o rosa, siempre con un pompón. Llevaban las uñas de pies y manos pintadas de rojo subido, igual que sus labios. En un extremo del salón dos de ellas conversaban animadamente con dos hombres, las demás yacían desparramadas con posturas lánguidas sobre los divanes y butacas. Esas chicas miraban con insistencia a los recién llegados; no eran miradas vacías, carentes de intención, como las de aquellas personas que observan un instante a sus compañeros de viaje en los transportes públicos. Eran miradas cargadas de complicidad y juego."

Así lo contó más tarde Víctor, en su diario:

"Nunca olvidaré ese infierno que pretendía la apariencia de un paraíso de placeres. Aquellas mujeres representaban con maestría un juego de máscaras para el que no me hallaba preparado. Todo lo que sucedió a partir del instante en el que entramos se agolpa en mi memoria de modo confuso. Los hechos se mezclan y surgen como los bruscos resplandores de un flash. Estaba acomodado en un sillón, con una bebida en la mano; una chica se había sentado sobre mis piernas y hurgaba con sus dedos debajo de mis pantalones. Unos dedos que eran como esos flagelos ondulantes y contráctiles de los organismos unicelulares, cuyas características había explicado el profesor de biologíta, en el institutof esa misma semana. ¡Qué dedos terribles! Un momento más tarde, estimulado por Olsen y aquella mujer de dedos ondulantes, yo mismo la abrazaba mientras ella me refregaba los pechos por la cara, como si quisiera asfixiarme con sus belicosas mamas, Me veo después, bailando en medio del salón, bailando con la chica de los dedos o con otra... No sé, no recuerdo. Bailábamos al compás de una música melosa. Todavía creo oír el eco de un coro de voces dulzonas que entonaba: «Si tú me dices ven, lo dejo todo. Si tú me dices ven, será todo para ti...». Un fondo de risas agudas, de índole perversa, parecía festejar cualquier situación. Quizá se burlaban de mí, acaso sólo estaban alegres, ¿cómo habría podido saberlo?"

"Más tarde fui conducido (¿o debería decir que fui empujado?) por un par de mujeres y por Olsen, a una habitación reservada. Era un dormitorio amplio y en el medio había una cama circular y muy grande. Se trataba de una habitación con las paredes acolchadas y tapizadas por una tela de color rosado. Recordé haber oído decir que en las celdas de los manicomios las paredes también están acolchadas; lo están para que los locos furiosos no se destrocen las cabezas. Me pregunté si estaban por encerrarme en una celda y si el lugar era una combinación de burdel y manicomio. Sin embargo yo nunca había dado muestras de ser un loco furioso. Tal vez el único loco furioso que había allí fuera Olsen. Pensé decirles a las chicas que mi acompañante había estado preso por asesino, sin embargo, no logré reunir suficiente coraje."

"Un espejo cubría todo el cielo raso, y también había grandes espejos en las paredes, y cuando los descubrí pensé que entonces la habitación no sería una celda para locos furiosos. Un loco furioso jamás sería encerrado en un cuarto con espejos, no sólo para que no pudiera contemplar sus propios gestos de locura; más que nada para que no se hiciera sangre destrozando esos espejos. Mientras pensaba todas esas cosas, y también que un loco que rompiese un espejo tendría siete años de mala suerte, pensé al mismo tiempo que mis pensamientos eran absurdos y que en esos momentos debía de estar algo trastornado por la situación. Es curioso eso de pensar sobre los propios pensamientos, es como pensar espejadamente. Más curioso aún es pensar sobre lo extraño que resulta pensar acerca de los pensamientos, eso ya es como cuando se está ante espejos enfrentados y uno ve su propia imagen reproduciéndose de modo infinito. ¡Dios, si: debía de estar enloqueciendo! Al parecer, Olsen se hallaba a punto de conseguir su objetivo y de ese modo se vengaría del cerdo de mi padre."

La chica que me desnudó dijo llamarse Margot, era la de los dedos flagelantes, la que me sobaba en el salón. La otra era una china, o una vietnamita tal vez, y quién sabe si no sería filipina o boliviana,

"Olsen no intervenía activamente en el juego, él se había sentado en una pequeña butaca, a un lado de la cama, y fumaba sin parar. Parecía cumplir las funciones de un director de escena: ¡es decía a las chicas qué debían hacer y cómo. Además, comentaba las pequeñas situaciones como si estuviera a cargo del montaje de una ópera. Siguiendo sus órdenes Margot se tendió en ¡a cama, desnuda, con las piernas abiertas para que viera –bajo la pelambrera– los labios internos de su vagina, que ella separaba con esos dedos de flagelo de organismo unicelular. «Míralo bien, chico. Es un coño», decía la muy perversa. «Ahí es donde debes meter tu colita para hacerte un verdadero hombrecito.» Esto último lo dijo Olsen. No lo podía creer; me pareció estar escuchando al grosero de mí padre. Me dije que quien se expresaba de ese modo no podía tratarse del mismo individuo que leía a Dylan Thomas. De inmediato me sentí patético por haber pensado tal cosa. No, Olsen no era como mi padre; él era un monstruo especial, capaz de transformarse de un momento al otro. Olsen era un demonio con la imaginación del marqués de Sade. Entendí que la admiración que por él sentía me impediría odiarlo jamás plenamente. Así pues, aunque sólo fuese por complacerlo, traté de representar un buen papel. De pronto le oí decir, con el más desvergonzado de los acentos, que me pusieran un condón, no fuera que acabara pegándoseme una peste. Ak, Olsen no me odia del todo. me dije."

Como quiera que fuese, no conseguía meterme en la situación. Cuanto más me esforzaba por lograr una erección tamo peores eran los resultados. «Mientras tenga la picha floja a este pollo no le entrara el condón –dijo Margot, y como para hacerme sentir más avergonzado añadió–: Cariño, esta pichita tan desmadejada se va a perder dentro de mi cacerola.» Enseguida dio comienzo el coro de risas. Recuerdo ese sonido cascado e hiriente de las risas de las putas, lo recuerdo mezclado con las voces de Los Panchos: «Suave, que me estás matando, que estás acabando con mi juventud...», entonces acabé de comprender de qué modo Olsen me volvería loco: así obligándome a vivir situaciones esperpéntícas hasta convertirme en un guiñapo desprovisto de voluntad y del menor respeto hada mí mismo.

Este chico no puede dejar de exagerar, pensó Olsen al leer esa parte del diario. Sin embargo, sintió el peso de la vergüenza. Ya lo había experimentado aquella tarde, en el apartamento de las putas, aunque no dejó que nadie lo notara. Pero sí que finalmente salió de la habitación por si fuera el caso de que al verse a solas con las muchachas Víctor se animaba, ya que, lo comprendía muy bien, debía de sentirse inhibido al estar él presente.

Media hora más tarde volvió a entrar. Encontró al muchacho sentado en el borde circular de la cama. Lloraba convulsivamente.

–Bueno, ya está bien por hoy. Vámonos. Otra vez será –dijo Olsen.

"Unos minuto1; más tarde salieron a la calle. Era de noche. Se metieron de inmediato en el Mercedes y Olsen llevó a Víctor hasta La Moraleja. Durante todo el viaje permanecieron en silencio."

"Ahora, en el pabellón, Víctor evoca el día en que Olsen lo llevó a la calle del doctor Fleming, al piso de las putas. Hace rato que golpea la bolsa de arena. Comienza a advertir que un dolor caliente sube por sus antebrazos, se apodera de los brazos y se aposenta en los hombros. El ahora es otro hombre. Olsen se asombraría de verlo tal como es ahora. Pero Olsen está lejos; sí, quizás está lejos, aunque él no lo sabe con seguridad. En todo caso está escondido, y siempre es remoto el paradero de aquel cuya situación se ignora."

Un criado golpea a la puerta. Ha venido a avisarlo de que ya han llegado todos los invitados. Víctor despacha al sirviente y después se mete en la ducha.

En la mañana que siguió ala noche del burdel, Víctor Iturralde despertó con una pronunciada sensación de pesadumbre. También de extrañamiento, como si lo ocurrido horas antes no tuviese que ver con él, como si se lo hubieran contado y sólo hubiese sido el espectador de un escarnio ajeno. La sensación de pesadumbre llegaba acompañada por un fuerte malestar físico. Acaso las copas habían contribuido a aumentar su indisposición, pues no tenía la costumbre del alcohol. Era sábado y no había clases, así que pudo quedarse más tiempo en la cama. Más de tres horas esperó a que lo llamara Olsen para iniciar el entrenamiento. Se preguntaba qué nuevas torturas inventaría su instructor. Como Olsen no venía bajó al comedor. En la casa sólo se encontraban los sirvientes, Aníbal Iturralde estaba de viaje y Olsen aún no había llegado. Al acabar el desayuno, Víctor salió al jardín. Llevaba consigo un libro de poemas y su diario:

Es un día soleado y no muy caluroso. Una brisa apacible agita suavemente las ramas de ¡os pinos y las aves revolotean de árbol en árbol. Sus trinos son un canto de alegre inocencia. Es increíble que puedan surgir sonidos tan bellos en un mundo extremadamente sórdido.

Me procuro un sitio a la sombra para leer a Walt Whitman: «El aire no es un aroma, no huele a nada. / Desde el principio ha sido destinado para mi boca, estoy enamorado de él. / Iré a la ribera junto al bosque, me quitaré el disfraz y quedaré desnudo. / Me enloquece el deseo de que el aire toque todo mi cuerpo».

Mientras leo tan bellas frases intento empaparme de su más hondo significado. Y al hacerlo comprendo que, pese a todo, mi ser más íntimo es libre. Sí, Olsen, soy mucho más libre que tú, ¡vasallo prepotente! Igual que a Whitman, me bastan unas pocas hojas de hierba para fundir mi espíritu con el mundo, pero tú siempre vivirás atormentado por tus propios demonios.

Al acabar de leer el último párrafo, que le pareció cursi c involuntaria menee cómico, Olseii conjeturó que Víctor debía de sospechar que él espiaba su diario. Sin duda las palabras que allí aparecían estaban escritas para que 61 las leyera. Quizás el muchacho, de ese modo, le decía lo que no se atrevía a expresarle verbalmente. No era para nada casual que el chico no escondiese mejor el cuaderno. Olsen consiguió un cuaderno para él. Esto va a ser divertido, se dijo.


Del cuaderno de Olsen:
Es cierto, Víctor, que me atormentan mis demonios, pero tal vez mi espíritu también pueda fundirse con el mundo, igual que en ocasiones se funde una pastilla de jabón, disminuida por el uso, con otra nueva: suele hacerse para ahorrar. El espíritu mío tiende a fundirse con un mundo de demonios, como tú bien dices. Ahora bien, como sabrás, los demonios viven en el Infierno, que es donde hace mucho calor y por eso allí todo se funde. 'Iodo se funde como la cera bajo el sol, y si te llevara conmigo acabarías convertido en una especie de fondue» de queso suizo. Es probable que te lleve conmigo, sí. ¿No te da miedo, capullito?

Mira, Víctor, es fascinante este mundo demoníaco. Es un mundo violento y pervertido. Un mundo regido por el caos y los principios del mal, como dirías con tu léxico repleto de adjetivos. De lodos modos, es un mundo más interesante que el tuyo, ya que al menos lo he elegido.   En cambio tú no puedes decir lo mismo.

"Como quiera que sea, me preocupa el pretencioso amaneramiento de tu prosa. No deja de ser penoso que un alma tan sensible, ¡ay!, se exprese con cursilería. Corrige el estilo, Víctor; se supone que debería ser yo el orangután ajeno al mundo del espíritu y la delicadeza.  Tu juventud no te excusa; Rimbaud tenía casi tu edad cuando llegó a la cima."


Olsen cerró el cuaderno y lo colocó junto al diario de Víctor. Tenía la seguridad de que el muchacho lo leería.

"A medida que transcurrían las semanas Olsen exigía de su pupilo cada vez más entrega al entrenamiento y mayor esfuerzo físico; ciertos días lo llevaba al borde del agotamiento. En época de vacaciones lectivas dedicaban las mañanas a los ejercicios de fuerza y resistencia; después de almorzar y del descanso de las primeras horas de la tarde, se concentraban en el pabellón para las sesiones de lo que Olsen denominaba «Lecciones avanzadas de defensa personal»."

–Procura siempre dominar el espacio central, Víctor. No te dejes empujar hacia las paredes.

"Situados en el centro de la estancia, Olsen dijo que debían imaginar que el suelo era el tatami.    """

"–Es más duro que un tatami. claro, pero mejor así. Piensa que si alguna vez tienes que defenderte en la calle no tendrás una colchoneta donde caer... por ejemplo, como ahora. –Sin advertírselo, Olsen efectuó un barrido de piernas. Víctor cayó al suelo de manera estrepitosa–. Ya puedes ver qué efectivo es este sistema; vamos a practicarlo."

"Después de una media docena de caídas, Víctor tenía el cuerpo dolorido. Comprendió que, con el pretexto de la defensa personal, Olsen lo estaba sometiendo a un nuevo tipo de castigo. Recordó las historias que se contaban acerca del marqués de Sade –a quien no había leído–; se sabía que Sade sentía placer al azotar a unas pobres mujeres. ;Sería Olsen un sádico pervertido? Contuvo un sollozo; haría lo posible por soportar el tormento con el mayor estoicismo. Su capacidad de sufrimiento debería superar la imaginación de su atormentador. Sintió orgullo de sus propios pensamientos: eran verdaderos hallazgos y los registraría en su diario íntimo."

–¡Deja ya de papar moscas, Víctor! –aulló Olsen–. ¿Estás en la luna? Vamos, concéntrate en el trabajo, ¡joder!

"A los barridos de piernas les siguieron las proyecciones de caderas, que de nuevo le hicieron tomar contacto con el duro suelo. Lo siguiente fueron las variadas llaves de brazo y de luxación, muy dolorosas para la articulación del codo. Víctor temió que su instructor acabara rompiéndole las extremidades. Peor fue la llave llamada de estrangulamiento; mientras la efectuaba, Olsen no dejó de percibir el miedo que paralizaba al muchacho. Quizás éste realmente temía que él lo acogotara, pensó. No pudo evitar un asomo de lástima. Pero se sobrepuso, y al igual que todas las veces que veía insinuarse en su interior la menor compasión, evocó la imagen de Aníbal Iturralde. Tan sólo con recordar la cara, la panza y la voz de su patrón, a Olsen se le reavivaba el odio."

–A esto se le llama una llave de inmovilización –dijo Olsen, en tanto lo retenía en el suelo, manteniéndolo completamente paralizado, con el rostro casi pegado al suyo.

"En aquel instante detectó en los ojos del muchacho la carga de confusos sentimientos que le provocaba. Capturó en aquella expresión un mensaje ambiguo pero colmado de intensidad: una involuntaria señal que le permitió intuir el modo de efectuar su venganza. Vaciló un momento, ¿podría hacerlo?, y en tal caso, ¿pagaría el hijo por las canalladas del padre? Sí, ese chico a fin de cuentas era propiedad de Aníbal Iturralde. Él sentía la necesidad de vengarse. Lo deseaba; lo deseaba mucho. Había dentro de él un ser descoñocido al que le urgía vengarse en la carne del hijo. Llevado por esa urgencia, y sin mediar palabra, empezó a desatar el cordón de los pantalones deportivos de Víctor mientras no dejaba de aferrado fuertemente"

–Olsen se las arregló para quitarle los pantalones al muchacho, y no le sorprendió que éste no ofreciera resistencia y se limitara a suspirar repetida y aguadamente. El chico tenía nalgas muy redondas y muy blancas. Sin saber por qué. la visión de esas nalgas incrementaron el furor de Olsen. Se quitó sus propios pantalones y 'descubrió que tenía una hierre erección. El espectáculo de su miembro envarado, junto a las nalgas blancas del hijo de su enemigo, contribuyó a exaltarlo más aún. Iba a atravesar con su lanza el corazón de Aníbal Iturralde.

Cuando Víctor se sintió penetrado alcanzó a gemir: «Me haces daño». Lo dijo con voz suave, pero no intentó liberarse. Sintió que esa cosa ajena y sojuzgante con la que Olsen entraba en él lo ligaba más que nunca al hombre. Y Olsen exclamó:

–¡Tu padre rne arruinó la vida, mariquita!
–¡Perdón! –suplicó Víctor, sin parar mientes en lo absurdo de la disculpa.
–¡Tu padre me arruinó la vida! –volvió a decir Olsen mientras intentaba penetrar más hondo.
–¡Perdón, Olsen, perdón!
–¡Tu padre me arruinó la vida! –repitió Olsen.
–¡Perdón! –dijo Víctor, con tono agitado.
–¡Tu padre me arruinó la vida! –dijo Olsen con voz desfalleciente.
"–¡Perdón,  Olsen,  perdón! –Con instintiva  naturalidad llevó las manos hacia atrás para rozar los muslos de Olsen, mientras se dejaba ganar por el placer de sentir en la piel el tacto de sus manos fuertes, que alternativamente oprimían y acariciaban, y la entrecortada respiración que agitaba los pelillos de su nuca. Enseguida registró un cambio en la modulación de la voz de Olsen; con tono colérico éste lo acusaba:"
–¡Asi es como te gusta, eh! ¡Te gusta que te la den por el culo, mariquita!
–¡Sí, me gusta así, Olsen! ¡Así, sí, me gusta así!  

Gimieron ambos, con las convulsiones del orgasmo simultáneo. Olsen aflojó el abrazo mientras crecía en su interior la confusión y esa clase de tristeza que sobreviene tras un apareamiento oprobioso. Con brusquedad, apartó su cuerpo del de su amante.

"Después se mantuvieron un tiempo inmóviles, en el suelo, en silencio; estremecidos por la inesperada revelación."

"Olsen fue el primero en ponerse de pie. Buscó en el bolsillo de su chaqueta, en el respaldo de una silla, el paquete de tabaco y el encendedor. Al sentarse sintió en la piel de las nalgas el tacto de la madera: tomó conciencia de su medí;–desnudez y se imaginó grotesco. Encendió el cigarrillo y aspiró largo tiempo. Soltó el humo junto con una espasmódica carcajada, después dijo:"

–¿Qué te ha parecido la clase de defensa personal, nene?

Víctor, que aún permanecía echado en el suelo, sólo acertó a sonreír. De inmediato se incorporó. No sabía si el tono de broma era amable o cruel. Creyó que tenia que pronunciar algunas palabras, cualquier cosa:

–¿Me das un cigarrillo, Olsen?
–¿Ahora vas a empezar a fumar? –gruñó Olsen, y le alcanzó el paquete.
–Tal vez debería hacer todo lo que tú haces, ¿no crees así?
–Claro, y nos iremos haciendo cada día más cochinos.
–Yo no tengo la culpa –protestó Víctor, y'encendió si cigarrillo.
–No, claro que no. Ahora va a resultar que tengo yo h culpa de que tú seas un tremendo maricón.
–Eres tú el que me enseña todo. Yo sólo me dejo llevar
–Sí, ya veo. Y pensar que tu padre me encargó que te hiciera un macho... El pobre no podía adivinar que eres marica por naturaleza.
–¿Y tú qué eres, Olsen?

Una fuerte bofetada fue la respuesta. Víctor se llevó mano a la mejilla, como intentando calmar el ardor. De sus ojos brotaron  abundantes lágrimas que no se esforzó  en ocultar.

Al verlo llorar Olsen sintió cierto desasosiego que al principio tomó por lástima, pero que, como acabó por descubrir, estaba más cercano a la ternura. En ese momento renunció para siempre a la venganza.

Cuando Víctor vio que Oisen volvía a aproximársele, se cubrió el rostro con el antebrazo. Para su sorpresa, en lugar de un nuevo golpe recibió palabras de disculpa y caricias por encima de la frente. Ahora él le hablaba con voz suave:

–No llores más, Víctor... Mira, vayámonos a la ducha, ¿quieres?

Un momento más tarde estaban juntos bajo el chorro de agua y cada uno de ellos recorría el cuerpo del otro con las yemas de los dedos. Empezaron a besarse.

–Olsen –musitó Víctor.
–Llámame por mi nombre, Víctor. Nómbrame así cuando estemos solos. Víctor, dime Víctor. Ahora para ti sov Víctor, Víctor.
–Sí... ¡Víctor, Víctor, Víctor!
–¡Víctor!

"Acaso, con la ilusión de que al nombrar al otro cada uno se nombraba a sí mismo, no cesaban de pronunciar el nombre compartido; y durante aquellos instantes creían convertirse en un solo ser."

En su pequeño apartamento, en el centro de Madrid, Olsen bebía whisky. En algún momento miró la hora: pronto asomaría la madrugada. Había regresado hacía rato de La Moraleja. Se sentía embotado, pero podía evocar, aunque de modo difuso, el tacto de la piel de un muchacho que se le había entregado cuando su propósito era violarlo. Olsen podía recordar haber pensado que también él se entregaba. Después intuyó que ya no podría seguir en la dirección de la venganza. Igualmente supo que su propia vida se hallaba sometida designios aleatorios. ¿Desde cuándo llevaba en su interior semejantes impulsos, tan ocultos como poderosos?

"No lograba dormirse ni esperaba poder hacerlo, así que no se había desvestido. Daba cortos y frenéticos paseos por el pequeño salón impregnado del humo de sus cigarrillos. Fumaba tres o cuatro caladas y después los aplastaba en el cenicero atiborrado de colillas. Todas las ventanas estaban cerradas; las cortinas también cerradas; las persianas bajadas, el  cerrojo de la puerta trabado. Procuraba sentirse aislado en una madriguera subterránea o en una cápsula espacial; separado del mundo, apartado para siempre del resto de la humanidad."

Sentía extrañeza al haber recuperado su nombre de pila. Hacía mucho que no lo llamaban normalmente por el nombre con el que fuera nombrado en su infancia. Le costaba recoñocerse en ese nombre. Los carriles por los que su existencia había transitado hasta unas horas antes ya no eran los mismos. Comparó sus últimas acciones con la trayectoria de un tren que entra en un ramal imprevisto.

También Víctor Iturralde, en su habitación de La Mora–leía, se encontraba insomne, pero, opuestamente a Olsen, en su desvelo disfrutaba de un creciente sosiego. Tenia el presentimiento de que lo ocurrido era el inicio de una nueva vida repleta de experiencias inéditas que aún no conseguía imaginar, pero que sin duda lo convertirían en alguien semejante a Víctor Olsen. Lo anegaba la alegre emoción de hallarse de estreno, y como sintió que debía registrar y definir ese torrente, se puso a escribir en uno de sus cuadernillos.

Del diario de Víctor Iturralde:

Hasta hace pocas lloras creí que para mí todos los caminos estaban cerrados. Mi padre me hace custodiar para evitar que me secuestren, pero mi único secuestrador es él, y siempre supe que sólo su muerte podría liberarme. A la espera de la llegada de ese momento permanecí desde mi niñez en estado larval, resignado a soportar interminables vejaciones, aguardando el día de mi redención. Pues bien, el día ha llegado, ha ¡legado mucho antes de lo que suponía. Nunca habría imaginado que iba a ser uno de sus propios hombres quien me abriría la puerta de un mundo nuevo. Pero ese hombre, que lleva mi propio nombre, no es un hombre cualquiera. Ahora entiendo muchas cosas, entre otras los caprichosos trazados del destino. Por muchos años me he preguntado la razón de que la fatalidad me hiciera nacer de la simiente de Aníbal Iturralde, ya que de haber podido elegir, muy gustoso habría cambiado tal azarosa circunstancia por cualquier otra, incluso la de haber muerto en las entrañas de mi pobre madre. Ahora sé que todo tiene su motivo en la aparentemente absurda constelación de circunstancias que. nos hace nacer en un lugar determinado: quiero decir que sé con certeza que si la suerte me ha puesto en esta casa y no en cualquier otra, ello ha sido porque era éste el lugar en el que iba a encontrarme con Víctor Olsen para fundirme con él y así participar de su fuerza, a cambio de la cual le daré todo el juego que conservo en mi interior desde hace tanto tiempo.

Espero con ansiedad nuestro próximo encuentro,  Víctor Olsen.

En una hoja aparte escribió «Víctor Olsen» repetidas veces y con letras grandes, seguidamente besó la hoja no menos de una docena de veces.

Por la mañana Olsen yacía sobre la alfombra. El exceso de alcohol había podido con él a la llegada del alba. Lo despertó el timbre del teléfono. Se incorporó con dificultad para atender a la llamada, pero después de andar dos pasos comprendió que iba a vomitar. Fue al lavabo. Cuando acabó de vaciar el estómago el teléfono había dejado de sonar.

Con todas las ventanas cerradas no podía saber si era de noche o de día, y no sentía interés en averiguarlo. Se enjuagó la cara con agua fría y volvió al salón. La botella de whisky estaba vacía, pero en el pequeño mueble donde guardaba sus reservas encontró una de bourbon. Se sirvió medio vaso. El primer trago llegó a su estómago como una bola de plomo todavía caliente, pero enseguida se sintió reconfortado. Encendió un cigarrillo, y después de tragar el humo un par de veces lo aplastó, asqueado, entre la montaña de colillas que desbordaban del cenicero. Volvió a sonar el teléfono.

Desde el otro lado le llegó la voz de Godoy. El hombre preguntaba, de parte de don Aníbal, por qué todavía no había llegado a la casa. Si era que se había quedado dormido o qué coño le sucedía. En ese momento Olsen se acordó de Víctor. Lo atropellaron los recuerdos de la noche anterior. Un fuerte estremecimiento recorrió su columna vertebral.

–Olsen, todavía estás ahí? Contesta, hombre. ¿Qué coño te pasa? –chillaba el Caribeño.
–Caribeño, ¿eres tú? –preguntó disparatadamente, con el solo propósito de tener tiempo de pensar.
–¡No, coño! ¡Si voy a ser tu abuelita!
–No me siento bien, Caribeño. Dile a Iturralde que hoy no iré... quizá mañana... no sé.
–¡joder, chico! ¡Vaya con la vaina verraca! Si se te nota la curda, que no soy gili, pendejo.
–¿Qué día es hoy, Caribeño?
–Es domingo, ¡capullo!
–¿Y entonces?
–No es para que lo lleves al chico al colegio, te olvidas de que hoy te toca a ti cuidar la casa, si no vienes tendré que joderme yo. Es el próximo fin de semana cuando tienes libre, ¡coño!

Olsen colgó el auricular, esperó un momento y volvió a levantarlo para comprobar que se había cortado la comunicación, no volvió a dejarlo sobre la horquilla sino que lo puso a un lado, en la mesa, de modo que no pudieran llamarlo de nuevo. Después fue a echarse en la cama y procuró dormir.

Al cabo de un rato de duermevela se levantó hostigado por nuevas arcadas. Volvió al lavabo y procuró soltar todo en el váter. Apenas expulsó un líquido amarillo verdoso, pero sintió alivio. Después se metió en la ducha y por último volvió a la cama.

Una pesadilla lo despertó, en ella aparecía Víctor Iturralde. Volvió a levantarse y se duchó otra vez. Mientras se secaba comenzó a sentir apetito. Se vistió y salió a la calle.

"Estaba anocheciendo. Olsen entró a un bar de la Gran Vía y fue a sentarse en un taburete frente a la barra. Pidió huevos fritos con beicon, patatas fritas y una cerveza; al terminar, un café, después compró tabaco en un expendedor automático y volvió a la calle."

"Comenzó a andar sin rumbo fijo. Había, detrás de la Gran Vía, una calle de corto tramo llamada Del Desengaño, lo leyó en la placa adherida a la pared. Olsen pasó en más de una oportunidad por allí, pero nunca había reparado en el nombre. Era un sitio con bares de mala muerte, frecuentados por borrachos, putas, travestidos y sus clientes. Comenzó a caminar con lentitud, estudiando cada detalle. Una prostituta de rasgos africanos se le ofreció y él siguió su camino; un individuo de aspecto inquietante lo miró con descaro; un travestido con el rostro muy maquillado se situó cerca de él y le pidió un cigarrillo; cuando se lo dio le solicitó fuego; después de encenderlo le dijo:"

–¿Estás sólito, chati?
"–;Y a ti qué te parece?"
–¡Ay, chati, qué cabreo llevas encima! ¿Te has peleado con tu novia?
–Quizá. Lo que pasa es que ella trató de envenenarme, por eso tuve que matarla. Ahora busco un lugar por aquí para dejar el cadáver.
–Pero, cariño, ¡qué malo que eres! Pero yo te puedo hacer olvidar de tu novia.
"–;Ah, sí? ¿Y cómo puedes hacérmela olvidar? –preguntó Olsen con voz bronca, mientras que aferraba al travestido por el cuello de la blusa–. ¡A ver. dímelo! ¿Cómo harás para que me la olvide? –insistió, al tiempo que lo zarandeaba–, ;Es que me has visto cara de bujarra a mi? Dime: ¿me has visto cara de bujarrón?"
–¡Que me mata! ¡Socorro, que este hombre me mata! –comenzó a chillar el travestido.

Desde el interior de los bares salieron algunos parroquianos atraídos por el escándalo, unos cuantos se acercaron con ánimo de curiosear o de intervenir. Olsen empujó al otro contra la pared y se alejó caminando, sin mirar atrás. Oyó que lo nombraban con fuertes voces tratándolo de cabrón e hijo de puta. Olsen volvió a dirigirse a la Gran Vía, y desde allí siguió por la calle de Alcalá, hasta que llegó al Chicote. Entró para beber un coñac. Después de la tercera copa salió de nuevo a la calle en dirección a la fuente de Cibeles, allí dobló a la izquierda y continuó por la Castellana. En ese momento comprendió que sus pasos lo llevaban al piso de las putas de la calle del doctor Fleming. Se dijo que necesitaba sentir un cuerpo de mujer pegado al suyo, cualquier mujer.

"Entretanto Víctor Iturralde se preguntaba cuándo volvería Olsen. Por primera vez, desde que su padre los presentó, había pasado un día entero separado de él. Intuía que su custodio debía de estar padeciendo algún conflicto; se había dado cuenta de que la intención de éste no había sido llegar hasta donde habían llegado, pero confiaba en que volvería. Lo aguardaba con impaciencia, pero sin angustia. Tenía muchas palabras que decirle."

"Olsen tuvo que esperar a Margot media hora: la chica estaba con otro cliente. Preguntó por la china, pero le dijeron que ese día estaba indispuesta. La madama le mandó una chica nueva para que lo acompañara mientras esperaba a Margot. Decía llamarse ""Wanda, era rubia, muy alta, caderuda y tetona. Hablaba con extremada corrección un español trabajado que no ocultaba su procedencia foránea. Hablaba demasiado."

"Después de un rato Wanda le contó que era irlandesa y había asistido a la universidad. Había estudiado literatura hispánica del Siglo de Oro, dijo. Explicó que hacía de puta para ahorrar dinero y poder instalarse en Marruecos como una reina; en Damasco, la capital. Así lo dijo: «En Damasco, la capital"". También necesitaría dinero para comprarse un coche deportivo y para no necesitar volver a su país mojigato y católico. Odiaba Irlanda, odiaba a los curas y a la iglesia. Creía que toda mujer tenía la obligación de abortar al menos una vez en la vida; ella ya lo había hecho tres veces. Olsen sacó la conclusión de que la chica estaba un poco chalada; era charlatana y mentirosa, pero resultaba divertida. A muchos clientes les gustan las chicas cultas, elijo ""Wanda. Dijo que a ella también le gustaban los hombres cultos, los buenos lectores. A Wanda le gustaba mucho leer. Su novela preferida era LA venus de las pieles. Olsen intuyó que la chica debía de haberse puesto su nombre de batalla por la principal heroína de Sacher–Masoch."

Pero no había acudido al burdel necesitado de conversación literaria. Buscaba empaparse de sudor femenino. Sentía una ofuscación como la del aspirante a santón que se purifica en las aguas del Ganges. Esa noche sería una mujer el Ganges que lo purificaría, y esa mujer no sería Wanda con toda su literatura de mentirijillas. Se alegró cuando apareció Margot.

Con el cuerpo pegado a la piel desnuda de la muchacha Olsen intentó encontrar cuanto antes el grado de excitación que le devolviera la imagen de hombre normal. Pero Margot no paraba de hablar, y lo que decía no lo ayudaba a concentrarse.

–jTú sí que eres machote, cariño! La otra noche yo quería que me jodieras tú en lugar del niñato que trajiste. ¡Pobre! No consiguió hacer nada.
–Es que es muy jovencito.
–Claro que sí. ¡Pero tú eres todo un hombre! ¿Quieres que te la chupe?
–Venga.

Después de unos cuantos intentos Olsen no lograba entrar en situación. Se le había vuelto difícil desde que la muchacha nombró a Víctor.

–No se te empina, cariño. ¿Te gustaba Wanda? ¿Quizá te has quedado con ganas de follarla a ella?
–No, si no es eso...
"–; Quieres que la llame? ¿Quieres follarnos a las dos?"
–Que no, Margot, que no. Déjame descansar un poco.  Quizá dentro de un rato me ponga en forma. Mira, tráeme algo de beber, ¿quieres?
–¿Te apetece un whisky?
–Eso mismo. Un whisky. Y otro para ti, ¿de acuerdo?

Con un trago en el cuerpo Olsen se sintió entonado, pero no lo suficiente. Margot no dejaba de hablar.

–Esa chica, Wanda, es muy rara. Va de fina y de intelectual. Ya me dirás. ¿Qué gusto le pueden sacar los hombres al coño de una intelectual? Siendo tan culta podría estar en otro lugar, aunque tenga buenas tetas, ¿no crees?

Olsen se encogió de hombros.

–No tiene nada que ver. Yo mismo soy medio poeta, y. eso que también soy pistolero.
–¿Eres poeta de verdad? ¿Y también eres pistolero? ¡Qué tío, eres la coña! –exclamó la muchacha–, ¡Eres de ordago! Ya te doy un whisky, cielo, tú tranquilo. Mira, tú vas a estar más a gusto si llamo a Wanda, ¿vale?
–Vale, pero quédate tú también.
"–Sí, me quedo, vida, me quedo. Hoy es noche de domingo y ya no quedan más clientes en la casa. Nos tendrás a las dos. Bebe tu whisky y espéranos; ya mismo vuelvo con la intelectual. ¡Hoy vamos a tener una noche culta!"

Olsen encontró que dos mujeres fueron suficientemente purifícadoras. Después de aliviarse sintió una fuerte modorra, producto del cansancio y la acumulación de tragos. No deseaba volver a su apartamento. Les pidió que le dejaran pasar la noche allí.

Salió a la calle a hora temprana. Las avenidas de Madrid bullían con el ajetreo propio de las mañanas de los lunes.

Olsen tomó su desayuno en un bar y después empezó a andar hacia su domicilio. Al pasar por la parte ajardinada de La Castellana posó la vista en la desastrada silueta de un sujeto que, arropado entre hojas de periódico, dormía sobre un banco. Siguió de largo tres pasos y se detuvo de golpe: no estaba seguro de haberlo visto de verdad. Volvió la cabeza y se encontró con la mirada del hombre, quien entretanto se había incorporado para observarlo. Estaba barbudo, sucio y avejentado, pero casi con seguridad que era la Bestia.

–¿Elizalde? ¿Nemesio Elizalde?

La Bestia se despegó del banco y avanzó hacia él con una mueca en la cara. Los brazos abiertos.

"Olsen abrió la puerta de su apartamento y dejó paso a Elizalde. Al entrar, la Bestia comentó que el lugar parecía una pocilga. «Es verdad», acordó Olsen; él mismo estaba un tanto sorprendido por tanto desorden, puesto que ya no recordaba cómo lo había dejado la noche anterior. Las paredes y las cortinas se hallaban impregnadas de olor a humo, una silla volcada, vasos a medio llenar por doquier. Puso en su sitio el auricular del teléfono, recogió un par de botellas tiradas sobre la alfombra, abrió las ventanas, vació los restos de los cigarrillos en el cubo de la basura y le dijo a Elizalde que sacara cervezas de la nevera y que se sentara en cualquier rincón hasta que terminase de ordenar la pocilga."

–A mí, lo que me pasa, es que a veces me pongo de los nervios. No aguanto tanta injusticia como hay en el mundo –dijo Elizalde durante la tercera lata de cerveza–. Rompo cabinas de teléfono para hacer justicia, pero es poco... tendría que ir con el hacha y romperles la cabeza a los de la compañía telefónica.

Los gestos de Olsen se detuvieron. Por un instante quedó inmovilizado, con un vaso y una lata en cada mano. Antes de continuar vertiendo la cerveza dijo:

–¿Qué hacha, Nemesio? ¿Todavía llevas hacha?
"–Sí, llevo hacha. La llevo en el bolso. Siempre la llevo. Compré un hacha nada más salir del psiquiátrico. La compré en la ferretería Achával e Hijos... muy buena ferretería; herramientas de calidad, precios justos. Nunca te engañan. Yo jamás ajusticiaría al señor Achával o a sus hijos. ¿Coñoces la ferretería Achával e Hijos?"
–No. ¿Dónde está?
"–Está por Vallecas. Antes yo era cliente. Antes, cuando instalaba toldos y persianas. Se quedaron muy extrañados al verme. Sabían lo mío. Se enteraron por los diarios de que ajusticié al inspector de hacienda y a su familia. También salió en la televisión y ellos lo vieron. Pensaban que todavía estaría en la cárcel. Yo les conté que al final me enviaron al psiquiátrico, je, le hice creer al juez que estaba loco y se lo creyó. Al final los justicias dijeron que ajusticié a los malos por ser loco. ¡Mira si serán estúpidos!, como si los locos no pudieran ser inicuos y malvados. Yo le dije al señor Achával que no era loco, que sólo simulaba, pero que él no debía contárselo a nadie; le pedí que no se lo dijera a nadie, que todos siguieran creyendo que estoy loco, es mejor así. Se lo dije porque me pareció que le daba un poco así de miedo. No me gusta que mis amigos me tengan miedo. ¿Tú me tienes miedo, Olsen?"
–¿Yo? No. Yo te tengo respeto.
–Gracias, Olsen, muchas gracias. El respeto es una cosa y el miedo es otra. Pero me parece que el señor Achával seguía teniéndome miedo. Me preguntó que para qué quería el hacha y yo estuve a punto de contarle que era para ajusticiar cabinas telefónicas. Pero no se lo dije, me pareció que se asustaría. Le dije que iba a cortar leña, mucha leña. Le dije que iba a extirpar los malos arbustos para que sus raíces no chuparan de las raices de los árboles buenos. Puso más cara de miedo, pobre... Así que le dije que ya no estaba más loco y que por eso había salido del psiquiátrico. No le dije que me escapé del psiquiátrico, no. Bueno, la verdad no sé si me escapé o es que cuando empecé a salir por la puerta miraron para otro lado. Tal vez me dejaron irme y miraron para otro lado porque no querían problemas. Ya sabes, empleados del Estado. Ellos quieren vivir sin problemas. Sólo quieren chupar de los presupuestos. ¡Parásitos hijos de puta! Cuando quieren miran para otro lado.
–De acuerdo. Pero dirne por qué quieres ajusticiar cabinas telefónicas.
"–¿Por qué? ¿Preguntas por qué? ¿Nunca has puesto una moneda de veinte duros y el teléfono se la ha tragado? ¿A quién vas a reclamarle, eh? Dime: ¿a quién vas a reclamarle? A nadie. ¡Te jodes! ¿Y quién se lo queda? La compañía de teléfonos. Ellos se lo quedan. Un pobre infeliz roba un bolso y lo meten en chirona. Pero ¿acaso meten al dueño de la compañía de teléfonos en chirona por los millones de pesetas que nos roba de a veinte duros? No. El dueño de la compañía de teléfonos nos la da por el culo. Yo, lo que tendría que hacer, es ir a las oficinas de la compañía del teléfono y ajusticiarlos a todos. –Elizalde estrujó entre sus fuertes dedos la lata de cerveza; parte del liquido chorreó fuera del recipiente–. ¡Así, tendría que aplastarlo: así! ¡Tendría que reventarlos! Pero no con el hacha, no. demasiado trabajo ir matando uno a uno. Me parece que voy a ir con una escopeta con cartuchos del calibre catorce. Eso, una escopeta del calibre catorce. Y también dos bidones de gasolina. Los reviento a todos los empleados... eso haré. Y después ¡os quemo con gasolina. Sí. ¿Qué te parece,.Olsen?"
–Para decirte verdad, me parece demasiado ajusticiamiento, Nemesio. Los empleados, ¿qué culpa tienen?
–¿Cómo qué culpa tienen? Ellos son cómplices. ¡Parásitos hijos de puta!
–Pero, bueno, Nemesio. Ellos tienen que ganarse la vida. En algún sitio han de trabajar, ¿no?
"–;Y por qué no trabajan en algo honrado? ¿No lo ves?, su trabajo es explotar a los demás."
–Vale, vale. Salgamos a comer algo.
–Tendrás que invitarme, Olsen, amigo, gasté lo poco que tenía en el hacha.
–Mira, haré más. Te invitaré a comer y te daré algún dinero para que te busques una pensión y vayas tirando, ¿cincuenta billetes estarán bien, Nemesio?
–Es demasiado, Olsen... Cómo se ve que eres un buen amigo. Pero yo pensaba que me dejarías quedar aquí.
–Y lo haría, Nemesio, pero es que tengo una sola cama. La gente de este barrio es muy mal pensada y no me gustaría que hablaran tonterías, sabes.
–Claro, claro. A mí tampoco me gustaría que me tomaran por maricón. Si alguien me lo dice lo ajusticio. Me ponen de los nervios los inicuos y maledicientes.

En el momento en que se disponían a salir sonó el teléfono. Otra vez era Godoy, preguntaba qué coño sucedía y si Olsen se había olvidado de que era lunes y de que debía haber ido a buscar a Víctor para llevarlo al instituto. Don Aníbal estaba muy cabreado, dijo el Caribeño. El curro es el curro.

Olsen pretextó un malestar de estómago: se sentía enfermo y no estaba en condiciones de salir, dijo. Quizá lo haría al día siguiente. Se sintió como un escolar que hace novillos y que debe mentir para justificarse.

Godoy se quejó por haber tenido que ser él quien llevara a Víctor al instituto. Le preguntó si quería que le enviasen un médico, Olsen dijo que no hacía falta. El Caribeño insistió, de modo que Olsen cortó la comunicación y por fin salió con Elizalde. Caminaron hasta la plaza Tirso de Molina, y en la calle del Duque de Alba entraron a una fonda.

–¿Sabes qué, Olsen? –dijo Elizalde cuando vació el plato de cocido–. No me quedaré en Madrid. Me iré para Extremadura, ahí está mi mujer.
–Me parece bien, Nemesio. Quizá yo tampoco me quede en Madrid, estoy pensando en irme lejos.
"–;Ah, sí? ¿Y adonde te irás?"
–No sé. –Encogió los hombros y dobló el labio inferior–. A cualquier parte. Tal vez me embarque. Durante unos años estuve embarcado, ¿sabes?
–No lo sabía. Cuenta, cuenta.
–Mira, Elizalde... ¿tú sabes que los demás te llamaban la Bestia?
–Sí, lo sabía, pero nunca me molestó. De todas formas nadie me llamó así en la cara.
–Es verdad. Bueno, yo nunca te llamé la Bestia. Lo cierto es que tú me hacías recordar a Lechervida, un tipo que siempre estaba de los nervios, igual que tú.
–¿Qué me dices?
–Sí, es así. Era un personaje de historieta que me divertía mucho cuando niño. Jamás olvidaré que me salvaste la vida, Nemesio. Pero, bueno, lo que te iba a contar no es esto. Lo que yo quería contarte es que por conservar mi independencia casi toda la vida fui un tipo solitario.  Nunca quise encariñarme con nada ni con nadie, ni siquiera con los lugares, por eso durante muchos años fui de un sitio para otro. Estuve en Brasil, en la ciudad de Porto Alegre, en Bahías! Me embarqué en un carguero de bandera liberiana, estuv6¡ en México, en Francia... Yo mismo me creí alguna vez que era un tipo interesante con tanto viaje a mis espaldas. Otras veces pensé que era un pobre capullo, pero muy viajado, eso sí, muy viajado. Y ahora volveré a irme, Nemesio, tal vez me embarque.
–¿Y ahora por qué. Olsen?
–Porque en los últimos meses ya me encariñé un par de veces, Nemesio. No me lo puedo permitir.
–Claro, claro, te entiendo, Olsen, amigo. Te entiendo.

Olsen supo que Elizalde no lo entendía en absoluto. Quizás al cabo de una hora ya se habría olvidado de todo. Acaso fue por eso que se confió con él.

"Al finalizar la comida brindaron por el reencuentro y la despedida. Elizalde iría a Extremadura, a juntarse con su mujer; Olsen a cualquier parte."

Al entrar a su apartamento otra vez sintió que un millón de demonios se revolvían en su interior. Se sirvió un trago de ginebra, prometiéndose que no pasaría de allí, y abrió un libro cualquiera, sin lograr concentrarse en la lectura. Otro vaso y nada más, se mintió. Encendió un cigarrillo    Al  anochecer estaba borracho. En el cenicerp, encima de la mesa, los cigarrillos desbordaban. Fue a tenderse en la cama, donde pudo sumirse en el alivio que acompaña al vacío de la conciencia.

Lo despertó una voz prepotente y áspera. Alguien estaba a su lado y decía que daba lástima verlo tal como estaba. Antes de abrir los ojos Olsen buscó a tientas la pistola, olvidado que de todas formas solía llevarla descargada. No encontró el arma. Era el Caribeño quien hablaba.

–¿Qué pasa, chico, estás buscando la pipa? ¿Ahora resulta que me quieres dar matarile?

Godoy solía expresarse mezclando el argot de Madrid, el Caribe y el Río de la Plata.

–¿Qué haces aquí. Caribeño?
–¿Cómo que qué hago? No pensarás que vine a hacerte compañía, por la cuenta que me trae. Me han mandado pa' enterarme si habías crepado o qué coño te pasa, mamón.
–¿Cómo has entrado?
–¿Cómo quieres que entre? He entrado por la puerta, ¡joder! ¿Cómo va tu salud? ¿Estás engripao?, ¿te duele el vientre?

"Olsen se levantó de la cama y buscó un cigarrillo; con la primera bocanada de humo cayó en la cuenta de que cuando le entregaron aquel apartamento debieron de quedarse con una copia de la llave. A Iturralde siempre le gustó tener el máximo control de todo, pensó. Y ahí estaba su lacayo, le había mandado a su perro predilecto, sabiendo que se tenían ojeriza mutua, que nunca se entendieron. El Caribeño seguramente gozaba con la situación."

–Oye, Caribeño, ¿sabes una cosa? Eres más basto que un bocadillo de lentejas.
–Al menos yo estoy vivo, gilipollas, pero tú ya estás medio fiambre. ¡Quién te ha visto y quién te ve! Hace años parecías un tipo piola, eras un pibe que iba de listo, pero desde que viniste a España no haces más que meter la gamba. ¡Este–país no es para ti, mamón! Deberías haberte quedado en Buenos Aires.
–Eso te habría gustado, ¿verdad?
–¡Pero que vaina, chico! ¡A mí qué coño me importa! Lo digo por tu interés. ¿No ves que vas cuesta abajo en la rodada, boludo?
–No, si ya sé. Y yo lo digo porque si no hubiera venido lo tendrías al patroncito para ti solo. Te daría todo su cariño.
"–Pero ¿qué dices, capullo? ¡Que te crees tú eso! ;Me estás tratando de maricón o qué?"

Godoy ahora lo encaraba con actitud de gallo de riña. Era un hombre de estatura media, tirando a bajo, con un gran tórax y manos gruesas de dedos fuerces, con pelos en los nudillos. La comparación con un orangután no resultaba forzada. Estaba acostumbrado a las riñas, y en alguna ocasión descalabró a otro hombre levantándolo por encima de su cabeza y arrojándolo desde la ventana de un primer piso. Con Olsen nunca se había atrevido de verdad, pero ya en otras ocasiones había representado la misma parodia de bravatas sir resultado alguno. En una época a Olsen le parecía cómico, pero la repetición terminó por aburrirlo.

–Está bien, Caribeño. No quise tratarte de maricón, perdona. Ahora vete y déjame seguir durmiendo, ¿vale?
–Y del curro, ¿qué? ¿Vuelves o lo dejas? Tengo que decirle algo a don Aníbal.
–Mira, lo pensaré durante esta noche. Tú dile que mañana sin falta le daré una respuesta.

Al quedarse de nuevo solo, Olsen se enjuagó la cara y puso a calentar la cafetera, a continuación vació los ceniceros y junto con las colillas tiró al cubo de basura el paquete con tres o cuatro cigarrillos en su interior. Después del cuarto trago de café amargo sacó de un armario un par de maletas y las dejó encima de la cama. Las llenó con su ropa. Las cerró. Las dejó en el suelo. Los detalles de cada movimiento los iba percibiendo como proyectados en una secuencia de cámara lenta. Senda que en momentos como aquél el tiempo se alargaba indefinidamente, y le maravilló comprobar por cuántas cosas pudo pasear el pensamiento durante los instantes que demoró en trabar las cerraduras de la maleta.

Sensaciones como ésa ya las había experimentado en otros momentos cruciales de su vida, la primera vez el día que enterraron a su madre. Sentía caer las paladas de tierra sobre el ataúd como si dicho suceso viniera ocurriendo desde siempre y debiera continuar eternamente. Aquel día se dijo que nunca más se permitiría un fuerte sentimiento de ligazón por nadie. Al parecer, diez años de cárcel lo hicieron cambiar. Lo que le había ocurrido con Ana no tenía precedentes, pero eso ya había pasado. Sin embargo, en esos momentos estaba sintiendo algo más intenso, y de sólo pensarlo experimentaba escalofríos.

Se sirvió un vaso de ginebra, lo bebió de tres tragos, y después vació el resto del contenido de la botella en e] fregadero. En ese momento decidió que llegaría hasta el final, y también que al día siguiente regresaría a La Moraleja para llevar a Víctor Iturralde al instituto. Deshizo las maletas.

El viejo había tenido la deferencia de invitarlo a sentarse en su propia butaca, la de respaldo alto, junto al escritorio de caoba. Sí, que se sentara en su puesto, insistió en que asi lo hiciera. En su puesto de mando, en el trono. A su vez Iturralde se sentó del lado de enfrente, el destinado a los visitantes y los subalternos, pero antes se dirigió al mueble bar, en el extremo opuesto del despacho, y extrajo una botella de whisky y dos vasos. Después de beber un trago dejó que por un rato largo pesara el silencio. Abandonó el vaso sobre el escritorio, carraspeó, y al fin dijo:

"–Me has dado un buen susto, Olsen, llegué a pensar que los Medina te habían pescado. Si no fuera porque sé que están de velatorio... ¿sabes que murió Domingo, el segundo de ellos? Tenía un cáncer o no sé qué basura dentro del cuerpo. En fin, que reventó. No puedo decir que me haya entristecido; me hubiera gustado que estuvieras a mi lado, para brindar conmigo con champán: ahora sólo quedan dos. En fin. Pero, en serio, Olsen; me has dado un buen susto."
–No fue mi intención alarmar a nadie, Iturralde. Ya te he dicho que me sentía enfermo. Le pedí al Caribeño que te avisara.
–Sí. de acuerdo. Pero de todos modos me he asustado, ¿qué puedo hacer? –Iturralde hizo otra pausa teatral y se llevó ¡a mano a la frente, tapándose los ojos, antes de continuar–: Lo que pasa es que tú eres muy importante para mí, Víctor Olsen, muy importante. Mucho más de lo que te imaginas... y mucho más de lo que yo había imaginado. –¿Realmente le temblaba la voz? Bajó la mano y abrió los ojos–. Creo que me di cuenta estos días, al temer que te hubiera pasado algo. ¿Sabes por qué te he hecho sentarte en mi puesto, Olsen?

"Olsen se encogió de hombros. Durante un instante lo había deslurnbrado el gran rubí engarzado en el grueso anillo de oro que envolvía el gordo dedo de su patrón. ¿Le había preguntado por qué lo había hecho sentarse en su puesto?, ;por qué? Sí, eso le había preguntado."

–No tengo ni puta idea –dijo Olsen.
–Porque quiero que vayas acostumbrándote a este sillón, querido amigo. Algún día te sentarás siempre en él. Sí, no me mires con esa cara. Mira, no sé si te has enterado, pero yo adoro a mi hijo. Es lo único que quedará de mí. y. sin embargo, no lo veo capacitado para llevar esto adelante cuando yo no esté. Él heredará todo, pero quiero que seas tú quien administre mis empresas y quien continúe protegiendo a Víctor en el futuro. Por eso te he hecho sentarte en mi sillón. Debes acostumbrarte. En adelante deberás empezar a familiarizarte con los negocios de esta casa, Olsen, es mi deseo.

Olsen se revolvió incómodo en el imponente asiento.

–No cuentes conmigo para eso, Iturralde. No sirvo, no lo haría bien.
–Pero ¿cómo puedes saberlo si no lo has probado:
–Es que no me gusta, Iturralde. Convéncete. No es trabajo para mí. Estoy seguro de que Víctor se podría adaptar si tú lo entrenas, es cuestión de tiempo.
–Pero es que ese chico se pasa el día soñando... ¿Sabes que lee poesías?
–No tiene importancia, lo cortés no quita lo valiente.
–Sí, claro. Ya sé que a ti también te da por los libros y todo eso. Pero tu caso es diferente: tú eres un hombre hecho, sabes defenderte, aunque te dé por leer. Eres una mosca blanca, Olsen, una mosca blanca. ¿Qué me dices? ¿Harás la prueba?
–Que no, Iturralde. Definitivamente no. Pídeme cualquier otra cosa, pero eso no. No quiero este sillón, no quiero administrar ninguna empresa –dijo Olsen, poniendo énfasis en cada negativa.

Iturralde volvió a quedar en silencio, absorto. Su rostro mostraba una expresión desasosegada. Aquella mañana, en la casa de La Moraleja, al ver a Olsen de nuevo, le demostró una alegría afectuosa de la que éste no lo había creído capaz. Pero Olsen, más que otra cosa, estaba impaciente por descubrir qué señales habría en la expresión de Víctor cuando se encontrara frente a él, y cuando a! fin el muchacho bajó de su cuarto, si bien lo saludó con aparente indiferencia, hizo todo lo posible para que le llegara con su mirada un mensaje de alegre complicidad. Después subieron al coche del patrón, con Olsen al volante. Dejarían a Víctor en su instituto y seguirían viaje hasta las oficinas, mientras que el otro Mercedes, el que habitualmente estaba a disposición de Víctor, lo condujo Godoy, quien no lograba disimular su contrariedad por esa súbita bajada en el escalafón de jerarquías establecido por don Aníbal.

"–Me apena, la verdad es que me apena tu cerrazón. ¿Qué va a ser de todo esto cuando no esté? ¿Qué va a ser de Víctor? Con el Caribeño, desde luego, no cuento. Es fuerte como un caballo, pero también tiene la inteligencia de un caballo. Tú, además de tenerlos bien puestos, eres inteligente, Olsen. Además, el Caribeño y Víctor no se llevarían bien; vamos, que nunca se han gustado. Tú sí que le caes bien a mi hijo, me lo dijo ayer mismo, me dijo que estaba muy a gusto contigo, que le estabas enseñando  a defenderse, tal como yo te había pedido."

Eso era algo que Olsen no se esperaba.

–Bueno, ya ves que el chico aprende. Tienes que darle tiempo, Iturralde, tiempo. De seguro que en su día sabrá mandar tan bien como tú.
–Pero ¿tú al menos seguirías protegiéndolo, seguirías enseñándole a hacerse fuerte hasta que sepa valerse por sí mismo?
–Si el chico está de acuerdo...
"–Y lo estará, Oísen, lo estará. Estoy seguro de que os haréis grandes amigos. Cuento contigo, Olsen, no me defraudes. Mira, quiero abrirte mi corazón. Es importante que lo haga. Cuando hace tantos años pisaste por primera vez este despacho te dije que las cuestiones personales quedarían de lado, pero ahora he cambiado. Oye, Olsen, nunca le he hablado a nadie con la sinceridad con la que te hablo a ti ahora. Víctor es lo que más amo en el mundo, aunque en ocasiones parezca que lo maltrate, pero lo hago porque quiero templarlo, no quiero que sea débil, como su madre. –Antes de seguir Iturralde hizo una pausa para beber el whisky que quedaba en el vaso–. Yo adoraba a Victoria. Antes que a ella tuve en mi cama a muchas mujeres, como sin duda imaginarás. Pero Victoria fue mi verdadero gran amor. Es como la letra de ese tango: «En mi vida hubo muchas minas, pero nunca una mujer»; Victoria fue la primera mujer de verdad que entró en mi existencia. Yo ya era mayor, no lo niego, pero a su lado me sentía como un chiquillo. ¿Sabes?, yo la había conocido muchos años antes. Entonces ella era una niña. No es un decir: era una niña de verdad, no tendría más de cinco años. Yo, en cambio, andaba más o menos por los treinta. Como te imaginarás, en aquella época no pensaba en ella en términos sexuales, podré ser cualquier cosa. Olsen, menos un pervertido! –A Olsen le llamó la atención el temblor con que se agitaba la panza de Iturralde–. Para mí, Victorita era, por entonces, como una sobrina. Una niña adorable con la que jugaba cada día, cuando tenía un rato Ubre."

»Todo esto ocurría en un barrio de Alicante, en esos años inmediatos de posguerra. Ella era hija única de una familia modesta, vecinos de la casa en donde vivía. Era una época dura, Olsen. Yo había combatido en la Guerra Civil, del lado de Cristo, y por ese entonces me hallaba metido en negocios arriesgados que me tenían continuamente con los nervios de punta. Todavía estaba asociado con los Medina... no sé si sabes que en un tiempo fuimos socios... y ya empezábamos a llevarnos mal, ¡maldita sea! Pues bien, los momentos en que jugaba con Victorita eran para mí los únicos de verdadera paz.
»Después tuve que salir de España, como sabes. Anduve rodando por el mundo, y una de las pocas cosas que llevé conmigo fue la foto de aquella niña, de Vtctorita. Cuando me conociste en la Argentina me sentía solo y cansado de todo. Necesitaba una mujer, pero ninguna de las que conocí me demostraron que podían hacerme feliz. Entonces fue cuando me dije que lo que quería para mí era una mujer de mi tierra, una chica de mi propio mundo, Olsen. Esto quizá tú no lo entiendas, porque nunca te ha gustado echar raíces, que lo sé. Pero en eso yo soy diferente: aunque también he vagabundeado lo mío. siempre añoré las voces de mi pasado. Te extrañará oírme hablar asi, pero ya te he dicho que te hablaría con el corazón abierto. Yo quería que me hablara al oído una voz de mujer que se expresara con mi propio acento. El idioma no lo es todo, Olsen. Cuando añoras el terruño echas en falta el acento... el acento. ¿Me entiendes? ¿Verdad que me entiendes, Olsen? –Olsen asintió con la cabeza y bebió un sorbo de whisky–. Por el tiempo en que vivía en Buenos Aires mantenía correspondencia con un antiguo vecino de Alicante, un tal Antonio Ramírez... ¡pobre! Hace unos años me enteré de que lo habían cocido a balazos en plena calle. ¡No se lo merecía, lo mataron como a un perro!
»En fin, a lo que iba: por medio de Antonio Ramírez supe que los padres de Victoria habían fallecido. La chica, en ese entonces, vivía sola y en precarias condiciones. Trabajaba en una fábrica. Obtuve su dirección y le envié una carta. Fue un impulso, pero sentí la necesidad y el deber de protegería como si de verdad hubiera sido su padrino: le propuse enviarle un pasaje para que fuera a vivir a Buenos Aires. Realmente, no sé si entonces pensaba en otra cosa, te lo confieso. Tal vez alguna idea me pasaba por la cabeza, pero la diferencia de edad que había entre nosotros no me permitía hacerme ilusiones.
"«Cuando fui a recibirla A puerto... en aquel entonces todavía se viajaba en barco. Olsen... Como te decía: cuando fui a recibirla al puerto, y la vi después de tantos años, la vi hecha toda una mujer, pero con la misma mirada candorosa de cuando era niña, y comprendí que me sería imposible no amarla. Creo que ella empezó a quererme un poco después; en su caso no fue un deslumbramiento repentino, como me pasó a mí. pero paulatinamente se fue encariñando, y así llegó el momento en el que el amor fue recíproco. –Dio un fuerte suspiro. Los ojos se le habían enrojecido–. Perdona que me emocione, Olsen, no puedo evitarlo."
»Seguro que te acuerdas de aquellos días, Olsen. Vosotros, los muchachos, nos veíais juntos todo el tiempo, como un par de tortolitos... bueno, que a fin de cuentas era lo que éramos. Reconozco que debía de parecer un poco imbécil, yo mismo me daba cuenta de que me mirabais como a un boludo: ¡un hombre tan grande haciendo semejante papel! Pero me importaba un comino. La verdad, me importaba un comino. Y la pasaba bien, ¡qué bien que la pasaba! Qué más puede pedir un hombre que estar rodeado por sus amigos y por la mujer que ama. Recuerdo aquellas noches, con ella a mi lado y también con vosotros. ¿Te acuerdas que íbamos a cenar al Tropezón? Y al Hispano, allá por el lado de la avenida de Mayo, y al Centro Asturiano, de la calle Solís, y a la Churrasquita... ¡Qué churrascos nos embuchábamos! ¿Y las parrilladas? ¿Te acuerdas, Olsen, de las parrilladas? Molleja, chinchulín, ubre, criadillas, asado de tira... ¡Dios, qué vida! ¡Y ese vino, ese tintorro! ¿Carcasone se llamaba? En fin. que no nos privábamos de nada... Por cierto, ¿nos tomamos otro whisky?

"Olsen cubrió con su mano el vaso; había decidido moderarse con la bebida. Iturralde insinuó un gesto de desagrado, pero pasó por alto el rechazo y sirvió para sí un vaso bien lleno, bebió un par de tragos y de inmediato continuó:"

"–Yo era feliz, créeme. Al volver a casa, con la panza llena y el corazón contento, me echaba unos polvazos;.como no me los había echado en mi puñetera vida. Bueno, perdona la grosería. Victorita no se lo merece, pero es que me he dejado llevar por el entusiasmo de los recuerdos. Digamos que hacíamos el amor maravillosamente. Entonces fue cuando ella quedó embarazada, de Víctor, claro está, y entonces, también, fue cuando empezó a ponerse desequilibrada de los nervios. Nuestra situación en Argentina era inestable, ella estaba al tanto de nuestras fechorías, porque hay que llamar a las cosas por su nombre, y la verdad es que nosotros hacíamos auténticas fechorías, y cuando la situación empezó a volverse comprometida comenzó a sentir pánico; temía que me dieran la cana y que ella también acabara entre rejas con su hijo aún en el vientre. Así que cuando disolvimos la empresa, por llamarla de algún modo, decidí que nos volveríamos a España. ¿Te acuerdas de aquellos días, Olsen?"

"»Pues bien, al llegar a Madrid, al principio, las cosas no fueron fáciles tampoco. Entonces todavía me encontraba en una situación precaria y debía evitar a toda costa que los Medina supieran dónde estaba. Nos instalamos por un tiempo en una casa modesta, en el barrio de Leganés. Yo hacía toda clase de trabajos miserables; no te imaginas, Olsen: me veía obligado a vender cocaína al menudeo, como un miserable camello cualquiera; atracaba estancos, robaba coches usados. ¡Fue terrible, créeme, terrible! Tenía más de cincuenta años y me veía forzado a llevar a cabo los trabajos propios de un chaval. Procuraba a toda costa que Victorita no se enterara de mis actividades; Víctor acababa de nacer y me sentía obligado a mantenerla alejada de cualquier sobresalto. Pero, desgraciadamente, ella siempre fue una mujer muy intuitiva. Aunque yo nada le decía, ella lo imaginaba, e imaginaba las cosas aún peor de lo que eran. Pero ¿qué le iba a hacer? De algo temamos que vivir. Entonces fue cuando comenzó a empeorar de los nervios, cada vez que volvía a casa la encontraba con los ojos enrojecidos por el llanto. Sin embargo, ¡estúpido de mil, no alcanzaba a darme cuenta de lo mal que estaba. Pensaba que con el tiempo las cosas se irían arreglando. Lo cierto es que yo ahorraba e iba haciendo progresos. Con el Caribeño, y con otros que recluté, armé un buen equipo, después puse una oficina a pocos metros de la Puerta del Sol, y me las arreglé para darles más envergadura a los negocios. Empecé a trabajar en limpio, monté un par de bares con chicas, todo muy legal. Inicié las primeras transacciones inmobiliarias, después probé con el comercio de la importación y la exportación, y tampoco me fue mal, de modo que pedí un crédito y compré la casa de La Moraleja, en la que vivo actualmente. Supuse que al estrenar un nuevo hogar Victorita se sentiría mejor, pero no lograba imaginar hasta qué punto su mente se había deteriorado..."
»Para entonces yo me hallaba todo el tiempo metido en el jaleo de los negocios, cada día hacía una nueva operación. de mes en mes se iba incrementando mi capital. El entusiasmo del progreso me puso ciego. Reconozco que fui torpe, que debí haberle prestado más atención, pero ¿cómo podía suponer hasta dónde la llevaría su locura?

"Iturralde volvió a hacer otra pausa, se sirvió más whisky y comenzó a beberlo lentamente, como tratando de demorar el momento, quizá dudando si debía seguir. Es un pobre hombre, se dijo Olsen; nada más que un pobre hombre."

–Como en los últimos tiempos Victoria se había mostrado más alterada que de costumbre, contraté a una mujer para que cuidara de nuestro hijo: éste ya tenía unos cinco años. Una tarde esa mujer me llamó al despacho para decirme que Victoria acababa de tener una terrible crisis de nervios, ella mantuvo alejado al niño para evitar que viera a la madre en tal estado, pero la pobre mujer ya no sabía cómo manejar la situación. Le dije que no hiciera nada, que esperara hasta que yo llegara, de modo que dejé pendientes los trabajos del día y partí para casa.

Al llegar encontré a mi esposa en un estado lamentable, de modo que le di a tomar un Valium para que durmiera un poco. El niño, por suerte, y gracias a la buena mujer que lo cuidaba, no se había enterado de nada. Ella fue quien me propuso llevarlo a su propia casa por unos días, con su marido y sus hijos, al menos hasta que la madre se recuperara. Me pareció una buena idea, de modo que le dejé algún dinero para gastos y telefoneé para que viniera un taxi a buscarlos. En aquel entonces no teníamos sirvientes en casa, por lo cual Victoria y yo quedamos solos. Horas más tarde, cuando ella se despertó y no encontró a nuestro hijo en Ícasa, por poco se puso más loca de lo que ya estaba. Yo traté de apaciguarla diciéndole que estaría muy seguro en casa de su cuidadora, con la familia de ésta.

»Lo que mi mujer temía era un atentado. Ella estaba al tanto de que tenía enemigos y le aterrorizaba que ellos pudieran desquitarse con el niño. Traté de convencerla de que esos pensamientos eran absurdos (al menos eso era lo que yo creía en aquel entonces), y así estuvimos, dale que te dale, un par de horas. En algún momento me pasó por la cabeza la idea de que lo que Victoria necesitaba era salir y distraerse. Lo cierto es que no salíamos desde hacía mucho tiempo, de modo que le propuse que fuésemos a cenar y a ver algún espectáculo de revista. Como no dijo ni que si ni que no, me pareció que estaba de acuerdo, así que le sugerí que se vistiera para salir, como cuando erarnos novios. Por mi parte me quité la ropa para entrar al baño... cometí la imprudencia de dejar la pistola a su alcance... Pero ¡quién se lo hubiera imaginado!

Aníbal Iturralde se sirvió otro vaso de whisky. Olsen permaneció en absoluta quietud, presintiendo lo que vendría. Iturralde acabó de beber el contenido del vaso, después continuó hablando como si lo estuviera haciendo para si mismo.

–Yo estaba en la bañera cuando oí la detonación, me levanté de un salto y corrí al dormitorio. Como comprenderás, no iba a preocuparme en tal momento porque el suelo quedara totalmente mojado. Victoria se había colocado la pistola en la boca antes de disparar. La colcha, la almohada y la ropa que ella llevaba eran una inmundicia de sangre. La sangre también había salpicado las paredes. ¡Ella se había reventado la cabeza, Olsen! Y a mí casi se me revienta el corazón, fin el primer instante me ganó el desaliento. En un momento tuve el impulso de coger la pistola y hacer lo mismo que ella, pero después pensé en mi hijo. Yo debía continuar viviendo, aunque sólo fuera por él...

"En ese punto Iturralde volvió a detenerse y se llevó las manos a la cara, inmediatamente rompió a llorar con frenética desesperación. Olsen le sirvió un whisky, se sirvió otro para él, y esperó hasta que su interlocutor se calmara; al cabo de un rato éste logró sobreponerse, bebió un trago y continuó con su relato:"

–Cuando me sentí un poco más tranquilo me puse a pensar qué debía hacer. Al principio me pasó por la cabeza la idea de llamar a la policía, pero comprendí que si lo hacía me metería en complicaciones imposibles de resolver. Yo no estaba limpio entonces. Años más tarde fui ganando poder e influencia y conseguí hacer desaparecer mis prontuarios, pero por aquella época mi nombre todavía figuraba en los ficheros de la policía de al menos un par de países. Los Medina me habían embarrado, en su día, y en Argentina quizá también pudiera haber algo en contra de mí. ¿Cómo haría para convencer a los jueces de que yo no la había matado? ¿Y qué sería de mi hijo si yo iba a parar a la cárcel? En ese momento no me quedaba otra solución que la de hacer desaparecer el cuerpo. Diría que ella me había abandonado y no sabía dónde se había ido. L>e modo que me puse a trabajar como un loco. Antes que nada la envolví en la misma ropa de cama sobre la que estaba tendida y la cargué en el maletero del coche, después estuve conduciendo durante casi toda la noche, hasta llegar a un lugar descampado, en medio de la sierra. Un lugar que sólo yo conozco. No llevaba conmigo pico ni pala ni herramienta alguna, así que me limité a dejarla en el fondo de un barranco y a cubriría con un montículo de piedras. Debí de haber pasado una mañana completa apilando piedra sobre piedra. Las manos me sangraban.

Por último volví a meterme en el coche y regresé a mi casa. Antes que nada telefoneé al despacho para anunciar que ese día no me presentaría por allí, después me dediqué a limpiar la habitación, hasta que me pareció que aquello quedaba tan decente como si nadie se hubiese reventado el cráneo de un balazo... ¡Coño!

»Al día siguiente volví a circular. Dije que Victoria me había abandonado, lo que de alguna manera era verdad. Dije que no sabía dónde había ido ni quería saberlo, y una semana más tarde fui a buscar a Víctor y a su niñera, y cuando el niño me preguntó por su madre también a él le conté que ella nos había abandonado. Quizás hice mal, pero ya no me quedaban ideas en la cabeza y no supe qué decirle. Tal vez experimentaba algún rencor por ella, por lo que sentía que me había hecho, como si se hubiera suicidado contra mí. No olvidaba el amor que le había tenido y que aún le tenía pero debo confesarte, Olsen, que en aquellos momentos también sentía rabia.
»Así que Víctor fue creciendo con la idea de que su madre lo había abandonado. Alguna vez tuve la tentación de contarle otra cosa, pero ya era tarde. Por mi parte me fui resignando y acostumbrándome a la viudez y a la idea de que ella yace bajo un montículo de piedras, en un lugar de la sierra que nadie más que yo conoce y nadie más debe conocer. Cada canto la visito, al menos lo hago un par de veces al año..Salgo solo, de madrugada, con el coche, y me acerco hasta allí. Dejo flores encima del montículo y me quedo un par de horas sentado en una roca. Me suele dar por hablarle, como si se tratara de una enferma postrada en el hospital. Le cuento de nuestro hijo, de la casa... ¡qué sé yo! También la recrimino por lo que ha hecho. No puedo evitarlo, siempre termino haciéndole algún reproche. Pero al final le pido disculpas por todo lo que pude hacerla sufrir, aun sin quererlo, y le digo que la amo.
»Te diré una cosa, Olsen: yo sé que no soy un buen hombre. Tú también lo sabes... Ayer mismo me alegré por la muerte de un semejante... de Domingo Medina. Sí, era un enemigo, de acuerdo, pero también era un ser humano. No, no soy un buen hombre... Calla, no digas nada. Tú sabes tanto como yo que he hecho muchas fechorías, y para ganar algún dinerillo he perjudicado a más de uno. Si, no soy un buen hombre... Pero ten en cuenta esto: la vida es larga. siempre se está a tiempo de cambiar. Y algo más: no es fácil ser bueno cuando se está en la lucha. Quienes ya tienen todo resucito pueden ser buenos, pero los que estamos en mitad de camino muchas veces no tenemos más remedio que ser malos. A veces muy, pero que muy malos. Pero ya ce he dicho que siempre se está a tiempo de cambiar, y por eso yo estoy seguro de que algún día seré bueno. Ése es mí propósito, terminar mi vida siendo bueno. Todavía no, todavía tengo muchas cosas que hacer, ten en consideración que aún me falta bastante para llegar a los diez mil millones de dólares, pero cuando alcance ese nivel ya verás lo bueno que seré capaz de ser. Mientras tanto, no tengo más remedio que continuar siendo malo. Pero, eso sí, hay que considerar que quien es muy malo con el propósito de llegar a ser muy bueno, entonces no es tan malo. En cierta medida, cada acto de maldad es un poco también un acto de bondad, pues tales acciones están para servir a una buena causa final, y ése es el pensamiento que me consuela cada vez que jodo o reviento a alguien, ya que el que es jodido o reventado lo está siendo al servicio de un fin último, el cual es justo y bueno. ¿Verdad que me entiendes? Pues verás, esto mismo es lo que le explico a Victorita cada vez que voy a visitarla, y yo creo que ella me comprende, y que, desde el lugar en donde está su alma, sonríe con alegría al saber que no seré nulo siempre.
«No sé muy bien por qué te he contado todo esto, Olsen por qué te he hecho partícipe de mi ideología. Quizá porgue necesitaba confiarme a alguien, pero ya ves que te he hablado con el corazón. Ahora estoy en tus manos, pero tengo total confianza en ti, amigo. Tal vez te conté todo para hacerte ver lo importante que es mi hijo para mi. Ése es el tema, mi hijo. ¿Puedo confiar en que continuarás velando por él? Debo confesarte que al final Victoria acabó por contagiarme sus temores. No quisiera que le pasase nada. Es necesario protegerlo, es necesario evitar que ningún extraño se le aproxime ni tome contacto con él. ¿Lo cuidarás, Olsen, lo cuidarás?

Olsen dudó antes de responder, y al final dijo:

–Ya te he dicho que haré, lo que pueda, Iturralde.
–Eso espero, amigo. Aunque no quieras prepararte para  hacerte cargo de esta empresa, al menos me ayudarás a prepararlo a Víctor, ¿verdad que me ayudarás?
–Sí, lo haré –dijo Olsen, resignado a asentir.
–Me alegro, me alegro mucho. Ya te he referido que Víctor se siente muy a gusto contigo. Seguramente os haréis muy amigos. Mira, tengo una idea, mandaré que te arreglen un cuarto para ti en el pabellón. Un dormitorio bien equipado para que te sientas cómodo. No tendrás ninguna obligación de utilizarlo, desde luego, pero lo tendrás a tu disposición cada vez que quieras quedarte a pernoctar en La Moraleja, y así dispondrás de intimidad sin necesidad de verte obligado a dormir en la casa grande. En lo sucesivo tu única tarea será ocuparte de Víctor. Y es una tarea importante, Olsen, créeme. Para mis intereses es la más importante de todas. Te pagaré bien, no lo dudes, te pagaré mejor que a cualquiera del mis hombres. Aunque no quiero que creas que quiero comprarte. Yo ya sé que a ti no te compra nadie. Tómalo como una prueba de mi amistad y agradecimiento.

»Bueno, amigo, por hoy te he dado demasiado la lata. Debes sentirte como si te hubiera cargado las espaldas con un fardo de cien kilos. Lo siento, pero aunque te parezca egoísta, debo decirte que yo me quité de las espaldas ese fardo de cien kilos. Me ha hecho muy bien hablar contigo, no sabes qué bien me ha hecho. Ahora tómate el resto del día |libre y después ve a buscar a Víctor a la salida del instituto,  Os espero en casa, para cenar.

Olsen salió del despacho de Iturralde acompañado por una intensa sensación de malestar. Ya en la calle entró en un bar para beber un agua tónica y a continuación café, después se dirigió a la playa de estacionamiento subterráneo y salió al volante del Mercedes, sin saber adonde dirigirse.


Olsen vio salir del instituto el enjambre de adolescentes alborotados, pero no consiguió distinguir a Víctor entre ellos. El muchacho apareció después de la primera oleada. Venial solo y, como de costumbre, se mantenía alejado del montón. Víctor Iturralde no tenía amigos. Para sus compañero debe de parecer un chico raro, pensó Olsen. Quizá le hacían el vacío, tal vez se mofaban de él, puede que pasara desapercibido, quién sabe. Lo más probable era que lo consideraran un bicho estrafalario.

Cuando divisó a Olsen alzó la mano y la sacudió con energía. Antes de ese día jamás lo había saludado con entusiasmo. Al llegar junto a él dijo:

–Hola, Víctor, ¿hace mucho que me esperabas?

Poco faltó para que lo abrazara. ¡Vaya cambio!, pensó Olsen..

–Olsen, todo el mundo me llama Olsen. De Víctor, nada.–? Olsen. Nada más que Olsen, no lo olvides.
–Pero la otra vez me dijiste que te llamara Víctor, Víctor.

Este chico ahora se atreve a tomarme el pelo, está intentando jugar conmigo.

–La otra vez fue la otra vez.y cada vez es diferente. Anda, sube al coche. –Olsen puso en marcha el vehículo y enfiló hacia La Moraleja.
–¿Estás enfadado conmigo? –dijo Víctor, con tono melifluo–. tengo caramelos de menta, ¿quieres uno?
–Pero ¿tú quieres quedarte conmigo o sólo me tomas paras el pitorreo'
–Nada de eso, Víctor... perdona, quiero decir, Olsen. Lo que pasa es que no entiendo por qué estás tan serio. Yo creí que nos habíamos hecho amigos.
–Vamos a conversar un poco tú y yo –anunció Olsen, y se desvió de la ruta a La Moraleja dirigiéndose a los parques de la Casa cíe Campo. Allí detuvo el coche al lado de un camino y encendió un cigarrillo–: Mira, Víctor, lo que ha sucedido entre nosotros ya ha sucedido, pero no lo volveremos a repetir, ¿entiendes? Yo seguiré trabajando para tu padre, es decir: me haré cargo de ti, como se lo he prometido. Lo haré siempre y cuando tú estés de acuerdo. En adelante voy a tratarte con más respeto y consideración, y sí quieres seremos amigos. Pero no confundamos los términos. Ser amigos no significa que volvamos a hacer cochinadas.
–¿Te refieres a las cosas que hicimos el otro día? –preguntó Víctor. Los labios, curvados en una amplía sonrisa, prestaban un matiz de guasa a su voz.
–Lo del otro día fue sólo un momento, nada más que un momento de debilidad. Uno a veces pierde la cabeza y hace cosas inimaginables... Pero no debemos acostumbrarnos. A los demonios viciosos no hay que dejarlos escapar de la jaula. Ya es hora de que pongamos un poco de orden en nuestras relaciones.

Otro automóvil, con una pareja a bordo, pasó por el lado. Aminoró la marcha unos metros más adelante: al parecer el conductor dudaba s¡ estacionar allí o elegir otro sitio. Finalmente se alejó.

–Lo que tú digas, Olsen –dijo Víctor, mirándolo directamente a los ojos. La sonrisa seguía en sus labios.

Olsen aferró al muchacho por la corbata, y en ese momento reparó que su rostro formaba un óvalo bien trazado. Los labios sonrientes eran gruesos, como los de Victoria, su madre. También los ojos hacían recordar a los de aquella mujer. Con la mano libre lo tomó de los pelos y le acercó la cara a la suya. Inmediatamente comenzó a besarlo.

–¡Víctor! –exclamó Víctor Iturralde.
–¡Víctor! –exclamó Víctor Olsen,

Continuaron besándose un largo rato. Se mordisqueaban los labios, jugueteaban con las lenguas. Después Olsen tomó una de las manos del muchacho. Muchas veces había reparado en esas manos delicadas, con dedos tan finos y largos, que en más de una ocasión pensó que el chico serviría para pianista. Olsen se puso a besar esas manos suaves. Víctor inmediatamente se puso de rodillas y, con sorpresiva rapidez, desabotonó la bragueta de su amigo. Cuando tuvo ante sí la verga erecta y dura se la llevó a la boca y comenzó a chuparla hasta producirle una eyeculación. Tragó parte del semen, el resto se derramó sobre la alfombrilla de goma del coche.

–¡Qué has hecho, puerco! ¡Te has tragado la leche! –exclamó Olsen con voz desfallecida.
–Es lo que quería, Víctor. Ahora tengo lo mejor de ti en i mi interior. ¡Me dará tu fuerza y tu hombría, amor!
–Hablas como un loco, Víctor. . –Tú me vuelves loco, ¿no lo ves?
–Mira, bajemos del coche y demos un paseo. Tengo que aclararme la cabeza. Allí hay una fuente, ve a enjuagarte la boca, anda, cochino, anda.

Caminaron hasta el surtidor, donde Víctor hizo lo que Olsen le mandaba, después continuaron a través de la hierba. Anduvieron durante un tiempo en silencio, y de pronto Víctor Iturralde comenzó a recitar en alta voz, no sin resonancia teatral:

De quejumbrosos ríos encajonados,
De aquello de mí, sin lo que yo nada sería,
De lo que he decidido hacer insigne, aunque solo me quede
entre los nombres, De mi propia sonora voz cantando al órgano viril...
Cantando el muscular hervor y la unión,
Cantando la canción del compañero de cama. ¡Oh, irresistible
apetencia! ¡Oh, para todos y para cada uno, la atracción
del cuerpo adecuado! ¡Oh, para ti, quienquiera que seas, tu cuerpo adecuado, ese
cuerpo deleitándose más que cualquier cosa!
... Preparo la divina lista para mi mismo, para ti o para
cualquiera, El rostro, los miembros, el índice de pies a cabeza y lo que origina.
El delirio místico, la amorosa locura, la total entrega (No hables, acércate, escucha lo que estoy diciéndote al oído, le quiero, me posees completamente, Oh, huir tú y yo de los demás, irnos de una vez, sin ley y
libres, En. el aire dos gavilanes, en el mar dos peces, no son más libres que nosotros)…

Olsen había detenido su paso y se quedó observando a Víctor con una mirada fija y atónita.

–Pero ¿qué estás diciendo, Víctor?
–Es Walt Whitman que habla por mi boca. Son versos de su poema «De quejumbrosos ríos encajonados!. Me los aprendí de memoria para que tú los escucharas de mis labios. Víctor.
–Tú estás loco, Víctor. Loco de remate. Mira, vámonos para casa, y démonos prisa. Tu padre puede empezar a alarmarse.
–¡El muy cerdo!
–No hables así. El hombre tiene sus problemas. Es tu padre, deberías comprenderlo.
–¡Problemas de cerdos! ¡Ésos son los problemas que tiene! –respondió Víctor, y ya en el interior del automóvil continuó–: ¡Que lo comprenda! ¿Acaso él me comprende a mí?

Con el coche en marcha Olsen dijo:

–Tú no sabes realmente cómo son las cosas. Eres un niño todavía. No te das cuenta de que lo que tu padre quiere es que te hagas un hombre,
–¡Tú me harás un hombre! –exclamó Víctor Irurralde.

Olsen sonrió con sonrisa amarga.

–Me parece que es lo contrario. No es precisamente un hombre lo que te estás haciendo conmigo.
–Sí, Víctor. Me estoy haciendo un hombre. Nunca antes he sido tan hombre como lo soy ahora. Un hombre se hace en contacto con otro hombre.

Nunca me sentí tan hombre como me siento ahora –escribiría más tarde en su diario Víctor Iturralde. Buscó argumentos que apoyaran esa idea, indagó en las costumbres de los antiguos griegos y los antiguos romanos–: ... ellos ya hacían las cosas que Víctor Olsen y yo hacemos hoy, ¿eran por eso menos hombres? Yo creo que ellos eran los mejores hombres que hubo en toda la historia del género humano. Eran heroicos guerreros, artistas geniales y grandes filósofos. Nosotros podemos ser como ellos. Sí, podemos ser como eran ellos: sensibles, fuertes, valerosos. Los mejores. Seremos tos mejores.

"–Tú deliras, Víctor. Eres rarísimo; no hablas como un chico de tu edad."
–¡Claro que no! ¡Hablo como un hombre! ¿No lo ves? Antes de la otra noche jamás hubiera hablado asi. Tú has sacado de mi interior sentimientos que jamás creí que podría encontrar. ¡Tú me has despertado, Víctor!
–Sí, ya lo veo. Como a la bella durmiente.
–No, como a la bella durmiente no. Me has despertado como al genio encerrado en la botella... ¡Y deja ya de tratarme como a una mujer!
–¡Y tú deja de comportarte como una mujer!

A partir de ese momento, enfurruñados, se sumieron en el silencio durante el resto del viaje. Al llegar a La Moraleja se dirigieron juntos a la casa grande. Aníbal Iturralde taba aguardando.

–¡Cómo habéis tardado! –dijo dijo don Anibal con suave tono de reproche–. Ya estaba empezando a asustarme.
"–Es que fuimos a dar un paseo –explicó Olsen. ;: .–Eso es bueno. Está bien que os hagáis compinches. ; Y tú, .Víctor? ¿Cómo van esos estudios, hijo?"

A Víctor Iturralde la pregunta le resultó extraña. Nunca antes su padre había dado muestras de interesarse por sus–estudios.

–Bien. papá. Van bien. Casi siempre saco buenas notas.
–Ah, me alegro de oírlo. Es bueno que estés preparado. He pensado que sería bueno que hicieras la carrera de abogacía cuando acabes con el instituto, o quizá ciencias económicas. La empresa moderna requiere gente con mucha preparación. Si. ya sé que a ti te da por el arte, pero una cosa no excluye la otra. Tener un pasatiempo no quita nada, y la cultura nunca está de más, pero de ningún modo hay que descuidar los aspectos prácticos de la vida, Víctor. Ésa es la regla de oro. No lo olvides.

Otra vez se ha puesto a hablar como un charlatán de tena, pensó Víctor Iturralde. Y Olsen pensó más o menos lo mismo. –

–Bueno, tomaremos un aperitivo antes de la cena.

A Olsen le costaba creer que ese hombre, ahora tan ani–mosoy locuaz, pudiera ser el mismo que unas horas antes se hundía en la desesperación del recuerdo. Sacó en conclusión que sólo un grado muy elevado de locura era capaz de producir tales veleidades en la conducta.

Durante toda la cena Aníbal Iturralde habló sin cesar. Como de costumbre, lo hacía con la boca llena y daba el espectáculo. Nuevamente se dedicó a quejarse de los problemas con la competencia. Había aparecido en el mercado inmobiliario un tal Isaías Carvallo, caído no se sabía de dónde, un trapichero de mala muerte pero que se las arreglaba para embarullar las cosas. Para colmo de males, en uno de los bancos con los que Iturralde operaba, se produjo un cambio de dirección. A Manuel Antúnez, el nuevo presidente de la junta directiva, le había dado por limitarle los créditos. Para rematarla, había salido con una exigencia relativa a la justificación de! origen de los ingresos, y aunque no lo quiso decir directamente, y se amparó en la excusa de que respondía a consignas venidas de arriba, dio a entender que la medida estaba relacionada con el posible blanqueo de capitales provenientes del tráfico de drogas. ¡Lo que faltaba, coño!

Recordando lo que esa misma mañana habían hablado, Olsen creyó comprender que toda esa cháchara tenía por objeto ír familiarizando a Víctor con los diferentes problemas que su padre suponía aparecerían en el futuro del muchacho, el día que éste se hallara en su lugar. Pero no por eso dejaba de ser una cena aburrida. Olsen se preguntó hasta cuándo podría soportar semejante compañía.

Con el café, y sin venir a cuento, Iturralde cambió de tema.

–¿Qué, Olsen? ¿Ya no te ves con mi secretaria? –dijo con tono socarrón.

Olsen se sobresaltó, pero respondió con prontitud:

–Que yo sepa, la chica me ha cambiado por otro novio.
–Pues, que yo sepa, ahora no tiene ninguno. Y me parece que le gustas, Olsen. Yo que tú no la desaprovecharía. Ana es una hembra con muy buenas carnes.
–Eso tú lo sabes muy bien.
–Hombre... Y tú. Tú también lo sabes. No desaproveches tu juventud, Olsen, que pasa muy rápidamente.

Olsen miró de soslayo a Víctor. El muchacho asistía al diálogo manteniendo una apariencia impasible.

–Podrías hacerle una visita esta misma noche... digo yo. La chica debe de estar sola en su casa. A lo mejor tiene frío en la cama. –Una fuerte carcajada cerró la frase.
–Esta noche no me siento muy inspirado, Iturralde. Quizás otro día.
–De modo que necesitas inspiración. Cómo se ve que tú también eres medio poeta, como mi hijo. Dios los cría y ellos se juntan, Bueno, por si no quieres irte a tu casa, pues es un poco tarde, puedes quedarte a dormir en el pabellón. Ya tienes puesta una cama. Esta misma tarde, por teléfono, he dado orden de que la coloquen allí. Es un arreglo provisional, en esta semana sin falta haré que pongan aquello a todo lujo, como tú te mereces. En fin. tú mismo. Por mi parte me retiro a dormir. Vosotros os podéis quedar charlando si os apetece. Buenas noches.

"Al quedarse solos en el comedor se mantuvieron unos minutos en silencio, sin dejar de mirarse a los ojos; después, con una sonrisa de complicidad, Víctor le dijo a Olsen:"

"–;No me invitas a ir al pabellón?"
–Quizá todavía vaya a visitar a Ana como propone tu padre.
–¿Y crees que con ella lo pasarás mejor que conmigo? –dijo Víctor con voz apagada.
–Son cosas diferentes.
–Eso es verdad. Sobre todo porque yo nunca te traicionaré.

Al final fueron al pabellón, y permanecieron juntos durante las primeras horas de la noche. Antes de la madrugada Víctor volvió a la casa grande, y antes de dormirse escribió un su diario:

A la par de esta nueva certeza de libertad, crece en mí un fuerte sentimiento de poder y dominio. Ahora Víctor Olsen me pertenece. Es verdad que también yo me he entregado a él, y esa sensación de pertenencia mutua, que me ha redimido de mi soledad, me da fuerzas, para superar todos los sufrimientos del pasado. Por primera vez en mi vida soy feliz.

Dentro del pabellón Olsen se agitaba como un animal enjaulado. Sentía que había perdido cualquier clase de control sobre su propia vida.

Con el correr de los días Olsen fue adaptándose a la nueva situación.

Eran tiempos de desasosiego y de sobresalto. Entre otras cosas porque Nemesio Elizalde había aparecido en todos los diarios y en las noticias de la televisión. Al llegar a Extremadura, la Bestia había destrozado a su mujer con el hacha. Lo había hecho delante de los hijos: los tres que compartían y el pequeño bastardo que ella había parido mientras su marido estaba preso, ATROZ PARRICIDIO DÉ UN DEMENTE, rezaban los titulares. Los pormenores referían que después de trozarla con el hacha se dirigió al pequeño con la aparente intención de hacerle lo mismo que a la madre –así lo testimoniaron los otros tres vástagos–, pero a último momento algo lo hizo conmoverse y acabó desistiendo de tan abominable propósito –decían los articulistas–. Ahora no se sabía dónde estaba, pero la policía esperaba dar con él.

¿Y dónde podría estar la Bestia maldita?, se preguntaba Olsen. No le extrañaría que en cualquier momento pudiera aparecerse ante la puerta de su apartamento pidiéndole refugio. Al menos nadie sabía que habían estado juntos después de la huida de Elizaldc del psiquiátrico.

Oíscn se hallaba constantemente de pésimo humor y Víctor Iturralde lo encontraba esquivo, pero el chico procedía con las técnicas de los pescadores de altura que en el otro extremo de la línea tienen enganchado un pez grande y peleador: soltaba y tiraba, soltaba y tiraba. Por eso, cuando Olsen volvió a– rondar a la secretaria de su padre, evitando los encuentros íntimos con él, se limitó a esperar pacientemente. Olsen no dejaba de advertir la sutil pericia del muchacho. A su modo de verlas cosas, éste procedía con artes femeninas.

Olsen sólo quería averiguar si todavía era capaz de funcionar con una mujer.

–Creí que ya no querías tener ninguna relación conmigo –le dijo Ana al encontrarlo una noche ante su puerta.
–¿Estás sola?
–Sí, pasa. Ponte cómodo. Me estaba preparando algo para la cena, ¿me acompañas? Mira, entretanto sírvete una copa.

"Olsen se sentó en un diván, en el pequeño salón de aquel apartamento modesto y arreglado con el gusto de la clase media baja. Mientras esperaba a que Ana acabase con los preparativos, en la cocina, bebía con lentitud el whisky y observaba los detalles: un par de reproducciones de Picasso colgaban de la pared; en un florero languidecían algunas margaritas. El aparato de música, el televisor anticuado, una mesita con revistas y un cenicero: una estantería con menos de una docena de libros y el doble de objetos de adorno, casi todos de cerámica barata."

"Imperaba entre esas cuatro paredes de color gris claro y envejecido el aura triste de la soledad y el conformismo; así lo pensó él. Durante un rato se entretuvo tratando de imaginar cómo podría ser su relación con Ana; se figuró conviviendo con ella, resignado a la rutina de una vida tranquila y monocorde. En eso llegó la joven con ia cena: pollo, un poco de ensalada y unas patatas. Lo invitó a sentarse a la mesa."

Compartieron la comida como si lo hubiesen estado haciendo desde muchos años antes, igual que un matrimonio veterano en el que cada uno hace tiempo que ha incorporado la presencia del otro.

En su escondite de la villa miseria, recuerda esa gris velada de tantos años antes. Es curioso el funcionamiento del recuerdo, se dice. Tantas experiencias intensas y violentas como vivió en su vida y, sin embargo, venir a recordar, con harta frecuencia, aquella alicaída noche. Matilde, la mujer con quien vive ahora, no se parece a Ana. Pero también en vida que lleva con ella está ausente la pasión.

–¿Cómo va el trabajo? –dijo Olsen.
–Pues bien. El trabajo de una secretaria no es demasiado estimulante.
–En todo caso, Iturralde te tiene en buena consideración, ¿no es verdad?
–Ah, era eso. ¿Has venido para recriminarme? Tú y yo nunca habíamos formalizado nada, Olsen.
–No, Ana, si no pensaba recriminarte nada. Preguntaba por preguntar, nada más. Como decíamos en la cárcel: cada cual es dueño de su culo.
–Ya veo que estás muy ino. Deja que te explique algo... –Pero si no tienes por qué explicarme nada. . –Pero yo quiero hacerlo. Mira, Olsen. re diré algo de mí: J yo casi nunca me opongo a que un hombre disponga de mi cuerpo mientras no quiera hacerme daño. –¿De qué clase de daño hablas?
–Daño físico. Es muy difícil que a mí puedan dañarme de otra  manera.  Aprendí a aflojar, me encanta vivir sin sobresaltos, de modo que siempre me rindo desde el principio.
–Una curiosa manera de ser.
"–Así es. Soy como una rama; cuando viene un viento fuerte me doblo hasta tocar el suelo. Cuando el viento es flojo me doblo un poquito. Después el viento pasa y yo vuelvo a estar como antes."
–Y si no te doblaras, ¿qué pasaría? –No quiero intentarlo. Conocí algunos árboles recios que fueron quebrados.
–En eso de los ejemplos forestales te pareces a tu jefe. Iturralde siempre habla de bosques, árboles grandes y árboles pequeños.
–Es que me adapto a todo –dijo ella con una sonrisa. –¿Y estás muy segura de que las cosas son siempre así?
–No, ¡qué va! Estar muy segura es ponerse en una postura demasiado rígida. Si tú quisieras demostrarme que las cosas son de otro modo, acabaré por darte la razón.
–¡Qué picara eres, Ana! –dijo Olsen riendo. Y Ana rió con él–. ¿Y aceptarás que esta noche te doblegue el viento? –propuso, señalándose a sí mismo.

Fue un viento para nada borrascoso, sólo un poco de placer manso, lo justo para que Olsen pudiese comprobar que todavía funcionaba. Se durmió pensando en la mujer que tenía a su lado, sin adivinar que ella sería el puente por cuyo intermedio se le aparecería un fantasma. Pero eso ocurrió años más tarde.

Por la mañana ella se levantó antes de la cama y preparó el desayuno, después salieron juntos del apartamento para dirigirse cada cual a su puesto de trabajo.

Olsen llegó a La Moraleja un poco más temprano que de costumbre, cuando Víctor todavía estaba bajo la ducha. Decidió esperarlo en el pabellón, y para matar el tiempo se dedicó a leer el último cuadernillo del diario del muchacho. Encontró un montón de cursilerías: lamentos por el amor desdichado y malos poemas. No dudó ni por un instante de que todo eso estaba escrito para que él lo leyera.

Por fin Víctor llegó hasta el pabellón, ya listo para que Olsen lo llevara al instituto.

–Esta noche no has dormido aquí, ¿verdad? –dijo el muchacho.
–Hum.
–Ya veo que hoy no estás muy conversador.
–Démonos prisa o llegarás tarde.

Ya en camino, Víctor insistió:

–¿Pasaste la noche en tu casa?

Olsen adelantó con el Mercedes a otro coche que le cerraba el paso y después volvió al carril anterior. De inmediato aceleró de nuevo, dio un golpe de volante y se deslizó entre dos vehículos que circulaban a velocidad moderada. Debieron apartarse bruscamente y sus conductores protestaron con destemplados bocinazos. Olsen adelantó a otros tres automóviles zigzagueando entre ellos a gran velocidad y otra vez tomó la delantera. La aguja del velocímetro marcaba ciento noventa y un semirremolque lo obligó a aplicar el freno. Las ruedas se quejaron, pero de pronto apareció un claro entre el semirremolque y un camión de menor envergadura. Olsen aprovechó para introducirse mediante otra brusca acelerada.

–¡Moriremos los dos ¡untos, qué maravilla! ¡Me encanta! –exclamó Víctor con tono zumbón.
–¡Es que me sacas de mis casillas, Víctor! –protestó Olsen, aminorando la velocidad.
"–;Y todo esto porque te pregunté dónde habías pasado la noche?"
–Está claro. Nada más que por eso. Lo que falta ahora es que tenga que darte cuenta de mi vida. –Fue sólo una pregunta, Víctor.
–Pues preguntas demasiado. Pareces una esposa celosa. –A lo mejor es lo que soy –dijo Víctor ¡turralde, acompañando el comentario con una sonrisa burlona.
–¡Qué asco, Víctor! ¡Si no estuviera conduciendo, con gusto te daría un guantazo!

El muchacho no respondió, pero en cambio puso la mano en la zona de los genitales de Olsen.

–¡Déjalo ya. Víctor, que nos vamos a estrellar!
–Te dejaré si me prometes que esta noche vendrás a dormir al pabellón.
–Como sigamos así tu padre acabará dándose cuenta. –¡Qué va! El cerdo ni se lo podría imaginar. Él cree que practicamos defensa personal y todo eso.
–Que es lo que deberíamos hacer.
–También eso, ¿por qué no? ¿Vendrás esta noche, Víctor?
–Lo pensaré.
–¡Anda! ¡No seas malito! No me hagas sufrir así.
–Eres increíble, Víctor. ¡Increíble! –Como quieras, peto ¿vendrás?
–La noche pasada estuve con Ana, ¿sabes? No lo pasé del todo mal.
–¿Ves como eres malo? Te agrada hacerme sufrir. Bien, esta noche me contarás los detalles. Sé que te gustará hacerlo, ¿verdad que sí?

Apenas muy poco antes de llegar al instituto Víctor retiró su mano de los genitales de Olsen.

"Olsen permaneció sentado frente al volante, con una inconsciente y tenue sonrisa en los labios, después encendió un cigarrillo. Antes de acabar de fumarlo salió del coche. Comprobó que había aparcado correctamente, junto al bordillo. Cerró la puerta con llave y comenzó a caminar con pasos lentos en dirección a un parque cercano, allí se detuvo a contemplar los juegos de los niños y le dio por preguntarse cómo serían de adultos. Al poco rato se sorprendió divagando sobre la incógnita del futuro. Un pensamiento se encadenaba al otro y éste a un tercero y así fue hilvanándose en su mente la cadena de las azarosas imágenes; siguiéndola llegó al recuerdo de Ana y su afirmación de que ella era como una rama que doblegaba el viento. Él siempre pretendió lo opuesto, sin embargo, no conseguía mantener el rumbo. Todo le ocurría. Todo le ocurría en contra de su empeño por darle dirección a la vida. Todo le ocurría en contra de su voluntad, pensó; o tal vez a favor de una voluntad misteriosa: una voluntad surgida del sueño. Así cavilaba Olsen, y también se decía que acaso debería aprender de Ana. Con una mezcla de resignación e impaciencia admitió que esa noche se encontraría con Víctor, en el pabellón."


En plena madrugada, sentado en un cajón a la entrada de su barraca de la villa miseria, Olsen fuma y recuerda. Le gustaría disfrutar de las bendiciones del sueño profundo, como Matilde. Pero cada noche las pesadillas lo arrojan a una nueva vigilia. ¿Seguirán buscándolo?, se pregunta, y palpa la culata del arma. ¿Tiene asidero su resquemor o nace entre los atávicos instintos de la oscuridad? Vuelve a decirse que le gustaría tener a Elizalde de su lado, como aquella vez, en los lavabos del presidio.

"Lo tiene a Elizalde, lo tiene en sus pesadillas. Cada noche la Bestia acude a visitarlo a las hondonadas del sueño; cada noche Olsen le oye gritar: «¡Dispara, Olsen, dispara de una vez! ¡Dispara, desgraciado, me lo debes, te salvé la vida!»."

"Cada noche Olsen dispara sobre la Bestia y observa cómo a éste se le agranda el agujero sangriento en la cabeza mientras cae y cae. Por eso sabe que es imposible tener a Elizalde de su lado fuera del mundo de las pesadillas. También sabe que nunca dejará de soñar con él y que esa pesadilla, unida a las otras, lo acompañará todo el tiempo que viva. Y así será: la pesadilla en que se sueña disparando sobre la Bestia durará más que aquella en la que se ve disparándole a Marcelino Medina y acechando luego su asfixiante agonía, y más aún que ¡a pesadilla en que revive cómo una bala le entra por la espalda. Esos malos sueños irán diluyéndose con el tiempo, pero tendrá hijos con Matilde, tendrá nietos de estos hijos, y seguirá soñando con los gritos de la Bestia; seguirá soñando que le dispara a la cabeza."

Pasaron unos días, desde que matara a Elizalde hasta que surgió la pesadilla recurrente. Olsen intentaba olvidarse buscando refugio en las rutinas del amor secreto, pues con el tiempo lo novedoso fue haciéndose costumbre. Procuraba olvidarse de la mañana en que volvió a su apartamento, después de pasar la noche junto a Víctor, en el pabellón, y se encontró con Elizalde que, sentado en cuclillas, con la espalda apoyada en la puerta, le bloqueaba la entrada. Pero no podría olvidarse del momento en que le disparó a la cabeza, una hora más tarde.

La Bestia estaba sucio y respiraba agitadamente.

"–No puedo esconderte, Nemesio. No puedo; es seguro que también te buscarán aquí –le dijo."
–No, si no quiero que me escondas, Olsen, hermano. Quiero que me ajusticies... yo no puedo. ¡Te juro que no puedo! Sé cómo se ajusticia a otros pero no sé ajusticiarme solo. Anda, Olsen, sácame la vida de encima –imploró.
–Eso no. No me lo pidas, Nemesio: no puedo hacerlo.
–Sí, Olsen. Me debes un gran favor. Me debes la vida –dijo la Bestia. Mientras hablaba fue sacando el hacha de su bolso y después comenzó a blandiría.

"Pensó en decirle que él no le debía nada. Le habían pagado por salvarle la vida; le habían pagado muy bien, y entre otras recompensas había obtenido una casa para su mujer. aunque años después la matara a hachazos. Pero no dijo nada. Intuyó que era inútil argumentar con la Bestia."

–No puedo ajusticiarte a la puerta de mi casa, Nemesio. Tendremos que ir a otro sitio.
–Sí, Olsen, sí. Donde tú quieras. Ajusticíame donde tú quieras..
–Entra un momento. –Abrió la puerta y dejó que pasara Elizalde–. Buscaremos unos anteojos oscuros... cualquier cosa para que no te reconozcan en la calle.

"Con el tiempo fue olvidando esos detalles previos al momento en que mató a la Bestia. En 1988 ya había dejado de resistirse a los malos sueños; los aceptaba como un mal sin remedio, igual que su oculta relación con Víctor. También se había acostumbrado a simular que cumplía a rajatabla la misión que le encargó Aníbal lturralde. Habían pasado casi veintitrés años desde que se conocieron en Buenos Aires, y el granuja algo maduro que en su día lo contactó en un bar, aunque todavía prepotente y ambicioso, era a la sazón un anciano. Su imperio continuaba expandiéndose por la inercia de su desarrollo y no por los aciertos del jefe, quien día a día, y sin que por ello disminuyeran sus ataques de ira y las enojosas exigencias con sus subalternos, dejaba ver más y mayores muestras de decaimiento físico y mental."

"Ciertas noches Olsen también soñaba que pedía a la Bestia que acabara con lturralde: Me debes un favor, Nemesio; ¡ yo te maté cuando me lo pediste, tú ahora debes matar al gran cerdo. A veces la Bestia parecía acceder a sus deseos, pero nunca mataba a Iturralde, en cambio violaba al hijo en el pabellón. En algunos sueños Víctor accedía gustoso, en otros gemía y lloraba de dolor y Nemesio Elizalde– acababa cortándole la cabeza con su hacha mientras Olsen miraba sin intervenir, aunque al final disparaba sobre el asesino que, sin embargo, no dejaba de quejarse por la infidelidad de su mujer."

Como, en efecto, se quejó aquella mañana, la mañana que esperó a Olsen en la puerta de su apartamento para exigirle que lo eliminara.

"–¿Sabes qué me hizo la cochina mientras yo estaba preso por defender el hogar? ¿Sabes qué me hizo? Se encamó con todo el mundo y parió un bastardo. ¿Te parece justo? Yo ajusticié al de los impuestos por defender el hogar; yo le conseguí una nueva casa sin siquiera salir de la cárcel, y va esa puerca y vende la casa y se larga a Extremadura a que la jodan y la preñen. ¿Te parecej usto, Olsen, hermano? ;Te parece justo?"

No dejó de hablar durante todo el tiempo que duró el trayecto. En los pocos instantes que descansaba para tomar aire, Olsen intentaba hacerlo entrar en razón, pero la .Bestia estaba empecinado.

–No trates de convencerme, Olsen. Tienes que ajusticiarme, tienes que liberarme de la vida. Me lo debes.

Al fin Olsen detuvo el Mercedes en un descampado y lo invitó a bajar del coche. Caminaron por un sendero, entre los matorrales, hasta que el mismo Elizalde dijo que ya estaba bien, que quería ser ajusticiado en ese mismo instante v en el lugar en el que se encontraban. De repente despegó una pareja de garzas. Olsen las observó cuando levantaban el vuelo.

Recuerda aquellas garzas, pero éstas nunca aparecieron en su pesadilla, y sólo a Víctor le habló de ellas. Le habló de las garzas, le refirió que cierta mañana las había contemplado cuando levantaban el vuelo, pero no le dijo nada de Nemesio Elizalde ni de cómo lo mató. Nunca le dijo nada a nadie sobre ese hecho.

"Víctor Iturralde y Víctor Olsen vivían en un mundo aparte. Un mundo de mensajes íntimos y furtivos. Cada día se enviaban miradas clandestinas y plenas de misterioso significado; se obsequiaban minucias, para ellos cargadas de oculto valor. También se zaherían con ofensas indescifrables, pues habían establecido una semántica privada, aun cuando Olsen por momentos se fingía ajeno al juego. No así Víctor lturralde, quien siempre que estaban a solas persistía con indisimulado entusiasmo, y cuando sus impúdicas demostraciones de afecto no conseguían conmover a aquél, recurría al expediente de su diario para continuar el cortejo por escrito. Con frecuencia lo hacía mediante versos infames que Olsen siempre impugnaba."

Ayer me heriste con tu mirada,
erizada de espinas punzantes.
Tal vez ya no me amas como antes,
pues tu encono me lastima, tu desprecio me anonada.

Debajo de esas mismas líneas fueron puestos ocios versos, pero eran de Olsen, ya que ni siquiera mantenían la privacidad de sus diarios, como si al visitar la escritura del otro entrase cada cual en su propia casa.

El bolígrafo izquierdo del cretino,
escribe los versos del cretino,
y aunque cretino rima con destino,
los versos derechos del cretino, riman con desatino.
Sus pensamientos caídos,
producen los cretinos ronroneos, del cretino.
No del felino.
Yo leo tus monstruosos versos, cretino,
y temo volverme cretino.

Víctor Iturralde replicaba:

Invadiste las hospitalarias páginas de mi libro para llenarlas de pisadas con el barro que traes de lejanos lodazales.

Como si se tratara de un tablón de anuncios, los papeles compartidos se llenaban de todos los mensajes. «Esta noche follaré con Ana», ponía Olsen. «Te entregué mi corazón», anotaba Víctor. «Haré un guiso con él», contestaba Olsen.

"Víctor Iturralde alternaba los textos amorosos con otros que daban cuenta de sus ideales, sueños y proyectos. En esos párrafos atacaba el sistema social imperante, anatemizaba el autoritarismo de los gobiernos mundiales y se quejaba de la injusticia y la falta de sensibilidad de los ricos ante la miseria y el hambre de los pueblos. Proclamaba también el advenimiento de una era igualitaria que repartiría la felicidad a los cuatro vientos. En ese nuevo mundo los seres humanos escarian a salvo de la desgracia, el aburrimiento, el hastío y el abuso de los fuertes; todos podrían realizar sus más profundas inclinaciones gracias a la ausencia de prejuicios morales, lo que permitiría una sexualidad libre y variopinta. Pero antes ¿e que todo eso sucediera, su padre habría muerto. La libertad y la fortuna que heredaría no la guardaría sólo para sí: la repartiría entre los necesitados, salvo una pequeña parte que emplearía en la compra de un barco. Después, él y Víctor Olsen –que por fin se habría despojado de su cinismo– navegarían por todos los mares. Visitarían las costas donde hubiera poblaciones necesitadas de ayuda moral y material, y asimismo de su palabra de poeta. En todas partes serian recibidos por los nativos con la esperanzada bienvenida que se dispensa a los profetas y a los santos. Víctor Olsen sería el capitán del barco, y la tripulación estaría compuesta por hombres recios y puros de corazón. Quizá muchos se amarían entre ellos. A bordo se tocaría buena música, algunos pintarían o escribirían, y remaría un ambiente creativo y un trato fraterno. No habría mujeres, pues se trataría de lograr un espíritu de masculinidad sin contaminación."

Aníbal Iturralde no sospechaba de la relación entre su hijo y Olsen. Para él, éste guardaba las espaldas del muchacho y se empeñaba en hacer de Víctor un hombre duro. En función de ese cometido comprendía sus frecuentes salidas nocturnas: se suponía que iban juntos de putas, y hacían bien, ¡qué joder!, se decía iturralde. El chaval tiene que disfrutar de la vida, ya tendrá tiempo de sentar cabeza cuando deba ocuparse de los negocios. Igualmente se entendía que pasaran muchas horas encerrados en el pabellón, que era donde, en apariencia, practicaban las técnicas de la defensa personal y se fatigaban con gimnasias destinadas a fortalecer el cuerpo. En parte era cierto: Olsen obligaba a Víctor a acompañarlo en sus ejercicios físicos, de modo que el joven paulatinamente iba ganando en fuerza y lozanía y ya no parecía el mismo de antes. Le habían desaparecido las espinillas de la cara, había adoptado una postura erguida, y en sus brazos y tronco comenzaban a dibujarse gallardas formas musculares. Olsen no había dejado de advertir que en la calle las miradas de las mujeres solían detenerse en Víctor.

Para satisfacer la voluntad de su padre, Víctor Iturralde se había inscrito en la carrera de derecho, pero en raras ocasiones pisaba esa facultad. En secreto estudiaba literatura e historia del arte, y Olsen muchas veces entraba en el aula para seguir, como oyente, el desarrollo de las clases.

Además de ser utilizado como dormitorio alternativo de Olsen, y también como sala de gimnasia, ocasionalmente el pabellón servía de nido de amor. Pero allí nunca podían bajar la guardia, siempre temerosos de ser descubiertos. Si bien el peligro latente añadía condimento a las efusiones, las más de las veces preferían recluirse –sólo por las tardes, sólo en horas de echar la siesta– en el apartamento de Olseu.

Tres o cuatro noches por semana salían a cenar, iban al cine, o ambas cosas. En ocasiones visitaban a Gaspar Bodoni –Olsen hacía tiempo que le había presentado a Víctor–. Durante esas veladas pasaban las horas hablando de literatura, y en una o dos oportunidades Víctor se atrevió a martirizarlos leyéndoles sus poemas. Eran ésas las salidas en las que don Aníbal suponía que iban de putas. Por las mañanas, al verlos soñolientos, el viejo carcamal hacía los adecuados comentarios picarescos.

Pero esa vida era para Olsen una bruma que le impedía vislumbrar cualquier otro futuro posible. Dedicaba su tiempo libre a la lectura, pero cuando el hartazgo agrietaba su paciencia salía solo, a deambular por los bares y a procurarse j la compañía de una mujer. Tales encuentros, salvo cuando visitaba a Ana, solían dejarlo más desolado que antes.

Los encuentros sexuales con Ana eran otra variante de la rutina, pero lo aplacaban las maneras laxas de la muchacha. Eran mejor que una sauna o una sesión de gimnasia, se decía Olsen.

Se veían un par de veces al mes. Salían a cenar, iban al cine o al teatro, o permanecían en casa de ella frente a la pantalla del televisor, antes de ir a la cama. A veces Ana le refería algún hecho trivial relacionado con su empleo, y en ningún caso mencionaba a Iturralde. En ocasiones, con tono despreocupado, interrogaba a Olsen sobre su propio trabajo. El le brindaba una información escueta, siempre atento a que ella no pudiera sospechar la intimidad de su relación con Víctor Iturralde.

–Mi trabajo no es demasiado divertido –comentaba Olsen–– Voy a buscar al chico para llevarlo a la facultad y a la salida lo transporto de nuevo a su casa. Así cada día.
–Bueno, pero al menos, después de tantos años os habréis hecho más amigos, ¿no es así?
–Más o menos –se evadía Olsen.

En ocasiones Ana insistía:

–He oído que le enseñas boxeo, o lucha, o algo parecido.
–¿Quién te lo ha contado? –Olsen se ponía en guardia.
–No recuerdo si ha sido Godoy, o Claudio Iglesias, o Aguirre... en todo caso oí que lo comentaba alguno de los hombres de segundad que siempre están dando vueltas por las oficinas. ¿He hecho alguna pregunta indiscreta?
–No, nada de eso. Es que me llama la atención lo rápido que circulan los chismes... Bueno, algo de eso hay: Víctor y yo practicamos un poco de boxeo y día por medio completamos una tabla de gimnasia. Iturralde quiere que su hijo le salga duro y fuerte.

"Y con eso se cerraba el tema, pero no en la cabeza de Olsen. Este se decía: Así que Godoy, o Iglesias, o Aguirre. Esos tres siempre andan metiendo el hocico y pinchándome, en especial cuando están juntos; cada uno por sí solo no se atreve."

Algunas tardes de primavera, cuando él y Víctor regresaban de la facultad, los encontraba reunidos bajo el porche o sentados a una mesa de mármol del jardín. Jugaban a las cartas y bebían, y cuando el muchacho subía a su cuarto y Olsen permanecía esperándolo se les desataba la lengua.

–¿Cómo anda tu bebé, Olsen?
–¿Lo has sacado a pasear, mamita?
–¿Cómo es que siendo boxeadores tenéis narices tan guapas?

Olsen se quedaba mirándolos con desprecio y se decía que eran unos tristes espantapájaros embotados por el alcohol y el prolongado ejercicio de la estupidez. Ellos aflautaban la voz para reforzar la burla, desorbitaban los ojos, y hacían toda clase de muecas.

–Si queréis podría practicar boxeo con vosotros... eso sí, de uno en uno –les decía, mirándolos desafiante. .
–¡Uy, qué miedo!
–¡Mira cómo tiemblo, Olsen!  

Al final optaba por no hacerles caso y se decía que debía alegrarse de no ser como ellos. Pero más tarde, al recordar la situación, sus músculos se tensaban. Imaginaba entonces que los obligaba a enfrentarse con su amigo, el finado Nemesio Elizalde. Pero de inmediato se arrepentía de haberlo traído a la memoria, pues el recuerdo de los hechos se volvía lacerante, sobre todo el de la escena en que la Bestia, arrodillado en tierra y sin dejar de blandir el hacha, le instaba a disparar:

–¡Dispara, Olsen, dispara de una vez! ¡Dispara, desgraciado, me lo debes, te salvé la vida!

Es curioso que no se recuerde apretando el gatillo ni recuerde la detonación. Puede verse apuntándole a la Bestia cuando la súplica de éste se le hizo insoportable y temió que lo atacara con el hacha, pero no se recuerda apretando el gatillo ni recuerda la detonación, aunque sí el agujero de sangre en la cabeza de Elizalde, un agujero que se iba agrandando mientras caía y caía.

Las noches que Olsen permanecía solo en su apartamento tardaba en dormirse Al cabo de un rato se levantaba de la cama y se estudiaba ante el espejo, entonces creía descubrir un hombre de expresión envejecida, con la mirada vacía de esperanzas, resignado a aceptar el azaroso designio de las circunstancias. Décadas más tarde, ya convertido en un verdadero anciano, al mirarse al espejo evocará con una sonrisa triste esos momentos en que se creía viejo.

"Cuando Olsen por fin conseguía atrapar el sueño, no tardaba en ser castigado por la recurrente cosecha de pesadillas que lo transportaban a un caos doliente, poblado de gritos, quejas y gemidos, donde las relaciones con los demás eran siempre equivocas y él se veía obligado a matar y ser matado. Allí las balas penetraban en las cabezas y atravesaban las gargantas; el aire se escapaba por el agujero de la tráquea mientras los pulmones se llenaban de sangre y al final se despertaba a medias, sobresaltado por una intensa sensación de asfixia. Se levantaba entonces y aprovechaba para beber un vaso de agua y vaciar la vejiga, y cuando volvía a acostarse tenía la sensación, tantas veces repetida a lo largo de su existencia, de que, como siempre, todo volvería a comenzar."

Por la mañana despertaba con el mismo pensamiento, que le ensombrecía la expresión y le hacía chasquear la lengua: otra vez vuelve todo a empezar.

Olsen empezó a sospechar de Ana. Las preguntas sobre sus funciones al servicio de Aníbal Iturralde, y en especial las tocantes a su relación con Víctor, no eran propias de la habitual indiferencia de ella por los hechos ajenos a su interés. No la imaginaba sonsacando informaciones: sus modos distendidos la diferenciaban de las personas porfiadas, y la aparente pasividad de su carácter normalmente la habría hecho abandonar ante las primeras dificultades.

Asi, teniendo en cuenta que siempre se había mostrado reacio, le resultaba sospechoso que ella perseverara con sus mal disimulados interrogatorios. Cuando con artimañas más o menos sutiles intentaba forzarlo para que le confiara vaya a saber qué, Ana daba la impresión de violentar su propia naturaleza.

Tras la suspicacia se abrió el abanico de las conjeturas: ¿se dedicaría la chica a espiarlo para servir al patrón? ¿Sospecharía Aníbal Iturralde cuál era la índole de las relaciones entre él y su hijo? ¿Recibiría Ana alguna paga extra por tender la trampa que lo llevaría al matadero?

"La rutina ordinaria se cubrió de incertidumbre. Olsen dudaba si debía advertir a Víctor de lo que estaba pasando; ante la falta de certezas prefirió callar, ya que podría tratarse de una falsa alarma. Como medida de precaución fue espaciando los momentos con el muchacho y dejó de frecuentar a Ana. Por esos mismos días volvió a poner balas en el cargador de su pistola."

Olsen estaba algo nervioso, pero Víctor pareció volverse loco:

–No me importa que te burles siempre de mi. Si eso te da gusto, puedes pegarme. ¡Arráncame la piel a tiras si quieres!, pero me es insoportable que no estemos juntos todo el tiempo.

Era difícil conformarlo sin verse obligado a darle explicaciones. No había más remedio que soportar sus berrinches y –esperar a que se aplacara.

–Pero si seguimos viéndonos todos los días, Víctor –argumentaba Olsen.
–No es lo mismo. ¡Tú sabes que no es lo mismo! Ahora ya nunca estamos a solas. Estamos juntos, sí, pero como el guardaespaldas y el hijo del patrón. Así es como te comportas. ¡No, no quiero eso! ¡De esa forma no, Víctor! Quiero que sea como antes, como ha sido todo este tiempo... ¿Acaso te has cansado de mí?
–No me he cansado, Víctor. Tan sólo estoy pasando una mala época. Ten paciencia, ya veremos qué pasa.

Las discusiones habrían sido interminables de no haber tenido lugar durante los trayectos entre la casa y la facultad o a la vuelta. La propia duración de los viajes ponía fin a la querella.

Ana, por el contrario, al principio no pareció darse por enterada. Sólo al cabo de cinco semanas telefoneó a Olsen para invitarlo a cenar. Este rehusó con cualquier pretexto, pero no dejó de advertir que por primera vez ella tomaba la iniciativa.

Volvió a llamarlo la siguiente semana y dijo que lo echaba de menos. Olsen inventó una nueva excusa.

Dos semanas después ella retomó el contacto y dijo que no aceptaría una negativa. Olsen igualmente se negó, así que Ana dijo que necesitaba hablarle de un asunto muy importante: le rogaba que fuera aquella misma noche a su casa.

Ante tanta insistencia, Olsen prometió que iría, pero no dejó de pensar que algo raro estaba cociéndose, así que llevaría la pistola. No sea que alguien me esté preparando la cama, se dijo.

Por la noche, al salir de su edificio para acudir a la cita, y antes de alejarse del portal, paseó la vista por los alrededores y miró en el interior de los coches por allí aparcados. No parecía que estuviesen vigilándolo, pero caminó unas tres calles sin quitar la atención de lo que pasaba a sus espaldas. Finalmente, detuvo un taxi.

Cuando el vehículo pasó frente a la entrada del edificio de Ana le indicó al conductor que siguiera de largo, después le hizo dar un par de vueltas a la manzana. Por último descendió del automóvil a unos cien metros del lugar y siguió a pie.

"Ante el portal de la calle se abstuvo de tocar el timbre, prefirió esperar: al fin entró aprovechando la salida de un vecino. Después subió los tres pisos por la escalera: los ascensores suelen ser ruidosos. Frente a la puerta de Ana permaneció un momento intentando escuchar cualquier ruido en el interior antes de llamar al timbre; después de hacerlo se desabotonó la chaqueta para llegar más rápido a la pistola en caso de necesidad."

Ana le abrió de inmediato. Parecía tranquila. Lo saludó con un beso en cada mejilla y le dijo que entrara y se sentara en un sillón. Cuando le preguntó si quería beber algo él rehusó.

"–En fin, Ana; me has dejado con mucha intriga. ¿De qué querías hablarme?"

Por un instante ella pareció vacilar, pero enseguida dijo:

–No soy yo quien quería hablarte, Olsen. En realidad se trata de otra persona.
–¡Cuántos misterios! ¿Y dónde está esa otra persona?
–Está aquí mismo. Espera un momento que la traeré –anunció Ana, y de inmediato salió del salón.

Aprovechó la salida de la chica para acariciar la culata de la pistola.

Provenientes de otra habitación, oyó palabras ininteligibles expresadas con un murmullo. La voz parecía de mujer, y el tono era de ansiedad y de pregunta. La respuesta, también murmurada, fue dicha con la voz de Ana: creyó oírla pronunciar «Olsen», pero antes de un minuto ella volvió: la seguía otra mujer. Olsen continuó sentado.

La mujer era más alta que Ana, y de más edad. En el primer momento no pudo observar detenidamente sus facciones, pero alcanzó a ver un rostro sombrío en cuyos ojos resaltaba un intenso destello de angustia conjugado con una mirada de interrogación. Sólo al reparar en sus labios, gruesos y carnosos, cayó en la cuenta de que tenía ante sí un fantasma. Esa mujer, a quien había creído muerta y sepultada bajo un montículo de piedras, era Victoria.

Olsen se olvidó de la pistola y, aunque sobresaltado y aturdido, con un movimiento reflejo se incorporó de un brinco. Por unos instantes permaneció mudo. Al final encontró su voz y entonces preguntó:

–¿Victoria? –Y a continuación exclamó–: ¡Victoria!
–Sí, soy yo, Olsen. Soy Victoria. ¡Cuántos años sin vernos!, ¿verdad?
–Pero... yo creía...
–Tú creías que estaba muerta, ¿no es así?
–Pues sí. Eso es lo que creía.
–Quizá ahora ya te apetezca una copa. ¿Te pongo UN whisky? –intervino Ana.

Olsen aceptó con un gesto afirmativo.

–Ya ves, amigo, los muertos que Aníbal Iturralde mata a veces gozan de buena salud –dijo Victoria.

"Ana le puso un vaso en la mano; Olsen lo bebió en cuatro tragos rápidos y seguidos. Volvió a ocupar el sillón y Victoria se sentó frente a él. Se puso un cigarrillo en los labios y lo encendió con pulso trémulo. Después de un par de caladas miró a la mujer a los ojos y preguntó:"

–¿Qué pasó, Victoria? Dime qué pasó.

La respuesta trasladó a la vigilia cotidiana el mundo de sus pesadillas nocturnas, y cada vez que recuerda aquel momento se estremece. Y cada vez que sueña con Victoria, como ahora, en el lecho que comparte con Matilde en la barraca de la villa miseria, ella se presenta transmutada de muerta viviente, desesperada por convencerlo de que sigue con vida. En las pesadillas de Olsen, Victoria se le aparece en un escenario confuso y llora por la muerte de Marcelino Medina y Nemesio Elizalde, quien pretende ajusticiarla con su hacha. Suenan disparos en esa pesadilla, donde algunos son ejecutados y otros se suicidan y la sangre asfixia en la garganta y las balas queman al entrar por la espalda. Una pesadilla donde hay llantos y recriminaciones. Una pesadilla en la que Víctor Iturralde con una sonrisa perversa acepta ser un hijo de puta y lo acusa de ser su padre y él asume la paternidad y le pide perdón.

Siempre acaba por despertarse sobrecogido de alarma en mitad de la noche, se incorpora y sale del lecho, cuidando de no alterar el sueño de Matilde. Invariablemente recoge la pistola que esconde bajo el colchón, se viste y sale para comprobar que nadie ronda por las inmediaciones. AI final acaba por apoyarse contra la pared de chapas de la barraca y enciende un cigarrillo. Atiende a los nudos lejanos de la ciudad y espera el alba. Y se dice para sí que, como siempre, más tarde o más temprano las cosas vuelven a comenzar.

"Debe de andar por los cuarenta y cinco o cuarenta y seis años, calculó Olsen. No tenía arrugas aún. El pelo, abundante, largo y lacio, mantenía su color negro; quizá por la tintura, pensó él. No había engordado, aunque todavía podía considerársela una mujer compacta: huesos grandes, senos firmes y de generoso volumen. Casi como veintitantos años atrás, cuando Aníbal lturralde la llamaba Victorita delante de todos y la juzgaba una buena yegua. Por entonces era una joven de buen ver; ahora era una mujer madura que conservaba rastros de su antiguo atractivo. Entonces, ¿qué era lo que la hacía parecer más vieja? La expresión, claro, la expresión. Olsen leyó en la expresión de su rostro el dolor acumulado en décadas de sufrimiento."

–¿Qué pasó? –le había preguntado.

Ella le respondió COTÍ otra pregunta:

–¿Cómo está mi hijo, Olsen? Cuéntame cómo está Víctor.

"Comprendió que Ana habría estado sirviéndole de confidente desde hacía tiempo; eso explicaba los interrogatorios sobre su trabajo, pero no cómo se conocieron las dos."

¿ Y qué le iba a contar sobre su hijo? ¿Le diría que se había convertido en su amante? ¿Que era un muchacho inestable y un tanto torturado, subyugado por el monstruo de su padre?

–Bien, Víctor está muy bien –dijo Olsen
–¿Es feliz?
–Tanto como eso... pues, no sé qué decirte. Al menos creo que no es desgraciado.

Victoria se aflojo un tanto y soltó un suspiro. De inmediato volvió a preguntar:

– ¿Cómo lo trata su padre? ¿Lo hace sufrir?
– ¡Hombre...! Tú ya sabes cómo es Aníbal..
–¡Vaya si lo sabré!  
–Pero Víctor ya está acostumbrado a sus modales–. No le hace mucho caso.
–Mejor así –dijo Victoria–. ¿Tú le cuidas, verdad?
–Bien, soy el encargado de su segundad.
–Sí, pero aparte de eso, ¿eres su amigo? ¿Os lleváis bien?
–Sí, si, claro. Nos llevamos bastante bien.

De repente Victoria se levantó de su asiento y fue a ponerse de rodillas a los pies de Olsen. Le tomó ambas manos, y comenzó a rogarle:

–¡Cuídalo. Olsen! ¡Cuídalo a mi pobrecito chiquitín! ¡Dios te lo pagará! Él no tiene a nadie... Su padre es un ruin y no creo que lo quiera. Tampoco tiene madre, ¡que para él yo estoy muerta! ¡Cuídalo tú, Olsen! ¡Por lo que más quieras! ¡Te lo suplico! ¡Te lo pido en nombre de Dios!

"El llanto le había trazado surcos en el rímel y en ese momento ya mojaba las manos de Olsen. Por un instante pensó decirle que él no creía en Dios, o a¡ menos tenia sus reparos, pero enseguida supo que de hacerlo se sentiría estúpido. No obstante, hubiera preferido que no soltara tantas lágrimas, ya que lo hacía sentirse muy incómodo y por eso le pidió que se incorporara y parara de llorar; le prometió que cuidaría de Víctor, insistió con éntasis en que así lo haría. Vamos, si ya lo estaba haciendo. Desde el príncipio cuidaba de él. A su lado el chico se sentía seguro y : eran grandes amigos. No debía sufrir de esa manera, a fin de cuentas Aníbal Iturralde terminaría por estirar la pata el día menos pensado y entonces ella podría reunirse con su : hijo."

–Eso no sucederá nunca... ya no nos veremos en esta vida. El me cree muerta. Han pasado muchos años, es mejor  que siga creyéndolo.

A Olsen no se le ocurría nada que decir. Cayó en la cuenta de que la situación era patética: había llegado sospechando una trampa y ahora sentía contra su torso el peso de la pistola. Casi hubiera preferido esa clase de trampa, al menos habría sabido cómo proceder.

Algo más calmada, Victoria volvió a sentarse frente a él. Empezó otra tanda de preguntas: ¿Está bien de salud? ¿Le gustan las chicas? ¿Tiene novia? ¿Es muy guapo?

–Es un chico bastante buen mozo –dijo Olsen.
–¿Sí, de verdad? Eso es lo que me han dicho. –Y miró en dirección a Ana, quien permanecía un poco apartada y en todo el tiempo no había abierto la boca–. ¿Tienes una foto de él, Olsen? ¿Tienes una foto?
–Pues no... ¿Cómo quieres que lleve su foto?
–Tienes razón, soy muy tonta. ¿Cómo ibas a llevar su foto? Ni que fuerais novios –dijo Victoria, acompañando el comentario con una lisa forzada.
–Claro, solamente los novios las llevan. Los nombres no llevan las fotos de sus amigos –dijo Olsen, quien en ese instante pensaba que de haber estado solo se habría dado golpes de cabeza contra la pared.
–De modo que sois amigos de verdad. ¡Qué bien! ¡Cómo me alegro de que Víctor tenga un amigo como tú!... Hace muchos años que no lo veo, ¿sabes? Hace muchos años que no veo a mi chiquitín... desde que era un niño pequeño. Siempre recuerdo su sonrisa y sus lloros... recuerdo sus manitas, cómo me tocaba la cara con sus deditos. Le gustaba arrebujarse junto a mí, que le hiciera cosquillas, que le mordisqueara los piececitos... ¡Cómo se reía! ¡No paraba de reír! Lo que más gusto le daba era que le hiciera cosquillas en la panza... Y entonces se cortó todo. Aníbal Iturralde me mandó salir de su vida. Él decretó que estaba muerta... Y de verdad, es como si me hubiera matado. Me he perdido la vida de mi hijo... casi toda su infancia... su mocedad... ¡Todo! ¡Ojalá me hubiese matado de verdad!

Había vuelto a llorar. Las lágrimas le fluían, pero ella no parecía advertirlo. Ni siquiera se las secaba. Olsen se revolvió en su asiento.

–¿Puedes traerme una foto de él, Olsen? ¿Una foto de ahora?
–Sí, claro. Claro que puedo.
–¿Os apetece un whisky? –dijo Ana.
–Hum –respondió Olsen. y pensó: Qué oportuna eres muchacha, bendita seas. Bendito sea ese whisky barato que me estás poniendo en ese bendito vaso.

Victoria bebió un sorbo y enseguida retomó el angustiado interrogatorio:

–¿ El te ha hablado de mí? ¿Te habló de mí alguna vez Víctor?
–Muchas veces lo ha hecho.
–Pero ¿se acuerda todavía? ¿Se acuerda de su madre?
–Sí, se acuerda.
–¿Y qué piensa? Dime qué piensa.

Olsen vaciló un instante antes de responder:

–Piensa que estás muerta.
–Sí, claro... claro... Que estoy muerta...

Durante unos minutos quedó sumida en el silencio, con el rostro oculto entre las manos. Casi en completa quietud, salvo por algún espasmo que la agitaba a intervalos regulares. Finalmente, hizo un esfuerzo por sobreponerse, bebió otro sorbo de whisky y se levantó del asiento para dirigirse al cuarto de baño. Mientras ella permaneció allí Olsen y Ana se mantuvieron callados. Él fumó otro cigarrillo. Victoria volvió a los tres minutos. Se había enjugado la cara, recompuesto el maquillaje, y parecía más tranquila. Cuando se sentó de nuevo Olsen le sirvió otro whisky y a continuación retomó su pregunta:

–Bien, Victoria. Dime qué pasó.

Más o menos esto fue lo que ella dijo:

–Conocí a Aníbal Iturralde cuando era muy pequeña, no tendría más de cinco años. Él ya era un hombre mayor, al menos lo era para mí. Más tarde, haciendo cuentas, calculé que por entonces tendría unos treinta años. Venía con frecuencia por mi casa, se suponía que era amigo de mi padre, muchas veces lo acompañaba un tal Ramírez. Antonio Ramírez. Por entonces yo desconocía la clase de relación que Iturralde sostenía con mi padre, fue bastante después cuando supe que éste trabajaba para él.

»Don Aníbal era cariñoso conmigo, se diría que muy cariñoso. Años después entendí que sus efusiones eran excesivas. Siempre me traía algún regalo: muñecas, juegos para armar casitas, ositos de peluche. Yo tenía un armario repleto con los juguetes con que él me obsequiaba. También me convidaba a toda clase de golosinas, tantas que mi madre se quejaba porque según ella después no tenía apetito a la hora de cenar. En ocasiones traía a casa paquetes de comestibles, vino, y también ropas de abrigo para todos nosotros. En España, a tíñales de los cuarenta y principios de los cincuenta, se vivía una época de mucha pobreza: sus obsequios eran muy bien recibidos. Yo no sabía a qué se dedicaba, pero estaba convencida de que era una persona muy importante. Mis padres me habían dicho que lo llamara tío, y yo lo hacía con mucho gusto. Tío Aníbal, le decía, y me sentía muy orgullosa por tenerlo de pariente.

Muchas tardes me llevaba de paseo. íbamos en su automóvil, pues él poseía un coche cuando muy poca gente lo tenía, en aquel entonces había que ser rico para tener un coche. Circulábamos por el centro de la ciudad y por la avenida paralela a la costa. Cuando regresábamos al barrio me ponía muy presumida, ante la mirada de los otros niños, que me veían descender del vehículo.

"»Era durante nuestros paseos en coche cuando él se mostraba más efusivo: continuamente me pedía que le diera besitos, y yo lo hacía. El me besaba en la boca, me daba palmadas en el culito, y me tocaba suavemente entre las piernas. También me sostenía entre sus brazos durante bastante tiempo; me tenía abrazada a él, y se frotaba contra mi cuerpo de manera rítmica y sostenida, hasta que repentinamente dejaba de hacerlo. En  ese entonces yo no veía nada de malo en ello, y sólo años más tarde, al evocar aquellas situaciones, me daba por pensar que su conducta había sido un tanto rara; pero también pensaba que con el paso del tiempo los recuerdos se van enturbiando y los hechos a veces se deforman."
"»Cuando Aníbal Iturralde dejó de venir por casa mis padres me hicieron saber que se había marchado de España, En su lugar nos visitaba, aunque con menor frecuencia, Antonio Ramírez. Más tarde supe que mi padre y Ramírez habían sido empleados de tío Aníbal; después de la partida de éste, Ramírez pasó a ser el patrón."
"»Mi madre murió cuando yo tenía quince años, desde entonces me quedé mucho tiempo sola en casa. Papá iba a trabajar cada día al establecimiento de Ramírez; sólo cuando papá murió, cuatro años después que mamá, supe que se trataba de un prostíbulo situado en un suburbio de Alicante. Papá hacía de portero y recaudador. Al quedarme sola en el mundo también me quedé sin ninguna fuente de ingresos. Comenzaron las penurias: antes de tres meses dejé de pagar el alquiler y la luz; tampoco tenía para comprar comida, de modo que cuando Ramírez me propuso encargarme de las tareas de limpieza en ""la casa de las chicas"", me vi obligada a aceptar. Menos de una semana después empecé a recibir hombres en la cama: Ramírez el primero."
"»Yo, al igual que las otras chicas, suponía que Ramírez era el dueño de todo porque Aníbal Iturralde le había vendido sus dominios al marcharse. Pero tanto Iturralde como nosotras ignorábamos que ese hombre había pasado a estar bajo e¡ control de unos hermanos de apellido Medina. Mientras tanto me daba noticias de don Aníbal, con quien mantenía correspondencia. Un día me hizo saber que mí ""tío"" vivía en Buenos Aires y en todas sus cartas preguntaba por mí. Yo le rogué que no le dijera a qué me dedicaba. El me tranquilizó; le diría que trabajaba en una fábrica."
"«Finalmente me dijo que Aníbal Iturralde le había escrito para decirle que me echaba de menos y para saber si estaría dispuesta a viajar a Buenos Aires. Como de pasada me comentó que el hombre se sentía solo y le había confiado que buscaba esposa. Yo ni siquiera sabía bien dónde estaba Buenos Aires y qué clase de sitio era, pero cuando ""tío Aníbal"" me preguntó por carta si quería que me enviara un pasaje, yo recordé los buenos momentos pasados en su compañía y los comparé con la miseria de vida que llevaba."
»No sospechaba que Ramírez mantenía informados a los hermanos Medina. Cuando éstos supieron que Iturralde, su antiguo socio y actual enemigo, quería conseguir una esposa, encontraron la manera de vengarse: harían que tuviera una puta por esposa.
«Ramírez había maniobrado todo el tiempo de acuerdo con las instrucciones de los Medina, pero yo llegué a creer que no era un mal hombre, sobre todo cuando me llevó personalmente hasta Barcelona, gestionó mi documentación, y me acompañó al puerto quedándose conmigo hasta el momento en que embarqué. Al zarpar el barco todavía él estaba en el muelle, despidiéndome con el agitar de un pañuelo y deseándome buena suerte.
«Durante los primeros días en Buenos Aires no estuve ni una hora sola. Aníbal Iturralde no se despegaba de mí, y yo me sentía protegida. De no haber sido así me hubiera sentido perdida en esa gran ciudad. Para guardar las apariencias dejé pasar una semana antes de aceptarlo en mi cama. Por supuesto, se mostró muy disgustado al descubrir que no era virgen. Le conté el cuento del arrebato de un amor juvenil con un chico que había terminado defraudándome. Aun así mantuvo su enojo durante algunos días, pero finalmente dijo que me perdonaba.
«Después empezó a llevarme con él a todas partes. Entonces fue cuando te conocí. Olsen, y también a los otros muchachos que siempre lo acompañaban. Como recordarás, él no dejaba de alardear, con sus propias palabras, de tener una novia tan joven y tan guapa: una buena yegua, decía a veces, y a mí eso me dejaba avergonzada y me hacía sentir como un objeto de su propiedad, que es lo que en verdad era. Un objeto con el que se lucía. Me decía que revelara lo menos posible acerca de nuestra relación y acerca de mí misma, así que para no meter la pata me mantenía la mayor parte del tiempo callada.
"»Cuando quedé embarazada resolvió que nos casaríamos; confieso que sentirme ""señora"" me dio una seguridad que nunca había experimentado, pese a saber que mi marido se dedicaba a toda clase de truhanerías y delitos. A los pocos meses fue él quien perdió la seguridad. Sintió que no estaba pisando terreno firme. ""Esto en cualquier momento se vendrá abajo"", me dijo un día, y me confió que le habían denunciado por estafa y que la policía podría andar detrás de él. Entonces fue cuando decidió deshacer la banda, antes de que los pescaran a todos, y retornar a España."
»Al oírle decir que volveríamos a España me sentí aterrorizada. Temí que acabara descubriendo la parte de mi vida que le había ocultado... como de hecho ocurrió. Quizá Ramírez me guardaría el secreto, pero cualquier día podríamos cruzarnos con alguien que me conociera de aquel tiempo, y todo se echaría a perder.
»Por primera vez intenté influir en él: le dije que estábamos siendo muy dichosos en el país donde vivíamos y que no era bueno alejarse de los lugares donde se encuentra la felicidad, para no tentar al destino. Aníbal volvió a reiterar–1 me los riesgos de prolongar nuestra permanencia en Buenos Aires. Traté de convencerlo de que nos fuésemos a vivir a alguna provincia alejada, pero a él no le pareció buena idea. ¿Y a cualquier otro país? ¿Por qué no podíamos irnos a vivir a cualquier país de Sudamérica? ¿Por qué precisamente a España?
»Al final se enfadó. ¿Qué tenía de malo España? ¿Es que me había sucedido alguna cosa en España de la cual él no estaba enterado?
»Comprendí que ya no podía decir nada más. No había más remedio que acatar su resolución y mantener la esperanza de que todo saliera bien.
"«Para colmo, Aníbal dijo que deseaba volver a España más que nada por nuestro hijo: ""Quiero que nazca en la tierra de sus padres, quiero que' tenga una infancia segura. En España vamos a rehacer nuestras vidas""."
»Al oír esas palabras rogué a Dios para que en España nuestras vidas no se hundieran en la desgracia.
"«Muy temprano, una mañana, nos embarcamos en una lancha que zarpaba del puerto fluvial de Tigre con destino a Colonia, en Uruguay, desde donde seguiríamos por tierra hasta Montevideo. Con nosotros venia su hombre incondicional, el Caribeño, un sujeto que nunca me ha caído bien. En Montevideo permanecimos un día y medio antes de coger el avión a Madrid. Cuando el aparato levantó vuelo, Aníbal Iturralde pasó su mano por encima de mi hombro y me dijo: ""Éste es el momento que da inicio a nuestra fortuna, Victoria"". Nunca olvidé tales palabras, sobre todo después de que ocurrió lo que ocurrió, y cada vez que las recordaba decía para mí: Ese fue el momento que dio inicio a mi desgracia. También me dijo Aníbal: ""Victoria, Victoria... ¡cómo me gusta tu nombre! Es un nombre que me traerá suerte. Te la ha de traer también a tí, cielo, no pongas esa cara""."
«¡Cómo hablaba ese hombre, cómo hablaba! ¡No se cansaba nunca de decir necedades! Hoy día me acuerdo de aquello y me digo que a mí debieron haberme puesto por nombre Derrota.

"Hizo una pausa para beber un trago y encender un cigarrillo. Durante unos minutos guardó silencio, como si necesitara un respiro, o tal vez para reunir fuerzas. Desde la ralle llegaron, apagados, los sonidos del rodar de automóviles; desde los apartamentos contiguos las voces de la televisión. Tañeron las campanadas de una iglesia. Olsen no las contó, y no quiso mirar la hora en su reloj para no parecer urgido, pero calculó que era la medianoche. Después se sorprendió con la atención capturada por el clap clap del gotear de un grifo, en la cocina o en el cuarto de baño, y cuando Victoria retomó el relato lo sobresaltó el sonido de la primera palabra."

Ella decía que durante los primeros tiempos, en Madrid, vivía con el corazón en la boca: siempre temerosa de que Aníbal Iturralde se le apareciera un día habiéndose enterado de su secreto. Pero con el correr de los meses, y al ver que no pasaba nada, fue tranquilizándose. Era una bendición, reflexionaba, que residieran en la capital de España, y no en Alicante, donde era más fácil que la descubrieran.

"En aquellos días su marido permanecía poco tiempo en la casa; dedicaba la mayor parte de la semana a sus negocios. Negocios turbios, sin duda, de los que nunca explicaba nada. Ella se decía que era mejor no saber."

Otra razón por la que Victoria no echaba en falta su presencia, era el trato que le daba. Al poco de llegar a España sus muestras de cariño fueron diluyéndose en malos modales que acabaron convirtiéndose en vejación. Después de unos meses ya no se limitaba a encresparse, comenzó a someterla a variadas formas de atropello verbal y, algunas veces, físico. De vez en cuando, sin embargo, parecía asustarse de su propia brutalidad, sobre todo cuando la veía llorar desconsolada, y entonces acababa pidiéndole perdón y llorando con ella. Siempre que esto sucedía terminaba llevándola a la cama sin averiguar si compartía el deseo. En tales ocasiones la sometía de un modo humillante, ya que sólo asi quedaba satisfecho.

"Las cosas parecieron cambiar cuando nació el hijo. Durante los primeros días Aníbal Iturralde se mostraba loco de alegría y la colmaba de mimos y regalos; decía que al fin tenía un heredero y que haría de él un hombre maravilloso, que sería fuerte e inteligente y dominaría a los de su generación. Al principio pensó ponerle por nombre Aníbal, igual que él, pero después supo de su homónimo cartaginense, sus desastres militares y su suicidio. El niño se llamaría Víctor, ya que la madre se llamaba Victoria, pero más que nada porque Víctor quería decir 'Vencedor'."

"Aníbal Iturralde no tardó en retomar sus maneras habituales. Los gritos y las injurias eran el pan de cada día; a veces parecía deleitarse buscando nuevas mortificaciones. Pero no mantenía una conducta regular; en ocasiones se mostraba empalagosamente cariñoso y alegre. Cuando eso sucedía Victoria se daba cuenta de que su marido había dado un buen golpe de mano, sobre todo porque traía regalos y lo veía con dinero."

Cuando la economía de Aníbal Iturralde empezó a prosperar compró la mansión de La Moraleja. Victoria no se sentía a gusto en esa casa tan grande y tan alejada del centro. Le daba miedo vivir allí, como si en ese lugar estuviese aún más expuesta a los arrebatos del marido. Él cada día bebía más, y más frecuentes eran sus reacciones coléricas. El niño, al ir creciendo, presenciaba los atropellos a los que su madre era sometida, con lo que fue desarrollando una creciente inquina hacia el padre, que éste no dejó de advertir. La respuesta fue despiadada: Aníbal Iturralde empezó a ensañarse con Víctor. Trataba a ambos como si fueran una sola persona cuya existencia le fuera hostil, y cada vez que los sorprendía intercambiando cariño reaccionaba dedicándoles burlas despiadadas.

Menos mal que por entonces ella empezó a dejar de interesarle sexualmente. Victoria se dio cuenta de que él debía de tener amantes, y también que la bebida menguaba su apetito erótico. Vivió el cambio con alivio, y más a medida que la furia de su marido fue convirtiéndose en indiferencia. Quizás en adelante la dejaría en paz, pensó, dedicada a su hijo, mientras él iba por allí con sus mujeres y se ocupaba de sus negocios y de beber.

Así las cosas, para Victoria todo parecía encarrilarse hacia un futuro de maternidad y tranquila resignación. Pero no podría ser: Aníbal Iturralde al fin se enteró de su pasado de puta. Los encargados de informarle fueron los hermanos Medina, que le enviaron una carta, escrita en tono de burla, donde le comunicaban los hechos con abundantes detalles.

"No evitaron referirle que ellos mismos, en su día, habían visitado el cuerpo de su actual esposa y madre de su hijo –subrayaron lo de madre de su hijo–, sin dejar de detallar, para despejar dudas, los aspectos particulares de ese cuerpo...Victoria no los recordaba, pero la habían frecuentado tantos hombres cuando trabajaba para Ramírez que, ciertamente, no podía acordarse de todos.  Precisaron las menudencias de aquellos supuestos encuentros: qué cosas le hicieron, y cómo; qué cosas les hizo ella, y cómo. De qué modo la chica se dejaba hacer de todo, y que la chupaba, y que daba el culo, y que se dejaba mear, y que se sometía a toda clase de humillaciones con un talento propio de la más rastrera de las perras vagabundas. Pero ellos no le habían gastado el culo, le decían. Se lo habían dejado intacto para él, para que Aníbal Iturralde tuviera la esposa que merecía. La madre de  su hijo."

Cuando lo vio llegar, con el rostro más crispado que nunca, Victoria intuyó que se había enterado de su secreto, aunque no sabía cómo. Venía acompañado por una mujer cincuentona, de aspecto severo, y cuando Aníbal le dijo que le entregara el niño para que se hiciera cargo de él por unos días, ella no se atrevió a oponerse. Tampoco imaginaba que sería la última vez que lo vería.

Cuando estuvieron solos, al principio, él trató de mostrarse tranquilo. Se sirvió una bebida, le ordenó que se sentara, y entonces le entregó la carta. Esperó a que acabara de leerla. Antes de terminar la lectura Victoria ya deseaba estar muerta. Aníbal Iturralde postergó la furia hasta asegurarse de que ella había asimilado el texto, y cuando así lo creyó desenfundó la pistola y, con la culata, le propinó un tuerte golpe en la cabeza.

Al principio no sintió dolor, sólo percibió que la cabeza le retumbaba y que estaba aturdida. Él la había golpeado en la sien derecha, sólo cuando la golpeó en la sien izquierda se desvaneció.

Al volver en sí descubrió que estaba en el suelo y que la sangre fluía de su cráneo y le pegoteaba los cabellos. Aníbal Iturralde seguía allí. Se había sentado en la alfombra, cerca de ella, y gimoteaba, cubriéndose el rostro con las manos. Después se puso a repetir: «¿Por qué, Víctorita, por qué? ¿Por qué me has hecho esto?». Victoria creyó que el castigo había llegado a su fin, de modo que se arrastró hasta él y le suplicó que la perdonara. Aníbal la abrazó y con su pañuelo le secó la sangre, después empezó a besarla y a hablar de modo incoherente. Ella entendió que entre otras cosas le decía: «¡Pobrecita mía, pobrecita mi niña pequeña! ¿Qué te han hecho esos canallas? ¡Pobrecita mi niña! Ven con tu tío... ¡Tu tío te Ha abandonado! No tenía que haberme marchado, no. No tenía que haberte dejado sola».

"Pero la tregua duró poco. Al rato Aníbal comenzó a preguntarle que cuánto tiempo había hecho de puta y cómo había sido capaz de engañarlo de esa manera, a él, que siempre la había adorado y que la había alimentado de pequeña evitando que ella y sus asquerosos padres se murieran de hambre y de frío. Cómo había llegado a arrastrarse tan bajo, cómo podía haberse hecho una mujer tan puerca. Después dijo que la culpa había sido de él por confiarse: ¿qué se podía esperar de la hija del portero de una casa de prostitución? Llevaba la vocación de puta en la sangre, le dijo. ;Cómo había podido no darse cuenta?"

Tras los insultos empezó otra tunda, no ya con la culata de la pistola, sino que se dedicó a patearla. Sus puntapiés le golpeaban las costillas, la zona lumbar, el vientre y la cabeza. Victoria volvió a perder el sentido.

"Aníbal Iturralde la sacó del desmayo con un chorro de agua fría, inmediatamente la tomó por los pelos y presionó contra sus labios el caño de la pistola. Tuvo que abrir la boca para evitar que le rompiera los dientes. Él mantuvo el arma en el interior de su boca unos minutos y le lastimó el paladar; durante ese tiempo no dejaba de llamarla puta y de decirle que la mataría como se mata a una rata. Enseguida comentó que podía hacer pasar el asesinato por suicidio, también le dijo que llevaría su cuerpo a un lugar de la sierra y lo cubriría con un montículo de piedras, para que nadie Io encontrara. Después lo pensó mejor y habló de enterrarla viva. Cuando al final la soltó no dejó de hablar, pero ya no con el mismo furor: modificó el tono para anunciarle mente, aunque con idéntico fervor de odio, que si quería salvar su vida y la del hijo debería volver al sitio de donde provenía: el burdel. Ese era el lugar que le correspondía. Si no lo hacía así la mataría y también mataría al niño. Sólo podía salvar a Víctor desapareciendo para siempre de su vida, de modo que éste nunca supiera que era un hijo de puta. «¡Al burdel!», volvió a decir. Él mismo la llevaría allí, y allí era donde debía quedarse, pues el niño respondería con su pía vida por su obediencia."

"Después le mandó que se arreglara e hiciera las maletas, Je;J metió prisa. Antes de una hora la hizo subir al automóvil."

Partieron a medianoche por la carretera que va a Barcelona, tres horas después pasaron por Zaragoza y desde allí, por una ruta secundaria, continuaron durante unos veinte minutos. En todo el trayecto iturralde no dejó de hablar, alternaba las recriminaciones y los insultos con instrucciones referentes a cuál debía ser su–conducta en el futuro. Tenía que ser una buena puta, le decía, y no se le debía pasar por la cabeza alejarse del prostíbulo, pues él estaría informado de sus pasos: si lo desobedecía haría que liquidaran al niño. Y no estaba obligado a hacerlo personalmente, no: tenía gente que podía encargarse del trabajo, de modo que pareciera un accidente.

En un punto, a unos doscientos metros de aquel camino, había un edificio cuyo frente iluminaban dos faroles de mortecina luz roja. Un letrero en la entrada, alumbrado con bombillas de colores, decía BAR Y CLUB LOS AMIGOS. El establecimiento, lo supo de inmediato, pertenecía a su marido. Allí la dejó. Antes de irse le recomendó a la encargada que la tuviera con la rienda bien corta.

Durante los primeros tiempos Victoria jugó con la idea del suicidio, y si no se decidió fue por pensar que, tal como ¡e había anunciado Iturralde, con su obediencia aseguraba la vida de su hijo. Aceptó pasivamente que los hombres fuesen pasando por su cuerpo hasta encontrar el punto de insensibilidad que protege de la locura. Sintonizó la frecuencia de sus pensamientos en el mínimo de intensidad, y así soportó durante años la estancia en fe casa de putas haciendo que su vigilia –con la ayuda de somníferos y ansiolíticos– se convirtiera en prolongación del sueño. Su mente y sus emociones –.–permanecieron así durante mucho tiempo: embotadas.

"Con el paso de los años las chicas de la casa se iban sin ser reemplazadas, cuando quedaron unas pocas el establecimiento pasó a manos de otro propietario, éste lo mantuvo un par de temporadas y después se desinteresó. Al final quedaron solas Victoria y la encargada, entonces el nuevo dueño dijo que lo cerraría y vendería la propiedad. Asi fue como una tarde Victoria se encontró deambulando, sin compañía, por las calles de Zaragoza. Al parecer Aníbal se había olvidado de ella, pero ¿y si no era así? ¿Y sí al enterarse de que ya no estaba en el prostíbulo cumplía su amenaza de matar a Víctor? Lo creía muy capaz: se había enterado de que al poco de dejarla en el burdel, Antonio Ramírez, el hombre que lo traicionó para servirles como agente a los Medina, fue muerto a balazos en una calle de Alicante. La venganza no había alcanzado a los hermanos Medina, aunque sí supo de la muerte, en un tiroteo, de uno de ellos–pero no supo entonces que Olsen estaba involucrado–, pese a que, al parecer, el"" hecho no había sido por iniciativa de su marido. Claro, era difícil atacar a los Medina: su poder no era menor que el de Iturralde. Lo cierto era que ella no tenía el valor de moverse por su cuenta. Antes de emprender cualquier iniciativa necesitaba saber qué diría Aníbal, así que reunió ánimos para telefonearle."

Después de tomar una habitación en una pensión barata, en el barrio del Coso, donde dejó sus pocas pertenencias, Victoria se dirigió a un locutorio de la telefónica y desde allí se comunicó con la casa de La Moraleja. La mujer que atendió, quien dijo ser del personal de servicio, le informó de que el señor no estaba y le preguntó de parte de quién y de qué asunto se trataba. Victoria no se dio a conocer, pero dijo que llamaba por un asunto familiar. El señor debe de estar en su despacho, dijo la empleada. Victoria desconocía los números del actual despacho de su marido, pero la mujer que estaba al otro lado de la línea se los proporcionó.

"La persona que descolgó el telefono en el despacho de Aníbal Iturralde hablaba con el tono expeditivo de una tele fonista entrenada en bloquear los intentos de inoportunos y postulantes. Dijo que el señor Iturralde estaba en una reunión, preguntó que quién le quería hablar y para qué asunto. Finalmente, cuando Victoria volvió a decir que era por un problema familiar, la chica dijo: «Un momento, veré si el señor Iturralde la puede atender». Al cabo de unos minutos . escuchó la voz de su mando. No era exactamente la misma voz que ella recordaba, los años se habían adherido a esa voz.:––v a la sazón era más áspera, como más poblada de espinos. Una voz de papel de lijar, pensó ella. Pero el tono no había cambiado, tenía la misma marca imperativa y prepotente de siempre, y cuando le oyó decir «Sí, dígame», ella tardó en encontrar su propia voz para darse a conocer; sólo después de un nuevo requerimiento –«Sí, dígame, ¡coño!*'– reunió un poco de temple para decirle quién era y para preguntarle qué quería que hiciera a partir de ese momento."

Durante unos instantes no hubo respuesta, sólo escuchó por el auricular el ruido del teclado de una máquina de escribir. Al final volvió a oír su voz:

–No conozco a ninguna mujer llamada Victoria –dijo Aníbal Iturralde.

Ella pensó que había una confusión y trató de aclarar las cosas.

–¡He dicho que no conozco a ninguna Victoria, coño! Conocí a una con ese nombre pero ya se ha muerto.

Así, puesto que él la consideraba muerta, ella quiso cerciorase de si ya podía considerarse libre.

–¿Y a mí qué carajo me pregunta? ¡Joder! Los muertos son libres de hacer lo que les salga de las narices... siempre y cuando no se mezclen con los vivos.

Así Victoria supo que Aníbal se desentendía de ella, y, claro estaba, sintió un gran alivio. De todos modos se atrevió á preguntar por su hijo.

–¿Y a usted qué coño le interesa saber de mi hijo? Mi hijo no tiene madre, ella está muerta. Ya le he dicho que los muertos no deben mezclarse con los vivos... si lo hacen, los vivos pueden acabar muñéndose. – Inmediatamente después de decir esas palabras Aníbal Iturralde cortó la comunicación.

"De vuelta en el cuarto de la pensión. Victoria discurrió, sobre las diferentes formas de consumar el suicidio, y pasó quizá unos tres o cuatro días sumida en tales reflexiones; por último, un aguijonazo de hambre la hizo salir a la calle y meterse en la primera fonda del barrio, un barrio poblado de casas de comida. Le sirvieron un plato de sopa de cocido, y después de unas cuantas cucharadas sintió un profundo malestar. Cuando se disponía a ir al lavabo el mundo se cerró, cubriéndose de oscuridad."

Al volver a k realidad se hallaba en la cama de un hospital público, y allí permaneció casi una semana, sometida a la alimentación intravenosa y a la atención de médicos y enfermeras. La vecina de la cama de la derecha era Ana: la habían traído por causa de un aborto hecho de mala manera. Ambas simpatizaron desde el principio y les dieron de alta el mismo día. También se fueron juntas.

Una vez en la calle, Victoria se enteró de que Ana estaba sin un duro y no tenía dónde pasar la noche, así que la invitó a comer y compartieron el cuarto de la pensión. Vivieron juntas unos seis meses.

"Dado que la pensión y el sustento había que pagarlos, Victoria salió a buscar dinero donde sabía obtenerlo. Ana se enteró muy pronto de dónde provenía la manutención de ambas; al principio puso reparos, pero Victoria la obligó a aceptar su ayuda hasta que aquélla consiguiera trabajo, y después continuaron compartiendo mesa y vivienda."

AI cabo de unos meses Ana consiguió otro empleo, como secretaria ejecutiva, en una empresa inmobiliaria de Madrid. Ninguna de las dos supo en aquel momento que dicha empresa pertenecía al mismo grupo que a la sazón capitaneaba Aníbal Iturralde, pero cuando esto llegó al conocimiento de Victoria, merced a la información que su amiga le brindara en una de sus cartas, hizo las maletas y tomó el primer tren con destino a la estación de Chamartín. Se le había ocurrido que por medio de Ana –como efectivamente sucedió– alguna vez quizá podría tener noticias de su hijo.

En Madrid, en el primer momento, Victoria se sintió desbordada por un fuerte sentimiento de angustia e inseguridad. Existía el riesgo de que su marido averiguara que ella rondaba por allí, y esa eventual contingencia le aterrorizaba por lo que tenía de amenaza –creía ella– para su vida y k de Víctor, pero al final se dijo que era una probabilidad remota, siempre y cuando se mantuviera a distancia. A fin de cuentas Aníbal Iturralde se había desentendido de ella.

Durante los primeros días en la ciudad se encontró abismada entre una multitud de dolorosos recuerdos, pero al fin se sobrepuso y reemprendió la lucha por la vida: alquiló un apartamento en el barrio de Getafe y salió a hacer k calle. Cuando le confesó a Ana lo que esperaba de ella ésta prometió su colaboración. Una amiga es una amiga.

Durante un año no hubo resultados. Ana ni siquiera había visto una sola vez a Aníbal Iturralde, y menos a su hijo. Y de pronto se produjo lo que tanto esperaban: fue trasladada a las oficinas del jefe, y antes de cuatro meses pasó a ser su secretaria. Así fue como pudo darle a Victoria noticias de Víctor.

"Cuando Olsen salió de la cárcel y comenzó a desempeñarse como guardaespaldas del muchacho, Ana se lo contó a su amiga. Victoria se acordaba muy bien de Olsen, del tiempo que lo había conocido en Buenos Aires, y aunque nunca habían tenido mucho trato, lo consideraba una persona de su agrado. Fue entonces cuando pensó que por su intermedio podía llegar a saber más cosas de su hijo, pero no desconocía que el intento de aproximarse a ese hombre –que a la postre estaba bajo las órdenes de su marido– implicaba un riesgo. De todas maneras lo consultó con Ana, y ésta le aconsejó > que esperara, necesitaba conocer mejor a Olsen. La duda se mantuvo durante unos años, hasta que finalmente Ana le dijo que creía que Olsen no traicionaría su confianza. Como quiera que sea, añadió, es un riesgo que hay que correr; y después de todo lo que nos ha sucedido, ¿qué cosa peor nos puede pasar, aparte de que nos maten?"

–De modo que asi es como son las cosas –dijo Victoria. Permanecieron callados un largo rato. Victoria se mantuvo inmóvil, con la mirada perdida y los brazos colgando, como muertos. Daba la impresión de sentir un cansancio inmenso. Olsen encendió un cigarrillo y después se olvidó de fumarlo. Ahora se explicaba muchas cosas que durante bastante tiempo no había alcanzado a comprender, entre otras, la razón por la que Aníbal Iturralde le había insistido en tantas ocasiones sobre la importancia de evitar –evitarlo a toda costa– que personas extrañas se pusieran en contacto con Víctor, Ahora tenía claro que el viejo pretendía impedir que el chico probara los frutos del árbol del conocimiento. Ana lloraba quedamente y cada tanto se sonaba ¡a nariz, hasta que agitó la cabeza, como quien trata de salir de un trance, y se sirvió un vaso de whisky. Ella fue quien primero rompió el silencio:
–¿Qué dices, Olsen? ¿Nos hemos equivocado o no al confiar en ti?
–Quien a partir de hoy no debería confiar en mí es el grandísimo cabrón de Aníbal Iturralde –dijo Olsen, y pensó: Tengo que matar a ese hombre.


Cada vez que el Caribeño se sentía aburrido buscaba la camaradería de sus amigotes del equipo de seguridad: José Antonio Aguirre, jefe de vigilancia del edificio de oficinas, y Claudio Iglesias, quien antes de integrarse en el grupo de guardaespaldas de Aníbal Iturralde había estado en la cuadrilla de cobranzas, cuando éstas todavía se hacían por las bravas. Salían de parranda, como buenos compadres, y después de cenar en algún figón de Lavapiés –acompañando la ingestión con abundante tintorro–, recorrían los clubes de alterne y los apartamentos de putas de la Costa Fleming para cumplir con la jodienda semanal. En ocasiones prolongaban la francachela en uno de los pocos clubes de baile para cuarentones que quedaban en Madrid, y cuando el jolgorio no concluía a tortazos, daban término a la jarana en el apartamento de alguno de ellos, donde continuaban libando cuba–tas de ron y ginebra y despellejando conocidos.

"Justamente, la noche que Olsen estaba con Victoria y Ana, la pandilla cotilleaba a su costa; decían que era un tío con demasiados humos y vaya con el trabajito que le había encomendado el jefe, a un gachó que iba de machote y al fina] había acabado de niñera. Cuando las habladurías alcanzaron el punto de ebullición cualquiera de ellos soltó el bulo de que en la relación entre Víctor iturralde y el fanfarrón de Olsen debía de haber algo raro, porque ya me dirán qué coño hacen durante tantas horas encerrados en el pabellón. Soltaron unas risas agudas y uno de los tres dijo:"

–Ya me parecía  a mí, macho,  que el niñato debe menearle la polla.

Más risas y nuevo comentario:

–No, tío, tú no te enteras, el chico más que meneársela debe dejarle que le meta el mingo por el culo.
–¿Así que el cabrón ha resultado soplanucas?
–Y que lo digas, y el otro mariposo.
–¡La madre que los parió, si llegara a enterarse don Aníbal!
–Eso digo yo, habría que pasarle el santo.
–Sí, pero antes habrá que conseguir pruebas.
–De eso me encargo yo –dijo el Caribeño.

En la mañana siguiente Olsen acudió, como cada día hábil de la semana, a la casa de La Moraleja para llevar a Víctor a la facultad. Para alegría del muchacho se mostró mucho más efusivo que en días anteriores y, para colmar su dicha, le propuso que esa misma tarde fuesen a su apartamento. Pero .| antes pasarían por un estudio de fotografía, y era que Olsen quería tener una foto de Víctor le dijo, con lo cual éste quedó muy asombrado y complacido.

"Por la tarde Olsen no entró con Víctor a la facultad, prefirió quedarse en un bar cercano, rumiando planes y bebiendo una taza de café tras otra. Aquella misma noche, o a más tardar el día siguiente, visitaría a Victoria para llevarle las fotos de su hijo, tal como le prometiera; después vería el modo de acabar con Aníbal Iturralde. Lo haría de modo que pareciera un accidente. No veía que dicho cometido le fuese a resultar fácil, puesto que si bien había matado un par de veces, no se consideraba un asesino experto. Trató de convencerse de que debía existir algún procedimiento idóneo, como lo hay siempre que es necesario exterminar alimañas  dañinas."

Había leído folletines que daban cuenta de sofisticados métodos –casi siempre utilizados por los servicios secretos–mediante los cuales se conseguía eliminar a un sujeto con misteriosas sustancias –que no se detectaban en los análisis de las vísceras del cadáver–, cuya ingestión producía un paro cardiaco inmediato, (lomo no tenía datos sobre la fórmula de tales preparados, acabó renunciando a la idea y empezó a considerar las variantes de un accidente de automóvil. Cualquiera que fuese el–sistema, no encontraba la forma de librarse de sospechas, así que decidió dejar en suspenso el problema, en la confianza de que antes o después acabaría por hallar la solución, y en tanto esperaba la llegada de ese vislumbre, trasladó el pensamiento a lo que haría después de que el monstruo dejara de existir.

En ese punto no tenía en claro si seguiría junto a Víctor. No estaba seguro de que al chico le conviniera. Quizá lo más adecuado sería que habiéndolo liberado de su padre le mostrara las puertas de una nueva vida, una vida independiente, que en el futuro le permitiera elegir con amplitud y libertad de criterio quiénes y de qué sexo serían sus futuros compañeros sentimentales. No tenía dudas de que la ruptura resultaría al principio dolorosa, pero quizá sería lo mejor.

Pero, bueno, también podría suceder que siguieran juntos unos años, ¿quién sabe? ¡Qué raro le parecía ese pensamiento! No obstante, tal vez debería acostumbrarse a la idea. En ese caso ayudaría a que el muchacho pusiera en práctica algunos de sus extravagantes proyectos: aunque la ocurrencia de llevar la palabra profética a los pobres del mundo se le antojaba infantil y ridicula, no así la de hacerse con un barco velero y abandonarse a los vientos, cuyo empuje los llevaría por todos los mares. A fin de cuentas también había sido su fantasía juvenil, antes de que las circunstancias lo sumergieran en un universo sórdido, en los antípodas de la imagen del futuro que había construido cuando sus sueños aún no estaban contaminados.

"En cualquier caso, lo primero sería poner a Víctor ante la presencia de su madre. No imaginaba qué pasaría entonces, pero tenía la convicción de que el hecho restañaría la profunda herida que por muchos años había dañado la vida de ambos. Seguramente se produciría un momento de sorpresa y confusión, como suele acontecer ante el impacto de un súbito e inesperado encontronazo, y la sorpresa se mezclaría con la alegría y el llanto, y después vendrían las explicaciones y las efusiones sin término, y entonces él se haría a un lado; se mantendría aparte todo el tiempo que fuera necesario, y sólo cuando pasara la conmoción y la novedad se hiciera rutina diaria volvería a acercarse a Víctor y sabría si seguir ^u propio camino o preparar en compañía del muchacho la travesía por los mares, y cuando así divagaba la presión de la pistola sobre el pecho, al apoyarse contra el canto de la mesa del bar, lo arrancó de sus ensueños de olas, espuma, viento y sal, y recordó que volvía a llevar el arma cargada, incluso con un proyectil en la recámara. Después de haber oído el relato de Victoria, la noche anterior, sentía con fuerza la impresión de bailarse hundido en un medio abominable y peligroso, en el que cualquier precaución era insuficiente."

Olsen se levantó de la mesa dispuesto a interrumpir e! flujo de las fantasías y se dirigió a la facultad para encontrarse con Víctor. Una hora después fueron al estudio de un fotógrafo.

Aquella misma noche, al regresar al centro de Madrid, desde La Moraleja, Olsen se desvió para enfilar hacía el barrio de Getafe. En un sobre, oculto bajo el asiento del Mercedes llevaba las fotos de Víctor.

–¡Es guapo! ¡Es muy pero que muy guapo mi niño! –repetía Victoria, con tono arrobado, sin quitar la vista de las fotos. Los ojos le brillaban con la humedad alcohólica de las lágrimas contenidas, y tal vez en el brillo había algo de todo ese whisky que bebía y acaso partículas de la droga que se había metido mientras esperaba la llegada de Olsen–. ¡Que Dios y la Virgen me lo protejan! ¡Y tú también, Olsen! ¡Tú también, por lo que más quieras!

Olsen bebió un trago largo y volvió a jurar que haría todo lo que estuviese a su alcance para que a Víctor no le sucediera nada malo. Cada vez que miraba a los ojos de la mujer le rozaba la sospecha de que ésta no se encontraba del todo en sus cabales.

Victoria bebía y preguntaba: ¿Es listo? ¿Tiene buen carácter? ¿Come con apetito? ¿Es alegre? ¿Es movedizo o más bien tranquilo? ¿Tiene personalidad fuerte? ¿Le gusta más el invierno o el verano? ¿Duerme bien abrigado?

Olsen sentía una desesperada impotencia. Victoria pedía que le refiriera anécdotas de Víctor, que le hablara de sus gustos y tendencias, que completara con descripciones todo lo que las fotografías no lograban transmitir: cómo era su voz. su andar y su gesticulación cotidiana...

"Él hacía lo que buenamente podía, y cuando no encontraba las palabras adecuadas para transmitir una imagen inventaba las historias que suponía que a ella le gustaría oír; acabó creando un Víctor quimérico:"

"–Es un chico muy fuerte y decidido –decía–. Le encanta nadar y andar por el campo, los perros lo enloquecen y los trata con mucho cariño; es frecuente que se lleve para la casa todos los que encuentra por la calle. Una vez se encontró un pajarito herido y lo estuvo curando durante tres meses, hasta que el bicho pudo volver a volar. Al ajedrez no hay quien le gane, y tampoco jugando al tenis. Es muy inteligente, pero a veces un poco vago para el estudio. A tas chicas las vuelve locas."

Al final Victoria le dio un descanso y fue a la nevera por hielo para el whisky. Mientras la mujer estaba en la cocina él recorrió con la mirada los detalles del apartamento. Era una vivienda convencional, con un aire no más triste que aquella en la que habitaba Ana: un lugar dispuesto para el uso de una sola persona, y todo allí parecía como ajeno y provisional.

–¡Quién habría dicho, tantos años atrás, cuando estábamos en Buenos Aires, que acabaríamos reunidos en este lugar! –comentó Victoria al volver con el hielo. Había en su voz cierto entusiasmo: los ojos echaban chispas, y Olsen malició que estaba animándose con algo más que whisky.

Pero también él se sentía confortado. Le dijo que estaba de acuerdo, que en aquel tiempo jamás habría supuesto que coincidirían tantos años más tarde, nada menos que en Madrid.

–Las vueltas que da la vida –dijo.
–Déjame que te dé un beso. Olsen. –Le besó la mejilla y susurró–: Gracias, muchas gracias por todo.

El percibió el calor de su cuerpo maduro y generoso, la presión de sus pechos contra el esternón. Sin saber por qué, le confesó que en aquel tiempo ella le resultaba una mujer muy atractiva. Había llegado a tener fantasías.

–Sí, por entonces yo estaba en la flor de la vida –suspiró Victoria, y añadió–: Pero me sentía incómoda a vuestro lado. Erais un grupo de maleantes de mucho cuidado. Mi propio marido era quien más me amedrentaba... y tú, Olsen, el único que me inspiraba confianza. Dabas la impresión de ser un buen hombre, además, siempre has sido muy fuerte. Reconozco que yo también pensé alguna vez en ti con un poco de pecado. Pero estaba prometida para casarme... Debo decirte que me parecías un tanto raro: no he conocido a nadie que leyera tanto. Un día te vi en la oficina de Aníbal estabas desarmando una pistola y te dedicabas a limpiarla, y en la misma mesa tenías un libro gordo, abierto por la mitad. Entonces pensé que te faltaba un tornillo. ¡Vamos!, que todavía no sé si de verdad no estás loco. –Rompió a reír con una risa convulsa que contagió a Olsen. El también se puso a reír.

A la misma hora el Caribeño, que se había hecho con ana llave del pabellón por habérsela dado una criada de la casa, con la cual tenía esporádicos amores –eso sí, con la venia de don Aníbal–, se introducía en la estancia y hurgaba por los rincones en procura de indicios que respaldaran sus barruntos. Aparte de algunas prendas y libros de Olsen, ropa y zapatillas de deporte, dos pares de juegos de mancuernas, una barra de acero, una cuerda para saltar, discos de hierro de diversos pesos y un punching–ball, al principio no halló nada que le pareciera significativo. Finalmente, encontró los cuadernillos de Víctor y el cuaderno de Olsen.

"Después Olsen nunca recordaría cómo llegó a meterse con Victoria en su cama ni cómo fue que tan pronto estuvieron desnudos. Sí recordaría que ella era tibia, tetona, carnosa y culona; que lo abrazaba con sus brazos rollizos como si sintiese por él cariño verdadero, y hasta creyó –no sin motivo–que en ese momento ella acaso lo sentía. También recordaría haber pensado que la mujer no estaba del todo cabal y tal vez tampoco lo estaba él. Recordaría haberse sentido, por mor de las caricias de esa mujer blanda, más excitado de lo que lo había estado en los últimos tiempos. Recordaría la extraña sensación de percibir que introducía su miembro rígido en sitio tan pulposo, húmedo, cálido y amplio, y recordaría haber pensado que había algo familiar en su piel, y cómo no iba a haberlo si es que se trataba precisamente de la madre de Víctor, lo cual incrementó su excitación, y que justo en ese momento, al ser tocado por ese pensamiento, empezó a consumirse como pólvora seca cuando es alcanzada por el fuego al mismo tiempo que ella parecía dormirse o entrar en un estado de languidez, aunque sin embargo susurró: «¡Aníbal, cariño mío!». Si, que tal nombre pronunció, y Olsen lo oyó perfectamente aunque hubiera deseado no haberlo oído y con ímpetu salió de ese cuerpo, saltó de la cama, y buscó en la oscuridad su ropa."

Ahora bien, si se tiene en cuenta que Godoy era casi un semianalfabeto, por otro lado poco acostumbrado a la escritura manuscrita, se comprenderá que leyera los diarios de Olsen y Víctor lturralde con harta dificultad. Para colmo, los párrafos que aparecían en aquellas páginas tenían para él un significado impenetrable.  ¡Esto es cosa de majaras!, se dijo. Sí, por lo que allí se leía parecía claro que esos dos eran mucho más raros de lo que parecían, pero aunque fuesen locos, lo que a duras penas había leído no probaba que fueran «locas» ni que hiciesen cosa alguna que tuviera que ver con el mariconaje, y no podía irle a don Aníbal con semejantes chorradas sin correr el nesgo de que lo mandara a hacer gárgaras de moco verde, pensó. Pero un momento, ¿qué dice aquí? Añoro la lanza de tu cuerpo,   Víctor Olsen, que. penetra en. mis entrañas y empuja y se retira, y avanza y retrocede, y ansia las honduras de mi ser para dejar en su interior el jugo espeso de tu hombría. Añoro tus brazos ciñendóme como la garra del águila que aferra al cabrito para elevarlo en su vuelo. Pero tú no me dejes raer, como hace el águila, llévame siempre más alto hasta que nos devore el sol. Añoro tus besos, añoro tus caricia} y palabras. Te añoro cada día,  Víctor Olsen.

¡Que me asen si esto no es cosa de maricones y cochinos!, exclamó para sus adentros. Y ya no tuvo dudas de que aquellos papeles había que enseñárselos a don Aníbal. ¡Pobre hombre, m se imagina qué hijo le ha salido! ¡Y menos se imagina a quien le ha confiado el cuidado del niñato mariposón de mierda, me cago con la vaina verraca y la madre que lo parió!

"Olsen había quedado con Víctor en salir a correr el sábado. A las diez de la mañana llegó a La Moraleja; vestía chándal y zapatillas deportivas e imaginaba las malintencionadas chanzas que le dirigiría el Caribeño al verlo así equipado. Se propuso ignorarlo, como de costumbre. Sabía que Godoy no toleraba su desprecio. Peor para él, se dijo."

Pero el Caribeño no se hallaba a la vista aquella mañana. Tampoco Aníbal Iturralde. En la casa sólo estaban Víctor, la servidumbre y dos hombres de vigilancia.

"Corrieron más de una hora por los caminos de la Casa de Campo, después, empapados en sudor, volvieron en coche a la casa. El Caribeño y Aníbal Iturralde seguían ausentes; Olsen, extrañado, se preguntó dónde habrían ido, ya que Iturralde raras veces salía los fines de semana. Víctor no lo sabía y dijo que tampoco le importaba, sólo quería desayunar, y cuanto antes mejor, pues la carrera le había abierto el apetito. Se allegaron a la cocina, en donde una asistenta, muy solícita, preparó para ellos bocadillos de jamón, tortilla de patatas y un termo de café. Retiraron latas de cerveza del frigorífico, metieron todo en una canasta y llevaron el botín al pabellón. Se sentían como un par de aguerridos y alegres saqueadores."

Al entrar echaron el cerrojo y otra traba, que sólo podía accionarse desde el interior: una precaución que nunca olvidaban. Olsen abandonó el bolso –en el que se hallaba su pistola– sobre un sillón de mimbre. Inmediatamente se distribuyeron las viandas y no tardaron en dar cuenta de éstas. Con el café, Olsen encendió un cigarrillo.

–Ya podrías ir dejando de fumar –le reconvino Víctor.
–Imposible. Sería como una traición.
–Hoy por poco te faltó el resuello.
–Es que ya estoy viejo, nene.
–Eso es lo que me parecía.
–Pues te estás equivocando. Te podría dar ventaja y todavía así ganarte por varios cuerpos.
–No lo creo.
"–;Ah sí? ¿De verdad crees que no tengo aguante?"
–En la cama tal vez.

Rieron la última broma y se prodigaron caricias.

–¿Nos duchamos? –dijo Víctor.
–¿Y después qué?
–Después nos echamos una siestecita.

"Volvieron a reír, pero si hubiesen dirigido la vista hacia el anaquel de los libros habrían advertido que faltaban los diarios de ambos. En ese caso, su ánimo festivo se habría; transformado en alarma y desasosiego. Pero no miraron en esa dirección: después que se quitaron la ropa la mirada de cada uno se hallaba concentrada en el cuerpo del otro. Fueron a la ducha sin dejar de contemplarse durante todo el tiempo, se acariciaron sin mesura bajo el chorro de agua, y al salir se secaron mutuamente con grandes toallones. De inmediato se metieron en la cama, y cuando se hartaron de placer acabaron abandonándose a un estado de languidez y modorra."

Unos tuertes golpes en la puerta los sobresaltó por igual–No eran los golpes normales que se dan para llamar, ni siquiera eran los golpes de alguien que llama imperativamente. Eran golpes asestados con un objeto duro y pesado y cuya finalidad era forzar la batiente.

Saltaron de la cama como si ésta hubiese comenzado a arder. Quienes aporreaban la puerta pegaban enérgicos gritos y exigían que abrieran. Se trataba de una puerta sólida, de madera maciza, pero, por el modo en que cimbraba la estructura de la construcción, el objeto que usaban como, ariete debía de ser muy poderoso.

Olsen había hecho a tiempo de ponerse el pantalón del chándal antes de que el marco de madera comenzara a rasgarse con un siniestro crac. Víctor, por el contrario, después de arrojarse de la cama había sido ganado por una suerte de parálisis y no atinaba a moverse. Permanecía desnudo, tembloroso, arrinconado en una esquina de la habitación y pegado a la cabecera del lecho.

"Cuando un nuevo topetazo hizo retumbar las paredes Olsen ya había recogido sus ropas, las zapatillas y el bolso en el que llevaba algunas pertenencias personales y la pistola. Ni le pasó por la cabeza perder el tiempo terminando de vestirse. «¡Despierta, Víctor; coge tu ropa!», le gritó al muchacho, pero éste seguía en estado de trance."

El siguiente impacto, con gran estruendo, arrancó la puerta de cuajo. Con la puerta cayó el marco y parte de la mampostería. A través de una nube de polvo cuatro hombres invadieron la estancia. El Caribeño hacía punta. Detrás venía Aníbal Iturralde seguido de Claudio Iglesias y Antonio Aguirre. Aníbal Iturralde aullaba palabras ininteligibles y llevaba los brazos alzados con los puños cerrados. Olsen, con movimientos reflejos, se arrojó de costado, con el hombro por delante, contra el vidrio de la ventana. El cristal se quebró en infinitos añicos y su cuerpo pasó a través de las astillas. Sólo mucho tiempo más tarde, al recrear dolorosamente la situación, se detuvo a juzgar la inaudita estupidez de aquellos hombres que, pudiendo haber roto los vidrios de la ventana para entrar al recinto con menor escándalo y mayor facilidad, nada más se les ocurrió derribar la puerta.

"El suelo estaba sólo a poco más de un metro. Cayó sobre el césped y se incorporó de inmediato para echar a correr descalzo; sin embargo, antes de hacerlo arrojó una veloz mirada al interior del pabellón. Víctor continuaba inmóvil en su rincón, mientras que el padre de éste desenfundaba la pistola y apuntaba hacia Olsen."

Inició la impetuosa carrera procurando no perder la ropa y el bolso. Corría en zigzag, y al correr advirtió que tenía el dorso y el brazo rasgados con surcos de sangre, sin duda producidos por trozos de vidrio.

Oyó el primer estampido. No hay cuidado, se dijo, el Gallego nunca aprendió a tirar no sabe hacerlo sin cerrar los ojos. Siguió corriendo y escuchó un nuevo disparo que tampoco dio en el blanco. El tercero no lo sintió, pero cayó de bruces, con la cara pegada al suelo. El dolor semejaba una intensa quemadura, entonces se dio cuenta de que lturralde le había metido una bala en la espalda, intentó incorporarse y comprobó que le costaba trabajo. Podría andar, pero correr sería más difícil, así que se ocultó entre unas matas del jardín. En ese momento salían de la casa el Caribeño, Aguirre e Iglesias y venían en su dirección, con las armas empuñadas. Detrás de ellos aullaba lturralde: los instaba a que cazaran al jodido cabrón hijo de puta y que no lo dejaran salir vivo.

Olsen sacó la pistola del interior del bolso y apuntó con cuidado a la rodilla derecha de Godoy, que era quien venía delante. Apretó el gatillo y el Caribeño cayó y empezó a quejarse a grandes voces que el cabrón de mierda le había dado. Éste cojeará lo que le quede de vida, se dijo Olsen. Aguirre levantó su revólver con intención de disparar, y entonces tuvo que tirarle al pie. Agmrre también cayó a] suelo y rompió a llorar histéricamente y a gemir: «¡Mi pie me ha dado en el pie!». Otro que va a cojear, pensó Olsen. Iglesias vaciló por un instante antes de dar media vuelta y echar a correr en dirección a la casa. lturralde ni siquiera volvió a asomar la cabeza por la ventana.

Olsen se incorporó e inició un trote lento y penoso hasta donde había dejado el Mercedes, con las llaves puestas, como de costumbre. Se sentó al volante y, al apoyar la espalda desnuda contra el cuero del respaldo notó la humedad viscosa que le corría por la piel. Sangre, sin duda, se dijo.

Puso el motor en marcha y en el mismo instante advirtió que trataban de cerrarle el paso los dos hombres del equipo de vigilancia. Arremetió contra ellos, que alcanzaron a hacerse a un lado para no ser atropellados. Arrolló las planchas del portón con la trompa del automóvil, eran de hierro, pero por fortuna los goznes estaban flojamente amurados. Una hoja del portón cayó con estrépito y las ruedas le pasaron por encima. Olsen enfiló en dirección al centro de Madrid.

Condujo entre el abigarrado tránsito de la carretera de La Corana, ofuscado por la euforia del desastre. Antes de llegar a la avenida Princesa se desvió para entrar al parque del Oeste, donde detuvo el coche y acabó de vestirse en el interior del mismo.

En el pabellón, Aníbal lturralde se había puesto a atizarle a su hijo con la culata de la pistola. Le golpeaba en la cara y en el cráneo, sin importarle la sangre ni las quejas del muchacho. Lo pateaba en el cuerpo caído: las costillas, los ríñones, y procedía de tal modo con la pericia que parece dar la costumbre. Lo trataba de maricón de mierda y de puerco degenerado. Lo recriminaba por la vergüenza que había hecho caer sobre el apellido, amenazaba con matarlo, y todo esto mediante fuertes voces, mientras en el jardín Aguirre y el Caribeño clamaban inútilmente por ayuda y se arrastraban en la hierba dejando un reguero de sangre.

Olsen abandonó el automóvil en el parque del Oeste y empezó a andar hacia el paseo del pintor Rosales. Ignoraba si seguía perdiendo sangre, pero a cada paso se sentía más débil. El parque, en ese mediodía de un sábado, se hallaba muy concurrido: familias con niños, parejas de jovencitos, algunos ancianos. La gente lo miraba con lástima y aprensión: un tipo extraño, vestido con un chándal manchado por la parte de la espalda con un gran lamparón rojo, que caminaba a los tumbos. Le hizo señas a un taxi, pero al verlo de tal modo el conductor siguió de largo. El conductor del siguiente taxi no lo miró bien cuando se detuvo. Olsen le pidió que lo llevara hasta la plaza de Legazpi. y no quiso darle las señas del domicilio de Bodoni porque pensó que en tales situaciones toda precaución es poca.

–¿Qué le pasa, amigo, no se encuentra bien? –preguntó solicito, el taxista.
–No es nada. He bebido más de la cuenta.
"–Pues yo diría que está enfermo; se le ve muy pálido... ¡Qué digo pálido! ¡Si está blanco! ¿Quiere que lo lleve al hospital?"
–Ya le he dicho que no es nada. Usted lléveme a la plaza de Legazpi –respondió Olsen con impaciencia.
–Sí, eso ya me lo ha dicho –dijo el taxista con una pizca de irritación. Y se encogió de hombros.

"Ahora que han pasado los años Olsen aún revive ese trayecto en taxi con la viveza con que la memoria a veces se recrea en los momentos de estupor.  Recuerda el gran esfuerzo' que tuvo que hacer para evitar hundirse en el desmayo, recuerda su penoso andar desde la plaza de Legazpi hasta el; domicilio de Bodoni, temiendo caer desvanecido antes de llegar, y por último la puerta salvadora, a la que llamó con golpes desesperados mediante el aldabón de bronce. También recuerda haber intuido que todavía no iba a morir y haberse dicho que nadie lo mataría. Ya muy anciano, en la segunda década del tercer milenio, recordará de nuevo los pensamientos que ocuparon su cabeza durante aquel simulacro de agonía y recordará el propósito, que se hizo entonces, de no dejar que nadie acabara con su vida, ni siquiera; los disparos de armas de fuego, el tiempo o la enfermedad.–; Lo recordará unos segundos antes de meterse el caño de la pistola en la boca, y, antes de gatillar, se dirá que ha triunfado; que si que casi todo lo que le sucedió en la vida fue en contra de su voluntad, pero al menos ese acto irreversible y definitivo es un acto de libre albedrío. Casi nunca eligió nada, es cierto, pero ahora elige el momento y el lugar de su muerte."

Y recuerda ahora, en su chabola de la villa miseria, la cara de Bodoni al abrir la puerta y encontrárselo parado sobre un charco de sangre.

Y cada vez que se recoge en el pabellón, Víctor Iturralde reconstruye con el recuerdo la misma escena de cinco años atrás. El momento en que abrió los ojos al salir de la inconsciencia, después de la primera golpiza, y lo primero que vio junto a su rostro fue el zapato que calzaba su padre y la bocamanga del pantalón de éste. No miró hacia lo alto, pues tuvo miedo de hacerlo. Un instante después ese zapato se elevaba desde el suelo para presionar en su cabeza, y allí >e mantuvo largo rato, mientras su dueño se preguntaba si debía matarlo o simplemente encadenarlo en un sótano, al menos hasta que se curara de su mariconería. Al final, Aníbal Iturralde hizo su elección.

Ahora Víctor Iturralde se reprocha por no haber reaccionado en aquel momento. ¿Por qué no intentó defenderse poniendo en práctica las técnicas de defensa y ataque que le enseñó Víctor Olsen? Quizá porque era tal el temor que le había insuflado en el cuerpo durante toda su vida el viejo crápula, que por lo mismo no se le ocurrió reaccionar,

Después, un practicante discreto le curó las heridas mientras iglesias, que había resultado ileso en el tiroteo, se hallaba presente para vigilar. Y después lo introdujeron en la oscuridad del segundo sótano de la mansión, donde se guardaban las reservas de vino añejo, para que la humedad fría que llegaba desde el suelo de tierra le diluyera de entre los huesos sus desviadas inclinaciones. Permaneció en ese infierno malsano y solitario durante tres semanas. Cada mañana Iglesias le dejaba en el piso la comida y a continuación se retiraba, cerrando la puerta desde fuera, sin que entretanto cambiaran entre ambos palabra alguna. ¿Se compadecía de él ese hombre? ¿Lo juzgaba con desprecio? Nunca lo supo, y en todo caso nunca hablaron de ello. Ahora Iglesias es muy solícito, y más que como un guardaespaldas se comporta como un servil lacayo. El hombre cumplía órdenes, había nacido para hacerlo.

Tardó mucho tiempo en volver al pabellón, un lugar que le hacía evocar recuerdos de muy diferente cariz. En su interior conoció sensaciones opuestas y extremadas de placer y ternura, y de dolor, sufrimiento y humillación. Alguna vez le pasó por la cabeza la idea de mandar que lo incendiaran, pero al final lo hizo acondicionar y quedó convertido en la estancia más confortable de la finca. Permanece recluido bajo su techo durante muchas horas al día, siempre solo, pues allí no admite visitantes. A veces cree sentir la presencia de Víctor Olsen, y cuando sale del ensueño se pone a cavilar en el modo de ponerse en contacto con él y conseguir que regrese.

Olsen abrió los ojos al salir del sueño de la anestesia y vio que a su lado estaba Gaspar Bodoni. Buscó en la memoria, mientras se adentraba en la vigilia, para revivir las últimas horas. Recordaba con nitidez la brusca irrupción de Aníbal Iturralde y sus segundones en el interior del pabellón, recordaba haberse arrojado contra el cristal de la ventana y las consecuentes heridas de vidrios, los primeros instantes de su fuga, el balazo en la espalda y el posterior tiroteo. Recordaba que subió al Mercedes y atropello el portón de la finca, recordaba al taxista que lo condujo hasta la plaza de Legazpi y le propuso llevarlo al hospital mientras él se resistía a morir, las calles que recorrió antes de llegar al domicilio de Bodoni y cómo éste lo hizo pasar y cerró la puerta tras él, cómo le hizo beber coñac y lo obligó a tenderse en la cama para taponarle la herida de la espalda y curarle provisionalmente los surcos de sangre de los brazos y el torso. Después su amigo telefoneó a un médico de su confianza, uno que no iría con el cuento a la policía –aseguró–, y cuando el médico llegó lo primero que dijo fue que la cosa la veía muy pero que muy mal y sería necesario tomar una radiografía para localizar el emplazamiento de la bala.

–No lo podemos llevar a un hospital, doctor. Lo andan buscando para darle el pase al otro club –le explicó Bodoni.
–Ah, ya entiendo. Pues veremos qué puedo hacer –dijo el facultativo, y comentó que el proyectil había ingresado por debajo de la escápula, aclarando que quería decir la paletilla.

Lejos, por suerte, de la columna vertebral, y al parecer no había interesado ningún órgano vital, pues de lo contrario  ese hombre no habría llegado hasta allí.

–¡Menos mal! –dijo Bodoni, y al escucharlo Olsen se preguntó si el viejo hablaba en serio o se estaba tomando el asunto en solfa. Con él todo era posible.
–Pudiera ser que haya tocado el pulmón, pero no tengo la impresión, por el modo como respira, de que lo haya perforado. Da el efecto de que la costilla hubiera desviado el proyectil hacia arriba y hacia el costado... y al no haber orificio de salida habrá que pensar que sigue dentro... Prepárate chico, voy a meterte bisturí.

Mientras llenaba la jeringa con anestesia, y después, cuando se la inyectaba, y durante los instantes que tardó en hacerle efecto, el médico no paraba de hablar para decir que era una desgracia con suerte, un verdadero milagro, ya que casi no hay sitio en esa parte del tronco para que una bala se meta sin matar al que lo alcanza, y justo al amigo le tocó eludir a la Parca con la dichosa ayuda del azar. Eso era mejor que sacarse el premio gordo de la lotería. Un consuelo, se dijo Olsen un segundo antes de perder la conciencia.

¿Cuánto tiempo estuvo abriéndose paso entre muros de nubes? ¿En qué momento le preguntó a Bodoni si de verdad quería conocer su origen?

"¿De verdad quieres saber de dónde vengo, Bodoni? ¿Se lo dijo? ¿Se lo preguntó a Bodoni? No sé, Bodoni. No conozco el lugar exacto. Vengo de un paisaje acotado por alambres de espinos; ahí es donde alcanza mi memoria. Alambres de espinos y gritos y un humo denso y negro. Nunca han querido decirme si de verdad estuve allí cuando era muy niño o si lo soñé en cualquiera de mis pesadillas. Me recuerdo después, a bordo de un barco grande, Bodoni. Voy de la mano de mi madre. No sé si tuve padre. Si lo tuve quizás él llegó con nosotros hasta el mundo  de los alambres de espinos y allí se quedó para siempre, Bodoni."

Y al despertar allí estaba Bodoni. el buen amigo que todo se lo tomaba con ánimo irónico. Olsen notó que tenía la parte superior del tronco vendada. También notó que le costaba trabajo moverse, sin embargo dijo:

–En cuanto pueda me largo.
–¿Y cómo es eso?
–Si. Todo el tiempo que permanezca aquí estarás en peligro tú también.
"–¡Bobadas! A ninguno se le ocurriría buscarte en este lue;ar. Hace tiempo que he salido de la circulación, y ya casi nadie se acuerda de mí."
–Pero...
–¡Nada, nada! Tú tranquilo y procura descansar. Más adelante hablaremos.

Bodoni estuvo a su lado muchas horas. Cuidándolo durante la vigilia y el sueño. Le hizo las curas, le administró los antibióticos, lo lavó y lo alimentó hasta que Olsen se sintió repuesto. Después fue Bodoni quien salió a la calle para olfatear el ambiente.

–Chico, eres el hombre más buscado del país. Quizá debiera decir del mundo –le dijo al volver.
–Los hombres de lturralde, claro.
–Te seré sincero: los de lturralde y también los hermanos Medina... Los dos Medina que sobreviven. Se han enterado de que ya no sigue protegiándote el crápula. Quieren cobrarse su estúpida venganza. Hay fichas con tus señas repartidas por todos lados, y no sólo en España, las han enviado a todas partes, desde Nueva York a Valparaíso. Y en toda Europa. Los Medina ofrecen un cuarto de millón... de dólares, claro. lturralde el doble. ¡Es mucho pero que mucho dinero, chico!
–Entonces me largaré cuanto antes, no sea que te tientes.
–Eres un infame. Si alguien ha de ganarse una pasta deberías dejar que fuera un amigo.

Ambos rompieron a reír, pero a Olsen la risa le produjo dolor en las heridas.

–¿Qué sabes de Víctor Iturralde?
"–""El chico por ahora está guardado. He oído decir que el viejo se propone reformarlo. De ti, dicen que eres un degenerado. .. ¿Es verdad, Olsen? Bueno, hay gustos para todo. El chico no es feo, por cierto, pero al papi no le cayó bien que lo echaras a perder. –Bodoni celebró su broma con una carcajada. Olsen esta vez murmuró que no le hacía mucha gracia."

Un mes más tarde se hallaba repuesto y hacia planes de viaje. No poseía más de lo que llevaba encima, además del poco dinero y la pistola que transportaba en el bolso de deportes. También tenía sus documentos, pero dada la situación, le estaban vedados. No dudaba de que después de su fuga habían ido a su apartamento, y al no encontrarlo habrían rebuscado entre sus pertenencias para terminar destrozando todo. Se encontraba mucho más pobre que cuando llegó por primera vez a Madrid, quince años atrás.

Sin embargo, Bodoni le echó una mano: le entregó numerosos permisos de conducir y una decena y media de pasaportes con diferentes nombres y nacionalidades. También le regaló un fajo de trocitos de plástico, apilados de tal modo que parecían pertenecer a un mazo de cartas de tamaño pequeño. Eran más de cuarenta.

–Cuando pongas en uso una tarjeta de crédito deshazte de ella antes de veinticuatro horas –lo previno.

Bodoni también salió a comprarle ropa. El equipaje cabía en un maletín de mano. Le proporcionó gafas con cristales sin aumento y también trescientas mil pesetas para gastos.

Una noche de mediados de julio se despidieron con un abrazo, después Olsen salió a la calle. Empezó a andar. Suponía que las estaciones terminales de tren y autobuses, o el aeropuerto, eran sitios peligrosos para un hombre por el que se ofrece medio millón de dólares. Alrededor de la una y medía, cuando la mayoría de los bares se hallaban cerrados y no circulaba mucha gente, se puso a examinar una fila de automóviles aparcados junto a la acera, en la calle de Canillas, del barrio de Prosperidad. Era seguro que la mayoría de los propietarios debían de estar recogidos en el interior de sus pisos, a punto de irse a dormir. Ninguno saldría antes de las siete de la mañana, y a esa hora él ya podría estar en Lisboa.

"Ya han pasado muchos años, se dice Olsen. Aquello ha quedado atrás en el tiempo. Todo está muy lejos. Sentado a la puerta de la barraca, otra madrugada, fuma y recuerda. Recordar es mejor que soñar, reflexiona. Le viene a la memoria un bosquecíllo a la vera del camino, cerca de Navalmoral de la Mata, en el trayecto de su fuga. Allí, para abandonar la pistola, detuvo el automóvil robado. El arma quedó bajo un montículo de piedras, y mientras las apilaba no pudo dejar de recordar el embuste que le contó Aníbal Iturralde sobre su esposa, supuestamente muerta, cuyo cuerpo él habría ocultado al igual que en ese momento Olsen lo hacía con su arma. Se preguntó qué sería de Victoria en el futuro, ¿quién la tendría informada acerca de su hijo? Recordó el calor del cuerpo de la mujer. Se preguntó también qué sería en esos momentos de Víctor Iturralde. Deploró no haber tenido tiempo para eliminar al padre. ¡Qué diferente habría sido todo!, se lamentó. Eso había pensado en el bosquecillo, mientras sepultaba la pistola bajo las piedras. También había deseado no tener que llevar pistola nunca más. Ahora recuerda esos pensamientos y lamenta que ese deseo no haya podido cumplirse. Recuerda aquel momento en el bosquecillo, pero el tiempo posterior se le desdibuja en la memoria arrastrado por una sucesión de territorios y nombres falsos. Lisboa: Gilberto Vieira; Rio de Janeiro, en un hotelucho cercano a la Praca Tiradentes: Joáo Andrade; San Salvador de Bahía: Sebastiao Franco; Recife, Fortaleza: Sergio Danti; Roraima, mezclado con siniestros garimpeiros y tratando de parecer uno de ellos: Antonio Pellegri. Allí fue donde oyó que se buscaba a un sujeto de unos cuarenta y cinco años, de nacionalidad desconocida, pero que posiblemente fuera noruego o argentino y que casi con seguridad disponía de varios pasaportes y cambiaba con frecuencia de identidad."

"Quinientos mil dólares por su captura, vivo o muerto. Después Manaos, donde embarcó como ayudante en el Reina do Tapajós, un destartalado lanchón de transportes que navegaba por el Amazonas desde Beleni hasta Loreto; Leticia: en ese puerto el patrón de otra embarcación, a cambio de algún dinero, lo trasladó a Iquitos. Navegó por el río Marañón hasta Maipuco, todo el tiempo acunado por el cascado chuf chuf del viejo motor a gasoil del Misia Remedios, y al cabo de unos días San isidro, Barranca, Orellana, y desde esa localidad, por tierra hasta Chiclayo y hacia el sur: Lima, Arequipa, Antofagasta, Santiago de Chile, donde lo frenó la fatiga y el hastío. En todas partes igual; no había ciudad más o menos grande donde no se corriera la voz, entre los elementos del hampa, de que su cabeza valía entre un cuarto y medio millón de dólares. Recién entonces comprendió la magnitud del poder de los Medina y de Aníbal iturralde, así como también la obcecación con que mantenían viva su ansia de venganza."

"Fue en Santiago de Chile donde resolvió que volvería a Buenos Aires. Cierta vez le había oído afirmar a Aníbal Iturralde que si se quería encontrar a una rata fugitiva se debía tener en claro su lugar de origen. Decía el viejo cabrón que cada bicho busca su madriguera cuando se encuentra en apuros. Pero en realidad Iturralde no conocía con certeza cuál era su lugar de origen. Y por último, ya estaba cansado de huir; si a fin de cuentas iban a terminar encontrándolo, ¿qué importancia tenía el sitio donde viniera a buscarlo la muerte?"

En Godoy Cruz, a las afueras de Mendoza, se atrevió a ir al centro de la ciudad. Cuando pagaba con sus últimos fondos la consumición de un café, en el bar de la avenida San Martín y la calle Sarmiento, oyó un comentario entre parroquianos sobre la vendimia de ese año. Sí, trabajaría en la recolección de la uva.

Y así la conoció a Matilde. En una finca de Palmira, a pocos kilómetros de Mendoza.

Ella había nacido en Puerto .Monte, al sur de Chile, su madre era una india araucana y su padre un hacendado alemán que nunca había querido reconocerla, aunque ella se crió en su fundo. Para ella, aparte de tener que aguantar el acoso de los peones, ése no era el peor de los trabajos. «Está buena la changuita», se decían entre ellos, y al verla sola y desprotegida no se contenían, pero no tardó en correrse la voz de que el gringo que hablaba en porteño y la chilenita estaban encamotados. Nadie volvió a meterse con ella.

Después de la vendimia vivieron algunas semanas en Rosario, en una pensión. Por las mañanas Olsen salía a comprar el diario y lo leía en un bar, así se enteró de que en el barrio de Palermo, en Buenos Aires, habían matado a balazos a un tal Víctor Lahusen. Otro día asesinaron a alguien llamado Bernard Olson, en Vicente López. Un mes más tarde la víctima se llamaba Ingmar Olsen, y vivía en Los Troncos, una zona residencial de Mar del Plata. En todos los casos se trataba de personas a quienes se les desconocía enemistades, en todos los casos se ignoraban los móviles, en todos los casos sus nombres o apellidos tenían semejanzas con el suyo propio. Y no sólo eso, también tenían más o menos su edad. Olsen comprendió que en cada oportunidad sus perseguidores se habían confundido de objetivo, y que corrían a la desesperada, tras el medio millón.

"Otra cosa: todas las víctimas habitaban en barrios caros; al parecer lo habían descrito como a alguien habituado a vivir en tales zonas. También habrían difundido la noticia de que sabía conseguir los recursos para costeárselo. Eso le dio la idea para despistarlos: se ocultaría en un lugar donde les resultaría difícil imaginarlo. Olsen recordó un caserío de barracas pobres, cercano a Buenos Aires, que en otras épocas había utilizado un par de veces como aguantadero cuando debía mantenerse alejado de los rastreos policiales, pero antes iba a conseguir otra pistola."

Le resultó imposible convencer a Matilde de que no lo siguiera: «Mira que lo que hay entre nosotros no va a durar toda la vida», le dijo. «Mira que te llevo muchos años,, le dijo también, pero la muchacha no le hizo caso. Y ahora, cuando ya han pasado cuatro años, sigue «viendo en la misma villa miseria y sigue sintiéndose acorralado.

Todas las noches y todas las madrugadas, tratando de huir de las pesadillas, se sienta a la puerta de la barraca, fuma y recuerda. Ahora apaga el cigarrillo, pero enciende otro. Se propone volver cualquier día a la capital y pasar por el Correo Central. Tal vez haya carta de Bodoni.

"–;Y cómo va esa gimnasia, amigo Víctor? –inquiere Bodoni."
–Pues muy bien, Bodoni. El ejercicio físico es un gran descanso para la mente. Le aconsejo que haga la prueba.
–Oh, yo ya estoy viejo para hacer acrobacias.
"–No lo crea; siempre se está a tiempo."
–Bueno, pero el caso es que a usted se le ve muy saludable... muy en forma. Nada que ver con el aspecto que tenia años atrás, cuando aspiraba a poeta.
–¡Y eso que no me ha visto sin ropa! Le sorprendería ver c3 tamaño de mis hombros y mis pectorales. Y en cuanto a los bíceps... ¡Para qué le voy a contar!
–No lo dudo, Víctor, no lo dudo... pero ¿ha renunciado a la poesía?
–Es que no hay tiempo para todo, Bodoni. Los negocios me tienen muy ocupado: desde que murió mi padre me encargo personalmente de supervisar todo.

Se encuentran cenando en Zalacain. En lo que va de la semana ésta es la tercera noche que Víctor Iturralde invita a Gaspar Bodoni a ese restaurante. El viejo impresor no ignora que el joven intenta ablandarlo a fuerza de agasajos. Sabe con qué le va a venir. Está seguro de que esta vez se pondrá más machacón que otras. De todos modos él ya ha decidido que por fin accederá a la porfía de Víctor, sólo está esperando que le reitere el pedido... Ya falta poco, ya observa cómo pone cara de que hay que hablar en serio. Ahora va a empezar...

–Tenemos que hablar seriamente, Bodoni.
–Nunca lo hemos hecho de otro modo, amigo Víctor.
–Sí, pero en esta oportunidad tenemos que hablar más seriamente que nunca... Vea, Bodoni, le voy a ser sincero... y sin ánimo de ofender. Yo no le creo cuando me dice que no sabe dónde se encuentra Olsen. Yo creo que usted está tratando de protegerlo de un peligro que ya no existe. Antes podía ser, pero ahora que mi padre ha muerto, y también los Medina, ya nada amenaza a nuestro amigo. Está bien, no le pido que me diga dónde está, sólo le ruego... y se lo ruego encarecidamente, que lo ponga al tanto de la actual situación... y también que le diga que quiero verlo. Nada más que eso.

Bodoni bebe un sorbo de vino. Parece reflexionar. Prolonga el silencio y juega con los nervios de su comensal.

–Bodoni, ¿qué me dice? –insiste Víctor.
–No se preocupe, Víctor. Cumpliré con su pedido. Se lo prometo.

La carta de Bodoni tarda una semana en llegar a Buenos Aires. Va dirigida a la lista de correos, a un tal Hermán Melville. Con ese nombre y apellido e] viejo bromista en su día le confeccionó un pasaporte a su amigo. Un pasaporte canadiense.

"Pero Olsen, a pesar de habérselo propuesto, hace tiempo que no pasa por el correo. Se encuentra muy ocupado reuniendo fondos. Ha resuelto conseguir dinero para Matilde; tratará de convencerla de que vuelva a su país. Olsen quiere ser el mecenas de la chica: extraña la soledad y pretende que la separación sea menos dura, de modo que hurta coches. Nunca dejó de hacerlo, pero ahora está muy activo. Los vende a reducidores de la provincia, en San Justo y en Morón. En un tiempo pensó en los desguaces de Chacarita, pero temió ser reconocido en ese barrio. Sin embargo, tiene la impresión de que el peligro ha disminuido: hace tiempo que no oye hablar de la recompensa. La última vez fue en mitad de un regateo, la mencionó Pompei, un reducidor que opera en un barracón de Villa Lugano. Olsen le ha llevado un automóvil que parece nuevo y pide tres mil dólares."

–¿Tres lucas? ¡Vos estás sonado, pibe! ¿Es de oro, es? –exclama Pompei.
–Está en muy buen estado –asevera Olsen.
–¡Qué va a estar en buen estado, papá! ¡Este coche está pichicateado! –afirma el gordo Ornelli, socio de Pompei.

En ese dúo Ornelli es el que se encarga de devaluar la mercadería.

–Este coche no vale tres. Te doy mil quinientos –ofrece Pompei.
–No hay negocio.
–¡Pero pibe, ni que me estuvieras trayendo al mismo Olsen!

Olsen se sobresalta al oír su nombre. ¿Qué sabe Pompei? ¿Y qué pretende? ¿Será que conoce su identidad y procura asustarlo para que afloje en el precio? No parece probable. Si de verdad conociera su identidad haría otra cosa... ¿Tendrá dudas y estará tratando de escrutar su reacción? Olsen examina a Pompei: es un hombre enjuto, no parece propenso a la violencia.

–Ni eso, por Olsen ya no te dan nada –interviene Ornelli.

El gordo tampoco es un peligro, calcula. Tiene una \o¿ resonante, pero se mueve con pesadez. Cada paso lo da como si llevara encima un fardo de cincuenta kilos. Olsen disimula su prevención e indaga por la identidad del tal Olsen.

–¡No me vas a decir que no sabes quién es Olsen!
–No lo sé, Pompei. No lo sé ¿Qué querés que le haga? ¿Quién es? Contame.
–Ya veo, vos solamente sabes afanar coches. Olsen es un flaco por el cual, según se corrió la bola, te daban medio palo verde si se lo entregabas vivo o muerto a unos gallegos de la pesada.
–Te daban –vuelve a acotar Ornelli.
–¿Y ya no dan más? – inquiere Olsen.
–Parece que ya no les interesa –dice Pompei.
–¡Qué lástima! Si lo hubiera sabido antes habría tratado de ganarme esa guita –finge Olsen.
–¡Qué piola! ¿Vos y cuántos más? ¡A ése no lo caza ni Dios! Dicen que es un tipo escurridizo... y peligroso. Olvídate, pibe. No sos de su peso –afirma Ornelli.
–Vos seguro que lo sos, gordo. Y hasta te deben sobrar unos cuantos kilos –le dice Olsen.

Ornelli escupe por la comisura de la boca.

–De todos modos ya no te dan un mango por él. Con esto de la inflación todo pierde valor –dice Pompei–. En fin, volvamos a lo nuestro: te doy mil setecientos por el cachivache, y no se hable más...

Así, al parecer, la tormenta ha amainado. ¿Quién sabe? De todas maneras él no baja la guardia, ni deja de llevar la pistola. Pero al sentirse un poco más confiado se desplaza con mayor frecuencia al centro. Recorre las librerías y los bares. A veces se cruza con algún conocido, pero al cabo de tantos años ya no lo reconocen. Por fin va al Correo Central. Allí lo esperaba la carta de Bodoni.

Bodoni sabe escribir sin rodeos:

... y en cuanto a la madre de Víctor, hice algunas averiguaciones. La mujer, desde luego, se enteró de lo que había pasado, pero pronto tuvo otras preocupaciones, y es que la infeliz estaba muy enferma. Ya lo estaba cuando hablaste con ella, pero su enfermedad, entonces, todavía no se había manifestado. Ya te imaginarás cuál era la enfermedad, la terrible enfermedad de esta década, a la que estaba expuesta por su profesión, y que fue la causa de su muerte.

Olsen ahora tiene la certeza de que una nueva pesadilla se sumará al repertorio de sus malos sueños. Pero no adivina que ella lo acompañará durante décadas y que incluso estará presente la noche anterior a su suicidio. Sí, se hará las pruebas pertinentes que certificarán la salud de su sangre, pero las pesadillas no comulgan con los hechos y en ellas volverá a matar a Marcelino Medina, intentarán liquidarlo en los lavabos de la cárcel, continuará disparando sobre Nemesio Elizalde y seguirán disparando sobre él. En sus pesadillas una y otra vez copulará con Victoria y con su hijo. En sus pesadillas nunca se habrá curado de la peste.

"En fin con esto de la visita de la señora Parca sólo es cuestión de ponerse en la cola, antes o después a todos nos tocará en el reparto. Y por fortuna también le ha tocado (¡al fin!) a Aníbal Iturralde. El viejo cabronazo estaba muy enfermo del corazón, y antes de morir alcanzó a testamentar a favor de su hijo; al parecer se hallaba convencido de que el muchacho se había enmendado, sobre todo después de que tú te hiciste humo. Dicen que en su lecho de. muerte tuvo tiempo de hacerle toda clase de recomendaciones, pero otros rumores insinúan que cuando le llegó la hora se encontraban solos él y Víctor en la casa, y al parecer le sobrevino un ataque súbito. Reclamó la coramina, o no sé qué sustancia que solía sacarlo del apuro, pero el muchacho se la habría escondido y habría permanecido contemplando cómo el viejo estiraba la pata, tal como sucede en una película de Buñuel. Sin embargo, según otras versiones, dos semanas antes de su muerte le sobrevino una parálisis total que le privó hasta del habla, aunque no de la vista y el oído. De acuerdo con estás habladurías, el chico se dedicaba a insultarlo y decirle de todo mientras su padre se hallaba impedido de contestar y de hacer cosa alguna (igual que en otra película de Buñuel). Víctor le habría prometido, dicen, que su cuerpo, en el ataúd, reposaría sumergido en mierda, y, después del entierro, y antes de dedicarse al ballet clásico o a la profesión de modista, él se abocaría alegremente a llevar a sus empresas a la ruina. En fin. ya te dije que eran rumores y habladurías. El hecho es que antes de diñarla, o de quedarse paralítico, Iturralde se hallaba convencido de que no había olvidado ningún cabo suelto y de que había dejado todo bien amarrado para el futuro... el tiempo lo dirá, aunque parece que será de otro modo. Por lo pronto Víctor sólo piensa en volver a verte. Verás: día sí y día no, me da la lata para que le cuente dónde estás, para que te escriba (como lo hago ahora) diciéndote que ya no hay ningún peligro y por lo tanto puedes volver tranquilo, que te espera como tu gran amigo."

Debo decirte que los Medina también han reventado (nunca mejor dicho). Iban los dos que todavía quedaban con vida en un coche que acababan de adquirir, un Bentley recién estrenado, y ¡patapuni! Una bomba debajo del motor... ¡Lástima de Bentley!

"Así que ya ves, parece que Víctor Iturralde tiene razón cuando dice que el peligro ha pasado. Yo por mi parte me limito a hacer de mensajero, pero igualmente quisiera decirte que te andes con cuidado, pues nunca se sabe. Y al respecto: el chico también ha heredado a ¡os guardaespaldas de su padre; Godoy, Aguirre e Iglesias al parecer le sirven con la misma perruna lealtad con la que habían servido a don Aníbal, lo cual no significa que se hayan olvidado de ti, sobre todo los dos primeros, a quienes has dejado tullidos de por vida. Debo reconocer que fue por esa causa que demoré tanto en transmitirte el mensaje de Víctor, pero reconozco que no tengo derecho a atribuirme el papel de ángel guardián de nadie. De todos modos deja que te lo repita: si vuelves por aquí, ve con cuidado..."

Al llegar a la última línea Olsen vuelve a comenzar por el encabezamiento: «Querido amigo, bandolero y poeta», y recorre nuevamente cada palabra hasta la última frase: «... y me despido de ti, grandísimo truhán, con un fuerte abrazo».

"Olsen conduce a velocidad moderada. Esta vez no ha robado el vehículo; lo alquiló en una agencia de Lisboa con su pasaporte a nombre de Herman Melville, ciudadano canadiense."

"Después de cruzar la frontera se detuvo en Badajoz; allí paró media hora para cargar gasolina y almorzar. En Talavera de la Reina tomó café y volvió Ü llenar el tanque. Ahora se encuentra próximo a Navalcarnero y seguirá rumbo a Madrid. En la estación de Atocha lo esperarán sus viejos conocidos: Godoy, Aguirre e Iglesias. Ellos suponen que llegará desde Lisboa con el tren de las ocho. Ignoran que viaja por carretera. De no sentirse tan tenso el monótono runrún del motor lo habría adormecido. Pero se encuentra del todo despierto, y muy ansioso. Y eso que en las últimas veinticuatro horas casi no pegó ojo. Aún no han transcurrido dos días desde que salió de Buenos Aires. Veinte días antes, lo había telefoneado a Víctor. Lo hizo desde un locutorio, alrededor de las ocho de la mañana. Había calculado que en Madrid sería el mediodía. La chica que atendió la llamada preguntó que quién quería hablarle a don Víctor y por qué asunto era."

–Dile que es de parte de Gustavo Adolfo Bécquer.
–¿Quién dice que le habla?
–Ya te lo he dicho, bonita: Gustavo Adolfo Bécquer. Tú dile eso, dile que Gustavo Adolfo quiere saber cómo se encuentra Rimbaud.

Antes de un minuto escuchó la voz de Víctor lturralde:

–¡Víctor, eres tú! –Le disparó una pregunta tras otra: quería saber cómo se encontraba, si necesitaba algo, si iría a encontrarse con él y cuándo lo haría.

Olsen le prometió que viajaría muy pronto. Antes de llegar a Madrid volvería a telefonearle.

Después se dirigió a una agencia de viajes y adquirió un pasaje aéreo a Lisboa para él y otro a Santiago de Chile, para Matilde.

Cuando se lo dijo, esa misma noche, hizo lo que pudo para no aflojar mientras contemplaba cómo a la muchacha se le escapaban las lágrimas. El día de la partida fueron juntos a Ezeiza, el avión de ella salía tres horas antes. Matilde volvió a llorar a la hora de la despedida, en ese momento él le pasó un sobre con dinero y le pidió que hiciese su propia vida y procurara ser feliz. Ella !o besó en los labios y le dijo:

–Te entregué mi corazón.

"Aunque no en boca de Matilde, Olsen ya había oído esas palabras. Igualmente lo conmovieron. No pudo dejar de sentir una dolorosa sensación de desprendimiento y pesar, Claro que no habría podido adivinar que volverían a estar juntos; menos aún que tendrían hijos y nietos y que toda esa tribu se alborotaría, décadas más tarde, por causa de su suicidio."

En el momento de embarcar presentó, en el control de salida del aeropuerto de Ezeiza, su pasaporte a nombre de Herman Melville.

–Se llama igual que el escritor –comentó el controlador.

¡Vaya, un policía con inclinaciones literarias!, se dijo.

–Soy su nieto –afirmó Olsen, con un tono que pretendía parecer jocoso.
–Pues lo felicito por su abuelo. Si ve al capitán Ahab salúdelo de mi parte –dijo el policía, y a continuación le selló el pasaporte.

Esta vez había salido bien, pero Bodoni debería ser más formal con sus falsificaciones, pensó Olsen.

Una criada le pasó el auricular inalámbrico a Víctor Iturralde.

–¿Desde dónde me hablas?
–Estoy en Lisboa, partiré con el Talgo de las doce y llegaré a las ocho a Atocha.
–¡Estupendo, Víctor! Te estaré esperando en casa. Enviaré a los muchachos para que vayan a recogerte.   .
–¿A quiénes?
–A los muchachos.
–¿Qué muchachos?
–Pues, ya sabes: el Caribeño. Iglesias, Aguirre...
–No es necesario, Víctor. Tomaré un taxi.
"–Que no, Víctor; irán ellos a buscarte con un coche. Es lo más cómodo."
–Te olvidas de que con ellos no he quedado en muy buenas relaciones.
–Ésas son cosas del pasado, Víctor. Ahora trabajan para mi y hacen lo que les mando.

No tuvo deseos de discutir, de modo que simuló estar de acuerdo. Después se dirigió a la agencia de alquiler de vehículos.

Y ahora que está cerca de Madrid reduce la velocidad, como si quisiera demorar el momento del encuentro. ¿Qué estará haciendo Víctor ahora mismo?

Víctor Iturralde golpea con los puños enguantados la bolsa rellena de arena que cuelga de la viga maestra que sostiene el techo del pabellón. Hace horas que está allí, a la espera de Olsen. Cuando la impaciencia tensa al máximo sus nervios empieza a dar cortos paseos en el interior de la estancia, después se sirve un whisky, por último se mete bajo la ducha. Al salir se viste un ceñido slip, se calza los guantes acolchados v comienza a boxear contra la bolsa.

"«Los llama ""los muchachos"", al igual que nos llamaba su padre –masculla Olsen–. Para el viejo éramos ""sus muchachos"". Claro, a Víctor le han tocado con el resto de la herencia, pero bien que podía haberse desprendido de esa panda de mamarrachos.» ""Los muchachos», repite en voz alta, masticando las palabras. Y en ese instante decide que, antes que nada, quiere ver a «los muchachos», por lo cual, al pasar Cuatro Vientos, en lugar de continuar hacia la avenida Padre Hurtado, de camino a La Moraleja, tuerce a la derecha pan seguir por la avenida de Los Poblados y después por General Ricardos, paseo de Yeserías, Santa María de la Cabeza, y, al fin, la estación Puerta de Atocha."

Son las seis y media de la tarde. Olsen piensa que todavía no deben de haber llegado. Se les anticipará.

A duras penas descubre un sitio en donde aparcar, se apea del coche y camina un par de calles. Entra en la estación, a la que encuentra muy cambiada desde la última vez. Ahora hay plantas y arbustos por todas partes. Se dirige a la cafetería, y de repente, mezclado entre la multitud que circula en todas las direcciones, lo ve al Caribeño. Por un pelo no choca con él.

Pero Godoy está mirando hacia otro lado. Resulta evidente que el colombiano se pasea para hacer tiempo. Claro que no lo espera todavía: el tren tiene anunciado su arribo a las ocho y seis minutos. El Caribeño no está atento.

"Tampoco lo está Aguirre, quien se ha emplazado en el extremo opuesto del vestíbulo, junto al acceso a los andenes; ni parece estarlo Iglesias, que no se mueve de su posición, junto a la entrada de la cafetería. Ninguno de ellos lo ha visto, y en todo caso tal vez no lo habrían reconocido: no es la hora todavía, no es el sitio por donde esperan que llegue, no es del todo el mismo hombre... claro que no, cinco años no pasan en vano."

Y por qué no están los tres juntos y en cambio se han distribuido como si prepararan una encerrona? Olsen retrocede en dirección a la salida y allí se detiene para volver a observarlos. El Caribeño cojea al andar. Olsen espera hasta ver cómo Aguirre da un par de pasos: cojea también. No deben de recordarme con excesivo cariño, se dice. Bueno, que continúen esperándolo, él, por su parte, se irá a La Moraleja.

Víctor sigue sin salir del pabellón. Está solo en la finca, pues su deseo es que no haya nadie cuando llegue Olsen, acompañado por los muchachos. Está agotado de tanto golpear en la bolsa de arena. Pasa una toalla por su piel, para secarse la transpiración antes de dejarse caer sobre un sofá. Al cabo de cinco minutos vuelve a incorporarse y se sirve otro vaso de whisky. Mira el reloj antiguo que cuelga en la pared: son casi las siete de la tarde. Falta una hora, piensa. A continuación se sitúa frente al espejo grande, a la entrada del baño, para solazarse en la contemplación de su cuerpo. Víctor Olsen ni siquiera debe de imaginar que he alcanzado semejante desarrollo, se dice, al igual que se ha dicho tantas otras veces. Ahora toma una decisión: extrae un envase de vaselina del interior de un cajón del armario, lo abre, y comienza a untarse la piel. Al acabar vuelve a contemplarse, se regodea observando el nuevo brillo de su piel bronceada. Los músculos ahora se ven más realzados. En ese momento suena el timbre de la entrada. ¿Quién será? No espera a nadie todavía.

"Olsen toma nota de que han cambiado el portón que cinco años atrás derribara con el Mercedes. Desde el portero automático le llega la voz de Víctor; pregunta quién es el que llama. Olsen se da a conocer."

–¿Olsen? ¿Víctor Olsen? No te esperaba todavía... Has llegado antes de lo previsto. Pero pasa, pasa. Estoy en el pabellón, ven aquí.

"Suena el atenuado sonido de una chicharra; el cerrojo del portón queda destrabado. Olsen empuja, vuelve a cerrar y se dirige hacia el pabellón. Bajo la luz del sol declinante la mansión se recorta en el cielo, como la figura de un templo espectral; su sombra alcanza la hilera de árboles, al otro extremo del jardín. Olsen observa que la puerta principal y las ventanas se encuentran cerradas. De camino al pabellón su mirada se distrae un momento en el matorral donde se ocultó al ser herido, y desde donde disparó a sus perseguidores, pero no se detiene. A cincuenta metros está el pabellón y Víctor debería estar a la puerta, esperándolo, pero no está allí."

La puerta está entornada. Olsen se detiene en el umbral y pronuncia el nombre del amigo.

–¿Víctor? ¿Estás ahí?
–Pasa, Víctor. Pasa de una vez.

"Olsen entra al pabellón; en el instante de hacerlo no puede evitar el pensamiento de que hay algo de siniestro en ese retorno al lugar donde un día la muerte hizo su intento."

Y allí está Víctor. Aunque no parece que ese hombre semidesnudo, que está junto a la ventana y que sostiene un vaso en la mano y le brilla la piel con un brillo aceitoso, sea él. Está muy cambiado, piensa Olsen. Claro, han pasado cinco años. También el interior del pabellón está cambiado.

Víctor no ha corrido a abrazarlo, pero le ofrece el vaso.

–¿Un whisky, Olsen? Hace mucho tiempo que no bebemos juntos.

"Olsen acepta el vaso y antes de beber aguarda a que Víctor escancie la bebida en el suyo. Que él recuerde, casi nunca bebían copas juntos. A decir verdad, el muchacho no bebía en aquel entonces. Tampoco ve claro por qué ahora lo ha llamado por su apellido. De pronto, al girar el torso. Víctor presenta un escorzo renovado; aparece alguna ligera curvatura entre el hombro y el cuello que le recuerda a Olsen el cuerpo de Victoria. La imagen le trae una caravana de evocadas sensaciones."

–Salud... Salud y pesetas –formula Víctor mientras levanta el vaso.
–Ése era el brindis favorito de tu padre –dice Olsen con acento que intenta ser mordaz.
–¡Oh, mi padre! Mi padre sabía brindar y fanfarronear, y muy poco más. En el fondo era un inepto para casi todo. –Víctor lo dice haciendo un mohín de desprecio.
"–;Ah sí, era inepto?"
–Pues claro. Claro que sí. El pobre hombre vivía aterrado por los Medina. ¡Los Medina, los Medina! ¡Uy, qué miedo, los Medina! ¡Nos van a soplar los negocios, nos van a matar, me van a raptar al hijito! ¿Pues sabes qué les ha pasado a los Medina?
–Algo me han contado.
–Que han volado por los aires con ritmo y donaire... ¿Te gustó el versito?
–Ya veo que no te has olvidado de la poesía.

Víctor ensombrece el rostro y deja el vaso encima de una mesita, a continuación se dirige a la puerta para cerrarla y echar el cerrojo.

–Mejor así. Las puertas abiertas impiden la intimidad... La poesía... ¡No te burles, Olsen, no te burles! Es muy duro el mundo de los negocios, hay que estar muy alerta. La poesía es un agradable pasatiempo para almitas tiernas, pero cuando tienes que luchar por la vida la cosa es diferente. Pero ¿qué hacemos de pie? Siéntate, Víctor, siéntate, por favor.

Al fin se ha acordado de llamarme por mi nombre, piensa Olsen. Y pasea la mirada por las paredes del recinto. Muy cambiado, está todo muy cambiado, se dice. Juzga que la nueva decoración es un poco vulgar. Se sienta en un sillón que parece de estreno. Víctor Iturralde se sienta frente a él, en el sofá.

"–Mi padre nunca supo cómo solucionar los problemas gordos. Ahí tienes el caso de los Medina: durante toda su vida le amargaron la existencia y él no hacía más que quejarse. Me pongo yo al frente, y los Medina revientan. Bueno... dos de ellos, uno murió por su cuenta y al otro te lo cargaste tú, ¿recuerdas? Tú dirás que es casualidad que les haya explotado el coche; puede ser, yo no te voy a contradecir... ni a ti ni a nadie que lo diga. Pero, entre nosotros: las casualidades no existen, las casualidades ayudan a los que se ayudan a sí mismos. Es ley de vida."
–Claro, claro... No voy a discutírtelo.
–Por cierto, ¿me ves diferente? Dímelo. ¿No te gusta el tipo que he desarrollado? –inquiere Víctor. Vuelve ¿ ponerse de pie y tensa los músculos del pecho.
–No está mal... ¿No temes resfriarte con tan poca ropa como llevas?
–No hay cuidado, hoy es un día caluroso, ¿le acuerdas de que mi padre y tú querían que me pusiera fuerte? Pues ya lo ves: ahora estoy muy fuerte.
–Sí, ya lo veo: escás muy fuerte...
–¡Qué gran cabronazo era mí padre, Víctor! Mira que ha hecho daño por el mundo. No me extraña que mi madre lo dejara: era un gran hijo de puta... Y sin embargo, ya ves, murió en la cama, como un santito. Da rabia que gente así no reciba su castigo, te demuestra que no hay justicia en este mundo. Lo mismo sucede con muchos dictadores: joden a dos o tres generaciones e igualmente mueren en la cama. Uno no sabe en qué creer.

»Pero, claro, mi madre al dejarlo a él también me abandonó a mí. Me dejó en sus puercas manos. Yo no debía interesarle, pues de haberme querido se habría sacrificado. Tampoco ella debió de ser muy buena.

–Quizá no podía hacer otra cosa.
–¡Siempre se puede hacer otra cosa! –grita Víctor íturralde, y de inmediato cambia de tono–: ¿Otro whisky, Olsen?
–Para mí está bien por hoy.
–Claro, me vas a dejar bebiendo solo. Tú también acostumbras a dejarlo solo a uno. Todos estos años no supe nada de n. Podías haberte puesto en contacto antes, ¿no? Me dejaste abandonado en manos de mi padre, sin importarte si él se disponía a matarme... ¿Y si me hubiese matado, eh? ¿Entonces qué, eh?
–Quizá yo tampoco podía hacer otra cosa –susurra Olsen.
–¿Qué dices? ¡No te escucho! ¡Habla más fuerte!
–Digo que está bien, que me pongas otro whisky.

Víctor vuelve a escanciar la bebida en los vasos, en su expresión luce por un instante el brillo del rencor. Lo borra de la cara y vuelve a sentarse.

–¿Sabes, Olsen? Con toda su maldad mi padre era un imbécil. Nunca supo cómo encarrilar las cosas. A su muerte me encontré con un desmadre brutal: deudas, pérdidas, ausencia de lucro... Tuve que ponerme a rehabilitar todo. Los muchachos al principio creyeron que me iban a tomar para el pitorreo, pero enseguida los puse en su sitio. Ahora el Caribeño me sigue como un perrito faldero, más que a mi padre. Y en cuanto a Iglesias y Aguirre, ni te cuento. Pero me haría falta alguien que los comande... ¿Te gustaría hacerte cargo, Olsen?
–¿Y ser otro de tus muchachos?
–¿Por qué no? No me hagas caso, estoy bromeando. Jamás te propondría que trabajaras para mí. Tú eres un tío muy importante, eres todo un duro, a ti no se te puede mandar. ¿Pero a quién se le puede ocurrir que va a mandar al gran Olsen? Olsen es un ser misterioso... ni siquiera se conoce su verdadero lugar de origen. Nadie lo conoce, ni yo mismo, y eso que durante cinco años le entregué mi corazón. Pero, qué va, Olsen tiene sus reservas...

Víctor vuelve a ponerse de pie y comienza a pasearse por la habitación.

"–Te decía que mi padre, en el fondo, no sabía hacer bien las cosas. No sabia cómo terminar lo que empezaba, que es lo peor. Pero yo sí: todas las empresas saneadas que en su día poseyeron los Medina están ahora en mis manos. ¿Te acuerdas de un tal Isaías Carvallo, que pretendía competir con nosotros en el negocio inmobiliario? Pues ese hombre ya no existe: un día chocó con su auto contra un camión, o al revés; no viene al caso. Ya ves que la suerte me ayuda. Había otro que incordiaba, un tal Manuel Antúnez, presidente de la junta directiva del banco que nos daba créditos; cuando, asumió el careo nos cortaron los créditos. Bien, Manue| Antúnez ahora ya no jode más, se encuentra sin trabajo. Yo tengo la mayoría de las acciones de ese banco."

»No te imaginas cómo han progresado los negocios desde que tengo las riendas. Ahora soy mucho más fuerte y poderoso de lo que jamás llegó a ser mi padre. Ya ves lo fuerte que soy –dice Víctor, y para demostrarlo abulta los bíceps–. Esto es lo que quería conseguir mi padre y no pudo conseguirlo en vida. Mira si habrá sido estúpido, te encargó nada menos que a ti que me hicieras un hombre duro, y tú en cambio me hiciste un mariquita.

Olsen se incorpora del asiento. Recuerda que dejó el coche aparcado a la puerta de la finca. Lamenta no haberse quedado en Buenos Aires, lamenta haberse alejado de Matilde. Víctor continúa hablando:

–Mira si habrá sido estúpido mi padre, que a pesar del dinero que ofreció, a pesar de los contactos que tenía en todo el mundo, no pudo acabar contigo. Lo dicho: el pobre no sabía cómo terminar lo que empezaba. Tuve que venir yo para cerrar los boquetes abiertos, para dejar todo atado y bien atado.
–Bien, Víctor, ya es hora de que me vaya –dice Olsen.

Víctor Iturralde no parece escucharlo. Sigue hablando:

–Tú no te portaste bien conmigo, Víctor Olsen. Yo te entregué mi corazón, y tú en cambio me echaste a perder, me convertiste en un marica. –Víctor se dirige al mueble bar, abre un cajón y extrae un revólver–. También aprendí a usar esto –anuncia. Es un revólver de gran tamaño, probablemente del calibre cuarenta y cinco.
–¿Ya no cierras los ojos al disparar, Víctor? –se burla Olsen.

"Víctor levanta el arma y le apunta a la cara; vacila unos instantes. Olsen recuerda que está puesto el cerrojo de la puerta, echa un rápido vistazo a la ventana y ve que se halla abierta; no tendrá que arrojarse contra el vidrio, como la última vez. Víctor hace fuego."

Antes de oír retumbar el disparo Olsen alcanza a ver que Víctor ha contraído las facciones y ha cerrado los párpados.

La bala pasa a pocos centímetros de su cara y se incrusta en la pared. Olsen se zambulle a través de la ventana y cae sobre la hierba. Se incorpora y empieza a correr en dirección a la verja, de inmediato escucha un nuevo estampido. No hay caso, no puede evitarlo, no puede dejar de cerrar los ojos, es igual que su padre, se dice Olsen mientras huye. El tercer disparo le acierta en la espalda, a la altura del hombro. Olsen trastabilla y cae. Da de cara en la hierba. De inmediato se levanta y retoma la huida, y mientras corre piensa –con desesperación– que, al igual que siempre, para él todo vuelve a empezar.


Fin

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